Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
TG 1 - Sombra y Hueso
TG 1 - Sombra y Hueso
Leigh Bardugo
odeada de enemigos, el antaño gran reino de Ravka ha sido dividido en dos por el
Abismo de Sombras, una granja de impenetrable oscuridad plagada de monstruos
ansiosos de darse un festín con carne humana. Ahora el destino de toda una
nación descansará sobre los hombros de una sola refugiada. Alina Starkov nunca ha
destacado en nada, pero cuando su regimiento es atacado en el Abismo y su mejor amigo
resulta gravemente herido, Alina despierta un poder latente que salva su vida, un poder
que podría ser la clave para liberar a su país devastado por la guerra. Apartada de todo lo
que conoce, Alina es arrastrada hasta la corte real para ser entrenada como miembro de la
Grisha, una élite mágica liderada por el misterioso Darkling. Sin embargo, nada en ese
fastuoso mundo es lo que parece. Con la oscuridad al acecho y un reino entero
dependiendo de su indomable poder, Alina tendrá que enfrentarse a los secretos de la
Grisha, y a los de su corazón.
Para mi abuelo:
Dime unas cuantas mentiras.
Los Grisha
Soldados del Segundo Ejército
Maestros de la Pequeña Ciencia
Corporalki
(La Orden de los Vivos y Muertos)
Cardios
Sanadores
Etherealki
(La Orden de los Invocadores)
Impulsores
Inferno
Tidemakers
Materialnik
(La Orden de los Fabricadores)
Durests
Alquimios
Grisha (gri-SHAH): Segundo Ejército de Ravka.
e pie al margen de una carretera ajetreada, bajé la vista, hacia los ondulados
campos de cultivo y las granjas abandonadas del Valle de Tula y vislumbré
por primera vez el Abismo de las Sombras. Mi regimiento se encontraba a
dos semanas de camino del campamento militar de Poliznaya y el sol de otoño
hacía que la temperatura fuera cálida, pero tirité dentro de mi abrigo cuando vi la
neblina que lo rodeaba, como una mancha sucia en el horizonte.
Alguien me golpeó desde atrás con el hombro. Tropecé y estuve a punto de
estrellarme contra la calzada llena de barro.
—¡Hey! —dijo el soldado—. ¡Cuidado!
—¿Por qué no tienes cuidado tú con tus pies gordos? —le espeté, y me deleité
al ver la sorpresa que apareció en su enorme cara. La gente, particularmente los
hombres grandes que llevaban grandes rifles, no esperaban insolencias de alguien
tan escuálido como yo. Siempre lucían aturdidos cuando esto pasaba.
El soldado se recobró de la sorpresa rápidamente y me lanzó una mirada
asesina mientras ajustaba la bolsa que llevaba a su espalda, después desapareció en
la caravana de caballos, hombres, carretas y carros que circulaba por lo alto de la
colina hacia el valle de abajo.
Aceleré mis pasos, intentando mirar por encima de la multitud. Había
perdido de vista la bandera amarilla del carro de los topógrafos hacía horas y sabía
que estaba bastante lejos de ella.
Mientras caminaba, olí los verdes y dorados aromas del bosque otoñal, de la
suave brisa a mis espaldas. Nos encontrábamos en la Vy, la ancha carretera que
una vez había unido a Os Alta con las ricas ciudades portuarias en la costa oeste de
Ravka. Pero eso había sido antes del Abismo de las Sombras.
En algún lugar entre la multitud, alguien estaba cantando. ¿Cantando? ¿Qué
idiota está cantando mientras se adentra en el Abismo? Volví a echar un vistazo a
aquella mancha en el horizonte y tuve que reprimir un estremecimiento. Había
visto el Abismo de las Sombras en muchos mapas, un corte negro que había
separado a Ravka de su única costa y la había dejado sin ningún acceso al mar. A
veces, lo dibujaban como una mancha, a veces como una nube gris y sin forma. Y
después estaban los mapas que tan sólo mostraban el Abismo de las Sombras como
un lago largo y estrecho y lo llamaban por su otro nombre, el Falso Océano, un
nombre cuya intención era que los soldados y mercaderes lo vieran más fácil y se
atrevieran a cruzarlo.
Bufé. Eso podía engañar a algún que otro mercader gordo, pero no a mí.
Aparté mi mirada de la neblina a la distancia y dirigí la vista hacia las granjas
en ruina del Tula. En el valle se habían encontrado algunas de las fincas más ricas
de Ravka. Un día, había sido un lugar donde los granjeros se ocupaban de los
cultivos y donde las ovejas pastaban en los verdes campos. Pero al siguiente día,
un corte oscuro había aparecido en el paisaje, una franja casi impenetrable de
oscuridad que crecía año tras año y que arrastraba con ella el horror. Nadie sabía a
dónde se habían ido los granjeros, sus manadas, sus cultivos, sus hogares y
familias.
Detente, me dije firmemente. Tan sólo estás empeorando las cosas. La gente ha
estado cruzando el Abismo durante años… normalmente con cantidades masivas de
damnificados, pero lo han hecho. Respiré profundamente para calmarme.
—Prohibido desmayarse en medio de la carretera —dijo una voz cercana a mi
oído mientras un brazo pesado se posaba en mis hombros y me estrujaba. Miré
hacia arriba y vi el rostro familiar de Mal, con una sonrisa en sus brillantes ojos
azules mientras se ajustaba a mi paso y caminaba a mi lado. —Vamos —dijo—. Un
pie delante del otro. Sabes cómo se hace.
—Estás interfiriendo en mi plan.
—Oh, ¿de verdad?
—Sí. Desmayarme, que me pisen y tener graves heridas por todo el cuerpo.
—Suena como un plan brillante.
—Ah, pero si estoy horriblemente herida, no podré cruzar el Abismo.
Mal asintió lentamente. —Ya veo. Puedo empujarte debajo de una carroza si
eso ayuda.
—Lo pensaré —aseguré, pero a la vez sentí cómo mi humor mejoraba. A
pesar de mis grandes esfuerzos, Mal todavía tenía ese efecto en mí. Y yo no era la
única a la que le pasaba. Una chica rubia y bonita que caminaba por allí saludó,
lanzándole a Mal una mirada coqueta sobre su hombro.
—Oye, Ruby —la llamó él—. ¿Te veo después?
Ruby rió tontamente y caminó hasta perderse entre la multitud. Mal sonrió
de oreja a oreja hasta que vio mis ojos en blanco.
—¿Qué? Creí que te agradaba Ruby.
—Da la casualidad de que no tenemos mucho de qué hablar —dije
secamente. En realidad Ruby me había agradado, al principio. Cuando Mal y yo
dejamos el orfanato en Keramzin a entrenar para nuestro servicio militar en
Poliznaya, yo había estado nerviosa de tener que conocer a nuevas personas. Pero
muchas chicas se mostraron encantadas de ser mis amigas, y Ruby había sido de
las más ansiosas por serlo. Estas amistades duraron el tiempo que tardé en darme
cuenta de que tan sólo estaban interesadas en mí por mi proximidad a Mal.
Ahora yo miraba cómo él estiraba los brazos expandiéndolos y como giraba
su cabeza hacia arriba, hacia el cielo otoñal, luciendo totalmente feliz. Noté con
cierto disgusto que incluso caminaba con pequeños saltitos.
—¿Qué te pasa? —susurré furiosamente.
—Nada —dijo sorprendido—. Me siento genial.
—¿Pero cómo puedes estar tan… tan confiado?
—¿Confiado? Nunca he estado confiado. Espero no estarlo nunca.
—Bien, entonces, ¿qué es todo esto? —pregunté, señalándolo—. Pareces
alguien que va de camino a una gran comida en vez de a una posible muerte y
desmembramiento.
Mal se rió.
—Te preocupas demasiado. El rey ha enviado a un grupo entero de Grisha
pirotécnicos para cubrir los botes e incluso a algunos de esos doctores
espeluznantes. Tenemos nuestros rifles —dijo, golpeando el que llevaba en su
espalda—. Estaremos bien.
—Un rifle no supondrá mucha diferencia si hay un fuerte ataque.
Mal me miró, desconcertado.
—¿Qué pasa contigo últimamente? Estás incluso más gruñona de lo normal.
Además, luces horrible.
—Gracias —me quejé—. No he estado durmiendo bien.
—¿Y eso qué tiene de nuevo?
Tenía razón, por supuesto. Yo nunca había dormido bien. Pero se había
puesto incluso pero los últimos días. Los santos sabían que tenía muchas buenas
razones para temer entrar al Abismo, razones compartidas por cada miembro de
nuestro regimiento que había tenido la mala suerte de ser escogido para la travesía.
Pero había algo más, un sentimiento más profundo de malestar que no podía
nombrar.
Miré a Mal. Hubo un tiempo en el que podía contarle todo.
—Yo sólo… tengo una clase de presentimiento.
—Deja de preocuparte tanto. Puede que pongan a Mikhael en el bote. El
volcra le echará un vistazo a esa grande y jugosa barriga suya y nos dejará solos.
Sin ser llamado, un recuerdo vino a mi memoria: Mal y yo, sentados juntos en
una silla en la librería del duque, pasando rápidamente las páginas de un libro
forrado en cuero. Nos habíamos detenido en la ilustración de un volcra: largas y
sucias garras, alas de piel, y filas de dientes con forma de navajas para darse un
festín con la carne humana. Eran ciegos debido a generaciones pasadas viviendo y
cazando en el Abismo, pero la leyenda decía que podían oler la sangre humana a
kilómetros de distancia. Yo había señalado la página y había preguntado:
—¿Qué está sujetando?
Todavía podía oír el susurro de Mal en mi oreja.
—Creo… creo que es un pie. —Habíamos cerrado el libro de golpe y salido a
correr chillando hacia la seguridad de la luz del sol.
Sin darme cuenta, había dejado de caminar, congelada en el sitio, incapaz de
expulsar el recuerdo de mi memoria. Cuando Mal notó que no estaba a su lado,
soltó un pesado suspiro y volvió sobre sus pasos hasta alcanzarme. Puso las manos
sobre mis hombros y me sacudió suavemente.
—Estaba bromeando, nadie se va a comer a Mikhael.
—Ya lo sé —dije, clavando la mirada en mis botas—. Me matas de la risa.
—Vamos, Alina. Estaremos bien.
—No puedes saberlo.
—Mírame. —Me obligué a alzar mi vista hasta que se encontró con la suya—.
Sé que estás asustada. Yo también lo estoy. Pero vamos a hacerlo y vamos a estar
bien. Siempre lo estamos. ¿De acuerdo? —Sonrió, y mi corazón dio un gran golpe
sordo en mi pecho.
Froté mi pulgar sobre la cicatriz de mi palma derecha e inhalé
temblorosamente.
—De acuerdo —dije de mala gana, y me encontré devolviéndole la sonrisa.
—¡El espíritu de la señora ha sido restaurado! —gritó Mal—. ¡El sol puede
brillar de nuevo!
—Oh, ¿quieres callarte?
Me volteé para golpearlo, pero antes de que pudiera hacerlo me había cogido
y levantado por los aires. Un gran estruendo de pezuñas y gritos llenaron el aire.
Mal me apartó a un lado de la carretera justo antes de que una gran carroza pasara
rugiendo, esparciendo a la gente que corría para evitar ser aplastada por las
pezuñas de los cuatro caballos negros que tiraban de ella. Al lado del cochero que
llevaba el látigo, se sentaban dos soldados con abrigos grises.
El Darkling. No se podía confundir su carroza negra o el uniforme de su
guardia personal.
Otra carroza, esta roja, pasó a nuestro lado a un paso más sosegado.
Miré a Mal, mi corazón latía apresuradamente por haberme salvado por los
pelos.
—Gracias —susurré.
Mal pareció darse cuenta de repente de que aún me rodeaba con sus brazos.
Me dejó ir y rápidamente retrocedió. Sacudí el polvo de mi abrigo, esperando que
no notara el rubor en mis mejillas.
Una tercera carroza pasó, pintada de azul, y una chica se asomó por la
ventana. Tenía el cabello negro y rizado, y usaba un sombrero gris de piel de zorro.
Escaneó la multitud embelesada y, previsiblemente, sus ojos se posaron en Mal.
Hace un segundo estabas fantaseando con él, me reprendí a mí misma, ¿Por qué no
iba a hacer lo mismo una preciosa Grisha?
Sus labios se curvaron en una pequeña sonrisa mientras sostenía la mirada de
Mal, mirándole sobre su hombro hasta que la carroza desapareció de vista. Mal se
quedó mirándola tontamente con los ojos desorbitados y la boca ligeramente
abierta.
—Cierra la boca antes de que te entren moscas —espeté.
Mal parpadeó, todavía un poco aturdido.
—¿Has visto eso? —gritó una voz. Me volteé para ver a Mikhael acercándose
a nosotros con una casi cómica expresión de sobrecogimiento. Mikhael era un
enorme pelirrojo de cara ancha y cuello incluso más ancho. Detrás de él, Dubrov,
flacucho y oscuro, se apresuraba para alcanzarlo. Ambos eran rastreadores en la
unidad de Mal y nunca se apartaban mucho de él.
—Por supuesto que lo he visto —dijo Mal, cambiando su expresión atontada
por una ancha sonrisa engreída. Puse los ojos en blanco.
—¡Miraba directamente hacia ti! —gritó Mikhael, dándole palmadas en la
espalda a Mal.
Mal se encogió de hombros, casualmente, pero su sonrisa se hizo aún más
amplia. —Eso parece —dijo engreído.
Dubrov se movió, nervioso.
—Dicen que las chicas Grisha pueden hacerte conjuros.
Resoplé.
Mikhael me miró como si ni siquiera se hubiera dado cuenta de que estaba
allí.
—Hola, Palillo —dijo, dándome un pequeño codazo en el brazo. Fruncí el
ceño al oír el apodo pero ya se había vuelto hacia Mal—. ¿Sabías que se va a
quedar en el campamento? —dijo con una mirada lasciva.
—He oído que la tienda de los Grisha es tan grande como una catedral —
añadió Dubrov.
—Con un montón de rincones oscuros —dijo Mikhael, moviendo las cejas.
Mal soltó un grito de alegría. Sin dirigirme otra mirada, los tres se alejaron,
gritando y empujándose los unos a los otros.
—Fue un placer verlos, chicos —murmuré. Reajusté la correa del bolso que
colgaba de mis hombros y eché a andar por el camino, uniéndome a los últimos
rezagados que bajaban por la colina, entrando en Kribirsk. No me molesté en
apresurarme. Probablemente me reprenderían cuando llegara a la Tienda de los
Documentos, pero en ese momento ya no podía hacer nada al respecto.
Me froté el brazo donde Mikhael me había golpeado. Palillo. Odiaba ese
nombre. No me llamabas Palillo cuando estabas borracho de kvas e intentabas manosearme
en la hoguera de primavera, lamentable patán, pensé con rencor.
No había mucho que ver en Kribirsk. De acuerdo con el Cartógrafo en Jefe,
solía ser una apacible ciudad mercantil antes del Abismo de las Sombras, poco más
que una plaza principal polvorienta y una posada para los extenuados viajeros de
la Vy. Pero ahora se había convertido en una especie de improvisada ciudad
portuaria, creciendo alrededor de un campamento militar permanente y de los
muelles secos donde los botes de arena esperaban a los pasajeros para llevarlos a
través de las tinieblas hacia Ravka Occidental. Pasé tabernas y pubs y lo que estaba
bastante segura que eran burdeles destinados a encargarse de las tropas del
Ejército del Rey. Había tiendas en las que se vendían rifles, ballestas, lámparas y
antorchas, todo el equipo necesario para aventurarse dentro del Abismo. La
pequeña iglesia con sus blancas paredes y sus relucientes bóvedas estaba en un
sorprendente buen estado. O puede que no tan sorprendente, pensé. Cualquiera que
se dispusiera a cruzar el Abismo de las Sombras sería lo suficientemente listo como
para detenerse y rezar.
Encontré el camino hasta donde se habían asentado los topógrafos, dejé mi
mochila en una cama plegable, y me apresuré a entrar en la Tienda de los
Documentos. Para mi alivio, el Cartógrafo en Jefe no estaba a la vista, y pude
escabullirme sin ser vista.
Al entrar a la blanca lona de la tienda, sentí cómo me relajaba por primera vez
desde que había visto el Abismo. La Tienda de los Documentos era esencialmente
la misma en cada campamento que había visto, llena de brillante luz y filas de
mesas donde los artistas y los topógrafos hacían su trabajo. Después del ruido y de
los empujones del viaje, había algo relajante en el crujido del papel, en el olor a
tinta, y en el suave ruido que hacían los pinceles y las plumillas al dibujar.
Saqué mi cuaderno de dibujo del bolsillo de mi abrigo y me deslicé en un
banco de trabajo al lado de Alexei, quien se volteó y susurró, visiblemente irritado:
—¿Dónde has estado?
—Siendo casi pisoteada por la carroza del Darkling —contesté, cogiendo una
hoja en blanco de papel y hojeando mis bocetos para intentar encontrar uno
apropiado para copiar. Alexei y yo éramos ambos ayudantes principiantes de
cartógrafos y, como parte de nuestro entrenamiento, teníamos que entregar dos
bocetos acabados o interpretados al final de cada día.
Alexei tomó aire violentamente.
—¿En serio? ¿Realmente lo viste?
—En realidad, estaba demasiado ocupada intentando no morir.
—Pudiste salir peor. —Echó un vistazo al boceto de un valle rocoso que yo
estaba a punto de empezar a copiar—. Ugh. Ese no. —Cogió mi cuaderno de
dibujo y empezó a pasar páginas hasta llegar a la ilustración de la elevación de una
cresta de una montaña y la señaló—. Este.
