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El Chicho Allende

Carlos Jorquera Tolosa


Desde el golpe militar del 11 de septiembre de 1973 se han escrito numerosos artículos,
ensayos, intentos de biografías e incluso novelas sobre el ex Presidente Salvador Allende.
Hasta ahora, sin embargo, no se había trazado un perfil tan íntimo del Chicho. Esta es una
crónica entrañable pero puntillosa en el afán de no distorsionar la real personalidad del
dirigente socialista que llenó medio siglo de la historia política de Chile.

Primera edición, 1990


Segunda edición, 1993

© 1990 Carlos Jorquera Tolosa


Inscripción legal Nº 74.429

© de esta edición
Ediciones BAT
Antonio Varas 1480, Providencia
Teléfono – Fax: 2230668
Santiago de Chile

I.S.B.N 956-7022-07-K

Diseño de portada: Patricio Andrade


Impresor: Alborada S.A.
Impreso en Chile / Printed in Chile
Noviembre de 1993
Tirada de esta segunda edición: 1.000 ejemplares
Carlos Jorquera, es periodista, punto.
Reportero de vocación irresistible, escribió en algunos de los periódicos y revistas más
recordados de Chile: Las Noticias Gráficas, Las Noticias de Última Hora, Ercilla y Punto
Final. En televisión hizo famoso su programa de entrevistas A ocho columnas. Pero su
principal ocupación, en la mayor parte de su vida adulta, consistió en asesorar al senador y
luego Presidente Salvador Allende, a quien acompañó hasta el final en el palacio de La
Moneda. Después del golpe militar estuvo dos años preso en la isla Dawson y en distintos
lugares de reclusión. En 1975 salió al exilio y permaneció en Venezuela, trabajando como
editor de El Diario de Caracas. Retornó a Chile apenas le fue levantada la prohibición de
ingreso, en 1988.

Un retrato a la vez irreverente y entrañable del amigo, el líder, el estadista y el gran


orador a quien su padre llamó Chicho porque de niño vacilaba al pronunciar su nombre:
Salvadorcito, Salvador Allende.
UNO

