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Sin embargo, hay algo que no se espera de este profesional: que se hinque y se
ponga a rezar por la vida del paciente. Todos suponemos, creyentes o no, que si
hace eso está perdiendo el tiempo. Esto hace la diferencia entre la cultura
premoderna y religiosa del shamán o curandero de la cultura secular que se
supone cuenta con médicos que ejercen su profesión con una base científica y
procedimientos probados y certificados. En el mundo secular todos pensamos que
el tiempo perdido en rezar puede ser precioso y puede costar la vida del paciente.
Se espera del médico del mundo secular que tome el pulso, que olfatee la
respiración del comatoso, que le revise los ojos y los reflejos pupilares, que le
mida la tensión arterial, pero no que se ponga a rezar. Es más, si lo hace y el
paciente pierde la vida, es muy probable que la familia del paciente lo demande a
él y al hospital por negligencia, aunque ésta familia sea muy religiosa. He aquí la
frontera nítida entre el mundo premoderno y el posmoderno, entre el mundo
religioso y el mundo secular.
Es decir, por muy católica que sea la familia del paciente, y aunque tenga la
misma religión que el médico, si este se pone a rezar en vez de examinar,
diagnosticar y tratar con la urgencia que requiere la situación, lo demandan. El
hospital lo despide después. No sé qué tan bien este ejemplo describa al mundo
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secular que nos trajo la ciencia y la tecnología. Sin embargo sé que ésta es la
verdadera frontera, la división real y práctica, entre ciencia y religión. Se podría
abundar dando más ejemplos tomados de otras profesiones basadas en la ciencia
tales como la ingeniería, la química, la biología, pero sería inútilmente prolijo.
verdadera o no, por lo tanto, no reza para que el experimento salga como él
quiere. La creencia subyacente a estos métodos y actitudes es que Dios no se
está metiendo con el mundo, no está interviniendo, y por lo tanto, no es necesario
tomarlo en cuenta para plantear y resolver cualquier problema. De ahí a decir que
simplemente no existe hay un pequeño paso. Se enseña además que los pares
(peer review) deciden si el trabajo fue lo suficientemente riguroso y original o no.
Esto proporciona “la objetividad”, tan cuestionada por los epistemólogos
modernos. Y lo que se dice para las creencias religiosas también se aplica para
las creencias ideológicas, no se vale meterlas a la hora de plantear hipótesis o
diseñar experimentos. Aun el mundo moderno queda fuera. Vivimos, plenamente,
en el mundo posmoderno: las creencias personales quedan fuera, totalmente, de
los procedimientos y las decisiones. De otra manera, queda en el aire la acusación
de negligencia. Más claro ni el agua. Que esto sea realmente así es algo
cuestionado por filósofos de la ciencia e historiadores, que tienden a mostrar como
las creencias del científico se inmiscuyen, inconscientemente, en sus
planteamientos e hipótesis. Pero cuando menos es el deseo expreso de la actitud
de objetividad lo que caracteriza a la mentalidad secular.
Por muy católico que sea el secretario de salud, a la hora de decidir acerca del
uso del condón para la prevención del SIDA, de los métodos contraceptivos, de la
práctica del aborto en condiciones higiénicas y humanas, y de las medidas que
hay que tomar en caso de una epidemia potencialmente peligrosa, no puede
dudar, le hace caso a la ciencia y punto, por mucho que a los grupos
conservadores que pusieron al secretario de salud no les guste, y aun lo
consideren un “traidor”. De eso se trata el mundo secular. Es un ejercicio inútil
cambiar leyes locales siguiendo los mandatos religiosos, no prosperarán, bastará
que se pruebe que esas leyes están causando más muertes y huérfanos de lo
tolerable para que las autoridades que las promueven vayan a la picota. La
negligencia no se perdona por la sociedad por mucha impunidad que gocen las
elites gobernantes y empresariales. Cuando menos la vida se les hará difícil. Los
observadores extranjeros de decenas de agencias internacionales como la OMS,
la UNESCO y AI los tendrán en la mira.
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Es en este caldo de cultivo que surgen los intelectuales. Y de entre ellos, los
intelectuales militantes. También se les llama “formadores de opinión” y el principal
derecho que reclaman es la libertad de eso: de opinión. Se echan a la espalda el
trabajoso (y jugoso) deber de explicar a las masas lo que está pasando. En
Occidente, otra vez, y dependiendo de la formación específica del intelectual, las
explicaciones históricas, sociológicas, económicas y demás, excluyen de manera
tácita a la religión. El laicismo se da por descontado. Podría decirse que la voz del
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clero se escucha muy poco en los medios (mass media) y que la voz de los
intelectuales domina con holgura y amplitud. Aun tratándose de asuntos religiosos
serios, el periodista le pregunta al experto en asuntos religiosos, por supuesto, no
a los sacerdotes. A los obispos y a los cardenales se les entrevista como a las
estrellas deportivas o a los rock stars, para que den la nota picante, el comentario
irónico o ridículo, no para oír una opinión seria.
nos quiso hacer creer que los índices de criminalidad iban bajando a pesar de las
noticias de la prensa diaria. Basándose en un estudio cuyas estadísticas
terminaban, justamente, antes de comenzar la “guerra contra el narcotráfico”. No
faltó quien incluyera estas últimas estadísticas y todo el engaño se vino abajo. No
queda duda: la estrategia gubernamental contra el narcotráfico, a seguir
discutiendo en los meses por venir, ha ocasionado el peor periodo de violencia
jamás vivido por la sociedad mexicana desde la Revolución. El Estado de derecho
y el Estado mismo están en peligro. Esto es sabrosa botana para los intelectuales
y el que defendió al gobierno quedó en evidencia.
El problema con esta analogía es que parece que faltan los mitos, las parábolas
ejemplares, los pequeños cuentecillos que nos hablen del bien y del mal. ¡Ah!
Ahí está el pequeño problema con nuestros intelectuales. Cada uno tiene su
pequeña ideología que lo respalda, y aquí se cierra el círculo: regresamos a un
mundo anticientífico. ¿Cómo es que opinan de todo y sobre todo? Bueno, cada
uno tiene en su cerebro una “pequeña maquinita especuladora” y medio paranoide
(Fuller, ibid), entrenada para inventar hipótesis o conspiraciones sobre cualquier
tema, creada a través de varios años de ejercer el pensamiento crítico. Esa es la
parte buena. La parte mala viene de lo que esa maquinita tiene detrás: casi
siempre una ideología, un sectarismo, un sesgo que viene de afuera. Ayer los
intelectuales eran socialistas, hoy son neoliberales, más ayer fueron positivistas,
hubo comunistas y anarquistas. Desde Gabino Barreda hasta hoy, son poquísimos
los intelectuales mexicanos que crearon un pensamiento propio para consumo de
su maquinita. Menos que los dedos de una mano en más de un siglo. Hoy evito
dar sus nombres pero son de todos conocidos. En general, todas las demás
maquinitas son importadas. Somos una colonia todavía. Y así nos va.