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El eremitorio

Espiritualidad del desierto

por un monje
Contenido

PRIMERA PARTE EL DESIERTO


El Desierto del Éxodo. Ausencia del mundo
El Desierto de Juan Bautista. Bajo el techo de Cristo
El Desierto de Jesús. Los combates del Desierto
El Desierto de Magdalena. La compunción
El Desierto de San Pablo. El descubrimiento de Cristo
El Desierto de la noche. El crisol del Desierto

SEGUNDA PARTE LA MONTAÑA


El Monte Sinaí. La trascendencia de Dios
El Monte Tabor. El sentido de Cristo
El Monte de los Olivos. La santa voluntad de Dios
El Monte de las Bienaventuranzas. La alegría espiritual
El Monte Calvario. El amor a la cruz
El Monte Carmelo. Los caminos de la oración

TERCERA PARTE EL TEMPLO


El Templo cósmico. De Dios a la criatura
El Templo bíblico. La iglesia del Eremitorio
El Templo crístico. En oración con Jesús
El Templo marial. Pura capacidad de Dios
El Templo eclesial. Presencia en el mundo
El Templo interior. La inmanencia de Dios
Epílogo. La celda

"Huiré lejos, y moraré en el desierto" (Sal 54, 8).

"Tornará su desierto en vergel, y su soledad en paraíso de Yavé" (Is 51, 3).

"Vivir en el desierto no significa sólo vivir sin los hombres, SINO ADEMÁS, vivir con Dios y
para Dios" (Dr. Serge Boulgakoff).

"Cum quo enim Deus est, nunquam minus solus quam cum solus est. Tunc enim libere fruitur
gaudio suo, tunc ipse suus est ad fruendum DEO in se, et se in DEO..." = "El que con DIOS esté
nunca está menos solo que cuando está solo. Pues entonces goza sin trabas de su dicha; enton-
ces es dueño de sí mismo para gozar de DIOS en sí y de sí en DIOS" (Guillermo de St. Thierry).
Primera parte
El desierto

"La seduciré, la llevaré al desierto y le hablaré al corazón" (Os 2,16).

Gracia de predilección es la que Dios te da con traerte al desierto.


Gratuito es el llamamiento y tu perseverancia se la deberás únicamente a la condescendencia
divina. Ten siempre ante los ojos esa fineza del amor de Dios para con tu alma y la irás estiman-
do gradualmente. Pese a tus lecturas y a lo que llamas tu experiencia, no sabes, al entrar, lo que
la soledad del desierto te reserva.
Aquí, como en todas partes, no hay dos almas que sigan exactamente la misma pista; Dios no
se repite en sus creaciones.
Muy pocas veces (tal vez nunca) revela por adelantado sus designios.
Entra en el desierto, humilde y sosegado. Al Dios que te espera, la única cosa de valor que le
has de presentar es tu entera disponibilidad. Cuanto más ligero sea tu equipaje humano, cuanto
más pobre seas de lo que estima el mundo, mayor será tu oportunidad de éxito, ya que Dios
gozará de mayor libertad para manejarte. Te llama a vivir a solas con él solo: a nada más.
La acción directa sobre los hombres, aunque sea por la pluma, para nada entra en las perspec-
tivas intencionales del desierto. Luego has de consentir en perderte enteramente. Si abrigas el
secreto deseo de ser o hacerte "alguien", vas derecho al fracaso. El desierto es implacable: expele
infaliblemente a todo el que se busca a sí mismo.
Entra en él en santa desnudez...

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Capítulo 1
El desierto del éxodo. Ausencia del mundo

"Condujo a su pueblo por el desierto, porque es eterna su misericordia". (Sal 135, 16).

La entrada en el Desierto es siempre un momento solemne.


Abandonas el ambiente normal de las relaciones sociales por la incógnita de la soledad. Se
empieza por desgarramientos, rupturas, tal vez repudiaciones. No se lleva a cabo sin lágrimas esa
universal y definitiva repulsa de cuanto nos era más querido. Lo suyo les costó a los Hebreos
dejar Egipto, y lo lamentaron por mucho tiempo. Eso que salían en familia. A ti se te pide la fe y
el valor de Abrahán: "Salta de tu tierra, de tu parentela, de la casa de tu padre, para la tierra que
Yo te indicaré... Fuese Abrahán conforme le había dicho Yavé" (Gn 12,1-4).
No se lee que vacilara o le pesara. Échalo todo por la borda, y pronto.
Los miramientos, los aplazamientos sólo harán que sean más costosos unos sacrificios que un
día bien tendrás que aceptar, so pena de nunca ser eremita y no poder perseverar. El Dios que te
llama a esas renuncias será tu fortaleza. Hizo salir a los judíos de Egipto "in manu forti".
"Dios no desata, arranca; no doblega, rompe; más que separar rasga y devasta todo", así habla
Bossuet en el 2/ sermón de la Asunción.
Más tarde entenderás esta palabra de Dios: "Vosotros mismos habéis visto... cómo os he
llevado sobre alas de águila y os he traído a mí" (Ex 19,4).
No le tomes el peso a tu cruz; se te caería el alma a los pies. Fíate del que, por amor, te recibe
tal como eres, sin hacer caso de tu indignidad, y dice: "Voy a seducirte, te llevaré al desierto y te
hablaré al corazón... " (Os 2,16-18).
El desierto, al mismo tiempo, fascina y aterra. Es la tierra de la gran soledad, y el hombre, por
instinto, teme el cara a cara consigo mismo. El eremita es un separado efectivo. La esencia del
desierto es la ausencia del hombre; el desierto puro no tolera ni la vida. El mar de arena, al igual
que la cima helada de los montes, es la naturaleza virgen, tal como salió de las manos del Crea-
dor, sobre la cual parece posarse aún el Espíritu de Dios que se cernía sobre las aguas al comien-
zo del mundo (Gn 1,2). Las almas ricas sienten el hechizo de esa virginidad del paisaje. El de-
sierto es puro y purifica; donde no está el hombre, tampoco está el pecado ni el ruido de los
negocios terrenales.
La soledad te resultará buena, pero su austeridad te dará en rostro.
Dios mismo define el desierto: "Tierra de arenales y barrancos, tierra árida y tenebrosa, tierra
por donde no transita nadie y donde nadie fija su morada" (Jr 2,6).
Emparedado dentro de ti mismo, habrá horas en que sentirás la nostalgia de los intercambios
humanos, y el desierto te parecerá horriblemente vacío y absurdo. No has venido en plan de
turista, acampas en él como un nómada, sin esperanza de regreso. En esos "combates del desier-
to" de que habla San Benito, apenas si tendrás más apoyo valedero que el de Dios, aun cuando
aparente desentenderse. Alguien ha escrito: "El desierto no sostiene al débil, lo aplasta. El que
gusta del esfuerzo y la lucha, ése puede sobrevivir" (P. de Foucauld).

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Es la verdad, y da que pensar. Tendrás que aprender a resolver tú solo tus problemas, y sólo te
quedará una seguridad: la fe bien templada. Ojalá puedas ser, merced a una oración humilde, de
esos atletas "capaces, con la ayuda de Dios, de arrostrar con el solo vigor de tus manos y brazos
la lucha contra los vicios de la carne y del espíritu" (Regla de San Benito).
Te gustaba la soledad como descanso, para tomarte un respiro en medio de quehaceres aguan-
tados por el afán de vivir y aguijoneados por la necesidad de producir. En adelante, la soledad es
tu medio vital, y nadie espera ya el fruto de tu actividad. Único recurso que te queda: derramar,
sin utilidad aparente, sobre los pies de Jesús, el precioso perfume de tus capacidades humanas. Si
consientes en ello, tu recompensa será espléndida.
Defiende los accesos de tu desierto. ¿De qué te serviría la clausura si dejas a los hombres que
te la invadan con la prensa, la correspondencia, las visitas? No olvides que la ausencia del hom-
bre es su característica esencial. Para ti el desierto no es un marco, es un estado de alma. Ésa es
su dificultad radical. El centro de la soledad eres tú en quien la referida ausencia del hombre y de
sus vanidades crea una primera zona de silencio. En la estepa sólo se oye un ruido: el gemir del
viento. Un refrán árabe dice que es el desierto que llora porque querría ser pradera. Es tu caso,
tierra árida y sin agua, que suplica al Señor haga llover su rocío. Fuera del soplo del Espíritu
nada se ha de oír. No te dé por poblar ese silencio con recuerdos, imágenes del pasado, curiosi-
dades o distracciones mundanas, sucedáneos de la vida en sociedad. El desierto no admite com-
ponendas; con fuerza brutal obliga a escoger; es la pista inhóspita, el incesante ir adelante con el
equipaje más ligero posible, o la muerte. No brinda ni consiente nada que divierta. Lo perderías
todo; el diletante mataría al contemplativo. Pronto la tosca monotonía del eremitorio acabaría
por cansarte, y el atractivo del mundo, por ser tu tormento. Languidecerías, como un desarraiga-
do, de sed maligna. Dos veces desdichado, te verías privado del objeto de tus deseos y Dios te
dejaría de lado. Sin duda el desierto es el país de la sed. Lo mismo que a Agar (Gn 21), lo mismo
que a Elías camino del Horeb (I Re 19), te ocurrirá pensar que es mejor morirse. No vuelvas
atrás, Dios te sustentará.
Esa incomunicación no es cosa fácil; entrenándote con dura ascesis es como llegarás a levan-
tar ese antemural del silencio.
Persevera, trabaja por reducir todas tus facultades a la unidad, a la simplicidad del silencio.
No pasará mucho tiempo sin que Dios te visite. Se presentó a Elías en el Horeb al filo de un
silencio tal que se hubiese oído el susurro de la más leve brisa. Cuando el Señor quiere levantar
un alma hasta la contemplación le exige el silencio de todas las facultades y que sólo cuente con
Él. En cuanto a ti, no te ocupes ya de ti mismo. Cuando des oídos sordos a las quejas de la natu-
raleza, cuando niegues audiencia a toda inquietud, a todo deseo que no sea el del amor, cuando
seas indiferente sobre tu suerte terrestre, cuando ya casi no pienses de ti ni en bien ni en mal, y
no te importe un ardite el juicio de los hombres; cuando, en una palabra, estés habitualmente
olvidado de ti mismo, entonces habrás penetrado en el Sancta Sanctorum del silencio, el recinto
inviolable del alma donde Dios reside y te convida. De ti como de Moisés dirá: "Él vive perma-
nentemente en mi casa. Cara a cara hablo con él, y a las claras, no por figuras; y él contempla el
semblante de Yavé" (Nm 12,7-8).
Toda la espiritualidad del desierto se encierra en esta sentencia profunda de San Juan de la
Cruz: "Una palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y ésta habla siempre en eterno silencio, y en
silencio ha de ser oída del alma" (Puntos de amor, 21). ¿Te ocurre pensar que es en ti donde se
dice? Audición sublime, ahí está toda la vida eremítica.
Has de mostrarte insaciable por escuchar ese Verbo, y nadie si no es el Padre, ni libros, ni
teólogos, te la puede hacer oír: "Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo
trae" (Jn 6,44). Esa palabra eterna será tu alimento: la Escritura, la Eucaristía, la contemplación

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te la suministrarán. Gustarás ese Maná de Dios (Ex 16). El Espíritu Santo guiará tu alma hacia
ella con infinita más suavidad y delicadeza que la nube luminosa (Ex 40,36-38). Él te adoctrinará
como desde un Sinaí interior, en la ley de los perfectos.
Dios pactará contigo la alianza de los desposorios (Ex 19) y te dirá al corazón cómo le agrada
la liturgia del amor para la que te tenía reservado. Para aplacar tu sed hará brotar del seno mismo
de tu aridez el agua de su gracia, de sus dones, con que podrás beber de la fuente misma de la
vida Trinitaria (Nm 20,1-11). En ti se repetirán las antiguas "magnalia Dei", siempre que te
avengas a surcar con arrojo la estepa.
Porque hay que estar siempre en marcha. El eremitorio no es la Tierra de Promisión; no te es
lícito instalarte en él con el confort de unos hábitos acariciados o de una tranquilidad egoísta. El
Verbo es tu manjar. Mas también esa Pascua se ha de comer de pie, ceñidos los lomos y el bas-
tón en la mano. Eres peregrino sin domicilio, sin equipaje, sin seguridad del mañana. Para el
hombre que se aventura en el desierto no hay vivienda, hay una pista por la que se da prisa por
alcanzar "un paisaje del que no se vuelve". Ese paisaje es Dios mismo visto a cara descubierta, y
sólo la muerte nos lo muestra así.
El amor debe aguijonearte y quitarte todo posible entusiasmo por fabricarte un refugio cómo-
do. "Como anhela la cierva las corrientes aguas, así te anhela a ti mi alma, ¡oh Dios! Mi alma
está sedienta de Dios, del Dios vivo. ¿Cuándo vendré y veré la faz de Dios?" (Sal 41,2- 3).
Sólo Él sabe el momento y el camino. No tengas plan de vida, consérvate libre de todo cuanto
pueda impedir que Dios te mueva a su gusto. Sabores y sinsabores no entran en cuenta. Has de
estar disponible y maleable. El Pueblo Elegido sólo sabía una cosa: avanzaba hacia la Tierra
Prometida; desconocía las etapas. En aquel éxodo el Señor se reservaba todas las iniciativas. El
pueblo se detenía, reanudaba la marcha, se orientaba sin más señal que la nube a la que seguía a
ciegas (Ex 40,36-38). Se te pide un abandono así, que descansa en la fe en la Sabiduría, el Poder
y el Amor de tu Padre que está en los cielos.
"Lo sabe todo, lo puede todo y me ama". Graba esto en el corazón y en la palma de las manos.
Moisés canta la maternal solicitud de Dios.
A ella debe el eremita entregarse. De ti se trata: "Lo halló en tierra desierta, en región inculta,
entre aullidos de soledad. Lo rodeó y lo enseñó, lo guardó como a la niña de sus ojos. Como el
águila que incita a su nidada, revolotea sobre sus polluelos, así él extendió sus alas y los cogió y
los llevó sobre sus plumas. Sólo Yavé lo guiaba; no estaba con él ningún dios ajeno" (Dt 32,10-
12).
Te lo juegas casi todo si vacilas en lanzarte a ese abismo. Si quieres "hacer tu vida", puede
que Dios lo consienta, pero oye su amenaza terrible: "Esconderé (de él) mi rostro, veré cuál será
su fin" (ib. 20).
Lo demás se adivina sin dificultad: perecerás de hambre y de sed, en un género de vida que no
tolera la mediocridad, y serás un "seglar" bajo el sayal de un eremita.

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Capítulo 2
El desierto de Juan Bautista. Bajo el techo de Cristo

"Maestro... ¿dónde moras? Venid y ved". (Jn 1,38-39)

Tu pensamiento más familiar ha de ser la gratuidad y eternidad de tu vocación, con su cortejo


de gracias. "No sois vosotros los que me habéis elegido a mí, sino Yo el que os elegí a vosotros"
(Jn 15,16).
"Antes que te formara en las maternas entrañas te conocía" (Jr 1,5). "Yavé me llamó desde
antes de mi nacimiento, desde el seno de mi madre me llamó por mi nombre" (Is 49,1). Cf. Ga
1,15 —San Pablo.
Tan verdad lo es de ti como de Jeremías, Isaías, Juan Bautista, San Pablo. Tu convocatoria al
desierto es eterna como todo lo que te concierne, y trae su origen de una preferencia inexplicable
del amor de Dios para contigo. Por toda la eternidad cantarás el privilegio de tamaña misericor-
dia del Señor. Cualesquiera sean las circunstancias y los motivos personales conscientes que
determinaron tu resolución, es el Espíritu Santo el que te ha traído al desierto, como lo hizo con
Jesús (Mt 4,1). En realidad, fue el caso del Precursor. Dios te guardaba a la sombra de su mano
(Is 49,2), esa mano de padre que te ha modelado, que levanta en tu derredor un muro defensivo,
que te dispensa su gracia, te estrecha en la ternura de su abrazo. Esa mano te separa y te consa-
gra. Te separa de lo profano y te consagra al servicio exclusivo de su amor. Te preserva de la
cercanía indiscreta de las criaturas, te defiende contra ti mismo, tan propenso a tenderles los
brazos. Su contacto te vivifica, purifica y caldea. A él sólo debes todas tus riquezas naturales y
sobrenaturales. El desierto del eremita no es un calabozo enloquecedor donde se lo somete a
completa incomunicación. Sea tu fe bastante para vivir la realidad de que eres "el niño llevado a
la cadera y acariciado sobre las rodillas.
“Como consuela una madre a su hijo" Dios te consuela (Is 66,12-13).
Entonces "latirá de gozo tu corazón y tus huesos reverdecerán como la hierba" (ib. 14).
Como el Precursor, tú has sido querido para Cristo, no sólo en el sentido en que entiende San
Pablo que todos los elegidos han sido predestinados (Ef 1,4), antes bien para no tener aquí abajo
otra razón de ser que el amor y la glorificación de Jesús. Eres más que el amigo del Esposo. Tu
alma es realmente la Esposa y puedes tomar como propias las efusiones del epitalamio místico
del Cantar de los Cantares: "Yo soy para mi amado y mi amado es para mí" (6,3). San Juan no
vivió en la intimidad de Cristo. Más dichoso que él eres tú, que posees la Eucaristía y conoces
todas las maravillas de la gracia.
Puedes con todo derecho esperar recibir "el beso de la boca", prometido a quienes lo dejan
todo por seguirlo, y el desierto se tornará "en jardín con macizos de balsameras" donde el Amado
"se recrea entre azucenas" (Ct 6,2-3). En este sentido "el más pequeño en el reino de los cielos es
mayor que él" (Mt 11,11).
Ten buen cuidado de no quitarle al eremitorio su sello de austeridad.
Por aquello de que la contemplación es el ejercicio más excelente de la caridad, viene a veces
con fuerza la tentación de poner en sordina la rudeza de vida de que todos los anacoretas han
dado ejemplo.
Juan Bautista, puro como el que más, no le daba al cuerpo sino lo estrictamente necesario
para no morir. El mundo está necesitado de expiación y tú mismo no estás sin pecado, ni sin

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tendencias perversas. Si el Precursor hubiera asistido a la Pasión, habría ardido en deseos de
seguir al Esposo hasta el martirio. Fuele dada, sí, la gracia de derramar su sangre, pero sin el
resplandor de la cruz que a ti te ilumina. Dichoso tú si el eremitorio te cercena hasta el máximo
ese confort que tanto hambrea el sentido moderno. El ahorro de tiempo, la superioridad del ren-
dimiento, la liberación del espíritu, no son con frecuencia sino coartadas. El eremita no tiene en
absoluto por qué acompasar el ritmo de su vida a la carrera desbocada de un mundo cuya escala
de valores es la inversa de la suya. ¡Se nutre de eternidad! En la esfera de lo temporal no tiene
deseos, sólo tiene necesidades; aprenda a no forjárselos. La incomodidad en todo debe serte
familiar; el "puedo prescindir" ha de regular tus instalaciones y tus reclamaciones. Más vale que
la obediencia sea para ti freno que no estímulo. El desierto natural se subleva contra toda sensua-
lidad; por eso son tan pocos sus amadores. Pero los que se han dejado seducir saben por expe-
riencia que de un cuerpo tratado con dureza, el espíritu emerge en la pureza y en la luz. Sin ese
gusto por las austeridades ¿cómo serías sucesor de los mártires? Ojalá puedas merecer el elogio
del Bautista hecho por Jesús: "Juan era la antorcha que arde y luce" (Jn 5,35) (lucerna ardens et
lucens).
Según arde y se consume, el eremita ilumina como la lámpara del sagrario.
Se consume mediante la pureza que sofoca los apetitos carnales, se consume por la peniten-
cia, que lo lleva a renunciar a las fuentes de alegría de los hombres. Se consume sobre todo por
el amor que es un fuego. El ardor de esa llama, avivada por el Espíritu Santo ha gastado hasta el
cuerpo de los místicos y liberado el alma de la SS.
Virgen de sus lazos terrenales. Tu pasión ha de ser Jesucristo y el celo de su gloria en ti y en
los demás. Quizá obtengas el languidecer tras su venida y apropiarte el gemido de la Esposa en
el Apocalipsis: "¡Ven!" Entonces se te dirá: "El que tenga sed que venga; el que quiera, que tome
gratuitamente el agua de la vida" (Ap 22,17). El vacío, la aridez, la austeridad del desierto acti-
van el paso por la pista que conduce a la tierra del descanso. En un instante Juan olvidó las pena-
lidades de los años duros de su preparación, cuando vio ante sus ojos al "Cordero de Dios",
cuyos caminos él allanaba (Jn 1,23).
Entonces su único anhelo fue: "Es necesario que él crezca y que yo mengue" (Jn 3,30), no
sólo en renombre sino aun en su ser espiritual, al presentir el sublime ideal que formulará San
Pablo: "Y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí" (Ga 2,20). Así acaba por consumirse divini-
zándose la pequeña lámpara.
Para ti la venida del Mesías no es un futuro. Vives bajo el techo de Jesús, cada día te alimen-
tas de su carne, su vida te anima, su Espíritu te guía y estimula, con él estás muerto y resucitado.
¿Por qué tu caridad iba a quedar en un poco de rescoldo? La única explicación de la vida eremíti-
ca es ésta: un gran amor requiere la máxima soledad. Tal será tu programa. En el Cuerpo Místico
de Cristo te corresponde ser el corazón. Si eso no, ¿qué eres tú, que ni tienes obras, ni predicas,
ni administras siquiera los Sacramentos? Tu vida escondida habla al mundo, mas no será luz
para él sino, precisamente, en cuanto brote de un amor concentrado. El Precursor fue un testigo
sin igual de Jesucristo a quien tenía por misión señalar: "Ecce", "Helo aquí". También tú en la
Iglesia y de cara al mundo eres su testigo; pero lo que en ti habla no es lengua, es tu estado, tu
mismo ser. Vives superiormente la doctrina, el ejemplo de Jesucristo, y el ardor de tu fe en acto
obliga a pensar en la trascendencia de Aquel que la inspira: "Brille así vuestra luz delante de los
hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre celestial" (Mt 5,16).
Si, conforme al designio divino, tu vida reproduce la imagen perfecta del Hijo, por el hecho
mismo evoca el modelo (Rm 8,29). Haces realidad el dicho de San Pablo: "Llevamos siempre en
nuestros cuerpos los sufrimientos mortales de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se
manifieste en nosotros" (2 Co 4,10).

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Jesús es Dios, y, por tanto, eres el testigo de Dios que se refleja en ti como en un espejo (2 Co
3,18). Por tu renuncia a las criaturas proclamas su nada frente al ser de Dios. Por tu sacrificio de
los goces que ellas te procuran, pregonas la suficiencia de Dios, soberana felicidad. Por tu apli-
cación exclusiva a la oración, publicas su infinita Majestad y su Soberanía. Y tu testimonio es de
tanto mayor alcance cuanto tu vida está más oculta y silenciosa en la contemplación de esta
sobrecogedora trascendencia de Dios.
Su irradiación sobrepuja infinitamente el conocimiento que de ella alcanzan los hombres. Al
testimonio no le basta ser dado, tiene que ser acogido. No es cuestión de reportaje, es cuestión de
gracia. Sólo Dios abre los ojos a la luz. Por brillante que sea, el ciego no la percibe. El Verbo
venido a este mundo "era la luz de los hombres, y la luz ha brillado en las tinieblas y las tinieblas
no han podido alcanzarla" (Jn 1,15). Con oración y sacrificios merecerás a los demás la gracia de
ser dóciles al testimonio. Mucho predicó Jesús; atribuye el fruto de su apostolado a la oblación
muda del Calvario: "Cuando fuere levantado de la tierra, atraeré a todos a mí" (Jn 12,32).
Eres verdaderamente un precursor que abre camino. Pero te hace falta una fe que traslada
montes para creer en semejante eficiencia en un contexto vital tan modesto y descarnado.
Juan creyó en su misión; cree tú en la tuya. No se buscó a sí mismo; nada hizo por dejar su
soledad y deslizarse en el séquito privilegiado de Jesús. Amigo del Esposo como era, se regocijó
del júbilo del Esposo, contentándose él con el terrible aislamiento de las mazmorras de Maque-
ronte, de donde no salió más que para el cara a cara de la eternidad. El que Jesús no lo haya
llamado al Colegio Apostólico, a la fundación de la Iglesia, a la dicha de su intimidad, no arguye
menos amor. De ninguno de los Apóstoles hizo panegírico mayor que del que calificó "más que
profeta". "Os aseguro que no ha surgido entre los hijos de mujer uno mayor que Juan el Bautista"
(Mt 11,9-11). Tenía que ser el modelo alentador de las almas que renunciarían a todo, incluso a
la suavidad de los favores divinos, para que sea glorificado en ellas y por ellas el Dios mismo de
toda consolación. No es poco olvidarse hasta ese extremo y aguantar en el desierto esa suprema
austeridad del silencio de Dios, sin que se cuarteen ni la fe ni la esperanza.
El Precursor supo comprender la actitud misteriosa de Jesús respecto de él, y, en la robustez
serena de su fe "por Cristo" —tan distante— "abundaba su consolación" (cf. 2 Co 1,5). Su felici-
dad no fue otra que la aurora de la salud del mundo (cf. Lucas 2,29-32). Como no ha recibido
ministerio alguno en la nueva economía, se oculta en el silencio de la contemplación. De hecho,
el amigo del Esposo es también la Esposa, y desde la Visitación no ha salido de la cámara nup-
cial en que el Verbo la colma de claridades.
Sea la luz de tu oscuro sendero la máxima de San Juan de la Cruz: "El amor no consiste en
sentir grandes cosas, sino en tener grande desnudez y padecer por el Amado" (Puntos de amor,
n.36).

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Capítulo 3
El desierto de Jesús. Los combates del desierto

"El Espíritu lo empuja hacia el desierto. Estuvo en él... tentado por Satanás" (Mc 1)

Cuenta San Marcos que Jesús al momento de salir del agua, después del bautismo, vio los
cielos abiertos y al Espíritu Santo como una paloma descendiendo sobre él (1,10). Y cuando la
voz del Padre hubo sonado, "al punto —prosigue el evangelista— el Espíritu Santo lo empuja al
desierto" (v.12). Advierte la relación que parece establecer el texto entre la plenitud del Espíritu
posándose sobre Jesús y su apartamiento al desierto. Hay aquí un misterio que interesa al eremita
antes que a nadie.
La palabra que pronuncia el Padre es palabra de amor: "Tú eres mi Hijo, el amado, en ti me
complazco" (Mc 1,11). El Espíritu que se da es el Espíritu de Amor. La retirada al desierto es la
respuesta de Amor a esa palabra, a ese don del Amor. El Hijo de Dios ninguna necesidad tiene
de prepararse al Apostolado. Pero su Humanidad, colmada de manera singular en aquella hora,
suspira por hallarse a solas con su Padre. Tiene razón Guardini en pensar que el Espíritu "lo saca
fuera, a la soledad, lejos de los suyos, lejos de la multitud que estaba junto al Jordán, al desierto
donde sólo están su Padre y él" (El Señor I).
Quizá no has reconocido tan a las claras el impulso de la gracia conduciéndote al eremitorio.
Es a veces el concurso de unas circunstancias muy profanas, que más parecían atropellarte que
dejarse dirigir. Alguien que no eras tú, el Espíritu Santo, accionaba los mandos, y combinaba
todas las cosas para traerte aquí. Él fue quien te "arrojó fuera, a la soledad". Una sola es tu res-
puesta posible: un asentimiento de amor. Únicamente a ese precio se conquista la perseverancia
en el desierto. El Papa Pío XII lo declaraba: "Ni el miedo, ni el arrepentimiento, ni la prudencia
sola son los que pueblan las soledades de los Monasterios. Es el amor de Dios".
Poco te costaría fijar con parsimonia los límites de tus expiaciones; el espíritu moderno no
gusta de duelos interminables. El amor, en cambio, es insaciable y sus propios dones lo enarde-
cen. Estás en tu derecho si emancipas la mente y el corazón de las contingencias de la vida del
mundo, a fin de poder así aplicar todos tus resortes internos a las verdades eternas, a "la Verdad
soberana, Dios, que es luz" (Jn 1,5) y "amor" (4,8).
¡Ah! pero no creas con esto entrar en el descanso. No obstante toda su pureza y santidad,
Jesús se impuso una cuaresma sobrehumana, símbolo elocuente de la lucha que tendrás que reñir
para asentar en ti el predominio tranquilo de todas las virtudes. La emprende de cara con el de-
monio y lo derriba, para prevenirte de los combates que te esperan, y enseñarte los medios de
vencerlo. Los muros de tu alma los levantarás con la llana en una mano y la espada en la otra (Ne
4,12). Bastante más sudor y tiempo del que piensas lleva el pacificar esa alma. Entre la "sinceri-
dad" de tus esfuerzos y la "verdad" de tus renunciamientos se abre ancho foso; no tardarás en
experimentarlo.
Ingresas en el desierto no con la inocencia de Jesús, sino con la corrupción radical de tu natu-
raleza, agravada con las torceduras y lesiones que le han infligido tus hábitos y pecados. Los
lazos no los has roto rasgando pergaminos, sino sajando en materia viva, y los tocones pujantes
de tu afectividad no dejarán de echar brotes. A menudo sentirás la tentación de compadecerte de
ti mismo. Sé intransigentemente fiel a la obediencia y te salvarás.

