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Retorno eterno

Javier Luque

[1]
«Ya ha vuelto».
No sé si pronuncio la frase en voz alta.
La luz de mil bombillas dibuja un gigantesco árbol de Navidad sobre la
fachada del centro comercial y yo, de regreso a casa desde el aeropuerto, paso
por delante en ese preciso momento. En el momento en que un desconocido,
hombre o máquina, activa el interruptor de encendido de las bombillas y de mi
desazón.
—Parece que ya está aquí la Navidad.
El taxista no me ha adivinado el pensamiento, la suya es la respuesta lógica
ante el alarde luminoso. Sin contestar, observo a la gente que sale por la
puerta del centro comercial cargada de bolsas. Una densa humareda blanca
asciende desde el puesto de castañas asadas improvisado al pie de las
escaleras de acceso. Con sincronismo impremeditado, media docena de
paraguas se abren. Gruesas gotas de lluvia se estrellan contra el parabrisas y
de inmediato se convierten en una cortina de agua.
—Por desgracia.
—¿Qué?
—Que por desgracia ya estamos en Navidad.
—¿No le gustan las fiestas?
—No.
Me parece que el taxista va a replicar; espero la respuesta, me alegro de que
no la haya.
—¡A ver si te aclaras!
El coche de delante gira a la derecha mientras el intermitente de la izquierda
parpadea formando un extraño arco iris entrecortado. Al sobrepasarle, el
taxista hace sonar el claxon.
—La verdad, un poco pronto para villancicos sí que es, aún falta más de un
mes.
—Sí, además eso.

-1-
El taxista se gira y nuestras miradas se cruzan, imagino que busca en mi
cara algún signo de ironía que me devuelva su respeto, no lo encuentra.
Ninguno de los dos decimos nada. El golpeteo de la lluvia sobre el techo
resuena en el interior del vehículo. La luz del semáforo ante el que estamos
detenidos cambia a verde.

[2]
Casi vacíos, los últimos platos salpican la mesa. Dos centros cuajados de
flores crasas y frutas acrecientan la sensación de derrota de un regimiento de
copas sucias repartidas sin orden aparente sobre el mantel sarpullido de
manchas. Las voces beodas luchan contra la música ambiente.
—¿Ya te vas?
—Sí, me esperan en casa —miento.
—¿No vas a venir a tomar una…?
El jefe de administración se acerca y María no concluye la pregunta. Hasta
ahora no me he dado cuenta de lo bien que le sienta el vestido.
«¿Y si su proposición esconde algo más que cariñosa lástima?».
—Venga, venid, que van a hacer una foto de todo el grupo.
Nos dejamos arrastrar por él hasta el centro del comedor. Una docena de
compañeros se arremolinan frente a un tipo cargado con una aparatosa
cámara de fotos. Durante el resto del año varios de ellos no se hablan. A mí,
más de la mitad me odian. Es probable que mañana, durante la comida,
comenten con su pareja el ridículo que unos u otros hicimos tras las dos
primeras copas de vino. Ahora sonríen para la foto. No recuerdo al fotógrafo, no
le he visto entrar ni le conozco. María se pone a mi lado, desde su pelo me llega
un olor dulzón que supongo pertenece a su perfume.
Dos fogonazos de flas más tarde y muchos abrazos ebrios después, salgo del
restaurante perseguido por la mirada conmiserativa de María y por la frase que
desde hace semanas más veces oigo al cabo del día: feliz Navidad. La calle está
llena de gente. Guirnaldas luminosas la atraviesan suspendidas de cada farola.
En la plaza, sobre el césped, tres incongruentes renos de alambre pintado de
blanco simulan pastar. Al pasar junto a la parada, decido coger el tranvía.
—Feliz Navidad, señorito, una ayuda. Tenemos hambre.

