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El mundo secular y el nuevo clero


Por: José Bargas*

En el mundo premoderno estaba el clero. El clero le explicaba a la gente como era


el mundo. La Biblia, como dicen algunos, es la fuente de todo conocimiento de la
naturaleza humana, de ella se pueden sacar miles de ejemplos de astucia, de
malicia, de envida, de bondad y de heroísmo. Cuentecillos, historias con profundas
lecciones de moral y ética. Parábolas que nos ayudan a distinguir el bien del mal.
Todas las sociedades humanas tienen sus mitos y sus ritos, sus libros sagrados
que les explican como es el mundo, de que se trata todo. Todas las sociedades
tienen sus sacerdotes, el clero, que explica cómo aplicar esas enseñanzas en las
situaciones de la vida diaria. Son intermediarios entre lo divino-misterioso y lo
humano. En muchas regiones del planeta todavía hay teocracias y estados
clericales. Aun en ciertos ámbitos de nuestro propio país, grandes masas siguen
viviendo en el mundo premoderno y son dirigidas y aconsejadas por el clero. La
pregunta es si en este mundo posmoderno ya no se necesita que nos expliquen
de qué se trata todo. O si se necesita, quienes son los encargados de
explicárnoslo, pues el mundo posmoderno se caracteriza por el ámbito secular, en
donde los mitos y los ritos de las religiones tradicionales quedan excluidos. Pero,
¿por qué quedan excluidos? ¿Cómo podemos o por qué queremos o deseamos
vivir en un mundo en que los antiguos cuentecillos, que tanto consuelo traían, ya
no sirvan para nada?  

Trataré de mostrar la omnipresencia del mundo secular con un ejemplo concreto,


tomado de una profesión libre, supuestamente basada en las aplicaciones de la
ciencia rigurosa y experimental: Tomemos el ejemplo de un médico. Su bagaje de
conocimientos es científico en la parte básica y científico en la parte clínica, los
libros que lee y las conferencias que recibe son el resumen de cientos de artículos
publicados en revistas especializadas. Idealmente, hace investigación de algún
tipo, por lo que también tiene que leer un sinnúmero de artículos directamente de
las revistas especializadas en el tema de su interés. Por lo tanto, se espera que su
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práctica profesional esté a la altura. Además, un médico recibe ciertas bases


éticas y desde su entrada al hospital, todavía como estudiante, se le hace ver,
idealmente, cómo tratar al ser que sufre y que puede estar representado en la
figura del paciente.

Ahora imaginemos a este médico en la sala de urgencias adonde llega un


paciente sin sentido. Se espera de este médico que actúe rápido, que
diagnostique acertadamente la causa de la inconsciencia: un coma diabético, uno
hepático o un accidente vascular, quizás. Así que mientras lo examina, otros del
equipo: enfermeras, pasantes, químicos y demás, canalizan una vena, obtienen
muestras para hacer análisis bioquímicos, obtienen radiografías,
electrocardiogramas y otros estudios.

Sin embargo,  hay algo que no se espera de este profesional: que se hinque y se
ponga a rezar por la vida del paciente. Todos suponemos, creyentes o no, que si
hace eso está perdiendo el tiempo. Esto hace la diferencia entre la cultura
premoderna y religiosa del shamán o curandero de la cultura secular que se
supone cuenta con médicos que ejercen su profesión con una base científica y
procedimientos probados y certificados. En el mundo secular todos pensamos que
el tiempo perdido en rezar puede ser precioso y puede costar la vida del paciente.
Se espera del médico del mundo secular que tome el pulso, que olfatee la
respiración del comatoso, que le revise los ojos y los reflejos pupilares, que le
mida la tensión arterial, pero no que se ponga a rezar. Es más, si lo hace y el
paciente pierde la vida, es muy probable que la familia del paciente lo demande a
él y al hospital por negligencia, aunque ésta familia sea muy religiosa. He aquí la
frontera nítida entre el mundo premoderno y el posmoderno, entre el mundo
religioso y el mundo secular.