Apenas tuve tiempo de poner mi bolígrafo en el papel antes de que el
Cartógrafo en Jefe entrara en la tienda e hiciera una caminata a su alrededor,
observando nuestro trabajo mientras pasaba.
—Espero que ese sea el segundo boceto que haces, Alina Starkov.
—Sí —mentí—. Lo es.
Tan pronto como el Cartógrafo se fue, Alexei susurró:
—Háblame de la carroza.
—Tengo que acabar mis bocetos.
—Aquí tienes —dijo exasperado, deslizando uno de sus bocetos en mi
dirección.
—Sabrá que es tuyo.
—No es tan bueno. Debería poder pasar por tuyo.
—Ahora eres el Alexei que conozco y que tolero —dije, pero no le devolví el
boceto. Alexei era uno de los asistentes más talentosos, y lo sabía.
Alexei me arrancó hasta el último detalle de las tres carrozas Grisha. Estaba
agradecida por el boceto, así que me esforcé por satisfacer su curiosidad mientras
terminaba mi elevación de la cresta de la montaña y me ayudaba con el pulgar
para las medidas de algunos de los picos más altos.
Para cuando acabamos, ya estaba atardeciendo. Entregamos nuestros trabajos
y nos dirigimos hacia la tienda del comedor, donde hicimos fila para comer un
guiso fangoso preparado por un cocinero sudoroso y encontramos asientos con
algunos de los otros topógrafos.
Comí en silencio, escuchando a Alexei y a los otros hablar sobre los rumores y
las charlas nerviosas sobre la travesía del día siguiente. Alexei insistió en que
volviera a contar la historia de las carrozas Grisha, la cual fue recibida con la usual
mezcla de fascinación y miedo que provocaba cualquier mención del Darkling.
—No es natural —dijo Eva, otra ayudante; tenía unos bonitos ojos verdes que
poco podían hacer para distraerte de su nariz de cerdo—. Ninguno de ellos lo son.
Alexei resopló. —Por favor, ahórranos tus supersticiones, Eva.
—Fue un Darkling quien creó el Abismo de las Sombras, para empezar.
—¡Eso fue hace cientos de años! —protestó Alexei—. Y aquel Darkling estaba
completamente loco.
—Este es igual de malo.
—Bruta —dijo Alexei, y dio por concluida la conversación con un gesto de su
mano. Eva le miró con enfado y deliberadamente le dio la espalda para hablar con
sus amigos.
Permanecí callada. Yo era más bruta que Eva, a pesar de sus supersticiones.
Yo sólo podía leer y escribir gracias a la caridad del duque, pero por un acuerdo
tácito, Mal y yo evitábamos mencionar Keramzin.
Como si fuera una señal, una ruidosa carcajada me sacó de mis pensamientos.
Miré sobre mi hombro. Mal se encontraba rodeado por una multitud en una
alborotada mesa de rastreadores.
Alexei siguió mi mirada.
—¿Cómo ustedes dos se hicieron amigos?
—Crecimos juntos.
—No parecen tener mucho en común.
Me encogí de hombros.
—Supongo que es fácil tener cosas en común cuando se es un niño. —Como
la soledad, los recuerdos de los padres que se suponía que teníamos que olvidar y
el placer de evitar nuestras tareas para jugar la ere en nuestra pradera.
Alexei me miró tan escéptico que tuve que reír.
—No siempre fue el Increíble Mal, rastreador experto y seductor de chicas
Grisha.
Alexei se quedó con la boca abierta. —¿Sedujo a una chica Grisha?
—No, pero estoy segura de que lo hará —murmuré.
—Entonces, ¿cómo era?
—Era pequeño, rechoncho y le tenía miedo a los baños —dije con cierta
satisfacción.
Alexei miró a Mal. —Supongo que las cosas cambian.
Tracé la cicatriz de mi palma con mi pulgar. —Supongo que sí.
Limpiamos nuestros platos y salimos de la tienda comedor, adentrándonos
en la fría noche. En el camino de vuelta a las barracas, dimos un rodeo para poder
pasar por el campamento Grisha. El pabellón Grisha realmente era del tamaño de
una catedral, cubierto de seda negra, sus banderines azules, rojos y morados
ondeaban muy alto. Escondidas en algún lugar detrás de él estaban las tiendas del
Darkling, vigiladas por los Doctores Corporalki y la guardia personal del Darkling.
Cuando Alexei se hartó de mirar, emprendimos el camino de regreso a
nuestros alojamientos. Alexei estaba callado y comenzó a crujirse los nudillos, y
supe que ambos estábamos pensando en la travesía de mañana. Y teniendo en
cuenta el humor abatido en los comedores, no éramos los únicos. Algunas
personas ya estaban en la cama, durmiendo (o intentándolo) mientras otros se
apretujaban bajo la luz de las lámparas, hablando en voz baja. Unos cuantos
estaban sentados agarrando sus figuras, rezando a sus Santos.
Desenrollé mi saco de dormir sobre una cama estrecha, me quité las botas, y
colgué mi abrigo. Después me hundí en las mantas forradas de piel y observé el
techo. Me quedé así durante mucho tiempo, hasta que todas las lámparas se habían
apagado y el murmullo de las conversaciones dio paso a suaves ronquidos y
sonidos de cuerpos.
Mañana, si todo iba como lo planeado, cruzaríamos sin riesgos hasta Ravka
Occidental y yo vería por primera vez el Verdadero Océano. Allí, Mal y los otros
rastreadores cazarían lobos rojos, zorros de mar y otras deseadas criaturas que sólo
se podían encontrar en el oeste. Yo me quedaría con los cartógrafos en Os Kervo
para terminar mi entrenamiento y ayudar a dibujar cualquier información que
consiguiéramos obtener del Abismo. Y después, por supuesto, tendría que volver a
cruzar el Abismo para volver a casa. Pero era difícil pensar tan lejos.
Aún estaba completamente despierta cuando lo oí. Tap, tap. Pausa. Tap.
Después de nuevo: Tap, tap. Pausa. Tap.
—¿Qué está sucediendo? —murmuró Alexei, soñoliento, desde la cama
cercana a la mía.
—Nada —susurré, saliendo de mi saco de dormir y poniéndome las botas.
Cogí mi abrigo y me escabullí de la barraca tan silenciosamente como pude.
Mientras abría la puerta oí una risita, y una voz femenina dijo desde algún lugar
de la oscura habitación:
—Si es ese rastreador, dile que entre y me mantenga caliente.
—Si quiere coger tsifil, estoy segura de que serás su primera opción —dije
dulcemente y me adentré en la noche.
El aire frío enrojeció mis mejillas y enterré la barbilla en el cuello de mi traje,
deseando haberme molestado en coger la bufanda y los guantes. Mal estaba
sentado en las tambaleantes escaleras, de espaldas a mí. Más allá, pude ver a
Mikhael y Dubrov pasando una botella de un lado a otro bajo las luces de la acera.
Fruncí el ceño. —Por favor, dime que no me has levantado sólo para decirme
que vas a la tienda Grisha. ¿Qué quieres, consejos?
—No estabas durmiendo. Estabas tumbada despierta y preocupada.
—Incorrecto. Estaba planeando cómo escabullirme en el pabellón Grisha y
ligarme a un guapo Corporalnik.
Mal se rió. Vacilé en la puerta. Esta era la parte más difícil de estar cerca de él,
otra además de la manera que hacía que mi corazón hiciera torpes acrobacias.
Odiaba ocultar cuánto daño me hacían las cosas estúpidas que hacía, pero odiaba
la idea de que él descubriera incluso más. Consideré voltearme y simplemente
volver adentro. En su lugar, me tragué mis celos y me senté a su lado.
—Espero que me hayas traído algo genial —dije—. Los Secretos de Seducción
de Alina no son gratis.
Sonrió. —¿Puedes ponerlo en mi cuenta?
—Supongo. Pero sólo porque sé que eres bueno para ello.
Escudriñé la oscuridad y vi a Dubrov tomar un trago de la botella y
tambalearse después. Mikhael le rodeó con el brazo para mantenerlo de pie, y el
sonido de sus risas flotó hasta nosotros por el aire de la noche.
Mal negó con la cabeza y suspiró. —Siempre intenta seguir a Mikhael.
Probablemente acabará vomitándome en las botas.
—Te lo mereces —dije—. Entonces, ¿qué estás haciendo aquí? —Cuando
acabábamos de empezar nuestro servicio militar hace un año, Mal me había
visitado casi todas las noches. Pero llevaba meses sin venir.
Se encogió de hombros. —No sé. Lucías triste en la cena.
Me sorprendí de que se diera cuenta.
—Sólo estaba pensando en la travesía —dije cuidadosamente. No era
exactamente una mentira. Estaba aterrada por tener que entrar al Abismo, y Mal
definitivamente no sabía que Alexei y yo habíamos estado hablando sobre él—.
Pero me conmueve tu preocupación.
—¡Oye! —dijo con una sonrisa—. Me preocupo.
—Si tienes suerte, un volcra me comerá de desayuno mañana y no tendrás
que preocuparte nunca más.
—Sabes que estaría perdido sin ti.
—Nunca has estado perdido en tu vida —me burlé. Yo era la que hacía los
mapas, pero Mal podía encontrar el norte con los ojos tapados y parado de cabeza.
Me golpeó con el hombro.
—Sabes lo que quiero decir.
—Claro —dije. Pero no lo sabía. No realmente.
Nos sentamos en silencio, viendo cómo nuestras respiraciones hacían nubes
en el aire frío.
Mal estudió las puntas de sus botas y dijo:
—Supongo que yo también estoy nervioso.
Le di un codazo y le dije, con una seguridad que no sentía:
—Si podemos enfrentarnos a Ana Kuya, podemos manejar a unos cuantos
volcras.
—Si mal no recuerdo, la última vez que nos enfrentamos a Ana Kuya, te dio
un golpe y acabamos limpiando los establos.
Hice una mueca de dolor.
—Estoy intentando tranquilizarte. Podrías al menos fingir que lo estoy
haciendo bien.
—¿Sabes qué es gracioso? —preguntó—. La verdad es que a veces la echo de
menos.
Hice mi mejor esfuerzo por ocultar mi asombro. Habíamos pasado más de
diez años de nuestras vidas en Keramzin, pero normalmente tenía la impresión de
que Mal quería olvidar todo sobre aquel lugar, puede que incluso a mí. Allí él
había sido otro refugiado, otro huérfano que debía estar agradecido por cada
bocado de comida, por cada par de botas. En el ejército, se había hecho un lugar
donde nadie tenía que saber que una vez había sido un pequeño niño que nadie
quería.
—Yo también —admití—. Podríamos escribirle.
—Quizás —dijo Mal.
De repente, me cogió la mano. Intenté ignorar la pequeña sacudida que me
recorrió.
—A esta misma hora, mañana, estaremos sentados en el puerto de Os Kervo,
mirando al océano y bebiendo kvas.
Miré a Dubrov tambaleándose de un lado a otro y sonreí. —¿Vendrá Dubrov?
—Solos tú y yo —dijo Mal.
—¿De verdad?
—Siempre somos tú y yo, Alina.
Por un momento, pareció que era verdad. El mundo se redujo a esta zona, a
este círculo de luz que nos daba la lámpara, los dos flotando en la oscuridad.
—¡Vamos! —gritó Mikhael desde el camino.
Mal pareció despertarse de un sueño. Le dio a mi mano un último apretujón
antes de soltarla.
—Tengo que irme —dijo, su sonrisa engreída volviendo a lugar—. Intenta
dormir un poco.
Saltó de las escaleras y corrió para unirse a sus amigos.
—¡Deséame suerte! —gritó sobre su hombro.
—Buena suerte —dije automáticamente, e inmediatamente quise darme una
patada a mí misma. ¿Buena suerte? Que te lo pases maravillosamente, Mal. Espero que
encuentres a una Grisha guapa, te enamores profundamente, y que creen un montón de
maravillosos y asquerosamente talentosos bebés juntos.
Me senté congelada en los escalones, mirándolos desaparecer por el camino,
todavía sintiendo le presión cálida de la mano de Mal en la mía. Oh, bueno, pensé
mientras me ponía de pie. Quizás se caiga en un foso mientras va hacia allí.
Me dirigí de vuelta a las barracas, cerré la puerta fuertemente detrás de mí, y
agradecida me acurruqué en mi saco de dormir.
¿La Grisha de cabello negro se escabulliría de su pabellón para reunirse con
Mal? Rechacé el pensamiento. No era de mi incumbencia, y realmente, no lo quería
saber. Mal nunca me había mirado como había mirado a aquella chica o incluso de
la manera en la que miraba a Ruby, y nunca lo haría. Pero el hecho de que todavía
fuésemos amigos era más importante que cualquiera de esas cosas.
¿Por cuánto tiempo? Dijo una voz persistente en mi cabeza. Alexei tenía razón:
las cosas cambian. Mal había cambiado para mejor. Se había vuelto más guapo,
más valiente, más engreído. Y yo me había vuelto… más alta. Suspiré y me
acomodé de costado. Quería creer que Mal y yo siempre seríamos amigos, pero
tenía que enfrentarme al hecho de que nuestros caminos eran distintos. Tumbada
en la oscuridad, esperando el sueño, me pregunté si esos caminos nos llevarían
cada vez más lejos el uno del otro, y si un día podríamos llegar a ser extraños.
Traducido por rox2929
1 Tipo de Grisha capaz de manipular el aire, ya sea para ataque u otro fin.
estaban armados con rifles. Una fila de arqueros estaba parada detrás de ellos, con
carcajes a sus espaldas donde brillaban flechas con puntas de acero Grisha. Toqué
la punta de la navaja militar guardada en mi cinturón. No me proporcionaba
mucha confianza.
Un grito emergió del jefe sobre el muelle, y varios grupos de hombres
fornidos comenzaron a empujar los botes hacia la arena blanca que marcaba los
cofines más lejanos del Abismo. Ellos se apartaron rápidamente como si esa pálida
y muerta arena pudiese quemarles los pies.
Entonces llegó nuestro turno, y con súbito sobresalto nuestro barco aceleró
hacia adelante, crujiendo contra la arena mientras los trabajadores portuarios
empujaban. Me agarré de la baranda para mantener el equilibrio, con el corazón
desbocado. Los Impulsores levantaron sus brazos. Las velas se hincharon
instantáneamente, generando un fuerte ruido, y nuestro barco se abalanzó dentro
del Abismo.
Al principio, era como flotar en una espesa nube de humo, pero no había
calor, ni olor a fuego. Los sonidos fueron ahogados y el mundo permaneció quieto.
Observé cómo los botes de arena delante de nosotros se deslizaban hacia la
obscuridad, desapareciendo de vista, uno tras otro. Caí en la cuenta de que ya no
podía ver la proa de nuestro barco y, luego, de que ya no podía ver mi propia
mano sobre la baranda. Observé sobre mi hombro. El mundo vivo había
desaparecido. La obscuridad descendía alrededor de nosotros, negra, ligera y
absoluta. Estábamos en el Abismo.
Era como estar de pie al extremo de todo. Me aferré a la baranda, sintiendo la
madera clavarse en mi mano, agradecida por su solidez. Me enfoqué en eso y en la
sensación de mis dedos dentro de mis botas, pegados a la cubierta. A mi izquierda,
podía escuchar la respiración de Alexei.
Traté de no pensar en los soldados con sus rifles ni en los atacantes Grisha.
Teníamos la esperanza de atravesar el Abismo en silencio y sin ser vistos; no
sonaría ningún tiro, ningún arma sería disparada. Pero aún así su presencia me
reconfortaba.
No sé por cuánto tiempo mantuvimos ese rumbo, flotando hacia adelante, el
único sonido proviniendo del ligero roce de la arena contra la estructura.
Parecieron minutos pero pudieron haber sido horas. Vamos a estar bien, pensé para
mí misma. Vamos a estar bien. Entonces sentí la mano de Alexei buscando la mía.
Me agarró la muñeca.
—¡Escucha! —me susurró, y su voz estaba ronca del terror. Por un momento
lo único que escuché fue su rápida y entrecortada respiración y el estable siseo del
barco. Entonces, desde algún lugar de la oscuridad, otro sonido, ligero pero
implacable: el rítmico batir de alas.
Apreté el brazo de Alexei con una mano y con la otra empuñé mi cuchillo,
con el corazón latiendo y mis ojos esforzándose por distinguir algo, lo que fuera,
en la negrura. Escuché el sonido de armas siendo preparadas, arcos siendo
tensados. Alguien susurró, «Prepárense». Esperamos, escuchando el sonido de las
alas batiendo el aire, aumentando a medida que nos acercábamos, como los
tambores de un ejército entrante. Por un momento creí sentir el viento moverse
contra mi mejilla mientras volaban más y más cerca.
—¡Fuego! —gritó el comandante, seguido por el chasquido de piedra contra
piedra y un silbido explosivo cuando ráfagas ondulantes de llama Grisha
estallaron a cada lado del bote.
Parpadeé ante la súbita brillantez, esperando que mi visión se ajustara. Bajo la
luz del fuego, los vi. Se suponía que los volcra se movían en pequeños grupos,
pero ahí había… no decenas, sino cientos, volando sobre el aire alrededor del bote.
Eran más espeluznantes que cualquier cosa que hubiese visto en un libro, más que
cualquier monstruo que hubiese imaginado. Sonaron disparos. Los arqueros
soltaron las flechas, y los chillidos de los volcra interrumpieron el silencio, altos y
horribles.
Esquivaron nuestros ataques. Escuché un grito agudo y observé horrorizada
mientras un soldado era levantado y llevado al aire, pataleando y luchando. Alexei
y yo nos acurrucamos juntos, arrodillados bien bajo contra la baranda,
aferrándonos a nuestros inútiles cuchillos y murmurando nuestras oraciones
mientras el mundo se convertía en una pesadilla. A todo nuestro alrededor,
hombres gritaban, personas lloraban, soldados perdían en combate contra las
enormes y extrañas figuras de las bestias aladas, y la sobrenatural oscuridad del
Abismo era interrumpida por golpes y estallidos de las llamas doradas de los
Grisha.