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La Regla bajo la que militas será tu gran purificadora y pacificadora, aun cuando te parezca
un laminador implacable. Recetará una "dieta" absoluta a tu amor propio bajo todas sus formas,
y restablecerá por grados la jerarquía y la armonía de los valores naturales y sobrenaturales que
llevas en ti. Ese orden asegura la tranquilidad: es lo que San Agustín llama la paz. El eremitorio
te la promete, no sin prevenirte que se trata de una paz armada, y que un fallo en la vigilancia, en
la energía o en la oración puede replantear toda la cuestión. Nuestra paz es precaria porque lleva-
mos dentro, junto con los enemigos que la amenazan, las complicidades que comprometen nues-
tras defensas. Con todo, ya es mucho haber interpuesto espacio entre tus pasiones y sus objetos.
Ármate de valor: "nuestros actos nos cambian", escribe el Padre de Montcheuil. Una renuncia
que hoy te parece harto costosa, perderá su virulencia inicial si la aceptas con generosidad. Con-
forme vaya creciendo, la caridad te hará amable algún día lo que en este momento te repugna,
cuando la fe árida y trabajosa prevalece aún sobre un amor vencedor de todo egoísmo. El demo-
nio no es un mito, y si bien es excesivo verlo en todas las tentaciones, la tradición monástica
concuerda en atribuirle especial encarnizamiento contra los anacoretas. El desierto, por lo que
dice el Evangelio (Mt 12,43) era tenido por el lugar propio de su guarida, y el monje en aventura-
da ofensiva se proponía desalojarlo. San Mateo establece explícitamente una conexión entre el
retiro de Jesús en el desierto y la tentación: "Jesús fue conducido por el Espíritu al desierto 'para'
ser tentado por el diablo" (4,1).
Por el conocimiento de tus deslices habituales, por la experiencia del pasado y lo cuesta arriba
de ciertos sacrificios, podrás llegar a barruntar las luchas que te aguardan. En el desierto, las hay
clásicas, que en una forma u otra difícilmente podrás eludir: nacen de las propias excelencias del
yermo. Resulta a veces agotador el enfrentamiento con esos monstruos de dentro, invulnerables
en su inconsistencia.
La soledad te pone a cubierto de los intentos de perversión del mundo. El no ver, no oír, no
oler, no tocar... te afianza en una zona de seguridad relativa, pero un peligro te acecha: el reple-
garte sobre ti mismo, lo cual desarrolla en ti una sensibilidad excéntrica, cierta exacerbación
ficticia de las potencias afectivas e imaginativas que confiere a las cosas más nimias una reso-
nancia desmedida, y te pone en trance de caer en la obsesión. Pruebas interiores se levantan, que
serán niñerías, pero que turban la paz y hacen sufrir mucho. En la vida activa te encogerías de
hombros, y a otra cosa. En el desierto, esos fantasmas te acosan. Para purificar tu alma Dios
puede echar mano de tu susceptibilidad ante el padecer. Mas la astucia del demonio sabe sacar
partido de ella. Abre el corazón a un guía perspicaz y te salvarás de escollos que más de uno no
sabe esquivar: la excentricidad, la manía persecutoria, los escrúpulos, la melancolía con todos
sus sobresaltos. Los perpetuos descontentos, los hastiados son las víctimas imprudentes de la
reclusión. Los místicos son su mayor triunfo...
El ayuno que el desierto impone a tus facultades cuyo juego normal asegura ordinariamente la
expansión y la felicidad de los humanos, produce en ti el triunfo de la primacía de lo espiritual.
Sin embargo, los instintos son indestructibles y nunca lograrás que el corazón y la carne no se
conmuevan. El autor de tu estructura es Dios; no te toca ni lamentarla ni ponerte a trastornar tan
admirable ordenación. El dominio sobre los instintos es delicado.
Además, la memoria y la imaginación atizan la desazón de la privación, y el demonio tiene
poder directo sobre nuestras facultades sensibles. No es raro que los más puros sean presa de las
tentaciones menos confesables, o de los ímpetus afectivos más desesperados.
Hay que conformarse humildemente, orar, mantener paz y confianza.
Resistir a estos impulsos es un hermoso acto de fe, de esperanza, de amor; es asimismo la más
austera de las penitencias. Considera que es un crisol purificador por donde pasaron tantas almas
santas; las vidas de los Padres del desierto te tranquilizarán. El demonio perderá una baza, si en

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vez de perder tú los estribos, reflexionas con calma que eres hombre y no ángel, y que vas hacia
Dios caminando sobre tus dos pies y no volando con alas de serafín...
La contemplación, el acto más divino, el ejercicio más perfecto de la caridad, puede dar ori-
gen asimismo a las más sutiles tentaciones, al menos en su grado inicial, cuando tiene más de
adquirida que de infusa. El orgullo no tiene asidero en el místico auténtico: la actividad intensiva
del don de temor lo pulveriza. No es místico quien quiere. El que, en expresión de San Benito,
después de domeñar los vicios de la carne y el espíritu "con el solo vigor de brazos y manos",
alcanza a rozar al Invisible, a deleitarse legítimamente en las realidades supraterrenales por las
cuales lo ha dejado todo, a gustar lo bueno que es Yavé (Sal 33,9): ese tal puede tropezar en el
lazo de la vana complacencia y de la presunción. El demonio le susurrará que pertenece a la
"aristocracia" del mundo espiritual y lo persuadirá de que, rebasando el estadio del aprendizaje,
puede lanzarse desbocadamente, sin control, por la vía de las grandes singularidades penitencia-
les, o, al contrario, relajar su rigor y dejar lacias las riendas: "Si eres Hijo de Dios, tírate abajo"
(Mt 4,6). La respuesta del humilde es sencilla: No puedo tirarme abajo puesto que no estoy arri-
ba. Por supuesto, hay que estar bastante adelantado en la perfección para advertirlo. Única salida:
abrirse y obedecer.
Obedecer al propio guía, pero obedecer al Espíritu Santo, al Espíritu de Jesús que te ha con-
ducido al desierto. Si eres auténticamente hombre de oración, estás salvado. ¿Qué hizo Jesús
solitario, sin predicar, sin comer ni beber, quizá sin dormir? Contemplaba. Con toda su alma
estaba cara a Dios, sus potencias eximidas de toda otra actividad se expansionaban en la con-
templación. La luz beatífica inundaba su mente, su voluntad ardía en la caridad del cielo. Los
Dones del Espíritu Santo rendían en él todos sus frutos. Libre de toda ocupación terrestre, Jesús
pudo dilatar su oración hasta una plenitud que ya no superó.
La tuya será más modesta y más intermitente. Al menos en alas del deseo, trata de unirte a
Dios con la mayor frecuencia e intensidad posible. Suplícale sin descanso que se dé a ti. La
oración mística está en la línea de tu vocación de cristiano y de eremita. Pide esa gracia, pero
acepta con apacible humildad que te sea aplazada o negada.
Haz lo que está de tu parte por disponerte al don eventual de Dios.
Por toda la eternidad no harás sino contemplar. La vocación del monje es escatológica: su
intento es vivir anticipadamente a la manera de los bienaventurados. El desierto, cerrado del lado
de la tierra, sólo tiene vistas al cielo, y la pista por la que caminas desemboca en Dios. Sé gene-
roso; no serán ángeles los que te servirán, el Maestro en persona se ceñirá, te hará sentar a su
mesa y te obsequiará (Lc 12,37).

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Capítulo 4
El desierto de Magdalena. La compunción

"Le son perdonados sus muchos pecados puesto que amó mucho" (Lc 7,7).

Aceptemos la tradición que venera a María Magdalena en el desierto de la Sainte Beaume. El


monaquismo la honra como Patrona. Medita los versos que le dedica el Evangelio y síguela de
corazón en su retiro. Su ejemplo te infundirá grandes ánimos. No eres mejor que ella ni más que
ella mereces la misericordia del Señor. Eso que en sus extravíos la excusaba una ignorancia que
no puedes tú alegar. De común con ella tienes el ser una oveja perdida que el Salvador ha busca-
do y traído sobre sus hombros al redil (Lc 15,41).
Y en el desierto ¿qué hizo? Sin duda expió con dura penitencia. Sobre todo recordaba la luz
de la inolvidable mirada con que Jesús la envolviera. ¿No piensas alguna vez en esa mirada
extraordinaria de Cristo cuyo benéfico poder menciona a menudo el Evangelio? "La miró y la
amó".
En tu caso, como en el de Magdalena hay que invertir los términos: te ama y te mira. Él te
amó primero (I Jn 4,10). Tu deber en el desierto es vivir bajo esa mirada. Dios no aparta sus ojos
de ti.
Bueno es no echar en olvido que "ven sus ojos el mundo, y sus párpados escudriñan a los
hijos de los hombres" (Sal 10,4); que "los ojos de Yavé están en todas partes observando a los
buenos y a los malos" (Pr 15,3); que tus obras están escritas "en su libro" (Sal 138,16).
No creas que sea una mirada glacial y terrorífica; Dios sigue siendo Padre en su justicia. Hasta
cuando apenas si pensabas en él y sorbías el pecado como agua. Él posaba en ti una mirada de
misericordia: su gracia te penetraba para traerte a penitencia. ¿Por qué esa preferencia? "Amé a
Jacob más que a Esaú". ¿Por qué? San Pablo responde: "Tiene misericordia de quien quiere, y a
quien quiere endurece... ¡Oh hombre! ¿Quién eres tú para exigir cuentas a Dios?" (Rm 9,14.20).
Magdalena, incansablemente, rumiaba aquella misericordia incomprensible cuya fascinadora
ternura captara en la pupila de Jesús, en casa de Simón el Fariseo. Creyó ella haber tomado la
iniciativa de su arriesgada determinación; era la gracia de Cristo la que la atraía. De lejos la veía
en sus perplejidades, como divisaba a Natanael bajo la higuera, e invisiblemente sugería a su
alma los pasos a dar y le infundía la fuerza para darlos. Fue la voluntad de Jesús la que dobló las
rodillas de la pecadora y quebrantó su corazón.
Así hizo contigo. Magdalena pudo entonces levantar hacia él unos ojos que reflejaban un
alma purificada, transfigurada, abrasada. No podrá ya olvidar la mirada de Jesús que le decía:
"Tus pecados te son perdonados... Tu fe te ha salvado, vete en paz" (Lc 1,40); ni aquella otra
mirada iluminada con claridades de Bienaventuranzas, con que la abrazaba cuando sentada a sus
pies contemplaba en él al Verbo hecho carne (Lc 10,39); ni, en fin, la mirada de noble gratitud
con que le pagaba la unción de Betania. Los ojos de Jesús fueron la lámpara de su gruta proven-
zal.
El sentimiento punzante de sus miserias pasadas suscitaba siempre en ella un asombro reno-
vado ante las privanzas de que se juzgaba indigna y que sin embargo acogía sin reticencia, con
un corazón arrebatado, tan viva era su fe en el perdón divino.
Si quieres ser feliz en el desierto tienes que apropiarte esa misma fe.

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Los hombres no saben perdonar. Tal vez encuentres siempre Simones para echarte en cara tus
faltas, como si, no pocas veces, su virtud fuese otra cosa que pura fortuna. El hombre pecador se
acuerda, Dios ofendido olvida.
"Aunque vuestros pecados fuesen como la grana quedarían blancos como la nieve. Aunque
fuesen rojos como la púrpura vendrían a ser como la lana blanca" (Is 1,18). Ha echado "tras de
sí" todos nuestros pecados, y no recobrarán vida en su memoria (Is 38,17). Aplícate estas confe-
siones divinas: "¿No es Efraín mi hijo predilecto, mi niño mimado? Porque cuantas veces trato
de amenazarlo, me enternece su memoria, se conmueven mis entrañas" (Jr 31,20).
La compunción deja de ser auténtica sin esa confiada y tranquilizadora certeza. Desconfiar del
perdón es injuriar al corazón paternal de Dios. Si el eremita llora al recordar sus extravíos, que
sean lágrimas de gozo. Dios es más admirable cuando restaura que cuando crea. En la vida espi-
ritual nada será definitivo, pero tampoco hay nada irreparable. El P. de Foucauld escribía a L.
Massignon: "No, las faltas pasadas no me espantan... Los hombres no perdonan porque no pue-
den devolver la inocencia perdida; Dios perdona porque borra hasta las manchas y devuelve en
plenitud la hermosura primera".
Sólo el demonio puede insuflar el desaliento. ¿Por qué razón sus patrañas iban a tener más
peso que la palabra de Dios? "Yo te he formado, tú estás para servirme... Yo he disipado como
nube tus pecados, como niebla tus iniquidades. Vuelve a mí, que Yo te he rescatado" (Is 44,21).
"Por mí, lo juro, sale de mi boca la verdad, y es irrevocable mi palabra" (Is 45,23). Aun así, ¿te
interesa expiar? Hazlo más con el fuego del amor que con la fiereza de las maceraciones. ¿Crees
que Magdalena fue perdonada a poca costa? Sólo una cosa le pedirá el amor: subir al Calvario,
estarse al pie de la Cruz y contemplar el horrible suplicio del objeto más sublime de su amor. No
se le dejará ni decir una palabra, ni esbozar un ademán por calmar sus dolores o infundirle áni-
mo. Para la pecadora, ésa viene a ser la satisfacción más singular y terrible. Averigua ahora algo
que ignoraba todavía: la atrocidad y malicia de la ofensa hecha a la Majestad del Dios trascen-
dente. En la perspectiva del Cristo sonriente de Betania, su pecado tenía proporciones humanas.
En el Calvario, de golpe, mide la inmensidad de su falta al manifestarse en todo su rigor la justi-
cia del Padre, que no perdona ni a su Hijo único (Rm 8,32). No puede menos de ver con sus
propios ojos lo que es la reparación de valor infinito de una ofensa, la suya, de malicia infinita.
Antes que San Pablo ella se dice: "Me ha amado y se ha entregado por mí" (Ga 2,20). Intenta
adivinar la sacudida, el enajenamiento, el quebranto de aquel corazón enamorado. Conserva en
su memoria visual las últimas miradas de Jesús, tan preñadas de tristeza, de angustia, de pavor,
con ciertos destellos extraños como de desesperación: "Padre, ¿por qué me has desamparado?''
(Mt 27,46).
Nada le será ahorrado a Magdalena: las blasfemias, los gritos de odio, las burlas, el ruido de
los martillos, los gemidos del condenado, le despedazan los nervios y el corazón. Desde el centro
mismo de la escena puede contemplar el tormento de cada músculo del Salvador cuyo cuerpo es
todo una llaga, y le es dado reconocer la horrenda eficacia de sus caídas. Ahora es cuando descu-
bre lo que son realmente para Dios el orgullo, la lujuria, los amores ilícitos, el egoísmo. Aquí el
pecado es despojado de las circunstancias concretas que le dan su hechicero encanto. Cuando
Jesús pronunció el "tengo sed", no se le consintió a Magdalena —como tampoco a la Virgen—
que le ofrecieran el menor alivio.
¡Horas dramáticas! ¡Crisol justiciero para aquella amante de Jesús! Fue el castigo de sus
pecados, la más atroz satisfacción. Tenía aquel corazón que ser estrujado en el lagar del Gólgota
hasta la última gota de sus deleites pecaminosos.
Su único consuelo fue aquella postrera mirada de Jesús, vuelto hacia su Madre para decirle:
"Mujer, he ahí a tu hijo" (Jn 19,26). Pero ¡qué mirada en el fondo de esos ojos velados por lágri-

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mas, sudor y sangre! Ya la muerte proyectaba en ellos su sombra. Magdalena se preguntaba
cómo podían ser aquéllos los ojos de Betania...
Así fue la compasión de Santa María Magdalena, el acto final del perdón divino, satisfacción
más cumplida en un instante, que toda una vida de ayunos, vigilias, flagelaciones. Lo probable es
que en su desierto de Provenza no pasó un solo día sin revivir las horas cumbres de la Humani-
dad, que fueron su propio Calvario.
Deja que tu amor de eremita medite la Pasión de Jesús desde el ángulo que te concierne a ti,
como lo hicieron Magdalena, Pablo y tantos otros santos. Pascal se queda corto cuando le hace
decir a Jesús: "Por ti derramé tal gota de mi sangre". Es toda la sangre la que ha sido vertida por
cada uno de nosotros. Tal vez encuentres sabor especial en salmodiar cada una de las Horas
Canónicas, unido a Cristo en este o aquel momento de su martirio, en pasar todos los días un rato
en el Calvario, aunque sólo sea mediante la evolución explícita del sacrificio cruento del Reden-
tor al asistir a Misa.
Lamentas ser de pedernal cuando recuerdas tus faltas. Es probable que la metafísica del arre-
pentimiento te afecte medianamente. Si llegas a enamorarte apasionadamente de Jesús ninguno
de sus tormentos te dejará indiferente, insensible, y la convicción de la parte que en ellos te
corresponde, te hundirá en el corazón el dardo del pesar y de la detestación. No sutilices en el
análisis de tus sentimientos. La contrición genuina no puede abolir cierta complacencia animal
de la naturaleza, cierto encanto refinado al recordar el placer gustado. Duélete de la ofensa inferi-
da a Dios, si no consigues detestar sensiblemente la voluptuosidad que te embargó.
Más claro que tú ve el Señor en los oscuros repliegues de tu alma; deja en sus manos el juicio.
¡Dichoso Pedro cuyas lágrimas cavaron barrancos en las mejillas! Es cuestión de gracia. Se
requiere tiempo para bajar tan hondo en la propia miseria; no se conoce la malicia del pecado
sino expiándolo.
Empieza por amar; el amor engendra la compasión y de la compasión nace la penitencia.
El corazón del eremita debe estallar o ablandarse en la cercanía de Dios, so pena de no abrirse
a las llamadas del Amado que desea tenerlo como comensal: "He aquí que estoy a la puerta y
llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él, y él conmigo"
(Ap 3,20).
Hay que estar limpio. Ejercítate en esa delicadeza de conciencia que no es escrúpulo sino
sentido del pecado. Es fruto del espíritu de adoración y del don de temor. Si en alguna parte se ha
encomendado la confesión diaria es en el Yermo.
La compunción se ha de iluminar siempre con las claridades de la gloria; de lo contrario, se
hunde en la desesperación. Mejor que nadie lo sabía Magdalena, que vio la primera al Señor en
la mañana de Pascua. Sin echar en olvido un punto de las angustias del Gólgota, tampoco dejó en
su desierto de oír el acento personalísimo de la voz de Jesús llamándola por su nombre familiar:
"¡Myriam!". En ese momento volvió a descubrir la mirada de Betania irradiando una majestad
glorificada que a su vez le aseguraba a ella la dicha futura.
Desde ese día, Magdalena vivió la vida de resucitada, tal como la iba a definir San Pablo. A
ejemplo suyo, los anacoretas han fijado su sala de espera más allá de este mundo, y se ingenian
por vivir como si hubiesen traspuesto ya el umbral de la eternidad.
"Para nosotros —escribe el Apóstol— nuestra patria está en los cielos, de donde esperamos
ardientemente al Salvador, al Señor Jesucristo.
Él transformará nuestro miserable cuerpo haciéndolo conforme a su cuerpo de gloria, en vir-
tud de la fuerza eficaz que posee para someter a sí todas las cosas" (Flp 3,20-21).
La conciencia del pecado debe hacer rebotar el alma hacia esas alturas. La historia de nuestra
desgracia personal no termina con la confesión, por humilde que sea. Se continúa en su reden-

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ción y culmina en la gloria. En el texto de la Epístola a los de Filipo San Pablo, una vez más, nos
invita a la santidad, a partir del hecho de la Resurrección corporal de Cristo que confirma nuestra
resurrección espiritual. Bien muerta al pecado estaba Magdalena y su corazón volaba en pos de
su tesoro: Jesucristo en su triunfo.
El eremita ve que su destino de gracia ilumina su soledad, pero con la condición de mantener
hasta el último aliento la voluntad de no pedir a la tierra nada, de entender a la letra la consigna
del Apóstol: "Si, pues, resucitasteis con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo
sentado a la diestra de Dios; pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Porque estáis
muertos y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando se manifieste Cristo, que es
vuestra vida, entonces también vosotros apareceréis con él llenos de gloria" (Col. 3,1-4). Colma-
do como has sido por Dios, esmérate por ser la alegría de su corazón. Sé, en el desierto del mun-
do, un fruto suculento de su gracia. "Como uvas en el desierto hallé Yo a Israel" (Os 9,10).

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Capítulo 5
El desierto de san Pablo. El descubrimiento de Cristo

"Pues para mí el vivir es Cristo..." (Flp 1,21).

Se habla poco de la marcha de San Pablo al desierto a raíz de su conversión. Él mismo nos la
da a conocer incidentalmente: "Cuando plugo al que me eligió desde el seno de mi madre y me
llamó por su gracia, revelar en mí a su Hijo para que lo anunciase a los gentiles, al momento no
consulté más con carne y sangre, ni subí a Jerusalén a los que eran Apóstoles antes que yo, sino
que marché a Arabia" (Ga 1,15-17).
Bajo la expresión "sin consultar carne y sangre" se deja adivinar lo fiero de la decisión: el
soltar las amarras, el afrontar lo desconocido.
Pablo no discute, obra; igual que en el camino de Damasco. En las manos de Dios, el recién
convertido es el hombre del servicio hasta la esclavitud, y la perspectiva de un sacrificio, así sea
el de la vida, jamás lo ha retenido o retardado en la obediencia. A él, como a Jesús, es el Espíritu
Santo el que lo arroja fuera, y lo empuja a la soledad.
¿Acaso tu rompimiento es mayor que el del Apóstol? No se te pide que reniegues de tu pasa-
do religioso, de tu pueblo, de tus amistades, para afiliarte a una secta de la que eras el persegui-
dor, si bien por motivos nobles. Sin embargo, todos tenemos nuestro "Isaac" muy querido que
inmolar... No remolonees. Vienes al Yermo tan rico espiritualmente como Pablo. Él iba honda-
mente afectado. La costumbre lima las aristas de la vida cristiana. ¿Por qué Jesucristo, el amigo
de tu alma desde la infancia, te es tan indiferente? Suplica a Dios te lleve a un camino de Damas-
co donde el encuentro con Jesús te derribe y te haga para siempre su prisionero, prisionero de
corazón, y, por lo mismo, prisionero del desierto.
No está en tu poder el recibir un choque tan llamativo. Una sola palabra ha encadenado al
Apóstol irrevocablemente: "Yo soy Jesús a quien tú persigues". Pablo huye al desierto con esa
revelación.
Necesita estar solo para escudriñarla, exprimir de ella toda la luz y todo el amor. Se propone
hacer rendir todo su contenido vital a ese primer toque. "Por la gracia de Dios soy lo que soy, y
la gracia no ha sido estéril en mí" (1 Co 15,10). Con la fogosidad de su juventud, la violencia del
temperamento y el fuego de la caridad que lo abrasa, Pablo debió ser un terrible anacoreta. Talla
tenía para haberlo sido toda su vida, mas su vocación era otra. Las austeridades del apostolado
sobrepasarán con creces las maceraciones del desierto (2 Co 11). Por severo que sea tu tenor de
vida jamás sufrirás por Cristo la larga pasión del Apóstol (Cf. II Co 6).
En su misterioso desierto ¿en qué puede San Pablo ser modelo tuyo? En esto: que se retiró a
él con Jesús. Jesús luz, Jesús caridad. Ésa ha de ser toda tu contemplación, toda tu ocupación.
Destinado como lo tiene para vastas empresas, Dios activa la revelación con su Apóstol.
Tú, en cambio, tienes toda una vida para estudiar las dimensiones inconmensurables de la
persona, de la misión y enseñanzas del Verbo Encarnado. Con la Biblia —libro por excelencia
del eremita— en las manos, estás en posesión de cuanto Dios tiene dicho a los hombres desde el
principio del mundo. Los escritores sagrados: Profetas, Apóstoles, Evangelistas, el mismo San
Pablo, ponen a disposición tuya la luz que los ha inspirado, y que sigue alumbrando a la Iglesia.
El Verbo de Dios se ha hecho "Escritura" antes de hacerse "Carne" y "Pan". Ahí tienes tu Maná
en sus tres formas. ¿Y morirías de hambre? El centro, la cúspide de toda esa revelación es Jesu-

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cristo. Pablo se retira a la soledad para meditar y saborear el extraordinario designio de Dios
respecto de nosotros, "el misterio escondido desde siglos y generaciones", y que acaba de serle
manifestado: "Cristo entre vosotros" (los gentiles) (Col 1,26-27). Durante esos dos o tres años de
anacoretismo se despliega ante la mirada atónita de su alma la prodigiosa historia del amor de
Dios para con su criatura, historia que para él se cifra toda en el Cristo que lo ha deslumbrado
(Ga 1,17).
Ese mismo ha de ser el tema de tus habituales reflexiones: el designio eterno de Dios, que se
realiza en ti en el tiempo de tu existencia. El eremita no abriga otra ambición que la de cooperar
en él con entera buena voluntad.
Dichoso tú si la luz brota del corazón. Jesús quiso mostrarse primero a Saulo en el esplendor
de su carne glorificada, en la que no faltaría el detalle conmovedor de las cicatrices de la Pasión,
para hacerle comprender más a lo vivo aquellas sencillas palabras: "¿Por qué me persigues?"
(Act 9,4). Desde ese día Pablo ama a Jesús con una pasión casi salvaje: "El amor de Cristo nos
apremia" (2 Co 5,14). "Si alguno no ama al Señor, sea anatema" (1 Co 16,22).
"¿Quién nos separará del amor de Cristo?" (Rm 8,35).
Lee y relee el Evangelio a fin de que la persona de Cristo cobre vida y relieve a tus ojos. Es
preciso que su Humanidad se te haga familiar y que su encanto te conmueva y cautive como
cautivó a cuantos tuvieron la dicha de conocerlo. Los misterios de su vida terrestre son la versión
en lengua inteligible para nosotros de las divinas perfecciones que nos incumbe imitar. Sin él nos
traería de cabeza esta consigna: "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt
5,48).
En el desierto comprendió Pablo que esa perfección se nos da a conocer en Jesucristo, la fiel
"imagen de Dios invisible" (Col 1,15).
Después, descubre en la enigmática expresión del camino de Damasco, la deslumbradora
maravilla de nuestra unión con Cristo, prefacio, a su vez, de la revelación subsiguiente del plan
de Dios sobre el hombre; no hallamos gracia ante Dios sino en su Hijo Único, y en la medida
exacta en que le pertenecemos y semejamos: "Nos ha escogido en él desde antes de la creación
del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia por el amor, predestinándonos a ser
hijos suyos por medio de Jesucristo" (Ef 1,45).
Más adelante precisa los lazos íntimos que nos ligan al Verbo Encarnado, Cabeza del Cuerpo
Místico, cuyos miembros hemos venido a ser él, Pablo, y nosotros por el Bautismo (1 Co
12,1327), vivificados por su Espíritu, viviendo de su vida hasta poder y deber en cierto sentido
identificarnos con él: "Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí" (Ga 2,20).
Ahora le parece haber saltado a otro mundo, el mundo venidero; cree que, muerto al pecado,
resucitado con Cristo, tiene que vivir la vida escatológica que llenará de entusiasmo a los prime-
ros cristianos y a generaciones de ascetas: "Para nosotros nuestra patria está en los cielos" (Flp
3,20); "Sois conciudadanos de los santos" (Ef 2,19).
"Si, pues, resucitasteis con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo... Porque
estáis muertos y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios" (Col 3,1-3).
Única aspiración de Pablo, configurarse con Cristo. El Espíritu Santo enfoca su atención
especial sobre el misterio de la Cruz que le ha merecido a él como a nosotros esa vocación.
Su programa es el mismísimo del eremita: "Si ahora vivo en carne, vivo por la fe en Dios y en
Cristo que me amó y se entregó por mí" (Ga 2,20).
Nadie ha penetrado más a fondo el sentido de la Cruz. A la luz del misterio, el ex fariseo, tan
versado en la ciencias de las Escrituras, se percata de que ignoraba la clave de las mismas, y
ahora les descubre un sentido nuevo, el único auténtico. Vuelve a leer la Biblia, es una inunda-
ción de claridad. Descifra el Pentateuco a la luz del Sacerdocio de Cristo, y, al reflexionar sobre

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sí mismo y recordar sus pecados y su incorporación a Cristo arde en deseos de "llevar en su
cuerpo las marcas de Jesús" (Ga 6,17), de "castigar su cuerpo y esclavizarlo" (1 Co 9,27), "estar
crucificado con Cristo" (Ga 2,19) y "no gloriarse sino en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo"
(Ga 6,14). Desasido hasta en su fibras más hondas de todo cuanto no es divino y que él mira
como cosa despreciable (ut stercora) (Flp 3,8); verdugo de su carne, lucha, pero "no como quien
azota el aire" (1 Co 9,26); escrutador celosísimo de las Escrituras (Flp 3,5); levantado a la cima
de la contemplación (2 Co 12,2); místico enamorado que suspira por ir a unirse con Cristo (Flp
1,23); ése era San Pablo, la figura gigante del anacoretismo.
Posiblemente el desierto lo hubiera retenido si Dios no lo hubiese explícitamente llamado al
apostolado, dándole, por revelación, "el conocimiento del misterio de la salud en Cristo" (Ef
3,3), y encomendándole la misión de anunciarlo (ib 8-9). El Espíritu a su vez le infunde un au-
mento de caridad para con las almas que deben integrarse en el Cuerpo Místico de Cristo. Y deja
la soledad espoleado por la ambición cósmica de "recapitular en Cristo todas las cosas" (Ef
1,10), acuñada en la divisa: "Es preciso que él reine" (1 Co 15,25).
Llamado al yermo para vida y para muerte, no tienes que recorrer el mundo, ni siquiera con la
imaginación, para anunciar el Evangelio.
Haz lo que hizo Pablo en el desierto. Es para ti más que un modelo, es tu guía, tu padre espiri-
tual. Lee una y otra vez sus Epístolas. Te ayudarán a hacer el inventario de la "soberana riqueza
de la gracia de Dios, por su bondad hacia nosotros en Cristo Jesús" (Ef 2,7), ya que a él, Pablo, le
ha sido encomendado "poner en claro la dispensación de la insondable riqueza de Cristo" (Ef
3,8-9).
Lo que escasea en ti, sin duda, es el ardor en la caridad de Cristo.
Reconoce la endeblez de tu generosidad. Y, sin embargo, la única posibilidad que tienes de
perseverar en un desierto que no te brinda ningún interés humano y se arma hasta los dientes con
inclemencias agotadoras, es adherirte a Jesucristo. El Apóstol te dice: "en todas esas cosas triun-
famos por el que nos amó" (Rm 8,37). No se ama al desierto por sí mismo; pronto se encarga de
desmoralizar con su "cotidianidad". Su gran valor espiritual consiste en desanudar las ligaduras
que enredan nuestro corazón, e impulsar nuestros deseos más allá que él y más arriba: hacia
Dios. Con lazos nuevos nos vincula a Cristo, único compañero de nuestro viaje.
El eremitorio no es morada estable. Vivimos en él bajo la tienda de campaña del mundo para
realizar en el mínimo de tiempo y el máximo de eficacia la mutación de fondo: despojarnos del
hombre viejo y revestirnos del hombre nuevo (Ef 4,22-24), esto es, Jesús (Rm 13,14).
Si al entrar en soledad traes otras esperanzas, te equivocas de camino y no tardarás en com-
probarlo. Saulo se ofreció al Señor cual página en blanco, cual instrumento nuevo. Su vida no ha
tomado el curso que él previera, mas en nada le pesó, ni de lejos.
A ejemplo suyo y por idéntico motivo, nada te tiene que amedrentar.
"Sé a quién me confié y estoy seguro de su poder para guardar mi depósito hasta aquel día, el
de la muerte" (2 Tm 1,12).
Nada importa que seas débil. Gloriarse de ser fuerte en los combates del Señor, lo puede sólo
quien se apoya en Jesucristo con todo su peso. "En Él, sí, lo puedo todo" (Flp 413).
Ojalá puedas en la hora postrera pronunciar como tuyo y con total sinceridad y verdad el
juicio de San Pablo sobre su vida: "He combatido el buen combate. He terminado la carrera. He
guardado la fe. Y ahora, he aquí que me está reservada la corona de justicia que me dará el Señor
aquel día, el Justo Juez, y no sólo a mí, sino también a todos los que hayan esperado con amor su
parusía" (2 Tm 4,7).

