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E l interregno , 1986 hasta el presente

'Interregno', dice el Diccionario de la Real Academia Española, "es el es­


pacio de tiempo en que un Estado no tiene soberano". No es un periodo de
anarquía sino de suspenso. En Colombia, el Estado y la política quedaron en
vilo ante poderosas fuerzas centrífugas como la globalización, los entramados
de narcotraficantes y políticos clientelistas, los poderes locales de los guerrilleros
y de los paramilitares.
A pesar del enorme desgaste de las fórmulas del desmonte del fn, y quizás
por pertenecer al partido minoritario en el Congreso, Belisario Betancur no se
atrevió a replantear el asunto de la composición bipartidista del gabinete. Por
otra parte, muchos analistas consideran que políticas de Betancur, como la bús­
queda de la paz con las guerrillas y la reforma constitucional que permitió la
elección popular de alcaldes, marcaron una transición de apertura democrática,
como él mismo bautizó su gobierno.
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La aplastante victoria electoral de Virgilio Barco en 1986 le permitió aban­


donar la última regla del constitucionalismo frentenacionalista. Ofreció a los con­
servadores tres ministerios, en un gabinete ministerial de trece, obligándolos a
rechazar la oferta. Entonces Barco proclamó que iba a gobernar con su partido,
abandonando así la última regla del fn: la composición bipartidista del gabinete.
Empezó el interregno que, al menos formalmente, ha debido terminar con
la expedición de la Constitución de 1991. No fue así. Por una parte, los valores y
prácticas subyacentes de la política informal seguían determinando la vida pú­
blica, aparte o contra la normatividad, conforme al conocido proverbio político
latinoamericano: "para los enemigos, la ley; para los amigos, el favor". Por otra
parte, se multiplicaron los problemas asociados con el narcotráfico y la guerrilla.
Los hallazgos de los yacimientos petroleros en el oriente colombiano empeora­
ron los síntomas de la enfermedad holandesa. En esta coyuntura, la globaliza-
ción golpeó con más intensidad las frágiles estructuras del Estado colombiano.

L a levedad del nuevo constitucionalismo

Durante el primer gobierno del desmonte, las elites espantaron los miedos
sociales. Vieron con claridad que la pobreza y la miseria en los cinturones urba­
nos no impulsaban a la población a levantarse o a secundar guerrillas urbanas.
El principal desorden en las ciudades se originaba en los grupos militantes de
extrema izquierda de las grandes universidades públicas. Con el tiempo tal des­
orden fue una rutina que pudo controlar la Fuerza Pública, a veces con saldo
de muertos y heridos graves. De los alborotos se beneficiaron las universidades
privadas, no solo porque las clases medias las buscaron con más premura, sino
porque alegaron que, en educación superior, lo público era un desastre.
Las guerrillas eran tan débiles que, aseguran testigos autorizados, el pre­
sidente López Michelsen impidió el aniquilamiento del eln, en desbandada des­
pués del cerco militar en la región antioqueña de Anorí (1973) en el cual cayeron
abatidos casi todos los miembros de la flor y nata de esa guerrilla. La sorpresa
llegó en septiembre de 1977, cuando un paro cívico nacional, en aquel momento
expresión de nuevas modalidades de protesta urbana, derivó en una violencia
represiva, más improvisada que calculada, que apenas pudieron ocultar los me­
dios de comunicación. En esas protestas, más que en las operaciones militares
del M-19 de la época, deben verse síntomas del descontento social, de la aliena­
ción de amplios sectores del régimen político y de la incapacidad de este para
ofrecer respuestas institucionales y soluciones participativas. La serie de escán­
dalos de corrupción financiera y política que siguieron en los años siguientes,
desprestigiaron a las elites ante los ojos de las clases medias.
López Michelsen planteó una reforma constitucional, pero la iniciativa
fue bloqueada en el Congreso. Los presidentes liberales Turbay y Barco, quie­
nes, como López, partían de mayorías en el poder legislativo, recorrieron in­
fructuosamente esa vía. El único que logró conducir exitosamente una reforma
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constitucional fue el conservador Betancur. Esta consagró la elección popular de