Entonces, un grito atravesó el aire a mi lado. Me sobresalté cuando el brazo
de Alexei fue arrancado de mi agarre. En un brote de llamas, lo observé agarrarse a
la baranda con una mano. Vi su boca entreabierta, sus enormes ojos aterrorizados y
la cosa monstruosa que lo apretaba entre sus brillantes brazos grises, batiendo sus
alas en el aire mientras lo levantaba del suelo; clavó profundamente las garras en la
espalda de Alexei, ya bañándose en su sangre. Los dedos de Alexei se deslizaron
de la baranda. Me lancé hacia adelante y le atrapé el brazo.
—¡Aguanta! —grité.
Entonces la llama se apagó, y en la obscuridad, sentí los dedos de Alexei
deslizándose de los míos.
—¡Alexei —grité.
Sus gritos de ayuda se entremezclaron con los sonidos de la batalla mientras
el volcra se lo llevaba a la oscuridad. Otra ráfaga de fuego iluminó el cielo, pero él
había desaparecido.
—¡Alexei! —grité, asomándome al borde de la baranda—. ¡Alexei!
La respuesta llegó en un batir de alas mientras otro volcra volaba,
descendiendo sobre mí. Me aparté rápidamente, apenas evitando sus garras, y
extendí el cuchillo ante mí con manos temblorosas. El volcra se lanzó adelante; el
fuego iluminó sus lechosos y ciegos ojos y su boca abierta coronada de filas de
dientes afilados y torcidos. Entonces vi un relámpago de pólvora por el rabillo de
mi ojo, escuché el estallido de un rifle, y el volcra se tambaleó, aullando de rabia y
dolor.
—¡Muévete! —Era Mal, con rifle en mano y rostro chorreante de sangre. Me
agarró del brazo y me colocó tras sus espaldas.
El volcra aún persistía, abriéndose camino a través de la cubierta, una de sus
alas colgando de un ángulo torcido. Mal estaba tratando de recargar bajo la luz que
desprendía la llama, pero el volcra fue más veloz. Se abalanzó hacia nosotros,
garras extendidas, y con sus talones destrozó el pecho de Mal. Él lanzó un grito de
dolor.
Pude agarrar el ala rota del volcra y le apuñalé con mi cuchillo
profundamente entre los omóplatos. Su piel musculosa se sentía resbalosa bajo mis
manos. El monstruo chilló y se liberó de mi agarre y yo caí de espaldas, golpeando
la dura cubierta. Se movió hacia mí con loca rabia, y pude oír el chasqueo de sus
mandíbulas al abrirse y cerrarse.
Se escuchó otro disparo. El volcra se dobló y cayó convirtiéndose en una
grotesca pila, sangre negra borboteando de su boca. Bajo la escasa luz, observé a
Mal bajar su rifle. Su desgarrada camisa estaba oscura por las manchas de sangre.
El rifle se escapó de sus dedos cuando él cayó de rodillas, colapsando en la
cubierta.
—¡Mal! —Estuve a su lado en un instante, mis manos presionando su pecho
en un intento desesperado de detener el sangrado—. ¡Mal! —sollocé, las lágrimas
se deslizaban por mis mejillas.
El aire estaba pesado con el olor a sangre y pólvora. A nuestro alrededor,
escuché rifles ser disparados, gente sollozando… y el obsceno sonido de algo
alimentándose. Las llamas de los Grisha estaban debilitándose, más esporádicas, y
lo peor de todo: noté que el bote había dejado de moverse. Este es el fin, pensé
desperanzada. Me incliné sobre Mal, manteniendo la presión en su herida.
Su respiración era laboriosa. —Ya vienen —dijo sin aliento.
Levanté la mirada y vi, bajo la débil y escasa luz del fuego de los Grisha, dos
volcra cerniéndose sobre nosotros.
Me acurruqué sobre Mal, protegiendo su cuerpo con el mío. Sabía que era
inútil, pero era lo único que podía ofrecer. Olí el fétido hedor de los volcra, sentí al
aire moverse con el batir de sus alas. Presioné mi frente contra la de Mal y le
escuché susurrar, «Nos vemos en la pradera.»
Algo dentro de mí estalló de furia, de desesperanza, ante la certeza de mi
propia muerte. Sentí la sangre de Mal bajo mis manos, vi el dolor reflejado en su
hermoso rostro. Un volcra chilló en señal de triunfo cuando sus talones se clavaron
en mi hombro. El dolor me atravesó el cuerpo.
Y el mundo se volvió blanco.
Cerré mis ojos, mientras un súbito halo de luz explotaba a través de mi vista.
Parecía llenar mi cabeza, cegándome, ahogándome. Desde algún lugar arriba de
mí, escuché un horrible chillido. Sentí las garras del volcra perder su agarre, sentí
un golpe sordo cuando caí hacia adelante y mi cabeza conectó con la cubierta, y,
luego, no sentí absolutamente nada.
Traducido por PaolaPotterhead
Perdí la noción del tiempo. Noche y día pasaban a través de las ventanas de
la carroza. Pasaba la mayor parte de mi tiempo observando el paisaje, buscando
algún punto de referencia que me dieran alguna sensación de familiaridad. Había
esperado que tomáramos las carreteras secundarias, pero nos mantuvimos en la
Vy, y Fedyor me explicó que el Darkling había optado por rapidez en vez de sigilo.
Él esperaba llevarme segura tras los muros dobles de Os Alta antes de que el
rumor de mi poder se propagase a los espías y asesinos de los enemigos que
operaban dentro de los límites de Ravka.
Mantuvimos un ritmo brutal. Ocasionalmente, nos deteníamos para cambiar
caballos y tenía permitido estirar mis pierdas. Pero cuando podía dormir, mis
sueños estaban plagados de monstruos.
Una vez, me desperté de un sobresalto, con el corazón desbocado, para
encontrar a Fedyor mirándome. Ivan estaba dormido a su lado, roncando
fuertemente.
—¿Quién es Mal? —preguntó él.
Noté que debía haber estado hablando mientras dormía. Avergonzada, les
dediqué una mirada a los guardias oprichniki que me escoltaban. Uno miraba sin
inmutarse hacia adelante. El otro estaba dormitando. Afuera, el sol de la tarde
brillaba a través de una arboleda de abedules mientras pasábamos rugiendo.
—Nadie —dije—. Un amigo.
—¿El rastreador?
Asentí con la cabeza. —Estaba conmigo en el Abismo de las Sombras. Salvó
mi vida.
—Y tú salvaste la suya.
Abrí mi boca para discutir, pero me detuve. ¿Había salvado la vida de Mal?
El pensamiento me sorprendió.
—Es un gran honor —dijo Fedyor—. Salvar una vida. Tú salvaste muchas.
—No las suficientes —murmuré, pensando en la aterrada mirada en el rostro
de Alexei mientras era jalado hacia la oscuridad. Si tenía este poder, ¿por qué no
pude salvarlo? ¿O a alguno de los otros que habían perecido en el Abismo? Miré a
Fedyor—. Si realmente crees que salvar una vida es un honor, ¿por qué no te
convertiste en un Sanador en vez de un Cardio?
Fedyor consideró el paisaje cambiante. —De todos los Grisha, los Corporalki
tienen el camino más difícil. Requerimos el mayor entrenamiento y el mayor
estudio. Al final de todo, sentí que podía salvar más vidas como un Cardio.
—¿Como un asesino? —pregunté sorprendida.
—Como un soldado —me corrigió Fedyor. Se encogió de hombros—. ¿Matar
o curar? —dijo con una sonrisa triste—. Todos tenemos nuestros dones. —
Abruptamente, la expresión en su rostro cambió. Se sentó derecho y pinchó a Ivan
en un costado—. ¡Despierta!
La carroza se había detenido. Miré a mi alrededor con confusión. —
¿Estamos...? —empecé a decir, pero el guardia a mi lado me cubrió la boca con una
mano y puso en dedo sobre sus labios.
La puerta del vagón se abrió de golpe y un soldado inclinó su cabeza hacia
adentro.
—Hay un árbol caído a mitad de camino —dijo—. Pero podría ser una
trampa. Estén alerta y...
Nunca terminó esa oración. Un disparo voló y él cayó hacia adelante, una
bala en su espalda. Repentinamente, el aire se llenó de gritos de pánico y el sonido
de los disparos del rifle como castañeo de dientes mientras una lluvia de balas
golpeaba la carroza.
—¡Agáchense! —gritó el guardia a mi lado, escudando mi cuerpo con el suyo
mientras Ivan pateaba al soldado muerto del camino y cerraba la puerta.
—Fjerdanos —dijo el guardia, viendo hacia afuera.
Ivan se dirigió a Fedyor y al guardia a mi lado. —Fedyor, ve con él. Tú toma
ese lado. Nosotros tomaremos el otro. A toda costa, defenderemos la carroza.
Fedyor sacó un largo cuchillo de su cinturón y me lo entregó. —Mantente
cerca del suelo y quédate callada.
Los Grisha esperaron con los guardias, de cuclillas bajo las ventanas, luego, a
la señal de Ivan, saltaron de ambos lados del vagón, cerrando las puertas detrás de
ellos. Me acurruqué en el piso, agarrando el pesado mango de cuchillo, con las
rodillas junto a mi pecho y la espalda presionada contra la base del asiento. Afuera,
podía oír los sonidos de una lucha, metal contra metal, gruñidos y gritos, caballos
relinchando. La carroza se sacudió cuando un cuerpo se estrelló contra el cristal de
la ventana. Observé con horror que era uno de mis guardias. Su cuerpo dejó un
rastro rojo contra el cristal mientas se deslizaba fuera de vista.
La puerta de la carroza se abrió completamente y un hombre con un rostro
alocado y una barba amarilla apareció. Me revolví hacia el otro lado del vagón,
sosteniendo el cuchillo frente a mí. Les gritó algo a sus compatriotas en su extraña
lengua Fjerdana y fue a por mi pierna. Mientras lo pateaba, la puerta a mis
espaldas se abrió y casi me tropecé con otro hombre barbudo. Me agarró por las
axilas, jalándome toscamente del vagón mientras yo gritada y hacía cortes al aire
con el cuchillo.
Debí haber hecho contacto, porque maldijo y perdió su agarre. Luché por
ponerme en pie y corrí. Estábamos en una cañada arbolada donde la Vy se
estrechaba para pasar entre dos colinas inclinadas. En todo mi alrededor, soldados
y Grisha luchaban con hombres barbudos. Árboles estallaban en llamas, atrapados
en la línea de fuego Grisha. Vi a Fedyor extender la mano y el hombre ante él se
desplomó al suelo, aferrándose a su pecho, sangrando un poco por la boca.
Corrí sin dirección, subiendo a la colina más cercana, mis pies deslizándose
en las hojas caídas que cubrían el suelo del bosque, mi respiración viniendo en
jadeos. Ya había subido medio camino cuando fui derrumbada desde atrás. Caí
hacia adelante, el cuchillo volando de mis manos mientras alzaba las manos para
amortiguar mi caída.
Me retorcí y pateé mientras el hombre de barba amarilla tomaba mis piernas.
Miré desesperada a la cañada, pero los soldados y Grisha ante mí estaban peleando
por sus vidas, claramente superados en número e incapaces de venir a mi ayuda.
Luché y me agité, pero el Fjerdano era demasiado fuerte. Escaló sobre mí, usando
sus rodillas para asegurar mis brazos a cada lado de mi cuerpo, y tomó su cuchillo.
—Te degollaré aquí mismo, bruja —gruñó en un fuerte acento Fjerdano.
En ese momento, escuché el martilleo de cascos y mi atacante giró la cabeza
para mirar el camino.
Un grupo de jinetes rugieron a la cañada, sus kefta ondeando rojo y azul, sus
manos expulsando fuego y trueno. El jinete líder estaba vestido de negro.
El Darkling se deslizó de su montura y extendió sus manos, luego las unió
con un estruendo resonante. Hilos de oscuridad se dispararon de sus manos
aferradas, serpenteando por la cañada, encontrado a los asesinos Fjerdanos, luego
deslizándose por sus cuerpos para enroscar sus rostros en la hirviente sombra.
Gritaron. Algunos soltaron sus espadas; otros las ondearon ciegamente.
Observé con una mezcla de asombro y horror mientras los luchadores de
Ravka aprovechaban la ventaja, cortando a los ciegos e indefensos hombres con
facilidad.
El hombre barbudo sobre mí murmuró algo que no entendí. Tal vez una
oración. Estaba mirando, paralizado, al Darkling; su terror era casi palpable.
Aproveché la oportunidad.
—¡Estoy aquí! —llamé desde la ladera.
La cabeza del Darkling giró. Subió sus manos.
—¡Nej! —gritó el Fjerdano, y sostuvo su cuchillo en alto—. ¡No necesito ver
para atravesar con mi cuchillo su corazón!
Aguanté la respiración. El silenció cayó en la cañada, sólo interrumpido por
los quejidos de los hombres moribundos. El Darkling bajó sus manos.
—Debes darte cuenta de que estás rodeado —dijo con calma, su voz
resonando a través de los árboles.
La mirada del asesino iba de derecha a izquierda, luego arriba hacia la cima
de la colina donde los soldados de Ravka estaban emergiendo, rifles listos.
Mientras el Fjerdano analizaba su entorno frenéticamente, el Darkling dio unos
pocos pasos hacia la ladera.
—¡No se acerque! —chilló el hombre.
El Darkling se detuvo. —Dámela —dijo él—, y te dejaré ir corriendo de vuelta
hacia tu rey.
El asesino soltó una risita alocada. —Oh no, oh no. No lo creo —dijo, negando
con la cabeza, su cuchillo sujeto sobre mi corazón acelerado, su cruel filo brillando
bajo la luz del sol—. El Darkling no perdona vidas. —Bajó la vista hacia mí. Sus
pestañas eran rubio claro, casi invisibles—. Él no te tendrá —canturreó
suavemente—. Él no tendrá a la bruja. No tendrá éste poder también. —Levantó
aún más el cuchillo y gritó—: ¡Skirden Fjerda!
Hundió el cuchillo formando un arco brillante. Giré mi cabeza, cerrando los
ojos del terror, y mientras lo hacía, logré obtener un vistazo del Darkling, bajando
el brazo y cortando el aire frente a él. Escuché otro crujido como trueno y luego...
nada.
Lentamente, abrí mis ojos y miré el horror frente a mí. Abrí mi boca para
gritar, pero no salió ningún sonido. El hombre sobre mí había sido cortado en dos.
Su cabeza, su hombro derecho y su brazo yacían en el suelo del bosque, su mano
blanca aún aferrando el cuchillo. El resto de él se balanceaba sobre mí y una oscura
voluta de humo, proveniente de la herida que recorría el largo de su torso cortado,
se disolvía en el aire. Luego, lo que quedaba de él cayó hacia adelante.
Encontré mi voz y grité. Gateé hacia atrás, huyendo del cuerpo mutilado,
incapaz de ponerme de pie, incapaz de apartar la vista de la horrible visión, mi
cuerpo temblando incontrolablemente.
El Darkling corrió hacia la colina y se arrodilló a mi lado, bloqueando mi
vista del cadáver. —Mírame —ordenó.
Intenté concentrarme en su rostro, pero todo lo que podía ver era el cuerpo
mutilado, la sangre formando un charco sobre las hojas. —¿Qué… qué le hiciste?
—pregunté con voz temblorosa.
—Lo que tenía que hacer. ¿Puedes pararte?
Asentí temblando. Tomó mis manos y me ayudó a ponerme de pie. Cuando
mi vista se dirigió de nuevo hacia el cadáver, tomó mi barbilla y atrajo mi mirada a
la suya. —A mí —ordenó.
Asentí y traté de mantener mi mirada dirigida al Darkling mientras me
guiaba bajo la colina y le gritaba órdenes a sus hombres.
—Despejen el camino. Necesito veinte jinetes.
—¿Y la chica? —preguntó Ivan.
—Monta conmigo —dijo el Darkling.
Me dejó con su caballo mientras iba a conferenciar con Ivan y sus capitanes.
Sentí alivio al ver a Fedyor con ellos, agarrándose el brazo, pero a excepción de
eso, luciendo ileso. Le di palmadas al costado sudoroso del caballo y respiré el
limpio olor del cuero de la silla de montar, intentado disminuir mi ritmo cardíaco e
ignorar lo que sabía que yacía en la ladera.
Unos minutos después, vi a los soldados y Grisha montar sus caballos. Varios
hombres habían terminado de despejar el árbol del camino, y otros estaban
montando la muy estropeada carroza.
—Un señuelo —dijo el Darkling, colocándose a mi lado—. Tomaremos los
senderos sureños. Es lo que debimos haber hecho desde el principio.
—Así que sí cometes errores —dije sin pensar.
Se detuvo en el acto de ponerse sus guantes, y presioné mis labios
nerviosamente. —No quise decir...
—Claro que cometo errores —dijo. Su boca curvándose en una media
sonrisa—. Sólo que no a menudo.
Levantó su capucha y me ofreció su mano para ayudarme a subir al caballo.
Por un segundo, dudé. Estaba parado frente a mí, un jinete oscuro, encapuchado
de negro, facciones ensombrecidas. La imagen del hombre mutilado apareció en mi
mente, y mi estómago dio un giro.
Como si leyese mi mente, repitió:
—Hice lo que tenía que hacer, Alina.
Lo sabía. Había salvado mi vida. ¿Y qué otra opción tenía? Puse mi mano en
la suya y dejé que el Darkling me ayudara a subir a la silla de montar. Se deslizo
detrás de mí y pateó al caballo para hacerlo trotar.