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Capítulo 6
El desierto de la noche. El crisol del desierto

"Las tinieblas no son densas para ti, y la noche lucirá como el día" (Sal 138,12).

Para el eremita la noche es el momento de la máxima cercanía de Dios. La noche da realce al


desierto desmaterializando las cosas.
Colores y contornos se desdibujan y todo se disuelve en una capa uniforme de sombra azulada
en que se pierde la mirada. El ritmo del tiempo parece estar en suspenso; la inmovilidad ha rele-
vado a la sucesión y trae el presentimiento de que la eternidad está a la puerta. Duerme la tierra;
es el silencio "mayor". El firmamento atrae la vista del que vela hacia "los astros que brillan en
sus atalayas... Lucen alegres en honor de quien los hizo" (Ba 3,34-35).
En el umbral de su celda, pronto a responder a la campana de Maitines, el solitario escucha al
Salmista: "Los cielos pregonan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos"
(Sal 18,1).
Es como si Dios lo estrechara por doquier, cual si descansara en su regazo. Podría decir lo que
el piloto americano: "Saqué la mano fuera y toqué el rostro de Dios". La noche te será más queri-
da que el día, como más de Dios, ya que en ella no puedes hacer otra cosa que orar, y tus senti-
dos, liberados de la obsesión del detalle, dejan tu alma más disponible para la unión con Dios. Es
la hora que prefería Jesús para sus coloquios con su Padre (Lc 6,12), y la que han preferido los
grandes espirituales: "Me levanto a media noche para darte gracias por tus justos juicios" (Sal
118,62).
"De noche me acuerdo de tu nombre, ¡oh Yavé! (ib 55).
"Deséate mi alma por la noche, y mi espíritu te busca dentro de mí" (Is 26,9).
Dios se complace en colmar los corazones atentos; la oscuridad protege contra testigos indis-
cretos. El Esposo llega de improviso en plenas tinieblas (Mt 25,6): "Ábreme, hermana mía, ami-
ga mía" (Ct 5,2).
Si tienes el corazón limpio y el espíritu vigilante, para ti la noche brillará como el día, como
el relicario precioso de los grandes memoriales de las "Gesta Dei" en la Humanidad. Exenta de
formas creadas, se llena de reminiscencias que le confieren una solemnidad impresionante: la
creación de la luz el primer día, y la de los luminares que seguimos admirando tales como salie-
ron de las manos del Creador: la luna, las estrellas. Amparado en la noche, Dios habla con
Abrahán para prometerle una posteridad de la que nacerá el Salvador, y esa palabra alcanza en
nosotros sus frutos. De noche se encarnaría el Verbo en María mientras oraba. "Un profundo
silencio lo envolvía todo, y en el preciso momento de la media noche, tu palabra omnipotente, de
los cielos, de tu trono real... se lanzó en medio de la tierra" (Sb 18,14-l5). De noche nacerá. La
liberación de los Hebreos de la opresión de Egipto, tipo de nuestra liberación espiritual, fue de
noche, y Dios quiso que se conmemorara por siempre (Ex 12,42). La Iglesia lo hace en la Vigilia
Pascual. Jesús sufrió su agonía y fue detenido en la noche del Jueves al Viernes Santo, y, si
murió a media tarde, una noche milagrosa envolvió el Calvario durante las tres horas del drama,

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para que nada viniera a distraer nuestra atención del sacrificio que nos salva. Y no olvides la más
augusta de todas las noches, la que vio a Cristo saliendo vivo y glorioso del sepulcro.
Al eremita le es dado escuchar cada noche esas voces del silencio y recibir la gracia siempre
operante de tales misterios. En sus grandes líneas, la Sagrada Escritura le describe el caminar del
amor de Dios hacia el anacoreta envuelto en la sombra amiga. El P. de Foucauld, en el Sahara,
bendecía sus insomnios porque le permitían esas contemplaciones: "Las dos de la madrugada.
¡Qué bueno sois, Dios mío, por haberme despertado! Más de seis horas aún para no hacer otra
cosa que contemplaros, estarme a vuestros pies y no deciros sino esto: ¡os amo!" Evoca estos
ejemplos al dirigir tus pasos a la iglesia del eremitorio cruzando las tinieblas, hacia Aquel que es
el centro de toda la Historia y que te aguarda en el Sagrario. Nunca te pese dejar tu celda para ir
a la iglesia. El eremita de Tamanrasset tiene razón: "Estar solo en la celda y entretenerme con
Vos en el silencio de la noche, es dulce, Señor mío, y estáis en ella como Dios, así como con
vuestra gracia. Y con todo, quedarme en la celda pudiendo estar delante del Santísimo Sacra-
mento, es obrar como si María cuando estabais en Betania, os dejase solo... para ir a pensar en
Vos, a solas en su habitación".
La obediencia escoge por ti, alégrate de su elección. Sumido en las tinieblas está el mundo y
sólo hay una antorcha: Jesucristo. "Yo soy la luz del mundo" (Jn 8,12). Es también la tuya: "El
Verbo es la luz verdadera que alumbra a todo hombre" (Jn 1,11). Pocos son los adoradores noc-
turnos. Era la hora preferida de Jesús, la tuya. Él "subía al monte a solas para orar" (Mt 14,23).
Hoy ya no tiene que estar solo. Mas la noche tiene también sus terrores; puede resultar un crisol.
El desierto aprisiona al explorador. El eremita lo lleva dentro. Así igualmente la noche: está en
ti, a manera de fermento para remover toda la masa de tu alma. No conoces a Jesucristo sino por
la fe. Pero la fe es para tu espíritu tinieblas no menos que luz. Esto te la hará más dolorosa en el
eremitorio, donde no podrás vivir sino de fe desnuda, sin cosa que te distraiga de las pruebas que
te impone, ni te ayude a pasar el tiempo de los silencios de Dios.
Tu vida se desliza, la mayor parte del tiempo bañada en esa "oscura claridad que cae de las
estrellas", siendo así que estás hecho para la plena luz del día. Nada te importaría desdeñar la
tierra y sus alegrías si Dios dejara traslucir su gloria, o pulsara deleitosamente las fibras de tu
alma. Aun suponiendo que se te conceda algún contento sabroso, sólo será de paso. Dios quiere
ser creído bajo palabra, sin fianza ni contraprueba, y tu postura ante el mundo es la de testigo de
la fe. La tuya debe estar pura de toda aleación, sin más punto de apoyo que la afirmación de Dios
mismo. No tendrás aquí el aliciente de las grandes manifestaciones de la piedad, ni el sostén de
la predicación dada o recibida, ni el estímulo de la dirección de almas. El bien que hagas lo
ignorarás totalmente. Las gracias de Dios, aun las más selectas, vendrán tal vez despojadas de
todo carácter experimental, y te verás reducido a "querer creer", a caminar a tientas, entre gemi-
dos, sin comprender más nada. "Cuando canto la dicha del cielo, la eterna posesión de Dios
—escribe Santa Teresita del Niño Jesús— no siento la menor alegría; pues canto sencillamente
lo que quiero creer".
Has de portarte "como si" la luz guiara tus pasos, profundizar tu fe, no compulsando libros
sino sometiéndote con humildad a esa sustracción de luces y poniendo hasta los últimos detalles
de tu vida toda bajo el imperio de la fe.
Nadie podrá echarte una mano vigorosa si no es Dios; Dios se esconde. No lo habrás percibi-
do, pero nunca habrá sido tan estrecha tu adhesión a la soberana Verdad, ni tan valiosa tu obla-
ción. Ni habrá estado Dios nunca más cercano: "Yavé ha dicho que habitaría en la nube oscura"
(1 R 8,12).
Esa "noche oscura" tan martirizadora será cabalmente tu iluminación; conocerás a Dios con
su propio conocimiento, sabrás de Él, no lo que la criatura llega a balbucir, sino lo que Él mismo

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sabe de sí y lo que le place revelar. De todas formas, si Dios te arroja a ese crisol terrible, pade-
cerás la cosa más tremenda que cabe para un eremita, que cree desplomarse bajo las ruinas de su
ensueño.
Como Job, tendrás prisa porque despunte el día (17,12). En poco tiempo habrás hecho más
actos heroicos de fe que otros en una larga vida.
Eso en el caso de que abrigues la esperanza de ese alborear próximo, pues la esperanza se
enraíza en la fe. Vivirás sin sentirla. También de ella eres testigo, y de ningún sitio la debes sacar
más que de la promesa divina, no, en absoluto, de la seguridad de tus méritos o de una vida
buena. Tienes que llevar cincelada hasta en tu carne la convicción de la gratuidad del don de
Dios. En el lagar de la tentación exprimirás hasta la última gota de esa confianza en ti mismo de
que estás lleno. Dios permitirá por algún tiempo que no vislumbres ya el fin de esa noche horro-
rosa y creas, hagas lo que hagas, que estás destinado a las tinieblas eternas.
No es seguro que llegues ahí. Todo depende del grado de santidad al que te llama Dios, pero
¡está tan dentro de la línea de una vida escatológica ser purificado a fondo en ese Purgatorio
anticipado! Invisible, en la sombra, el Espíritu Santo te sostendrá, y tu alma angustiada no dejará
de esperar contra toda esperanza, invenciblemente convencida de la fidelidad de Dios, en virtud
de la cual, en este mismo destierro te ha "desposado" (Os 2,22). "Yavé lo ha jurado, no se desde-
cirá" (Sal 109,4). La infidelidad tuya no acarrea la de Dios. Cuando vuelves a él arrepentido, lo
encuentras esperándote con todos los bienes que tenía pensado otorgarte. "Ea, pronto, sacad el
vestido más rico y ponédselo, y un anillo para su mano y sandalias para sus pies" (Lc 15, 22).
Todo eso lo sabes de muy atrás; en este momento de prueba, el Corazón del Padre, abierto a
todos te parece cerrado para ti. Pese a todo tu alma "espera a Yavé" (Sal 32,20). En tu desolación
no cesarás de repetir: "En ti todo el día espero a causa de tu bondad, Yavé. Acuérdate de tu ter-
nura, Yavé, de tu amor, pues son eternos" (Sal 24,5-6). Pensarás que lo dices con la punta de los
labios, por cumplimiento, cuando antes te arrancarían la piel que hacerte dudar de la palabra de
Dios. Pero la noche nos oculta el horizonte de luz.
Seguirás tu camino, con tu mano temblorosa cogida de la de tu Padre del cielo. "Lo así, ya no
lo soltaré" (Ct 3,4).
¡Oh! qué difícil es creer en el amor de Dios cuando el cielo parece acerrojado, y te abruma el
sentimiento de que nada debes esperar de él. Lo has dejado todo con el fin de vivir en la intimi-
dad de Dios. Dios finge no dignarse dirigirte una mirada; y se te hace tan lejano que dudas de si
te amará Aquel que, a despecho de todo, es tu único amor. Nada oprime tanto como un amor
ignorado o desdeñado. Con el corazón lacerado te quejarás al Señor de haberte engañado al
prometerte su privanza, siendo así que te trata en esclavo. Se te haría inconsolable esa frialdad de
Dios si no supieras que él te ha amado el primero. De lo contrario, te sería indiferente (1 Jn
4,10).
Lo que él quiere es que lo ames como merece serlo: por sí mismo, por su amabilidad trascen-
dente, y no en primer lugar por su bondad para contigo. Deberías amarlo aunque nada te reporta-
se, porque es el Bien sustancial. Sé ante los hombres testigo de que Dios es digno de ser amado
así de desinteresadamente.
El desierto con su aridez, la noche con su anonadamiento de las formas, hablan menos de la
munificencia de Dios que de su trascendente perfección. No basta que lo sepas por la metafísica.
Debes experimentarlo y ofrendar al Amor ese homenaje gratuito. Si la prueba durase demasia-
do podrías periclitar. La humildad te salvará. Acepta el no saborear el Amor de Dios, por lo
mucho que has gustado el de la criatura, y el andar en las tinieblas sin siquiera sentir la mano
paternal que te lleva sin tú saberlo. Guíate por su voz; no cesa de resonar en la Escritura: "Dios
es amor; el que permanece en el amor, en Dios permanece y Dios permanece en él" (1 Jn 4,16).

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Ejecuta todo lo que manda el amor. Podrás, como Job, discutir: "Puede matarme; sólo me
queda la esperanza de defender ante él mi conducta" (Jb 13,15).
Y sobre todo, tente por indigno del menor favor de Dios: "Padre, no merezco que me llames
hijo, trátame como a un jornalero" (Lc 15,19). Entonces no te sentirás chasqueado si te toca
avanzar por la vía común.
No vuelvas atrás. No lo achaques ni al medio ambiente ni al marco de vida: la noche está en
ti, y obedece a Dios. Podrá ser estéril para los hombres, cuya actividad suspende; es siempre
fecunda en las manos del Creador. Antes que la luz eran las tinieblas; de ellas hizo Dios brotar la
claridad del día "Cuando es hermoso creer en la luz es de noche" dice Platón. El Señor espera de
ti esa fe, no te zafes. Aquel que te ama se oculta en esa oscuridad y te da cita en su misterio.
"Alzad vuestras manos al Santuario y bendecid a Yavé, por la noche" (Sal 133,3).

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Segunda parte
La montaña

"Eres tú magnífico en las alturas, ¡oh Yavé!" (Sal 92,4).

No carece de razón el que el eremitorio se oculte casi siempre en algún repliegue de montaña.
Será que es más fácil hallar en él un desierto menos accesible a los hombres para vivir escondi-
do. Mas ese paraje tiene también en la historia religiosa del mundo una significación divina. Es
uno de los lugares privilegiados de los encuentros de Dios y debes conservarle ese sabor místico.
La montaña virgen y solitaria es una marco digno para las grandes comunicaciones del Señor.
Tiene de común con el desierto las exigencias de desnudez. Pero es además un signo en el
espacio de la elevación del alma por encima del hormigueo de los negocios terrenales, de los
pecados y placeres de los hombres. Es un empuje soberbio de la tierra hacia la pureza del cielo.
Cuantos la escalan experimentan y refieren esa sensación tónica de una especie de virginidad
ambiental que filtra la pobre naturaleza humana eliminando la fiebre de las pasiones malas. Sus
cimas invioladas hablan de Dios "magnífico en las alturas". Los mismos anacoretas paganos han
cedido al atractivo de la montaña, como si sus cumbres intactas fueran el trono de su gloria.
Déjate prender en ese hechizo espiritual; no es ilusorio. El eremitorio tendrá para ti las gracias de
esos montes benditos, escogidos por el Señor para hablar al corazón de los hombres.

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Capítulo 1
El monte Sinaí. La trascendencia de Dios

"Que se sepa de oriente a occidente que todo es nada fuera de mí" (Is 45,6).

El Sinaí es el monte de la Trascendencia de Dios, el carácter divino más desconocido del que
el eremita debe ante todo ser testigo de cara al mundo. Recién llegado al desierto, no te duela aún
la carencia del sentido de la trascendencia de Dios. Pronto, al amparo de la soledad, descubrirás
en ti el resabio de esa tara contemporánea. El descubrimiento te afligirá, tal vez te espante. El
temor de Dios se hace raro. Se peca sin pudor y sin gran pesar. En la misma penitencia diríase
que el sacramento desvaloriza la virtud. ¡Cuesta tan poco alcanzar el perdón! Examina lealmente
cómo reaccionas en tus adentros ante las Verdades Eternas, y sabrás dónde vas en esa asignatura.
El pecado original, la muerte, el infierno, la Cruz, suenan a cosa antipática, a antigualla. El servi-
cio del prójimo atrae más que el de Dios, y su salvación se enfoca más como beneficio para el
hombre que como el triunfo de la gloria de Dios. Incluso la unión con Dios nos tienta más como
el coronamiento de nuestra personalidad que como respuesta desinteresada a su llamada. Hemos
perdido el sentido de Dios a cambio de un sentido erróneo del hombre, el cual se planta delante
del Ser divino, no como una "nada", sino como un Don "Alguien", muy digno de que Dios lo
tenga en cuenta. Extraño sería que esa atmósfera no te haya contaminado. Es una óptica ésa,
antagónica de la del monje. Vas a tener que revisar eso.
A todos los amantes de la Sagrada Escritura ha impresionado la insistencia celosa, a veces
machacona en las expresiones y los hechos, con que Dios reivindica su trascendencia y subraya
el abismo infinito que separa su Ser y sus perfecciones, del ser creado. No fue por juego de niños
ni para impresionar a mentalidades primitivas, por lo que se manifestó en el Sinaí con el aparato
de una teofanía que no dejaría de apabullarnos a fines del siglo XX.
Acude sin descanso a la Biblia para descubrir en ella a Dios tal como se revela a sí mismo. No
opongas el Dios de Amor del Nuevo Testamento al Dios del temor del Antiguo; la antítesis es
engañosa.
No hay sino un Dios que no varía ni se contradice. Lo que era antes de la Encarnación, lo
sigue siendo. El que ha cambiado es el hombre.
Sacando de su evolución cultural cierto aire de seguridad, y tal vez debido a una interpreta-
ción equivocada de las condescendencias evangélicas, va tomando para con Dios posturas desen-
vueltas, descorteses, muy ajenas al espíritu del Magníficat. El hombre de nuestros días, si habla
de su nada, lo hace con la punta de los labios; de la "afirmación de su personalidad", en cambio,
a boca llena. Es insolente tanta reivindicación del propio "yo".
La tradición anacorética en bloque repudia semejante actitud. La compunción es la principal
constante del espíritu eremítico, y no se da sin el sentimiento vivísimo de la trascendencia de
Dios. Aquel santo temor de si estará uno condenado, es tachado de arcaísmo, como si fuésemos,
más que los antiguos, los dueños de nuestro destino eterno, o estuviésemos más a cubierto. Co-
mo si una ofensa hecha a Dios tuviese hoy menos importancia, como si Dios pasase la esponja
sobre nuestros pecados sin exigir dolor ni satisfacción.
Desechada la compunción, muy pronto el Yermo te parecerá incoloro, y tu vida, inútil de puro
egoísta. No cometas la impertinencia de auparte hasta el mismo plano de Dios. No debe partir de

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ti el hablarle "cara a cara" como un hombre habla con su amigo. Dios era quien así hablaba con
Moisés, no Moisés con Dios (Ex 33,11). Cuando el Altísimo deja traslucir algo de su gloria, los
más santos tiemblan despavoridos; Moisés, Elías, hunden el rostro en los pliegues de su manto;
Abrahán queda aterrado, y su conciencia le dice que no es sino "tierra y ceniza"; Isaías se cree
perdido; los mismos serafines ocultan la faz detrás de sus alas. ¿Quién puede subsistir delante de
Yavé, el Dios Santo? (1 S 6,20).
Las amabilidades del Verbo Encarnado no deben hacerte olvidar nunca que Dios es el "San-
to", el "Separado" de toda la creación por su naturaleza misma: su divinidad, su gloria, su santi-
dad. El contemplativo gusta de sobrealimentarse con esos textos inspirados que le ayudan a
mantenerse en su puesto, mientras va engrandeciendo en su espíritu y en su corazón al Soberano
Señor de todas las cosas, que es también su Padre.
"Soy Yo; Yavé es mi nombre, que no doy mi gloria a ningún otro" (Is 42,8).
"Sed santos, porque Yo, Yavé, soy santo" (Lv 20,2).
"Yo soy el primero y el último y no hay otro dios fuera de mí" (Is 44,8).
"Yo, Yo soy Yavé... Yo soy Dios desde la eternidad y lo soy por siempre jamás" (Is 43,1112).
¿Puede alguien quedar frío ante tales exigencias? Todos los libros de la Biblia, sobre todo los
Profetas y los Salmos han celebrado esa sobrecogedora Majestad del Dios que se sienta sobre los
querubines, ante quien la tierra es presa de vértigo, los pueblos se postran despavoridos (cf. Sal
98,1-5), las naciones son como "gota de agua en el caldero, como un grano de polvo en la balan-
za" (Is 40,l5).
Majestad que se muestra en los portentos de su omnipotencia, en la obra de la Creación (Is
45,11-12), en los fenómenos terroríficos que acompañan su presencia (Sal 76,l7-20).
Jesús no ha aguado el recio colorido de esa grandeza divina, que contemplaba en el cara a
cara de la visión beatífica. Se insiste a placer en el carácter filial del temor, pero éste supone de
antemano la visión perfectamente nítida de todo cuanto necesariamente nos mantiene en el abis-
mo de nuestra nada por debajo de nuestro Padre de los cielos. No van a ser las afrentas anodinas
y ficticias inferidas a tu amor propio las que te hagan humilde. La humillación tiene buena pren-
sa en religión; recibirla con edificación realza nuestro prestigio e hincha los carrillos de nuestra
vanidad. Desde dentro es como el Espíritu Santo te despojará de la propia estima, contrastando
en su luz la grandeza de Dios y tu bajeza. Quizá llegue al extremo de obligarte a pedir auxilio a
la vista de tu abyección: "¡Ay de mí, perdido soy! Soy hombre de impuros labios" (Is 6,5).
Y viene el pecado a deprimirte aun por debajo de tu nada de criatura: "Aun a sus ministros no
se confía, aun en sus ángeles halla tacha.
¡Cuánto más en los que habitan moradas de barro y del polvo traen su origen!, que son aplas-
tados como un gusano, son acabados de la noche a la mañana" (Is 4,17-20). Has de mantener en
ti el pesar de haber desagradado al Amor que pródigo se volcaba en ti.
Con todo, trata de no proyectarte sino raras veces en la pantalla de tu reflexión. Dios mismo
con todo su incomparable esplendor es quien debe ocupar lo mejor de los pensamientos del
eremita. Tu dicha consistirá en no ser nada para que Dios sea todo. Santo Tomás tiene esta sen-
tencia de oro, que parece escrita para los anacoretas: "Suponiendo que no haya en el mundo más
que una sola alma que posea a Dios, será bienaventurada aun cuando no tuviera prójimo a quien
amar" (I-II,4,8,3). El ser infinito de Dios ante el cual el de la criatura es como inexistente, te dará
a conocer que los afectos puestos en ella indebidamente a expensas del Señor te aniquilan aba-
tiéndote hasta su nivel y te incapacitan para unirte al Todo y transformarte en él.
La perfección infinita de Dios junto a la cual todas las perfecciones creadas que son reflejo de
aquélla pierden todo su brillo, te irá desasiendo gradualmente de cierta complacencia hedonista
y te hará amar la soledad y el silencio donde sólo está él.

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La incomprensibilidad e inefabilidad de Dios asentarán en tu alma una quietud profunda,
dando muerte a toda curiosidad revoltosa. Si renuncias a los análisis complicados y a la multipli-
cidad de palabras, entenderás que ni el trabajo del espíritu, ni las visiones, ni las delectaciones
extraordinarias te unen a Dios, antes bien la fe simple y desnuda. Y te complacerás en recogerte
en un silencio adorador delante del Hogar misterioso de la Vida y del Amor. Preferirás callarte
en su presencia, porque está por encima de toda alabanza: no conociéndolo en toda su perfec-
ción, no podemos alabarlo como se merece. El silencio es su alabanza. Job es locuaz con sus
amigos, delante de Dios no sabe qué decir: "Pondré mano a mi boca" (Jb 40,4).
La suficiencia de Dios, plenitud del Ser, de la perfección, de la santidad, de la vida, de la luz,
de la felicidad, te colmará de gozo. ¡Su dicha será la tuya! ¡Saber que nada ni nadie puede añadir
a la beatitud de Dios, ni turbarla nunca! Nuestras faltas lo ofenden, mas en nada lo ensombrecen.
No es que se entibie nuestra contrición, pero atempera su amargor en el alma amante.
El mundano no puede resignarse a no ser necesario ni útil para Dios.
El contemplativo se dilata en ese pensamiento. En verdad, una sola es su alegría: la de Dios
mismo. Es su "éxtasis" perpetuo; ya no piensa en mendigar para sí mismo una satisfacción dis-
tinta. Pide la gracia de alcanzar ese ideal, y el hastío te será imposible en la soledad.
Es la revelación escueta de esa trascendencia la que revoluciona la vida de Moisés. El Sinaí
del eremita es el de la zarza ardiendo más bien que el del Decálogo. El misterio de la grandeza
de Dios hechiza al solitario, y, lejos de helarlo o aplanarlo, hace brotar de su corazón un grito de
entusiasmo, porque se liberó, al fin, de las ilusiones que sobre sí mismo lo tenían engañado: "Tú
solo el Santo, Tú solo el Señor, Tú solo el Altísimo". Sin cesar repiten sus labios las aclamacio-
nes del Gloria: "Te alabamos, te bendecimos, te adoramos, te glorificamos y te damos gracias
por tu gloria infinita". No se harta de pregonar el Todo de Dios, que lo sitúa a él en su verdad: la
nada, la dependencia total, dando así respuesta a la afirmación divina: "Sépase de levante a occi-
dente que todo es nada fuera de mí".
La espiritualidad moderna ha acentuado la Inmanencia de Dios, la dulzura de sus relaciones
de intimidad con el hombre, pero no puede, so pena de caer en error, desconocer las exigencias
de su trascendencia. Sólo los espíritus superficiales, ajenos a los verdaderos problemas de la vida
interior, pueden imaginarse que la misericordia haya desarmado a la justicia de Dios. La miseri-
cordia se ejercita en que, para unir a Sí a un alma, Dios le aplica, ya en esta vida, todos los dere-
chos de la justicia y la sumerge en el fuego purificador de unas pruebas que los teólogos declaran
equivalentes a las del Purgatorio. Las purificaciones pasivas de los místicos no son una broma,
como no lo es el Purgatorio por donde tantos de nosotros tendremos que pasar. Su Santidad no le
permite a Dios unir a Sí un alma onerada con la más pequeña duda. En esto también su miseri-
cordia es trascendente; la nuestra cierra los ojos sobre las culpas, la de Dios exige una satisfac-
ción tanto más estricta cuanto más quiere colmar de gloria. El perdón de Dios no es un manto
echado sobre nuestras impurezas; todo tiene que ser lavado, restaurado, reintegrado en la inocen-
cia.
El eremita lo sabe y las aprensiones de la naturaleza no son parte para impedirle desear esa
prueba de las preferencias divinas.
No entres en el eremitorio como en un lugar de plácida euforia. Es un crisol. Llamado a la
familiaridad del Señor, tienes que desprenderte de esa ganga opaca que apega tu alma con una
tenacidad que no sospechas.
"Purificaré en la hornaza tus escorias y separaré el metal impuro" (Is 1,25).
Este crisol será justamente la Contemplación en su fase de purificación. La experiencia te
enseñará hasta qué punto la perseverancia en la oración asidua y prolongada es más costosa que
la acción.