. . . Y ENTONCES, ME SUICIDE.
Y fue cierto: el Negro Jorquera, después de pasar por todo lo que pasó en La Moneda,
ese 11 de septiembre, se suicidó. Así, tal como suena.
A un periodista viejo como el Negro, muchas cosas se le tienen que haber esfumado de
la memoria, pero nunca un hecho como su propio suicidio.
Tambaleando entre sus recuerdos, ahora no le queda más camino que reconocer la
verdad, a prueba de desmentidos, como sentencia el catecismo del oficio.
Y reflexiona:
— No llevo la cuenta de los suicidios que me ha tocado reportear. Y siempre pensé que
el principal problema, para nosotros, los periodistas, consiste en que los suicidas no pueden
declarar a la prensa después de muertos. Y eso le quita a la noticia una dosis importante de
veracidad, la cual habitualmente se suple recurriendo al melodrama; es decir, imaginando lo
que seguramente debió haber ocurrido. Hay suicidas que dejan cartas, es cierto. Pero esas
nunca sirven de mucho; alo más, para conformar, en algo siquiera, a los familiares y ahorrarle
trabajo a la policía. Yo había reporteado fusilamientos, como el de Carreño Meneses, en La
Ligua, y aun algo peor: una notificación judicial de la pena de muerte: al Criollito. No diré
que sean mejores o peores que suicidarse; precisamente por eso: porque los muertos no
hablan. Puedo asegurar, en cambio, que si suicidarse con eficiencia ya es bastante malo, ello
no significa que sea tan bueno intentarlo y resultar frustrado. Me parece recordar, a propósito,
que el Código Penal no castiga al suicida chasqueado. Con razón, porque con el ridículo es
suficiente. Pero sí pena a quien colabore con él. En el caso mío, deberían haber juzgado a
Osvaldo Puccio. Él me proporcionó la cápsula que tragué para quitarme la vida, convencido de
que era una decisión política convenida por los colaboradores de Chicho Allende, que
estábamos sobreviviendo a su muerte. Es decir: acompañarlo hasta el Más Allá. Creo que pocas
veces he sido políticamente más responsable que cuando tragué la cápsula y me tendí en un
camastro —en uno de los sótanos del Ministerio de Defensa— esperando que la muerte me
llegara; ojalá sin tanto alboroto, no como lo estuviera haciendo durante toda esa mañana
imposible de olvidar.
Chicho ya estaba muerto. De lo contrario, yo me hubiera ganado una "allendada", por
ineficiente: no sólo no me morí, sino que, gracias a esa cápsula, comencé a sentirme un poco
más aliviado.
Puccio (Secretario Privado de Chicho), finalizando su libro. Un Cuarto de Siglo con
Allende, relata así esta escena:
— De pronto llegó el compañero Carlos Jorquera, que había estado en La Moneda. Estaba
físicamente destrozado y arrastraba una pierna. A pesar de que venía escoltado por soldados y
dos oficiales, le pregunté a Jorquera: "¡Negro! ¿Y cómo está el Chicho?" Carlos quiso
contestarme. Lo empujaron violentamente hacia la otra punta de la pieza. El oficial dijo: "Su
Chicho se está pudriendo. Se lo están comiendo los gusanos. Dos metros bajo tierra".
El oficial que mandaba el piquete ordenó a los soldados abandonar la pieza y se quedó a
solas con el Negro. Lo trató de "señor", algo que al Negro se le quedó grabado para el resto de
sus días... Menos mal, al fin era señor. Más vale tarde que nunca.
— Voy a tener que allanarlo de nuevo, señor Jorquera.
Se quedó mirando la placa del funcionario de la Presidencia: — La voy a guardar como
recuerdo.
— Cuidado, mire que parece que trae mala suerte.
En seguida, el oficial observó con más calma a su prisionero: — Puchas que está jodido.
¿Quiere ir al baño?
— Sería bueno: estoy tan mojado, por fuera...
Y entonces una rápida visita a un baño vecino y a la pieza otra vez.
— ¿Qué más necesita, señor Jorquera? — Un cigarrito.
— Yo no fumo, pero voy a ir a buscarle uno por ahí. Ah, y le voy a conseguir un par de
aspirinas, a ver si así puede empezar a bajar ese brazo... Son dolores neurálgicos.
Osvaldo Puccio podía contemplar esta escena porque estaba sentado sobre una mesita
ubicada en un pasillo que enfrentaba a la pieza.
Cuando el oficial salió, Puccio hizo un movimiento con su brazo derecho, como si fuera
a sobarse la espalda, y lanzó la cápsula que cayó en la cama de Jorquera. Este le hizo una
pregunta con los ojos y Puccio la respondió con un gesto aprobatorio, grave y compungido: el
último adiós entre dos viejos amigos.
El Negro Jorquera asegura:
— Había leído muchas historias acerca de quienes, luego de una derrota, o para evitar
las torturas, andan con veneno encapsulado y se lo toman cuando ven que ya todo está
perdido. Los alemanes, por ejemplo, habían perfeccionado mucho este sistema y hasta
algunos de los procesados en Nuremberg eludieron el castigo tragándose una cápsula. Yo creí
que así era la cosa y que ahora me tocaba a mí. Acerté, eso sí, en la nacionalidad de la
cápsula: era alemana. El embajador de la RDA se las traía especialmente a Osvaldo, para
normalizarle su propensión a los infartos.
Reapareció el oficial con el cigarrillo encendido y los analgésicos. Le estrechó la mano
al Negro Jorquera, diciéndole:
— Hasta aquí no más puedo llegar. Lo demás es cuestión de suerte. Yo me voy muy
contento de haberle salvado la vida. Espero que alguna vez volvamos a encontramos. Yo sé
cómo se llama usted pero usted no sabe cómo me llamo yo. No importa, cuando sea necesario
lo va a saber. Adiós y... buena suerte. ¿Qué había ocurrido? Los recuerdos de Jorquera
registran lo siguiente, contado mal y pronto:
— Ya estábamos tirados en la otra vereda, la del garage de La Moneda, absolutamente
inmóviles, porque cada uno tenía tres o cuatro soldados con sus metralletas pegadas a nuestros
cogotes, esperando el menor movimiento para disparar.
Y, de pronto, se escucha una voz muy potente:
— Vuélvanse "chuchasdesumadre" para verles las caras. Poco a poco los caídos
empezaron a cumplirla orden. Cuando el oficial que la había dado iba frente al Negro, lo miró
con más detenimiento y dijo:
—Este es Jorquera. Ya, ¡arriba!
Y le hizo un gesto con la mano, para que el Negro se levantara. Pero cuando éste iba a
medio camino, algunos de los soldados parece que tenían una idea contraria porque hicieron
ademán de dispararle. Entonces el oficial se regresó rápidamente y ayudó al Negro a
levantarse. Luego cruzó con él la calle Morandé y lo dejó de pie, apoyado en la muralla de La
Moneda. Le recomendó:
— No haga ningún movimiento. Porque apenas se mueva le van a disparar.
Y cinco soldados, con sus inquietas ametralladoras, hicieron un semicírculo en tomo al
prisionero. El oficial terminó su recorrido de inspección y volvió donde Jorquera.
— Ya, vamos andando.
El, en la vanguardia; al medio, el Negro; y los cinco soldados apuntando, en la
retaguardia. En el Ministerio de Defensa, los uniformados se le cuadraron respetuosamente al
oficial y el grupo entró, sin dificultades, hasta esa pieza pequeña del sótano, frente a la cual
estaba Osvaldo Puccio y donde el Negro quedó en depósito hasta que lo sacaron para llevarlo
a la Escuela Militar, junto con otros prisioneros importantes. A partir de ahí, ascendió de
"señor"—a "jerarca".
Y, en un quinto piso de uno de los edificios de la Escuela Militar, los presos destinaron
los primeros minutos a intercambiar sus propias experiencias. Todas tristes, por supuesto. Es
probable que la del negro Jorquera haya sido una de las que aparecieran más inverosímiles.
A poco de llegar a Caracas —exiliado, luego de dos años de prisión, más o menos—
pasó por ahí Eugenio Velasco Letelier. Almorzaron juntos, en el hotel donde el Negro
Jorquera se hospedaba. La pregunta de rigor: — ¿Cómo te pudiste salvar?
El periodista contó su versión, la única que tenía. Resultó notorio que el hombre de
leyes, y gran luchador por los derechos humanos, no fue mucho lo que le creyó. Más bien
pareció atribuirlo a un desajuste mental de los que, comprensiblemente, suelen adolecer
quienes empiezan a respirar de nuevo aires de libertad.
Meses después, fue el propio Eugenio Velasco el que llegó exiliado a Caracas. Al
encontrarse nuevamente con su amigo periodista, exclamó:
—Negro, y era verdad lo que me contaste.
Claro, ya se había celebrado en Santiago la Asamblea de Cancilleres de la OEA, con
la presencia del mismísimo Henry Kissinger. Algunos asilados en diversas sedes
diplomáticas trataron de aprovechar la oportunidad para denunciar atropellos a los derechos
humanos.
Hubo uno que no alcanzó a asilarse en la Embajada de Italia. Solamente pudo llegar
hasta la Cancillería italiana (que estaba en otro edificio) y ahí se guareció con su esposa y su
hijo de cinco años. Eso fue el 3 de septiembre de 1975.
Le envió un mensaje a Eugenio Velasco pidiéndole que fuera a visitarlo. Velasco fue
y sostuvo una larga conversación con ese ex—oficial de Inteligencia, que llegaría a ser el
"decano" de los asilados en Santiago. Tuvo que pasar mucho tiempo antes que las
autoridades militares chilenas accedieran a darle el salvoconducto. No porque haya salvado
al Negro Jorquera, que eso no tenía la menor importancia, sino porque "sabía
demasiado".
Cuando estaba en la Cancillería de la Embajada de Italia, se las arregló para hacerle
llegar una carta a Carlos Morales Abarzúa (ex—diputado y ex—presidente del Partido
Radical, exiliado en Caracas). Un párrafo de esa carta, dice textualmente así:
"Tengo entendido que Carlos Jorquera, el ex—Agregado de Prensa de Allende, se
encuentra asilado en Venezuela. Dile que todavía tengo su placa de la Presidencia (...) yo
pertenecía a la dotación del Ministerio y no de los regimientos que eran los encargados de
los detenidos. Así es que revisé a los que estaban tendidos boca abajo en la vereda y le dije
a Jorquera (quien no sabía que de allí partirían a ser fusilados) que se levantara. Me dijo:'No
puedo', pues tenía el brazo derecho contraído por efectos de la tensión nerviosa del
bombardeo. Le ayudé a levantarse y le dije: 'Vamos al Ministerio' e inmediatamente le dije:
'Hicieron puras cagadas; él me respondió: 'Hicimos lo mejor que pudimos'. Yo le contesté:
'¡Qué lo iban a hacer bien si tenían a la CIA metida hasta en las narices!' Una vez en el
Ministerio lo llevé al subterráneo, donde tomó agua y orinó en el lavatorio; en seguida, le
preparé una cama para que descansara y le traje 3 mejorales para que se le quitara la neuralgia
que no le permitía mover el brazo. Todo fue en el más cordial diálogo. Siempre admiré su
programa en la televisión, antes de que subiera Allende. Después no supe más de él, pero su
vida estaba a salvo. El nunca supo cuál era su destino si yo no lo hubiera, "bajo mallete",
llevado al Ministerio. Hoy estaría bajo una acacia. Ahora deseo queme devuelva la mano..."
En ese día del golpe militar, cualquier expresión de "realismo mágico" quedó pálida
ante tantas historias auténticas ocurridas en un plazo tan breve.
Por lo pronto, la carta en cuestión es una prueba testimonial del caso de un periodista
que le debe la vida a su oficio. Al Negro Jorquera lo salvó el recuerdo de su programa de
televisión A Ocho Columnas. Por lo menos, así lo asegura el remitente de dicha misiva cuya
identificación, ahora que es él quien está a salvo, ya puede revelarse: El Oficial de
Inteligencia de la Fuerza Aérea de Chile, Rafael González Verdugo, Serie 27759.
Copias fotostáticas de la carta en cuestión fueron distribuídas entre personalidades
extranjeras. Y su original está en los archivos de la Comisión de Derechos Humanos de
Naciones Unidas.
Finalmente, González Verdugo logró vencer la resistencia oficial y llegó a Estados
Unidos. Aseguran, quienes han estado con él, que tuvo una participación muy valiosa en la
confección del guión de una de las películas más laureadas de las últimas décadas: Missing
(Desaparecido), basada en el caso real del norteamericano Gorman, que fuera fusilado en
Santiago durante los días inmediatamente posteriores al golpe. González Verdugo parece que
conocía todos los detalles de esa dramática historia que, de paso, sirvió para que Jack
Lemmon conquistara nuevas glorias como uno de los mejores actores del cine mundial.
Así son las circunstancias que van determinando las vidas. En otras palabras, las vidas
son eso: sucesión de circunstancias. Todo loque fue pudo no haber sido, pero fue. Y desde ahí
tiene que partir un periodista que pretenda describir un suceso. Con mayor razón cuando fue
una vida la que se convirtió en un suceso histórico. Es decir, que trascendió a su tiempo y se
instaló en el futuro.
Ese fue el caso del Chicho Allende.
Desde sus primeros pasos, las circunstancias lo fueron determinando para que pudiera
culminar su existencia cumpliendo el rol que con tanta pasión anheló. Y que lo domicilió para
siempre en la. Historia.
Es claro que él colaboró bastante con sus propias circunstancias. Y con tanta porfía lo
hizo que, en el balance final, éstas solamente aparecen como un aporte de menor cuantía en la
construcción de su personalidad. La cuota más relevante provino de él mismo;
fundamentalmente, de su increíble tenacidad para volver a transitar lo ya recorrido, para saber
detectar una centella de optimismo cuando todo parecía sin remedio derrumbado. Y, muy
especialmente, para no dejarse contaminar por la mediocridad.
Por sobre todas las interpretaciones que puedan surgir—y de hecho ya han surgido
muchísimas— acerca de quién fue y cómo fue Salvador Allende, hay una conclusión en la
que coinciden todos los que lo conocieron en la intimidad: fue lo más alejado que pueda
concebirse de un mediocre... a pesar de los distintos roles que desempeñara en tantos
escenarios políticos donde los adocenados brotan como callampas.
Quizás si la cualidad más notable de Chicho fue su sentido de la Historia: ese carburante
de su vitalidad tan asombrosa que le permitió permanecer absolutamente lúcido en sus
estremecedores minutos finales.
Porque Chicho Allende entró ala Historia por la puerta grande y se dio el gusto de
hacerlo a plena conciencia. Algún poeta pudiera decir que supo "vivir su propia muerte",
derrotando sin revanchas a quienes creyeron que con balazos podían no sólo eliminarlo de La
Moneda sino también de la memoria de Chile. Por eso, en aquellas horas terribles del 11 de
septiembre de 1973, le sobró tranquilidad de espíritu para preocuparse de los demás: de sus
hijas y de sus acompañantes en La Moneda y de, quienes, por una u otra razón, no habían
podido llegar hasta allá (Tencha, en primer lugar). Y, sobre todo, de ese chileno anónimo que
había confiado en su prédica de tantos años y que ahora quedaba tan inerme ante el
desenfreno de la fuerza bruta.
Este dominio de sí mismo es la razón que explica cómo pudo decir ese discurso
conmovedor de "las grandes alamedas": sentado en su silla presidencial y agachado para
proteger mejor la frágil acústica del teléfono que lo comunicaba con la única emisora
democrática que aún sobrevivía (la Magallanes), con su casco en la cabeza, la metralleta al
lado, su mano derecha sosteniendo el fono y cubriéndolo con la izquierda, para que sus
palabras postreras pudieran llegar a los oídos que siempre fueron los que más lo apremiaron:
"¡Trabajadores de mi patria!..."
Fue un discurso improvisado, que le brotó del fondo de su alma, porque era ahí donde
venía fermentando.
Esa fortaleza interior fue la que le dio la presencia de ánimo suficiente para ordenar a
los compañeros que lo rodeaban, en el segundo piso de la Presidencia, que abandonaran toda
idea de resistir y que descendieran —disciplinadamente, compañeros a la planta baja; pero
que antes de hacerlo, guardaran un minuto de silencio en homenaje al Perro Olivares, a quien
el propio Presidente, en breves frases, consagró como "el primer mártir de la revolución
chilena".
Ya desde muchos años antes de terciarse la banda presidencial solía cortar discusiones
con amigos íntimos apelando aun argumento muy propio de él y que, obviamente, se prestaba
para los comentarios más irónicos. Con una mano golpeándose prepotentemente uno de sus
brazos, decía, con sobreactuada seriedad:
—Toca aquí, toca aquí: esta carne es bronce para la Historia. Lo bueno es que resultó
cierto. Pero lo malo es que se ha tratado de utilizar esa impronta histórica como abono para
una suerte de mitología criolla que pretende presentarlo a las nuevas generaciones como un
semidiós, como un superman lleno de virtudes y sin ningún defecto. Y así no se anda ni cerca
de lo que Salvador Allende realmente fue y siempre quiso ser.
El hubiera sido el primero en oponerse a ese "fundamentalismo" vernáculo que todo lo
ve en blanco y negro, sin reparar en los matices que va imponiendo la vida y, precisamente,
sus circunstancias.
Resultaría muy largo y fastidioso enumerar todos los títulos que acumuló en sus 62 años
de tránsito por este mundo, antes de conquistar el de Presidente de la República: médico,
ministro, senador, diputado, fundador de partidos políticos, autor de libros y textos sobre
medicina social, presidente del Colegio Médico, anatomopatólogo, Vicepresidente de la
Federación de Estudiantes de Chile, campeón juvenil de decatlón y natación, conscripto con
buena antigüedad en dos regimientos, malo para el baile, más o menos para la rayuela y muy
bueno para los combos, masón y versallesco galán... con más empeño que fortuna.
Y habría que agregar tres más: buen hijo, buen padre y buen amigo.
Él mismo insistió tantas veces en que no tenía pasta ni de héroe ni de mártir. Se sentía
bien cuando lo llamaban Compañero Presidente, a pesar de que tampoco eso le satisfacía
plenamente. Quizás si el título que él hubiera elegido para sí mismo habría sido el de
"combatiente social", equivalente a "constructor de una nueva sociedad". Vale decir:
revolucionario.
Y como el galardón de revolucionario no se gana en conciliábulos ni en maquinaciones
politiqueras —ya que tal doctorado únicamente lo propone la mayoría de un pueblo para que
lo sancione la Historia—jamás dudó de que sólo podría conquistarlo de una manera: siendo
consecuente con su prédica sembradora de conciencia. Pero eso tenía, tiene y seguirá teniendo
un solo precio: la vida. La propia, no la de los demás. El Presidente Allende estuvo dispuesto
a pagarlo y lo pagó. Por eso está en la Historia y por eso es un ejemplo.
Si Chicho hubiera escrito su autobiografía, puede asegurarse que la habría comenzado
definiéndose como un demócrata. Y de verdad que lo fue. Hasta el último minuto. No murió
por ninguna causa distinta de la democracia. Y vivió constantemente aferrado a esos valores,
o modos de ser, que configuran la chilenidad.
Así, resulta perfectamente coherente con su vida esa angustiosa preocupación por salvar