Mientras dejábamos la cañada, sentí la realidad de lo que había ocurrido
hundiéndose en mí.
—Estás temblando —dijo él.
—No estoy acostumbrada a que las personas intenten matarme.
—¿En serio? Yo casi ni lo noto ya.
Me volteé para verlo. El rastro de una sonrisa aún seguía ahí, pero no estaba
completamente segura de que estuviese bromeando. Volví a girar y dije:
—Y acabo de ver a un hombre ser rebanado por la mitad. —Mantuve un tono
de voz ligero, pero no pude ocultar el hecho de que todavía estaba temblando.
El Darkling cambió sus riendas a una sola mano y se quitó uno de sus
guantes. Me puse rígida mientras sentía que deslizaba su palma desnuda bajo mi
cabello y la descansaba en mi nuca. Mi sorpresa dio cabida a la calma mientras ese
mismo sentimiento de poder y seguridad fluía a través de mi cuerpo. Con una
mano tomando mi cabeza, pateó al caballo a medio galope. Cerré mis ojos e intenté
no pensar, y pronto, a pesar del movimiento del caballo, a pesar de los horrores del
día, caí en un sueño intranquilo.
Traducido por Mussol
Dos días después, justo después del amanecer, atravesamos una enorme
puerta y los famosos muros dobles de Os Alta.
Mal y yo habíamos recibido nuestro entrenamiento no muy lejos de allí, en la
fortificación militar de Poliznaya, pero nunca habíamos estado dentro de la ciudad.
Os Alta estaba reservada para los muy ricos, para los hogares de los militares y del
gobierno oficial, sus familias, sus amantes, y todos los negocios que los proveían.
Sentí una punzada de decepción mientras pasábamos tiendas con los postigos
cerrados, un amplio mercado donde unos pocos vendedores ya estaban montando
sus paradas, e hileras abarrotadas de casas estrechas. A Os Alta se la llamaba la
ciudad de ensueño. Era la capital de Ravka, el hogar de los Grisha y del Gran
Palacio del Rey. Pero, en el mejor de los casos, parecía una versión más grande y
más sucia del pueblo mercantil en Keramzin.
Todo eso cambió cuando llegamos al puente. Cruzaba un ancho canal, y bajo
él, pequeñas embarcaciones flotaban sobre el agua. Y al otro lado, alzándose entre
la niebla, blanca y reluciente, yacía la otra Os Alta. Cuando cruzamos el puente, vi
que podía elevarse hasta convertir el canal en un gigantesco foso que separaba la
ciudad de ensueño frente a nosotros, del caos cotidiano de la ciudad mercantil que
yacía a nuestras espaldas.
Cuando llegamos al otro lado del canal, fue como si hubiésemos entrado en
otro mundo. Dondequiera que mirase veía fuentes y plazas, parques con verde
vegetación y anchos paseos bordeados con perfectas hileras de árboles. Aquí y allá
vi luces encendidas en las plantas bajas de las grandes casas, donde las cocinas de
fuego estaban siendo encendidas y se iniciaba la jornada de trabajo.
Las calles empezaron a inclinarse hacia arriba, y cuanto más ascendíamos,
más grandes e imponentes eran las casas, hasta que finalmente llegamos hasta otro
muro y otro conjunto de puertas, éstas estaban forjadas en resplandeciente oro y
decoradas con el águila doble del rey. A lo largo del muro pude ver hombres
apostados, fuertemente armados, un funesto recordatorio de que, a pesar de su
belleza, Os Alta era la capital de un país que hacía mucho que estaba en guerra.
Las verjas se abrieron.
Cabalgamos ascendiendo por un camino pavimentado con gravilla brillante y
delimitado por hileras de elegantes árboles. A izquierda y derecha, extendiéndose
en la distancia, vi jardines cuidados, intensamente verdes y cubiertos por la niebla
de las primeras horas de la mañana. Y dominándolo todo, por encima de una
sucesión de terrazas de mármol y fuentes doradas, se alzaba el Gran Palacio, la
residencia de invierno del rey de Ravka.
Cuando por fin llegamos hasta la descomunal fuente del águila doble que se
encontraba en su base, el Darkling guió su caballo hasta mi lado.
—¿Qué te parece? —preguntó.
Le lancé una rápida mirada, y luego volví mi vista hacia la recargada fachada.
Era el edificio más grande que había visto en mi vida, sus terrazas estaban
abarrotadas de estatuas, sus tres pisos resplandeciendo con una hilera tras otra de
brillantes ventanas, cada una ampliamente adornada con lo que sospechaba era
oro de verdad.
—Es... ¿imponente? —dije con cautela.
Me miró, una pequeña sonrisa jugando en sus labios.
—Yo creo que es el edificio más feo que ha visto en mi vida —dijo, y espoleó
suavemente a su caballo para que siguiera adelante.
Seguimos un camino que giraba por detrás del palacio y se adentraba en los
terrenos, atravesando un laberinto de setos, un podado campo de césped en cuyo
centro se alzaba un templo con columnas, y un vasto invernadero, con las ventanas
enteladas por la condensación. Entonces nos adentramos en una espesa arboleda,
lo suficientemente extensa como para que pareciese un pequeño bosque, y
pasamos a través de un largo y oscuro pasillo donde las ramas formaban un tupido
y entramado techo sobre nosotros.
Se me erizó el vello de los brazos. Tuve la misma sensación que había tenido
al atravesar el canal, esa sensación de atravesar el velo entre dos mundos.
Cuando emergimos del túnel hacia la débil luz del sol, miré hacia abajo, y
más allá de una suave pendiente contemplé un edificio que no se parecía a ningún
otro que hubiese visto.
—Bienvenida al Pequeño Palacio —dijo el Darkling.
Era un nombre extraño, porque aunque sí era más pequeño que el Gran
Palacio, el “Pequeño” Palacio no dejaba de ser enorme. Se alzaba entre los árboles
que lo rodeaban como si fuera algo tallado y extraído de un bosque encantado, un
conjunto de muros de madera oscura y doradas cúpulas. A medida que nos
aproximábamos, vi que cada pulgada estaba cubierta de intrincadas figuras
talladas de pájaros y flores, retorcidos viñedos y bestias mágicas.
Un grupo de sirvientes vestidos de gris oscuro esperaban en los escalones.
Desmonté y uno de ellos se apresuró a coger mi caballo, mientras otros nos abrían
un conjunto de puertas dobles de gran tamaño. Mientras las cruzábamos no pude
contener el impulso de estirar la mano y tocar las exquisitas tallas. Habían sido
lacadas con incrustaciones de madreperla para que reluciesen a la luz de la
mañana. ¿Cuántas manos, cuántos años debían haberse necesitado para crear
semejante lugar?
Atravesamos una sala de recepción, llegando a una vasta habitación
hexagonal con cuatro mesas largas que formaban un cuadrado en su centro.
Nuestras pisadas resonaban sobre el suelo de piedra, y una descomunal cúpula
dorada parecía flotar sobre nosotros a una altura imposible.
El Darkling se llevó a un lado a una de las sirvientas, una mujer mayor
vestida de gris oscuro, y le habló en voz baja. Luego me hizo una pequeña
inclinación con la cabeza y salió a zancadas del salón, seguido por sus hombres.
Me sentí súbitamente irritada. El Darkling prácticamente no me había
dirigido la palabra desde aquella noche en el granero, y no me había dado la
menor idea sobre lo que me esperaba cuando llegásemos. Pero no tenía el valor ni
la energía de correr tras él, así que seguí sumisamente a la mujer de gris a través de
otro par de puertas dobles y hasta el interior de una de las torres más pequeñas.
Cuando vi todas las escaleras, casi me vine abajo y me puse a llorar. Quizás
debería preguntar si puedo quedarme aquí abajo en medio del salón, pensé, sintiéndome
miserable. En lugar de eso, puse mi mano sobre la tallada barandilla y
ayudándome con ella, me forcé a subir, mientras mi cuerpo agarrotado protestaba
con cada paso. Cuando llegamos arriba, tuve ganas de celebrarlo tirándome al
suelo y echándome una siesta, pero la sirvienta ya se estaba alejando por el pasillo.
Atravesamos puerta tras puerta, hasta que, finalmente, llegamos a un aposento
donde otra criada uniformada nos esperaba de pie frente a una puerta abierta.
Fui vagamente consciente de la gran habitación, de las pesadas cortinas
doradas, del fuego que ardía en la chimenea hermosamente embaldosada, pero lo
único que verdaderamente me importó fue la enorme cama con dosel.
—¿Necesita que le traiga algo? ¿Tiene hambre? —preguntó la mujer. Negué
con la cabeza. Sólo quería dormir.
—Muy bien —dijo y le hizo un gesto con la cabeza a la criada, quien hizo una
reverencia y desapareció pasillo abajo—. Entonces la dejaré descansar. Asegúrese
de cerrar con llave la puerta.
Parpadeé.
—Por precaución —dijo la mujer y se fue, cerrando con suavidad la puerta
tras ella.
¿Precaución contra qué? Me pregunté. Pero estaba demasiado cansada como
para pensar al respecto. Cerré la puerta con llave, me quité la kefta y las botas, y caí
sobre la cama.
Traducido por Azhreik
sa misma tarde, me reuní con los otros Ethereaki junto al lago, e invoqué mi
poder por primera vez ante ellos. Lancé un delgado haz hacia agua, para que
brillara, dejándola rodar sobre las olas que Ivo había convocado. Yo todavía
no tenía el mismo control que los otros sí poseían, pero me las arreglé. De hecho,
me resultó fácil.
De repente, muchas cosas parecían fáciles. No me sentía cansada todo el
tiempo o no me fatigaba al subir las escaleras. Dormía profunda y apaciblemente
cada noche y me despertaba llena de energía. La comida fue una revelación:
tazones de gachas de avena rebosantes de azúcar y crema, platos de pescado frito
en mantequilla, grandes ciruelas y melocotones del invernadero, el cristalino y
agridulce sabor del kvas. Era como si ese momento en la cabaña de Baghra hubiese
sido mi primera respiración y me había despertado en una vida nueva.
Como ninguno de los otros Gisha sabía que había tenido muchos problemas
invocando, todos ellos estaban un poco extrañados por mi cambio. No ofrecí
explicaciones, y Genya me dejó saber algunos de los rumores más graciosos.
—Marie e Ivo estaban especulando que los Fjerdanos te infectaron alguna
clase de enfermedad.
—Pensaba que los Grisha nunca se enfermaban.
—¡Exacto! —dijo ella—. Es por eso que es tan siniestro. Pero, aparentemente,
el Darkling te curó alimentándote con su propia sangre y extracto de diamantes.
—Eso es repugnante —dije yo, riendo.
—Oh, eso no es nada. Zoya trató de convencer a todos de que estabas
poseída.
Me reí aún más.
Mis lecciones con Baghra seguían siendo difíciles y realmente nunca las
disfrutaba. Pero sí disfrutaba de cualquier ocasión que se presentaba para usar mi
poder y sentía cómo progresaba. Al principio, me aterrorizaba cada vez que estaba
preparada para invocar la luz, asustada de que no se encontrase allí y de tener que
comenzar desde el principio.
—La luz no es algo separado de ti —me espetaba Baghra—. No es un animal
que se esconde de ti, o que decide venir o no venir cuando lo has llamado. ¿Le
pides a tu corazón que lata o a tus pulmones que respiren? Tu poder está a tu
servicio porque ese es su propósito, porque no puede evitar servirte.
A veces sentía que había un trasfondo en las palabras de Baghra, un
significado escondido que ella quería que entendiera. Pero el trabajo que hacía era
lo suficientemente duro sin agregar la tarea de averiguar los secretos de una
amargada anciana.
Ella me forzaba, presionándome para que expandiera mi alcance y control.
Me enseñó a enfocar mi poder en estallidos cortos y brillantes, rayos penetrantes
que desprendían calor, y largas cascadas. Me forzaba a invocar la luz una y otra y
otra vez hasta que logré hacerlo con poco esfuerzo. Me hacía ir a su cabaña para
practicar de noche, cuando casi me resultaba imposible encontrar cualquier luz
para invocar. Cuando, final y orgullosamente, produje un hilo pequeño de luz
solar, golpeó el suelo fuertemente con su bastón y gritó, «¡No es suficiente!»
—Hago lo mejor que puedo —murmuré exasperada.
—¡Bah! —exclamó—. ¿Crees que al mundo le interesa lo mejor que puedes
hacer? Hazlo de nuevo y hazlo bien.
Mis lecciones con Botkin fueron la verdadera sorpresa. Cuando era pequeña,
solía correr y jugar con Mal en los bosques y campos, pero nunca lograba
alcanzarlo. Siempre estaba muy enferma o débil, me cansaba muy fácilmente. Pero,
como comía y dormía regularmente por primera vez en mi vida, todo eso cambió.
Botkin me obligaba a hacer brutales ejercicios de combate y corridas interminables
alrededor del terreno del palacio, pero me encontraba a mí misma disfrutando
algunos de esos retos. Me gustaba aprender qué podía hacer este nuevo y fuerte
cuerpo.
Dudaba que pudiera sobrepasar al viejo mercenario, pero los Fabricadores
me ayudaron en este campo. Me fabricaron un par de guantes sin dedos, de piel,
que estaban forrados de pequeños espejos; los misteriosos discos de espejos que
David me había enseñado en mi primera visita a los talleres. Con un movimiento
de mi muñeca, podía deslizar un espejo a través de mis dedos y, con el permiso de
Botkin, practicaba lanzando una ráfaga de luz hacia él, la cual se reflejaba y
bloqueaba la vista de mi oponente. Practiqué con ellos hasta que casi los sentía
natural en mis manos, como extensiones de mis propios dedos.
Botkin seguía siendo malhumorado y crítico, y aprovechaba toda
oportunidad que se le presentaba para llamarme inútil, pero, de vez en cuando,
alcanzaba ver un indicio de aprobación en sus facciones.
Más tarde durante el invierno, él me apartó del grupo, después de una larga
sesión en la cual pude lanzarle dos golpes a sus costillas (y ser agradecida con dos
golpes duros en mi mandíbula).
—Aquí tienes —me dijo, entregándome un pesado cuchillo con funda hecha
de acero y piel—. Mantenla siempre contigo.
Con un sobresalto, vi que no era un cuchillo cualquiera. Era una navaja de
acero Grisha. —Gracias —logré articular.
—No me lo agradezcas —dijo. Se tocó la fea cicatriz de su garganta—. El
acero se gana.
El invierno me pareció diferente de lo que era antes. Me pasaba las soleadas
tardes en el lago o en los terrenos del palacio con los otros Invocadores. Las noches
nevadas las pasábamos en el salón abovedado, reunidos alrededor de los hornos
de loza, bebiendo kvas y hartándonos de dulces. Celebramos la fiesta de Sankt
Nikolai con grandes recipientes de sopa y kutya 3 hecha con miel y semillas de
amapola. Algunos de los otros Grisha salían del palacio para hacer excursiones
sobre trineos por el terreno nevado que rodeaba Os Alta, pero por razones de
seguridad, yo permanecía confinada en los terrenos del palacio.
No me importaba. Ahora me sentía más cómoda con los Invocadores, pero
realmente dudaba llegar a disfrutar de la compañía de Marie y Nadia. Me sentía
mucho más feliz sentada en mi habitación con Genya, bebiendo té y cotilleando
junto a la chimenea. Me encantaba escuchar los rumores de la corte, y aún mejores
eran los cuentos sobre las extravagantes fiestas del Gran Palacio. Mi historia
favorita era la de la tarta enorme que un conde le había presentado al rey, y el
enano que había salido de ella para entregarle a la tsaritsa un ramo de
nomeolvides.
Al término de la época, el rey y la reina iban a tener una fiesta de invierno a la
que asistirían todos los Grisha. Genya decía que sería la mejor fiesta de todas. Toda
familia noble y todo miembro de la corte oficial asistiría, junto con veteranos de
guerra, dignatarios extranjeros y el tsarevitch: el hijo mayor del rey y heredero al
trono. Una vez vi al príncipe heredero cabalgando alrededor del palacio en un
magnífico caballo blanco. Casi resultaba apuesto, pero tenía la barbilla débil del
rey y unos párpados tan pesados que era difícil decir si estaba cansado o sólo
supremamente aburrido.
—Probablemente borracho —dijo Genya mientras mezclaba su té—. Dedica
todo su tiempo a la caza, los caballos y la bebida. Vuelve loca a la reina.
4 Manguito: rollo de piel o de tela que usan las mujeres para abrigarse las manos.
Me mostró una pobre imitación de su sonrisa confiada. —Oh, eso lo sé.
—El Darkling debió haber hecho algo —dije—. Debió haberte protegido.
—Lo ha hecho, Alina. Más de lo que sabes. Además, él es básicamente un
esclavo de los caprichos del rey, como el resto de nosotros. Al menos por ahora.
—¿Por ahora?
Me dio un rápido apretón. —No vayamos a desperdiciar esta noche con cosas
depresivas. Vamos —dijo, su hermoso rostro esbozando una deslumbrante
sonrisa—. ¡Necesito desesperadamente un trago de champán!
Y con eso, caminó tranquilamente fuera de la habitación. Quería decirle más.
Quería preguntarle a qué se refería con respecto al Darkling. Quería darle un
martillazo en la cabeza al rey. Pero ella tenía razón. Tendríamos mucho tiempo
para preocuparnos mañana. Me miré una última vez en el pequeño espejo y me
apresuré a salir al pasillo, dejando mis preocupaciones y las advertencias de Genya
a mis espaldas.
al tomó los dos turnos y me dejó dormir toda la noche. Por la mañana,
me ofreció una tira de carne seca y simplemente dijo:
—Habla.
No estaba segura de dónde comenzar, así que comencé por lo peor del
asunto. —El Darkling planea utilizar el Abismo de las Sombras como arma.