alcaldes, que empezó a realizarse en 1988. La reforma aireó la política en algunas
localidades, mientras que en otras fortaleció los poderes locales clientelistas.
El cambio constitucional vino un poco inesperadamente, en una difícil
coyuntura de orden público en 1988-1991. Como en muchos quiebres políticos
de esta naturaleza, fue decisiva la audacia de los dirigentes. Al respecto pueden
citarse a Núñez y Caro en 1885-1886, o a los padres del fn en 1956 y 1957. El
objetivo, como en los casos citados, fue pacificar. En esta ocasión el enemigo era
el narcotráfico, que desde 1988 había desatado una fulminante guerra terrorista,
sin cuartel y en ascenso. Uno de los episodios más alarmantes de esta campaña
fue el asesinato en 1989 del jefe del partido liberal Luis Carlos Galán, quien,
como Gaitán en 1948, iba camino a la presidencia. El asesinato fue ordenado por
Pablo Escobar, jefe de una de las organizaciones más poderosas y agresivas del
narcotráfico. Con la bandera de la moralización política y el talante reformista de
Carlos Lleras, Galán había consolidado una base en las clases medias liberales de
las ciudades. En 1982 no dudó en lanzar su candidatura presidencial, dividiendo
a su partido y cerrando el paso a una segunda presidencia de Alfonso López Mi-
chelsen. De ahí en adelante su ascenso fue meteórico.
Había que refundar el Estado: a esta conclusión llegaron sectores de las
elites a fines de la década de los años 1980. De tal entendimiento surgió un nuevo
orden constitucional más participativo y descentralizado; más social y justo; más
transparente y menos corrupto. Pero llama la atención lo frágil de la legitimidad
y legalidad del proceso constituyente. No existían bases legales para convocar la
Asamblea Constituyente. Más significativo, a diferencia del plebiscito de 1957,
en el cual votó más del 90 por ciento de la población apta, en 1990 la abstención
para elegir Constituyente fue una de las más altas en la historia electoral del
país, el 74 por ciento, muy por encima de la tendencia estadística desde 1958. Los
constituyentes fueron elegidos con menos de la mitad de los votos depositados
por los congresistas unos meses atrás y a quienes revocaron el mandato.
El constitucionalismo del decenio de los años 1990 adhirió a la ola de-
mocratizadora mundial, cuya cresta era, en ese momento, la caída del Muro de
Berlín y el fin del sistema soviético. En este sentido, es notable el contraste con
los orígenes del fn moldeado por la Guerra Fría con su reformismo preventivo
de la década de los años 1960, expresado en la Alianza para el Progreso. En 1990,
el espíritu de reforma nacía del espíritu de la posguerra fría: protección de los
Derechos Humanos y del medio ambiente, sociedad civil participativa, descen­
tralización, desmilitarización.
Hay otros aspectos en que también se diferenciaron los procesos de 1957
y 1991. En 1957 no se cuestionó la política económica central de industrializa­
ción sustitutiva. En 1990, con un retardo de una década con respecto al resto de
América Latina, las elites políticas y empresariales colombianas se animaron a
emprender la apertura comercial y financiera y la privatización. Principios que
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venían predicándose desde la crisis industrial del decenio de los años 1970 y
para la que estaba abonado el terreno. Si este cambio no complicó el proceso
constituyente, sí creó fuertes tensiones con los sindicatos del sector público, in­
mediatamente después de que fuera aprobada la Constitución.
Otra diferencia con el proceso de 1957 es que el plebiscito, pactado a puerta
cerrada, instauró un sistema bipartidista excluyente. En la Constituyente, entre
los 70 miembros electos, sobresalieron jefes y voceros de las guerrillas desmo­
vilizadas. Así, la Alianza Democrática-M-19 obtuvo 19 escaños, contituyéndose
en una de las tres fuerzas políticas que dominaron la Asamblea. Las otras dos
fueron el partido liberal, 25 escaños, y la facción de Alvaro Gómez Hurtado, 11
escaños, bautizada como Movimiento de Salvación Nacional. Irónicamente, Mi-
sael Pastrana, el último presidente del fn, quien encabezó un menguado Partido
Social Conservador, con solo 5 escaños, quedó marginado en la Asamblea.
Como en 1957, el proceso de 1990 fue organizado desde arriba. Los jefes
liberales de un lado, particularmente Alfonso López Michelsen, y del otro, Alva­
ro Gómez Hurtado, mostraron que en Colombia las familias políticas aún siguen
mandando. Quizás habían previsto que en los años siguientes los movimientos
legales de los guerrilleros desmovilizados perderían fuerza hasta desaparecer
del mapa electoral.
Visto en una perspectiva a largo plazo, puede decirse que la Carta de 1991
enterró el pasado. No se la concibió ni presentó con referencia a tal o cual Cons­
titución anterior. Sus puntos de comparación fueron, más bien, las nuevas cons­
tituciones de España y Brasil, aunque su inspiración filosófica se remonta a los
constitucionalismos clásicos de fines del siglo xvm.
El documento de 1991 desarrolla la última generación de Derechos Hu­
manos y el derecho ecológico; reconoce la pluralidad étnica del pueblo colom­
biano; afirma principios actuales de descentralización fiscal y fortalece el poder
judicial. Plantea, aunque sigue en el aire, el tema de la reordenación territorial
del país, excepto por la jurisdicción especial que creó para las comunidades in­
dígenas, y más tarde, para las negritudes. Pero no tocó el papel de las Fuerzas
Armadas en un orden democrático. Restringió las funciones del Gobierno en
relación con la moneda y, para subrayar la apertura política, condicionó, toda­
vía más que la reforma constitucional de 1959, el régimen de Estado de sitio que
ahora se llama "Estado de conmoción interior".
En las circunstancias adversas de 1990, miles de colombianos deposita­
ron su esperanza en la fórmula ofrecida por el Gobierno, los grandes diarios de
circulación nacional y los grandes grupos económicos, aunque la visibilidad se
dio a grupos de estudiantes universitarios que pedían el cambio constitucional.
La Constitución de 1991 aumentó las expectativas, pero sus logros, como bien
podía esperarse dadas la improvisación y debilidad del proceso constituyente,
han sido mínimos al no estar acompañados de cambios en la cultura política
y reformas económicas y sociales sustanciales. Así, se desvanece otra quime-
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ra. Pocos años después de expedida la Constitución, es evidente que no hay