de las llamas el Acta de la Independencia, justamente en medio del bombardeo y cuando lo
que más falta hacía era aire para respirar. Pero él insistió en que había que rescatar ese
documento, que se encontraba en una pared de la sala de Consejo de Gabinete, y que es la
partida de nacimiento de la Patria independiente.
Tuvo similar preocupación por la banda presidencial. Desde el primer día de su
gobierno la mantuvo sobre una repisa de su despacho, siempre a su vista y con prohibición
absoluta de que alguien fuera a tocarla siquiera. Sólo en la víspera del 11 de septiembre pidió
a una de sus secretarias, Patricia Espejo, que la colocara — con mucho cuidado, Patricita —
en un anaquel que había ordenado abrir en uno de los murallones de La Moneda, al lado de la
pieza pequeña donde dormía sus siestas.
Así se salvó la banda presidencial. Qué bueno sería que el Acta de la Independencia
también apareciera algún día, aun chamuscada y ensangrentada. Pero única e insustituible...
como Chicho Allende.
Todos 1os amigos íntimos que le sobreviven recuerdan con simpatía su indescriptible
perseverancia por llegar a conquistar esa banda tricolor. Es que un hombre como él no podía
soportar una existencia lineal, sin altibajos. Por cierto que Salvador Allende los tuvo y, como
diría su amigo español Víctor Pey, "¡Vaya que sí los tuvo, hombre!"
Por lo pronto, fue valiente y cobarde, simultáneamente. Así como fue líder de las causas
proletarias, revelaba, al mismo tiempo, una epidermis social más delicada que la de cualquiera
de esos señorones a los cuales combatió toda su vida. Un ejemplo de esto último: en la
campaña presidencial de 1952, en los mismos días en que se ofrecía a las masas como
portaestandarte del combate social, se vistió como lord inglés para batirse a duelo por una
discusión senatorial que, según él, había afectado su "honor de caballero".
Para los pacatos que sólo saben navegar a favor del viento que soplan los poderosos,
tales contradicciones estarían dejando al desnudo a un politiquero falaz, que supo
aprovecharse astutamente de la ingenuidad de aquellos que creyeron en él. Pero quienes
conocen en carne propia los riesgos que acarrea enfrentar directa y permanentemente a los
grandes intereses —de Chile y de fuera de Chile— saben que un verdadero conductor de su
pueblo no sólo debe disponerse a derrotar a esos formidables poderes sino también a sus
propias imperfecciones. Si Chicho Allende hubiera sido "perfecto" no habría llegado donde
llegó.
Es que fue mucho más que un hombre de valor. Fue temerario y a veces hasta
imprudente. El aseguraba que había una bala esperándole, con dedicatoria especial, pero de la
que no valía la pena preocuparse porque no le llegaría en ninguna víspera. Y así enfrentó a
cuanto se le puso por delante, hasta metrallazos, tanques y bombas. Sin doblegarse jamás,
como pueden atestiguarlo quienes le ofrecieron conservarle la vida a cambio de que aceptara
escurrirse de la Historia por la puerta de servicio.
Y, paradojalmente, aquel coraje del cual hiciera tanta gala no le alcanzó para decir esas
palabras que siempre quiso pronunciar: "Tencha, hay una sola mujer a la que realmente amo:
tú". Y esa frase, que los enamorados han silabeado en todos los idiomas del mundo, el
valiente Salvador Allende—el mismo de "las grandes alamedas"— no tuvo valor de decirlas
cuando debió hacerlo.
Con todo el dolor de mi alma, yo, Carlos Jorquera, voy a delatarlo ahora... ahora que
Chicho no está presente para impedírmelo.
Fue en 1972. Mi matrimonio estaba naufragando y el Presidente había dedicado varias
horas a discutir conmigo mi propia situación afectiva. Era así. Se creía con derecho a
intervenir en las interioridades de las parejas más cercanas a él. (También era el "peaje" que
había que pagar para transitar indemne por los atajos de su intimidad). Una noche, dos o tres
horas después de una conversación privada, me llamó por citófono para preguntarme cómo
me sentía. Le dije la verdad, como siempre. Aún escucho sus palabras:
—Vente inmediatamente para acá.
'Yo era su Secretario de Prensa. No recuerdo con quiénes estaba el Presidente. Lo
que jamás olvidaré es que, apenas entré en su despacho, se paró de su sillón y, sin decirme
nada, me sacó a la antesala presidencial (el "boule", como se le llamaba). Ahí, parados en
medio de esa pieza, me dijo lo que hoy me atrevo a repetir para que se conozca una
dimensión, hasta ahora ignorada, de la personalidad de Salvador Allende. Fue lo siguiente:
—He tratado de ser contigo como un hermano mayor, Negro, lo mismo que con el Perro
(Olivares), con José (Tohá), con Osvaldo (Puccio), con todos ustedes... ¡Por eso es que me
duele tanto que te esté pasando lo mismo que me ha pasado a mí! Porque veo lo que te
sucede ahora y me veo a mí mismo: como un tonto, como un cobarde, como un maricón...
Porque jamás he sido capaz de decirle a Tencha que ella es la única mujer a la que amo
realmente.
Y lloró. Lloramos juntos, abrazados.
Por supuesto que no es fácil escribir sobre este asunto y esta es la segunda vez que lo
hago. La primera fue a poco de llegar al exilio venezolano y, no teniendo todavía muy
claro cómo serían mis próximos días, le envié un papelito a Tencha, que estaba en México,
relatándole esta escena que, si algún valor tiene, le pertenece a ella más que a mí. Espero
que Tencha sepa perdonarme la indiscreción que estoy cometiendo, pero creo que ahora la
imagen del verdadero Chicho Allende ya no es patrimonio de nosotros sino de todos los
chilenos. Especialmente de los jóvenes.
En fin, sea como fuere, era temerario por aire, mar y tierra. En el aire, era francamente
temible cuando se encaramaba a esos avioncitos que lo trasladaban a cualquier punto del país.
No se quedaba tranquilo hasta que convencía al piloto que le entregara el timón por unos
momentos. Y... ¡como era el Presidente! Igual sucedía con los helicópteros. Tenía una
verdadera fijación con sus palancas de mando. Ya se sabía cuando era él quien venía
piloteando; sólo por milagro no quedaba enredado en las copas de los árboles.
Y una vez, siendo Presidente, casi sigue vuelo hacia la eternidad (una de las tantas veces
en que los golpistas estuvieron en un tris de ahorrarse el 11 de septiembre). Fue entre Santiago
y Viña del Mar. El helicóptero sufrió un desperfecto y logró aterrizar de emergencia en un
potrero cercano a la recta que conduce a Casablanca. Chicho iba más apurado que de
costumbre, porque había convocado a un consejo de gabinete en Cerro Castillo. Entonces, una
vez que el aparato se aquietó en tierra, caminó apresuradamente el par de cuadras que lo
separaban de la carretera. Y se puso a hacer dedo, como los hippies de aquellos años. Al fin,
llegó a Cerro Castillo en un auto manejado por alguien que lo reconoció a la orilla del camino.
Pero los "comentarios" que discurrían subrepticiamente por las altas esferas —gubernativas
afirmaban que, precisamente en esos momentos en que el Presidente de la República hacía
auto—stop, pasó frente a él un auto fiscal, conduciendo a un ministro que también tenía temor
de llegar atrasado al consejo. Las malas lenguas aseguraban que le había comentado a su
chofer:
—¿Se fijó en ese viejito huevón, lo parecido que era al Presidente Allende?
Esa anécdota a Chicho le molestó bastante, no porque el auto hubiera, seguido de largo,
sino porque tenía un ministro capaz de confundirlo con un "viejito". Y "huevón", más encima.
En alta mar, también demostró su presencia de ánimo, como esa vez cuando era el
pasajero más conspicuo del buque—insignia "Almirante Prat" y llegó la noticia acerca de un
enfrentamiento armado, con muertos, entre el PC y el MIR de Concepción, justamente la
ciudad donde acababa de estar el Presidente. Fue en los primeros meses del gobierno, cuando
éste buscaba con todo cuidado la mejor manera de asentarse y ya había quienes temían
desbordes castrenses en la conflictiva provincia penquista. Más de algún miembro de la
reducida comitiva presidencial concluyó que, si había algún golpe al acecho, ésa era una
buena oportunidad para darlo: el Presidente y varios de sus colaboradores en alta mar, entre
Talcahuano y Valparaíso, lejos de los controles del mando ejecutivo y, sobre todo, sin
comunicación directa con las organizaciones políticas y sindicales. Finalmente, ya de noche,
el Flaco Tohá llamó por radio al "Almirante Prat" para darle cuenta al Presidente de las
últimas novedades. De regreso en su camarote, Chicho comentó:
El tono de voz de José me indica claramente que la situación se arregló. Ahora estoy
más tranquilo. ¡Ya: a dormir! ...Que mañana todavía seremos gobierno.
De todas maneras, Max Marambio, jefe del incipiente GAP durmió esa moché, como
perro guardián, en la puerta del camarote del Presidente.
Y en cuanto al coraje que demostró en tierra, no hay, para qué agregar nada a lo que
registra la Historia.
No obstante, sí había algo que lo hacía vibrar de verdad... pero de susto: los temblores.
Chicho tenía amigos íntimos que sostenían la teoría de que la única razón por la cual
"permutaría" a Chile sería por otro país donde no temblara tanto. Es que, en verdad, pareciera
que la Madre Naturaleza no se siente muy complacida con el comportamiento de los hijos que
debe sobrellevaren su seno más austral. Ya aparecerá el sociólogo empeñado en demostrar que
los chilenos sólo logran madurar (los que lo consiguen, es claro) a punta de sismos. De modo
que quien haya alcanzado la madurez debería calcular su edad no tanto por los cumpleaños
superados sino por los terremotos y otros caprichos naturales que ha tenido que resistir.
Pero curiosamente a Chicho no siempre le fue mal con los terremotos. Por lo pronto, le
fue muy bien con uno de los más terribles: el de 1939, a poco de instalarse el gobierno del
Frente Popular, del cual fue Ministro de Salubridad. El primer sacudón interrumpió una
solemne tenida masónica que se estaba celebrando en el Club de la República. Aseguran que
el primero que "ganó la calle" fue el hermano Salvador Allende. Pensaba seguir corriendo
por Alameda abajo cuando, de sopetón, se encontró frente a un par de ojazos verdes que lo
engarfiaron por el resto de sus días. Era Tencha, escoltada por Manuel Mandujano.
Si la escena se hubiera invertido en algunos minutos solamente, es seguro que Chicho
habría asegurado, muy suelto de cuerpo, que fue la pasión que sintió por Tencha la que hizo
estremecerse a la Tierra.
Diecinueve años más tarde, no tuvo un comportamiento tan airoso ante otro temblor
que, inexplicablemente, no alcanzó a graduarse de terremoto. Fue momentos después del
cierre de las mesas receptoras de sufragios en la elección de 1958, que perdiera por tan pocos
votos. El comando de la campaña estaba en una vieja casona de la calle Compañía y, en esos
instantes, Chicho se encontraba en una pieza del segundo piso recibiendo los cómputos que
le hacía llegar el técnico electoral, Pepe Valdés, y que eran empecinadamente optimistas.
Con la primera sacudida, el candidato saltó automáticamente. Trató de arrancar, sin mayores
miramientos. Felizmente para él, .a su lado estaba el periodista Carlos Jorquera (que le tiene
miedo a muchas cosas, pero no tanto a los temblores) quien, sujetándolo de una mano, le
recomendó en voz baja:
—Siéntate, Chicho... Estamos luchando contra los hombres y contra los elementos.
El candidato, sin soltarse de la mano, repitió la frase en voz alta y así sonó como orden
perentoria, que tuvo la virtud de tranquilizar a quienes la escucharon. Después, no faltaron las
críticas al periodista por haber recurrido a una sentencia tan manida de la Invencible Armada,
desperdiciando una magnífica ocasión para apelar a Simón Bolívar, quien convocara a sus
huestes libertadoras a luchar contra la Naturaleza y a dominarla, cuando ésta irrumpe
violentamente para hacerle oposición a las fuerzas que encaman el progreso.
Y, trece años más tarde, debió encarar ese terremoto que la naturaleza pareciera tener en
reserva para poner a prueba a ciertos gobiernos chilenos. Cuando la tierra aún no recuperaba
plenamente su equilibrio, salió la voz del Presidente Allende por todas las emisoras del país,
llamando a la calma y anunciando las medidas urgentes que ya estaba disponiendo para ir en
auxilio de los más directamente damnificados (los de Valparaíso). De algún increíble y
recóndito rincón de su espíritu debe haber sacado energías especiales esa noche, para que su
deber de responsable de un pueblo se impusiera por sobre su temor a la furia de la Tierra. Su
primera preocupación: los más necesitados, que siempre son los que salen de estas catástrofes
necesitando más. Cuando la voz de Allende comenzó a difundirse por la cadena nacional de
radios, quienes conocían aquellos entretelones de su personalidad respecto de los temblores
pudieron imaginarse cuánto esfuerzo tenía que estar haciendo para instalarse frente a los
micrófonos apenas volvió la energía eléctrica a la capital. Esa noche fue uno de los primeros en
regresar a La Moneda para dirigir personalmente la aplicación de las medidas de emergencia.
La Moneda tuvo que encender todas sus luces y quienes integraban el entorno presidencial
trabajaron el resto de la noche, hasta la mañana del otro día.
Aquella noche, un sismo hizo regresar al Presidente a La Moneda: días después otro
temblor le impulsó a abandonarla de una manera tan poco gallarda que quienes se enteraron de
sus detalles optaron por mantenerlos en la más estricta de las reservas. A puerta cerrada cenaba
el Presidente con algunos dirigentes del Partido Comunista. Entre plato y plato, estalló un
tremendo temblor, acompañado de un apagón. Del Presidente vino a saberse minutos más tarde,
cuando regresaba de la esquina de la Intendencia (Morandé con Moneda). Cómo habrá sido la
celeridad presidencial que el jefe del GAP, que se encontraba en uno de los pasillos del segundo
piso, irrumpió en el comedor que aún estaba a oscuras y, desesperado, le preguntaba por el Jefe
del Estado a uno de esos bustos de ex—presidentes que solemnizaban salones y galerías del
segundo piso. Como el busto no tenía pelos en la cabeza, Max Marambio, en su exasperación,
lo había confundido con Volodia Teitelboim.
Una vez superado el susto venían los comentarios, las explicaciones y, sobre todo, las
bromas. Y Chicho Allende se reía de sí mismo, tal vez para conjurar futuras reacciones.
Afirmaba que en algún lugar del cielo había una estrella misteriosa encargada de
iluminarle su tránsito por este mundo. A esta estrella atribuyó el comportamiento que observó
cuando un embajador, recién acreditado en Chile, realizó diligentes gestiones para que el
Presidente hiciera excepción a una norma que se había impuesto y le aceptara una invitación a
cenar en su embajada. Chicho puso como condición que el resto de los invitados fueran muy
pocos y todos íntimos de él, de manera de poder conversar tranquilamente sobre temas del
presente y del futuro inmediato. Algunos de los—elegidos fueron Hernán Santa Cruz y Felipe
Herrera. La embajadora resultó ser una mujer extraordinariamente atractiva, lo cual agregó un
aliciente considerable a la atención presidencial...
Al día siguiente, el propio Chicho Allende relataba, entre risas, la escena que había
protagonizado en la embajada de marras, luego de cenar y cuando se disponían a paladear un
bajativo en el salón. El Presidente, con gesto galante, quiso saber cómo había recibido Chile a
una extranjera tan interesante como la embajadora. Ella, con una copa de coñac en la mano, le
explicó: — Muy bien, Presidente. Su país es realmente encantador. Yo me siento tan bien aquí
que ni extraño mi tierra... Claro que hay una sola cosa que me preocupa: me han dicho que
tiembla mucho. Y yo nunca he sentido un temblor en mi vida... Así es que no sé muy bien cómo
reaccionaré cuando me toque el primero. ¿Usted no le tiene miedo a los temblores, Presidente?
Chicho ensayó una explicación y trató de endilgar la conversación hacia senderos menos
inquietantes. Pero no necesitó emplearse a fondo porque, en ese mismo minuto, vino un
respetable sacudón. Anfitriones e invitados compitieron en quién llegaba primero al medio del
gran jardín que rodeaba la mansión. Pudieron hacerlo de manera relativamente "distinguida"
gracias a que el amplio ventanal estaba abierto y todos lograron pasar sin atropellarse
demasiado. Fue Chicho quien inició el retorno al salón, mirando su reloj y exclamando, con
indignado acento:
—Es el colmo. Son las doce y media de la noche y estos — inútiles se han atrasado media
hora. ¡Así no se puede gobernar! Obviamente, todos —en especial la embajadora— quisieron
saber de qué atraso se trataba. Dirigiéndose a la dueña de casa, Chicho explicó:
—De los compañeros que están encargados de los temblores, pues, señora. Aquí somos
tan "marxistas" que tenemos controlados hasta los temblores. Y como nuestro servicio de
inteligencia sabía que usted queda sentir uno, yo ordené que le prepararan un temblor especial
para usted. Con dedicatoria, señora. Pero a las doce de la noche, no a las doce y media. Es
seguro que mañana me van a salir con las explicaciones de siempre: que los de este partido no
llegaron a acuerdo con los de este otro, que no estaban las "condiciones dadas", que el Programa
de Gobierno no es muy claro en este punto; en fin, el hecho es que se atrasaron media hora y
casi me hacen quedar mal con usted, embajadora.
El mismo contaba la anécdota a sus colaboradores, atribuyéndole la gracia mayor a esa
estrella incógnita que tanto lo protegía y que sólo él podía ver.
Resultaba comprensible, entonces, que este rasgo de su personalidad fuera perdiendo
paulatinamente cualquier calidad de "secreto de Estado". Entre otras razones, porque él mismo
no lo ocultaba, además de que la permanente inquietud de la tierra chilena hacía muy difícil
mantener en penumbras tal característica presidencial.
Y ahora, a la luz de lo visto y conocido en los años de gobierno militar, ya no extrañaría
demasiado enterarse de que más de alguno de los estrategas que planificaron con tanta
minuciosidad el golpe del 11 de septiembre haya justipreciado esta particularidad del
Presidente Allende, elevándola ala categoría de flanco hiperneurálgico al cual, por tanto,
convenía atacar con todo el poder bélico disponible. Esa podría ser una conclusión que hiciera
más entendible la cantidad de rockets que lanzaron sobre La Moneda y que, de verdad, la
hicieron temblar más que todos los terremotos juntos que soportó desde que la construyera
Toesca.
Pero esta vez, fue Chicho el que no tembló.
DOS

