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Diario pedagógico

Édison Lopera Pérez

Tecnológico de Antioquia

Facultad de Educación y Ciencias Humanas

Licenciatura en Educación Básica con énfasis en Humanidades y Lengua

Castellana

Medellín

2018
La voz le brinda al humano la capacidad de la comunicación, de la expresión así sea

mediana de sus ideas y la interacción social que con ellos deviene. La voz también es un

instrumento musical es capaz de surcar el aire e introyectar en las personas el sentimiento

que otro tiene y quiere transmitir por medio del posicionamiento de sus cuerdas vocales

proyectadas en ondas que salen de la garganta, pasando por la cavidad vocal, el

posicionamiento de la lengua y los dientes y finamente la emisión de sonido. Su intensión

puede ser múltiple y se le puede interpretar de muchas maneras según su entonación, su la

fuerza con la que se proyecte y las palabras que se contenga en ella. Y es todavía más

especial cuando se produce en seres que limitan este instrumento o que desean comunicarse

lo más mínimo con el exterior o que sencillamente, algo les impide comunicarse, una

barrera genética instalada en toda la configuración del ADN que no hizo posible este acto.

Esa mañana, la barrera parecía haberse roto. Aquel estudiante al que tan difícil le es

expresarse debido a que su configuración genética le hacía aislarse de las personas,

comunicarse con una mirada ausente y escucharlo todo sin que sus ojos se posaran en el

emisor, estaba rompiendo los esquemas conocidos y se unió a la voz de dos compañeros de

clase. “Y oigo una voz que dice sin razón vos siempre cambiando ya no cambias más. Y yo

estoy cada vez más igual, ya no sé qué hacer conmigo…” salía al unísono de las tres

personas que estaban delante de mí. Un karaoke que se realiza en medio de estudiantes de

noveno grado. Algunos posan su mirada expectante en aquel chica extraño para ellos, otros

le animan y la gran mayoría le ignora. Mi mirada, como espectador, recurría a los versos

emitidos por la extrañeza del acto. Jamás imaginé que tal acto pudiera hacerse presente

delante de mis ojos y oídos.


Cada miércoles, como es ya habitual, la alarma del celular irrumpe el sueño, lo hace

trizas –o al menos lo intenta- y me despoja de la tranquilidad de la cama. La habitación,

aunque está ordenada de la misma manera, se hace difusa, confusa ante la somnolencia del

instante. Después de unos minutos todo va recobrando su normalidad. El cuarto vuelve a

ser ese mismo centro descriptivo del desorden característico, la cama en medio de la

habitación, a su derecha un closet viejo, de más de treinta años acomodado allí como

siempre y sobre él una pila de papeles universitarios, una lámpara que no enciende, un

peluche de tigre y unas cajas de repuesto para computador. Al otro lado de la cama, una

mesa de noche ocupa aquel lugar. Sobre ella hay una linterna que se carga con la luz solar,

un libro a la espera de un lector que prosiga con sus ojos sobre él, un talco que ya no se

una, un inhalador para asmático y una crema de manos que se usa en los pies. Al final de la

alcoba se encuentra la mesa del computador en donde hay decenas de libros, algunos sin

leer y otros ocupando un espacio simbólico. Y como es de esperar, la habitación está

mezclada con el polvo, producto del abandono de una limpieza más profunda. Después de

que las ansias de dormir abrieran paso al día, fue posible descubrir que estaba en mi cuarto.

Salí de casa y caminé hasta la estación del metro. El cielo aún permanecía oscuro, pero

sin ninguna estrella que observar, la ciudad no lo permite. Al llegar a la estación Bello me

topo con personas que han abandonado el sueño igual que yo, algunos con mayor

entusiasmo, otros sin más remedio que un día laborar que inicia temprano porque deben

cubrir las necesidades de su hogar.

Me aguardaba el colegio Mariscal Robledo una vez más, solo es que esta vez realizaría

la práctica con los estudiantes de noveno grado. Al llegar allí observo alrededor de treinta y

cinco estudiantes. La mayoría de ellos en un estado de somnolencia peor que el mío. Como
tiempo después me diría un profesor chileno “En chile si citas a alguien tan temprano a una

clase nadie irá, a no ser que estés finalizando tu carrera”. En todo caso, madrugar es algo

que enaltece a los colombianos (para que no los mate la pereza) y, aunque se esté todavía

con un ojo en la cama, el otro intentará estar en el lugar indicado. No obstante, era notorio

el “animo” descomunal de los estudiantes por ingresar a un nuevo día de clase. Estaban allí

para recibir la asignatura de educación artística. Se situaron en mesa redonda haciendo todo

el ruido posible (les era imposible levantar las sillas). Al dar un vistazo al salón podía

reconocerse las condiciones que tenían para poder estudiar. El aula era de término medio.