más competencia política, que la corrupción prosigue, que no surgen partidos
modernos y, sobre todo, que el país no se ha pacificado. Desde Betancur en 1982,
todos los presidentes han propuesto y desarrollado procesos de paz con las gue­
rrillas. Aunque algunas se desmovilizaron entre 1989 y 1994, y participaron en
la Constituyente, el problema es cada vez más embrollado.
El vacío que fueron dejando los dirigentes políticos del fn, muchos de los
cuales habían comenzado su carrera política en las décadas de los años 1920 y
1930, fue llenado por una nueva clase política más dispersa desde una perspecti­
va nacional por estar más atada a los poderes tácticos locales. Esto se aprecia, por
ejemplo, en la constante fragmentación electoral medida a través del número de
candidatos. El surgimiento de corrientes cívicas y el potencial explotado por la
Anapo fueron lecciones para la generación de políticos que alcanzó la madurez
en la década de los años 1980.
La elección popular de alcaldes fue un paso decisivo en formalizar esta
fragmentación. La Constitución de 1991 la consolidó. Separó los calendarios y
por tanto las campañas. Fijó cada tres años para las de alcaldes y gobernado­
res, concejos municipales y asambleas departamentales; cuatro años para las de
Congreso, divididas en una circunscripción nacional de senadores y circunscrip­
ciones departamentales para la Cámara de Representantes. Igualmente, separó
estas elecciones de las presidenciales, a las que se abrió la posibilidad de segun­
da vuelta si en la primera ninguno de los candidatos obtiene la mitad más uno
de los votos emitidos.
Parcelada la actividad electoral, aumentó la competencia individualista de
candidatos y se debilitaron las maquinarias centrales de los partidos. Surgió el mi-
croempresario electoral y se encarecieron las campañas. La televisión se convirtió
en el medio esencial de propaganda. Pero los dos partidos tradicionales, con una
notable ventaja del liberal, continúan dominando las instituciones políticas.
A la luz de los altos ideales de los constituyentes, plasmados en nuevos
derechos constitucionales, la última década del siglo xx ofrece mayores frustra­
ciones. Por ejemplo, el desempleo urbano que en los últimos años ha alcanzado
las cotas más altas desde que hay estadísticas, contradice el principio constitu­
cional que coloca el derecho al trabajo como uno de los fundamentales. La nor­
ma según la cual los derechos de los niños prevalecerán sobre todos los demás
no se concilla con el aumento de denuncias sobre abusos de todo tipo contra los
niños, la mayoría de los cuales se realizan en el hogar y en el entorno del trabajo
familiar; ni con el aumento del déficit de cupos escolares en muchas municipa­
lidades, particularmente del Caribe. El agudo y creciente problema social de los
desplazados, en muchas ocasiones acosados por las Fuerzas Armadas, contrasta
con la protección constitucional a los Derechos Humanos.
Por otra parte, por la vía de las tutelas y del control constitucional ha
avanzado la protección de muchos derechos laborales e individuales. Las ado-
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lescentes embarazadas no pueden ser expulsadas de los planteles educativos; los