Mal ni siquiera parpadeó. —¿Cómo?
—Lo expandirá, esparciéndolo por Ravka y Fjerda y cualquier otro lugar
donde encuentre resistencia. Pero no puede hacerlo sin que yo mantenga los volcra
bajo control. ¿Qué tanto sabes del ciervo de Morozova?
—No mucho. Sólo que es de valor. —Miró la extensión del valle—. Y que al
parecer era para ti. Se suponía que localizáramos la manada y capturásemos o
arrinconásemos al ciervo, pero sin lastimarlo.
Asentí y traté de explicar lo poco que sabía sobre el funcionamiento de los
amplificadores, cómo Ivan tuvo que matar al oso Sherborn, y Marie tuvo que
matar al león marino del norte.
—Un Grisha debe ganarse un amplificador —terminé—. Lo mismo se aplica
al ciervo, pero nunca se refirió a mí.
—Caminemos —dijo Mal abruptamente—. Puedes contarme el resto mientras
nos movemos. Quiero adentrarme en las montañas.
Metió la manta en su mochila e hizo lo mejor que pudo para esconder
cualquier prueba de que alguna vez acampamos allí. Luego nos guió a un camino
difícil y rocoso. Su arco estaba atado a su mochila pero mantenía su rifle en mano.
Mis pies protestaban con cada paso, pero seguí adelante e hice lo posible para
contar el resto de la historia. Le dije todo lo que Baghra me había dicho a mí, sobre
los orígenes del Abismo, sobre el collar que el Darkling planeaba fabricar para usar
mi poder, y finalmente, sobre el barco esperándonos en Os Kervo.
Cuando terminé, Mal dijo:
—No deberías de haber escuchado a Baghra.
—¿Cómo puedes decir eso? —le exigí.
Se dio la vuelta de repente, y casi choqué contra él. —¿Qué crees que pasará
si llegas al Abismo? ¿Si te subes a ese barco? ¿Crees que su poder termina en las
costas del Verdadero Océano?
—No, pero…
—Es sólo cuestión de tiempo antes de que te encuentre y te pegue ese collar
alrededor del cuello.
Giró sobre sus pies y marchó por el camino, dejándome allí parada, mareada,
detrás de él. Obligué mis piernas a moverse y me apresuré a alcanzarlo.
Tal vez el plan de Baghra no era muy consistente, pero, ¿qué otra opción
teníamos? Recordé su fuerte agarre, el miedo en su febril mirada. Ella no se
esperaba que el Darkling realmente localizara la manada de Morozova. La noche
de la fiesta de invierno, había entrado genuinamente en pánico, pero había tratado
de ayudarme. Si fuera tan despiadada como su hijo, se hubiera evitado el riesgo y
me hubiera cortado la garganta. Y tal vez todos estaríamos mejor, pensé con tristeza.
Caminamos en silencio por mucho tiempo, subiendo por la montaña en
lentos ascensos. En algunos lugares, el camino era tan estrecho que todo lo que
podía hacer era presionarme contra la roca de la montaña, dar pequeños pasos
arrastrando los pies y esperar que los Santos fueran misericordiosos. Alrededor del
mediodía, descendimos la primera cuesta y comenzamos con la segunda, que era,
para mi desgracia, aún más empinada y alta que la primera.
Miré fijamente el sendero frente a mí, poniendo un pie delante del otro,
tratando de deshacerme de mi sensación de desesperanza. Mientras más pensaba
en ello, más me preocupaba que Mal tuviese razón. No podía ignorar el
sentimiento de que nos llevé a ambos a la muerte. El Darkling me necesitaba viva,
pero, ¿qué le haría a Mal? Había estado tan concentrada en mi propio miedo y mi
propio futuro que no le había prestado mucha atención a lo que Mal había hecho o
lo que había sacrificado. Nunca podría volver al ejército, a sus amigos, a ser un
rastreador condecorado. Peor aún, era culpable de desertar, tal vez de traición, y la
pena por eso era la muerte.
Hacia el atardecer, habíamos escalado lo suficiente como para que los pocos
árboles maltrechos hubieran desaparecido por completo y la helada de invierno
todavía cubriera el suelo en algunas partes. Comimos una pobre cena de queso
duro y carne seca. Mal todavía no creía que fuera seguro hacer una fogata, así que
nos apretujamos debajo de la manta en silencio, temblando por el viento silbante,
nuestros hombros apenas tocándose.
Casi me había dormido cuando Mal dijo de repente:
—Nos conduciré al norte mañana.
Mis ojos se abrieron al instante. —¿Norte?
—A Tsibeya.
—¿Quieres ir tras el ciervo? —dije sin creerlo.
—Sé que puedo encontrarlo.
—¡Si el Darkling no lo ha encontrado ya!
—No —dijo, y lo sentí negar con la cabeza—. Aún está allá afuera. Puedo
sentirlo.
Sus palabras me recordaron siniestramente a lo que había dicho el Darkling
de camino a la cabaña de Baghra. El ciervo fue hecho para ti, Alina. Puedo sentirlo.
—¿Y qué pasa si el Darkling nos encuentra primero? —pregunté.
—No puedes pasar el resto de tu vida huyendo, Alina. Dijiste que el ciervo
podía hacerte poderosa. ¿Lo suficiente como para vencerlo?
—Tal vez.
—Entonces tenemos que hacerlo.
—Si nos atrapa, te matará.
—Lo sé.
—Por todos los Santos, Mal. ¿Por qué me buscaste? ¿En qué estabas
pensando?
Suspiró y pasó una mano por su corto cabello. —No pensé. Estábamos a
medio camino de Tsibeya cuando recibimos la orden de volver y cazarte a ti. Así
que eso fue lo que hice. La parte difícil fue guiar a los otros lejos de ti, sobre todo
después de que básicamente te anunciaras en Ryevost.
—Y ahora eres un desertor.
—Sí.
—Por mí.
—Sí.
Mi garganta ardía con las lágrimas no derramadas, pero me las arreglé para
evitar que mi voz temblara. —No planeé que todo esto pasara.
—No tengo miedo de morir, Alina —dijo en esa fría voz calma que me
parecía tan desconocida—. Pero me gustaría que tuviéramos la oportunidad de
luchar. Tenemos que ir tras el ciervo.
Pensé en lo que dijo por largo rato. Al final, susurré:
—De acuerdo.
Todo lo que obtuve en respuesta fue un ronquido. Mal ya estaba dormido.
Mantuvo un paso brutal por los siguientes días pero mi orgullo, y quizá mi
miedo, no me dejaron pedirle que fuera más lento. Vimos la ocasional cabra
deslizándose por las cornisas arriba de nosotros y pasamos una noche acampando
junto a un brillante lago azul, pero esos fueron los raros descansos de la monotonía
de la roca y el hosco cielo.
El lúgubre silencio de Mal no ayudaba. Yo quería saber cómo había
terminado siguiéndole el rastro al ciervo para el Drakling y cómo había sido su
vida por los pasados cinco meses, pero mis preguntas se encontraban con secas
respuestas monosilábicas, y algunas veces simplemente me ignoraba por completo.
Cuando me sentía particularmente cansada o hambrienta, miraba con
resentimiento su espalda y pensaba en darle un buen golpe en la cabeza para
llamar su atención. La mayor parte del tiempo, sólo me preocupaba. Me
preocupaba que Mal se arrepintiera de su decisión de venir tras de mí. Me
preocupaba de la imposibilidad de encontrar al ciervo en la vasta Tsibeya. Pero
más que nada, me preocupaba lo que el Darkling le pudiera hacer a Mal si nos
capturaban.
Cuando finalmente comenzamos el descenso al noroeste de las Petrazoi,
estuve encantada de dejar las áridas montañas y sus fríos vientos detrás. Mi
corazón se alzaba a medida que descendíamos debajo de la línea de árboles y
entrábamos a un acogedor bosque. Después de días y días de escarbar en suelos
duros, era un placer caminar en suaves colchones de agujas de pino, el escuchar el
susurro de los animales en los arbustos y respirar el aire denso con el aroma de la
sabia.
Acampamos a la orilla de un canturreante riachuelo, y cuando Mal comenzó
a juntar ramitas para una fogata, casi me largo a cantar. Invoqué un diminuto,
concentrado, rayo de luz para empezar las llamas, pero Mal no pareció
particularmente impresionado. Desapareció entre los árboles y regresó con un
conejo que limpiamos y asamos para la cena. Con asombro, él observó cómo me
tragaba mi ración para culminar con un suspiro, todavía hambrienta.
—Sería mucho más sencillo alimentarte si no hubieses desarrollado un
apetito —refunfuñó, terminando su comida y estirándose sobre su espalda,
apoyando la cabeza en su brazo a modo de almohada.
Lo ignoré. Estaba calentita por primera vez desde que dejé el Pequeño
Palacio, y nada podía arruinar esa dicha. Ni siquiera los ronquidos de Mal.
Necesitábamos reponer nuestros suministros antes de adentrarnos aún más al
norte de Tsibeya, pero nos tomó otro día y medio encontrar un sendero de caza
que nos llevara a una villa ubicada en el noroeste de las Petrazoi. Mientras más nos
acercábamos a la civilización, más nervioso se ponía Mal. Desaparecía de a ratos,
explorando más adelante, manteniéndonos paralelos a la calle principal del
pueblo. Temprano por la tarde, apareció vistiendo un horrible abrigo marrón y un
sombrero de ardilla.
—¿Dónde encontraste eso? —pregunté.
—Los tomé de una casa que no estaba cerrada —dijo con culpabilidad—. Pero
dejé unas cuantas monedas. Es inquietante, sin embargo; todas las casas están
vacías. No vi a nadie en la calle tampoco.
—Tal vez sea domingo —dije. Había perdido la cuenta de los días desde que
dejé el Pequeño Palacio—. Pueden estar todos en la iglesia.
—Tal vez —me concedió. Pero se veía preocupado mientras escondía su viejo
abrigo del ejército y sombrero detrás de un árbol.
Estábamos a medio kilómetro del pueblo cuando escuchamos los tambores.
Se escuchaban más fuertes a medida que nos acercábamos a la ruta, y pronto
escuchamos campanas y violines, aplausos y clamores. Mal trepó a un árbol para
ver mejor, y cuando bajó, un poco de preocupación había dejado su cara.
—Hay gente en todas partes. Debe haber cientos caminando por la ruta, y
puedo ver la carroza principal.
—¡Es la semana de la manteca! —exclamé.
La semana anterior a la primavera, se esperaba que cada noble saliera con su
gente en una carroza, un carrito cargado de dulces, quesos y panes. El desfile
pasaría desde la iglesia, todo el camino hasta la finca del noble, donde los salones
estarían abiertos para todo campesino y sirviente a los que se les serviría té y blini.
Las chicas locales llevarían sarafan rojos y flores en sus cabellos para celebrar la
llegada de la primavera.
La semana de la manteca siempre era la mejor en el orfanato, cuando las
clases eran acortadas para que pudiésemos limpiar la casa y ayudar a amasar. El
Duque Keramsov siempre había programado su regreso de Os Alta para coincidir
con el festejo. Todos subíamos a la carroza, y él se detenía en cada granja para
beber kvas y repartir pasteles y caramelos. Sentada al lado del Duque, saludando a
la multitud alegre, casi nos sentíamos parte de la nobleza.
—¿Podemos ir a ver, Mal? —pregunté ansiosa.
Frunció el ceño, y supe que su consciencia estaba luchando con algunos de
nuestros mejores recuerdos de Keramzin. Luego una pequeña sonrisa apareció en
sus labios. —De acuerdo. De seguro hay suficiente gente como para que nos
mezclemos.
Nos unimos a la multitud desfilando por el camino, deslizándonos entre los
violinistas y los tambores, las niñas sujetando ramas trenzadas con brillantes
cintas. Cuando pasamos por la calle principal del pueblo, los tenderos, parados en
las puertas de sus negocios, hacían sonar campanas y aplaudían al ritmo de la
música. Mal se detuvo para comprar pieles y conseguir suministros, pero cuando
lo vi meter un pedazo de queso duro en su bolsa, saqué mi lengua. No quería
volver a ver un pedazo de queso duro en mi vida.
Antes de que Mal pudiera decirme que no, salí disparada hacia la
muchedumbre, serpenteando entre la gente que seguía la carroza, donde un
hombre de mejillas rojas estaba sentado con una botella de kvas en su mano
regordeta mientras se balanceaba de lado a lado, cantando y lanzando pan a los
que rodeaban el carro. Me estiré y atrapé un rollo dorado calentito.
—¡Para ti, hermosa! —gritó el hombre, casi cayéndose.
El dulce rollo tenía un aroma divino, y le agradecí, encontrando mi camino de
vuelta a Mal y sintiéndome bastante bien conmigo misma.
Él me tomó del brazo y me empujó por un camino embarrado entre dos casas.
—¿Qué crees que estás haciendo?
—Nadie me vio. Él creyó que sólo era otra campesina.
—No podemos correr riesgos como esos.
—¿Así que no quieres darle un mordisco?
Dudó. —No dije eso.
—Iba a darte un trozo, pero ya que no quieres, me lo comeré todo yo sola.
Mal fue a tomar el rollo, pero yo bailé alejándome, esquivándole a izquierda y
derecha, lejos de sus manos. Pude ver su sorpresa, y me encantó. No era la misma
chica torpe que recordaba.
—Eres una mocosa —gruñó e intentó alcanzarme de nuevo.
—Ah, pero soy una mocosa con un rollo dulce.
No supe quién lo escuchó primero, pero los dos nos enderezamos,
repentinamente alerta de que teníamos compañía. Dos hombres habían aparecido
justo detrás de nosotros en el vacío callejón. Antes de que Mal pudiera siquiera
darse la vuelta, uno de los hombres estaba sujetando un cuchillo de aspecto sucio
contra su garganta, y el otro había puesto su asquerosa mano sobre mi boca.
—Callados —ladró el hombre con el cuchillo—. O les abriré la garganta a
ambos. —Tenía el cabello grasoso y una cara cómicamente larga.
Le di un vistazo a la cuchilla en el cuello de Mal y asentí despacio. La mano
del otro hombre se deslizó de mi boca, pero mantuvo un firme agarre de mi brazo.
—Dinero —dijo Caralarga.
—¿Nos están robando? —espeté.
—Así es —siseó el hombre que me sostenía, dándome una sacudida.
No pude evitarlo. Estaba tan aliviada y sorprendida de que no estuviéramos
siendo capturados, que una risita se me escapó.
Los ladrones y Mal me miraron como si estuviera loca.
—¿Le falta, no? —preguntó el hombre sujetándome.
—Sí —dijo Mal, observándome con ojos que claramente decían cállate—. Un
poco.
—Dinero —dijo Caralarga—. Ahora.
Mal buscó cuidadosamente en su abrigo y sacó la bolsa con dinero,
entregándosela a Caralarga, quien gruñó y frunció el ceño por su poco peso.
—¿Eso es todo? ¿Qué hay en la mochila?
—No mucho, algo de piel y comida —respondió Mal.
—Muéstrame.
Lentamente, Mal se descolgó la mochila del hombro y la abrió, dándoles a los
ladrones un vistazo de su contenido. Su rifle, envuelto en un paño de lana, era
claramente visible.
—Ah —dijo Caralarga—. Ahora, ese es un buen rifle. ¿No, Lev?
El hombre que me sujetaba mantuvo una gruesa mano en mi muñeca y pescó
el rifle con la otra. —Muy bueno —gruñó—. Y la mochila luce como del ejército. —
Mi corazón se hundió.
—¿Y? —preguntó Caralarga.
—Y que Rikov dijo que un soldado del puesto miliar de Chernast ha
desaparecido. Dicen que fue al sur y nunca volvió. Puede ser que hayamos
capturado a un desertor.
Caralarga estudió a Mal especulativamente, y supe que ya estaba pensando
en la recompensa que le esperaba. No tenía ni idea.
—¿Qué dices, muchacho? No estarás huyendo, ¿verdad?
—La mochila es de mi hermano —dijo Mal con facilidad.
—Tal vez. Y tal vez dejemos que el capitán en Chernast le eche un vistazo
tanto a la mochila como a ti.
Mal se encogió de hombros. —Bien. Estaré feliz de contarle que intentaron
robarnos.
A Lev no pareció gustarle esa idea. —Sólo tomemos el dinero y larguémonos.
—No —dijo Caralarga, todavía examinando a Mal—. Ha desertado o le ha
quitado eso a otro tipo. De cualquier forma, el capitán pagará bien para escuchar
esto.
—¿Qué hay con ella? —Lev me dio otra sacudida.
—No puede estar haciendo nada bueno si está viajando con éste. Puede que
ella también esté huyendo. Y si no, servirá para divertirnos un poco. ¿No es así,
cariño?
—No la toques —saltó Mal, dando un paso adelante.
En un solo movimiento, Caralarga golpeó con fuerza la cabeza de Mal con el
cabo de su cuchillo. Mal se tambaleó, una rodilla cediendo, la sangre manando de
su sien.
—¡No! —grité. El hombre que me sostenía puso de nuevo su mano en mi
boca, soltando mi brazo. Eso era todo lo que necesitaba. Sacudí mi muñeca y el
espejo se deslizó en mis dedos.
Caralarga se alzó sobre Mal, cuchillo en mano. —Puede ser que el capitán
pague, esté vivo o muerto.
Se lanzó. Torcí el espejo, y brillante luz cayó en los ojos de Caralarga. Él
dudó, alzando su mano para bloquear la luz. Mal aprovechó su oportunidad. Saltó
sobre sus pies y agarró a Caralarga, tirándolo fuertemente contra la pared.
Lev aflojó su agarre en mí para levantar el rifle de Mal, pero yo me giré,
subiendo el espejo y cegándolo.