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La pasividad relativa bajo la mano industriosa de Dios repugna a la naturaleza cuyas faculta-
des se revuelven de impaciencia. Tú, deja obrar a Dios.
Si sintieras más hondo la trascendencia de Dios, el gusto por la contemplación se desarrollaría
en ti. Suplícale al Señor te la conceda; para esto has venido. Humildemente dile con Moisés:
"Muéstrame tu gloria" (Ex 33,18).
Cuando la Belleza de Dios se descubre al alma, toda criatura palidece para ella; el reflejo ya
no la seduce cuando la llama se le mete por los ojos: "Ya no será el sol tu lumbrera, ni te alum-
brará la luz de la luna.
Yavé será tu eterna lumbrera y tu Dios será tu luz" (Is 60,19).

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Capítulo 2
El monte Tabor. El sentido de Cristo

"En cuanto a fundamentos, nadie puede poner otros que el que ya está puesto, JESUCRISTO"
(1 Co 3,11).

Sería sorprendente que Dios trajera un alma al desierto para "hablarle al corazón", y no la
regalara con alguna de esas visitas inefables que han embriagado a tantos contemplativos. Es
preciso dejar la cosa en manos de su liberalidad, y juzgarse "a priori" indigno de todo favor. No
se entra en el eremitorio para hacer un experimento. Dios está infinitamente por encima de sus
consolaciones, y si se lo posee es por la caridad; el gusto nada añade a la realidad. Aquél depen-
de de su beneplácito, y no "le forzarás la mano". Conténtate con desear que te una consigo con la
mayor intimidad posible en la tierra. Es San Juan de la Cruz el que dice: "El amor no consiste en
sentir grandes cosas, sino en tener grande desnudez, y padecer por el Amado". Importa mucho
que lo entiendas desde los inicios; así te ahorrarás un desengaño, agravado con un error de
orientación. La enseñanza auténtica del Monte Tabor no es precisamente la que se suele sacar.
Lo esencial para los Apóstoles en este misterio de la Transfiguración no fue tanto el haber entre-
visto a Jesús en su gloria, como el haber recibido de labios del mismo Padre la consigna: "Este
es mi Hijo muy amado... Escuchadlo... Alzando los ojos a nadie vieron, sino a Jesús solo" (Mt
17). Difícil determinar mejor el puesto de Jesús en la vida del eremita: no ver ni oír nada fuera
de él.
Lo antes posible, toma conciencia de los lazos que te unen a él.
Muchos repiten con San Pablo: "Para mí la vida es Cristo" (Flp 21), y luego buscan inspira-
ción en otra parte. En el eremitorio eso sería un despropósito. Desconfía del sentimentalismo; el
Cristo de las revelaciones privadas corre a veces peligro de hacer que desmerezca la verdadera
devoción que se le debe. El Evangelio y San Pablo, su Apóstol más apasionado, te darán el im-
prescindible genuino "sentido de Cristo".
Para ti, Cristo es más que un canal de vida, más que un intermediario entre la fuente y tu
alma. Es la Fuente misma de las aguas vivas.
Escucha su invitación: "Si alguien tiene sed, que venga a mí y beba" (Jn 7,37). Antes de dejar-
te prender por los encantos humanos de Jesús y tratar de revivir las escenas evangélicas, escudri-
ña la palabra del Padre. Su intérprete más profundo. ¿Qué significa la expresión extraña: "Para
mí, la vida es Cristo"? Ante todo, que Cristo es en sí mismo la VIDA, la Vida increada, sustan-
cial, divina. Además, que él es la "vida de todo ser". Por fin, que es tu vida, ya que no ha venido
a este mundo sino para comunicarte la suya.
Es tu vida porque es su causa; te la ha merecido y te la comunica (Rm 6,23; 1 Jn 2,25). Lo es
también como objeto suyo. Entiende que en el eremitorio no has de vivir "tu vida" sino la suya.
Esto supone una renuncia grande de ti mismo: es la suprema pobreza. Con ella te es dado imitar
la de Jesús. Su humanidad no poseía más personalidad que la del Verbo.
"Vivía de Dios". Tú guardarás tu personalidad humana, pero referirás a Cristo, mediante tu
voluntad de unión, todas las actividades de esa persona "divinizada" por la gracia. Así será él tu
vida.

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Concentra en él tu pensamiento, tu amor, tu esperanza. Él tomará efectivamente la dirección
de tu vida. Como una madre dice: "Mi hijo es toda mi vida", debes tú decir: "Jesús es toda mi
vida".
Que en derecho lo sea todo para ti no es una quimera. Lo afirma Dios por San Pablo: "Cristo
ha sido hecho para nosotros Sabiduría y Justicia y Santificación y Redención" (1 Co 1,30).
Delante del Señor nada eres sin Jesús. Medita a menudo esta enseñanza del Apóstol; hallarás
en ella gran paz. ¿No andas a veces atormentado por las faltas graves o leves que han cavado un
abismo o producido una desavenencia entre Dios y tu alma? No habría penitencia capaz de rea-
nudar las relaciones de amistad, si Jesucristo no hubiese de antemano saldado tus deudas. Insiste,
como el Apóstol, en el carácter intencionadamente personal de esa mediación; no eres un anóni-
mo en la masa de los redimidos: "Cristo vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales
yo soy el primero. Mas por esto alcancé misericordia, para que en mi primeramente mostrase
Jesucristo su longanimidad y sirviera de ejemplo a los que habían de creer en él para la vida
eterna" (1 Tm 1,15-16).
El desierto no te pondrá a recaudo de todo desfallecimiento. Tus miserias diarias en nada
deben abatirte ni alterar tu alegría. Oye a San Juan, el gran Profeta del Amor: "Hijitos míos, os
escribo estas cosas para que no pequéis. Pero si alguno peca, abogado tenemos ante el Padre:
Jesucristo, el Justo. Y él es propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino por
los del mundo entero" (1 Jn 2,1-2). San Juan conocía mejor que nadie el Corazón de Jesús y la
eficacia del sacrificio de la Cruz.
Conforme te preserva de una mala tristeza, esta doctrina te precave de una confianza errónea
en el valor de tus expiaciones. Éste les viene exclusivamente del hecho de que Cristo las asume.
En el eremitorio amar importa más que extenuarse. La Misa ofrecida u oída vale infinitamente
más que todas las maceraciones. La Iglesia apela a los méritos de Jesucristo, no a los nuestros.
Toda falta debe despertar en ti el reflejo de un recurso a las satisfacciones del Redentor. No
son tus lágrimas las que te lavan, sino la Sangre de Cristo, si bien tienes que llorar la ofensa
inferida a Dios. A nadie más que a él debes tu justificación. Dios te tiene por justo no a causa de
la exacta conformidad de tu conducta a un Código de leyes, sino por tu adherencia y participa-
ción a la Justicia divina. Obra de tal suerte que mirándote Dios vea en ti los rasgos de su Hijo.
Tal es la vocación cabal del cristiano: "destinado a reproducir (esa) imagen" (Rm 8,29).
Al imponerte el sayal de los eremitas se te dijo: "Revístete del hombre nuevo", "el que se
renueva en orden al conocimiento verdadero, a semejanza de su Creador" (Col 3,10). El mismo
Pablo precisa en otro lugar: "Revestíos del Señor Jesucristo" (Rm 13,14).
Comprende lo que se te pide.
El desierto no es el refugio de una personalidad sombría que ha roto con la sociedad cenobíti-
ca, con el fin de no lastimar sus aristas vivas.
Por muy solo que estés, no puedes zafarte ante ese trabajo de desasimiento total con miras a
trasformarte en la semejanza interior con Jesucristo. Progresivamente debes llegar a pensar, a
juzgar como él; a amar lo que él ama y como él lo ama; a obrar según las intenciones que fueron
las suyas. No se llevará a cabo esa labor sin derribos importantes. A cambio de ello, él podrá
vivir en ti, y tú merecerás la complacencia del Padre: no reconoce por hijos sino a los que vivifi-
ca el Espíritu de Jesús (Rm 8,14). Es preciso empeñar una voluntad de "desapropiación" incom-
patible con toda segunda intención de reservar el propio "yo".
Haz esto y te santificarás. Como la justicia del eremita no es la exacta observancia de un
Código de leyes, tampoco su santidad es la práctica concienzuda de un catálogo de virtudes. Sé
fiel a la Regla, es un mínimum necesario. Pero no te dejes paralizar por la letra. Jesús obraba con
gran amplitud de miras, eso que había venido a perfeccionar la Ley, y a no tener otro alimento

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que hacer la voluntad del Padre (Jn 4,34). Lo que te hace justo te hará santo: la imitación perfec-
ta de Jesús, practicar la virtud porque él la practicó y de la manera como él la practicó; por amor
del Padre. Tu santidad ha de poseer ese sello filial de amorosa presteza que irradia alegría y deja
creer que no te cuesta nada.
En cierto sentido es así. Has hallado tu equilibrio y el equilibrio es generador de paz. Cristo
contemplado, amado e imitado ha proyectado la plenitud de su luz sobre el misterio de tu exis-
tencia y de tu papel en el plan de Dios. Ésa es la Sabiduría: el conocimiento del "por qué" y del
"cómo". Jesús es la Verdad (Jn 14,6). Él ha pedido y alcanzado para ti el Espíritu de Verdad (Jn
14,16-17) a fin de que seas "consagrado en la Verdad" (Jn 17,17).
Jesucristo es toda la Filosofía del eremita. Con el Evangelio y la Cruz sabe más que todos los
pensadores. Los mundanos lo toman por un inculto y un simple. "El lenguaje de la cruz, efectiva-
mente, es locura para los que se pierden" (1 Co 1,18). Ojalá sea siempre para ti "poder de Dios".
No te asustes si a veces le encuentras cierto sabor ajeno al sentido común. Sólo tras largo apren-
dizaje del sufrir saborearás su fruto. La cruz se ofrece primero como instrumento de suplicio;
sólo poco a poco se esclarece con la luz del que la ha transfigurado.
Frecuenta a Jesús sin descanso, ya que es tu Todo. La del eremita es una vida "evangélica".
Muy lógico que se aficione a revivir con la mente y el corazón al Cristo del Evangelio. La meta-
física no colma el corazón. Si se dan sentidos espirituales, sentimientos espirituales, también
existen emociones espirituales que desorientan a los psicólogos de escuela, pero que las almas
interiores conocen bien. No en vano seguirás al Maestro en todas las idas y venidas de su vida
terrestre, devorándolo con los ojos del corazón, contemplando sus actitudes y gestos, sorbiendo
sus palabras, comulgando con sus penas y alegrías, orando con Él, viviendo como uno de los
suyos. De esa intimidad nacerá en ti algo mucho mejor que una simpatía platónica del exegeta.
El eremita debe vivir la amistad que le brinda Cristo (Jn 15,15). Nada hay de novelesco en ese
esfuerzo por reconstituir el pasado. Viene legitimado por un principio que vierte a raudales la luz
y el gozo en nuestras almas.
Por su ciencia beatífica y su ciencia infusa Jesús sabía ya entonces todo lo tuyo, tus más ínti-
mos pensamientos, los movimientos secretos de tu voluntad buena o mala. Él, durante su paso
por la tierra, vivía contigo y para ti. Por encima de veinte siglos entras realmente en contacto con
Aquel que, de lejos, leía en la conciencia de Natanael (Jn 1,48). De ti depende que Cristo haya
estado más consolado y haya padecido menos.
Lo conoces mejor que a tus más íntimos amigos. En él ningún recoveco de inquietantes som-
bras.
La Iglesia, en su Ciclo Litúrgico, repite cada año esa peregrinación a las fuentes de nuestra
salud. Síguela y descubrirás a Cristo en sus misterios. Cada uno de ellos trae siempre su gracia
que caldea el corazón e ilumina el espíritu. Así Jesús vendrá a ser para ti "Alguien" muy cercano.
Todo él, con su trascendencia divina, sus amabilidades humanas, su influjo salvador en tu
alma, es el que se llega a ti en la Eucaristía y a quien adoras en el sagrario. Y ¿podría el eremita
creerse solo en el desierto? ¿Quién habló de la monotonía desesperante de los días? Vive esa
amistad que decimos. Tiene sus condiciones para que sea consoladora. La primera es ser amistad
verdadera, con sus intercambios enriquecedores y reconfortantes. Es más lo que recibes que lo
que das. Precisamente el don que el Señor espera de ti es tu "receptividad". Los encuentros han
de ser para ti una necesidad. Las ocasiones son múltiples: los Sacramentos, las visitas a la igle-
sia, la "lectio divina", la oración que te sitúa cara a cara con Jesús. Defiende celosamente tu
soledad; las entrevistas de amigos no consienten un tercero. Tu estar presente a Jesús excluye no
sólo la atención a las personas, sino también el interés impropio por las cosas. Aprende a conten-
tarte con él. Muchos se imaginan haber llegado a este punto, pero se confidencian con el primero

-31-
que les sale al paso. Jesús está celoso de tu confianza. No hay uno que te comprenda mejor que
él, y nadie como él sabe consolar y socorrer.
Un sentido de Cristo tan delicado es raro aun en religión. Para el eremita es una necesidad
vital, es cuestión de perseverancia y de florida santidad.
Nada lamentarás de cuanto has dejado, el día que Jesús haya ocupado ese primero y exclusivo
puesto en tu existencia. Entonces, en verdad, te habrás sentado con él para cenar (Ap 3,20).

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Capítulo 3
El monte de los olivos. La santa voluntad de Dios

"Padre..., no se haga mi voluntad, sino la tuya..." (Lc 22,42).

En Getsemaní, la palabra de Jesús que debe fijar tu atención es la que profirió por tres veces
durante su agonía: "Padre mío... no sea como yo quiero, sino como Tú" (Mt 26,39).
Aquella adhesión de su voluntad humana a la de Dios le costó sudor de sangre. Sin embargo,
toda su vida había profesado gozosamente una sumisión ilimitada, de la que parecía extraer una
felicidad radiante.
"Mira que vengo para hacer, oh Dios, tu voluntad" (Hb 10,7).
"Mi alimento es cumplir la voluntad del que me envió y dar cumplimiento a su obra" (Jn
4,34).
"No busco mi voluntad, sino la del que me envió" (Jn 5,30).
"He bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la del que me ha enviado" (Jn 6,38).
En la hora suprema Jesús no se retracta. Pero todo su ser humano no puede menos de estreme-
cerse de angustia ante las exigencias de una voluntad cuya Sabiduría y Santidad son para él evi-
dentes.
El eremita debe con frecuencia acudir a Getsemaní, no tanto para consolar a Jesús, que proba-
blemente no quiso que nuestra simpatía le proporcionase el menor alivio, como para aprender el
secreto de la obediencia perfecta a Dios. No todo es encanto en la vida monástica.
Bien pesados tenían los Apóstoles los pies y el corazón camino del Huerto de los Olivos pese
a la presencia de Jesús.
A lo único que vienes al eremitorio es a conocer y cumplir la Voluntad de Dios sobre ti. Su-
plícale como Moisés, que te enseñe sus caminos tan distintos de los nuestros: "Si he hallado
gracia a tus ojos, dame a conocer el camino, para que yo, conociéndolo, vea que he hallado gra-
cia a tus ojos" (Ex 33,13).
Ruego sencillo pero temible. Si Dios lo escucha entrarás en la vía real de las tribulaciones. Al
escalar la montaña nada sabes del porvenir, no tienes proyectos. Dios te ha dicho: "Sube a mí al
monte y estáte allí. Te daré unas tablas de piedra... escritas... para (tu) instrucción" (Ex 24,12).
Moisés ignoraba el tenor de lo escrito; tú también. La experiencia del pasado te ha familiarizado
con los procedimientos del Señor, sin por eso ilustrarte sobre sus designios futuros. "Sube a mí."
Eso es todo lo que sabes y a lo que has venido. Tienes que ser todo receptividad, todo disponibi-
lidad. En el mismo instante de la Encarnación Jesús y María pronunciaban la misma palabra de
abandono: "Ecce"... "Heme aquí". "Mira que vengo a hacer tu Voluntad". No pasará mucho
tiempo sin que adviertas lo amargo que es renunciar a la tuya.
Será puesta a prueba ya desde los primeros pasos. Dabas por descontado que el desierto era
una tierra de austeridades, pero te veías "como onagro salvaje en el desierto" (Jb 39,5) en com-
pleta libertad. La primera privación que te impone es cabalmente la de esa libertad. Aunque al
principio te parezca lo contrario, ésa es tu gran suerte. La obediencia te pondrá a salvo de las
divagaciones del romanticismo espiritual. El que yerra a la ventura por lugares solitarios está
perdido. "Lo primero y lo más imprescindible en el Sahara es un buen guía" (P. de Foucauld).
Las ascensiones alpinas exigen la misma seguridad. En la estepa "no se halla camino de ciudad

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habitada" (Sal 106,4). Dios en persona guiaba a Israel desde la Nube, pero sus órdenes las trans-
mitía Moisés (Nm 9). La Iglesia, sabiamente, no quiere que el eremitismo escape a la ley común
de la obediencia religiosa. Puede que lo lamentes y te venga la tentación de añorar el anacoretis-
mo independiente para poder moverte a tus anchas y tirar por atajos. Es ilusión frecuente, como
frecuente es la desilusión consiguiente. La sumisión en el marco de un eremitorio es una defensa.
Sin género de duda, el Superior es el canal de la voluntad divina. El independiente está a merced
de sus ensueños.
Corre gran peligro de llamar "divina" a su voluntad "propia". Acepta alegremente el yugo de
la obediencia. Toma tal como está la "ley" que rige el eremitorio, sancionada con el tiempo y la
experiencia.
¿Sufrirás un desengaño? Los hombres y las costumbres ¿serán conformes a tus sueños? ¿Qué
valen los sueños? Una sola cosa te importa: la posibilidad de una vida verdaderamente eremítica.
Si quieres la paz no cobres interés sino por lo esencial. Lo contingente es siempre variable y
siempre deficiente. Lo que te dan lo es; lo que desearías no lo sería menos. El desierto es la tierra
del espejismo, de ese alucinamiento encantador cuyo único defecto es su irrealidad.
Sería de lamentar que por unas prácticas sin importancia quedases sin enterarte de los valores
de fondo.
Los hebreos podían en unas semanas conquistar a Canán.
Murmuraron; el resultado fue que esperaron cuarenta años y ninguno de los murmuradores
entró en la tierra del descanso (Nm 14,23-36; Dt 1,34-40).
Nicodemo con razón se extraña: "¿Cómo puede nacer un hombre ya viejo" (Jn 3,45). Es un
problema volver a ser niño. Jesús da la solución: "Es preciso nacer de Arriba" (v.7), es decir,
juzgar las cosas no según la carne, sino según el Espíritu. El ingreso en el eremitorio es un "test"
excelente: desenmascara al hombre. Donde hay dos, cada cual levanta una fachada, se fabrica
una personalidad que anda exhibiendo y a la que él mismo toma en serio. El aprecio del otro le
interesa y lo satisface. El eremita sólo tiene un interlocutor: Dios.
¿Para qué maquillarse? El deber de ser verdadero hace intolerable la soledad a muchos, pero
amable a las almas rectas y valientes.
Tus reacciones concretas te harán ver exactamente hasta qué punto eres carne o espíritu; y si
eras ya religioso, marcarán el rendimiento real del trabajo cumplido.
Se requiere una larga madurez para rehacerse niño. Aquí la docilidad no es ya la ignorancia
temerosa que se confía, es la sabiduría que escoge. La del niño nace del instinto de inseguridad;
la del novicio se funda en el Evangelio: "Si no cambiáis y os hacéis como los niños no entraréis
en el reino de los cielos" (Mt 18,3). Es más meritoria; el hombre hecho y derecho no puede creer
cándidamente y sin pruebas en la superioridad humana de los demás. Reverencia en ellos un
poder "vicario" al que sus deficiencias no siempre dignifican, pero que la fe de él mantiene siem-
pre en plena luz. Sé lúcido, pero deferente.
La verdad hace libre y conserva un pacífico equilibrio.
Tal sumisión va mucho más lejos de lo que llaman "obediencia religiosa". Dios ejercerá sobre
ti los derechos de un amante celoso y acosará tu alma mientras vea en ella una veleidad de auto-
nomía. No eres ni sabio, ni santo, ni todopoderoso; Dios es todo eso infinitamente. Por la obe-
diencia irás a su encuentro no hay otro camino.
¿De qué manera esperas unirte a él? Pensando, no. Nuestro entendimiento lo reduce a su
medida; los seres no entran en él sino en forma de nociones abstractas. Es desconsolador com-
probar lo impotente que es un espíritu, del que estamos tan orgullosos, para captar el verdadero
rostro del Dios vivo, y que tengamos que seccionar la inefable naturaleza, o, lo que es lo mismo,
deshacerla, para forjarnos una idea aproximada. Nos falta la luz de la gloria.

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En frase muy profunda de Saint-Exupéry: "No se ve bien más que con el corazón". El amor es
el que nos une a Dios y el amor se define por la identidad de los quereres: "Idem velle, idem
nolle". Nuestra voluntad, al perderse en la de Dios, lo aprehende y abraza en su Ser divino. Dios
y su Voluntad es todo uno. La nuestra entonces ha hallado y recorrido a pasos veloces el camino
de su Corazón, y desde ese centro contempla sus admirables perfecciones: "El que acepta mis
mandamientos y los guarda es el que me ama; y quien me ama será amado de mi Padre y yo lo
amaré y me manifestaré a él" (Jn 14,21) no de lejos, desde fuera, antes bien, desde lo interior de
nuestra alma, hecha, por la caridad, su morada: "Si alguno me ama guardará mi palabra y mi
Padre lo amará, vendremos a él y en él haremos nuestra morada'' (ib. v.23). Se produce entonces
un intercambio sorprendente: Dios, a su vez, hace todas las voluntades de su "esclavo". A pesar
de su ira, no resiste a la oración de Abrahán (Gn 18,23-33), ni a la de Moisés (Ex 32,14). La
razón de ello vale para toda alma abandonada: "También a eso que me pides accedo, pues has
hallado gracia a mis ojos y te conozco por tu nombre" (Ex 33,17). ¿De dónde esa "gracia"? De la
perfecta docilidad de esos grandes siervos de Dios.
Si deseas gozar de la paz del eremitorio, sé fiel al "deber" de la improvisación. En este marco
la voluntad de Dios te será significada al día, al momento. A veces patalearás de impaciencia y
de curiosidad por la mañana. Ejercítate en reprimir ese afán de iniciativas tan arraigado en noso-
tros. Tu necesidad de actuar, de "crear" se verá a menudo mortificada por la insignificancia de
las ocupaciones corrientes, si es que te atreves a mirar como triviales los dos acontecimientos
mayores del mundo: la Misa y el Oficio coral.
El eremita recuerda que todo cuanto le prescribe la obediencia es una liturgia, que sus movi-
mientos más ignorados están ordenados a la gloria de Dios. Nada es "profano" en el Yermo:
esmérate por no profanar nada con tu falta de espíritu de fe. Tu existencia humilde y escondida,
por tu consagración, recibe valor de holocausto y no es ningún engaño el creerte hostia de ala-
banza, ya que San Pablo te exhorta expresamente a serlo: "Os ruego... que os ofrezcáis como
hostia viva, santa, agradable a Dios" (Rm 12,1). Para ello nada espectacular se te pedirá: "Ya
comáis, ya bebáis, o hagáis alguna otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios" (1 Co 10,31), y
hacedlo con la sonrisa en los labios: "Cada uno dé según se ha propuesto en su corazón, no con
desagrado o a la fuerza, pues Dios ama a quien da con alegría" (2 Co 9,7).
La obediencia a Dios es el eje de la historia de la criatura inteligente.
Fue la prueba de los Ángeles, de Adán. La Encarnación y la Redención son actos de obedien-
cia sublime. Hasta el advenimiento de Cristo la Voluntad de Dios y la del Pueblo escogido se
han enfrentado. Fácil era prever quién saldría ganando y fue tanto peor para Israel. Sin embargo,
sabía lo que perdía: "Si me obedecéis... vosotros seréis mi propiedad entre todos los pueblos...
seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa" (Ex 19,5-6). Dios lamenta esa vana
insumisión: "¡Ah, si hubieras atendido a mis leyes, tu paz sería como un río!" (Is 48,18). Para
entregar a Dios nuestra libertad no necesitamos ya los rayos del Sinaí. Se viene al Yermo por
amor y para amar. Una palabra de Jesús te ha de bastar: "Tomad mi yugo sobre vosotros y sed
mis discípulos, pues soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas,
porque mi yugo es suave y mi carga ligera" (Mc 11,29-30). Y aun así tu obediencia estará bajo el
signo de Getsemaní. Es improbable que te sea siempre fácil y no te cueste jamás lágrimas. Que
tu consentimiento sea sin brusquedad ni rigidez: "Ita Pater". "Sí, Padre." (Mt 11,26). Es una
conformidad filial, la única digna de Dios. La obediencia, más que el saldo de una deuda
—aunque también lo sea— es una ofrenda cordial.
Ora; la experiencia de los siglos no te ha vuelto juicioso. El someterse, aunque sea a Dios, no
te viene de la naturaleza. El bautizado, como cualquier otro, lleva instintos de autócrata, y más
de una vocación auténtica a la Tebaida viene a estrellarse contra ese don de sí necesario.

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Di muchas veces: "En tus voluntades hallo mis delicias, y no me olvido de tu palabra" (Sal
118,16). "Guíame por la senda de tus mandamientos, que son mi deleite" (v.35). "Me deleito en
tus mandamientos, que es lo que amo" (v.47). "Alzo mis manos a tus mandamientos y medito en
tus decretos" (v.48). "Abro mi boca y aspiro, ávido de tus mandamientos" (v.131), etc. Eres
"sincero". ¿Eres "verdadero"? El desierto te lo revelará, como reveló a los Hebreos su fragilidad.
Si vienes huyendo de la sujeción y por unirte con Dios sin trabas por la vía de tu gusto, no perse-
verarás mucho tiempo, y no precisamente porque pretendan encuadrarte sino por la extinción de
las verdaderas luces.
Lo dicho a Saulo vale para el eremita: "Se te dirá lo que debes hacer" (Act 9). El P. de Fou-
cauld, sin pertenecer a ninguna familia religiosa, obedecía hasta los más pequeños detalles al
Abate Huvelin y al Prefecto Apostólico.
Lo dicho quiere decir que tienes que volverte niño. Entonces Dios será para ti una Madre.
Cual niño de pecho, olvidadas las horas tormentosas, serás "llevado a la cadera y acariciado
sobre las rodillas" (Is 66,12).

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Capítulo 4
El monte de las bienaventuranzas. La alegría espiritual

"Que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo sea perfecto" (Jn 5,11).