homosexuales no pueden ser discriminados en las Fuerzas Armadas y los mo­
ribundos tienen derecho a una muerte digna o asistida por sus médicos. Algu­
nos de estos derechos, particularmente el último, suscitan fuertes controversias
políticas, morales y filosóficas en países que son paradigma de la democracia
moderna y allí no han sido reconocidos en el grado colombiano. Esto sugiere la
levedad del nuevo constitucionalismo en la espesura de una sociedad que tiene
pocas oportunidades para prestarle la atención que, quizás, merece. Otro avance
significativo tiene que ver con los equilibrios establecidos en muchas sentencias
de los altos tribunales sobre decisiones de las instituciones económicas del Esta­
do; por ejemplo, sobre la equidad social de las tasas de interés o de las políticas
antiinflacionarias.
Los desarrollos legales de la Constitución quedaron en manos de la clase
política preconstituyente. El problema de fondo sigue siendo el mismo desde la
fundación de la República: la distancia entre los sueños del constitucionalismo
y las prácticas sociales.

Los nuevos poderes ; narcotráfico y petróleo

En la globalización de los mercados de drogas, armas y dineros ilícitos, es


manifiesto el papel de Estados Unidos, el principal país consumidor de drogas
prohibidas, centro mundial de las operaciones de dineros ilegales e importante
proveedor de armas a los mercados negros colombianos. El gobierno norteame­
ricano fija unilateralmente los parámetros dentro de los cuales países-fuente,
como Colombia, deben colaborar en la guerra a las drogas.
En la edición del 6 de julio de 1981, la revista Time citaba un estudio según
el cual "Como las motocicletas, las metralletas y la política de la Casa Blanca, la
cocaína es, entre otras muchas cosas, sustituto de virilidad. Su mera posesión da
estatus: la cocaína equivale a dinero y el dinero a poder". Eran tiempos de per­
misividad y altos precios en las calles de las ciudades estadounidenses.
Poco después, informes de diversas instituciones públicas y privadas de
los Estados Unidos describieron la plaga de la cocaína y, lo que era peor, de
subproductos aún más dañinos y adictivos como el crack que en Colombia se lla­
ma basuco. Epidemias que afectaban la salud pública y generaban epidemias de
criminalidad y la corrupción de algunos policías. En poco tiempo se consolidó
un consenso político de "cero tolerancia". Se pusieron en marcha diversos pro­
gramas de guerra a las drogas que en Colombia habrían de tener amplios efectos
diplomáticos, políticos, militares y sociales.
La estrategia de guerra de la Casa Blanca definió, primero, que el núcleo
del problema estaba del lado de la oferta, es decir de países como Bolivia, Perú,
Colombia y México. Segundo, que los ejércitos de estos países debían encargarse
de la represión. Ante el fracaso del Ejército colombiano, evidente en la guerra a
la organización de Pablo Escobar, el principal narcotraficante de la historia del
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país, se cambió de estrategia. La Policía nacional fue reformada y reemplazó al