Al lado derecho había grandes ventanales que dejaban entrar todo el ruido de la calle,

situación que hacía más compleja la escucha; del otro lado del salón había un corredor que

daba a las escaleras y al patio. Para ser tan temprano, ya había depositado en el suelo

suficiente basura como para creer que no había realizado limpieza por dos días. El tablero

de acrílico estaba superpuesto en uno tradicional, pero tan solo ocupa la mitad de este.

Había varios papeles pegados por todo el salón, producto de tareas realizadas por los

estudiantes, con consignas académicas que no se centran en la materialidad técnica y

teórica, sino en el esmero y esfuerzo de sus estudiantes por comprender una situación.

En el momento de llevar a cabo mi intervención noté a un estudiante que no esperé allí.

Era retraído, le era difícil prestar atención a cualquier acción que se realizaba en clase y,

cuando me acerqué a hablarle, noté que jamás sus ojos buscaron mi mirada. En ese instante

comprendí que tenía enfrente de mí a alguien que no esperé toparme. Se hace complejo

como la mente de las personas es capaz de ignorar o prever algunas situaciones. Hasta hay

estudios de futurología donde las personas se especializan en saber qué sucesos serán los

que determinen los cambios de la sociedad, debido a la situación económica y política que

enfrenten las naciones. En la literatura Orwell y Huxley son los visionarios más recurrentes
que dieron cuenta de la transformación de la realidad social, haciendo énfasis en la

mezquindad de la población y la decadencia humana. No, en aquel instante no podría

considerarme un visionario, jamás incluí un material que pudiera permitir la inclusión de un

estudiante con necesidades espaciales. Desde entonces intento centrar la atención en el

devenir de los días, sobre todo si quiero proyectar el saber hacia las personas que tengo

delante de mí y que me observan con sus ojos de jueces dispuestos a destrozarme si así lo

quisieran.

Llegó otro día en el que haría mi intervención con los chicos de noveno grado. Solo que

esta vez debió efectuarse en la biblioteca. Tal fue mi asombro al saber por qué los

estudiantes deberían ver las asignaturas allí por un mes. “Lo que pasa es que en este colegio

hacen falta dos aulas, por eso asignan, cada mes, a un grupo para que vea clases en la

biblioteca y el otro grupo que hace falta se alterna con las clase de educación física que se

hacen en la placa deportiva del colegio” me decía la profesora Yamile, quien daba la clase

de educación artística. La biblioteca no estaba preparada para albergar a tantos estudiantes,

al menos no para la capacidad que se requería para el grado de noveno cuatro; así que

varios de los estudiantes debían sentarse afuera del aula y realizar las actividades en el

suelo. Allí me pregunté cómo un colegio podía permitirse tener tantos estudiantes si no

contaba con la estructura física para poder tener a toda la población dentro de un aula. Esa

fue otra de las circunstancias que jamás preví y nuevamente llega la imagen de los

escritores a mi cabeza, si siguen así iban a despedazarme el pensamiento.

Debido a las condiciones del aula, me enfrenté a la realidad de hacer que todos

trabajaran de la manera que pudiera para poder realizar la actividad. La biblioteca tan solo

contaba con tres grandes mesas de color café, que por su barnizado no parecían estar viejas
o maltratadas. En los alrededores había estantes que contenían libros, por lo general

relacionados con las asignaturas del colegio y otros enciclopédicos. Sin importar si todos

los estudiantes podían o no ocupar el recinto, el ambiente del “aula” parecía desprovisto de

motivación, tal vez alguien había hurtado el sentimiento de querer aprender mientras se

realizan actividades. El único culpable posible era Morfeo y sus intenciones firmes de

sembrar en los chicos la discordia y confundirse en la realidad con ellos para que se

depositaran en el sueño. A mis espaldas, se encontraba otro estante con libros de literatura,

al parecer olvidados y algunos con mucho polvo. Allí llevé a cabo la actividad de escritura

que consistía en redactar un evento del pasado y otro del futuro. Para ellos pregunté qué