Si sigues a Cristo de cerca, bien pronto te llevará al monte de las Bienaventuranzas. Como
discípulos suyos sólo quiere corazones dilatados y rostros sonrientes: "El reino de Dios es... gozo
en el Espíritu Santo" (Rm 14,17). Dejó el desierto y, al poco tiempo, dice San Mateo, "subió al
monte, se sentó y sus discípulos se le acercaron" (5,1).
El eremita ha de ponerse en primera fila para recoger la Ley de la Alegría que Jesús promulga
aquí y que es la médula de su Evangelio.
A todos embelesa, muy pocos la viven. El eremitorio te revelará su sentido oculto y te descu-
brirá que tampoco tú, para tu confesión, habías captado su misterio. Aquí no hay equívoco posi-
ble, ni compromiso, ni retroceso. La palabra de Cristo es simple, directa, tajante, y te pone entre
la espada y la pared.
Esto has de vivir en el desierto so pena de morir de sed. Las Bienaventuranzas son el Evange-
lio de la Perfección, o si prefieres, un comprimido de la verdadera imitación de Jesucristo. El
Bautismo te impone el deber de asemejarte a él; Dios no puede amarte si no halla en ti los rasgos
de su Hijo Único, por pálidos que sean. El eremitorio te ayudará a acentuar su nitidez, con más
rapidez, más fácilmente y con mayor plenitud. San Pablo le describe al eremita el plan de Dios
sobre su existencia toda. Siguiéndolo no puede extraviarse. Medítalo a menudo, si no quieres
descarriarte ni dormitar: "El Padre... nos ha escogido en él (J.C.) desde antes de la creación del
mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor, predestinándonos a ser hijos
adoptivos suyos por Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de
su gracia, con la que nos ha agraciado en el Amado" (Ef 1,3-6). Con el fin de realizar ese desig-
nio, a más de la gracia, nos ha sido dado el Espíritu de Jesús. En la medida en que el Evangelio
es una manera de pensar, todo él te instruye sobre ese espíritu. Pero en las Bienaventuranzas está
condensado lo más sustancial de esa enseñanza. "Si alguien no tiene el Espíritu de Cristo, ése no
es de él" (Rm 8,9). Lo que sería horrendo para un eremita. Los poetas se han dejado cautivar por
esos aforismos consoladores sin sospechar lo que encubren de dolorosa abnegación. Pronto
entenderás que no se trata de literatura sino de un gran despojo a realizar, sin el cual sería enga-
ñoso pretender la bienaventuranza prometida. Las Bienaventuranzas evangélicas se nutren de la
savia de la Cruz. Están en las antípodas de las del mundo. Este solo hecho te indica el valor que
hay que reconocerles.
No las comprenderás, y sobre todo no las vivirás sino a la luz y con la fuerza que dispensa el
Espíritu Santo, el Espíritu viviente que animaba, inspiraba, guiaba a Cristo, y que tú has recibi-
do. Él te dará el sentido de las palabras de Jesús (Jn 16,26).
"Uno sólo es vuestro Maestro: Cristo" (Mt 23, 10), ha dicho Jesús. El eremita lo tendrá en
cuenta más que nadie. ¿Acaso no lo has escogido deliberadamente al dejar el mundo y todas sus
promesas? Has venido a él, porque tiene "las palabras de la vida eterna" (Jn 6,68). El monje no
necesita más que de la sabiduría de Cristo. Rumia este principio si quieres mantener en toda su
pureza una doctrina que no te guardará miramientos y cuya intransigencia tratan unos y otros de
edulcorar. En las horas sombrías el tentador querrá empujarte por la senda facilona de los "bien

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pensantes". La atmósfera del mundo moderno está saturada de propaganda del bienestar y los
mismos cristianos le dan oídos. El castigo de la facilidad es que ahoga la alegría.
El eremita es la sal de la tierra. ¡Desgraciado de él si se desvirtúa! (Mt 5,13). Siguiendo a San
Pablo, nada quiere saber fuera de "Jesucristo y Jesucristo crucificado" (1 Co 2,2). Adquirirás la
inteligencia de las Bienaventuranzas conforme poseas el sentido de Cristo. Él nos dice que es "la
Verdad", la luz del mundo, y que el que lo sigue no anda en las tinieblas, sino que dará mucho
fruto y tendrá la vida eterna. ¿De dónde ha sacado su sabiduría? De Dios mismo cuyo portavoz
es: "Yo digo lo que he visto junto a mi Padre" (Jn 8,38). "Mi doctrina no es mía sino del que me
ha enviado" (Jn 7,16).
¿Por qué buscar primero y ante todo la penitencia en el eremitorio? Inconscientemente lo que
te atrae es la sed de felicidad. El hombre no puede vivir sin alegría; y si renuncias a todas las de
la tierra es por amor de las que promete Dios. Todos sus preceptos, todos nuestros deberes se
iluminan con una bienaventuranza: "Bienaventurado el hombre que se acoge a él" (Sal 33,9).
"Bienaventurado el que se compadece del pobre" (Sal 40,2).
"Bienaventurado el que teme a Yavé" (Sal 111,1). La revelación entera es una oferta de felici-
dad. La letanía bíblica del gozo es interminable. Dios, Beatitud perfecta, la irradia sobre todos
los seres.
La alegría es la sonrisa de una buena conciencia. San Pablo advierte con finura que "el reino
de Dios no es asunto de comida ni bebida; es justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo" (Rm
14,17). Después de la caridad, ella es el primer fruto, la primera señal de su presencia y fecundi-
dad en un alma.
Juan Bautista saltó de gozo en el seno de su madre al acercarse Nuestro Señor (Lc 1,44), y
más tarde, desterró toda tristeza el día que halló a Cristo (Jn 3,29). Jesús, inundado él mismo de
la felicidad beatífica, quiere que ésta se refleje en el alma y la frente de los suyos: "Que mi gozo
esté en vosotros y vuestro gozo sea perfecto" (Jn 15,11). Nadie puede arrebatarnos esta alegría
porque brota "de nuestra comunión... con el Padre y con su Hijo, Jesucristo" (Jn 1,4) ¿No es el
Señor quien nos dice que "no hay bien superior a la alegría del corazón" (Si 30,16), que esa
alegría es "la vida del hombre" (ib. 22)? El eremitorio te la dará, se entiende la verdadera y siem-
pre que la busques en su fuente propia. Desciende de Dios, no sube de la criatura. "El temor del
Señor es gloria y honor y corona de gozo" (Si 1,11), "hace florecer bienestar y salud" (v.18).
La verdadera compunción, lejos de agostar esa alegría, aviva su llama mediante la fe en la
misericordia divina y las certezas de la esperanza: "Yo te alabo Yavé; estabas irritado contra mí,
pero se aplacó tu ira y me has consolado. Éste es el Dios de mi salvación, en él confío y nada
temo, porque mi fuerza y mi canto es Yavé. Él es mi salud. Y sacaréis con alegría el agua de las
fuentes de la salud" (Is 12,1-3).
Desconfía del humor melancólico. Un eremita hosco es un adefesio.
La tristeza pasional en el monje es la luz roja indicadora del desajuste de la vida espiritual.
Trata de descubrir la causa: o la generosidad está en baja o te has descaminado hacia un estado
para el que no estás hecho: la soledad sobrepasa tus medios. Con frecuencia no se trata más que
de un aflojamiento en el don de sí.
Relee las Bienaventuranzas; cada una es el premio de un renunciamiento. Florecen entre los
escombros del egoísmo. En esta página evangélica Dios especifica su suprema voluntad sobre ti
y te da a conocer lo que él entiende por la muerte a sí mismo. Cada bienaventuranza tendrá una
recompensa enteramente personal. Sin nada de espectacular irá socavando en ti silenciosamente
un vacío que podrá darte el vértigo si miras al abismo más que al amor de quien lo ahonda. En la
vida interior el mayor desacierto consiste en objetivar su dolencia para analizarla curiosamente y
en sopesar sus cruces. Óyelo de una vez: no se puede morir a fuego lento sin notarlo...

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La POBREZA es la soledad, el silencio, el abandono. Es la virginidad del corazón, el expolio
de toda posesión aun de los favores de Dios en lo que tienen de sabroso. Es la acogida cordial
dispensada a la aridez, a la noche, a la desolación. Es sufrir todo eso, sin saberlo los hombres,
por el Amado con una generosidad gratuita que sólo aspira a darle gusto.
La MANSEDUMBRE es la inalterable paciencia dentro y fuera, el amor apacible de los que-
reres contrariantes de Dios y de sus instrumentos: hombres y cosas. Es la sonrisa sincera que
brota de un corazón roto pero sumiso.
EL LLANTO es el gemido amoroso y benévolo a toda prueba del alma estrujada por la ani-
madversión de los hombres, las magulladuras de la existencia, la acción purificadora de Dios,
esa que nadie adivina, ni comprende, ni compadece...
La JUSTICIA es el deseo lacerante de Dios, que él mismo atiza y que obra frutos admirables
de santidad. Es la "herida de amor" que no deja descansar, el tormento atroz del alma desterrada
que muere de impaciencia por que se rasgue el velo que le oculta el rostro de su Dios.
La MISERICORDIA es la intuición perspicaz y entrañable de la indigencia humana, hecha
necesidad de remediarla; la tierna compasión por la debilidad ajena, nacida del sentimiento agu-
do de la propia y de la actitud del Dios-Hombre para con los pecadores. Es la indulgencia que
comprende, perdona todo y rehabilita con palabras y gestos de bondad...
La PUREZA es la aversión por el mal y la fealdad, el temor filial de ofender a Dios, el valero-
so esfuerzo por expiar las propias faltas, la vigilancia heroica por evitar nuevas, la pasión por la
gloria de Dios superior a toda otra intención, la oración instante por que sea lavada nuestra alma
del polvo del camino.
La PAZ es, dentro de sí y fuera, la tranquilidad del orden en el respeto de la jerarquía de los
valores, el cumplimiento, en la propia vida, de las tres primeras peticiones del Padrenuestro: que
el Nombre de Dios sea santificado, que su reino venga, que su voluntad se haga.
Es el advenimiento en nuestra alma del Reino de Dios.
La PERSECUCIÓN santificada es el dolor por la incomprensión de los hombres, la más pe-
nosa de todas, la de los buenos, de los que más amamos, aceptada con un corazón generoso, con
agradecimiento no fingido para con los que así nos ayudan a despegarnos de nosotros mismos.
Bien mirado es el programa de la santidad auténtica, del que las Bienaventuranzas emergen a
manera de cumbres, no muchas veces alcanzadas, pero a las quo es preciso aspirar. La gozosa
serenidad de los santos ha admirado siempre a sus contemporáneos, prueba de que su alegría era
de una esencia más fina que la de los cristianos medios. La alegría corre parejas con el desasi-
miento y sus quilates dependen del empeño desplegado.
Si se llora en el desierto, que sea de gozo. Como ya nada lo embaraza, el eremita que vive
allende el espacio y el tiempo, participa de la inmutabilidad de Dios en su felicidad eterna. Está
ya allí donde "no existirá ni duelo, ni gritos, ni fatiga", pues Dios mismo habrá "enjugado todas
las lágrimas de sus ojos" (Ap 21,4).
Sin embargo, ese ideal, aquí abajo, es raro que se realice en plenitud.
Tu alegría, de ordinario, se refugiará en el centro del alma, dejando que pese sobre tus espal-
das, a veces abrumadoramente, la cargosa monotonía de los días. Sin duda no habrá anacoreta
que no haya gemido por la atonía habitual de sus horizontes y la prolongación de su destierro.
Más que júbilo sentirás paz; más que empuje, serenidad. La alegría de los niños es expresiva
y ruidosa, pero frágil e inconstante; no es una conquista ni se enraíza en el sacrificio. La sereni-
dad del eremita es el descanso de un corazón desasido a punta de lanza, de una voluntad que tras
el esfuerzo canta la victoria de su imperio, de una naturaleza calmada por el sufrimiento, de un
espíritu penetrado de la vanidad de las cosas, de un alma avasallada enteramente por Dios y que
ya nada espera fuera de él. No es el desencanto nacido de repetidos desengaños, antes, por el

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contrario, el consentimiento de un alma arrebatada por la gracia, después de haber bordeado los
abismos, hasta los dominios de la fe desde los cuales descubre cada cosa en su verdad y ya no
más en la ilusión de las apariencias...
Te causará admiración y envidia la tranquilidad dulce de los viejos ascetas a los que ningún
acontecimiento de este mundo parecía conmover, como si hubieran emigrado del planeta.
Ellos han vivido su fe sin pedirle a la tierra lo que no puede dar. En ellos florece en todo su
esplendor la esperanza cristiana, con su alegría discreta, presagio de la que esperan conforme al
dicho de Jesús: "Alegraos y regocijaos, porque es grande vuestra recompensa en los cielos" (Mt
5,12).
Pero ¿acaso no es grande ya en la tierra misma la recompensa del eremita, colmado de las
preferencias divinas? Olvida la pobreza y austeridad del marco y contempla a menudo las gran-
des cosas obradas por la gracia en tu alma. ¿Estaría bien que te mostrases malhumorado en la
intimidad de un Dios que se encierra contigo en el secreto de la celda interior para descubrirte
sus esplendores? El canto del eremita, escúchalo: "Yo me gozo en Yavé, mi alma salta de júbilo
en mi Dios porque me ha vestido de vestiduras de salud, como esposo que se ciñe la frente con
diadema, como esposa que se adorna con sus joyas..." (Is 61,10).
La llama del corazón canta en los ojos.

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Capítulo 5
El monte Calvario. El amor a la cruz

"... A fin de vivir para Dios, estoy crucificado con Cristo" (Ga 2,19).

La cruz campea sobre el eremitorio: es una advertencia. Todo aquí florece a la sombra de la
cruz y en ella vienes a cobijarte. Bueno es en seguida llamar tu atención sobre ella. El mundo del
que sales no le pone mejor cara que en tiempo de San Pablo: locura para unos, escándalo para
otros (1 Co 1,23). Y aun los que la predican no lo hacen sin mucha timidez.
La vida del eremita sólo a su luz cobra sentido. Cristo te previene: "Si alguien quiere venir en
pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz diaria y sígame" (Lc 9,23). Tendrás que sufrir cada
día, y sufrir de buena gana. Eres débil y sensible como todo hombre, y esa perspectiva no es del
todo placentera. Aun para un alma generosa, el único atractivo de la cruz es su relación con
Jesús.
El Hijo de Dios se encarnó para sufrir. Su primer acto consciente en el instante mismo de su
concepción fue ofrecerse como víctima para expiar nuestros pecados: "Sacrificios y ofrendas no
quisiste pero me formaste un cuerpo. Holocaustos y expiaciones por el pecado no te agradaron;
entonces dije: Mira que vengo... para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad" (Hb 10,51).
Esa voluntad era que padeciese y derramase toda su sangre por nosotros. Lo dirá más tarde:
(Mi vida) "nadie me la quita, yo la doy por mí mismo... tal es la orden que recibí de mi Padre"
(Jn 10,18).
Jesús entra de lleno en los designios paternos y, conformando perfectamente su voluntad con
la del Padre, escoge positivamente el sufrir: "En vez del gozo que le fue propuesto, soportó la
cruz" (Hb 12,2), es decir, toda una vida de trabajos y dolores, del cuerpo, del corazón y del alma:
todo en él ha quedado traspasado del amargor de la Cruz.
Gracias a ese tremendo sacrificio somos lo que somos sobrenaturalmente, "santificados me-
diante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo" (Hb 10,10), (cf. 1 Pe 2,21-25).
No hace falta enseñarle al eremita que "no está el discípulo por encima del maestro, ni el
siervo sobre su Señor" (Mt 10,24). Si corriese peligro de olvidarlo, escuche a San Pedro: "Si
haciendo el bien tenéis que sufrir y lo lleváis con paciencia, esto es grato a Dios.
Pues para esto fuisteis llamados, porque también Cristo sufrió por vosotros, dejándoos ejem-
plo para que sigáis sus pasos, él que no cometió ninguna culpa" (1 Pe 2,20-21). Así fuera inocen-
te, debería configurarse con su Maestro, aunque su sufrimiento no sirviese para nada ni a nadie.
Por su estructura, el cristiano es un crucificado, y la razón es la que da San Pablo: "Con Cristo
estoy crucificado, pues ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí" (Ga 2,19), y "Cristo quiere
continuar su Pasión en sus miembros" (Col 1,24).
Examínate: la cruz está hondamente burilada en tu carne y en tu alma por todos los sacramen-
tos, desde el Bautismo en el que te dijeron al signarte: "Recibe la señal de la Cruz en la frente y
el corazón" (Ritual). Era una salvaguardia y un programa de vida. La Confirmación ha añadido
una precisión: la Cruz es tu guión de combate: "Te señalo con el signo de la Cruz y te confirmo
con el crisma de la salud".
La Eucaristía, la Penitencia, revitalizan esa señal para recordarte que todo, en el orden de la
gracia, te ha venido por la Cruz; que, por tanto, es una bendición, mas también una carga, y que
se te juzgará según ella.

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La vida seglar tiene sus cruces; el Yermo posee las suyas, y el desierto que te guarece del
siglo es la tierra preferida del sacrificio: es la réplica del Edén. Donde un jardín de delicias, la
estepa; donde un árbol frondoso, la Cruz; el hombre se perdió en el Paraíso terrenal, se redime en
el desierto. La Cruz es el verdadero árbol de la vida.
Subiendo la pendiente del eremitorio asciendes a tu calvario. No dramatices nada; no hay peor
engaño que la inflación verbal o sentimental que encubre a menudo escuálidas realidades. No
pocas generosidades no son heroicas más que en imaginación, y fantasean con un ideal inasequi-
ble, sueño más que vida. La cruz del monje es muy sencilla y muy modesta, aun siendo pesada.
La gente la conceptúa irrisoria. Nunca la han sopesado. Por otra parte, cada cual sólo siente el
peso de la suya, la única que le duele.
¿Qué te tocará? Dios lo sabe. Sin remedio serás acribillado por las mil y una contrariedades
de la vida regular. Es la más trivial de las cruces, pesada porque no suscita en nadie interés ni
compasión: es el lote común. Confiar su pena a otro, mendigar su conmiseración alivia no poco.
No lo busques. Tu actitud interior de aceptación y oblación basta para conferir dignidad a esas
fruslerías. Perderías mucho rebelándote, incluso desahogándote.
Todo lo que es doloroso, física, moral, espiritualmente, cualquiera que sea el instrumento,
hombres, sucesos, cosas, incluso siendo tú la causa, tiene valor de cruz para el espíritu de fe.
Basta que aceptes y ofrezcas las consecuencias penosas de tus faltas o de tus fallos. La Iglesia
llama "feliz culpa" al calamitoso desliz de Adán. La mejor penitencia es sobrellevar por amor los
efectos molestos de tus desvaríos. Hazlo así, siempre gozarás de paz.
Los renunciamientos que imponen los votos acarrean infinidad de padecimientos: incomodi-
dades de la pobreza, aislamiento de las criaturas, repugnancias de cuerpo y espíritu en la ascesis.
Todo ello, en la práctica, toma un aire, ora gracioso, ora displicente. Poco se beneficia el amor
propio. Sola la fe transfigura tanta trivialidad y garantiza su repercusión eterna.
Puede que el Señor recargue tu cruz. ¡De tantas maneras sabe poner a prueba el maravilloso
instrumento que es la sensibilidad! Como autor de ella la pulsa con arte divino. El eremita no
debe molestarse por ello. ¿Acaso no ha venido al Yermo para asemejarse a Cristo crucificado?
Siempre nos toma Dios en serio. A veces te vendrán ganas de echárselo en cara. Sólo una mirada
al crucifijo puede sofocar tus críticas, sin por eso volatilizar tus sufrimientos.
Si amas intensamente, desearás estar tendido sobre la Cruz. Tal deseo es una cima. No te
aflija el verte lejos de ella. Está ya bien el no rebelarte nunca, ni huir. El mismo Jesús no subió al
Calvario en marcha triunfal; no lo pierdas de vista. San Pablo te dice "Reflexionad en el que
soportó tal contradicción de parte de los pecadores, para que no os canséis descorazonados" (Hb
12,3). No te fíes del entusiasmo de imprenta. Es fácil escribir sublimidades. La Sagrada Escritura
es más realista, está más al tanto del pobre corazón humano. El Dios que la ha inspirado es asi-
mismo el que nos ha moldeado, y nuestras quejas, transidas de amorosa conformidad, no pueden
desagradarle cuando se dirigen a él: "Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y Yo os alivia-
ré" (Mt 11,28). Nuestros gemidos hallaron eco en el Corazón de donde brotó tan rica palabra.
Nunca nos hemos de quejar de Dios a los hombres pero no le disgusta que le dirijamos a él sua-
ves reproches.
Lleva tus cruces sin fanfarronería. Ni la gracia que te sostiene, ni el brío de tu corresponden-
cia les quitarán su cariz penoso. La naturaleza seguirá gimoteando, experimentará el mismo
horror por lo que la desgarra y quebranta, la misma gana de ahuyentar lo que la molesta. La Cruz
no sería más la Cruz si dejase de afligir. Sólo la parte espiritual de tu alma podrá regocijarse, si
bien esa alegría no la encontrará en sí misma: es un don de Dios.
El eremita debe orar mucho. Recela de tu debilidad; no eres más valiente que los Apóstoles
que protestaban cuando Jesús les profetizó: "Os vais a escandalizar por causa de mí esta misma

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noche" (Mt 26,31). Y así fue. Tu única seguridad es que Jesús haya orado por ti para que tu fe no
desfallezca (Lc 22,32).
Sé humilde, no te adelantes a la gracia; lleva lo mejor que puedas las cruces de Providencia,
antes de pedirlas más pesadas. El peligro lejano no asusta. ¡A cuántos paraliza su proximidad!
Esto no obstante, pide el amor de la Cruz. La resignación es el grado ínfimo de la adhesión a la
Voluntad de Dios. Le falta calor y empuje; deja como un resabio de pesar. La fe en la sabiduría,
poder, bondad de Dios no actúa con toda su fuerza en el alma. Una cosa es aceptar lo que Dios
dispone; otra, acogerlo, quererlo positivamente con él, en la visión clara del bien de la Cruz.
No eres tú quién para darte a ti mismo esa iluminación dinámica: Meditando detenidamente
en la Pasión te preparas, la oración asidua y la generosidad en los sacrificios corrientes inclinan
al Señor a otorgarte esa gracia. Sin embargo, arrastrarás sin duda mucho tiempo la humillación
de una inconfesable aversión por la Cruz.
Siquiera, no te fugues a la primera alerta, ni pongas el grito en el cielo por un arañazo. Com-
para tu cruz con la suma de sufrimientos que la lucha por la vida inflige a la gente del mundo. Tu
pusilanimidad te sonrojará. A Jesús y a nadie más es a quien debes confesar tu escaso valor, a
menos que ya no puedas más. Es el único que puede prestarte ayuda eficaz. La confidencia no
imprescindible de nuestras contrariedades está a menudo agusanada de amor propio. Se busca un
derivativo humano, o se mendiga una aprobación de nuestra impaciencia, tal vez su tanto de
admiración por nuestro tesón.
Aprende a no airear las pruebas corrientes. Si Cristo es de veras tu amigo él te basta. Él es
quien te pone a prueba, ¿crees que le gustará que lo controlen los hombres? Te codearás con
almas silenciosas y serenas, de esas que, zarandeadas por el sufrir, nunca hablan de sí mismas;
están henchidas de compasiva comprensión por las lágrimas de los demás.
Los grandes anacoretas de antaño dan esa impresión.
El desierto enseña a llevar la cruz a solas, en seguimiento de Jesús y como él. Creyó el Cire-
neo que lo ayudaba, cuando era Jesús quien le inyectaba su fuerza. San Benito te advertía: "Sin
el auxilio de nadie... con el solo vigor de sus manos y brazos". Resulta austero, mas es preciso
acomodarse a ello. Dios retira su mano en la medida en que nos apoyamos en la del hombre.
En la Cruz Jesús no quiso la menor ayuda, el menor alivio, ni el de su Madre. No posees, bien
es verdad, su fuerza divina, pero él está ahí para sostenerte. Tu cruz es una astilla de la suya y la
lleva él más que tú.
La cruz es el pan de cada día del eremita. "Sin apariencia ni belleza —escribía Guigo el
Cartujo— así debe ser adorada la verdad". Pero la lleva tan sonriente que parece no tener ningu-
na. Sus lágrimas son para el Señor, que es quien las hace correr: "Tienes cuenta de mi vida erran-
te, pon mis lágrimas en tu redoma" (Sal 55,9).

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Capítulo 6
El monte Carmelo. Los caminos de la oración

"Exulte el desierto y la tierra árida, regocíjese la estepa y florezca como un narciso, exulte
con júbilo y cantos de triunfo. Le será dada la hermosura del Carmelo" (Is 35,1-2).

El Monte Carmelo, cuyo nombre significa "Viña" o "Vergel", ha llegado a ser el símbolo de
las ascensiones espirituales, cuyo término, en la cumbre, es el descanso en Dios, en las delicias
de la unión plena. La Escritura nos lo describe como paraje fértil y deleitable, que por su encanto
y feracidad le ha merecido evocar a la Santísima Virgen: "Tu cabeza como el Carmelo" (Ct 7,6).
Isaías pondera la hermosura del Carmelo (35,2). Dios mismo anuncia como tipo de su vindicta
contra su Pueblo prevaricador la devastación del Carmelo. La arrogante montaña quedará pelada
(33,9), su cima se secará (Am 1,2), toda su belleza se marchitará (Na 1,4). Su único rival en
magnificencia es el Líbano (Is 35,2). Su opulencia representa el alma expansionada en los goces
de la contemplación.
Para el contemplativo el centro de interés es el episodio profético de la nubecilla que a ruegos
de Elías viene a poner fin, vertiendo su lluvia benéfica, a la sequía y al hambre (1 Re 18,41-45).
El retiro de Elías al torrente de Kerit, la purificación del Monte del culto de Baal (1 Re 18,41-
46), bien semejan una sorprendente premonición de las etapas que llevan al eremita por las vías
ascendentes de la Oración.
¿Qué es lo que buscas en la huida del mundo y aun del mundo cenobítico? ¿Por qué deseas
vivir en celda, no ver nada, no oír nada, no decir nada, si no es por entrar en gozosa comunión
directa con Dios y en conversar con él con la frecuencia y continuidad que consiente la fragilidad
humana? La oración es eso: un coloquio filial con Dios, en confianza y libertad inspiradas por el
amor. La celda sin oración no pasa de calabozo o de retiro de solterón; es un desierto en el senti-
do peyorativo de la palabra, una tierra árida donde el alma se agosta en su esterilidad.
El eremita es el hombre de la Oración. Ésta es para él una necesidad vital, una exigencia del
corazón.
No te descarríes por falsas pistas. Sería un desastre que te convirtieras, en tu soledad, en un
molinillo de rezos, o en el abogado parlanchín de todos los pleitos interesantes. El amor es alaba-
dor más que pedigüeño. El Padrenuestro, del Sacrificio de la Misa, el Oficio divino proveen con
largueza a todas las peticiones. Lástima grande sería que tus encuentros personales con Dios se
tornaran entrevistas de negocios. Otras aspiraciones tiene tu corazón y Dios sobre ti otras miras.
Tienes que sentir impaciencia por abrazarlo en su realidad. Digno de compasión es el eremita
que se satisface con los cantos de alegría de los demás, aunque éstos sean unos santos, y aquéllos
vengan estampados en textos sublimes. Lo que hace falta es poseer el fuego que les arrancaba
esos acentos apasionados. Nada hay de más personal, de más incomunicable que la oración ver-
dadera. Es el lenguaje o la actitud silente de un alma individual cara a cara con su Creador y su
Padre. Es la reacción espontánea del corazón ante ese ponerse en presencia. El corazón ni se
presta ni se pide prestado. Lo que piensan, sienten, expresan los otros puede sacudir nuestro
torpor, animar nuestra poquedad, pero no será nunca la expresión adecuada de nuestras propias
emociones. Dios interpreta condescendiente nuestra sinceridad desmañada, pero cuánto mejor lo
glorificaría la verdad de nuestras personales palabras. Pensando a lo humano, es la eterna inquie-
tud: ¿Me amas de veras? Si el eremita no está enamorado de Dios, nunca sabrá orar. Cerrado el

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libro, la hebetud lo invade de nuevo, y ni por descuido se aventurará en esos largos silencios,
durante los cuales el alma enteramente desocupada se abre a la irradiación del amor.
La oración pertenece al orden de la fe. Si lo que buscas es la emoción nacida del sentimiento
vivo de una Presencia que te dilate los pulmones, acelerando las latidos del corazón, te expones
a tomarle asco a la oración. Por la fe es como cobramos conciencia de la inhabitación de Dios en
nuestras almas: pero una fe en actos. No hay oración posible sin ese situarnos cara a cara con el
Señor en la actitud interior que nos sugiere lo que él es y lo que somos nosotros.
Todas las verdades que conciernen a nuestras relaciones con él tienen que brillar a los ojos del
eremita con un resplandor que nada pueda empañar.
De aquí que la "lectio divina" le sea imprescindible. Mejor que nadie debe conocer las "mane-
ras" de Dios, según la frase de Santo Tomás de Aquino.
Ningún libro lo formará mejor que la Sagrada Escritura, en la que Dios "SE expresa a SÍ
mismo" y se revela a nosotros. Lo que oyes es su voz. Y nada más cautivador, ni más dulce, que
la voz del amado.
Lo mismo llama a la puerta de tu corazón: "Ábreme" (Ct 5,2), que "estremece al desierto" (Sal
28,8).
El Verbo hecho carne y hecho Eucaristía a quien recibes todas las mañanas, es asimismo
Palabra escrita, y es él quien en la Biblia te inunda con su Luz. Te habla de la grandeza, de la
Belleza del Amor, de su Bondad, de sus designios, de las iniciativas que lo han abajado hasta tu
nada. Los Tratados de Teología disertan sobre un ausente; una sola palabra de la Escritura te trae
el sonido de una voz adorable.
Ojalá llegues a engolosinarte con la Escritura; es sentir la sed de Dios. Abriendo la Biblia
adelantas los labios hacia la Fuente, y la fuente "tiene sed de ser bebida", "sitit sitire" (San Gre-
gorio Nacianceno).
Léela con corazón humilde y simple. La erudición podría aridecerte.
En ella Dios habla a los pequeños, a sus "pobres" que alaban su Nombre (Sal 73,21), y a
quienes prepara una morada (Sal 67,11).
Rumia los textos que han despertado un eco en tu alma. Los viejos anacoretas se repetían
indefinidamente los versos en que parecía estar condensada para ellos la luz de lo alto. La cien-
cia, tal vez, no salía muy bien parada en su exégesis; con todo, ellos paladearon un manjar inefa-
ble ignorado por los sabios. El corazón habíase abierto a la voz del Amado que en él había entra-
do.
Así nutre el eremita su contemplación. Pide al Señor ilumine tu espíritu. Pues los hay que
ciega la suficiencia y que tienen ojos para no ver. Nunca has de leer las Escrituras sin antes invo-
car al Espíritu Santo. Dios habla, pero él es también quien se hace comprender y quien se da.
Dile: "Abre mis ojos para que pueda ver las maravillas de tu ley" (Sal 118,10). "Haz que entien-
da... y pueda meditar sobre tus maravillas" (ib. v.27).
No leas la Biblia como un libro de Historia ni de historias; no la leas como el curioso testigo
de una religión. Para el eremita es el libro sagrado donde debe buscar el conocimiento de lo que
Dios quiere decirle a él personalmente. Lleve su alma siempre pura y libre so pena de permane-
cer opaca a los rayos divinos. Una y otra vez dile al Señor: "Aparta mis ojos de la vista de la
vanidad, y dame la vida de tus caminos" (Sal 118,37). Dando por supuesto que se ha de merecer
el sentido de esa oración. Para el eremita casi todo, fuera de Dios, es "vanidad". Tiene que ser
fiel a su desierto interior. Muchos no saben hallar a Dios. Sus sentidos piden pábulo sensible, su
espíritu, abastecimiento de nociones. Se queman las cejas discurriendo, como si el silencio no
fuese el lenguaje del corazón: "Cuando rezas, entra en tu habitación y, cerrada la puerta, ora a tu
Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo escondido, te premiará" (Mt 6,6). Si estás