ejército en estas funciones represivas.
La guerra a las drogas vino acompañada de sanciones unilaterales como
la descertificación. También se pusieron en marcha tratados de extradición de
nacionales a los Estados Unidos. Políticas que provocaron resentimientos nacio­
nalistas. La extradición llevó a la escalada terrorista de los narcotraficantes. Cen­
tenares de testigos, jueces y periodistas cayeron asesinados. El apaciguamiento
llegó con la prohibición constitucional de extraditar colombianos, consagrada en
la Constitución de 1991 y revocada por el Congreso a iniciativa del gobierno en
1997, bajo presiones del gobierno norteamericano. El cuadro 13.12 muestra que
la dinámica económica del narcotráfico desbordó esta lógica de represión.
Narcotráfico y petróleo implican una transferencia masiva de recursos a
las clientelas locales y a las guerrillas. Fenómenos que, por supuesto, no excluyen
la corrupción de los políticos en el plano nacional. El más claro ejemplo de esta
es el llamado, "Proceso 8.000", que deja presumir un extendido sistema de rela­
ciones de protección, complicidad y soborno entre la clase política de ambos par­
tidos y los narcotraficantes. Relaciones tejidas desde la década de los años 1970.
El cambio de opinión pública y las presiones de Estados Unidos transfor­
maron lo que era una práctica más o menos aceptada, pero discreta, en el mayor
escándalo político del siglo xx. Que los empresarios financiaran políticos no era
nada nuevo. La andi, por ejemplo, estableció el método desde su fundación y
desde el fn prácticamente todas las grandes empresas financian campañas. Lo
novedoso era que los narcotraficantes, además de ser empresarios, estaban por
fuera de la ley y algunos manejaban directamente organizaciones criminales y,
en todo caso, muchísimo dinero.
Estos eran los usos y costumbres que explican cómo la campaña presiden­
cial de Ernesto Samper recibió del Cartel de Cali, una de las grandes organiza­
ciones de narcotráfico, cinco mil millones de pesos (unos dos y medio millones
de dólares) para la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de 1994. Por
este delito purgan condenas de cárcel una docena de políticos liberales de pri­
mera línea. Aunque eran muy fuertes los indicios que apuntaban a la respon­
sabilidad directa del presidente Samper, al fiscal le faltó destreza y experiencia
para cimentar un caso convincente. Para rematar el episodio, la Comisión de
Acusaciones de la Cámara de Representantes, en manos de la facción oficialista,
precluyó el proceso.
Por otra parte, la politización de la renta petrolera vigoriza el sistema
clientelar. Según los presupuestos teóricos generales de la descentralización, se
acordó que el Gobierno central debe transferir 49 por ciento de las regalías pe­
troleras a los municipios y departamentos donde hay explotaciones y a aquellos
por donde pasan los oleoductos; una fracción va al resto del país. Las nuevas
explotaciones petroleras están ubicadas en regiones de frontera. Allí son noto­
rios el vacío del poder institucional, el juego clientelar y la violencia guerrillera
extorsiva. Y allí todo dinero público que ingresa se gasta.
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CONSTITUCIÓN POLÍTICA DE COLOMBIA


"Art. 44. Son derechos fundamentales de los niños: la vida, la integridad física, la salud
y la seguridad social, la alimentación equilibrada, su nombre y nacionalidad, tener
una familia y no ser separados de ella, el ciudado, el amor, la educación y la cultura,
la recreación y la libre expresión de su opinión. Serán protegidos contra toda forma
de abandono, violencia física o moral, secuestro, venta, abuso sexual, explotación
laboral o económica y trabajos riesgosos. Gozarán también de los demás derechos
consagrados en la Constitución, en las leyes y en los tratados internacionales ratifi­
cados por Colombia.
"La familia, la sociedad y el Estado tienen la obligación de asistir y proteger al niño
para garantizar su desarrollo armónico e integral y el ejercicio pleno de sus derechos.
Cualquier persona puede exigir de la autoridad competente su cumplimiento y la
sanción de los infractores.
"Los derechos de los niños prevalecen sobre los derechos de los demás".