SU VIDA MISMA, COMO TELON DE FONDO, PRESENTA una sucesión de


enfrentamientos con lo que iba siendo el "orden establecido" en sus distintas épocas. Y así
como abominaba de la injusticia —sobre todo de la social— despreciaba hasta el sarcasmo a
esos empingorotados subproductos de la pretendida aristocracia criolla, que asignan a los
genes condiciones mágicas. Para él, nada tenía que ver aquello con el vínculo real e
insustituible entre padre e hijo. Por eso fue tan buen padre como buen hijo.
Llevaba muy pocos días de Presidente cuando recibió una visita fuera de agenda. Era un
personaje de apellidos rancios que había ocupado cargos ministeriales en gobiernos de
derecha (el de Defensa fue uno de ellos). Se encontraba abatido porque uno de sus hijos tenía
mucho miedo de regresar al país debido a su vinculación con el asesinato del General
Schneider. Es decir, con la conspiración que se había fraguado teniendo en la mira al actual
Presidente y que, posteriormente, desviara la puntería hacia quien ejercía la Comandancia en
Jefe del Ejército. Chicho Allende, tomándole del brazo, acompañó a su visitante hasta uno de
los pasillos de la Presidencia, donde se despidió de él con tono afectuoso:
— Váyase tranquilo, Manuel. Confíe en mí. Créame que entiendo muy bien lo que le
pasa. Le repito: váyase tranquilo. No diré a nadie que usted me ha venido a ver, así es que me
haré cargo personalmente de su caso... Avísele que puede regresar cuando quiera. Yo se lo
garantizo. Y usted sabe, pues: mi palabra vale por escritura pública.
El Secretario de Prensa presenció esta escena y escuchó las palabras del Presidente. Una
vez que el visitante salió, eludiendo a los periodistas, Chicho le contó a Jorquera los detalles de
la entrevista que acababa de sostener:
—¿Y cuál fue la respuesta a esa petición?
—¿Cuál iba a ser, Negro, por Dios? Manuel será mi adversario político—siempre lo ha
sido por lo demás—pero antes que nada es padre. Y yo también soy padre y tú también eres
padre... Y no se le puede decir que no a un padre que clama por su hijo.
Efectivamente, el "impetuoso" joven pudo regresar a Chile. No trascendió a la publicidad
la gestión que el Presidente Allende hiciera personalmente y que le permitiera a la "aristocracia"
recuperar a una de sus ovejas descarriadas.
En cuanto a Chicho Allende, para llegar donde llegó le sobraban abolengos de muy buena
ley. Y muchos, de una u otra manera, entroncados con la Historia. Un hípico hubiera podido
afirmar que tenía pedigree de fina sangre, tanto como, para ganar un Clásico electoral que
ofreciera de trofeo la Presidencia de la República. Compitió cuatro veces y sólo en la cuarta
pudo cortar la huincha tricolor.
Para Chicho no hubieran resultado ofensivas estas equinas analogías, porque desde niño
mostró bastante inclinación por los caballos. De haber podido hubiera tenido uno en el jardín de
su casa pareada de Guardia Vieja; pero ahí apenas cabía un perro: "Chagual".
A veces, Chicho afirmaba que sólo Chagual le hacía caso y, por tanto, era el único que
lograba comprenderlo. Así justificaba esos recorridos que, en las noches de verano, ambos
hacían por Providencia y Pedro de Valdivia. Nunca trascendieron los resultados de esas troterías
nocturnas. Sin embargo, es de suponer que a los dos debe haberles ido bastante bien, porque
tales paseos fueron muy frecuentes.
El cariño por los caballos le vino desde Tacna, porque la finca que arrendó su padre
colindaba con el Cuartel Militar, sede de la guarnición chilena en el período previo al plebiscito
convocado para definir el perfil norteño del país. En aquella guarnición mandaba y obedecía
otro personaje, también cautivante, que ya se preparaba para cabalgar un trecho largo sobre la
política chilena: Carlos Ibáñez del Campo, entonces capitán.
Era común, en esos años, que los primeros mandatarios lucieran sus condiciones de
diestros jinetes. Salían a galopar por los alrededores de Santiago, especialmente por los faldeos
cordilleranos. Los más renombrados cultores de esta afición fueron Pedro Aguirre Cerda, Juan
Antonio Ríos y el propio General Ibáñez, quien, en 1952, se las arregló de lo más bien para
recuperar, ahora constitucionalmente, las riendas del poder.
Cuando muchacho, en Valparaíso, Chicho había conseguido por su propia cuenta que le
permitieran hacer el servicio militar antes de cumplir la edad requerida para reconocer cuartel.
Vistió el uniforme de conscripto en el Coraceros de Viña del Mar, pero, como su padre fue
nuevamente destinado a Tacna, solicitó y obtuvo su traslado al Regimiento Lanceros de esa
provincia, que todavía no se sabía muy bien si sería chilena o peruana.
Para quienes pudieran haber sido penetrados por la feroz campaña de tantos años
destinada a deformar la figura del Presidente Allende, tendrá que resultar por lo menos curiosa
esa obstinación suya por cumplir con una ley que, si bien en la letra era obligatoria J os
muchachos no tenían mayores problemas en eludir, siempre que fueran "de clase media para
arriba". Y aún más: era hasta de buen tono sacarse el servicio (así se decía y a lo mejor se
seguirá diciendo), porque ello demostraba que se contaba con la influencia suficiente para
hacerles morisquetas a ésa y a otras leyes. El pato lo pagaban los jóvenes de sectores bajos. Es
que dominaba la convicción de que para éstos, precisamente, estaba reservado el servicio
militar. Claro: les haría muy bien aprender a saludar, a respetar sin chistar a sus superiores y,
sobre todo, a distinguir para dónde queda la derecha y para dónde la izquierda. A aquellos que
no tenían vara alta —ni mediana ni pequeña— era a quienes había que "desasnar" (otro término
acuñado a propósito). Algo de razonable debe haber tenido este criterio cuando, por ahí, solían
surgir quienes se atrevían a confesar que, efectivamente, esperaron con ansias el llamado a las
filas, porque era la única manera de tener asegurado el puchero, por lo menos durante un año.
Uno de ellos fue un contemporáneo de Chicho que lograría fama y fortuna mundiales por
sus actuaciones en el extranjero: Arturo Godoy. Su primera pelea, en Estados Unidos, por el
título mundial de todos los pesos, en la que le aguantó quince rounds nada menos que al propio
Joe Louis, encandiló a Chile entero. Por razones muy distintas a las de Chicho, Arturo Godoy
rogaba que le llegara luego el día en que le tocaría hacer el servicio. Ya famoso, y en plan de
confidencias amistosas, Godoy recordaba aquellos años que cubrieron su infancia y
adolescencia iquiqueñas, cuando su mayor anhelo era tener "seguro el plato de porotos de todos
los días" y, más que nada, vivir la experiencia de usar zapatos. De modo que el primer calzado
que disfrutó esa gloria del deporte chileno fue el bototo militar.
En cambio a Chicho, que ya era elegante y de Viña del Mar, le sobraban zapatos de varios
modelos y no había tenido que experimentar, en carne propia, la falta de comida diaria. No sería
raro, entonces, que su empecinamiento por hacer el servicio militar se debiera al interés por
enterarse personalmente del gran enigma que envuelve a toda institución castrense: "a lo
indicado, proceder" y obedecer sin refutar. Precisamente el antípoda de lo que constituyera la
sustancia de su prédica política que, en vez de perseguir el acatamiento sumiso, perseveró en la
búsqueda de esa convicción que es hija legítima de la conciencia.
Su hoja de servicios, en estos lances de conscripto, registra mala "antigüedad" como
"esencialmente obediente y no deliberante". Es que fue arrestado varias veces por... "formular
reclamos colectivos" (así lo consigna su Licencia militar).
En compensación, destacan sus altas calificaciones como buen jinete.
Ahora bien, más de alguno de los biógrafos tan entusiastas que le han surgido en los
últimos años podrían concluir que esta afición equina le venía desde mucho más atrás todavía:
de sus tres bisabuelos que combatieron, a galope tendido, por la Independencia de Chile.
Gregorio Allende Garcés, en esos años tumultuosos, fue algo así como el jefe del GAP de
Bernardo O'Higgins, puesto que era el responsable de la Guardia Personal del Padre de la Patria
y, como tal, lo acompañó en su exilio, en 1823.
En cuanto a los otros dos Allende Garcés —Ramón y José María— fueron destacados
integrantes de los Húsares de la Muerte (los "ultras" de la época) y entonces, por la misma gran
causa independentista, combatieron, codo a codo y montura a montura con el mismísimo
Manuel Rodríguez.
Pocos meses antes de la elección presidencial de 1964, preparando lo que se llamaría el
"Naranjazo." —el triunfo del socialista Oscar Naranjo en la elección complementaria de un
diputado por Curicó, que impulsó a la derecha a sacar mejor sus cuentas y a retirarle su apoyo a
Julio Durán para asegurar a Eduardo Frei— Chicho Allende decidió aparecerse a caballo en un
mitin político que se realizaba en la media luna de los rodeos curicanos. A los allendistas que lo
acompañaban desde Santiago casi les dio un ataque: de impresión, temiendo que el caballo
botara al candidato a la Presidencia o, en todo caso, que el abanderado hiciera un papel poco
gallardo ante los huasos de Curicó. Fue al revés: Chicho se lució como jinete y los curicanos,
que repletaban la media luna, estuvieron largo tiempo celebrando las gracias que hizo con su
cabalgadura.
De manera que lo más probable sería que las primeras proezas humanas que registraron
las pupilas de Chicho hayan sido las de los jinetes chilenos que, en Tacna, capitaneó Carlos
Ibáñez del Campo.
Tal vez ahí fue donde aprendió que el hombre, si tiene buen control de las riendas, es
capaz de conservarse equilibrado un rato largo sobre el lomo de un animal bravío.
La vida, especialmente sus correrías por los potreros de la política, le fue procurando
múltiples ocasiones para comprobar las bondades de las lecciones que "sin querer, queriendo"
aprendió en las dehesas de la Guarnición militar tacneña. —
Muchos años más tarde, seguida ruborizándose cada vez que le recordaban que, según
aseguraba la madre de Olga Corssen, "era el niño más lindo que existía en el norte de Chile".
Olga Corssen —amiga íntima de toda la vida, colaboradora directa y estrecha de
Tencha, tanto en La Moneda como en todos sus minutos vitales— aún se ríe maliciosamente
cuando recuerda a ese Chicho de sólo tres años de edad, que hurgaba por todos los rincones
del entonces extremo norte chileno:
— Tenía el pelo muy rubio, como un canastillo dorado; después se le fue
oscureciendo de a poco.
Ser Allende por el padre y Gossens por la madre significó una armoniosa
combinación de dos caracteres diametralmente opuestos: él, dicharachero, gozador de la
vida y librepensador; ella, seria, formal y profundamente católica. Quizás por eso mismo
pudieron conformar lo que, a través de generaciones, se conoce como un matrimonio bien
avenido. De ese engarce vivificante provino el Chicho Allende, junto con sus hermanas
Inés y Laura y su hermano Alfredo.
Pero su ascendencia directa aparece dominada por la figura de su abuelo Ramón
Allende Padín, el Rojo. Sin embargo, no hay razones valederas para concluir que, en la
conformación de la personalidad del Presidente Allende no haya tenido también una
influencia interesante la vertiente que le vino por el lado de su madre.
Doña Laura era hija de un francés que recaló en Concepción y que, luego de hacerse
de una buena situación, se conquistó a una de las niñas más apetecibles de la ciudad. Este
romance debe haber remecido los cimientos de la high life penquista. No cualquier
muchacha de provincia, por atrayente que fuera, podía darse el lujo de conseguirse a un
francés legítimo, como lo era don Arsenio Gossens. Y tanto lo era que, al poco andar, llegó
a la pragmática conclusión de que el mejor negocio no era tener un hotel ——como era de
esperarse en un francés de tomo y lomo sino una mercería. Y razón no le faltaba, en vista
de que la proclamada "civilización" pugnaba por abrirse paso hacia el sur, derramándose
por La Frontera, lo cual significaba que además de convencer a la fuerza a los nativos
había que lograr que la tierra produjera. Y para eso se necesitaban herramientas. Entonces,
don Arsenio Gossens pudo hacerse de un buen capital, amén de una esposa que todos le
envidiaban: doña Laura Uribe.
Luego, el matrimonio cruzó hacia Lebu, insuflándole aires renovadores a la sociedad
de ese pueblito que aspiraba a ascender a ciudad. Y a don Arsenio le fue tan bien que,
además de instalarse con una mercería bien surtida, se dio muy buena vida, educó
convenientemente a sus hijos y adquirió tres grandes propiedades. Tanto realzó la vida
social de Lebu que su nombre fue distinguido en la lista de ciudadanos ilustres que
respaldó públicamente al cura del pueblo cuando éste llamara a "movilizar las masas" para
oponerse a una ley anatematizada de engendro demoníaco: la que, en 1871, ordenara que
todos los cementerios debían ser laicos. ¡Nada menos que laicos: verdaderas antesalas del
infierno! Había que ser demasiado pecador para no oponerse, con beatífica decisión, a una
iniciativa legal de semejante calado. Hasta sus tuétanos se estremeció toda esa estructura
social integrada por gentes de vidas confortables. Apenas se esparcieron los rumores que
anticipaban lo que el gobierno de Domingo Santa María se traía entre manos, brotó como
por encanto la correspondiente "campaña del terror". ¡Cuánta falta hicieron la Unión
Soviética y Cuba, en esos días! De haber existido, no se habría necesitado buscar culpables
en otros lados. Con afirmar que Santa María, a pesar de su apellido y de su linaje, estaba
siendo digitado desde Moscú o La Habana, el problema se hubiera encarado de manera
más fácil y expedita, sin tener necesidad de provocarla furia divina. Pero a falta de
comunistas buenos fueron los radicales y los masones que, para los efectos de hacer pasar
malos ratos a los presbíteros, venían siendo la misma cosa.
El espanto del cura de Lebu ante el peligro de que su camposanto fuera apestado por el
laicismo alcanzó cotas de erupción cuando trascendió que la arremetida pecadora no se
conformaba con conquistar los cementerios sino que amenazaba seriamente con invadir
también otros dominios, igualmente sacrosantos: la privacidad de la gente de bien y ¡Dios
mío! la constitución de la célula primaria de la sociedad: la familia. Es decir, el matrimonio.
¡El colmo de los colmos! Sí pues, ya que con la Ley sobre Cementerios Laicos vino la que
creó el Registro Civil e instituyó el matrimonio... ¡también civil! Ante tantas blasfemias
juntas, la Divinidad tendría que reaccionar. Y lo hizo. Con algún atraso, pero lo hizo: en 1887
vino la epidemia del cólera. Muchos aseguraron que había costado más de 30 mil muertes
calmar la celestial indignación. Y eso que, seis años atrás, había sobrevenido otra epidemia,
también pavorosa: la viruela. La gente moría a montones y en Lebu no había quién se
atreviera a acercarse a ningún enfermo contagioso. Hasta que apareció el doctor Francisco B.
De Mary, quien no sólo derrotó al virus que tantos estragos estaba haciendo, sino que no
cobró honorarios a los enfermos cuyas vidas defendió. Pero el doctor De Mary tuvo su
recompensa. Y muy linda: Luisa Gossens Uribe, hermana de doña Laura, con quien casó,
"fueron felices, comieron perdices" y así, sin sospecharlo entonces, se constituyó en otro
antecesor de Chicho Allende.
Regresando a don Arsenio, habría que reconocer que en algún extramuro de su corazón
debe haber almacenado ciertas palpitaciones librepensadoras. Porque fundó el Cuerpo de
Bomberos de Lebu, iniciativa a la que, nadie sabe muy bien por qué, siempre se le ha
asignado masónica exclusividad. No sólo impulsó la creación de ese Cuerpo sino que fue su
primer tesorero, cargo que podía desempeñar mejor que nadie ya que, para avalar tamaña
responsabilidad, contaba con su acreditada y bien provista mercería, además de sus
propiedades agrarias. Por eso lucía títulos de sobra para representar a la sociedad lebunense en
uno de sus momentos más estelares: cuando un barón de verdad llegó a hacer trizas la
monotonía pueblerina. Eso fue en 1882 y, durante un tiempo largo, la historia de Lebu se
dividió entre antes y después de la visita del barón Von Schenk Zu Schweimberg, nada menos
que ministro de la Alemania Imperial, quien andaba por esas tierras australes revistando a las
colonias de sus compatriotas que bregaban por construirse una existencia floreciente. La
prensa regional relató que, en medio de la emocionante ceremonia de recepción a tan
auténtico aristócrata, "se dejó oír la voz sonora de monsieur Gossens" dándole la bienvenida a
nombre de la sociedad de Lebu.
Así se entiende que, cuando el padre de doña Laura —el abuelo materno de Chicho—
fuera convocado a rendir cuentas a su Creador, en 1889, la crónica social de entonces
registrara, con real consternación, el sensible fallecimiento de aquel "caballero francés, activo
comerciante y conocido industrial".
Doña Laura tuvo, también, otro hermano que, ya en su infancia, llamó la atención por
sus inquietudes —contestatarias, para esos tiempos— que lo impulsaron a abandonar el
sosiego de las tierras sureñas para trasladarse a Santiago a hincarle el diente a los estudios de
Derecho. Lo estaba haciendo muy bien como proyecto de jurista cuando decidió que se sentía
más atraído por la Historia. Y, como el Pedagógico acababa de ser inaugurado, fue uno de los
primeros en matricularse como aspirante a historiador titulado. No lo logró porque tuvo que
vivir su propia historia —bastante dramática, por cierto— como tantos "muchachos bien" de
la época. Se convirtió en un antibalmacedista tan furibundo que ingresó en una de esas
organizaciones que, para bien o para mal, más de alguien pudiera considerar como
antecesoras de las que, casi un siglo después, vendrían a constituir la variada gama de
batallones obnubilados por el oropel de la "acción directa".
Así como, para enfrentar al gobierno post—Allende, el PC planteó la táctica de
"todas las formas de lucha", hubo en la época de aquel tío de Chicho jóvenes chilenos que,
avizorando el Siglo XX, se dispusieron a convertirse en el brazo armado de la' oposición a
Balmaceda, quien, entre otras malas intenciones, abrigaba el propósito de rescatar para el
Estado la riqueza fundamental de Chile: el salitre. ,
Esos afanes antibalmacedistas desbordaron los círculos de elevado nivel social para
empapar a otros espíritus inquietos por el futuro del país, si bien con una brújula distinta
que determinaba sus nortes políticos. Las crónicas señalan que uno de estos fue el propio
padre del proletariado organizado y fundador del PC criollo: Luis Emilio Recabarren,
quien culminara su vida de un pistoletazo, en el interior de un modesto cité de la calle
Santa Filomena, en Santiago.
Arsenio Segundo Gossens Uribe murió antes y también violentamente, aunque en
escenario muy distinto: fue uno de los fusilados de Lo Cañas.
De vicisitudes tan dramáticas se salvó otro de los jóvenes que destacaba en el
antibalmacedismo y que, ya adentrado en el siglo XX, cubrió con su accionar buena parte
de la historia política de Chile: Arturo Alessandri Palma. Cuando sucedió lo de Lo Cañas,
todavía no era El León de Tarapacá, pero ya editaba un diarito semiclandestino (un
pasquín, hubieran dicho sus temerosos correligionarios posteriores) e insistió mucho en
que estuvo a punto de integrar aquella montonera que fuera fusilada a los pies de la
cordillera. Pero, explicó, no encontró ningún caballo que lo condujera hasta allá. Tal
parece que, desde entonces, "El León" inauguró sus dificultades para concordar con "El
Caballo"... a la luz de sus desencuentros, que serían históricos, con el General Ibáñez.
Entre paréntesis, no sería raro que estas constantes contrariedades con las
cabalgaduras le hubieran servido de inspiración cuando se desafió a duelo con el liberal
Guillermo Rivera. Pero, eso es historia muy posterior.
Ya en 1925, ambos (Alessandri e Ibáñez) se habían encontrado en Tacna, en aquellos
días previos al Plebiscito, empujando el mismo carro de la nacionalidad. Uno, luciendo el
uniforme de capitán de ejército; el otro, reavivando el entusiasmo popular que encendiera
en el extremo norte y por lo cual fuera bautizado para siempre como El León de Tarapacá.
Algunos años antes, Chicho había aprendido sus primeras letras en el liceo de Tacna y
era un asiduo jugador de pichangas en esas calles de piedras de huevillo. Esto no dejó de
tener cierta trascendencia en el futuro que luego comenzaría a construirse. Especialmente
esa vez, en que, en lugar de acertarle a la pelota de trapo, chuteó una piedra y casi se
quebró el pie derecho. Estuvo varios días en cama, "con la pata vendada" según él mismo
recordaba cuando ya era Presidente de la República. Las consecuencias de esta lesión, de
tan pichanguero origen, se prolongaron por más de medio siglo; tanto que estuvieron en un
tris de interrumpir una de sus giras presidenciales por el exterior.
Efectivamente, cuando inició su viaje por Ecuador, Colombia y Perú ya sentía esa
misma dolencia en el pie, avivada por un mal paso que había dado, noches antes, al salir de
la casa del Negro Jorquera. No puso bien el pie en una grada y casi se cayó. Dio un grito y
maldijo, evocando instintivamente aquella pichanga tacneña:
—¡Esta pata de mierda! ¿Hasta cuándo me va a joder?