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realmente desasido de todo y andas siempre orientado hacia Dios con el deseo, no necesitarás
palabras. Dios interpreta esa tensión de amor que refleja, incluso en tu carne, el anhelo de tu ser
hambriento. La actitud del pobre postrado en su miseria, la del novio silencioso que contempla
con los ojos brillantes a su prometida, es más elocuente que toda perorata; "Mis deseos, ¡oh
Yavé!, ante ti están y no se te ocultan mis gemidos" (Sal 37,10). Todo lo que lees debe concurrir
a encender ese deseo. Si son pocos los contemplativos ¿no será porque el deseo de Dios es raro
o débil en muchos? Dada la importancia de los sacrificios hechos ¿no es como para creer que el
eremita vive devorado por esa sed? Así tendría que ser, y su alma entera verterse en estos versos
que salmodia: "Como anhela la cierva las corrientes aguas así te anhela a ti mi alma, ¡oh Dios!
Mi alma está sedienta de Dios, del Dios vivo" (Sal 41,2-3).
Cuida de que tu conducta no desmienta tus declaraciones. ¡Supone tanta desnudez el decir a
Dios tales cosas! Ejercítate en no negarle nada. Son infinitas sus exigencias para con las almas
que él llama al itinerario de la Oración. Son tantos los que se estancan en eso que uno no se
atreve a llamar "oración". Son tan reticentes en el don de sí mismos, tan de manga ancha para lo
que ellos llaman "peccata minuta", tan poco generosos en el sacrificio, tan enzarzados en sus
seudodesvelos, tan curiosos de frivolidades... Lo más difícil para un eremita contemporáneo
parece ser el consentir en no saber ya nada del mundo, el persuadirse de que puede prescindir de
estar al corriente de todos los vaivenes del pensamiento. La lectura asidua de un diario socava
solapadamente el espíritu de soledad. Todo se paga en la oración, y ello explica que un anacoreta
profesional de la unión con Dios no pueda permanecer treinta minutos a solas con él sin la ayuda
de un libro...
Medita en la orden terminante que Dios da a Elías y, de rechazo, a ti: "Pártete de aquí, vete
hacia el oriente y escóndete junto al torrente de Kerit... Beberás el agua del torrente y yo mandaré
cuervos que te den de comer allí" (1 Re 17, 3-4). Es un imperativo de ruptura absoluta con el
mundo, que implica la ignorancia de lo que en él pasa. Huir hacia el Oriente es refugiarse en
Jesucristo, cuyo nombre es "Oriente" (Lc 1,78), que es la hendidura de la roca, la grieta de la
peña escarpada donde se la invita a la paloma a anidar (Ct 2,14).
Entonces Dios mismo dará al alma generosa el alimento y la bebida de las gracias selectas de
la unión. Muchos más serían los contemplativos si se contaran más "peregrinos de lo absoluto".
De ellos está escrito: "Sacíanse de la abundancia de tu casa y los abrevas en el torrente de tus
delicias; en ti está la fuente de la vida y en tu luz vemos la luz" (Sal 35,9).
Experimentarás por tu cuenta un reflejo de retroceso al borde del abismo. No deja de causar
cierto terror el abandonar en manos de Dios los mandos del mundo interior de cuyo funciona-
miento somos tan celosos. Cuando sienten que se les escapa el libre dominio de sus actividades
en la oración, muchos pierden los estribos y se figuran que van a hacer pie en tierra firme enfras-
cándose en la lectura. De hecho abandonan la oración. Consiente en aburrirte con Dios.
Poca cosa te enseñarán los libros sobre las vías de la contemplación.
Son sencillas y derechas: morir al mundo y a sí mismo, vivir en la mayor soledad y el más
profundo recogimiento, dejar a Dios toda la iniciativa. Lo demás es obra suya. Prepárate median-
te una valerosa ascesis.
Y ¿quién sabe si serás arrebatado hasta la cúspide de ese Carmelo opulento desde donde verás
ascender la nubecilla que pronto anegará tu alma en lluvia fecundante? No puede el eremita no
ambicionar ese estado de la más alta unión con Dios, "la unión plena", la más cercana a la que
nos brindará la eternidad, y para la que estamos hechos. En el desierto, Dios no ha señalado más
rutas ni más sendas que las de la oración (Is 43,19).
La contemplación halla su fin en sí misma: no es otra cosa que el más subido ejercicio de la
caridad, y, la caridad, virtud teologal que tiene a Dios por objeto, carece de finalidad utilitaria

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para nosotros. Por eso, cuando es auténtica, es inseparable de una santidad verdadera, la cual, a
su vez, no es sino la eflorescencia de esa misma caridad vivificando la práctica de todas las
virtudes hasta el heroísmo. Tu desierto entonces se trocará en prado. Por haber sido tú fiel, cum-
plirá él sus promesas: "En las alturas peladas, dice Dios, haré brotar manantiales... tornaré el
desierto en estanque y la tierra seca en corrientes aguas" (Is 41,18-19).
"Exulte el desierto y la tierra árida, regocíjese la soledad y florezca como un narciso... le será
dada la hermosura del Carmelo" (Is 35).
Tu alma sedienta podrá abrevarse en el torrente de las delicias de Dios: "Pues brotarán aguas
en el desierto y correrán arroyos por la soledad, la tierra quemada se convertirá en estanque, y el
país de la sed se convertirá en fuentes" (Is 35,6-7).

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Tercera parte
El templo

"Acordémonos, Dios, de tus favores aquí en tu templo" (Sal 47,10).

El desierto interioriza. No serías verdadero eremita si no vivieras en él como en un templo, si


no aprendieras a hablar al Señor en lo más íntimo de ti mismo. El eremita no es un vagabundo de
la estepa. Es el hombre desasido, despojado, desnudo, cuya morada es Dios mismo, en quien se
ha escondido con Cristo (Col 3,3).
No es más de la tierra, aunque todavía no haya penetrado en los cielos. Y sin embargo, en la
fe, en el amor, vive ya lo que vivirá eternamente. Por lo mismo, el eremitorio es por excelencia
un lugar santo.
"Dichoso tu elegido, tu familiar, habita en tus atrios. Sácianos de la dicha de tu casa, de la
santidad de tu templo" (Sal 64,5).
De los que como tú han sudado en la pista árida y han trepado a la montaña abrupta, está
escrito: "Están ante el trono de Dios, y le rinden culto día y noche en su templo; y el que está
sentado en el trono habita entre ellos. No tendrán hambre ni sed ya más, ni caerá sobre ellos el
sol y el calor abrasador. Porque el Cordero que está en medio del trono los apacentará y los guia-
rá hacia las fuentes de las aguas de la vida; y Dios enjugará todas las lágrimas de sus ojos" (Ap.
7,15-17).

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Capítulo 1
El templo cósmico. De Dios a la criatura

"Vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho" (Gn 1,31).

El desierto es siempre bello: el océano, la estepa arenosa o rocallosa, la montaña caótica, la


selva misteriosa nos imponen el silencio de la admiración. Por instinto, se piensa en el genio
sobrehumano que ha derramado tales maravillas, en el esplendor de la fuente luminosa de tales
reflejos. No menosprecies lo que Dios ha tenido la fineza de dedicarte:

Mil gracias derramando


pasó por estos sotos con presura
y yéndolos mirando,
con sola su figura
vestidos los dejó de su hermosura.

Así canta el Doctor Místico, San Juan de la Cruz (Can 5,5).


A lo largo de la Biblia va Dios haciendo desfilar ante nuestros ojos encandilados las obras
maestras de su creación; las exhibe con satisfacción como un tapiz tornasolado en un lujo de
imágenes que las abrillanta aún más y les da más vida. "Son las aclamaciones de los astros matu-
tinos" (Jb 38,7), es el "mar que sale impetuoso del seno" y que él "cerró con puertas" (v.8); son
las "nubes como mantillas", "los densos nublados como pañales" (v.9); es "la aurora adueñándo-
se de los extremos de la tierra" (v.12); es "el rayo tronante que se fracciona dejando el espacio
salpicado de chispas" (v.24), la lluvia "derramada de los odres de los cielos cuando se hace una
masa el polvo y se pegan uno a otro los terrones" (v.38).
Para el que sabe mirar, la tierra es siempre el Paraíso terrenal "Las criaturas son como un
rastro del paso de Dios" (San Juan de la Cruz).
Siendo él la belleza infinita, no se ha desdeñado en irradiarla para nosotros y atraer así nuestra
atención: "Vio Dios todas las cosas que había hecho y eran muy buenas" (Gn 1,31). "Sí —pro-
clama el autor de la Sabiduría—, amas todo cuanto existe y nada aborreces de cuanto has hecho,
pues si hubieras odiado algo, no lo habrías hecho" (11,25). "Las misericordias de Yavé se posan
en todas sus criaturas" (Sal 144,9). El universo de lo infinitamente grande, como el de lo infinita-
mente pequeño, rebosa de magnificencias que ningún ojo como no sea el del Creador verá jamás.
El mundo es su santuario, y lo quiere ataviado de "potencia y hermosura" (Sal 95,6). Al comien-
zo, gustaba de "pasearse por el jardín al fresco del día" (Gn 3,8). Era el paisaje en que debía
encarnarse y su acción conservadora se esmeró con amor, día y noche, en mantener en su frescor
el esplendor y encanto de la tierra: "¿Cómo podría subsistir nada si tú no quisieras?" (Sb 11,26).
El eremitorio te brindará la ventaja de una naturaleza hermosa. Abre los ojos para admirarla,
el corazón para agradecerla. La fe te mostrará en ella la infinita hermosura sobrenatural "de la
figura de Dios, cuyo mirar viste de hermosura y alegría el mundo y todos los cielos" (San Juan
de la Cruz).
Ésa será quizá tu única alegría humana que no esté teñida de tristeza. La criatura irracional es
la única que no ha decepcionado a su Creador, y que se doblega sin falta ni resistencia a todas
sus voluntades. Mírala: con todo su ser canta la gloria de Dios (Sal 18).

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Bossuet dice: "Ella no puede ver, se muestra; no puede adorar, nos inclina a ello; y lo que ella
no entiende no consiente que lo ignoremos". El eremita le presta su corazón y su voz: "Obras
todas del Señor, bendecid al Señor" (Dn 3,57).
Mas también sabe escucharla; toda la obra de sus manos habla de él (Sal 18,1). ¿Por qué
cerrar los ojos a la sinfonía de las formas y de los colores, los oídos a la armonía de los sonidos,
el olfato al perfume de las flores? Todos ellos te dicen que Dios los ha hecho mensajeros suyos,
encargados de alegrar tu destierro (Sal 103,4). Tú mismo lo reconoces en el coro: "De sus mora-
das manda las aguas sobre los montes, y del fruto de sus obras se sacia la tierra; hace nacer la
hierba para los animales y el heno para el servicio del hombre" (Sal 103, 13-14).
¿Temes acaso que la belleza de las cosas te atornille a la tierra? Míralas en contemplativo. Al
cristiano se le enseña a descubrir a Dios en su criatura, a verlo a su trasluz. Tú, que vas al Señor
derecho, ve su obra en él, admírala a través de él. Tu visión interior es la que proyecta su luz
sobre la creación, y no ésta la que condiciona esa visión. Los bienaventurados en el cielo no
perciben nuestro universo sino en el Creador, y Dios mismo sólo en sí ve lo que está fuera.
Tú que vives ya de la vida futura, no admires nada si no es en la relación que une cada ser con
su fuente sabia y amante, con aquella Providencia cuya mano paternal derrama sus bendiciones
sobre la creación entera (Sal 144,16). Dios no se desdeña de ataviarse en la Escritura, del esplen-
dor de los elementos de nuestro planeta. La luz es el "manto" centelleante con que se arropa; las
nubes son su "carro", y "las alas del viento" su corcel; el trueno, su "voz"; las tinieblas su "velo".
Inspirando al escritor sagrado, Dios mismo nos coloca en la perspectiva de la más alta estéti-
ca. El pensamiento sobrenatural expande y despliega hasta el infinito el encanto de las formas, de
los colores, de los sonidos, a la manera que el eco, al oído de un amigo, se reviste de las sonori-
dades del alma de aquel cuya voz repercute.
Jesucristo gustaba de descifrar el sentido divino de la naturaleza, inclinándose hasta sus más
humildes maravillas, que tantos otros pisan distraídos: la hierba, vestida por Dios, y las flores de
los campos, superiores en magnificencia a las galas de Salomón; la caña que el viento cimbrea,
los manantiales que refrescan, los arreboles mañaneros o vespertinos, los campos ondulantes de
mieses, los senderos pedregosos, el relámpago que rasga el espacio, la luz centelleante. Los
animales tan humildes de nuestro contorno familiar le encantan: la gallina que reúne sus pollue-
los bajo sus alas, los gorriones que Dios alimenta, la cándida paloma, la oveja mansa y dócil...
No hay rastro de hermosura que lo deje insensible. Pero cada onda que hace vibrar sus facultades
estéticas le trae al mismo tiempo el mensaje de su Padre que da a todo un sentido tan personal.

"Yo soy la fuente de agua viva..." (Jn 4,13).


"Yo soy la luz..." (Jn 8,l2).
"Yo soy el camino... " (Jn 14,6).
"Yo soy el pan..." (Jn 6,35).
"Yo soy la piedra..." (Mt 21,42).
"Yo soy la puerta..." (Jn 10,7).
"Yo soy la flor de los campos..." (Ct 2,1).

Con sus reacciones ante la primorosa naturaleza, Jesús nos da la inteligencia de ella y nos
sitúa en la óptica en que debemos mirarla. Él mismo, "resplandor de la luz eterna, espejo sin
mancha del actuar de Dios, imagen de su bondad" (Sb 7,26), es el que, con miras a su Encarna-
ción, se ha preparado un templo digno, un marco soberano para la "Figura" que es de la sustancia
del Padre. Se comprende que las radiaciones de ese "Rostro" sublime, al rozar las criaturas, las
haya dejado "vestidas de su hermosura" (cf. San Juan de la Cruz, Cant V, 5).

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No hay ningún mal en que vuelvas a ver en espíritu, sin nostalgia quejumbrosa ni vana cavi-
lación, las bellezas que te ha tocado contemplar. Ahora, más cerca de Dios, no te resultará difícil
lograr que esos cuadros canten el himno de alabanza que quizá entonces no supiste interpretar.
Remeda al caminante solitario a quien el oquedal inspiró esta meditación: "He aquí la hora de la
quietud, y de cantar, cara a cara contigo, la consagración de mi vida en el silencio de este sobrea-
bundante ocio" (Tagore).
Todo nos convida a esas elevaciones: —la rama del cerezo en flor: "En el alma unida a Dios
siempre es primavera" (Cura de Ars).

—la sombra de la tarde en el océano: "Lo que sé de mañana es que antes que el sol se
levantará la Providencia" (Lacordaire).
—las cumbres nevadas: "El hombre tiene hambre de altura y de pureza" (Gustave
Thibon).
—el sauce a la orilla del lago que sestea: "Mi paz es la que os doy. No se trata de juz-
gar, sino de amar" (Anónimo).
—un rayo de luna en el bosque mecido por la brisa: "Guíame, ¡oh suave luz! en la
oscuridad que me cerca. ¡Oh! guíame. La noche es profunda y estoy lejos de mi
mansión. Guíame, Señor" (Newman).
—el agua que fluye por un canal de barro a un pilón de piedra: "La fuente tiene sed de
ser bebida" (Nacianceno).
—la hierba del sendero que vas pisando: / "Señor, a mis pies desnudos / dales un paso
largo y puro, / por entre las hierbas que estremecí / para poder llegar a ti" (Marie-
Noél).
—una pista en la nieve: "El Señor ha ensanchado la ruta de mi viaje, y mis pies no
vacilan" (Sal 17,37).
—el arbusto zarandeado por la borrasca: "Ten misericordia de mí, Señor, porque soy
débil" (Sal 6,3).
—el fulgor del sol y la claridad de la luna evocan a Jesús, el Sol de justicia, y la Vir-
gen María, vestida de su luz, y con la luna a sus pies (Ap 12,1).

¿Quién formará tu alma para esa respiración sobrenatural? La soledad, la meditación de las
Escrituras, el conocimiento amoroso del Cristo de los Evangelios, la oración constante en la
atmósfera del Padrenuestro. Esto es más que poesía, aun concediendo que la poesía sea una
futilidad para el eremita, que no lo es, ya que se puede definir: el instinto de lo Infinito que re-
suena en la finitud de las cosas...
Disfrutarás de un jardín; no lo tengas en barbecho. Dios te ha colocado en él como a Adán en
el Paraíso, "para cultivarlo" (Gn 2,15).
Ten en cuenta que la celda del eremita es el lugar de las citas con Cristo. Las dos hermanas de
Betania, sin duda, adornaban con flores su casita para acoger al Maestro. No tienes por qué pri-
varte de ese inocente gozo. Las flores variopintas son un regalo para los ojos y para el corazón.
"Yo te planté de la vid más generosa" (Jr 2,21), te susurra tu parra, "¿Qué más podía yo hacer por
mi viña, que no hiciera?" (Is 5,4). Escucha mis enseñanzas, musita la higuera; el lirio te sugiere
a Jesús, la rosa a María, y todo tu diminuto predio, el "hortus conclusus" reservado en exclusiva
al Esposo.
—Harás lo que el hombre moderno ya no hace: contemplar al Creador atareado en la prolife-
ración de la vida, y sentirás mejor, en tu laboreo, cuán a merced estás de la Providencia, de la
que depende el éxito de tus trabajos.

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Una fauna de insectos, de perfiles y coloridos extraños te hará palpar la inagotable fecundidad
de la inventiva divina y la prodigalidad de sus dones. El jardín hace amar la celda, y si al eremita
no le es lícito apegarse al lugar ni a cosa alguna, es menester que experimente que en la celda
está en el corazón de su desierto, en el centro de todas sus riquezas.
Abomina el lujo y el confort, pero ama lo bello en todo; es un destello de la luz divina. Es la
hermosura de Dios, que en el cielo nos beatificará, dado que es el resplandor de todas sus perfec-
ciones. Lo bello nos sumerge en una especie de éxtasis al dejar en suspenso la algarabía de nues-
tras actividades internas en el silencio de la admiración, y la admiración confiere a nuestro ser
una suerte de eflorescencia plenaria, da hartura calmante que no desea ya nada. Es la esencia
misma de la contemplación adoradora.
Tal vez te sea dado no pocas veces, sentado en el umbral de tu celda, como Psichari en el
desierto, saludar "el nacimiento del mundo" cuando despunta la aurora. Te embargará aquella
religiosa emoción con que Sedia, el Moro de la escolta, le dijo, con los brazos tendidos hacia el
Levante: "DIOS ES GRANDE". Su voz temblaba un poco..., observa el oficial —ninguna otra
palabra se dijo aquella mañana.
Sé tú el corifeo de ese concierto de las cosas: "Alabad a Dios en su santuario... Todo cuanto
respira alabe al Señor" (Sal 150,5).

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Capítulo 2
El templo bíblico. La iglesia del eremitorio

"¡Oh! qué alegría la mía cuando me dijeron: Vamos a la casa de Yavé" (Sal 121,1).

Tú buscas a Dios; Él también te busca a ti. El eremitorio es su Templo, en el que te esperaba,


mejor, hacia el que te atraía. No tiene, afortunadamente, la magnificencia del edificio de Salo-
món. El Evangelio nos ha enseñado que la mayor riqueza es la pobreza: es el oro del Nuevo
Testamento que decora el Sancta Sanctorum donde reside Dios.
Hay aquí más que la gloria luminosa que llenaba el Tabernáculo de la reunión (Ex 40), o el
Santuario de Jerusalén. Jesús-Eucaristía mora en él y con Jesús la Trinidad toda. El desierto es el
Palacio del Rey de Reyes.
¿Soñaste alguna vez que habitarías bajo su techo y serías su comensal? Pon tu atención en el
honor debido a la Santa Hostia, más que en el agrado o desagrado del Ceremonial de la Comuni-
dad que se encarga de tributárselo. Los hombres son hombres en todas partes.
Jesús los amó y se rodeó de Apóstoles cuya compañía nos hubiera disgustado: Israel no per-
donó nada para hacerse odioso. El Señor amó su servicio en el Templo. Lo interesante del eremi-
torio no estriba en el encanto de su paraje, sino en la presencia de un Sagrario. Estás aquí en la
cumbre del orbe, en el punto de conjunción de la tierra y el cielo. Tu desierto está más poblado
de lo que parece, ya que el Cielo entero en él tiene su morada.
Nada debería serte costoso a cambio del honor que se te hace: "Un día en tus atrios vale más
que mil fuera, y prefiero estar a la puerta de la casa de mi Dios a morar en la tienda del impío"
(Sal 83,11). En esta perspectiva, las contrariedades pierden mucho de su virulencia.
Para los judíos la dicha suprema era visitar el Templo: "¡Oh qué alegría la mía cuando se me
dijo: Vamos a la casa de Yavé". En ella vives permanentemente, en ella oficias.
Más afortunado que los anacoretas de la Tebaida, el eremita de hoy hace de la Eucaristía el
eje de su vida. La iglesia es el centro del eremitorio; podríamos decir, su justificación. No santi-
ficas tú el lugar, es la presencia de Jesús. ¿Hay alguien que piense en ello al visitar tu soledad?
El homenaje del turista da en falso. No te hagas reo de tamaña equivocación. Necesitas, para
vivir aquí dignamente, mayor pureza que el Sumo Sacerdote para acceder al Santo de los Santos.
Pensar en la Eucaristía tiene que serte familiar. La reclusión en la celda no te aísla de la igle-
sia. Los ojos del corazón horadan las paredes y tu alma está imantada hacia el Sagrario. En el
Templo era donde Dios daba audiencia a su Pueblo. Mas aquella entrevista no sufre parangón
con tus encuentros con Jesús Sacramentado. Puesto en oración ante el altar no velas a un muerto,
ni veneras una reliquia.
A cada segundo se te dice: "El Maestro está ahí y te llama" (Jn 11,28).
El Maestro, el Salvador, el Amigo, el Consolador, el Confidente, el Doctor, Aquel —el
Único— que te enseña y dirige con su propia palabra: "Sólo tenéis un Maestro, el Cristo" (Mt
23,10). Tú mismo lo confiesas: "Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn
6,68). Dios habita en tu corazón y en tu celda. Así y todo, no puede serte indiferente el acercarte
a la Humanidad de Jesús. Él es el Evangelio siempre vivo. Ese mismo cuya familiaridad envidias
a los Apóstoles. Jamás tendrás ya luces sobre el sentido de las Escrituras sino mediante la Euca-
ristía: es la Verdad misma de Dios en la "Letra", en la "Carne" bajo las apariencias del "Pan".

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Como otrora, Cristo está ahí enseñando el camino de Dios. Ese "Camino" es él mismo: "Yo soy
el camino, la verdad y la vida; nadie va al Padre sino por mí" (Jn 14,6). Y el Padre ha querido
autenticar esa afirmación: "Éste es mi Hijo muy amado. Escuchadlo" (Lc 9,35).
¿No te sientes feliz de exponer tus miserias delante de Aquel que aliviaba a los desgraciados
durante su vida terrestre, y al que tienes a dos pasos de ti, para ti? ¿Será menor tu fe que la de
aquella mujer que codiciaba tocar la orla del manto de Jesús, siendo así que te alimentas de él
cada mañana? El eremita es el hombre de la adoración y de la alabanza. Al confiarte el ministe-
rio de su propia oración, la Iglesia quiere que lo ejerzas delante del Santísimo Sacramento. Cier-
tos textos sólo ahí adquieren toda su sonoridad: "Tú eres el Rey de la Gloria, ¡oh! Cristo; Tú, el
Hijo eterno del Padre" (Te Deum).
Aunque todas las cosas están en él y él lo llena todo, Dios quiso ser adorado especialmente en
el Templo. Su presencia en la Hostia consagrada justifica la voluntad de la Iglesia. Nos enseña
que ninguna oración es acepta a Dios si no le viene presentada por Jesucristo, el perfecto adora-
dor del Padre, el único que es escuchado, pues según dice San Pablo: "Único es el mediador
entre Dios y nosotros los hombres, el Cristo Jesús, hombre también él" (1 Tm 2,5).
A la vera de su sagrario pedirás a Dios con mayor instancia se digne oír las súplicas de la
Iglesia ya que le son transmitidas "por Jesucristo Nuestro Señor".
Nuestra Liturgia es una prefiguración de aquella otra, grandiosa, del cielo que nos describe el
Apocalipsis (c.4). El monje que tiende a vivir ya los tiempos futuros debe saborear esa anticipa-
ción. Cuanto es más sobria y despojada de los esplendores terrestres, tanto más invita con instan-
cia a dejar atrás este mundo y adentrarse más en el misterio de la eterna adoración. El eremita
ama la desnudez y el silencio de su iglesia. "Silentium tibi laus". En ningún otro sitio se apodera
de él con tanta fuerza la sensación de haber dejado el mundo.
Efectivamente, ahí es donde, jurídicamente, has consumado la ruptura. Al pie de ese Altar
hiciste Profesión, subiste las gradas para recibir de Jesús el beso de paz, y la Comunión de su
Cuerpo te dio la prenda de tu perseverancia. ¿Será posible que nunca pienses en ello al ir a la
iglesia, o que ese recuerdo no despierte en ti más emoción que el de un contrato en un despacho
de notario? En ese lugar y en ese instante fue cuándo y dónde se realizó la promesa: "Así la
traeré y la llevaré al desierto... te desposaré conmigo para siempre... en misericordias y pieda-
des... seré tu esposo en fidelidad y tú reconocerás a Yavé" (Os 2,16-22). Que el aire protocolario
de un Ritual no te oculte la viviente realidad. Después de la iglesia de tu bautismo, ninguna debe
serte tan querida como la de tu Profesión, la que será, sin duda también, la iglesia en que tus
restos mortales — restos de una víctima— recibirán la última aspersión de agua bendita.
Defiéndete enérgicamente contra la anquilosis de la rutina. Cada mañana asistes al aconteci-
miento más sublime de la jornada del mundo, la Santa Misa. Si eres sacerdote la celebras. El
Sacrificio de la Cruz se perpetúa ante tus ojos, y si bien Cristo aquí está glorioso, nada te cuesta
evocar la Cena y el Calvario: "Cuantas veces coméis este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la
muerte del Señor" (1 Co 11,26).
¿Nada dice esto a tu corazón, siquiera a tu fe? Todo lo que eres en el orden sobrenatural, todo
lo que tienes, todo lo que la eternidad te promete, tiene aquí su origen y su garantía: "Hemos sido
reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo" (Rm 5,10).
Los peregrinos de Jerusalén soñaban con ver degollar animales y levantarse el humo de los
holocaustos del Templo. ¿Qué era esa figura al lado de su sublime cumplimiento? El eremita no
debe pasar tedio en la Misa, ni apartar de ella su atención hacia otras devociones. No es un es-
pectáculo, ni siquiera en primer lugar una oración. Es una "acción" sacrificial, en la cual todos,
celebrante y asistentes, están implicados. La Iglesia te asigna una función activa que debes asu-
mir. Además de la enseñanza diaria que te dispensa en una selección de lecturas bíblicas, te pide

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que te unas al sacerdote cuando habla en tu nombre: "Te ofrecemos..., te pedimos..., te presenta-
mos..., te rogamos..., veneramos...
(Comunicantes). Ésta es la ofrenda que te presentamos nosotros, tus siervos, y, con nosotros,
toda tu familia... te ofrecemos, o te ofrecen ellos mismos (los que nos rodean) este sacrificio de
alabanza, para ellos y para todos los suyos"... (Memento).
¿Crees que te será lícito, sin bochorno, desinteresarte del misterio, en el instante mismo en
que te lava de tus pecados, y tributa a Dios, en tu nombre, una gloria de valor infinito? ¿Qué
valen tus pobres oraciones solitarias o tus lecturas edificantes al lado de la gran oración del Es-
poso y la Esposa aunados en la adoración? Saca de ahí tus fuerzas, que tu vida de eremita es un
sacrificio. No es hacer literatura pía decir que el religioso es una víctima. El simple cristiano lo
es por razón misma de su inserción en Cristo crucificado.
Hemos venido a hacernos "un mismo ser con Cristo por una muerte semejante a la suya" (Rm
6,5).
¿No te tienta el convertir en una "misa" ese sacrificio obligado? ¡Es tan fácil en el marco de tu
soledad! Ofrecido como víctima, lo eres por tu Profesión: "Suscipe me...", "Recíbeme, tóma-
me..." (Sal 118, 116) en cuerpo y alma, entendimiento y voluntad. Consagrado lo estás, en el
sentido de que la eficacia de la gracia te configura con Jesucristo hasta el punto de vivir Él en ti
(Ga 2,20). Debes comulgar con su espíritu, con sus sentimientos, con sus intenciones (Flp 2,5).
Así serás una Acción de gracias, un Tedéum viviente. Recuerda que a cada minuto, aquí o
allí, la gotita de agua que te representa cae al cáliz para hacerse sangre de Cristo.
La Misa te traerá el pensamiento de la muchedumbre de tus hermanos en Cristo, de los cuales
el anacoreta cristiano no puede desolidarizarse.
Ni siquiera en el eremitorio eres un aislado: la Iglesia que convoca a los solitarios, es para
ellos el signo visible de los lazos de gracia que los unen. Literalmente es un hogar de Amor al
que todos vienen a caldear su caridad. Cuando veas a tus hermanos postrados en torno al Sagra-
rio, evoca el hermoso ofertorio de la Dedicación que expresa tan bien tu donación y la de ellos:
"Señor, Dios mío, en la rectitud de mi corazón te he hecho todas mis ofrendas voluntarias... y
veo ahora con alegría a todo tu pueblo, aquí presente, ofrecerte voluntariamente sus dones" (1
Cro 29,17).
Dichoso tú si la obediencia te confía la guarda del Tabernáculo y el cuidado de la Casa del
Señor. No tengas por perdido el tiempo que la iglesia roba a la celda: busca tan sólo convertirlo
en un servicio del corazón: "¡Oh qué alegría la mía cuando me dijeron: Vamos a la Casa de
Yavé!" (Sal 121,1-2).
Cuando sales de tu celda al tañido de la campana, detente unos segundos a contemplar el bello
conjunto de la modesta iglesia con el eremitorio acurrucado en su derredor. ¡Visión de paz!
Como los peregrinos del Templo musita alegre: "Por amor de mis hermanos y amigos te deseo la
paz. Por amor de la Casa de Yavé, nuestro Dios, te deseo todo bien" (Sal 121,8-9).