Males que agobian la niñez colombiana


(cifras aproximadas)
Que viven en las calles Entre 25 mil y 30 mil
Que trabajan 2,5 millones
Que están fuera del sistema educativo 2,8 millones
En la prostitución 30 mil
En el conflicto armado 6.000 menores de 18 años
Que viven en condiciones de miseria 2 millones
Que raspan coca 200 mil
Sin resgistro civil 18,4% de menores de 5 años
Vícitmas de maltrato 2 millones

Fuente: Unicef, El Espectador 5 de abril de 2001, p. 6A

Las regalías se invierten en obras innecesarias, a veces extravagantes, pero


que permiten ejecutar gigantescos contratos adosados por comisiones ilegales.
La guerrilla tiene un poder tal que es un intermediario conocido de estos contra­
tos. Se trata por cierto de zonas con muy poca población, factor que no se tuvo
en cuenta cuando se expidió la ley. Por ejemplo, las regalías per cápita de Arauca
son 362 veces superiores a las de Antioquia, 1.300 veces las de Cundinamarca y
8.900 las de Risaralda.
La elección popular de alcaldes, las transferencias obligatorias de recursos
fiscales a los municipios y el énfasis neofederalista de la Constitución de 1991
están creando nuevos balances dentro de las unidades territoriales del Estado
colombiano, para las cuales no existen las instituciones estatales adecuadas. Esto
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se aprecia en la atropellada expansion del gasto estatal. De un lado, entre 1992 y


1998 el Estado vendió a los particulares un conjunto de empresas prestadoras de
bienes y servicios, liberándose de una pesada carga financiera. Simultáneamente
se emprendieron estudios para racionalizar la actividad de las instituciones es­
tatales con miras a reducir la burocracia, simplificar procedimientos y acercarse
a la ciudadanía. Se buscaba achicar el Estado, es decir, contraer y mejorar la
eficiencia del gasto. Pero ocurrió todo lo contrario. ¿Por qué?
Una razón fundamental es que, quizás por primera vez en la historia na­
cional y gracias al petróleo, el Estado tiene recursos patrimoniales y rentas deri­
vadas de una magnitud tal que da autonomía a los políticos en relación con las
elites empresariales y económicas. Los gobiernos pueden gastar más sin incurrir
en el costo político de aumentar impuestos. Simultáneamente, el sector privado
puja por captar parte de la renta petrolera, exigiendo exenciones fiscales y sub­
venciones por la vía de las tasas de cambio e interés bancario.
En solo cuatro años, de 1995 a 1998, el gasto público total pasó del 32,2 por
ciento al 36,9 por ciento del P1B. En un país con infraestructuras físicas deficien­
tes (carreteras, autopistas, puentes, puertos, túneles) y con graves rezagos del
gasto social, particularmente en educación y salud, este aumento sería bienveni­
do. Pero el 70 por ciento se destina al gasto corriente en el cual una proporción
significativa se va en pagar las nóminas y gabelas de la burocracia, incluida la
militar. Este desbalance entre el gasto corriente y la inversión pública se origi­
na en la racionalidad del juego político. Los horizontes temporales del político
profesional dependen de un ciclo de corto plazo, en general el cuatrienio del
presidente y de los congresistas (tres años de alcaldes y gobernadores), mientras
que los efectos positivos de una política de educación o de dotación de vías solo
se ven en el mediano plazo.
Dada la naturaleza clientelista de la política, se incrementaron desmesu­
radamente los rubros de remuneraciones no solo del gobierno central sino de los
departamentos y municipios, por medio de las transferencias ordenadas en la
Constitución de 1991. Además, el conflicto armado y la represión al narcotráfico
han colocado a Colombia en contravía de su propia tradición presupuestaria y
de lo que está ocurriendo en América Latina. Por ejemplo, el gasto militar pasó
del 1,6 por ciento del PIB en 1985 al 2,6 por ciento en 1995, y mantiene la ten­
dencia a crecer. Pero aquí también se ve que una parte sustancial del incremento
va a pagar la nómina y las prebendas pensiónales y prestacionales del personal
militar.
La expansión del gasto público genera una permanente presión inflacio­
naria y una propensión al déficit fiscal. Aun cuando muchos sectores ciudada­
nos y empresariales quieren ver un Estado más activo en el frente de las obras
públicas, la ideología en boga señala que el Estado inversionista y centralizado
es ineficiente y corrupto.
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E l cambio cultural : cultura popular y CULTURA DE ELITE