-2-
Por un instante me quedó mirándola. No estoy seguro, parece que es la
misma mujer que mendiga cada día al lado de la oficina. Quizá me equivoque,
todas me parecen iguales, sentadas en el suelo, las ropas raídas, un pañuelo
en la cabeza, y el imprescindible niño en los brazos: inmóvil, aletargado en el
regazo de la mujer que posiblemente no es su madre.
—Por favor, señorito, tenemos hambre. Es Navidad.
La voz suplicante, cansina, busca conmover, pero a mí me molesta. Me fijo
en el niño y percibo como si sus pequeños ojos se clavaran en mí. Siento una
punzada de desasosiego, no puedo resistirme y dejo unas monedas en la mano
de la mujer.
El tranvía se acerca haciendo sonar la campana. Me subo. Mientras arranca
y yo busco en la cartera el bono para pagar el viaje, pienso en mi instante de
flaqueza.
«Así sólo lograremos que vengan más».

[3]
La explosión de un petardo hace ladrar a los perros. Me asomo al jardín. Me
fijo en la tira de bombillas de colores enrollada en la barandilla de la terraza
que tengo enfrente. Al mismo ritmo de su intermitencia, de ellas se escapan en
un bucle inacabable las notas de Noche de paz con el torpe compás con que un
niño interpretaría la canción en un órgano eléctrico de juguete.
Regreso dentro. En mi salón nada, salvo los anuncios que aparecen sin
descanso en el televisor, recuerda la Navidad. Mientra busco el mando a
distancia del televisor para acabar con aquello, suena el timbre del teléfono.
Leo el número desde el que llaman. Es mi hija.
—Dígame.
—Hola, papá. Feliz Navidad.
—¿Qué tal estáis?
—Bien, ¿y tú?
—Bien.
—¿Estás solo?
—Sí, claro, aquí no vive nadie más. ¿Qué clase de pregunta es esa? ¿Con
quién quieres que esté?

-3-
—Pues no sé, con unos amigos, con cualquiera. Lo que te pregunto es si vas
a cenar solo o pasarás esta noche con alguien. No se si lo sabrás, pero es
Nochebuena.
—Ya me había enterado. No veo necesario el sarcasmo.
—Oye, si no tienes ganas de hablar, cuelgo.
—Venga, no nos enfademos… Ya sé que te hacía ilusión que pasáramos la
Navidad todos juntos en París, con vosotros. No ha podido ser, qué le vamos a
hacer… Ha llegado ya tu madre.
—Sí, llegaron ayer… Eduardo y ella.
—Ya.
—Está muy bien, hasta diría que se la ve más joven. Me dice que te dé un
beso de su parte.
—Ya.
—Entonces qué, ¿vas a cenar solo o estarás con alguien?
—Rosalía me ha invitado a cenar en su hotel.
—Dale un abrazo... Es buena gente.
—Claro, se lo daré.
—Bueno, te dejo que estamos preparando la cena.
—Sí, yo también tengo que preparar… prepararme para ir a cenar.
—Pues feliz Navidad.
—Igualmente, hija. Saluda a tu marido de mi parte… ¿Y la nena?
—Está jugando con mamá, dice que la ayuda a hacer la cena. ¿Quieres que
se ponga?
—No hace falta, déjala que juegue. Dale un beso de mi parte.
—Claro. Pedro te devuelve el saludo. Feliz Navidad.
—Feliz Navidad.
Dejo el teléfono sobre la mesa. En la televisión suena el himno nacional. Me
olvido del mando a distancia y camino a la cocina. Saco una lata de espárragos
de la despensa. La pongo en la mesa de la cocina. De un cajón, cojo un
tenedor, un cuchillo y la servilleta; y un vaso de la vitrina que hay encima.
Abro la nevera. Voy a sacar el filete que dejé descongelándose. Cambio de idea,
no me apetece. Me decido por una cerveza, un bote de mayonesa y un paquete
de lonchas de jamón serrano. Cuando me siento a la mesa de la cocina, la voz
del rey me llega apagada desde el salón.

-4-

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