—¿Qué demon…? —gruñó, bizqueando. Antes de que pudiera recuperarse,
golpeé su entrepierna con mi rodilla. Cuando se dobló en dos, puse mis manos en
su nuca y levanté con fuerza mi rodilla. Se escuchó un repugnante crunch, y di un
paso atrás mientras él caía al suelo cubriéndose la nariz, mientras sangre le escurría
de los dedos.
—¡Lo logré! —exclamé. Oh, si tan sólo Botkin pudiera verme ahora.
—¡Vamos! —dijo Mal, distrayéndome de mi júbilo. Me di la vuelta y vi a
Caralarga tirado inconsciente en la tierra.
Mal recogió su mochila y corrió al otro lado del callejón, lejos del ruido del
desfile. Lev estaba gimiendo, pero todavía tenía el rifle. Le di una buena patada en
el estómago y corrí a toda velocidad tras Mal.
Salimos disparados a lo largo de negocios vacíos y casas y volvimos a la
embarrada calle principal, luego nos precipitamos hacia el bosque y a la seguridad
de los árboles. Mal estableció un furioso paso, llevándonos a través de un riachuelo
y después por encima de una colina, y así seguimos por lo que parecieron
kilómetros. Personalmente, no creía que los ladrones estuvieran en condiciones de
seguirnos, pero también me encontraba sin aliento y no podía defender mi
argumento. Finalmente, Mal disminuyó la velocidad y se detuvo, doblándose en
dos, colocando las manos en sus rodillas, respirando con dificultad.
Colapsé en el suelo, con el corazón desbocado, y rodé sobre mi espalda. Me
quedé ahí con la sangre bombeando en mis oídos, bañada en el sol de la tarde que
se colaba entre las copas de los árboles y traté de recuperar el aliento. Cuando sentí
que podía hablar, me apoyé sobre los codos y dije:
—¿Estás bien?
Cautelosamente, Mal tocó la herida de su cabeza. Había dejado de sangrar
pero hizo un gesto de dolor. —Bien.
—¿Crees que dirán algo?
—Por supuesto. Verán si pueden conseguir algo de dinero por la
información.
—Santos —juré.
—No hay nada que podamos hacer ahora. —Entonces, para mi sorpresa,
sonrió—. ¿Dónde aprendiste a luchar así?
—Entrenamiento de Grisha —susurré dramáticamente—. Secretos ancestrales
de la patada a la entrepierna.
—Siempre y cuando funcione.
Me reí. —Eso es lo que Botkin siempre dice. «No para impresionar, sólo para
causar dolor» —dije, imitando el pesado acento del mercenario.
—Tipo inteligente.
—El Darkling no cree que los Grisha deban confiar en sus poderes para
defenderse. —Lamenté haberlo dicho al instante. La sonrisa de Mal desapareció.
—Otro tipo inteligente —dijo fríamente, observando el bosque. Después de
un minuto dijo—: Él sabrá que no te dirigiste derecho al Abismo. Sabrá que
estamos cazando al ciervo. —Se sentó pesadamente a mi lado, su rostro triste.
Teníamos muy pocas ventajas en esta lucha, y ahora habíamos perdido una de
ellas.
—No debí conducirnos al pueblo —dijo desolado.
Le golpeé suavemente el brazo. —No podíamos saber que alguien iba a
intentar robarnos. Quiero decir, ¿quién puede tener tan mala suerte?
—Fue un riesgo estúpido. Debería haberlo sabido. —Cogió una ramita del
piso del bosque y la arrojó con enojo.
—Todavía tengo el rollo —ofrecí tristemente, sacando el aplastado bulto
envuelto de mi bolsillo. Había sido orneado con la forma de un pájaro para
celebrar las bandadas de primavera, pero ahora parecía más una media enrollada.
Mal bajó su cabeza, cubriéndola con sus manos y sus codos descansando en
sus rodillas. Sus hombros comenzaron a sacudirse, y por un horrible momento,
pensé que estaba llorando, pero entonces me di cuenta de que estaba riéndose en
silencio. Todo su cuerpo se sacudía, su respiración salía como soplidos, y las
lágrimas empezaron a derramarse de sus ojos. —Será mejor que sea un rollo
alucinante —jadeó.
Lo miré fijamente por un segundo, con miedo de que tal vez se hubiera
vuelto completamente loco, y entonces, comencé a reír también. Cubrí mi boca
para ahogar el sonido, lo que sólo me hizo reír con más fuerza. Era como si toda la
tensión y el miedo de los últimos días hubieran sido simplemente demasiado.
Mal puso un dedo contra sus labios en un exagerado «¡Shhhh!» y caí en una
nueva oleada de risitas.
—Creo que le rompiste la nariz a ese tipo —bufó.
—Eso no es bueno. No soy buena.
—No, no lo eres —coincidió, y nos reímos de nuevo.
—¿Recuerdas de cuando el hijo del granjero rompió tu nariz en Keramzin? —
dije entre risas—. ¿Y no le dijiste a nadie, y sangraste encima de todo el mantel
favorito de Ana Kuya?
—Te estás inventando eso.
—¡No!
—¡Que sí! Rompes narices y mientes.
Nos reímos hasta que no pudimos respirar, hasta que nuestros costados
dolían y nuestras cabezas giraban. No podía recordar la última vez que me había
reído así.
De hecho, sí nos comimos el rollo. Estaba cubierto de azúcar y tenía el sabor
de los dulces rollos que habíamos comido cuando éramos niños. Cuando
terminamos, Mal dijo, «Ese fue un rollo alucinante» y volvimos a estallar en risas.
Eventualmente, suspiró y se puso de pie, ofreciéndome una mano para
ayudarme.
Caminamos hasta el atardecer y luego montamos el campamento al lado de
las ruinas de una cabaña. Dada nuestra escapada por los pelos, él no creía que
debíamos arriesgarnos a hacer fuego esa noche, así que comimos de los
suministros que habíamos conseguido en el pueblo. Mientras comíamos carne seca
y ese miserable queso duro, me preguntó acerca de Botkin y los otros maestros en
el Pequeño Palacio. No me di cuenta de lo mucho que había querido compartir mis
historias con él hasta que empecé a hablar. No se reía tan fácilmente como antes lo
hacía. Pero cuando lo hacía, algo de esa severa frialdad lo dejaba y se parecía un
poco más al Mal que solía conocer. Me dio la esperanza de que tal vez no estuviera
perdido para siempre.
Cuando fue hora de acostarse, Mal recorrió el perímetro del campamento,
asegurándose de que estuviéramos a salvo, mientras yo guardaba la comida. Había
mucho lugar en la mochila ahora que habíamos perdido el rifle de Mal y su cobija
de lana. Estaba agradecida de que aún tuviera su arco.
Acomodé el gorro de piel de ardilla debajo de mi cabeza y dejé la mochila
para que Mal la usara de almohada. Luego me ceñí más el abrigo y me acurruqué
debajo de las nuevas pieles. Estaba durmiéndome cuando escuché a Mal regresar y
colocarse a mi lado, pegando su espalda a la mía.
Mientras me deslizaba en el sueño, sentía como si todavía pudiera saborear el
azúcar del rollo dulce en mi lengua, sentir el placer de la risa recorriéndome. Nos
habían asaltado. Casi nos mataban. Nos estaba dando caza el hombre más
poderoso de toda Ravka. Pero éramos amigos de nuevo, y el sueño llegó más fácil
que en los últimos tiempos.
En algún momento en la noche, me desperté por los ronquidos de Mal. Lo
golpeé en la espalda con mi codo. Se dio la vuelta, murmurando algo en sueños, y
puso su brazo a mi alrededor. Un minuto después empezó a roncar de nuevo, pero
esta vez no lo desperté.
Traducido por LUCESITA
i luz nos mantuvo calientes por la noche bajo el abrigo de las rocas. A
veces me dormía y Mal me despertaba a codazos y así podía volver a
invocar al sol en los tramos oscuros y estrellados de Tsibeya para
calentarnos por debajo de las pieles.
Cuando salimos a la mañana siguiente, el sol brillaba radiante sobre un
mundo cubierto de blanco. En esta parte del norte, la nieve era común hasta en
primavera, pero era difícil no sentir que el tiempo era sólo otra parte de nuestra
mala suerte. Mal echó un vistazo a la extensión impoluta de la pradera y sacudió
su cabeza con disgusto. No tenía ni que preguntar para saber lo que estaba
pensando. Si la manada se había acercado, cualquier rastro que hubiesen dejado se
encontraba cubierto por la nieve. Pero nosotros dejaríamos un montón de pistas
para que cualquier otra persona nos encontrara.
Sin decir palabra, sacudimos las pieles y las guardamos. Mal ató el arco a su
mochila, y comenzamos la caminata a través de la meseta. Fue un lento caminar.
Mal hizo lo que pudo para disimular nuestro rastro, pero era claro que estábamos
en serios problemas.
Sabía que Mal se culpaba por ser incapaz de encontrar al ciervo, y yo no sabía
cómo evitarlo. Tsibeya de alguna manera se sentía más grande que el día anterior.
O tal vez yo me sentía más pequeña.
Eventualmente, el prado dio paso a los bosques de delgados abedules
plateados y densos racimos de pinos, con sus ramas cargadas de nieve. Mal redujo
el ritmo. Parecía agotado, más que todo por las sombras oscuras que persistían
debajo de sus ojos azules. Por impulso, deslicé mi mano enguantada en la suya.
Pensé que iba a alejarse, pero en cambio, apretó mis dedos. Caminamos de la mano
de esa manera, a través de la tarde y de las ramas de pino, las cuales formaban un
techo muy por encima de nosotros mientras nos adentrábamos al corazón del
bosque.
A la hora de la puesta del sol, salimos de los árboles a un pequeño claro
donde la nieve yacía en montones grandes, tan perfectos que brillaban a la luz
pálida. Caminamos en la quietud, nuestras pisadas amortiguadas por la nieve. Ya
era tarde. Sabía que debíamos estar armando el campamento y encontrando un
refugio. En cambio, nos quedamos ahí en silencio, con las manos entrelazadas,
viendo el desaparecer del día.
—¿Alina? —dijo suavemente—. Lo siento. Por lo que dije esa noche, en el
Pequeño Palacio.
Lo miré, sorprendida. De alguna manera, sentía que todo eso había sucedido
hacía muchísimo tiempo. —Yo también lo siento —dije.
—Y lamento todo lo demás.
Le apreté la mano. —Sabía que no teníamos muchas posibilidades de
encontrar al ciervo.
—No —dijo, apartando la vista—. No, no por eso. Yo… Cuando vine a
buscarte, pensé que lo estaba haciendo porque tú me salvaste la vida, porque te
debía algo.
Mi corazón dio un pequeño vuelco. Pensar que Mal había venido por mí para
pagar algún tipo de deuda imaginaria resultó más doloroso de lo que esperaba. —
¿Y ahora?
—Ahora, no sé qué pensar. Sólo sé que todo es diferente.
Mi corazón dio otra vuelta miserable. —Lo sé —murmuré.
—¿En serio? Esa noche en el palacio, cuando te vi en el escenario con él, lucías
muy feliz. Como si le pertenecieras. No consigo quitar esa imagen de mi cabeza.
—Estaba feliz —admití—. En ese momento, estaba feliz. Yo no soy como tú,
Mal. Nunca encajé como tú lo hiciste. Realmente nunca pertenecí a ningún lugar.
—Conmigo, sí pertenecías —dijo en voz baja.
—No, Mal. No realmente. No durante mucho tiempo.
Él me miró entonces, y sus ojos eran azul profundo en el crepúsculo. —¿Me
extrañaste, Alina? ¿Me extrañaste mientras no estabas?
—Todos los días —le dije honestamente.
—Yo te extrañaba a toda hora. ¿Y sabes cuál fue la peor parte? Me tomó
totalmente por sorpresa. De repente me encontraba paseando por ahí, buscándote,
no por alguna razón, sólo por costumbre, porque acababa de ver algo que quería
contarte o porque quería escuchar tu voz. Y luego me daba cuenta de que tú no
estabas allí, y cada vez, cada una de las veces, era como si me quitaran el aliento de
un golpe. He arriesgado mi vida por ti. He caminado la mitad de toda Ravka por ti,
y lo haría una y otra y otra vez sólo para estar contigo, sólo para morir de hambre
contigo y congelarme contigo y escucharte quejarte del queso duro todos los días.
Así que no me digas que no pertenecemos juntos —dijo ferozmente. Ahora se
encontraba muy cerca, y mi corazón estaba repentinamente martillando en mi
pecho—. Siento haber tardado tanto tiempo en verte, Alina. Pero ahora te veo.
Bajó la cabeza, y sentí sus labios en los míos. El mundo pareció silenciarse y lo
único que sentía era la sensación de su mano en la mía mientras me acercaba, y la
presión cálida de su boca.
Pensé que había renunciado a Mal. Pensé que el amor que había sentido por
él pertenecía al pasado, a la niña tonta y solitaria que nunca quería volver a ser. Yo
había tratado de enterrar a esa chica y al amor que sentía, tal como había intentado
enterrar mi poder. Pero no volvería a cometer ese error. Cualquier cosa que había
entre nosotros era igual de brillante e innegable como mi propio poder. En el
momento en que nuestros labios se encontraron, supe con certeza pura y
penetrante que lo habría esperado el resto de mi vida.
Se apartó de mí, y mis ojos se abrieron. Levantó una mano enguantada para
ahuecar mi cara, buscando mi mirada con la suya. Entonces, por el rabillo de mi
ojo, vi un movimiento parpadeante.
—Mal —dije respirando suavemente, mirando sobre su hombro—, mira.
Varios cuerpos blancos surgieron de los árboles, sus agraciados cuellos
doblados para mordisquear el pasto al borde del claro cubierto de nieve. En medio
de la manada de Morozova estaba parado un enorme ciervo blanco. Nos observaba
con grandes ojos oscuros, sus cuernos plateados brillantes en la media luz.
Con un movimiento rápido, Mal sacó el arco de su mochila. —Yo lo voy a
derribar, Alina. Tú tienes que matarlo —dijo.
—Espera —susurré, colocando una mano sobre su brazo.
El ciervo caminó lentamente hacia adelante y se detuvo justo a pocos metros
de nosotros. Pude ver su costado elevarse y caer, la llamarada de su nariz, la
neblina de su aliento en el aire frío.
Él nos miró con ojos negros y líquidos. Caminé en su dirección.
—¡Alina! —susurró Mal.
El ciervo no se movió cuando me acerqué, ni siquiera cuando extendí mi
mano y la puse sobre su hocico caliente. Sus orejas temblaron ligeramente, su piel
brillaba de color blanco lechoso en medio de la creciente oscuridad. Pensé en todo
lo que Mal y yo habíamos renunciado, en los riesgos que habíamos tomado. Pensé
en las semanas que habíamos pasado siguiendo el rastro de la manada, las noches
frías, los miserables días de interminables caminatas, y me alegré de todo. Me
alegré de estar aquí y viva esta noche fría. Me alegré de que Mal estuviera a mi
lado. Observé los ojos del ciervo y sentí la sensación de la tierra bajo sus patas
firmes, el olor a pino en sus fosas nasales, el latido de su poderoso corazón. Supe
que no sería yo quien acabara con su vida.
—Alina —murmuró Mal con urgencia—, no tenemos mucho tiempo. Ya
sabes lo que tienes que hacer.
Negué con la cabeza. No pude apartar mi mirada del ciervo. —No, Mal.
Encontraremos otra manera.
El sonido fue como un silbido suave en el aire seguido de un ruido sordo
como cuando una flecha encuentra su destino. El ciervo rugió y se encabritó, con
una flecha floreciendo del pecho y luego se desplomó en sus patas delanteras. Me
tambaleé hacia atrás cuando el resto de la manada salió huyendo, dispersándose
en el bosque. Al instante, Mal se paró a mi lado, con su arco en mano, mientras el
claro se llenaba de oprichniki vestidos de negro carbón y Grisha en sus trajes azules
y rojos.
—Debiste haberlo escuchado, Alina. —Su voz provino clara y fría desde las
sombras y el Darkling apareció en el claro del bosque, con una sonrisa sombría
jugando en sus labios, su kefta negra fluyendo detrás de él como una mancha de
ébano.
El ciervo había caído de lado, y ahora yacía en la nieve, respirando
entrecortadamente y sus ojos negros amplios y con pánico.
Sentí a Mal moverse antes de verlo. Volvió su arco hacia el ciervo y disparó,
pero un Impulsor de azul dio un paso adelante, moviendo su mano en el aire. La
flecha se desvió hacia la izquierda, cayendo inofensivamente en la nieve.
Mal alcanzó otra flecha y en el mismo momento, el Darkling movió su mano,
enviando una ráfaga de oscuridad ondulando hacia nosotros. Levanté mis manos y
la luz salió de mis dedos, rompiendo la oscuridad fácilmente.
Pero sólo había sido una distracción. El Darkling se volteó hacia el ciervo,
alzando el brazo en un gesto que yo conocía muy bien. «¡No!» grité y, sin pensarlo,
y me lancé frente al ciervo. Cerré los ojos, preparada para ser dividida por la mitad
debido al Corte, pero el Darkling debió haber movido su cuerpo a último
momento. El árbol detrás de mí se partió emitiendo un ruidoso crack, y de la herida
comenzó a surgir unas volutas de oscuridad. Él me había salvado la vida, pero
también había perdonado la del el ciervo.
Todo signo de humor se había ido del rostro del Darkling y unió sus manos,
provocando que se levantara una pared de oscuridad ondulante, envolviéndonos a
nosotros y al ciervo. No tuve ni qué pensar. Luz floreció en una esfera brillante,
pulsante, alrededor de mí y de Mal, manteniendo a raya la oscuridad y cegando a
nuestros atacantes. Por un momento, nos encontramos en un punto muerto. Ellos
no podían vernos y nosotros no podíamos verlos. La oscuridad se arremolinaba
alrededor de la burbuja de luz, presionando para entrar.