La pieza maestra del cambio cultural de la segunda mitad del siglo xx ha


sido la secularización. Las pautas son mundiales, pero hay algunos matices es­
pecíficos. En este periodo se debilitó considerablemente la autoridad del clero
católico en asuntos de moralidad pública y privada, de políticas educativas o
de política partidista. La urbanización y la expansión del alfabetismo y de la
escolaridad; del cine y de la televisión, y de nuevas formas de cultura popular,
incluidos los deportes, crearon nuevos modelos y paradigmas. Los intelectua­
les, particularmente los columnistas de la prensa escrita, fueron quedando al
margen en su papel tradicional de formadores y orientadores de opinión. Los
traumas del Bogotazo y de la violencia del 9 de abril en provincia acentuaron la
despolitización y, en ese contexto, el intelectual ideólogo cedió el lugar al intelec­
tual experto. Dentro de los expertos, el jurista perdió terreno ante el economis­
ta. Recientemente retorna un jurista más técnico, menos ideológico, y hay más
equilibrio con el economista, aunque ambos están siendo desplazados por los
especialistas en mercadotecnia comercial y electoral.
La paz frentenacionalista requería enterrar, al menos temporalmente, las
ideologías de los partidos. Quienes buscaron explotarlas fueron tachados de
anacrónicos y sectarios. Dos condiciones enmarcan este proceso secularizador.
Primera, en todo este periodo el número de lectores de libros, periódicos y re­
vistas ha sido uno de los más bajos de América Latina. Segunda, la televisión
llegó al país a mediados de la década de los años 1950, bajo el predominio de la
censura política y moral, combinada con la autocensura. Empezó, como en casi
todo el mundo, la hora de los locutores y presentadores de noticias y progra­
mas culturales anodinos. Sus voces tersas y sus hablas sin dejos regionales se
adecuaron a los nuevos públicos. Los programas de mayor densidad intelectual
consistían en concursos de preguntas y respuestas de tipo enciclopédico, a cargo
de unos sabelotodos que hacían creer al radioescucha o al televidente que allí se
suministraban cápsulas milagrosas de sabiduría. Radio y televisión montados
sobre los modelos norteamericanos de pautas comerciales fueron los sustitutos
de la educación pública y nunca, ni siquiera cuando se habló en la década de los
años 1980 de "universidad abierta", se consideró el modelo estatal de la televi­
sión británica o francesa, que asume la posibilidad de elevar el nivel educativo
de la población entreteniéndola.
La concentración del poder económico y la difusión de la televisión lle­
varon al retroceso de las elites eclesiásticas y laicas en su papel de moldeadoras
de la visión del mundo de los sectores populares y de árbitros de la cultura po­
pular. Esto fue más evidente en el decenio de los años 1990. Entonces volvieron
con fuerza inusitada los locutores chabacanos, de fuerte acento regional, aunque
no desplazaron del todo a los más ecuánimes. El presidente Andrés Pastrana
afianzó sus ambiciones políticas en la década los años 1980 como atildado pre­
4SS M arco Ρ λι ack^s - Ρκλ\κ S amohd

