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EL POLEMICO DIALECTO ANDALUZ

Entre los años 1900 y 1936 perdió Andalucía una gran ocasión de elevar el habla regional a
la categoría de lengua escrita literaria, como lo son otras hablas peninsulares. En esos años
se había producido un gran florecimiento de idiomas, dialectos y hablas regionales. En
Cataluña gracias a la pluma de Jacinto Verdaguer, quien escribió en los últimos años del
siglo XIX, y de Juan Maragall que murió ya entrado el XX. En Galicia el fenómeno es
doble: se trata de aumentar la producción literaria en gallego, y además de proyectar el
gallego sobre la lengua castellana o idioma nacional. En Valencia don Teodoro Llorente y
sus seguidores hacen florecer el habla valenciana, a la cual prestan valiosísimo soporte las
innumerables publicaciones falleras, revistas, folletos y periódicos editados por las
comisiones de las distintas «fallas» que dan a los hombres de aquella región la oportunidad
de escribir en valenciano y de leer en valenciano. En Extremadura, Luis Chamizo había
rescatado del olvido el habla regional con su libro de poemas «El miajón de los castúos» y
algo también habia hecho en este aspecto en poesías como «El embargo» el también poeta
José María Gabriel y Galán en tierras salmantinas.
Andalucía tuvo, en los años que acabamos de mencionar, una ocasión maravillosa, quizás única, de
elevar el lenguaje andaluz a un rango idiomático escrito, de proyección universal. En esos días
contábamos con un grupo numeroso de escritores de grandísima valía, que han llegado a tener
resonancia internacional, como Federico García Lorca, en Granada; Antonio Machado, en Sevilla;
Rafael Alberti, en Cádiz; Juan Ramón Jiménez, en Huelva. Solamente estoy citando a los que han
alcanzado la máxima resonancia internacional.
Desgraciadamente, hay que reconocerlo, se avergonzaron de su lengua andaluza y se
dedicaron a escribir en castellano. Todos ellos, imbuidos por las ideas del internacionalismo
literario, miran hacia el París del vanguardismo, de los Apollinaire, Max Jacob, y Tristan
Tzara, caso de Juan Ramón Jiménez, o miran hacia el Ateneo de Madrid, centro del
pensamiento político de España, y ombligo de las ideologías más avanzadas, caso de
Machado.
Los más politizados de ellos, acabarán buscando su inspiración en los temas políticos. Los
menos politizados se dedicarán lisa y llanamente a hacerse un sitio en el Olimpo de la
literatura madrileña, para lo que han de emplear la lengua castellana, incluso aunque traten
temas andaluces.
Esto se debió en parte a la imposición de las ideas internacionalistas, deseosas de borrar los
nacionalismos, y más aún los regionalismos. Pero en parte también porque los intelectuales
andaluces a que nos estamos refiriendo, no consideraban el lenguaje andaluz como una
muestra o signo de identidad, sino como una «subcultura idiomática». Todavía hoy es
frecuente que oigamos decir en los medios que se precian de «cultos»:
«Los andaluces hablamos muy mal, nos comemos las eses finales.» «A Fulanito da gusto oírle
hablar, por lo bien que pronuncia.» Es decir, muchas personas andaluzas, no sólo en aquel
momento, sino incluso hoy, no se sienten hablando en andaluz, sino que afirman que «hablamos
castellano pero lo pronunciamos mal».
Políticamente el lenguaje andaluz tuvo muy mala suerte: las «derechas», enviaban sus hijos
a colegios y Universidades de Madrid, y a ser posible al extranjero, sobre todo a Inglaterra, y
con una formación universitaria de Areneros, o de Oxford, consideraban el andaluz como
una manifestación de incultura y de atraso, bueno solamente para hablarlo los gañanes de
sus fincas.
Pero las «izquierdas, por su parte tampoco dieron al andaluz un mejor trato. Porque lo
consideraron como expresión del «señoritismo» y de los «capillitas», es decir, de los dos
grupos odiados: los terratenientes, y la gente dé iglesia. Así retrata Machado en uno de sus
poemas al señorito andaluz «diestro en manejar el caballo y en refrescar manzanilla» y que
acaba sus días haciéndose hermano «de una santa cofradía. ¡Aquel trueno! vestido de
nazareno».
Así se llega a la situación aberrante, de que escritores que hacen toda su obra en andaluz,
como los hermanos Alvarez Quintero, son despreciados por la clase intelectual,
precisamente porque escriben en andaluz.