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Capítulo 3
El templo crístico. En oración con Jesús

"Retiróse al monte para orar y pasó la noche orando a Dios" (Lc 6,12).

Jesús no es solamente el Señor del Templo, es el Templo mismo: "En él habita toda la pleni-
tud de la divinidad corporalmente" (Col 2,9).
Amas la "Casa de Dios", el edificio ése de piedra que tantas cosas te dice. Es el lugar de las
audiencias y de los homenajes públicos.
Acostúmbrate a buscar a Dios en Jesús, a orar "por él, en él, con él".
El eremita que vive en permanente contacto con Nuestro Señor necesita una fe muy viva si no
quiere deslizarse hacia la descortesía o la atonía de los sentimientos. Ámalo con santa pasión,
cree en su bondad, su misericordia, su amistad, pues te la brinda. Advierte, sin embargo, que esa
amistad, del orden de la que la gracia establece entre Dios y nuestra alma, nada tiene de común
con el compañerismo de los hombres. "Os llamo amigos porque todo lo que oí de mi Padre os lo
di a conocer" (Jn 15,15).
Los Apóstoles lo vieron comiendo y bebiendo, cansado, durmiendo, llorando, abrumado de
angustia y mendigando confortación, solazándose con los niños; nunca perdieron el sentido de su
sobrecogedora trascendencia, se le acercaban con un respeto teñido de temor: "Apártate de mí,
que soy un hombre pecador, Señor" (Lc 5,8). "Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo" (Mt
16,16). San Juan, más familiar que los otros, advierte oportunamente que lo que ha oído, visto,
contemplado, lo que han tocado sus manos, era el "Verbo de la Vida" (1 Jn 1,l).
Escucha cómo Jesús, el "Templo santo del Señor", declara serlo (Jn 2,19). Es "en él" en quien
Dios recibe "todo honor y toda gloria" (Canon). Cuando el eremita está lejos de la iglesia, puede
siempre retirarse para hallar a Dios en el Oratorio del Corazón de Jesús, de quien el Templo de
los judíos, no menos que nuestras iglesias, son figuras. Orar en él ¡qué felicidad! La historia del
Templo, en la Biblia, prefigura a Cristo, "Casa del Padre", residencia del Altísimo, donde Dios,
en adelante, nos acoge: "El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros".
Esa carne se ha hecho la morada de la Divinidad en la tierra. En esa perspectiva, la obra toda
de Salomón se esclarece y adquiere proporciones infinitas. Jesús es la clave, es el atrio al que
tienen acceso los paganos para hallar a Dios; Jesús, altar de su propio sacrificio, es el altar de los
holocaustos; él, el agua viva que purifica, es el mar de bronce; es el "Santo" al que se llegan los
sacerdotes; él, la oración encarnada, la alabanza perfecta, es el altar de los perfumes; él, el "pan
de vida" de la Eucaristía, es el pan de la proposición; él, la luz del mundo, es el candelero; es el
Santo de los Santos, el mismo Dios Encarnado; él, autor de la Ley Antigua y de la Nueva, es el
Arca de las Tablas de la Ley; él, cuyo sacerdocio anula y sustituye al de Aarón, es la Vara de
Aarón; él, cuya carne alimenta a sus fieles, es el Maná.
Toda la Majestad de Dios Trinidad descansa en él y se hace patente por la gloria de una hu-
manidad cuya esplendorosa santidad se impone, por el ministerio de los ángeles que le sirven,
por milagros innumerables. En ese Templo es donde, en adelante, Dios enseña.
Jesús es el Verbo, la Palabra auténtica: "El que me ha enviado es veraz y lo que he oído de él,
eso es lo que yo digo al mundo" (Jn 8,26).

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Por él, el Señor perfecciona su Ley: "No he venido a abolir sino a perfeccionar (la Ley y los
Profetas)" (Mt 5,17). Por él se revela a nosotros en toda su verdad: la unidad de su Naturaleza y
la Trinidad de sus Personas.
En ese Templo es donde sube hacia Dios el único homenaje digno de él. Jesús es el Adorador,
el Orante, la Víctima sin mancilla que será acepta y cuya inmolación rescata al mundo, satisface
a toda justicia.
Nadie, en adelante, tiene acceso junto al Padre si no por él: "Nadie va al Padre sino por mí"
(Jn 14,6). La Epístola a los Hebreos lo dice magníficamente "Tenemos seguridad de entrar en el
Santuario, por la sangre de Jesús, por el camino nuevo y vivo que él nos inauguró a través del
velo, esto es, de su carne" (Hb 10,19-20).
Por apartada que esté tu ermita, siempre, a cualquier hora, puedes penetrar en ese santuario,
ese "Tabernáculo del Altísimo". Más afortunado que el Sumo Sacerdote, tienes siempre abierto
el Santo de los Santos, el Corazón de Jesús. No rezarás bien sino ahí. No menos que los Apósto-
les, necesitas aprender a orar; sólo Jesús puede enseñártelo.
El eremita tiene una manera privilegiada de hacerlo que estriba en su condición de "religio-
so": está dedicado al culto de Dios. Es el hombre de la Adoración y de la Alabanza. Te imaginas
saber adorar. Dios busca adoradores en espíritu y verdad (Jn 4,23); no abundan. La adoración
auténtica es difícil al hombre, y debería ser su respiración.
Te falta sin duda el sentido profundo de la trascendencia, de la Majestad de Dios y el del
abismo de tu nada. Es débil la conciencia que tienes de tu universal dependencia para con el
Creador. Quizá incluso la Paternidad de Dios no pasa de ser una fría noción en tu espíritu.
Mira a Jesús frente a su Padre: es el modelo perfecto del eremita.
"Por la mañana, de noche aún, se levantó, salió y se fue a un lugar solitario, y allí oraba" (Mc
1,35). "Subió al monte a solas para orar.
Caída la tarde, estaba solo allí" (Mt 14,23). "Él se retiraba a lugares solitarios para orar" (Lc
5,16). "Retiróse al monte para orar y pasó la noche orando a Dios" (Lc 6,12). Con el Evangelio
en las manos, trata respetuosamente de percibir algún acento de esa oración que sube del desier-
to: tiene que ser la tuya.
Jesús contempla las infinitas perfecciones de su Padre, a quien ve cara a cara, y entrega su
Corazón al fuego de la caridad. Ahí tienes "la vida eterna" ( Jn 17,3) que su Humanidad ha co-
menzado a vivir aquí abajo en la visión beatífica, y a la que el eremita, por profesión, se compro-
mete a aproximarse lo más posible.
Escucha lo que dice; repítelo después de él para decirlo de veras: "Padre, Yo te he glorificado
en la tierra" (Jn 17,4). "Yo te conocí" (ib. v.25). "Yo les he dado a conocer tu nombre y se lo
haré conocer" (v.26). Las divinas perfecciones que contempla no le dictan más que una palabra
por la que pasa todo el éxtasis de su alma, ya que las veía todas deslumbrantes en la unidad e
infinitud de Dios: "Padre santo" (Jn 17,11). En ellas lee toda la historia de su sublime vocación:
su eterna predestinación: "Tú me amaste antes de la creación del mundo" (Jn 17,24); su unión
inefable con el Padre: "Salí del Padre" (Jn 16,28). Ha sido enviado por él sin abandonarlo. Se
estremece en sus fibras más recónditas con pensar en su permanencia en el seno del Padre (Jn
1,18). "Padre, Tú en mí, y Yo en ti" (Jn 17,21). "Estoy en el Padre y el Padre está en mí" (Jn
14,10). Sabe que es amado infinitamente. ¿Acaso no ha oído dos veces la voz del Padre que
desde el cielo proclamaba su tierno amor: "Éste es mi Hijo muy amado, en él están todas mis
complacencias". Se pone a pensar en el abismo vertiginoso de las predilecciones divinas, y su
corazón vibra de gratitud. Sin una gracia especial no hubiera podido considerar sin desfallecer, la
liberalidad divina:

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—su pertenencia al Verbo y su milagroso nacimiento: "Salí del Padre y vine al
Mundo" (Jn 16,28).
—su misión de Jefe de la Humanidad: "Yo soy la vid, vosotros los sarmientos" (Jn
15,5), liberalidad que le daba a él, y a él solo para comunicarla, la vida que reci-
biera "en plenitud" (Jn 17,2).
—su realeza sobre el universo: "Yo soy Rey" (Jn 18,37).

Tiene conciencia hasta de ser el Dueño y dispensador de los tesoros de la divinidad: "Padre...,
todo lo tuyo es mío" (Jn 17,10), incluso del Espíritu Santo que él nos enviará (Jn 16,7). Se ve
dando remate a su misión, llevándose consigo al cielo todo su Cuerpo Místico, y cifrando toda su
gloria en ese último cumplimiento de la voluntad del Padre: "Quiero que los que me has dado
estén también donde Yo esté, para que contemplen mi gloria" (Jn 17,24). En la soledad y el
silencio del monte Jesús se repite a sí mismo con una emoción que la sencillez de los términos
apenas permite vislumbrar: "El Padre ama al Hijo" (Jn 5,20). Y ante ese Amor que lo colma,
Jesús adora: "El Padre es mayor que Yo" (Jn 14,28).
El Padre es el Señor de Cielos y tierra (Lc 10,21). Frente a esa Majestad Jesús se abaja, San
Pablo dirá "se anonada" (Flp 2,7). Se entrega por entero a su voluntad santa por onerosa que sea.
Tal había sido su primer acto consciente en el instante de la Encarnación: "He aquí que vengo
para hacer tu voluntad" (Hb 10,7). Sabe que lo llevará a la muerte; esa muerte él la ama, la quiere
porque "por esa voluntad somos santificados mediante la ofrenda de (su) cuerpo" (Hb 10,10).
Hasta donde puede bajar baja, tomando la "condición de siervo" (Flp 2,7), y se "humilla aún
más obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz" (v.8). Ciertamente para salvarnos, pero sobre
todo por espíritu de religión, porque su anonadamiento como criatura y criatura perfecta procla-
ma que sólo el ser de Dios es grande y necesario.
En ese Templo Jesús es el Sacerdote y la Víctima que en cada minuto de su existencia ha
renovado su oblación: "Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado" (Jn 4,34), impa-
ciente por ser inmolado en aras de la soberana Majestad de Dios: "He de recibir un Bautismo; ¡y
cómo me angustio hasta que sea consumado!" (Lc 12,50). Sabe que por esa puerta oscura entrará
en su gloria, y su amor se exalta al pensar en el Padre que lo acogerá para coronarlo: "¡Oh Padre,
Yo voy a ti"; "Ahora voy a ti" (Jn 17,11-13).
Tal era la oración de Jesús en el desierto, dechado de la tuya.
Oración pura, breve en sus fórmulas, pero indefinidamente prolongadas por el eco que des-
piertan en el alma.
El eremita sólo tiene una oración que responda exactamente a las aspiraciones de su corazón:
las tres primeras peticiones del Padrenuestro, sin que le sea menester precisar más de lo que ha
querido hacerlo Jesús, para sí como para nosotros. Mantén virgen tu imaginación de la multipli-
cidad de las preocupaciones apostólicas. El film que vas rodando en tu cabeza y posterga a Dios
al trasfondo, en manera alguna valoriza tu intervención. Como Santa Teresita de Lisieux, haz el
bien "sin mirar atrás".
Todo va incluido en el advenimiento del reino de Dios, en el cumplimiento universal de su
voluntad, en la glorificación de su nombre por todos; la conversión de un pueblo, de un alma,
igual que el éxito en un examen.
A la oración de Jesús no le quites sus dimensiones a escala mundial.
La extensión de su objeto en nada disminuye su eficacia. La verdadera caridad repudia el
particularismo.

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Imita a Jesús; canta las alabanzas de Dios, entrégate a todos sus quereres, déjalo reinar sobre
tu inteligencia por la fe, sobre tu corazón por la caridad, sobre tus deseos por la esperanza, en
unión con Cristo.
Hazlo a través de él. Él es el único mediador. Nada es acepto a Dios, ni oración, ni sacrificio,
sino pasando por las manos de Jesucristo: "Cuanto pidiereis al Padre, os lo concederá en mi
nombre. Hasta ahora nada habéis pedido en mi nombre. Pedid y recibiréis y vuestra alegría será
perfecta" (Jn 16,23-24). Sólo él merece ser escuchado, en razón de la perfección de su amor filial
(Hb 5,7). Lo serás tú en la medida de tu unión con él.
El eremita que ora con Jesús, con su oración, dilata el corazón a la medida del Salvador. No
puede apetecer Maestro más soberano de Oración. Ponte, como él, en presencia de Dios trascen-
dente: no existe otro método para adquirir la humildad. Esa contemplación te sumerge en la
verdad y te hace cobrar conciencia de tu nada hasta llorar, y de la grandeza de Dios hasta saltar
de gozo...
En el Templo admirable que es el Corazón de Jesús, escucharás un eterno Tedéum: su eco
debe llenar el tuyo: "Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios de los Ejércitos, llenos están los cielos
y la tierra de su gloria..."

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Capítulo 4
El templo marial. Pura capacidad de Dios

"El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra..." (Lc
1,35).

"¿Quién es ésta que sube del desierto apoyada sobre su Amado?" (Gn 8,5).
No es un espejismo: María es ciertamente la Reina del desierto. A ella, antes que a nadie le
fue dicho por Dios que la atraería a la soledad para hablarle al corazón, y eso de modo único, ya
que la "Palabra" increada descendió a ella para habitarla (Lc 1,38). En la soledad, en el silencio
es donde concibió en total secreto. Y vuelve al mundo, sin ser jamás del mundo, para darse a su
Amado y hacerse cargo de nosotros.
El eremita no acertará a encontrar a Jesús sino en María. Ella es el oasis del desierto que
alumbra la Fuente de vivas aguas refrescantes.
Es asimismo el "Tabernáculo del Dios Altísimo". Una de las mayores gracias que puedan
serte otorgadas, es la de descubrir ese Templo Marial, y penetrar en él para abordar a Jesús. Él
está siempre "vivo en María", y al igual que los Magos no hallarás al uno sin la otra (Mt 2,11).
Recuerda que María no es sólo la Madre de Dios, es también la tuya; y en el orden de la gra-
cia se lo debes todo. Ella ha dado a Jesús al mundo, ella te lo da a ti. Ella lo ha hecho nacer en tu
alma en el Bautismo. Ella lo hace crecer y te moldea a su imagen. Nada te llega de Dios sin que
pase por ella. Más afortunado que todos los exploradores, te adentras en el desierto bajo la guar-
da de una madre que te traza la pista y cuya mano te protege y provee a todas tus necesidades, la
más imperiosa de las cuales es la necesidad de Dios: "Fuera de ti nada deseo sobre la tierra" (Sal
72,25). Ella te conduce a él.
Jesús es la Luz, María es el candelero; Jesús es el Maná, María la Urna que lo contiene; Jesús
es el incienso, María el altar de oro que lo sustenta; Jesús es el carbón incandescente, María el
incensario donde arde; Jesús es el Pan de vida, María la mesa en que se nos sirve; Jesús es el
Dios adorable, María el Santo de los Santos donde recibe nuestras adoraciones.
Todo ello fue verdadero físicamente durante los nueve meses en que el Verbo Encarnado
vivió en el seno de su Madre. Y no lo es menos, espiritualmente, por los lazos de gracia que
unen a Cristo y a la Virgen, y por su vocación de Madre de los hombres. Es el Templo de la
Trinidad: "Dios está en ella..." (Sal 45,6).
Es la "ciudad de Dios" cuyas "puertas ama Dios más que las tiendas de Jacob" (Sal 86,2), la
que ha elegido, de la que dice: "Ésta será por siempre mi mansión, aquí habitaré porque lo he
querido" (Sal 131,14), el monte que "eligió Dios para morada suya, en el que siempre habitará
Yavé" (Sal 67,17).
Contempla con cariño de qué manera y hasta qué grado de perfección es María el Templo de
Dios. Tú mismo lo eres: ¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en
vosotros?" (1 Co 3,16) —"Efectivamente, nosotros somos templos de Dios vivo" (2 Co 6,16).
No lo has sido siempre; Ella, en cambio, lo fue ya desde su concepción. El Espíritu Santo
habita en ti a título de la gracia santificante que lo atrae a tu alma junto con las otras Personas

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divinas. Reside en María como en su Templo propio. Madre del Verbo Encarnado, el Espíritu de
su Hijo le es dado con un carácter de pertenencia que hace de ella su Santuario normal y privile-
giado.
Es el Trono de la Sabiduría (Sedes sapientiae) no sólo en el sentido de que la Sabiduría in-
creada se haya encarnado en su seno; lo sigue siendo después del nacimiento de Jesús. Al tomar-
la por Madre, el Verbo ha contraído con ella una unión que ha sido comparada con el matrimo-
nio. Ha establecido entre ambos a dos una pertenencia recíproca, una solidaridad por la que
ponen en común la Obra íntegra de la Redención. Con miras a ese "matrimonio divino", a esa
colaboración, es por lo que la ha enriquecido con tantos privilegios que hacen de Ella, en cuerpo
y alma, el Templo más puro y el más hermoso que jamás existió: puro por su Concepción Inma-
culada; hermoso, por su plenitud de gracia.
En ese Templo ha depositado Dios los tesoros que nos destina, confiando a la solicitud mater-
nal de María la distribución universal de los mismos.
Por Ella, la vida de Jesús fluye hasta nosotros. En tu harto peligroso peregrinar por el desierto
necesitas más que nadie ayuda. Tienes hambre y sed de lo divino. La Iglesia le hace decir a la
Virgen: "¡Oh vosotros los sedientos! venid a las aguas; aun los que no tenéis dinero, comprad y
comed" (Is 5,1). Respira el perfume de incienso que sube de ese santuario. Alma contemplativa
como la que más, María jamás perdía la presencia de Dios. No se derramaba en palabras. Expo-
nía su alma virgen a la cálida luz del amor divino para ser penetrada por sus rayos. Como un
espejo cuya limpidez ninguna sombra empañaba, recibía la imagen de Dios y la reflejaba en
adoración y alabanza. Devolvía en gloria lo que se le daba en gracia: "Engrandece mi alma al
Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador" (Lc 1,46-47).
¡Si pudieras ser como Ella "pura capacidad de Dios"! ¿Por qué retirarte al desierto, por qué
haber quemado las naves, desconectado todas las antenas, alzado paredes en torno a tu soledad,
sino a fin de conservar o recuperar la virginidad de tu alma? Recién bautizado, cuando lo creado
no había hecho aún irrupción, un himno único, del fondo de tu alma se elevaba: la alabanza y el
amor que se tributan las Tres Divinas Personas. Ese canto, en forma permanente, era el que
escuchaba María, y su eco en la gracia que la llenaba; y el don rebotaba en gloria: "Santo es su
nombre" (Lc 1,49).
Sólo puedes tener un deseo: dar oídos a ese perenne "Gloria" que resuena en el hondón de tu
alma. No puede escucharse sino en pureza, silencio y paz.
Tal vez piensas que amar a Dios es darle algo... Ábrele paso franco, no pide otra cosa, pues
amar a Dios es ofrecerse a las liberalidades de su amor, es dejarlo que nos ame. No digas: "Dios
mío, os amo".
Di: "Dios mío, ámame". Para él amar es dar, y lo que da es su caridad, que nos permite corres-
ponderle.
La Virgen María se alegra en su Magnificat porque "el Señor ha mirado la pequeñez de su
sierva" (Lc 1,48), "haciéndole grandes cosas".
Deja que en ti cante el hombre nuevo con su primacía recobrada en el desierto. Cuanto más
sencillo sea el marco de tu existencia y más comunes tus ocupaciones, más fácil te será vivir a la
escucha de Dios.
Piensa en Nazaret: la Madre de Dios, la Reina del cielo y de la tierra es nada más que el ama
de casa de una familia pobre, y su horizonte diario no rebasa los términos de una aldea. Así y
todo, es más que el Templo de Jerusalén, ella, la Esposa mística del Dios que en él se adora. ¡Ah,
si pudieras sustraerte al ambiente de ruindad, y no vivir más que de las realidades invisibles!
Hazte indiferente a lo contingente y tendrás a mano una zona desértica favorable a la libertad de
tu alma.

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María no desea nada sino ser en plenitud "la sierva del Señor" (Lc 1,38), en el mismo sentido
en que San Pablo gustará de llamarse "esclavo" (1 Co 7, 22 ; Rm 6,22).
Advierte una notable semejanza de disposiciones íntimas entre la Madre y el Hijo. Jesús viene
también para servir al Padre (Hb 10,7), y se hace "esclavo" de sus voluntades (Flp 2,7). La hu-
mildad y la sumisión confiada nacen infalible y solamente del sentido de Dios y del espíritu de
adoración. En el desierto, el hombre se siente pequeño y destituido, a merced del Creador a quien
todos los elementos obedecen. Cual un mendigo, se calla, postra su miseria y junta las manos en
señal de imploración: "A ti alzo mis ojos, a ti que habitas en los cielos; como están los ojos del
esclavo atentos a las manos de su señor" (Sal 122,1-2).
El eremita, a despecho de las apariencias, es la antítesis de un independiente. Liberado de
todo y de sí mismo, se entrega al beneplácito de Dios. Si eres íntimo de la Santísima Virgen, ésa
será la más profunda lección que aprenderás de ella. Habla poco, mas lo que dice cambia el
rumbo del mundo y puede transformar tu existencia.
Toda tu sabiduría delante de Dios se encierra en estas tres palabras caídas de labios de María:
"Ecce", "Fiat", "Magnificat". Tu éxito en el eremitorio está pendiente de la impronta que dejen
en ti...
"Heme aquí" es la ofrenda generosa del abandono, la entrega incondicional de sí, en la total
ignorancia de un porvenir que sólo Dios conoce y se reserva para labrar. Necesitas una fe sólida,
maciza, en la Paternidad de Dios. Tienes suficiente conocimiento de sus vías para saber cuán
misteriosas, "insondables e incomprensibles" son (Rm 11,33), y hasta qué punto "los pensamien-
tos de Dios no son nuestros pensamientos, ni sus caminos nuestros caminos" (Is 55,8). No igno-
ras con qué condición va el discípulo en seguimiento del Maestro: "Si alguno quiere venir en pos
de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame" (Lc 9,23).
Aquel que no perdonó a su Hijo Único (Rm 8, 32), no será blando para el hijo adoptivo: "Mi
Padre es el viñador... Todo sarmiento que da fruto, lo poda para que dé mas... (Jn 15,2).
Con todo, no dudas de su Corazón. Pero en ti, el hombre animal tiene miedo: se sabe conde-
nado por tu ingreso en el desierto. Tu santa despreocupación le espanta al arrebatarle toda opor-
tunidad de salvación. La sentencia de muerte está dada contra el "hombre viejo", y Dios la ejecu-
tará sin duda a proporción de tu generosidad en el abandono. Ora por obtenerla.
Es una cumbre. Sábete que no la alcanzarás en un día: Afírmate en la segunda petición del
Padrenuestro: "¡Hágase tu voluntad!" La tuya se resistirá cada día menos, amansada por el amor.
Entrénate en el "Fiat" en los quereres positivos del Señor. En ellos sabes dónde hacer pie, y tu
esfuerzo está circunscrito con precisión.
Se te ahorra la incertidumbre, y tu responsabilidad no recae sino en tu correspondencia. En la
Anunciación, la Santísima Virgen asumía un formidable capital de sacrificios. Mas la contrapar-
tida fue maravillosa: en ella el Verbo se hizo carne. Por un modesto asentimiento, se convertía
en Madre de Dios, Madre de los Hombres y Corredentora del género humano.
Toda la fecundidad de nuestra vida depende de esas aquiescencias y de esas renuncias: "Si el
grano de trigo no es enterrado y muere, queda solo; si muere, da fruto en abundancia" (Jn 12,24).
La resistencia a los quereres de Dios no viene ordinariamente por falta de luz, sino por un
entibiamiento de la caridad. Dios y su voluntad es todo uno. Si lo amaras no andarías con titu-
beos.
Nadie tiene el derecho de menospreciar tus combates ni tus sufrimientos. Jesús no subestima
tu abnegación, y los que se ríen de tus luchas dan pruebas de que no están muy hechos a desistir
de sí mismos. Se siembra en lágrimas, pero se cosecha cantando (Sal 125,5).
El MAGNIFICAT hinche el corazón que ama hasta el don de sí. La Virgen de los Dolores es
también la de los Gozos. En el eremitorio debe reinar un ambiente de paz gozosa. El eremita que

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no niega nada a Dios, posee la ciencia de los santos. Puede ignorarlo todo acerca del saber, y no
estar al tanto de las batallas de ideas. Ha recibido el "Espíritu de Sabiduría" que lo guía (Ef 1,17).
Como María, él es su trono, y, como ella, piensa que "lo necio de Dios es más sabio que los
hombres, y lo débil de Dios más fuerte que los hombres" (1 Co 1,25).
La devoción a la Adorable Voluntad de Dios te salva del pecado, de todo mal espiritual. ¿Qué
complacencia tomaría Dios en ti si anduvieses en continua divergencia con él? Juguete de la
turbación ¿cómo serías el espejo que refleja su fiel imagen? ¿Qué sería el desierto del eremita si
no pudiera decir con total sinceridad y verdad: "Yo soy para mi Amado y mi Amado para mí"?
(Ct 6,3).
Pídele que te vacíe de ti mismo y ensanche tu capacidad de lo divino.
La Virgen María te enseñará cómo ingeniártelas. Escúchala: "Yo soy la madre del amor...
Venid a mí... El que me escucha, jamás será confundido y los que me sirven no pecarán" (Si
24,30-31: Vulgata).

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Capítulo 5
El templo eclesial. Presencia en el mundo

"Como piedras vivas dejaos edificar en edificio espiritual..." (1 Pe 2,5).