sentador de un telenoticiero. En representación de los primeros puede citarse a


Edgar Perea, uno de los senadores más destacados de la legislatura 1998-2002,
quien hizo nombre y prestigio como exaltado comentarista deportivo de la ra­
dio, sancionado en ocasiones por incitar a la violencia entre las barras de los
equipos de fútbol.
En los dos deportes nacionales más populares de la segunda mitad del
siglo XX, el fútbol y el ciclismo, cuya profesionalización coincide con la época de
la Violencia, el pueblo colombiano encontró y se identificó con nuevos héroes
que, con esfuerzo y talento, representaban no solo la posibilidad del ascenso y
reconocimiento sociales, sino los valores de sacrificio personal, modestia, apego
al terruño. Los políticos estuvieron prestos a explotar estas nuevas expresiones
populares y, probablemente, siguiendo modelos como los de la Tour de France,
el Giro d'Italia y la Vuelta a España, trataron de capitalizarlas. Esto fue muy claro,
por ejemplo, en la creación del equipo de ciclismo de las Fuerzas Armadas du­
rante la dictadura de Rojas Pinilla para competir en la Vuelta a Colombia, equipo
extraído de los más populares ciclistas del país, principalmente antioqueños. El
inicio anticipado de la Vuelta a Colombia en 1970 alivió las tensiones de la dra­
mática elección presidencial del 19 de abril de aquel año. En el fútbol debieron
influir los modelos de la Argentina peronista y de la España franquista. Gracias
a la sobrevaluación del peso pasaron por el fútbol colombiano grandes astros
argentinos, y a comienzos de la décad de los años 1950 los bogotanos pudieron
presenciar ''encuentros clásicos" entre el Real Madrid y Millonarios de la capital.
La concentración de la propiedad y el control de los medios de comu­
nicación han sido notables desde la década de los años 1930, en los inicios de
la radiodifusión. Hoy día es notorio el nexo entre los grandes empresarios, los
medios y la política. Dos de los mayores conglomerados empresariales del país,
el Grupo Santodomingo y el Grupo Ardila Lülle, se hicieron a la propiedad de
las principales cadenas de radio y televisión privada, de revistas para las clases
medias y el primero adquirió recientemente el prestigioso diario liberal El Espec­
tador. Ambos grupos, que rehúyen asumir la responsabilidad política directa, se
han convertido en patrocinadores abiertos de este o aquel candidato presiden­
cial y de los políticos en general.
La urbanización, la radio, la discografía, el cine y la televisión crearon
nuevos gustos y nuevos públicos. Las músicas folclóricas regionales, andinas,
caribeñas, llaneras, se adaptaron a estos. También fue manifiesta la predilec­
ción popular por el tango argentino, las rancheras mexicanas, el bolero cubano-
mexicano y la música bailable afroantillana. En sus comienzos, la radionovela y
los programas radiales de humor se importaban de la Cuba prerrevolucionaria.
Pero con el tiempo fue evidente que el arquetipo de la cultura de masas era
norteamericano. En cuanto en Estados Unidos, la cultura popular compendia
valores igualitarios, tal como Tocqueville observó perspicaz y tempranamente,
aparece en Colombia un contrapeso a la cultura de las clases altas tradicionales,
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ahora más secular aunque elitista como antes.


Consideremos, por ejemplo, el influjo de las fórmulas de la cultura popu­
lar norteamericana en las telenovelas de los últimos 10 o 15 años y en el incipien­
te cine colombiano. A comienzos de la década de los años 1990, los actos oficiales
del Congreso y del presidente de la República evitaban caer en el horario de una
telenovela que alcanzaba los más altos ratings: Café con aroma de mujer. La histo­
ria se desarrolla durante la bonanza del decenio de los años de 1970, en torno a
una poderosa familia de cafeteros originaria de Manizales. Ofrece una miscelá­
nea convencional de estafas en las exportaciones de café, picardías en la trepada
social, virginidades recicladas y maternidades fraudulentas. La narrativa, ajena
al estilo acartonado del género, estaba dominada por un punto de vista cínico
y retorcido. Pese al aparente realismo, el libreto suprimió los quebrantos de la
extorsión, la criminalidad común y el secuestro, a los que han estado expuestas
las familias colombianas.
No todo es cinismo. La estrategia del caracol, una de las películas nacio­
nales más taquilleras, cuenta las peripecias de los ingeniosos inquilinos de un
gran caserón republicano del centro de Bogotá para eludir una orden judicial de
evicción. Con el canon del Hollywood de las décadas de los años 1930 y 1940, la
película pone en ridículo a los poderosos (el propietario, un vástago que quiere
recuperar el inmueble) y sus mañosos intermediarios (el abogado, el juez y los
policías); enaltece al pueblo sencillo y laborioso y tiene final feliz.
La alta cultura es al mismo tiempo más cosmopolita y más nacional. Es
decir, ha encontrado los lenguajes universales para descifrar y describir idio­
sincrasias colombianas. En este medio siglo han conocido su edad de oro las
artes plásticas y escénicas; la arquitectura y la literatura. En los últimos lustros
Bogotá se convirtió en sede de un reputado festival mundial de teatro. En todo el
planeta se ha consagrado el poderío del arte y el talento de un Fernando Botero
o de un Gabriel García Márquez, que extraen su colorido y fantasía de la savia
pueblerina y provinciana del país.

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