Poetas como José Carlos de Luna, o Manuel Góngora, y Rafael de León, son tenidos por «poetas
menores» a causa de su andalucismo.
Y no menos aberrante resulta que el más encumbrado poeta sevillano, sea encumbrado por
sus poemas sobre Soria. Y que el autor granadino más mundial, escriba sus obras de
ambiente andaluz, «Yerma», «Mariana Pineda», «La casa de Bernarda Alba», con personajes
andaluces ¡que no hablan andaluz!
En fin, sin el afán europeista de los escritores andaluces de los años veinte y el afán
academicista de esos mismos escritores en los años treinta, habría podido surgir una
poderosa fuerza idiomática andaluza, que nos hubiera colocado en paridad de categoría con
el catalán, el gallego, o el valenciano. Máxime cuando detrás de nosotros había nada menos
que doscientos millones de hispanoamericanos, que hablan con acento andaluz, con el seseo
andaluz y con nuestras síncopas y apócopes.
Sin embargo, a pesar de las dificultades, no se perdió totalmente el andaluz. Hubo escritores
como Nicolás Callejón, en Córdoba, como Barrios Masero en Sevilla, como José María
Pemán en Cádiz, que de un modo u otro mantuvieron el amor al andaluz hablado. Y
últimamente autores teatrales como Manuel Barrios Gutiérrez, han vuelto a poner en el
escenario personajes que hablan en andaluz, sin avergonzarse por ello.
Por nuestra parte, al escribir este libro, queremos señalar que el fomentar el andaluz, no es
un deservicio al castellano, sino todo lo contrario. Andalucía, aparte de que fue la que le dio
gramática al castellano con Nebrija v otros sabios lingúistas, es la región hispanohablante
que conserva más rico vocabulario castellano. Somos depositarios de un inmenso
vocabulario en términos marineros, desde Almería a Huelva; de términos agrícolas, desde
Jaén a Jerez. Y mientras el castellano por imperativos tecnológicos va asimilando cada día
palabras inglesas, alemanas, etc., que designan los nuevos inventos, aparatos y tecnologías,
nuestra región andaluza, revigorizando su lenguaje, puede actuar como un elemento
estabilizador del idioma común.
Siempre y cuando lo sepamos hacer con calidad, con categoría, a nivel culto. No basta para
decir que estamos hablando andaluz, con cambiar zetas por eses, ni con deshuesar de jotas el
castellano. Será preciso que nuestros jóvenes aprendan lexicología y fonética andaluzas con
rigor científico, y que beban sin rechazo, de modas politicas, en las fuentes, por cierto
escasas, del lenguaje escrito andaluz, desde las presuntas «faltas de ortografía» que aparecen
en lápidas antiguas y en documentos medievales y que nos sirven para conocer por
deducción los mecanismos gramaticales, hasta las obras teatrales y literarias de los pocos
que han escrito en andaluz, para después llegar al estudio vivo y sonoro de las formas de
hablar de gentes -de todas las clases sociales por supuesto-de nuestras provincias y
comarcas.
Hay que conseguir que a nuestros jóvenes universitarios de hoy no
les avergüence el hablar en andaluz, sino por el contrario, que sean capaces de llevarlo consigo, y
que a fuerza de exponer ideas importantes en congresos, lo mismo sean de Química, o de Medicina,
que de Horticultura, lleguemos a conseguir que los demás españoles se habitúen a oir la
pronunciación andaluza, y a oírla con respeto. Que se acabe la dolorosa situación de que cuando
alguien habla en andaluz, los «enterados» se den con el codo unos a otros diciendo: «Escucha a ese
que va a hablar ahora, verás qué gracioso.»
Es necesario conseguir que cuando uno habla en andaluz, no le tomen por un banderillero o
por un cantaor flamenco. Pero, naturalmente, para conseguirlo habrá que llevar por delante,
junto con la pronunciación, el contenido intelectual auténtico.
Queremos terminar este prólogo, recordando algo que ya dijimos hace muchos años, y que
entonces cayó en saco roto; veremos si ahora ocurre igual. Nos referimos a la necesidad de
que en Andalucía se llegue a crear un «Conservatorio de Dialectología Andaluza», cuya
tarea se oriente a investigar, por una parte, y a divulgar por otra.
Si esto no se hace, existe el gravísimo peligro de que con los medios de comunicación de
masas, la radio y la televisión, en pocos años se llegue a una homogeneización idiomática, y
perezca lo mejor de nuestro patrimonio cultural, que es precisamente el lenguaje.
Prólogo del libro "el polémico dialecto andaluz"
del catedrático de fonética J. Mª de Mena

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