El eremita es un solitario, no un aislado. El aislamiento se define por la ausencia de relaciones


vitales con los otros. Puede haberlo en plena aglomeración. El aislamiento es inhumano, es una
suerte de eterna condenación. El hombre no tolera ser tenido por inexistente, y él mismo se reba-
ja al nivel de los brutos si excluye de su mente y corazón a todos sus semejantes. Lazos de gracia
invisibles mantienen al eremita en comunión íntima con innumerables hermanos, y aun delante
de Dios responde de la humanidad entera.
No encontrarás a Dios fuera de la Iglesia cuyo miembro vivo eres.
Cobra viva conciencia de esa pertenencia que justifica tu apartamiento al desierto y lo vivifi-
ca. ¿Cómo pertenecer a Cristo sin ser miembro de su Cuerpo? "En él habita toda la plenitud de la
divinidad corporalmente, y vosotros estáis llenos de él, que es la Cabeza" (Col 2,9). El Templo
de la economía actual, helo aquí: la Iglesia unida a Cristo, como en un cuerpo el tronco a la
cabeza, recibiendo de él toda su vida. Tú mismo eres, por tu parte, miembro de ese organismo
sobrenatural, y por él, "miembro de Cristo mismo" (Ef 5,30). Dios ha constituido a Jesús "cabeza
de la Iglesia, que es su Cuerpo" (Ef 1,22-23).
Demórate en contemplar la dilección de Jesús por la Iglesia a la que ama como a su esposa:
"Se entregó por ella para santificarla. Quería hacerla aparecer delante de sí toda gloriosa sin
mancha ni arruga o cosa semejante, sino santa e inmaculada" (Ef 5,26-27) La alimenta y la cuida
(ib. v.29). Bajo esa personificación la Iglesia es tu madre. El eremita debe abrigar para ella los
sentimientos de un hijo. Piensa en lo que le debes: todo, en el orden de la gracia te ha venido por
ella, y por ella accedes al Salvador. Abriéndote su regazo en el Bautismo te dice: "Entra en la
Casa de Dios a fin de que tengas parte con Cristo para la vida eterna" (Ritual).
Desde entonces, mediante los Sacramentos, te prodiga su vida, que es la de Jesús. Fertiliza tu
desierto y provee a tus necesidades. Por la Eucaristía que ella custodia y dispensa, aplaca tu
hambre y apaga tu sed.
Por la Penitencia venda tus llagas y abastece tu alma. Su infalible autoridad abaliza tu itinera-
rio. No se te lanza a la ventura en la incógnita de las estepas. La Iglesia lo ha dispuesto todo para
que no te extravíes, y tu alma se expansione; tu estrecha unión con ella afianza tu seguridad.
Todos los días, por medio de las lecturas del Oficio divino y de la Misa, que ella ha escogido
para ti en las Escrituras y los Padres, gracias a su larga experiencia de los hombres y su instinto
maternal, orienta tus pensamientos y alimenta tu oración. Con discreción y ternura te lleva de la
mano a su Esposo, que es también el tuyo.
La Iglesia no es una alegoría. Bajo la conducta de su Jerarquía, está formada de las miríadas
de fieles con los que te unen los lazos reales de la caridad: "Siendo muchos, somos un cuerpo en
Cristo, miembros los unos de los otros" (Rm 12,5).
Reflexiona en el flujo y reflujo de beneficios y deberes recíprocos que ello representa para
cada uno. Tu soledad queda a salvo íntegramente; esos intercambios vitales se hacen en Dios y
no precisan ninguna relación de conocimiento directo con las personas.

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Sin embargo, el aislamiento te es imposible porque comulgas en lo que cada cual lleva en sí
de más valioso y de más querido: la caridad que es amor de Dios y del prójimo. Recibes de todos
y das a todos.
Condivides las alegrías y las penas de todos, así como ellos, sin conocerte, simpatizan conti-
go: "los miembros se preocupan por igual unos de otros. Si sufre un miembro, todos los demás
sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los miembros participan de su gozo" (1 Co
12,25-26). Todos colaboramos a una obra de conjunto: la construcción y ornamentación del
Templo eclesial.
En tus momentos de lasitud, cuando el silencio de tu celda te espanta de repente con su in-
quietadora severidad, cuando la sensación de ser el prisionero del vacío te invade, piensa en la
Comunión de los Santos. No es un mito. Por todas partes: en el mundo, en los claustros, en los
eremitorios, innumerables hermanos y hermanas, varios de ellos auténticos santos, oran, sufren
por tu perseverancia y tu santificación, y se reconfortan pensando que tú intercedes en favor
suyo. Nunca te has entrevistado con ellos y te son más íntimos que tus mejores amigos. Tu Dios
es el suyo, su ideal el tuyo; la misma gracia os vivifica, el mismo Espíritu os anima. Asistís a la
misma Misa y con los mismos sentimientos; recibís el mismo sacramento de la Eucaristía. Re-
záis el mismo Padrenuestro, cantáis las mismas alabanzas. Tenéis la misma Madre, María. Aspi-
ráis al mismo cielo; en la tierra consentís en los mismos renunciamientos por vivir de las mismas
realidades sobrenaturales. Tenéis las mismas luchas. Y vuestros méritos a una van a parar al
mismo tesoro de la Iglesia para ser repartidos entre todos. Si la amistad es una puesta en común
de las riquezas de espíritu y corazón, cuentas con una infinidad de amigos en todos los medios y
por toda la tierra.
No puedes, cada mañana, seguir atentamente las oraciones del Canon de la Misa, ni comulgar,
sin sentirte unido de corazón con cada miembro de la Iglesia de la tierra, del cielo y del Purgato-
rio, sin cobrar conciencia de la responsabilidad que te alcanza, como a todos, de los infieles y los
pecadores. Millones de almas dicen contigo cada día: "Padre nuestro", y son hermanas de la tuya.
"A solas con Dios", se ha de entender tan sólo de una abstención de contacto directo con los
hombres, para reservarle a Dios todas las disponibilidades. Pero sería una monstruosidad anti-
cristiana y la negación misma del monacato, perfección de esa vida cristiana, el desolidarizarse
del Cuerpo Místico y de sus miembros, actuales o llamados a serlo.
Conllevas una parte de responsabilidad en el crecimiento y expansión de ese Cuerpo Místico
de Cristo, que no logrará su plena y definitiva madurez sino al fin del mundo: Trabajamos todos
"en la edificación del Cuerpo de Cristo hasta que lleguemos todos a la realización del hombre
perfecto, a la madurez que corresponde a la plenitud de Cristo." (Ef 4,13). Eso nos dice San
Pablo. San Pedro, fijándose en el símil del Templo, subraya que somos "piedras vivas" y que
"debemos ser elementos de edificación de un edificio espiritual" (1 Pe 2,5). Sin dejar de ser
solitario, te incumbe un papel social al que no puedes faltar sin traicionar los intereses de la
Comunidad y sin frustrar a la Iglesia. Cada órgano tiene su función. Los ministerios son diver-
sos: todos son grandes delante de Dios.
El eremita no es llamado ni al gobierno, ni a la predicación, ni a las obras. De incógnito abso-
luto, debe orar, sufrir por sus hermanos y asegurar en su nombre el Oficio de la Alabanza y de la
Adoración. A fin de estar día y noche en presencia de la Augusta Majestad de Dios, su pureza y
el fervor de su caridad deben hacer de él un embajador grato a Dios. Ese hecho le impone una
obligación especial de santidad.
La belleza y la fuerza espiritual de toda la Iglesia, está hecha de la perfección de cada uno.
San Pablo insiste en el deber de crecimiento individual del que depende el del Cuerpo entero
(Col 2; Ef 4). En este sentido Isabel Leseur tenía razón: "Toda alma que se eleva, eleva al mun-

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do". No te es lícito vegetar en una torre de marfil. Estás exonerado de todo cuidado humano;
tienes que sobresalir en los deberes de tu profesión. Tu función eclesial es la del corazón, sede
del amor que lo anima y al que propulsa a su vez hasta las extremidades de los demás miembros.
No defraudes.
Para el eremita desconectado de todo ¡qué dinamismo en esa doctrina del Cuerpo Místico! No
necesitas, para vivirla, ni diarios ni revistas. La curiosidad por las vicisitudes de la vida del mun-
do te expone más a perder de vista su estructura y funcionamiento espiritual que a reanimar tu fe.
¿Acaso sería normal que el desamparo de los hombres produjera en un contemplativo mayor
impacto que las solicitaciones del amor de Dios? Tu misión es ofrecer los hombres a Dios; otros
se encargan de dar Dios a los hombres.
Permanece vuelto al Señor en la actitud de la antigua Orante.
Aplícate personalmente este texto de San Pedro: "Como piedras vivas sed edificados en edifi-
cio espiritual para un sacerdocio santo, que ofrezca sacrificios espirituales, agradables a Dios por
Jesucristo" (1 Pe 2,4-5). La Iglesia toda, unida con su Cabeza, constituye ese "sacerdocio regio",
cuya función es "anunciar la gloria de Dios" (v.9).
Cada cual debe contribuir a esa acción sacerdotal; más que otros tú, que has sido elegido para
desempeñar oficialmente el ministerio de la oración y del sacrificio que incumbe a la Iglesia.
Esos "sacrificios espirituales" son, ante todo, la Adoración, la Alabanza, la Acción de gracias. En
la soledad, el silencio, el reposo del alma, estás en situación privilegiada para ofrendar a Dios, en
unión con Nuestro Señor, "un sacrificio de alabanza en todo tiempo", esto es, según la hermosa
expresión del Apóstol, "el fruto de los labios que confiesan su Nombre" (Hb 13,15).
Hazte cargo de la amplitud y potencia que da a la oración del eremita esa encomienda oficial
de la Iglesia. Si ella es el Cuerpo de Cristo; si es su Esposa muy amada, y esposa intachable, ¡con
qué complacencia no la han de escuchar, sea que implore, sea que exhale, a través de los himnos
de que eres el cantor, su propio amor! A ella se dirige el Esposo: Dame a oír tu voz, que tu voz
es suave..." (Ct 2,14), "hazme oír tu voz" (Ct 8,13).
Da preferencia a la oración litúrgica, cuando es su hora, sobre las oraciones privadas. Por tus
labios el mundo entero ora. Suples a la inhibición de los que no oran y, por ti, la voz del amor
cubre la del pecado. No se trata de una "socialización" arbitraria del eremitismo.
Dejarías de ser cristiano desolidarizándote de la Humanidad. Tu clausura, como la del P.
Foucauld, es "una barrera contra el mundo, no contra el amor". Toda la Humanidad, de hecho o
de derecho, pertenece al Cuerpo Místico de Cristo, y todo cuanto haces de bueno o de malo, en
el secreto de tu celda, repercute en el organismo entero. Depende de ti que el valor secundario de
cada Misa, en cuanto ofrenda de los méritos de los fieles, sea más o menos considerable.
Ama, si cabe decir, a ultranza. La caridad es como la sangre de ese Cuerpo: "Un poquito de
ese puro amor más provecho hace a la Iglesia que todas esas otras obras juntas" (San Juan de la
Cruz, Cant 29).
Si algún vago sentimiento de tu inutilidad amenaza hacerte vacilar, vuelve a leer las recias
palabras de Pío XI a los Cartujos: "Contribuyen mucho más al incremento de la Iglesia y a la
salvación del género humano los que asiduamente cumplen con su oficio de orar y mortificarse,
que los que con sus sudores y fatigas cultivan el campo del Señor; pues si aquéllos no atrajesen
del cielo la abundancia de las divinas gracias para regar el campo, más escasos serían ciertamen-
te los frutos de la labor de los operarios evangélicos... Porque, en verdad, si en algún tiempo ha
sido conveniente que hubiese en la Iglesia de Dios tales anacoretas, mayor motivo hay para que
existan y prosperen en los tiempos actuales" (Umbratilem).
Impalpable, la presencia del eremita en el mundo es como la de los bienaventurados del cielo:
actúa eficazmente sobre las necesidades reales de los hombres, las del orden de la eternidad, que

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son las más importantes de todas: "¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su
propia vida?" (Mc 8,36). El eremita que alcanza al pobre la luz que le haga amar sobrenatural-
mente su indigencia, hace infinitamente más por él que el que le construye una casa.
En el Templo de la Iglesia estás junto al altar, tienes a mano el agua que salta hasta la vida
eterna.
El manjar de la Tebaida es la Eucaristía. No crecerás sin comer. San Pablo dice que el cuerpo
todo entero y cada miembro recibe de la cabeza su nutrición para realizar su crecimiento en Dios
en la caridad.
Ese alimento es el Cuerpo y la Sangre de Jesús: "Siendo uno solo el pan, todos formamos un
solo cuerpo, pues todos participamos de ese pan único (1 Co 10,17).
La Comunión será la gran fuerza y el más dulce consuelo de tu soledad: te da a Dios en perso-
na. Asimismo, estrecha los lazos que te religan, por la Iglesia, a todas las almas. La Hostia for-
mada de miríadas de partículas de harina te recuerda los incontables hermanos que comparten tu
"comida", y la muchedumbre de los invitados desdeñosos a quienes debes suplir, en espera de
que les obtengas el sentarse a la misma mesa. Dirige con frecuencia tu corazón hacia el Copón y
pide a Jesús que venga a ti. La comunión espiritual es quizá la más fecunda toma de contacto con
Dios a lo largo de la jornada. Al mismo tiempo ratifica tu pertenencia a la Iglesia y tu universal
caridad.
Tu sacrificio está al servicio de la Comunidad cristiana; no es una ascesis raquítica cuyos
frutos se limitan a ti. Pues entonces no serías ya una verdadera "hostia viva, santa, agradable a
Dios" (Rm 12,1).
El Dogma de la Comunión de los Santos comprendido y vivido por ti te preservará del entu-
mecimiento. Has de pensar que detrás de tus paredes no te es lícito organizar una existencia
"farniente". La llamada de las almas te acosa. Responde con San Pablo: "Completo en mi carne
lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su Cuerpo que es la Iglesia" (Col 1,24).

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Capítulo 6
El templo interior. La inmanencia de Dios

"Glorificad a Dios en vuestro cuerpo". (1 Co 6,20).

Nunca leerá el eremita sin un alborozado estremecimiento las siguientes afirmaciones de San
Pablo: "¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? El
templo de Dios es sagrado, y ese templo sois vosotros" (1 Co 3,16-17). "¿No sabéis que vuestro
cuerpo es templo del Espíritu Santo que habita en vosotros y lo habéis recibido de Dios?... Glori-
ficad, pues, a Dios en vuestros cuerpos" (ib. 6,19-20).
No busques a Dios ni en un lugar ni en el espacio. Cierra los ojos del cuerpo, ata tu imagina-
ción y baja dentro de ti mismo: estás en el Santo de los Santos donde habita la Santísima Trini-
dad.
En el instante de tu Bautismo has quedado hecho templo de Dios: "Yo te bautizo en el nom-
bre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo". En el acto, "el amor de Dios fue derramado en tu
corazón por el Espíritu Santo que te fue dado" (cf. Rm 5,5), y se realizó la promesa de Jesús: "Si
alguien me ama —esto es, si tiene la caridad, si se halla en estado de gracia—, mi Padre lo amará
y vendremos a él y haremos en él nuestra mansión" (Jn 14,23).
Sabes lo que significa esa presencia: algo totalmente distinto de la del Creador en su criatura.
Por ella contraes una amistad divina que te introduce en la intimidad de la Trinidad. Huésped de
tu alma. El eremita ve en esa inhabitación de Dios la razón específica personal de su retirada al
desierto. Viene a vivir, con exclusión de toda otra ocupación, esa sublime verdad. Desde ese
ángulo sobre todo, su vocación es escatológica: comienza en la tierra en las sombras de la fe y la
luz del amor lo que hará en la eternidad, donde sólo habrá un templo: Dios mismo. ¿Acaso no
está más él en Dios que Dios en él por su acceso gratuito al misterio tan secreto de las relaciones
entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo? El hombre es contemplativo por destinación y por
estructura: "La vida eterna está en que te conozcan a ti, el único Dios verdadero y a tu enviado
Jesucristo" (Jn 17,3), mas con un conocimiento que participa del de Dios mismo, viéndolo cara
a cara en el fervor del amor beatífico. Conocerlo es el objeto supremo de nuestra inteligencia.
Amarlo es el todo de nuestra voluntad, ávida de bien. Nuestra condición terrestre interpone
entre Dios y nosotros toda una gama de verdades parciales y de bienes fragmentarios que debe-
rían ayudarnos a remontar el vuelo hasta su fuente, pero que con harta frecuencia nos apartan de
ella en razón de la sobrestima que les damos.
¿No es extraño que el hombre, organizado para alcanzar su pleno desarrollo en la contempla-
ción, que lo dilata a la medida de Dios, prefiera la acción, que lo repliega sobre sí mismo en su
voluntad de vencer? Es más fácil actuar que hacer oración. En ésta la iniciativa pertenece a Dios,
en aquélla a nosotros, y no nos gusta enajenar nuestra libertad aunque sea en provecho del Señor.
Para la fe es una especie de enigma que la mayoría tengan aversión a la contemplación, que
viene a ser para ellos como el lujo de los cristianos ociosos.
Esa incuria por la presencia de Dios en el alma es una afrenta y el pecado una suerte de sacri-
legio: "Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él" (1 Co 3,16).
El eremita lo ha dejado todo para afincarse en esa "Presencia".
Cerradas todas las avenidas del lado de la tierra, se siente con ánimos de ser "conciudadano de
los santos" (Ef 2,19). Su cualidad de cristiano y la vocación formal que lo llama a la soledad
fundamentan su pretensión. Si comprende bien el sentido de su vocación, entonces todo él, cuer-
po y alma, es un templo. La disciplina de sus sentidos y la "esclavitud de su carne" cobrarán un
significado más profundo: no serán tan solo un esfuerzo laborioso por mantener el Señorío. El
cuerpo, por su parte, es una piedra escogida que hay que labrar y pulir para la iglesia que se
construye (Dedicación). Lejos de execrarlo, el eremita lo rodea de respeto con miras al papel que
le asigna la Liturgia. Ésta tiene para con el cuerpo un ritual minucioso que regula y ennoblece las
actitudes y funciones de cada miembro en la participación que le brinda en la oración y el sacrifi-
cio.
Viénele su dignidad sobre todo del alma que lo anima, y que en gracia a su unión sustancial se
lo asocia en el honor de ser morada del Altísimo. Esta teología del cuerpo rectamente entendida
no autoriza ya más respecto del mismo el trato sórdido que le infligían los eremitas primitivos.
El Bautismo lo ha lavado en la lustración purificadora; el sacerdote lo ha signado con la Cruz,
ungido con el Santo Crisma; la Comunión eucarística lo transforma en copón viviente. Después
de la muerte, la Iglesia lo inciensa y lo lleva en triunfo. ¿No era el templo del Espíritu Santo?
Esmérate por que él también venga a ser lo que es. Gracias a él y al funcionamiento satisfactorio
de sus órganos es como tu alma podrá gozar conscientemente de la presencia de Dios en ella.
Guárdate de que una severidad indiscreta te incapacite para sostener un coloquio prolongado con
el Huésped interior. Si María hubiera padecido jaqueca, la entrevista de Betania hubiera perdido
su colorido.
No puedes, sin alegrarte, pensar en lo que pasa en el fondo de ti mismo... En el instante en
que tomas alimento, recreo o sueño, el Padre, en tu alma, engendra a su divino Hijo. Su Palabra
es de una actualidad incesante: "Yo, hoy, te he engendrado" (Sal 2,7).
Trata de percibir con la fe algo de esos intercambios de amor y alabanza entre las divinas
Personas que son la vida de la Trinidad, su gloria que irradia en tu alma. El "Gloria Patri." que
jalona tu salmodia es sólo un eco, si bien el más fiel, de la alabanza que se tributan mutuamente
"los TRES".
La gloria del Padre es su Hijo que refleja a la perfección todos sus atributos. Es su Palabra
interior, su canto. Lo ensalza como la fuente de todos los bienes divinos, el "Principio".
La gloria del Hijo es el Padre que testifica, al engendrarlo perfecto como él, su trascendente
hermosura.
La gloria del Espíritu Santo es el gozo mutuo del Padre y del Hijo, su beso sustancial.
Pídele una y otra vez que te haga menos insensible a ese grandioso himno al que se refieren
todos los actos de religión, es decir, todos los actos de tu vida de eremita, orientada a la glorifi-
cación de Dios.
Al repetir, en unión con la Trinidad, ese inefable "Gloria", comulgas con su beatitud. Tal es la
suprema consolación del desierto, la única que pueda legítimamente codiciar el eremita. Por una
gota de esa alegría los santos lo abandonaron todo. En tu retiro, esfuérzate por que tu corazón
sintonice con el de Dios, y tu gozo se sitúe en lo que constituye la felicidad de cada una de las
Personas divinas.
El gozo del Padre es su Hijo, su expresión perfecta es la palabra que lo engendra: "Filius
meus es tu", "Tú eres mi Hijo" (Sal 2,7), es ese Verbo semejante en todo al Padre, imagen viva
suya, hacia el que lo impele toda su ternura y que le devuelve amor por amor en igualdad perfec-
ta.
La alegría del Hijo es su Padre, de quien recibe todo cuanto es en sí mismo, ese Padre que en
un solo acto agota en favor suyo toda su fecundidad, al comunicarle la naturaleza divina con sus
perfecciones: su felicidad consiste en estar "en el seno del Padre" (Jn 1,18) y en amarlo con ese
matiz de infinita gratitud.
La alegría del Espíritu Santo es la alegría misma del Padre y del Hijo, fundiéndose en esta
tercera Persona. Amor sustancial de las dos primeras Personas, es llamado el Corazón de Dios.
Es un canto, una fiesta divina, es el eco sublime del Amor. Es en Dios el foco de la alegría y de
la dicha.
No hay alegría humana que se pueda comparar con esa felicidad divina. El eremita sabe que
es un bien no ajeno a su vocación, ni menos una tesis que descifrar en los libros, un espectáculo
lejano cuya inasequible esplendidez tornaría su Tebaida aún más antipática.
Es en ti, templo de la divinidad, donde palpita ese corazón de Dios, es en el centro de tu alma
donde se explaya esa maravillosa vida trinitaria. Haz tuyo este dicho de un teólogo: "En este
momento actual que se me va en naderías, Dios todo entero se ocupa (en mí) en dar nacimiento
a su Hijo coeterno" (Régnon).
Eres hijo adoptivo y como tal habitas en el seno de la familia divina, presentado e introducido
por Jesús: "Padre, quiero que los que me has dado estén también donde Yo esté" (Jn 17,24).
Y ¿dónde está Jesús? "En el seno del Padre". La fe y la caridad, participación del conocimien-
to que Dios tiene de sí mismo y del amor que se da a sí mismo, te sumergen en la corriente vital
de la circumincesión. ¿No es ése el sentido de la oración de Jesús: "Que ellos sean uno como
nosotros somos uno, Yo en ellos y Tú en mí"? (cf. Jn 17,20).
En el eremitorio ésa será tu vida interior: asociarte con toda la continuidad posible al canto de
gloria y de amor de las Tres divinas Personas, en comunión con Jesús, el cual asume tus actos
personales y los eleva, valorizados al infinito, hasta Dios. Según el atractivo del momento únete
al Padre para celebrar la gloria del Hijo, al Hijo para exaltar la gloria del Padre, al Espíritu Santo
para saborear la alegría de la Trinidad entera.
Todo ello sólo es posible vivirlo en la fe, en la desnudez del espíritu y el silencio. Ninguna
criatura, ninguna imagen te servirá, toda vez que lo creado te revela la naturaleza de Dios, pero
nada te dice de su vida. Es menester, para llegar ahí, desbordar las cosas terrenas y olvidarlas. El
día que del fondo de tus entrañas ascienda un deseo verdadero que te arranque el ansia del sal-
mista: "Como suspira la cierva por las aguas vivas, así te anhela a ti mi alma, ¡oh Dios!", sabrás
que Dios llama a tu puerta y quiere cenar contigo (Ap 3,20).
Es el Espíritu del Hijo, que Dios ha derramado en tu corazón, el que clama: "Abba, Padre", el
que con gemidos inenarrables pide por ti "lo que corresponde a las miras de Dios" (Rm 8,2627),
es, a saber, tu perfecta unión con él.
Ese es el último "porqué", el último "cómo" del desasimiento del eremita, por qué sigue a la
letra el consejo del Señor, "se retira a su celda, cierra tras de sí la puerta y ora al Padre, que está
ahí en lo secreto" (Mt 6,6). Lo hace materialmente, y más aún espiritualmente con el recogimien-
to intensivo de la celda interior que favorece el eremitorio.
No pases ningún escrúpulo por no dedicar sino poco tiempo a las "devociones", por no sobre-
cargarte de intenciones particulares; la oración oficial de la Iglesia provee a todo, y el honor que
rinde a los Santos en sus Oficios, la eficacia apostólica de sus súplicas, aventajan infinito tus
homenajes e intercesiones privadas. La Epístola a los Hebreos dice que Jesús, en el cielo, "está
siempre vivo para interceder por nosotros" (Hb 7,25). Lo hace sin requerimientos formulados,
con la sola presencia de la marca gloriosa de las cicatrices de la Pasión, memorial de su amor y
obediencia. Tu ser entero, por su consagración y el fervor de tu caridad, pide por sí solo que el
nombre de Dios sea santificado, que su reino venga, que su voluntad se haga.
El eremita puede, con pleno derecho, considerarse como agregado ya a la grandiosa liturgia de
la Eternidad que nos describe el Apocalipsis.
Tiene su puesto entre las "miríadas de miríadas", y los "millares de millares" de Ángeles y
Santos reunidos en torno al solio de Dios, y dice con potente voz: "Al que está sentado en el
Trono y al Cordero la bendición, el honor, la gloria y la dominación por los siglos de los siglos"
(Ap 5,11-14).
Si la liturgia monástica que celebras está simplificada hasta el límite, si se te proporcionan
largas horas de soledad y de santo ocio, es para permitir que tu alma, liberada de toda traba,
anticipe, en cuanto sea posible, lo que será nuestra vida eterna. No por eso confíes en que ya no
sabrás de la pesadez y el hastío de las oraciones desoladas. Toda la fiesta es para la fe y el amor.
La alegría es la de Dios, no la tuya, en lo que podría tener de sensible.
Por miserable que seas, la adoración, en la cual tu egoísmo no puede tener la menor cabida,
será siempre para ti una salida dichosa de tu "yo" obsesivo. La felicidad de Dios será tu felicidad:
ése es el supremo desinterés de la caridad verdadera.
Que en el Templo de tu alma resuenen sin cesar las bellísimas aclamaciones del Gloria: "Glo-
ria a Dios en lo más alto de los cielos.
Te alabamos, te bendecimos, te adoramos, te glorificamos y te damos gracias por tu gloria
inmensa..." Puesto que en el desierto ninguna voz se eleva fuera de la tuya, habrá al menos un
sitio en la tierra donde Dios es adorado puramente...
Epílogo
La celda

"Me ha llevado a la sala del festín y la bandera que sobre sí alzó es el AMOR" (Ct 2,4).

De todas estas riquezas, las primeras semanas de celda no te descubrirán gran cosa, tal vez
nada. Confórmate humildemente con aburrirte y dar vueltas. Tienes el corazón en carne viva por
todo cuanto acabas de dejar, y en las paredes enjalbegadas nada se dibuja sino sólo un Crucifijo
y una Virgen. Hay aún demasiado tumulto en tu imaginación y tu sensibilidad como para que te
cautive lo Invisible.
Habías soñado con esta casita que tu fantasía te pintaba hermana de la del autor de la Imita-
ción de Cristo. En ella estás... y te dan escalofríos. Te entran ganas de fugarte.
Ten paciencia. Ora. Organízate "incontinenti" un ciclo de ocupaciones, lecturas, algún trabaji-
to sobre la Biblia o cualquier otro tema espiritual de tu gusto. Poco a poco descubrirás y saborea-
rás la mística de la celda. Los que la han cantado en términos emotivos que han atravesado los
siglos no eran novicios, puedes creerlo, y lo mismo que tú, han probado, de buenas a primeras,
su austeridad.
La celda del eremita es una vivienda única en su género. No es el despacho de un eclesiástico,
ni la habitación de un jesuita o de un mendicante. El solitario duerme, trabaja, come y se solaza
en su celda. Pero su carácter distintivo está en que ella es todo su universo.
Salvo sus visitas a la iglesia, no debe buscar nada fuera. Todo se le da ahí, en su minúsculo
coto.
Todos los tesoros del desierto, del Monte y del Templo, de tal forma están ligados a ella que
el eremita que la abandone sin un motivo de peso controlado por la obediencia, los pierde al
momento. Fuera, nada encuentra, a él no le aprovecha. El eremita está sometido a la celda para la
subsistencia del alma.
Es un refugio contra los miasmas del mundo; lugar santo en que el Señor se hace el encontra-
dizo, sostiene entrevistas secretas con el alma que, por su amor, en ella se recoge, dando de
mano a todo lo demás. Es aquella "bodega" (Ct 2,4) donde el Amado introduce a su amada para
embriagarla con su presencia y sus dones.
Entregarse en ella a futilidades sería profanarla. En la celda da Dios audiencia al alma solita-
ria. Llegado a los confines de la vida terrestre, desprendido de las contingencias que hacen gemir
a tantas almas sedientas de Dios, pegadas como están a las duras condiciones de la existencia, el
eremita da comienzo a su eternidad en el gozo del Señor.
Si eres generoso verás surgir de la sombra, poco a poco, ese mundo divino en medio del cual
vivías sin tener conciencia de él, porque el relumbrón y el alboroto del otro impedía que se mani-
festara. A tu vez, experimentarás, embelesado, que nunca está uno menos solo que cuando está
solo.

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