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TU, YO Y EL ALZHEIMER

¿PERO QUIÉN SOY YO?

La abuela tiene Alzheimer, Ana.

Una frase. Cinco palabras. Esa frase y esas cinco palabras que nunca pensé que llegaría
a escuchar.

El día veintiocho de septiembre no significaba nada importante para mí. Me levanté


como todos los días, me vestí, desayuné y antes de salir por la puerta, mi madre recibe
una llamada de mi abuelo. Se la veía bastante nerviosa, pero no me preocupe mucho
porque me tenía que ir ya a clase y no iba a llegar al examen de biología. Al colgar, voy
a preguntarle a mi madre que si pasaba algo y su respuesta fue:

- Hoy no bajas a comer a casa de la abuela, ven directamente aquí.

No pregunté por qué y me fui a clase preguntándome qué pasaría. La mañana fue
pasando bastante lenta, el examen me salió bastante bien y las clases ni fueron
aburridas ni tampoco las mejores, todo era demasiado normal y al igual demasiado raro.

Volví a casa y no había nadie, ni mi madre, ni mi padre, nadie. Esto me parecía raro
porque sabía que hoy mi madre trabajaba y mi padre había dicho que venía a comer,
entonces ¿dónde estaban?, ¿tenía esto algo que ver con la llamada de mi abuelo?, ¿les
había pasado algo? ¿estaban bien? En ese mismo momento, mi teléfono sonó.

- Dime mamá.
- Ana, no te asustes.
- ¿Qué pasa?
- Estamos con la abuela María en el hospital.
- ¿Cómo?
- Esta mañana la abuela ha salido a andar como todos los días y se ha desorientado
y se ha caído y se ha hecho una brecha.
- No entiendo nada, mamá.
- Vienen los médicos, luego hablamos cariño.
- Adiós.
Mi abuela. En el hospital. Con una brecha. Desorientada. ¿Qué está pasando?

Mis padres llegaron por la noche y con ellos la gran noticia. Yo sabía perfectamente lo
que era el Alzheimer, pero que te digan que lo tiene tu abuela pues no te sienta bien.
Sentimientos de cobardía, tristeza y duda te llenan y, por qué no decirlo, me sentí y
comporté como una cría a la que la habían reñido por hacer algo mal y le quitaban sus
juguetes. No podía aceptar que eso le pasara a ella, la persona más fuerte, valiente y a
la que más quería no me fuera a recordar. Podría aceptarlo de cualquiera, en cambio de
ella, era imposible. No me dolía que ella lo tuviera, me fastidiaba que no me hubiera
dado cuenta, que no hubiera estado pendiente de ella, simplemente de algo que me
podía haber dicho que algo le estaba pasando y que yo fuera a su casa todos los días y
como si nada, como si todo fuera igual, y ahora, nada lo volvería a ser. Dejé de escuchar
a mis padres y no me interesaba si iba a vivir uno, dos o cinco años, si estaba avanzado
o lo que me estuvieran contando. Eso no era lo importante. Lo único me importaba
ahora eran dos cosas y de una sabía la respuesta, aunque asumirlo era lo peor y prefería
dejarlo.

- ¿La abuela está bien?

Eso fue lo único que dije y mis padres respondieron que ahora sí. Era lo que necesitaba
escuchar, solo eso.

Los meses fueron pasando. Si hecho la vista hacia atrás, pasé más tiempo en casa de mis
abuelos que en la mía propia. En los días que tenía clase, al salir iba directamente allí,
terminaba de cocinar, a regañadientes por parte de mi abuela, comíamos los tres juntos,
recogía, fregaba y subía a casa. Volvía a bajar a eso de las siete, daba un paseo con mis
abuelos y hacía la cena, si no estaba alguno de mis tíos o mis padres.

Al principio, lo hacía porque mi abuela tenía Alzheimer y ella me había cuidado a mi toda
la vida y… ¡cómo no la iba yo a cuidar a ella cuando más lo necesitaba! Sin embargo,
llegó un momento que lo hacía más por mí que por ellos. Necesitaba pasar tiempo con
ella, recordar todos los momentos hasta que me los supiera de memoria, necesitaba sus
enseñanzas tanto como en la cocina, porque ella decía que no sabía cocinar, tanto como
lo que ella fue aprendiendo en la vida. Lo necesitaba todo de ella, así cuando llegara el
momento de que no se conociera a ella misma, yo podría ser su roca de los recuerdos.
La idea de que mi abuela fuera a una residencia me resultaba espantosa. No por la
residencia, eso me daba igual, sino porque allí tenía que asumir que esta batalla no la
estaba ganando mi abuela. Aceptaba que se le iban olvidando las cosas más
significativas, pero como para llevarla a una residencia, eso no.

Esta idea se me quitó el día que no me reconoció. Se acercaba la navidad y toda mi


familia estaba ya por el pueblo. De todos, la única que seguía reconociendo era a mi o
eso pensaba yo. Lo recuerdo como si fuera ayer, estaban mis primos y algunos de mis
tíos en casa, entonces llegamos mis padres y yo. Como era normal ya para ellos, al llegar
no les reconoció y después de un rato pareció que les recordaba algo. En cambio,
conmigo fue totalmente distinto. Me acerqué a ella y no me dijo ni hola ni nada, no sabía
quién era. Me dolió, pero no por el hecho, que también me dolió, sino porque ahí asumí
que ella no era la misma y que no volvería a serlo nunca.

La vida en la residencia claro que era distinta. A la abuela no le hacía mucha gracia.
Bueno, creo que a ninguno de nosotros nos hacía gracia, pero era lo mejor para ella. La
visitábamos cada vez que podíamos entre semana y todos los fines de semana íbamos
todos a verla. Yo lo único que quería es que no sintiera que la había abandonada y por
eso para mí era tan importante ir a visitarla.

El Alzheimer no es bonito. Claro que no. Porque no es una enfermedad que está la
persona enferma en el momento y sabes que dentro de unos días, semanas o meses se
va curar. No es así. La persona va empeorando poco a poco, olvidando, preguntando
quiénes somos, cómo son las cosas y hasta no saber quién es ella misma.

Si pudiera crear el mejor final de vida para mi abuela no sería este. Ella estaría con todos
nosotros, nos iríamos a la playa o donde quisiera, comeríamos todo lo que deseáramos
y bailaríamos, ¡y tanto que bailaríamos! Pasodobles, sevillanas o lo que nos pusieran por
delante, pero lo más importante sería que estaríamos felices y ella la que más.

El quince de enero es mi cumpleaños. Lo celebré con mis amigos y la demás familia.


Antes de la hora de la cena fui a ver a mi abuela. Las auxiliares sabían que era mi
cumpleaños, iba tanto tiempo a la residencia que al final nos hicimos amigas, por eso la
vistieron con sus mejores galas. Cuando llegué, como era normal, ella no me recordaba
y comenzó la rutina de siempre:
- Hola abuela
- ¿Quién eres?
- Abuela soy Ana, tu nieta
- Ah
- Te he traído una cosa, pero no la puedes tomar hasta después de la cena.
- ¿Qué es?
- Es la tarta San Marcos.
- Esa tarta ... Me recuerda a algo ... ¡Ya sé! … es mi tarta favorita
- Eso es abuela, muy bien
- Ja ja ja … oye ¿Qué traes ahí?
- Una tarta abuela, hoy es mi cumpleaños.
- Sí …
- Bueno, yo ya me tengo que ir. El sábado vuelvo con los tíos vale. Te quiero.

- Perdona… ¿Pero ¿quién soy yo?


- Tú eres María, mi abuela

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