—Impresionante —dijo el Darkling, su voz proviniendo de una gran
distancia—. Baghra te enseñó demasiado bien. Pero no eres lo suficientemente
fuerte como para esto, Alina.
Sabía que intentaba distraerme, y lo ignoré.
—¡Tú! ¡Rastreador! ¿Estás preparado para morir por ella? —gritó el Darkling.
La expresión de Mal no cambió. Se quedó de pie, flecha en arco, girando en un
círculo lento, buscando el origen de la voz del Darkling—. Acabamos de ser
testigos de una escena muy conmovedora —dijo en tono de burla—. ¿Ya se lo
dijiste, Alina? ¿El chico sabe que estabas dispuesta a entregarte a mí? ¿Le contaste
lo que te mostré en la oscuridad?
Sentí una oleada de vergüenza y mi luz brillante parpadeó. El Darkling se rió.
Miré a Mal. Su mandíbula estaba apretada. Irradiaba la misma furia helada
que había visto la noche de la fiesta de invierno. Sentía que perdía dominio de la
luz y me esforcé por recuperarlo. Traté de enfocar mi energía. La esfera
resplandeció con nueva luz, pero ya podía sentir que había alcanzado el límite de
mis capacidades. La oscuridad comenzó a filtrarse como tinta por los bordes de la
burbuja.
Sabía lo que tenía que hacer. El Darkling tenía razón; yo no era lo
suficientemente fuerte. Y no tendríamos otra oportunidad.
—Hazlo, Mal —susurré—. Sabes lo que tiene que suceder.
Mal me miró, con pánico en sus ojos. Sacudió la cabeza. La oscuridad surgió
en torno a la burbuja. Tropecé un poco.
—¡Rápido, Mal! Antes de que sea demasiado tarde.
En un movimiento relámpago, Mal soltó el arco y sacó su cuchillo.
—¡Hazlo, Mal! ¡Hazlo ahora!
La mano de Mal temblaba. Podía sentir cómo mi fuerza se debilitaba. —No
puedo —susurró con tristeza—. No puedo. —Soltó el cuchillo, dejándolo caer
silenciosamente sobre la nieve. La oscuridad cayó sobre nosotros. Mal desapareció.
El claro desapareció. Fui rodeada por una oscuridad sofocante. Escuché un grito de
Mal y extendí una mano hacia su voz, pero repentinamente, me encontraba
agarrada a ambos lados por unos brazos fuertes. Pateé y luché salvajemente.
La oscuridad se levantó, y así de rápido, vi que todo había terminado.
Dos de los guardias del Darkling me tenían atrapada, mientras Mal luchaba
entre dos más.
—Quédate quieto o te mataré ahí mismo —le gruñó Ivan.
—¡Déjalo en paz! —grité yo.
—Shhhhhh. —El Darkling caminó hacia mí, con un dedo en sus labios, los
cuales esbozaban una sonrisa burlona—. Haz silencio, o dejaré que Ivan lo mate.
Muy lentamente.
Lágrimas cayeron de mis mejillas, sólo para congelarse instantáneamente
debido al aire frío de la noche.
—Antorchas —dijo él. Escuché el chasqueo de una piedra y dos antorchas
estallaron en llamas, iluminando el claro, los soldados y el ciervo, el cual yacía
jadeando en el suelo. El Darkling sacó un cuchillo pesado de su cinturón, y la luz
de la llama se reflejó en el acero Grisha—. Ya hemos perdido suficiente tiempo.
Él caminó al frente y sin titubear cortó el cuello del ciervo.
La sangre brotó sobre la nieve, formando un charco alrededor del cuerpo del
ciervo. Observé mientras la vida abandonaba sus ojos, y un sollozo me estremeció
el pecho.
—Tomen los cuernos —le dijo el Darkling a uno de los oprichniki—. Corten un
pedazo de cada uno.
El oprichnik dio un paso adelante y se arrodilló junto al cuerpo del ciervo,
con una hoja de cierra en mano.
Me di la vuelta, sintiendo mi estómago revolcarse mientras el sonido de la
sierra llenaba el silencio del claro. Nos quedamos en silencio, nuestros alientos
dando vueltas en el aire helado, mientras el sonido seguía y seguía. Incluso cuando
se detuvo, aún podía sentir su vibración en mi mandíbula apretada.
El oprichnik cruzó el claro y le entregó los dos pedazos de cuerno al Darkling.
Eran casi del mismo tamaño, y ambos terminaban en puntas que tenían
aproximadamente el mismo largo. El Darkling estrechó las piezas en sus manos,
dejando que su pulgar diera vueltas sobre el hueso duro y plateado. Entonces hizo
un gesto, y me sorprendí al ver a David surgir de entre las sombras usando su kefta
morada.
Por supuesto. El Darkling querría que el mejor de los Fabricadores forjara
este collar. David no se encontraba con mi mirara. Me pregunté si Genya sabía
dónde se encontraba y lo que estaba haciendo. Quizá se sentiría orgullosa. Quizá
ella también creía que era un traidor.
—David —dije suavemente—. No lo hagas.
David me observó y rápidamente apartó la vista.
—David entiende el futuro —dijo el Darkling, con el borde de una amenaza
en su voz—. Y sabe que no le conviene luchar en su contra.
David se detuvo al alcanzar mi hombro derecho. El Darkling me estudió bajo
la luz de las antorchas. Durante un momento, todo fue silencio. El crepúsculo
había desaparecido, y la luna se había elevado, brillante y llena. El claro parecía
suspenderse en el silencio.
—Abre tu abrigo —dijo el Darkling.
No me moví.
El Darkling miró a Ivan y asintió con la cabeza. Mal gritó, aferrándose el
pecho con las manos mientras caía al suelo.
—¡No! —lloré. Intenté correr hacia Mal, pero los guardias a mi lado me
sostuvieron con fuerza—. Por favor —le rogué al Darkling—. ¡Haz que se detenga!
Nuevamente, el Darkling asintió con la cabeza, y los gritos de Mal cesaron. Se
acostó sobre la nieve, jadeando, con la mirada fija en la sonrisa arrogante de Ivan y
ojos llenos de odio.
El Darkling me observó, esperando, con una expresión impasible. Casi lucía
aburrido. Aparté a los oprichniki. Con manos temblorosas, sequé las lágrimas de
mis ojos y me desabroché el abrigo, dejándolo caer de mis hombros.
De manera distante, noté el frío que se filtraba por mi túnica de lana, las
miradas atentas de los soldados y Grisha. Mi mundo se había reducido a las piezas
curvas de hueso que sostenía el Darkling, y sentí una punzada de terror.
—Levanta tu cabello —murmuró. Levanté el cabello de mi cuello con ambas
manos.
El Darkling dio un paso al frente y apartó la tela de mi túnica a un lado.
Cuando sus dedos rozaron mi piel, me sobresalté. Vi un destello de ira pasar por
su cara.
Colocó las piezas curvas de cuerno alrededor de mi garganta, una a cada
lado, dejándolas descansar en mis clavículas con infinito cuidado. Le hizo una seña
a David, y sentí que el Fabricador se apoderaba de los cuernos. En el ojo de mi
mente, vi a David de pie a mi lado, llevando la misma expresión de concentración
que le había visto el primer día en los talleres del Pequeño Palacio. Vi piezas de
hueso moverse y juntarse. Sin cierre ni bisagra. Este collar sería mío, para que lo
usara por siempre.
—Está listo —susurró David. Soltó el collar, y sentí el peso asentarse en mi
cuello. Apreté mis manos hasta convertirlas en puños, esperando.
No sucedió nada. Sentí una punzada imprudente de esperanza. ¿Qué tal si el
Darkling estaba equivocado? ¿Qué tal si el collar no hacía nada?
Entonces el Darkling cerró sus dedos sobre mi hombro y una orden silenciosa
resonó dentro de mí: Luz. Sentí como si una mano invisible me atravesase el pecho.
Luz dorada explotó de mí, inundando el claro. Logré ver al Darkling
entrecerrando los ojos ante el brillo, y sus rasgos iluminados por el triunfo y la
exultación.
No, pensé, intentando liberar la luz, alejarla de mí. Pero tan pronto como la
idea de la resistencia se formó, esa mano invisible la apartó de un manotazo, como
si no fuese nada.
Otro comando resonó dentro de mí: Más. Una nueva oleada de poder rugió a
través de mi cuerpo, más salvaje y fuerte que cualquier otra cosa que hubiese
sentido antes. No tenía un fin. El control que había aprendido, el entendimiento
que había adquirido se colapsó ante el poder; casas que había construido, frágiles e
imperfectas, convertidas en leña por el flujo constante del poder del ciervo. La luz
explotó de mí en olas brillantes, una tras otra, convirtiendo el cielo nocturno en un
torrente de brillantez. No sentí nada de la euforia o alegría que me había
acostumbrado a esperar al usar mi poder. Ya no me pertenecía, y me estaba
ahogando, impotente, atrapada en ese agarre horrible e invisible.
El Darkling me mantuvo en mi puesto, poniendo a prueba mis nuevos
límites; por cuánto tiempo, no lo sé. Sólo noté cuando la mano invisible soltó su
agarre.
La oscuridad se apoderó del claro una vez más. Inhalé una respiración
entrecortada, tratando de orientarme, de recobrar la compostura. La parpadeante
luz de las antorchas iluminaba las expresiones de sorpresa de los guardias y
Grisha, y Mal, aún acostado en el suelo, con una expresión miserable y ojos llenos
de arrepentimiento.
Cuando volví a mirar al Darkling, me estaba observando atentamente con los
ojos entrecerrados. Miró de Mal a mí, y luego se volvió a sus hombres. —Póngalo
en cadenas.
Abrí la boca para protestar, pero tan sólo echarle un vistazo a Mal me hizo
cerrarla.
—Esta noche acamparemos y partiremos al Abismo a primera hora de la
mañana —dijo el Darkling—. Envíenle un mensaje al Apparat, y díganle que se
prepare. —Se volvió hacia mí—. Si intentas hacerte daño, el rastreador sufrirá por
ello.
—¿Qué hacemos con el ciervo? —preguntó Ivan.
—Quémenlo.
Uno de los Etherealki acercó una mano a la antorcha, y la llama salió
disparada hacia adelante, formando un amplio arco que rodeó el cuerpo sin vida
del ciervo. Mientras nos alejábamos del claro, no hubo sonido, excepto por
nuestras propias pisadas y el crepitar de las llamas a nuestras espaldas. Ni un
crujido provino de los árboles, ningún insecto pasó volando y no se oyó el llamado
nocturno de las aves. En el bosque reinó el silencio del duelo.
Traducido por Eliana
aminamos en silencio durante más de una hora. Miré fijamente mis pies,
observando mis botas moverse a través de la nieve, pensando en el ciervo y
el precio de mi debilidad. Eventualmente, vi luz de fuego parpadeando a
través de los árboles, y surgimos en un claro donde había un pequeño
campamento levantado alrededor de una fogata. Observé varias tiendas pequeñas
y un grupo de caballos atados en medio de los árboles. Dos oprichniki estaban
sentados junto al fuego, comiendo su cena.
Los guardias de Mal lo llevaron a una de las tiendas, empujándolo en el
interior y siguiéndolo de cerca. Traté de obtener su atención, pero desapareció
demasiado rápido.
Ivan me arrastró por el campamento a otra tienda y me dio un empujón. En el
interior, vi varios sacos de dormir establecidos. Me empujó hacia delante e hizo un
gesto hacia el poste en el centro de la tienda.
—Siéntate. —ordenó. Me senté con la espalda hacia el poste, y me amarró a
él, atando mis manos detrás de mi espalda y mis tobillos.
—¿Cómoda?
—Sabes lo que piensa hacer, Ivan.
—Él planea traernos la paz.
—¿A qué precio? —pregunté con desesperación—. Sabes que esto es una
locura.
—¿Sabías que yo tenía dos hermanos? —preguntó Ivan abruptamente. La
familiar sonrisa había desaparecido de su hermoso rostro—. Por supuesto que no.
No nacieron Grisha. Eran soldados, y ambos murieron luchando guerras del rey.
Lo mismo hizo mi padre. Lo mismo hizo mi tío.
—Lo siento.
—Sí, todo el mundo lo siente. El rey lo siente. La reina lo siente. Yo lo siento.
Pero sólo el Darkling va a hacer algo al respecto.
—No tiene por qué ser de esta manera, Ivan. Mi poder puede ser usado para
destruir el Abismo.
Ivan sacudió la cabeza. —El Darkling sabe lo que se tiene que hacer.
—¡Nunca se detendrá! Lo sabes. Ni una sola vez ha tenido una muestra de
ese tipo de poder. Soy yo la que lleva el collar ahora. Pero con el tiempo, todos
ustedes lo tendrán. Y no habrá nada ni nadie lo suficientemente fuerte como para
interponerse en su camino.
Un músculo tembló en la mandíbula de Ivan. —Sigue hablando de traición y
te amordazaré —dijo él, y sin otra palabra, salió de la tienda.
Un rato después, entraron un Invocador y un Cardio. No reconocí a ninguno
de ellos. Evitando mi mirada, silenciosamente se arroparon con sus pieles y
apagaron la lámpara.
Me senté despierta en la oscuridad, observando la parpadeante luz de la
fogata jugar en las paredes de lona de la tienda. Podía sentir el peso del collar en
mi cuello y mis manos atadas ansiaban destruirlo. Pensé en Mal, a sólo unos
metros de distancia, en otra tienda.
Yo nos llevé a esto. Si hubiese matado al ciervo, su poder habría sido mío.
Había sabido lo que nos podía costar la misericordia. Mi libertad. La vida de Mal.
Las vidas de muchos otros. Y aun así había sido demasiado débil para hacer lo que
se necesitaba hacer.
Esa noche, soñé con el ciervo. Vi al Darkling cortar su garganta una y otra
vez. Vi la vida desvanecerse de sus ojos oscuros. Pero cuando bajé la vista, era mi
sangre la que se derramaba roja en la nieve.
Con un suspiro, me desperté con los sonidos del campamento cobrando vida
a mi alrededor. La puerta de la tienda se abrió y apareció una Cardio. Ella me
liberó cortando la soga del poste y me obligó a pararme. Mi cuerpo crujió y se
quejó en señal de protesta, rígido por una noche sentada en una posición forzada.
La Cardio me llevó hasta donde estaban los caballos ya ensillados y el
Darking estaba hablando en voz baja con Ivan y otro Grisha. Miré a mi alrededor,
buscando a Mal y sentí un repentino pinchazo de pánico cuando no pude
encontrarlo, pero luego vi un oprichnik sacarlo de la otra tienda.
—¿Qué hacemos con él?—le preguntó el guardia a Ivan.
—Que el traidor camine —respondió Ivan—. Y cuando esté demasiado
cansado, que los caballos lo arrastren.
Abrí la boca para protestar, pero antes de poder decir una palabra, el
Darkling habló.
—No — dijo él, montando su caballo con gracia—. Quiero que esté vivo
cuando lleguemos al Abismo de las Sombras.
El guardia se encogió de hombros y ayudó a Mal a montar su caballo, luego le
ató las manos esposadas a la cabeza de la silla. Sentí una oleada de alivio seguido
de una fuerte punzada de miedo. ¿El Darkling intentaba llevar a Mal a juicio? ¿O
tenía algo mucho peor en mente para él?
Todavía está vivo, me dije, y eso significa que todavía hay una oportunidad de
salvarlo.
—Cabalga con ella —le dijo el Darkling a Ivan—. Asegúrate de que no haga
nada estúpido. —Él no me dirigió otra mirada mientras espoleaba su caballo al
trote.
Cabalgamos durante horas a través del bosque, más allá de la meseta donde
Mal y yo habíamos esperado a la manada. Sólo podía ver las rocas donde
habíamos pasado la noche, y me pregunté si la luz que nos había mantenido con
vida durante la tormenta de nieve había sido la misma cosa que atrajo al Darkling
a nosotros.
Sabía que nos estaba llevando de regreso a Kribirsk, pero odiaba pensar qué
estaría esperándome allí. ¿Cuál sería el primer enemigo elegido por el Darkling?
¿Se lanzaría en una flota de botes de arena al norte, hacia Fjerda? ¿O pretendía
marchar hacia el sur para expandir el Abismo a Shu Han? ¿Cuántas muertes
recaerían en mis manos?
Nos tomó otra noche y otro día de viaje antes de que llegáramos a las anchas
carreteras que nos llevarían hacia el sur, hasta la Vy. Fuimos recibidos en la
encrucijada por un gran grupo de hombres armados, la mayoría de ellos oprichniki
vestidos de gris. Trajeron caballos descansados y la carroza del Darkling. Ivan me
plantó en los almohadones de terciopelo con poca gracia y subió después de mí.
Luego, con un chasquido de las riendas, nos estábamos moviendo de nuevo.
Ivan insistió en que mantuviésemos las cortinas cerradas, pero eché un
vistazo fuera y vi que estábamos flanqueados por jinetes fuertemente armados. Era
difícil no recordar el primer viaje que había hecho con Ivan en este mismo
vehículo.
Los soldados acamparon en la noche, pero me mantuvieron aislada,
encerrada dentro de la carroza del Darkling. Ivan me trajo comida, claramente
disgustado por tener que hacer de niñera. Se negó a hablar conmigo mientras
cabalgábamos y amenazó con disminuir mi pulso lo suficiente como para ponerme
inconsciente si yo insistía en preguntar por Mal. Pero preguntaba todos los días de
todos modos y mantenía los ojos fijos en la pequeña grieta de la ventana visible
entre la barrera y la carroza, con la esperanza de echarle un vistazo.