Es decir, por muy católica que sea la familia del paciente, y aunque tenga la
misma religión que el médico, si este se pone a rezar en vez de examinar,
diagnosticar y tratar con la urgencia que requiere la situación, lo demandan. El
hospital lo despide después. No sé qué tan bien este ejemplo describa al mundo
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secular que nos trajo la ciencia y la tecnología. Sin embargo sé que ésta es la
verdadera frontera, la división real y práctica, entre ciencia y religión. Se podría
abundar dando más ejemplos tomados de otras profesiones basadas en la ciencia
tales como la ingeniería, la química, la biología, pero sería inútilmente prolijo.

Si el médico hace todo lo que está a su alcance, y de todas maneras el paciente


muere, entonces hacen su aparición monjas y curas para consolar a los familiares.
Este es el ámbito que les ha quedado: Los restos. Lejos están las limpias y los
sahumerios durante el tratamiento. Los ámbitos secular y religioso están
claramente divididos, la frontera estrictamente trazada. Pobre de aquél que la
traspase y se confunda.  Por eso son tan inútiles los llamados de obispos y
arzobispos para regresar al mundo de la religión, al mundo alejado del laicismo. La
frontera es cruda y es tajante: regresar a ese mundo es imposible hoy por hoy.
Tendría que suceder un cataclismo, y quizás ni así. Por muy católicos que se
declaren, en el censo de población, los habitantes del país, sus conductas y
actitudes son seculares.

El ejemplo anterior trata sobre un profesional que “aplica” la ciencia, y no es


gratuito, pues es más fácil de entender que un ejemplo basado en el accionar de
un científico: alguien que “hace” o “crea” ciencia, pues ésta última no está tan
expuesta al escrutinio público de todos los días y la gente sabe menos de lo que
hace un científico experimental o teórico que de lo que realiza un profesional. Pero
para el caso es lo mismo: no se espera de un científico que se ponga a rezar en
vez de hacer un experimento para probar una hipótesis, por ejemplo.

No es que el científico, en general, no crea en Dios o no pueda ser creyente. Es


simplemente que su entrenamiento le enseña a no meter a Dios en sus hipótesis o
en sus teorías. Un científico puede ser creyente, tener una religión en su vida
privada, familiar y comunitaria, y por otro lado, ser totalmente riguroso a la hora de
plantear sus hipótesis y diseñar los experimentos que las prueben o desechen.
Riguroso quiere decir que Dios no entra a formar parte de dichas hipótesis y
dichos diseños, que el científico quiere en verdad saber si su hipótesis es
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verdadera o no, por lo tanto, no reza para que el experimento salga como él
quiere. La creencia subyacente a estos métodos y actitudes es que Dios no se
está metiendo con el mundo, no está interviniendo, y por lo tanto, no es necesario
tomarlo en cuenta para plantear y resolver cualquier problema. De ahí a decir que
simplemente no existe hay un pequeño paso. Se enseña además que los pares
(peer review) deciden si el trabajo fue lo suficientemente riguroso y original o no.
Esto proporciona “la objetividad”, tan cuestionada por los epistemólogos
modernos. Y lo que se dice para las creencias religiosas también se aplica para
las creencias ideológicas, no se vale meterlas a la hora de plantear hipótesis o
diseñar experimentos. Aun el mundo moderno queda fuera. Vivimos, plenamente,
en el mundo posmoderno: las creencias personales quedan fuera, totalmente, de
los procedimientos y las decisiones. De otra manera, queda en el aire la acusación
de negligencia. Más claro ni el agua. Que esto sea realmente así es algo
cuestionado por filósofos de la ciencia e historiadores, que tienden a mostrar como
las creencias del científico se inmiscuyen, inconscientemente, en sus
planteamientos e hipótesis. Pero cuando menos es el deseo expreso de la actitud
de objetividad lo que caracteriza a la mentalidad secular.  