Así subió al avión, y en Quito sintió que las molestias aumentaban. Sin embargo, se
esforzó para que nadie las tomara en serio. Y, con mayor razón, el presidente Velasco
Ibarra. Pero al llegar a Guayaquil ya ese pie derecho estaba reclamando atención
especial, a tal punto que los médicos chilenos que lo acompañaban y algunos
integrantes de la comitiva consideraron seriamente la conveniencia de suspender la gira
y regresar rápidamente a Santiago. Esa noche, con su pie colocado sobre una sillita,
Chicho escuchó los argumentos en favor y en contra de los efectos políticos que podrían
derivarse de un inesperado retomo suyo a Chile. Rechazó la idea, no porque temiera
mucho la reacción de sus compatriotas sino más bien porque ello significaría no
alcanzar un objetivo político inmediato que se había propuesto y que lo tenía' muy
entusiasmado: hablar ante el parlamento de Bogotá. Entonces, reconociendo que
subsistía el peligro de que al día siguiente apenas pudiera moverse, les dijo a sus
acompañantes, en su cuarto del hotel guayaquileño:
No, compañeros, aunque me tenga que echar las bolas al hombro no me pierdo la
oportunidad de hablar en el congreso de Bogotá.
Así lo hizo y es seguro que los parlamentarios colombianos, que repletaron ese
hemiciclo tan solemne, recordarían durante mucho tiempo aquel discurso que fuera varias
veces interrumpido por calurosas ovaciones (¡Qué verraco, chico...! ¡Así se habla! ¡Qué
presidente más verraco!). Y Chicho Allende lo dijo de pie, comprimiendo sus músculos
para que no dejaran traslucir el más leve rictus de dolor. Con voz muy entera y
aprovechando esa tribuna tan estelar para capturar audiencias en otros países, afirmó:
—Vamos hacia el socialismo de inspiración revolucionaria, en pluralismo y libertad...
Siempre sostuve que quería conciencias que votaran y no votos sin ideas ni principios ni
doctrinas... ¡Queremos más democracia para que sea realidad el respeto a todas las ideas!
Horas más tarde, ya en la tranquilidad de la embajada chilena en Bogotá, tuvo que
reconocer el gran esfuerzo que había hecho; pero aseguró que, en todo caso, fue menos que
el que hiciera el presidente de Argentina, general Alejandro Lanusse, cuando .ambos
mandatarios firmaron en Salta la Declaración Conjunta chileno—argentina. Lanusse estaba
sufriendo de un cólico renal y Allende, en conocimiento de ello, le propuso la conveniencia
de postergar la ceremonia. El mandatario argentino agradeció el gesto de su colega y le
confirmó que asistiría al acto, tal como estaba programado. Quienes estuvieron enterados de
estos detalles pudieron admirar, a muy corta distancia, cómo hay también generales capaces
de superar sus propias dolencias, cuando está de por medio la imagen del país que gobiernan.
Y esto sucedió en 1971, en Salta, al lado de Chile. Cincuenta y cinco años antes, en 1916,
Chicho había tenido que dar un salto que cubrió casi todo el territorio nacional: de la calidez
tacneña a la humedad valdiviana. Su padre fue designado abogado del Consejo de Defensa
Fiscal de Valdivia y por eso Chicho debió cambiar bruscamente de clima, de colegio y de
amigos. Entre las nuevas amistades que hiciera en Valdivia hubo dos compañeros de curso a
los cuales, como Presidente de la República, se dio el gusto de firmar sus nombramientos de
embajadores: Humberto Agüero, en España, y René Frías Ojeda, en Costa Rica.
Frías Ojeda, en 1988, bajo los árboles de su casa en Los Dominicos, todavía se seguía
riendo cuando evocaba aquel año de 1916:
—El liceo era una casa grande de la calle Picarte; rodeada de vidrios. El rector se llamaba
Agustín García. Fuera de la Escuela Alemana —donde a los criollos no nos trataban muy
bien— era el único liceo de la ciudad. De manera que acogía a alumnos de todas las clases
sociales. Y el Chicho era el mejor vestido de todos, el más elegantito... ¡Si era el único que tenía
impermeable! Los más afortunados de nosotros llegábamos con mantas de castilla y el resto con
sacos, no más. ¡Y había que ver cómo llovía! Nunca olvido esa manta tan descolorida que usaba
el Huaso Agüero. Es que a todos nos vestían como huasitos, porque eso éramos. Menos al
Chicho. A él lo vestían como niñito de la ciudad. Y vivía en una casa muy buena. Años más
tarde, cuando estábamos en la Universidad, le recordaba al Chicho una de esas fiestas de la
primavera que entusiasmó a toda Valdivia. ¡Cómo seria que acomodaron un carro alegórico
para que recorriera la ciudad!... Y ahí iba el Chicho: ¡disfrazado de príncipe!
Cerca de dos años estuvo Chicho en Valdivia y regresó a su puerto natal, Valparaíso. Don
Salvador había sido promovido al cargo de relator de la Corte de Apelaciones. La despedida que
le dio la sociedad de Valdivia —en octubre de 1921— fue un impactante acontecimiento
provinciano. Asistieron desde el intendente hasta el obispo.
A los cuatro años de estar don Salvador nuevamente en Valparaíso, recibió una misión
de alta importancia nacional: abogado de la Comisión Plebiscitaria, a cargo de la defensa de
los intereses chilenos. Y entonces retornó a Tacna con toda su familia, menos Chicho, que se
quedó concluyendo sus estudios secundarios en el liceo Eduardo de la Barra.