pasarían si pudieran viajar en el tiempo, tanto al pasado como al futuro. Me llevé gratas

sorpresas. Varios estudiantes plasmaron un gran contenido escritural, tanto en forma como

en creatividad. No obstante, se resalta el hecho de que a muchos de los estudiantes parecía

no importarles el tema. Escuchaban música, o conversaban con otros compañeros y yo

jamás he sido partidario de obligar a los estudiantes a realizar las actividades, pero sí era

insistente en que debían de hacerlo. Les hablaba de todo lo que podía conseguirse a través

de la lectura y, cuando uno de los alumnos leyó, algunos parecían ratificar mis

afirmaciones.

Nuevamente, el caso más complejo para mí se hallaba con aquel chico al que no supe

cómo abordar la otra vez. Veía que quería realizar la actividad, pero no escribía nada. Así

que me acerqué a él y le pedí que no realizara el escrito, pero en vez de eso haría un dibujo

de lo que él consideraba pasaría si viajaba en el tiempo. En esta ocasión no conseguí nada.

Pero en una sesión que tuvo lugar a los ocho días el resultado fue diferente. Esta vez la

labor consistía en construir un personaje. La construcción se hacía por medio de preguntas

que los estudiantes realizaban y al responderlas otorgaban características de este. Para esta
ocasión le pedí nuevamente al chico que realizara el dibujo e hizo algo sorprendente. Tomó

su lápiz y llevó a cabo la empresa que tan difícil creí que sería. Nos otorgó a todos una

muestra de talento que nadie parecía haber observado. Hizo un dibujo sobre un robot con

un lujo de detalles que mostraban una gran creatividad. No sé cómo explicar lo que mis

ojos pudieron contemplar en aquel instante. Solo me queda grabada la memoria de un

hecho crucial en la formación de mi licenciatura. Una persona puede romper todos los

esquemas y se hace más sorprendente cuando jamás esperas algo como eso.

Por eso fue tal mi asombro, cuando en una actividad de karaoke, aquel chico se unió a

otros dos y cantó Ya no sé qué hacer conmigo. Parecía como un mensaje enviado por un

hálito divino. Un chico autista cantando aquella canción. Parece el sarcasmo más grande

que la vida me haya mostrado. Una persona con tantas limitaciones cantando aquello que

refleja a un ser que todo parece haberlo hecho. Una proyección de tal magnitud proveniente

de un chico en sus condiciones que se aventuró a cantarnos aquellas estrofas, a decirnos

cosas que tal vez no podría hacer, pero que para él significaban mucho. Tal vez los

humanos aún no estamos capacitados para entender lo que una persona con aquel

pensamiento quiera transmitirnos. Tal vez el único que no puede entenderlo soy yo. En

aquel momento lo único que se me hacía relevante era poder observar todo rompimiento de

esquemas y deleitarme con la voz de un chico de catorce años que cantaba con toda su voz

algo que le gustaba.

No es la única vez que me he topado con experiencias de este tipo a lo largo de mis

prácticas. La primera vez no supe cómo enfrentarlas. Ronda mi mente entonces la labor que

un practicante debe tener cuando se enfrena a situaciones como esta, además del

compromiso que tienen las instituciones académicas con los practicantes. Así le sucedió a

un compañero, cuando llegó al aula nadie le había avisado acerca de un alumno de su salón
que no sabía leer y escribir, y que solo estaba allí para no “excruirlo”. Nadie le había

informado sobre esta situación y es donde es cuestionable no solo la actitud del centro de

práctica, sino también la forma en cómo las prácticas se gestionan dentro de la universidad.

Los centros de práctica deberían tener informes para entregárselos a los futuros

practicantes, además de contar con un acompañamiento en todo el proceso de intervención.

Si bien los docentes cooperadores pueden convertirse en aliados para identificar las

situaciones del aula, las instituciones no deberían desligar su función y hacer

acompañamientos para identificar los problemas de las aulas y de los practicantes. En mi

caso, en ninguna de las intervenciones que he tenido a los largo de estos años conté con el

acompañamiento de la institución e inclusive, en muchos de los centros no hubo un

tampoco asesorías por parte del docente cooperador. Queda entonces establecido que el

proceso de práctica debe mejorar mucho, pues el futuro de profesores entregados a su

carrera inicia desde las intervenciones de aula que se tiene desde practicante.

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