Por muy católico que sea el secretario de salud, a la hora de decidir acerca del
uso del condón para la prevención del SIDA, de los métodos contraceptivos, de la
práctica del aborto en condiciones higiénicas y humanas, y de las medidas que
hay que tomar en caso de una epidemia potencialmente peligrosa, no puede
dudar, le hace caso a la ciencia y punto, por mucho que a los grupos
conservadores que pusieron al secretario de salud no les guste, y aun lo
consideren un “traidor”. De eso se trata el mundo secular. Es un ejercicio inútil
cambiar leyes locales siguiendo los mandatos religiosos, no prosperarán, bastará
que se pruebe que esas leyes están causando más muertes y huérfanos de lo
tolerable para que las autoridades que las promueven vayan a la picota. La
negligencia no se perdona por la sociedad por mucha impunidad que gocen las
elites gobernantes y empresariales. Cuando menos la vida se les hará difícil. Los
observadores extranjeros de decenas de agencias internacionales como la OMS,
la UNESCO y AI los tendrán en la mira.    
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¿Quiere decir esto que ya no necesitamos de religión y clero? No. Simplemente


quiere decir que su accionar está precisamente delimitado en una sociedad
secular. El mundo secular, científico y técnico en que vivimos, hace a un lado a la
religión de manera consciente y tajante. Este mundo, para que exista, tiene que
entrenar científicos y profesionales que, sin importar sus creencias personales,
tienen que hacer a un lado a la religión y a Dios a la hora de tomar sus decisiones
profesionales. Así, literalmente, para esas decisiones hacemos como si Dios no
existiera, Dios no se mete con el mundo, si algo sale mal los responsables son
seres humanos. Si no se actúa bajo este supuesto hay negligencia. Nada más ni
nada menos.

Es comprensible entonces que varios años de entrenamiento en una profesión


basada en el conocimiento científico den como resultado que muchos creyentes al
principio de su formación  ya no lo sean al final de la misma. No es raro, al
contrario, es común, escuchar a los muchachos en formación declarar su ateísmo,
su agnosticismo o, en algunos casos, su teísmo muy sofisticado y muy propio, con
muy poco que ver con la religión tradicional de la familia o comunidad originales.
El resultado final ya lo sabemos, es la historia de Occidente: el secularismo
permeó la filosofía y las humanidades, creó las filosofías e ideologías
antimetafísicas y antirreligiosas tales como el laicismo, marxismo, positivismo,
liberalismo y demás. Desgraciadamente, las ideologías supuestamente basadas
en la ciencia tienen sus bemoles, han justificado en diferentes momentos el
racismo, el Darwinismo social y la opresión. El mundo se vuelve complejo, difícil
de entender.

Es en este caldo de cultivo que surgen los intelectuales. Y de entre ellos, los
intelectuales militantes. También se les llama “formadores de opinión” y el principal
derecho que reclaman es la libertad de eso: de opinión. Se echan a la espalda el
trabajoso (y jugoso) deber de explicar a las masas lo que está pasando. En
Occidente, otra vez, y dependiendo de la formación específica del intelectual, las
explicaciones históricas, sociológicas, económicas y demás, excluyen de manera
tácita a la religión. El laicismo se da por descontado. Podría decirse que la voz del
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clero se escucha muy poco en los medios (mass media) y que la voz de los
intelectuales domina con holgura y amplitud. Aun tratándose de asuntos religiosos
serios, el periodista le pregunta al experto en asuntos religiosos, por supuesto, no
a los sacerdotes. A los obispos y a los cardenales se les entrevista como a las
estrellas deportivas o a los rock stars, para que den la nota picante, el comentario
irónico o ridículo, no para oír una opinión seria.