Los anales de ese liceo porteño acreditan que, en 1924, Chicho culminó sus estudios
con mención honorífica. Una buena distinción, sin dudas; como para sentirse orgulloso;
pero no extrañaría demasiado que, en esa época, él se sintiera igual o más ufano con otros
galardones que también conquistó en el Liceo Eduardo de la Barra: campeón juvenil de
decatlón y natación.
Porque así ya apuntaba a una educación integral, puesto que, al tiempo que aceraba
su musculatura para enfrentar contingencias futuras, ponía a trabajar sus células
cerebrales, superando los reglamentarios requerimientos liceanos. Entonces comenzó a
practicar ajedrez y, junto con descifrar los secretos del juego ciencia, dominando el arte
de eludir jaques y dar mates, iba entreabriendo las mamparas de su espíritu de niño de
"buen vivir" para que se colaran sus primeras preocupaciones por la suerte de los demás.
Y estas lecciones no las aprendió en ateneos ni en círculos selectos. Se las impartió
un zapatero remendón que, entre tapillas y medias suelas, supo fertilizar la semilla de
rebeldía social que, en el interior de ese niño tan inquieto, ya habían sembrado el abuelo
Ramón Allende Padín, El Rojo médico, combatiente en la Guerra del Pacífico, senador,
diputado, dirigente radical, Serenísimo Gran Maestre de la Masonería, fundador de la
primera escuela laica de Chile, la Blas Cuevas— y su padre Salvador Allende Castro:
teniente—artillero, participante activo en la batalla de Concón, notario, abogado defensor
de los intereses nacionales en el Plebiscito de Tacna y Arica, miembro de la Junta Central
del Partido Radical.
Carlos Briones (su último Ministro del Interior y amigo íntimo, con quien compartiera
tanto el techo como la inquietud juveniles) recuerda que siempre Chicho evocó con mucha
emoción a aquel zapatero que le ayudó a calibrar su espíritu para combatir las injusticias
sociales. Le enseñaba ajedrez, le prestaba libros revolucionarios y le contaba cómo era la vida
más allá de las fronteras chilenas.
Ya de Presidente de la República, contemplando el Pacifico desde la terraza del Palacio
de Cerro Castillo, Chicho Allende no pudo ponerle frenos a su emoción cuando un intelectual
acucioso quiso saber dónde podían ubicarse las raíces de su formación política. Una buena
sorpresa se llevó cuando el Presidente Allende, sin vacilar, las radicó en el humilde taller de un
zapatero remendón. Se levantó de su silla y, apoyándose en el muro de la terraza, dirigió su
mirada hacia el Cerro Cordillera, ahí donde Juan Demarchi componía tanto zapatos de adultos
como cabezas de adolescentes.
El asombrado encuestador del Presidente registró, textualmente, sus palabras. Fueron las
siguientes:
— Cuando era muchacho, entre los 14 y los 15 años, me acercaba al taller de un zapatero
anarquista, llamado Juan Demarchi, para oírle su conversación y cambiar impresiones con él.
Eso ocurría en Valparaíso, en el período en que yo era estudiante del liceo. Cuando terminaba
mis clases, iba a conversar con ese anarquista que influyó mucho en mi vida de muchacho. El
tenía 60 o tal vez 63 años y aceptaba conversar conmigo. Me enseñó a jugar ajedrez, me
hablaba de cosas de la vida, me prestaba libros. De Bakunin, por ejemplo. Y, sobre todo, los
comentarios de él eran importantes porque yo no tenía una vocación profunda de lecturas y él
me simplificaba los problemas, con esa sencillez y esa claridad que tienen los obreros que han
asimilado bien las cosas.
Juan Demarchi era, pues, un anarquista convencido. Uno de los tantos hijos de Italia que
vinieron a América a predicar las bondades de esa misma doctrina por la cual habían tenido que
abandonar la patria.
La mayoría de los anarquistas italianos trataba de desembarcar en Brasil y Argentina, sus
propias tierras prometidas. Muchos no lo conseguían, porque la Interpol de esos años se
encargaba de denunciarlos a las autoridades sudamericanas. No obstante, una significativa cuota
de esta inmigración logró filtrarse por tales cedazos político—policiales e instalarse en
Argentina. Y así, al poco tiempo, ya hacía sentir su presencia en la sensibilidad de las grandes
capas sociales, proyectándose con rapidez hasta en el difundido, y aplaudido, folklore
bonaerense. El propio Carlos Gardel (a quien algunos de sus biógrafos más fervorosos atribuyen
inclinaciones anarcoides, en sus primeros pasos como cantor de arrabal) hizo famoso un tango
de la más pura estirpe ácrata: "Declaran la huelga, hay hambre en las casas: es mucho el trabajo
y poco el jornal. Y en un entrevero de lucha sangrienta se burla de un hombre la ley patronal..."
Una vertiente de esa inmigración prefirió abandonar las orillas del Plata para tentar suerte
atravesando la Cordillera. Ellos conocían otras dimensiones de conceptos que ——como
"proletario" por ejemplo— ya comenzaban a resonar en el repertorio del lenguaje
revolucionario chileno. En este sentido, los anarquistas italianos —y también los españoles,
posteriormente— dieron un aporte que los cientistas políticos sabrán valorar de acuerdo con sus
ópticas respectivas. En cualquier caso, supieron dejar una huella en la vertebración ideológica
del incipiente movimiento revolucionario chileno.
Aquel anarquismo, precisamente por aparecer incontaminado, tenía que atraer la simpatía
de quienes soñaban con una sociedad más justa. Como todas las grandes utopías, lucía una
elocuente cuota de altruismo. Casi todos aquellos ácratas se dedicaron a los oficios que
llamaban "liberales", porque les permitían ganarse el sustento sin tener que depender de un
patrón. Fueron sastres, sombrereros, zapateros, etc. Y, en medio de ellos, vino un noble
auténtico: un barón siciliano, Salvatore Nicosia, quien ya había impresionado a los círculos
sociales y culturales de Brasil y Argentina. Ahora resulta una lástima pensar que haya recalado
en Chile antes que el cine sonoro. Hubiera dado rico material para una buena película. En
Santiago, los salones sociales más exclusivos le abrieron sus puertas. Porque tenía cultura y
talento. Y así supieron reconocerlo, de inmediato, los hermanos Carlos y Alfredo Irarrázaval,
dueños y editores del diario La Tarde. El barón Nicosía quedó a cargo de la sección Artes y
Letras, que se publicaba todos los lunes. En la redacción de ese periódico se codeó con
personalidades como Gonzalo Bulnes, Augusto D'Halmar, Antonio Subercaseaux, Luis y
Augusto Orrego Luco, Emilio Rodríguez Mendoza, el canónigo Saturnino Belmar, Carlos Luis
Hübner y otros de tan elevado vuelo intelectual. Cuando el barón apareció en la redacción del
diario, antes de abrir la boca ya había provocado un impacto formidable. Raúl Silva Castro
describe cómo estaba vestido: "pantalón blanco, zapatos del mismo color, chaleco de fantasía,
paletó azul, corbata roja y sombrero de paño suelto". Es claro que, como era barón de verdad, se
le podía perdonar su indumentaria y pasar por alto su condición de anarquista militante. Aun el
hecho de que usara un apodo, como muchos revolucionarios que en el mundo han sido: Toto.
Juan Demarchi también era anarquista sin trizaduras, aunque del otro extremo social. Pero
para Chicho Allende fue un "genuino aristócrata del espíritu".
Y así, con títulos relucientes e inquietudes socializantes que fermentaban en su interior,
Chicho presentó su solicitud para que lo admitieran como voluntario en el regimiento Coraceros
de Viña del Mar. Fue aceptado sin problemas y entonces se puso su primer uniforme: aspirante.
Un grado levemente superior al de conscripto liso y llano. Cuando su familia tuvo que regresar
a Tacna, pidió su traslado al Lanceros de esa ciudad y volvió a sus antiguas canchas del extremo
Norte. Don Edmundo Fuenzalida Espinoza, liberal de la mejor cepa, ex—presidente de la
Cámara de Diputados y ex—embajador, conoció los entretelones de las dos estadas de Chicho
en Tacna: cuando casi se quebró el pie derecho y cuando reapareció parapetado en su uniforme
militar. A la vuelta de tanto tiempo (65 años, más o menos) todavía no puede esconder una
sugerente malicia cuando relata las andanzas de aquel aspirante a oficial cuya mayor
preocupación estratégica pareció ser la conquista de los baluartes femeninos. Y mientras más
rápido, mucho mejor:
—Nosotros pololeábamos, como todos los muchachos. Pero el Chicho no. No quería
perder tiempo en esos escarceos amatorios provincianos. Así es que se dedicó a las señoras
casadas. Y sin hacer distingos entre chilenas o peruanas. Como fueran... ¡Y la verdad es que a él
le fue muy bien...! Si sobreviven algunas de las damas de esa época, tendrán que recordar con
simpatía a ese aspirante que causó tantos estragos en Tacna. La suerte fue que nunca lo pilló
ningún marido. Que si no... ¡habría cambiado la historia de Chile!
En esta segunda instancia tacneña, ya Chicho prefería el box a las pichangas callejeras. Y
esta afición boxeril no la abandonó durante muchos años. Cuando vivió en el edificio que
construyó el Seguro Obrero, en Victoria Subercaseaux 181 (con vecinos como Rómulo
Betancourt, Manuel Mandujano, Carlos Briones, Hernán Santa Cruz, Armando Mallet, Víctor
Jaque, Rolando Merino, entre otros) comenzaba muchas de sus jornadas diarias practicando el
arte de dar y recibir puñetes. Y siguió poniéndose los guantes en las mañanas, cuando fue
designado Ministro de Salubridad y después como senador. Durante un buen tiempo, su
compañero de boxeo fue un exiliado político que no sólo llegó a presidir su país, sino que ya es
considerado como Padre de la democracia venezolana: Rómulo Betancourt.
¡Es de imaginarse a aquel par de "gallitos de la pasión", con pantalones cortos, guantes de
boxeadores profesionales y sin anteojos, propinándose jabs y uppercuts, hasta quedar bien
sudorosos y con la amistad más consolidada! Dos demócratas muy tercos que tenían la
imaginación suficiente para reducir el mundo a ese balcón del departamento de Chicho, que
oficiaba de ring matutino.
Cómo sería que hasta tenían un sparring que además les corregía defectos y recibía,
también, su correspondiente dosis de guantazos. El mismo que después, mucho después,
llegaría a ser el único ciudadano chileno que cobrara para sí, todos los meses, religiosamente, el
cheque con el sueldo del Presidente de la República. Muy pocos lo identificaron por su nombre
real y completo: Tulio Salinas Castillo. Pero sí por su apodo: El Chicharra.
Fue todo un personaje, que bien merece un libro aparte. Era de extracción muy humilde y
chico de porte, más bajo que Rómulo Betancourt. Fuera de un extraordinario amor por su
madre, vivió permanentemente dominado por dos grandes pasiones: el Partido Socialista y los
contenidos de los bolsillos ajenos. Y entonces, cuando escaseaban los fondos para financiar un
acto político o socorrer a cualquier camarada que se encontrara en dificultades —cosas que
ocurrían con bastante frecuencia, como es de suponer—El Chicharra no le decía nada a nadie,
salía a dar sus vueltas por las calles y regresaba con los billetes salvadores, producto de
apresuradas y clandestinas ventas de ' billeteras, lapiceros, prendedores, etc. Por muchas o pocas
que fueren las vertientes del socialismo, por lo menos todas deberían coincidir en destacar la
figura de El Chicharra en sus vitrinas de honor como uno de los más grandes y desinteresados
benefactores de la causa del socialismo.
Cuando desaparecía, sin avisar, de la escena politiquera cotidiana, ya se sabía que andaba
patiperreando por otros países. Recorrió América de punta a punta y más de una vez ingresó a
Estados Unidos como uno de los tantos "espaldas mojadas" mexicanos. Hasta que lo pillaban y
entonces lo repatriaban. Siempre regresó en avión; si andaba con suerte, lo introducían en un
avión de la FACH que anduviera en misiones institucionales; si estaba de malas, en uno de los
destinados a trasladar caballos de carreras, que era en esos años un rubro de exportación chileno
bastante tradicional. El caso es que El Chicharra jamás pagó un pasaje aéreo y siempre estuvo
donde se propuso estar.
Rómulo Betancourt contaba que, recién instalado en el palacio de Miraflores ("La
Moneda" venezolana) luego de triunfar en la elección presidencial de 1959, uno de sus
flamantes edecanes, todo confundido, le dio cuenta que en la antesala se encontraba un
individuo mal vestido y de peor genio, que insistía en ser recibido inmediatamente por el
Presidente de la República. De lo contrario, amenazaba, le pegaría puñetes donde lo encontrara.
Betancourt, sumamente intrigado, preguntó por los datos de este extraño sujeto que había
logrado llegar hasta ese lugar tan resguardado. El edecán volvió a mirar un repulsivo pasaporte
y leyó el nombre: Tulio Salinas Castillo. El Presidente no recordaba a nadie con ese nombre, y
preguntó por la nacionalidad. Por el pasaporte parecía ser chileno. Y entonces fue cuando los
asombrados acompañantes del Jefe de Estado escucharon su primer grito presidencial en
Miraflores:
—¡El Chicharra!
Y salió corriendo a abrazar a su amigo, al que no veía desde su último exilio en Chile.
Esa misma escena, casi calcada, se repitió en La Moneda, el 5 de noviembre de 1970.
El Presidente Allende se encontraba; en su despacho, conversando con su Secretario de
Prensa, Carlos Jorquera. Entró el Edecán Naval, comandante, Arturo Araya, evidentemente
preocupado. Informó al Presidente que, sin saber cómo, había aparecido en la Sala de Edecanes
un individuo medio andrajoso que amenazaba con pegarle combos al Presidente, y a quien se le
pusiera por delante, en caso de no ser recibido de inmediato por el Jefe de Estado.
—¿Y cómo se llama, Comandante?
—Dice llamarse Tulio Salinas, señor Presidente.
—¿Tú recuerdas a alguien con ese nombre?, preguntó Allende a su Secretario de Prensa.
—No, Presidente.
—Caramba, Comandante... Tulio Salinas, Tulio Salinas, Tulio Sali... ¡El Chicharra!
Y corrió a darle un tremendo abrazo a su amigo que, entre otros detalles, andaba con
zapatos de distintos colores. No de distraído, sino porque no tenía con qué comprar un par que
combinara.
Al Chicharra le habían hecho mella los años. Por lo pronto, ya no conservaba la agilidad
de sus dedos. De manera que, entre Betancourt y Allende, tuvo que dedicarse a vender
rompecabezas en la calle Ahumada. Todos los mediodías aparecía por el café Haití. Ninguno de
los tantos que se mofaban de él llegó a sospechar que ese viejito que arrastraba los pies
recibiría, durante 34 meses, un cheque endosado correspondiente al sueldo del Presidente de la
República.
Chicho le consiguió un departamentito en una población de San Pablo abajo, para que
sacara a su madre de la pocilga en que vegetaba. Y le creó un cargo especial: Jefe e Inspector de
la pila de agua y las cureñas que adornaban el patio de piedra de La Moneda. El Chicharra no
faltó nunca a su trabajo y es fama que jamás hubo ni Casa Militar ni escolta policial ni GAP
capaces de impedir que hablara con su amigo Presidente las veces que se le ocurriera hacerlo.
Las enseñanzas que, sobre el arte de la defensa propia, recibiera de El Chicharra fueron,
para Chicho, tan inolvidables como las lecciones que le diera el zapatero Demarchi acerca de la
"ciencia" de la defensa de los derechos sociales. Pero éstas 'no tuvo oportunidad de practicarlas
cuando regresó a Tacna como aspirante del Lanceros. Aquellas sí, porque ya Tacna había
dejado de ser esa ciudad apacible que conociera cuando era un "niñito de pelo dorado". Vivía
días de convulsiones por la proximidad del Plebiscito que debería resolver dónde terminaría
Perú y dónde comenzaría Chile.
Y entonces, lo que más sobraba era las peleas callejeras; sobre todo, entre los muchachos
de ambos países. Los mismos que, ahora crecidos, habían jugado pichangas sin distingos
nacionalistas. Lo más curioso es que estas disputas a combos, patadas, cabezazos y cuanto
estuviera a mano perseguían objetivos contrarios a los de una riña callejera en cualquier otro
lugar del mundo: en Tacna ganaban los que perdían. Es decir, mientras más machucones se
recibiera, tanto mejor, porque así resultaba más valioso el servicio a la patria. Ergo: había que
disponerse a recibir más que a dar. Tanto estoicismo pretendía acumular denuncias sobre
agresiones ante los 100 observers que el norteamericano Mr. Lassinger hizo viajar desde la zona
del Canal de Panamá para que lo asesoraran en su misión de árbitro internacional. Antes que él
esta responsabilidad la había asumido el general John Pershing; pero, terminó aburriéndose
antes de tiempo y prefirió conquistar laureles en un campo de batalla de verdad, más en sintonía
con su espíritu guerrero. Se salió con la suya, ya que consiguió sonoros aplausos por su
actuación en la Primera Guerra Mundial.
Desde otro punto de vista, Tacna se había convertido en una especie de "Shangri—La"
para esos infatigables gozadores de la vida social. El Club de la Unión de Santiago había
enviado a sus mejores chefs y a sus garzones más eficientes para atender los salones del Hotel
Plebiscitario y su lujoso casino. El gobierno chileno se preocupaba de que todo apareciera
reluciente, como aperitivo de la esplendorosa vida que aguardaría a los tacneños en caso de que
definitivamente resultaran incorporados al territorio más austral.
Por allá aparecieron ejemplares de los más selectos círculos sociales santiaguinos.
Especialmente algunos que padecían dificultades financieras y —como no había organismos
bancarios, ni nacionales ni internacionales, donde endeudarse sin mayores miramientos—
aceptaban, con patriótico fervor, cualquier misión en Tacna que justificara los altísimos sueldos
que ofrecía el Fisco.
Don Edmundo Fuenzalida Espinoza —cuyo padre era, a la sazón, Secretario de la
Intendencia tacneña— recuerda con cariño a algunos de esos "Adelantados de la Patria" como
don Amable Freites, o don Guillermo D'Aguiar, que usaba monóculo para refrendar su prosapia.
—Desgraciadamente —evoca don Edmundo Fuenzalida no había trabajos dignos para
tantos postulantes. De manera que algunos de ellos tuvieron que hacerse cargo de labores tan
domésticas como repartir, noche á noche, las bacinicas.
Es que no hay tarea bastarda, si se asume en nombre de la Patria. Por lo demás, en esos
años, los servicios higiénicos estaban todavía realmente en pañales y los huéspedes del Hotel
Plebiscitario, por muy patriotas que fueran, no alcanzaban a cuerpos gloriosos —aun cuando
pudieran sentirse en la gloria y no podían eludir la necesidad de hacer aguas menores en las
noches, como cualquier cristiano vulgar y silvestre.
De modo que tareas mortificantes como esa estuvieron directamente vinculadas a la
defensa del patrimonio nacional... amén de las finanzas de tan abnegados servidores públicos.
Aquello cubrió sólo una parte de la estrategia chilena diseñada para defender Tacna.
También se luchó, y ardorosamente, en la arena del espíritu, buscando impresionar las
conciencias de los futuros votantes en el Plebiscito. En este plano sobresalió un equipo de
excelentes periodistas (Domingo Arturo Garfeas, Ramón Olivieri, Eduardo Plenafetta, entre
otros) que, dirigido por Carlos Silva Vildósola, editó el diario El Pacífico de Tacna. Recibieron
colaboración valiosa de parte de colegas destacados en esa ciudad, que ya se había convertido
en importante centro noticioso. Uno de ellos fue Juan H. Livingstone, corresponsal de El Diario
Ilustrado y padre del formidable futbolista Sergio Livingstone, El Sapo.
Perú daba su batalla ideológica desde un barco con nombre de río que estaba en el mar: el
Ucayali. Fondeado en Arica, en él se imprimía La Voz del Sur, diario que hizo época, no sólo
por editarse al compás de las olas, sino porque uno de sus números se convirtió, de golpe y
porrazo, en una de las ediciones diarísticas de mayor impacto que registra la historia del
periodismo latinoamericano.
Y el autor de tamaña proeza periodística fue nada menos que el abogado que destacara
Chile para asesorar a su Comisión Plebiscitaria: Salvador Allende Castro, padre de Chicho.
Ya don Salvador había conquistado justa fama como autor de poemas y versainas.
Escribió, entonces, un soneto adulando al mismísimo Augusto Bemardino Leguía, el dictador
que mandaba en Perú. Y a quienes editaban el diario a bordo del Ucayali les pasó lo que a todos
los cortesanos, que sólo piensan en lisonjear al autócrata de turno. Publicaron el soneto, con
caracteres muy destacados, en la primera página de La Voz del Sur, apoyado por una foto de
Leguía.
Casi se escucharon en Tacna los gritos de indignación que el tirano lanzó en Lima. La
plana mayor de La Voz del Sur fue inmediatamente relevada y de ella nunca más se escuchó
hablar. Don Edmundo Fuenzalida Espinoza se acuerda muy bien de los primeros versos:
Me igualo a los que piensan que tu nombre Es emblema de torpe tiranía...
Y seguía el soneto, que resultó ser un acróstico, de suerte que las iniciales de sus 14
versos adulones, leídas de arriba hacia abajo, proclamaban: Me cago en Leguía.
Así era el padre de Chicho, con un sentido del humor que llenó toda una época. Olguita
Corssens recuerda:
—Don Salvador era increíblemente simpático. Se parecía al Chicho, pero era mejor que
Chicho. Era más alto, pero con el mismo éxito con las mujeres.
Don Edmundo Fuenzalida, a su vez, rememora:
—Fue una gran figura de la vida social de Tacna. Brillante, incisivo, muy alegre; él solo
llenaba un salón.
Y a todo esto, Mr. Lassinger le puso abrupto fin: declaró "impracticable" el Plebiscito, dio
un portazo y se mandó a cambiar con su centenar de observers.
En vista de ello, la mayoría de los chilenos tuvo que desplazarse rápidamente hacia el sur,
proclamando, como es tradicional, el eterno "triunfo moral". Y no andaban muy despistados,
porque ya se había alcanzado a abrir los registros para inscribir a los votantes y las cifras
estaban pronosticando una holgada victoria chilena: más de 13 mil inscritos a favor de Chile.
Perú, en cambio, apenas sobrepasaba los 7 mil.
En toda esta historia hubo episodios no registrados oficialmente, pero que gravitaron en el
período pre—plebiscitario y que, a lo mejor, fueron uno de los factores que tomó en cuenta el
árbitro norteamericano para declarar la impracticabilidad de la consulta. Es que hubo "tácticos"
chilenos que reclutaron a ciertos personajes que empezaban a destacarse en la vida nocturna
santiaguina; bordeando los márgenes legales, por supuesto. El asunto consistía en trasladarse a
Tacna para tratar de desalentar, en el terreno, a eventuales votantes en favor de Perú, ya fuere
golpeándoles o birlándoles los documentos de identidad. Sobresalieron algunos nombres que,
con el correr del tiempo, adquirirían fama en la bohemia capitalina, como, por ejemplo,
Humberto (El Negro) Tobar, dueño del Tap—Room y zar de las noches de Santiago. También
en esas tareas "de inteligencia" hicieron sus primeras armas internacionales algunas jóvenes
santiaguinas que, posteriormente, serían afamadas "tías" de noctámbulos en la capital.
Pero. cuando Mr. Lassinger tomó su áspera decisión ya Chicho no se encontraba en
Tacna. Terminado el servicio militar, viajó a Santiago para iniciar sus estudios de medicina en
la Universidad de Chile. Su hermano mayor, Alfredo, estaba en la capital, listo para recibirse de
abogado.
De civil regresó Chicho a Santiago, para matricularse en la Escuela de Medicina. Don
Salvador se quedó un tiempo más en Tacna, encandilando con su ingenio las postreras
reuniones sociales. Pero no todo había sido risas y alegrías para ese agudo abogado, que usaba
una barba en forma de perilla. También había tenido que soportar dolores de ésos que dejan
huellas en el alma: Allende Gossens habían sido dos Salvadores y dos Lauras. El primero,
falleció cuando era todavía muy guagüita; la segunda, "murió casi sin haber vivido", pero lo
suficiente para conmover al poeta peruano Federico Barreto ——compañero de poemas y payas
de don Salvador— quien, en su homenaje, publicó un soneto que emocionó a toda la población
tacneña, chilena y peruana. Bajo el título Corona de Rosas y dedicado "A Laurita Allende
Gossens, fallecida en Tacna el 20 de Agosto de 1910", el soneto dice:
Era en su hogar la Virgen del Consuelo y murió casi sin haber vivido...
Llegó una noche un ángel a su nido y con ella en los brazos tendió el vuelo. Sus padres
hoy la llaman con anhelo:
` ¡Laura, ven! ¿Dónde estás? ¿Dónde te has ido?' Y ella, al oír ese eco dolorido,