Dormía mal. Todas las noches, soñaba con el claro cubierto de nieve, y los
ojos oscuros del ciervo, mirándome fijamente en el silencio. Todas las noches eran
un recordatorio de mi fracaso y el dolor que mi misericordia había cosechado. El
ciervo había muerto de todos modos, y ahora Mal y yo estábamos condenados.
Toda mañana, me despertaba con una nueva sensación de culpa y vergüenza, pero
también con la frustración de que se me olvidaba algo, algún mensaje que había
sido claro y obvio en el sueño pero que se cernía justo fuera de la comprensión
cuando despertaba.
No volví a ver al Darkling hasta que alcanzamos las afueras de Kribirsk,
cuando la puerta de la carroza se abrió de repente y se deslizó en el asiento frente a
mí. Ivan desapareció sin decir palabra.
—¿Dónde está Mal?—pregunté tan pronto como la puerta se cerró.
Vi los dedos de su mano enguantada apretarse, pero cuando habló, su voz era
más fría y suave que nunca. —Estamos entrando en Kribirsk —dijo él—. Cuando
seamos recibidos por los otros Grisha, no dirás una palabra acerca de tu pequeña
excursión.
Mi mandíbula cayó. —¿No lo saben?
—Lo único que saben es que has estado en reclusión, preparándote para tu
travesía del Abismo de las Sombras, mediante la oración y el descanso.
Se me escapó una seca carcajada. —Desde luego me veo bien descansada.
—Voy a decir que has estado ayunando.
—Es por eso que ninguno de los soldados en Ryevost me estaba buscando —
dije, comprendiendo—. Nunca se lo dijiste al rey.
—Si la noticia de tu desaparición se hubiese esparcido, habrías sido
perseguida y asesinada por sicarios Fjerdanos en cuestión de días.
—Y habrías tenido que explicar la pérdida de la única Invocadora del Sol en
todo el reino.
El Darkling me estudió durante un largo momento. —¿Qué clase de vida
crees que podrías tener con él, Alina? Es un otkazat’sya. No puede llegar a entender
tu poder, y si lo hiciera, sólo te hubiera temido. No hay vida normal para gente
como tú y yo.
—No soy como tú—dije rotundamente.
Sus labios se curvaron en una sonrisa tensa y amarga. —Por supuesto que no
—dijo con amabilidad. Entonces él golpeó el techo de la carroza y ésta se detuvo—.
Cuando lleguemos, darás tus saludos, y luego alegarás cansancio y te retirarás a tu
tienda de campaña. Y si haces algo imprudente, voy a torturar al rastreador hasta
que me ruegue que le quite la vida.
Y luego se fue.
Pasé el resto del viaje a Kribirsk sola, tratando de detener mis temblores. Mal
está vivo, me dije. Eso es lo único que importa. Pero otro pensamiento se deslizó
dentro. Tal vez el Darkling está dejándote creer que está vivo sólo para mantenerte a raya.
Me envolví con mis brazos, rezando por que no fuera verdad.
Corrí las cortinas a medida que cabalgábamos por Kribirsk y sentí una
punzada de tristeza al recordar caminar esta misma carretera tantos meses atrás.
Casi había sido aplastada por la enorme carroza que estaba montando en ese
momento. Mal me había salvado, y Zoya lo había mirado desde la ventana de la
carroza de los Invocadores. Había deseado ser como ella, una hermosa muchacha
usando una kefta azul.
Cuando finalmente nos detuvimos en la inmensa tienda de seda negra, una
multitud de Grisha pululaba alrededor de la carroza. Marie, Ivo y Sergei se
adelantaron a saludarme. Me sorprendió lo bien que se sentía verlos de nuevo.
Cuando me vieron, su entusiasmo se desvaneció, reemplazados por la
preocupación y el interés. Habían esperado a una triunfante Invocadora del Sol,
llevando el amplificador más grande jamás visto, radiando por el poder y la
aprobación del Darkling. En su lugar, vieron a una chica pálida, cansada, destruida
por la miseria.
—¿Estás bien? —susurró Marie al abrazarme.
—Sí —prometí—. Sólo agotada por el viaje.
Hice mi mejor esfuerzo para sonreír convincentemente y tranquilizarlos.
Traté de fingir entusiasmo mientras se maravillaban con el collar de Morozova y
extendían sus manos para tocarlo.
El Darkling nunca estuvo lejos de vista, una advertencia en sus ojos, y me
mantuve en movimiento a través de la multitud, sonriendo hasta que mis mejillas
dolieron.
Al pasar por el pabellón Grisha, alcancé a ver a Zoya enfurruñada sobre un
montón de cojines. Se quedó mirando codiciosamente el collar cuando pasé
caminando a su lado. Te invito a que lo agarres, pensé con amargura, y apresuré mis
pasos.
Ivan me llevó a una tienda privada cerca del cuarto del Darkling. Ropa fresca
me estaba esperando en mi catre de campaña junto con una tina de agua caliente y
mi kefta azul. Sólo habían pasado unas pocas semanas, pero se sentía extraño usar
los colores de Invocador de nuevo.
Los guardias del Darkling estaban apostados en todo el perímetro de mi
tienda. Sólo yo sabía que estaban allí para supervisarme y no para protegerme. La
tienda estaba lujosamente equipada con montones de pieles, mesas y sillas
pintadas, y un espejo de Fabricador, claro como el agua y con incrustaciones de
oro. Lo habría cambiado todo en un instante por estar al lado de Mal en una manta
raída.
No recibí visitas, y pasé mis días caminando de un lado a otro sin nada que
hacer, excepto preocuparme e imaginar lo peor. No sabía por qué el Darkling
estaba esperando para entrar en el Abismo de las Sombras o lo que podría estar
planeando, y mis guardias ciertamente no estaban interesados en discutirlo.
En la cuarta noche, cuando la solapa de mi tienda se abrió, casi me caí de la
cama. Era Genya, sosteniendo mi bandeja de cena y luciendo increíblemente
hermosa. Me senté, sin saber qué decir.
Ella entró y dejó la bandeja, merodeando cerca de la mesa. —No debería estar
aquí —dijo.
—Probablemente no —admití—. No estoy segura de si debo tener visitantes.
—No, quiero decir que no debería estar aquí. Está increíblemente sucio.
Me reí, de repente muy contenta de verla. Ella sonrió ligeramente y se sentó
con gracia en el borde de la silla pintada.
—Están diciendo que has estado en aislamiento, preparándote para tu terrible
experiencia —dijo.
Examiné el rostro de Genya, tratando de adivinar cuánto sabía. —No tuve la
oportunidad de despedirme antes de… marcharme —dije con cuidado.
—Si lo hubieras hecho, te hubiera detenido.
Entonces, sí sabía que me había escapado. —¿Cómo está Baghra?
—Nadie la ha visto desde que te fuiste. Ella parece haber entrado en
aislamiento, también.
Me estremecí. Tenía la esperanza de que Baghra hubiera escapado, pero sabía
que era poco probable. ¿Qué precio había exigido el Darkling por su traición?
Me mordí el labio, dudando, y luego decidí tomar la que podría ser mi única
oportunidad. —Genya, si pudieras avisarle al rey. Estoy segura de que él no sabe
lo que el Darkling está planeando. Él…
—Alina —me interrumpió Genya—, el rey ha caído enfermo. El Apparat está
gobernando en su lugar.
Mi corazón se hundió. Me acordé de lo que el Darkling había dicho el día que
conocí al Apparat: Él tiene sus usos.
Y, sin embargo, el sacerdote no había estado hablando sólo del rey cayendo,
sino también del Darkling. ¿Había estado tratando de advertirme? Si sólo hubiera
sido menos temerosa. Si hubiese estado más dispuesta a escuchar. Más
remordimientos que añadir a mi larga lista. No sabía si el Apparat era
verdaderamente leal al Darkling o si podría estar jugando un juego más oscuro. Y
ahora no había manera de averiguarlo.
La esperanza de que el rey podría tener el deseo o la voluntad de oponerse al
Darkling había sido delgada, pero me había dado algo a que aferrarme a lo largo
de los últimos días. Ahora esa esperanza también estaba destruida.
—¿Qué pasa con la reina? —dije con débil optimismo.
Una pequeña sonrisa feroz pasó por los labios de Genya. —La reina está
encerrada en sus aposentos. Por su propia seguridad, por supuesto. El contagio, ya
sabes.
Fue entonces cuando noté qué estaba usando Genya. Había estado tan
sorprendida de verla, tan atrapada en mis propios pensamientos, que en realidad
no había notado a Genya vestida de rojo. Rojo de Corporalki. Sus puños estaban
bordados con azul, una combinación que nunca había visto antes.
Un escalofrío se deslizó por mi columna vertebral. ¿Qué papel había jugado
Genya en la repentina enfermedad del rey? ¿Qué había dado a cambio de vestir los
colores de un verdadero Grisha?
—Ya veo —dije en voz baja.
—Traté de advertirte —dijo con cierta tristeza.
—¿Y sabes cuáles son los planes del Darkling?
—Hay rumores —dijo incómodamente.
—Son todos verdaderos.
—Entonces tiene que ser hecho.
La miré fijamente. Después de un momento, ella bajó la mirada hacia su
regazo. Sus dedos estiraban y jugaban con los pliegues de su kefta. —David se
siente terrible —susurró—. Cree que destruyó a toda Ravka.
—No es su culpa —le dije con una risa vacía—. Todos hicimos nuestra parte
para lograr el fin del mundo.
Genya levantó la vista bruscamente. —De verdad no crees eso. —La angustia
estaba escrita en su rostro. ¿También había una advertencia allí?
Pensé en Mal y en las amenazas del Darkling. —No —le dije con voz hueca—.
Claro que no.
Sabía que no me creía, pero su frente se despejó, y me sonrió con su suave y
hermosa sonrisa. Tenía el aspecto de un ícono pintado, uno de Santo, con el cabello
convertido en un halo de cobre bruñido. Se levantó, y mientras caminaba con ella a
la puerta de la tienda, los ojos oscuros del ciervo aparecieron en mi mente, los ojos
que veía todas las noches en mis sueños.
—Por si merece la pena —dije—, dile a David que lo perdono. —Y también te
perdono a ti, añadí en silencio. Lo decía en serio. Sabía qué se sentía no pertenecer.
—Lo haré —dijo en voz baja. Se dio la vuelta y desapareció en la noche, pero
no antes de ver que sus hermosos ojos estaban llenos de lágrimas.
Traducido por Anvi15
l chico y la chica permanecen junto a la baranda del barco, un barco real que
flota y se sacude en el agitado Verdadero Océano.
—¡Goed morgen, fentomen! —les grita un marinero al pasar, sus brazos llenos
de cuerdas.
Toda la tripulación del barco los llama fentomen. Es la palabra en Kerch para
fantasmas.
Cuando la chica le pregunta al marinero por qué, él ríe y responde que es
porque son muy pálidos y por la manera silenciosa en que se paran en la baranda
del barco, observando el mar por horas, como si nunca antes hubieran visto agua.
Ella sonríe y no le dice la verdad: que deben mantener sus ojos en el horizonte.
Están buscando un barco con velas negras.
El Verloren de Baghra había zarpado hace mucho tiempo, así que ellos se
habían escondido en los tugurios de Os Kervo hasta que el chico pudo usar las
horquillas de oro de su cabello para comprar pasajes en otro barco. La ciudad
zumbaba con el horror de lo acontecido en Novokribirsk. Algunos culpaban al
Darkling. Otros culpaban a los Shu Han o Fjerdanos. Unos pocos incluso clamaban
que era el trabajo virtuoso de Santos enojados.
Rumores sobre los extraños acontecimientos en Ravka comenzaron a
llegarles. Escucharon que el Apparat había desaparecido, que las tropas extranjeras
se estaban concentrando en las fronteras, que el Primer y el Segundo Ejército
estaban amenazando con comenzar una guerra entre ellos, que la Invocadora del
Sol estaba muerta. Ellos esperaron oír un rumor de la muerte del Darkling en el
Abismo, pero nunca vino.
En la noche, el chico y la china yacen uno junto al otro en el interior del barco.
Él la sostiene cerca cuando se despierta de otra pesadilla, sus dientes castañeando,
sus oídos zumbando con los aterrorizados gritos de los hombres y mujeres que
dejó atrás en el bote destruido, sus extremidades temblando con recordado poder.
—Todo está bien —susurra él en la oscuridad—. Todo está bien.
Ella quiere creerle, pero teme cerrar los ojos.
El viento cruje en las velas. El barco suspira alrededor de ellas. Están solos de
nuevo, como lo estuvieron cuando eran jóvenes, escondidos de los otros niños, del
temperamento de Ana Kuya, de las cosas que parecían moverse y deslizarse en la
oscuridad.
Son huérfanos de nuevo, con ningún hogar verdadero salvo el uno del otro y
cualquiera sea la vida que puedan construir juntos al otro lado del mar.
The Grisha #0.5
Leigh Bardugo
Traducido por Valen JV, lauraef y MaarLOL
Muy pronto, Karina parecía estar en todos lados, llevándole comida y kvas
como regalos al padre de Nadya, susurrándole al oído que necesitaba de alguien
que se encargara de él y sus hijos. Havel asistiría pronto al reclutamiento, a
entrenar en Poliznaya y comenzar su servicio militar, pero Nadya aún necesitaría
ser cuidada.
—Después de todo —dijo Karina en su voz dulce y cálida—, no quieres que te
deshonre.
Más tarde esa noche, Nadya se acercó a su padre mientras éste bebía kvas
junto al fuego. Maxim estaba tallando. Cuando no tenía nada más que hacer, a
veces le fabricaba muñecas a Nadya, aunque ella las había dejado atrás desde hacía
mucho tiempo. Su afilado cuchillo se movía sin descanso, dejando rizos de suave
madera en el suelo. Había pasado demasiado tiempo en casa. El verano y el otoño
que podría haber pasado buscando trabajo lo había perdido debido a la
enfermedad de su esposa, y las nevadas de invierno no tardarían en bloquear los
caminos. Mientras su familia pasaba hambre, sus muñecas de madera se
amontonaban sobre la repisa de la chimenea, como un coro silencioso e inútil.
Maldijo al cortarse el dedo pulgar, y sólo en ese momento notó a Nadya de pie
junto a su silla, nerviosa.
—Papá —dijo Nadya—. Por favor, no te cases con Karina.
Tenía la esperanza de que él negara haber estado considerando tal cosa. En su
lugar, se chupó el pulgar herido y dijo:
—¿Por qué no? ¿No te agrada Karina?
—No —dijo Nadya con honestidad—. Y yo no le agrado a ella.
Maxim rió y pasó sus callosos nudillos por la mejilla de su hija. —Dulce
Nadya, ¿quién podría odiarte?
—Papá…
—Karina es una mujer buena —dijo Maxim. Sus nudillos rozaron su mejilla
de nuevo—. Sería mejor que… —Abruptamente, dejó caer su mano y volvió el
rostro al fuego. Su mirada era distante, y cuando habló, su voz resultó fría y
extraña, como si proviniera del fondo de un pozo—. Karina es una mujer buena —
repitió. Sus dedos apretaron los brazos de su silla—. Ahora, déjame en paz.
Ya lo ha poseído, pensó Nadya. Está bajo su hechizo.
5Samovar: es un recipiente metálico en forma de cafetera alta, dotado de una chimenea interior con
infiernillo, y sirve para hacer té.
Nadya casi saltó. No había notado que Karina estaba de pie a su lado.
Levantó la vista a la esbelta mujer con cabello negro cuyos rizos caían alrededor de
su pálido cuello.
Dirigió la mirada de nuevo al baile. —No puedo y usted lo sabe. No tengo la
edad suficiente. —Todavía faltaban dos años para que reclutaran a Nadya.
—Entonces miente.
—Este es mi hogar —susurró Nadya furiosa, avergonzada por las lágrimas
que se acumulaban en sus ojos—. No puede simplemente enviarme lejos de aquí.
—Mi padre no te dejará, añadió en su cabeza. Pero, por alguna razón, no tuvo la
valentía para decirlas en voz alta.
Karina se inclinó, acercándose a Nayda. Cuando sonrió, sus labios húmedos y
rojos dejaron al descubierto lo que parecían demasiados dientes.
—Havel podría, al menos, trabajar y cazar —susurró ella—. Tú eres sólo una
boca más. —Extendió la mano y tiró de uno los rizos de Nadya, fuerte. Nadya
sabía que si su padre miraba en su dirección, tan sólo vería a una mujer hermosa,
sonriendo y hablando con su hija, quizá alentándola a bailar.
—Te lo advertiré una sola vez —siseó Karina Stoyanova—. Vete.
Al día siguiente la madre de Genetchka Lukin descubrió que nadie había
dormido en la cama de su hija. La Reina del Deshielo nunca había vuelto del baile.
En las afueras del bosque, un lazo rojo se agitaba entre las ramas de un delgado
abedul, con unos cuantos mechones rubios colgando del nudo, como si se lo
hubieran arrancado de la cabeza.
Nadya permaneció en silencio mientras la madre de Genetchka caía de
rodillas y empezaba a lamentarse, llamando a sus Santos y presionando el lazo rojo
contra sus labios mientras lloraba. Al otro lado de la carretera, Nadya vio a Karina
observándola, sus ojos negros, sus labios curvados hacia abajo como corteza
agrietada, sus largos y esbeltos dedos como pequeñas ramas sin hojas, desnudas
por un viento fuerte.
Cuando Havel se despidió, acercó a Nadya. —Mantente a salvo —susurró en
su oído.
—¿Cómo? —contestó Nadya, pero Havel no tuvo respuesta.
≈ Traductoras
Lauraef
Rox2929
PaolaPotterhead
Mussol
Azhreik
Anvi15
Valen JV
Livewings
Viveka
KatherineG5
Flor_18
LUCESITA
Eliana
Nikki*
MaarLOL
≈ Diseño
Pamee