Así que surge la siguiente interrogación: ¿cumplen los intelectuales con algunas


de las funciones que eran propias del clero en la sociedad premoderna? No sé si
la pregunta sea provocativa o si sea ingenua. Acaso la respuesta sea muy obvia:
sí, los intelectuales son el nuevo clero, el clero del mundo secular. Pero quizás la
respuesta no sea tan obvia y acepte cierta réplica y debate: ¿no se dijo arriba que
este mundo secular surge de la ciencia y de la tecnología? Sí, entonces hay que
saber que los intelectuales no son ni científicos, ni filósofos, ni tecnólogos.
Entonces, ¿con qué autoridad hablan? Con la que la gente les ha dado. La
sociedad ha aceptado que sean poco rigurosos al hacer sus proposiciones y
críticas fulminantes, o al elaborar sus especulaciones, con tal de que los
argumentos sean ágiles e inteligibles. Que ayuden a entender. La gente necesita
que le expliquen lo que está pasando. Las noticias solas, en bruto, no sirven, sólo
angustian. Además, las opiniones y especulaciones de los intelectuales generan
debate. Este debate puede ser importante para la sociedad o puede no serlo, pero
siempre es un espectáculo. Uno más. Cada vez hay más programas de televisión
donde debaten los intelectuales. Algunos, me consta, tienen gran audiencia. Si se
equivocan en sus opiniones, todo mundo se olvida, pues sus temas suelen ser
pasajeros, cambiar día con día. Los argumentos son usados como posiciones
tácticas, las ironías como armas, los silogismos como ases debajo de la manga.
Cuestionar al poder, ridiculizar a los políticos y a los miembros del antiguo clero,
poner en evidencia a los infractores, delatar a los corruptos. Esas son algunas de
sus útiles funciones, aunque a decir verdad, también hay otras y hay que tener
sumo cuidado a la hora de distinguirlas: defender al poderoso, al gobernante, al
miembro de la elite que los emplea. Hay que decir, sin embargo, que cuando se
descubre a los que hacen esto, pierden toda credibilidad. Como el caso en que se
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nos quiso hacer creer que los índices de criminalidad iban bajando a pesar de las
noticias de la prensa diaria. Basándose en un estudio cuyas estadísticas
terminaban, justamente, antes de comenzar la “guerra contra el narcotráfico”. No
faltó quien incluyera estas últimas estadísticas y todo el engaño se vino abajo. No
queda duda: la estrategia gubernamental contra el narcotráfico, a seguir
discutiendo en los meses por venir, ha ocasionado el peor periodo de violencia
jamás vivido por la sociedad mexicana desde la Revolución. El Estado de derecho
y el Estado mismo están en peligro. Esto es sabrosa botana para los intelectuales
y el que defendió al gobierno quedó en evidencia.

¿No es frivolidad? ¿No es cinismo? No puedo responder, pero sé que hemos


llegado al siguiente punto: escuchar a un economista de verdad es aburridísimo, a
un científico o a un filósofo, ni se diga. De ellos se entresacan pequeños
comentarios para llenar la nota que el intelectual escribe en el periódico o nos
espeta por televisión. El intelectual lo explica mejor. El intelectual es “el
intermediario” entre el mundo académico-científico y la masa espectadora, suele
ser un crítico constructivo o destructivo del poder, y hasta puede ser un crítico del
mundo académico-científico. Ellos nos traducen de qué se trata todo. Sí, hablan
de todo, absolutamente de todo, pues dicen o creen saber un poquito de casi todo:
del aborto, de la economía y de las crisis, de la religión y la pederastia, de la
literatura, el arte y la música, pop o clásica, de la ciencia y del calentamiento
global, del narcotráfico, y así. Como los sacerdotes eran los intermediarios entre
Dios y la gente, lo intelectuales son los intermediarios entre el mundo académico-
científico y la gente. De hecho, algunos intelectuales transitan ida y vuelta entre el
mundo académico-ciéntifico y los medios, día a día. Un intelectual describe la
intermediación de la siguiente manera: el mundo académico-científico, esto es, las
universidades, son como los viñedos y las bodegas donde se crían y guardan los
vinos. Los científicos y académicos justifican su existencia produciendo vino. Los
intelectuales, al contrario, son los catadores y conocedores, los que le dicen a la
gente que vino hay que beber y con qué comida hay que combinarlo (S. Fuller:
The intellectual).    
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Pero hay de izquierdas y de derechas, conservadores (neoliberales) y liberales