` ¡Estoy aquí!', les dice desde el cielo. Así se fue de acá la niña hermosa; mas, no es
ingrata... Cuando duerme el mundo vuelve a su hogar como una mariposa.
Besa a sus padres con sus labios bellos y, al brillar otra vez el sol fecundo, ¡se va a los
cielos a rezar por ellos!
La segunda Laurita, que fuera diputada socialista por el Segundo Distrito de Santiago, se
fue "a los cielos" desde la terraza de un edificio cubano. Así, con su propia vida, rubricó su
último acto de protesta por lo que sucedía en su patria.
Estaba enferma de cáncer. Ninguno de los tratamientos que le hicieran en Cuba y en
Alemania pudo detener el avance de ese mal. Le quedaba una sola esperanza, que le insuflaba el
afán de conservar lo muy poco que le iba quedando de vida: morir en Chile. Ese derecho le fue
reiteradamente negado.
No hubo recurso legal que no fuera esgrimido por dos abogados (Eduardo Sepúlveda,
socialista, y Víctor Manuel Rebolledo, radical). La respuesta de la justicia fue siempre la
misma: nada. Morir en su patria pareció una aspiración desmedida para esa abuela que debía
purgar un castigo de por vida por un delito imperdonable: haber sido hermana del hombre que
no se doblegó en La Moneda.
Desde Santiago, sus amigas Olga Corssen y Eliana Piwonka le avivaban la ilusión
enviándole copias de todos los escritos que, en su favor, se presentaban ante los estrados
judiciales. Hasta la Corte Suprema llegó este caso. Ninguno de sus ministros estuvo dispuesto a
echarse a perder la digestión.
Olga Corssen recuerda:
—La última vez que hablé con la Negra (así le decían a Laurita) fue cuando me llamó
desde el aeropuerto de Berlín. Me dijo: "Estoy muy mal y me regreso a la Isla. Es que no tiene
sentido quedarme más tiempo aquí, ya que el tratamiento me lo hacen una vez al mes y tanto me
lo pueden hacer aquí como en Cuba. Así que ésta será la última vez que hablamos, porque en
unos minutos más tengo que tomar el avión". Yo le dije: "Claro que ahora nos va a costar más
trabajo hablar por teléfono. Porque resulta más fácil comunicarse con Berlín que con Cuba".
Guardó silencio por algunos segundos y después me dijo: "Quiero que el espejo peruano sea
para ti. Para que cada vez que te mires te acuerdes de mí... Porque te he querido mucho. Has
sido mi mejor amiga, una verdadera hermana... Adiós, adiós, adiós". ...Y colgó.
Una semana más tarde, Laurita saltaba al vacío. A cada uno de sus hijos le escribió una
carta explicatoria. Lo mismo hizo con Fidel Castro, dándole las razones por las cuales
emprendería su viaje sin retorno. En todas esas misivas, Laurita insiste en un punto: "Mi acto es
un acto de rebeldía"...
Porque hay un fantasma que ronda, día y noche, por las almas de los exiliados: el miedo a
morir fuera de Chile. Ese castigo infame disminuiría una porción de su perversidad si el exiliado
tuviera confianza en que su último suspiro lo va a dar en su tierra. Como sea, pero en su tierra.
En fin, eso es algo que jamás entenderán los exiliadores. Esa angustia está reservada sólo para
los exiliados. No es un asunto de leyes ni de poderes fácticos. Es un asunto de humanidad. Por
eso los dictadores no lo entienden.
En la casa que Fidel Castro puso a disposición de Laurita había un matrimonio joven
encargado de hacerle compañía. Ella le pidió al muchacho que la llevara al centro de La Habana
a buscar una carta que le habían enviado de Chile. Le insistió en que no la acompañara al
edificio, que mejor la esperara en la calle, porque sólo se demoraría unos minutos. Subió al
ascensor y apretó el botón del último piso. Le costó abrir la puerta de la terraza. Salió un vecino
a ayudarle. Laurita le dijo que únicamente quería hacerle señas a un muchacho que la esperaba
en el auto. Cuando se quedó sola, acumuló las pocas energías que le iban quedando y se
encaramó al muro de la terraza. Una señora del edificio, que se estaba bañando, salió
desesperada a tratar de contenerla. Laurita la saludó cariñosamente con una mano y con la otra
se dio el impulso final.
Desde ese instante, en Chile, los "aguerridos" de grados altos y sus obsecuentes
"supremos" tuvieron un recurso de amparo menos para negar.
Laurita fue una joven muy bella. Tanto como para ser elegida Reina de la Belleza en Viña
del Mar, en los años en que esa ciudad se hiciera famosa por concentrar las muchachas más
lindas del país. Por lo menos, eso es lo que aseguraban los viñamarinos y las " crónicas sociales
de todos los periódicos y revistas.
Y antes que Laurita ya su hermana mayor, María Inés (doña Inés) también había ganado
una elección entre las más bellas de Viña. Lo cual estaría revelando que, para triunfar en lides
electorales, las hermanas Allende Gossens necesitaron muchos menos esfuerzos que los que
debió desplegar el hermano para llegar a conquistar la Presidencia de la República.
Enormes deben haber sido los encantos juveniles de Inés Allende para que mereciera una
página casi completa de El Diccionario Histórico y Biográfico de Chile. Precisamente en esta
semblanza del suceso social que aconteció en 1923, en Viña del Mar, se lee: "La elección de
reina originó una animada emulación entre los admiradores de las futuras soberanas. Mas, la
voluntad popular consagró para este puesto de honor a la señorita María Inés Allende, hija de
don Salvador Allende y de doña Laura Gossens Uribe, que recibía su educación en las Monjas
Francesas de Valparaíso... El 23 de abril, a las 9 P.M., hizo su aparición, en el Teatro Olimpo, la
reina de los juegos acompañada de su brillante Corte de Amor, compuesta por las señoritas
Violeta Rivera Baeza, Olga Germain, Inés de la Cerda, María Schlessinger, Delia Weisser,
Lucía Valdés, Adriana Kloss, Matilde Abbott, Adela Hernández y Raquel Navarrete... La fiesta
fue un éxito completo".
Por lo visto, a don Salvador le sobraban razones para celebrar la vida. No podía esconder
su orgullo por sus hijas; pero. quienes lo conocían íntimamente. aseguraban que mucho más
orgulloso se sentía, todavía, de la belleza de su esposa. Olga Corssen y don Edmundo
Fuenzalida, coinciden en afirmar:
—Inés y Laurita eran muy bonitas. Pero, doña Laura era más linda que las dos juntas.
Así es que don Salvador tuvo suerte hasta para encontrar pareja. Con razón tenía tanto
sentido del humor.
En su edición del 10 de septiembre de 1932, El Mercurio publicó una larga columna en
homenaje al "Notario de Valparaíso que acaba de morir". En algunos de sus párrafos, dice lo
siguiente:
"Era asombrosa su facilidad para improvisar en verso. Ese talento tan español del
repentista rara vez ha tenido, en nuestra generación, un representante más admirable que
Salvador Allende. Podía hablar en verso y podía poner en rima y medida con elegancia, sin
esfuerzo, las ideas más jocosas, las producciones más originales, y a veces extravagantes de un
humor de buena ley... Asistir a una comida en compañía de Salvador Allende en algún círculo
de amigos era un placer único. Bastaba una palabra, una circunstancia para provocarla vena
satírica del improvisador y despertar la chispa que encendía retruécanos, inventaba imágenes, y
sabía vestir las ideas rabelesianas de un ropaje cortado por el inmortal modelo de don Francisco
de Quevedo... "Y cuando la galantería o la amistad le pedían el brindis serio o la dedicatoria
sentimental, Allende hallaba siempre la nota exacta, de buen gusto, sin caer jamás en cursilería,
resbalando por encima de los temas más expuestos a la vulgaridad... Bondadoso, excelente
amigo, hombre de hogar con ternuras exquisitas, jefe de una familia encantadora, Salvador
Allende tenía una sensibilidad delicada. Acaso este hombre que pasó la vida haciendo reír con
su ingenio y la picardía simpática de sus burlas amables, llevaba un verdadero poeta sentimental
tras el pudor de los grandes sensitivos... Tenía en Valparaíso una situación excepcional de
pública simpatía. En el comercio, en el mundo de los negocios, en la sociedad, se le recordará
con afecto. Y un gran círculo de amigos íntimos pensará con pena en la partida de este hombre
que distribuía alegría, que sabía hacer reír".
Así fue don Salvador: vivaz, masón y radical. Doña Laura, en cambio, con esa majestad
que le hubiera envidiado una noble europea, era muy formal, mesurada y apasionadamente
católica.
De estas vertientes nutricias —contradictorias y complementarias— brotó ese torrente de
vitalidad que decidiera dedicar lo mejor de su existencia a vertebrar un movimiento nacional,
con la suficiente conciencia política para cambiarle el rumbo de la vida a Chile.
Ya de regreso a Viña del Mar, luego de ese plebiscito que Mr. Lassinger declarara
impracticable, a don Salvador hubo que cortarle una pierna. La culpa la tuvo una diabetes
avanzada. Doña Laura se hizo cargo de la Notaría, sin perder una brizna de su apostura.
Don Salvador perdió una pierna pero no su chispa humorística. Y empezaron a ser
famosos los almuerzos domingueros en su casa, con un infaltable invitado: don Arturo
Alessandri Palma, El León. Entre ambos habían galvanizado una amistad estrecha que venía
desde el primer año de la Escuela de Derecho. Quienes compartían la mesa en esos domingos
de verano en Viña del Mar aseguran que tales almuerzos "eran una fiesta".
Don Arturo llegaba acompañado de su hijo Fernando, quien tenía sus propias razones para
no participar de tales ágapes. En este sentido, sin proponérselo, ya resultaba "pareado" con el
hijo del dueño de casa, con quien, años más tarde, compartiría responsabilidades senatoriales
desde trincheras opuestas.
Porque Chicho, con una altivez que su padre le celebraba, afirmaba, muy serio, que él no
podía sentarse en una misma mesa con quien era su adversario político.
Chicho era estudiante de medicina y El León ya había sido Presidente de la República.
Si algún leve resquemor le produjeron a don Arturo esas guapezas del vástago de su
amigo íntimo, se encargó muy bien de pasarle la cuenta, años más tarde, cuando Chicho
Allende empezaba a destacarse con perfiles propios. en el combate político. El León gozaba
comentando, entre quienes quisieran escucharle: —Pero si yo al Chicho lo quiero mucho,
hombre... ¡Cómo no voy a quererlo si lo tuve en mis rodillas!
Muchos años después, cuando Chicho era Presidente de la República, confesaba a sus
amigos que ésa no fue la peor venganza de El León. Porque, cuando don Arturo presidía el
Senado y Chicho se sentaba en el primer escaño, justo bajo la testera, El León, casi sin abrir los
labios, de manera que solamente lo oyera ese famoso senador socialista que intervenía con tanto
ardor cada vez que el debate se agitaba, le decía, mirando hacia la tribuna que quedaba al frente
de la mesa de la Presidencia:
—Cállate, Chicho... No digas huevadas, Chicho. ¡No seas huevón, hombre!
Chicho comentaba, posteriormente, que como sólo él escuchaba a El León nunca pudo
protestar por estas faltas a la solemnidad parlamentaria. Seguro estaba, también de que, en caso
de haberlo hecho, la carcajada que hubiera provocado habría sido histórica.
También Chicho reconocía que El León fue digno de alabanzas por algo más importante
que sus "salidas" senatoriales: su devoción a las señoras buenasmozas. Las crónicas
impublicadas acerca de tales afanes que tienen que ver con el corazón, aseguraban que don
Arturo, hasta el último de sus minutos, fue un arrojado combatiente. Y eso en Chicho no podía
menos que despertar la más sincera de las admiraciones.
En su galería de fotografías más queridas, Chicho Allende siempre reservó un lugar
destacado para aquella que, con tanto afecto, le dedicara don Arturo.
Durante bastante tiempo, en esos mentideros sociales que siempre se autocalifican de
"informados", circuló un sabroso comentario acerca de los amores entre doña Inés Allende y
Jorge Alessandri, el hijo de El León que también llegó a la Presidencia... derrotando al Chicho.
Ese rumor se acrecentó, precisamente en 1958, aliñado con detalles que ponían en duda la
indoblegable soltería del nuevo mandatario. Olga Corssen, que recuerda muy bien todo lo que
de alguna manera tuvo relación con las hermanas Allende, sostiene que no hubo ni asomo de
romance. Nada pasó más allá de los gestos de galantería de un hombre tan cortés, como fuera
Jorge Alessandri. Pero hasta ahí no más: algunos ramos de flores y una que otra delicadeza...
Esa amistad entre doña Inés y Jorge Alessandri (El Paleta), que comenzó cuando ambos
eran muchachos, se acentuó en París. Jorge estaba en la Ciudad Luz acompañando a su padre,
durante ese pregonado exilio de "180 pesos" (El León aseguraba que esa era toda su fortuna
cuando lo cesantearon de la Presidencia). Doña Inés llegó a París acompañando a su marido,
Eduardo Grove Vallejo, quien, en su condición de médico de la Marina, había recibido la
misión de cautelar la salud de la tripulación que trajo al Almirante Latorre desde Inglaterra. Ella
contaba, a su regreso a Santiago, que El León vivía en un departamento de primera clase en los
Campos Elíseos, con un automóvil último modelo y "un chofer ruso que parecía galgo, de puro
estilizado". Pero nada de eso disminuía la neurastenia de Jorge Alessandri. Y entonces,
risueñamente recordaba que don Arturo, paseándose por el living de su departamento, con sus
manos en la espalda y moviendo la cabeza como si no pudiera entender lo que pasaba, le decía a
ella:
—¿Te das cuenta, Inés? Joven, buenmozo, soltero, con plata en el bolsillo ¡y en París!...
¡Y neurasténico! ... ¡y con 35 años!... ¡Dios mío, qué injusticia!... ¡Si yo pudiera administrarle
esa juventud!
Y después, los mismos peladores le achacaron otro romance a doña Inés, esta vez nada
menos que con don Pedro Aguirre Cerda. Y la culpa de todo la tuvo una inocente broma de la
hermana mayor del Chicho. Ahora es don Edmundo Fuenzalida quien recuerda los detalles:
—Don Pedro y doña Juanita querían mucho a la Inés. Y un día la invitaron a La Moneda.
Y la Inés, con ese espíritu tan bromista que tenía, apenas vio. el sillón presidencial, dijo: "Ah,
no, Pedro.
Yo me tengo que sentar aquí". Y se sentó. Nada más que eso. Pero, no faltó quien la viera
a través de una puerta entreabierta y saliera contando una versión totalmente inventada, pero
que fue capitalizada por esos chismosos que se desviven por aparecer enterados de lo que
sucede en las altas esferas del poder. Eso fue todo.
De don Pedro siempre Chicho hizo muy buenos recuerdos. No tanto porque lo designara
Ministro de Salubridad (Chicho tenía 30 años) sino porque había sido leal a lo que prometió.
Esa cualidad —la lealtad— condicionó toda la actuación política de Chicho Allende y gravitó
con enorme peso durante el ejercicio de su mandato presidencial. Quien se interese por entender
cabalmente el accionar de Salvador Allende como Presidente, tiene que comenzar por tratar de
calibrar el valor de las moralejas que él extrajo de las experiencias de dos jefes de Estado cuyos
mandatos tuvieron epílogos muy distintos: Balmaceda y González Videla. Para Chicho, aquel
simbolizó la decisión de pagar con su propia vida el respeto a la palabra empeñada y éste,
personificó precisamente lo contrario. Hubo algo con lo cual Salvador Allende nunca transó: la
deslealtad.
Cierta noche de 1958, en Talcamávida, después de una concentración, Chicho y quienes
lo acompañaban en el Tren dé la Victoria fueron invitados ala casa del dentista del pueblo, que
era el líder del allendismo en la región. La casa tenía sólo una Ampolleta prendida. Y en el
corredor del fondo había dos campesinos, tal vez inquilinos, que estaban haciendo una especie
de balance del acto que se acababa de realizar y en el cual Chicho pronunciara un discurso que,
como era habitual, había encontrado muy buena acogida entre sus oyentes rurales. Pero. uno de
los campesinos parecía dudar acerca de la sinceridad del candidato. Y el otro trataba de
convencerlo. La conversación se filtraba a través de las rendijas de una pared de madera que
separaba al corredor de una pieza semioscura, en uno de cuyos rincones se sentó el periodista a
quien, años más tarde, Chicho designara su Secretario de Prensa. Este llamó al candidato para
que escuchara el diálogo del corredor:
—Bueno, ¿y cómo podemos estar tan seguros de que este gallo no nos va a resultar como
todos los otros políticos, que vienen p'acá a pedirnos los votos, nos prometen cosas relindas y
después... si te he visto no me acuerdo?
—No, pues, te digo que el compañero Allende es distinto. El sí que no nos va a hacer
lesos como los otros.
—¿Estai seguro?
—¡Claro que estoy seguro!
—Bueno, ya está, pues. Si estai tan seguro, entonces voy a votar por él. Pero que sea la
última vez... Oye, ¿y si éste también nos vuelve a engañar? ¿Qué vamos a hacer, entonces?
—Ah, no. Hagamos un trato: votemos por él, trabajemos pa' que sea Presidente. Y, si
después nos falla como los otros, los dos nos vamos pa' Santiago, lo buscamos y lo matamos,
compañero. ¡Pa' que nunca más nadie vuelva a reírse de los campesinos!
La primera reacción de Chicho fue intervenir en el diálogo. Pero, le pareció una falta de
respeto. Se contuvo, meditó un momento en silencio y sólo dijo:
—No va a haber necesidad de que estos compañeros vayan a Santiago a matarme. No,
Negro. ¿Sabes por qué? Porque yo sí que les voy a cumplir. Prefiero que me mate la derecha
por cumplirles a los campesinos, antes de que éstos me consideren un traidor. ¡Eso sí que no!
Eso sucedió en la campaña de 1958 y los dos campesinos del diálogo nunca supieron que
Chicho los había escuchado a través de esas tablas destartaladas.
28 años antes, como la mayoría de los mandatarios, también a El León le había tocado
enfrentar trances dramáticos, de ésos que pueden alterar el curso normal de la historia. La
manera cómo los encaró pudo revelar, quizás, un conocimiento bastante profundo y pragmático
de las veleidades políticas; pero, para Chicho Allende no fue un ejemplo digno de ser imitado.
En cambio, sí lo fueron las decisiones de Balmaceda y Aguirre Cerda, ante encrucijadas
similares.
Describiendo el golpe militar que derribó a El León, el 8 de septiembre de 1924, Arturo
Olavarría Bravo relata:
—Minutos antes de que abandonara La Moneda, me acerqué a don Arturo Alessandri
para preguntarle si no sería mejor resistir a los acontecimientos. Aunque con un dejo de mucha
tristeza, me contestó sin vacilación: "No sea niño, Arturo. Ya no hay nada que hacer. Estamos
nadando en un mar de traiciones. Por lo demás, créame, si Balmaceda hubiera hecho lo que yo
en este instante, no habría tenido necesidad de pegarse un tiro, porque a los seis meses habría
estado de regreso en gloria y majestad".
En cuanto a don Pedro Aguirre Cerda, frente a análoga disyuntiva, el mismo Arturo
Olavarría Bravo refiere que, cuando en la Presidencia se supo que había estallado el motín
militar bautizado como El Ariostazo (por el general Ariosto Herrera), él le pidió a Aguirre
Cerda que abandonara La Moneda y se trasladara a Valparaíso a fin de que "respaldado por la
Marina, radicara allá la sede del gobierno". Y agrega: "Don Pedro me interrumpió
violentamente y, sacando del bolsillo del chaleco una diminuta pistola, con laque seguramente
no habría hecho muchas bajas, me contestó en alta voz: "De aquí no me sacarán sino muerto.
Mi deber es morir matando en defensa del mandato que me otorgó el pueblo".
El mismo concepto de la verdadera dignidad democrática que enarboló Chicho el 11 de
septiembre de 1973 y por el cual pagó el único precio aceptable por la Historia: su vida.
Después de Alessandri, y antes de Ibáñez, fue cuando llegó Chicho a Santiago para iniciar
sus estudios de medicina. Corría 1926 y ya había tenido que sopesar dos buenos ejemplos a
imitar en el plano profesional: el de su abuelo y el de su padre. Lo pensó bastante antes de
decidirse. Puesto que ya se había conquistado cierta fama como "alegador" (así lo demuestran
sus arrestos en el servicio militar) no faltaron quienes le encontraron excelente pasta de
abogado. Hay que tener en cuenta que llegó a hacerse tradicional, en Chile, la convicción de que
los luchadores contra las injusticias deberían ser abogados, como si las otras profesiones
estuvieren condenadas a soportar arbitrariedades.
Se inclinó por seguir las aguas de su abuelo: El Rojo Allende Padín.
En 1948, como senador socialista, pronunció un largo y meditado discurso para oponerse
a la Ley de Defensa de la Democracia (promovida por el gobierno de González Videla para
ilegalizar al PC) y en él recordó lo que su abuelo dijera cuando, en 1873, aspiraba a ser diputado
por el Partido Radical. Con altivez, don Ramón Allende Padín pregonó entonces: "Rojo, pues,
ya que es preciso tomar un nombre y aunque éste nos haya sido impuesto como infamante.
Rojo, digo, estaré siempre de pie en toda cuestión que envuelva adelanto y mejoramiento del
pueblo".
Ya de Presidente de la República, en muchas de sus intervenciones, Chicho Allende
evocó la figura de este antecesor suyo que, en momentos trascendentales de su existencia, fue
tan capaz de emplear las armas de fuego como las de la ciencia para defender sus creencias más
profundas y vitales.
Fue esta veneración por su abuelo paterno la que, finalmente, explicó a sus colaboradores
más íntimos en la Presidencia el notorio afecto con que recibía habitualmente al entonces
Secretario General de la Juventud Socialista, Carlos Lorca. Un médico joven, de barba, y no tan
entretenido como para que Chicho le demostrara una simpatía especial. Pero en muchas
ocasiones el Presidente lo desafiaba a jugar ajedrez (como con él lo hiciera Demarchi, en
Valparaíso) lo cual constituía una demostración de confianza y cariño. Entre otras cosas, porque
estaba autorizado para jaquear al Presidente. Y hasta para darle mate... si podía. Carlos Lorca
pudo muchas veces y Chicho siempre lo celebró. Era algo difícil de entender, aun para los más
doctos en esa difusa "ciencia de la chichología". Su Secretario de Prensa tuvo, sin pretenderlo,
la oportunidad de aclarar este enigma, después de lo cual ya todos entendieron esa espontánea
inclinación presidencial.
Una mañana, el Presidente le ordenó a Carlos Jorquera que lo acompañara a visitar a unos
amigos. No explicó quiénes eran ni dónde estaban. Resultó ser una entrevista especial con los
más altos grados de la masonería, en la sede de la calle Marcoleta. Cuando descendían del auto,
Chicho precisó:
—Muchas veces te he oído decir que te gustaría conocer un templo masónico. Pues bien,
ahora tendrás la oportunidad. Eso sí: pórtate bien, no hagas ninguna burrada. Sabiendo lo bruto
que eres, estoy corriendo un riesgo al traerte. Pero, en fin, saluda cortésmente y espérame en un
salón, mientras yo converso privadamente con mis hermanos. Te vas a entretener mirando
retratos. Después me cuentas qué fue lo que más te llamó la atención.
En ese amplio salón estaban los retratos de quienes lograron llegar al grado de Serenísimo
Gran Maestre. Y, casi pegado a un rincón, el del abuelo Ramón Allende Padín, El Rojo.
Terminada la entrevista, Chicho preguntó a su Secretario de Prensa:
—¿Encontraste algo interesante en estos cuadros?
—Sí, al fin pude conocer bien cómo era El Rojo... ¡Y es igualito a Carlos Lorca!
—¿No es cierto? ¡Qué cosa tan extraña!... Es idéntico a ese muchacho...
Chicho Allende se quedó un instante más con la vista clavada en el retrato de su abuelo. Y
no pudo esconder su emoción. Sus hermanos de Logia contemplaron la escena, sin acercarse
demasiado para no interrumpir la elocuencia de ese diálogo mudo entre nieto y abuelo.
Como el Presidente, Carlos Lorca también había iniciado sus estudios de medicina ya con
el virus de la revolución social circulándole por la sangre. Ricardo Núñez recuerda que, antes de
firmar los registros de la Juventud Socialista, Carlos Lorca integraba, en la Escuela de
Medicina, un grupo de estudiantes enfervorizados por el anhelo de contribuir a acelerar la
construcción de una sociedad mejor. El nombre que eligieron para bautizar este núcleo revela el
modelo en que se inspiraron: Granma, como el buque que transportó a los del 26 de Julio, con
Fidel Castro a la cabeza, a las costas de Cuba para derribar a Batista. Varios de los integrantes
de este grupo, Carlos Lorca entre ellos, fueron de las primeras víctimas del golpe militar.
Algunos acompañaron al Presidente Allende en esa mañana del 11 de septiembre.
TRES