(socialdemócratas), no pueden formar un clero sólido. Mejor, hay para todos.
Además, nunca ha habido un clero sólido, siempre hubo curas de “izquierdas” y de
“derechas”, los que optan por los pobres y los que optan por los ricos, los Samuel
Ruiz y los Marcial Maciel, así es que esa no es una diferencia. Aunque no se diga
explícitamente, muchos intelectuales tienen a sus seguidores. Hablaré de dos
ejemplos norteamericanos para no meterme con los de acá: Chomsky por un lado
y O´Reilly por el otro. Tienen fans a montones, verdaderas sectas. Cada quien es
libre de escoger a sus equivalentes nacionales, aunque no me aguanto la
tentación de mencionar a Monsi, por razones obvias. Cuando faltan se siente
como un vacío. Pues los intelectuales son necesarios, como alguna vez lo fue el
clero, o como lo sigue siendo para las capas premodernas e iletradas de la
población. La conclusión es obvia: a más educación menos clero y más
intelectuales.

Los intelectuales explican lo que está pasando, sobre todo en épocas de crisis o


desgracias, por lo tanto, son esenciales para mantener la calma entre las masas.
Aun los científicos los necesitan, pues, tan especializados, no saben de otra cosa
más que de su especialidad. Así, un economista no sabe nada de biología y un
biólogo no sabe nada de economía, por lo que para entender la contaminación en
el golfo, el mercado de valores, o como la contaminación en el golfo afecta al
mercado de valores, ambos necesitan de los intelectuales. Así que sus
explicaciones, verdaderos sermones y admoniciones sobre la corrupción, el poder,
los derechos humanos, la democracia, el estado de derecho, etc. son necesarias.
El sistema los necesita más que nadie. Aunque como nuevo clero, hayan
resucitado el problema de “las dos espadas”: los dos poderes, el de hecho, y el
que refrena, regaña, critica y aconseja al poder fáctico. Al César lo que es del
César y a los intelectuales lo que es de ellos. El poder los tiene que soportar hasta
donde aguante, pues repito, los necesita, y a veces, como se dijo más arriba, los
emplea. Son amados y odiados. Todo el tiempo el poder se queja de ellos, pero
todo el tiempo los utiliza. Un poco de disenso nos hace pensar que vivimos en una
democracia y que el poder es tolerante.
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El problema con esta analogía es que parece que faltan los mitos, las parábolas
ejemplares, los pequeños cuentecillos que nos hablen del bien y del mal. ¡Ah!
Ahí está el pequeño problema con nuestros intelectuales. Cada uno tiene su
pequeña ideología que lo respalda, y aquí se cierra el círculo: regresamos a un
mundo anticientífico. ¿Cómo es que opinan de todo y sobre todo? Bueno, cada
uno tiene en su cerebro una “pequeña maquinita especuladora” y medio paranoide
(Fuller, ibid), entrenada para inventar hipótesis o conspiraciones sobre cualquier
tema, creada a través de varios años de ejercer el pensamiento crítico. Esa es la
parte buena. La parte mala viene de lo que esa maquinita tiene detrás: casi
siempre una ideología, un sectarismo, un sesgo que viene de afuera. Ayer los
intelectuales eran socialistas, hoy son neoliberales, más ayer fueron positivistas,
hubo comunistas y anarquistas. Desde Gabino Barreda hasta hoy, son poquísimos
los intelectuales mexicanos que crearon un pensamiento propio para consumo de
su maquinita. Menos que los dedos de una mano en más de un siglo. Hoy evito
dar sus nombres pero son de todos conocidos. En general, todas las demás
maquinitas son importadas. Somos una colonia todavía. Y así nos va.

*Investigador del Instituto de Fisiología Celular de la UNAM

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