PERO MUCHOS AÑOS ANTES, EN 1926, CHICHO TENIA. EN Santiago una tía que
nunca se casó: la tía Anita, hermana de don Salvador. Vivía cerca de la Escuela de Medicina y
en su casa recaló aquel sobrino porteño que ya era candidato... pero sólo a graduarse de médico,
por el momento.
A poco de instalarse en Santiago y de explorar los rincones más interesantes del barrio
Recoleta, conoció las bondades de una institución estudiantil que parecía mandada a hacer para
aquellos proyectos de médicos que carecían de casa propia en la capital: los "piuchenes".
Ninguno de los sobrevivientes de esa época se atreve a confesar con claridad lo que era un
"piuchén". De lo que no hay dudas es que tiene que haber sido sabroso, porque todos se ríen
maliciosamente. Por lo pronto, no era una pensión ni una residencial ni menos un hotel (sin
olvidar que en esos años los pícaros moteles no se conocían ni de nombre).
En todo caso, parece ser que se trataba de un práctico acuerdo entre estudiantes para
compartir alojamiento y comida a cambio de trabajos como futuros profesionales. Juan Varletta,
amigo de Chicho desde esos años mozos, recuerda que éste, después de vivir con su tía Anita,
se fue a un internado especialmente destinado a los alumnos de la Escuela de Medicina.
—En seguida hizo un paréntesis —evoca Varletta— y se instaló en un piuchén con un
dentista de apellido Bachelart.
Estaba detrás del Hospital Psiquiátrico, en una callecita que salía de Santos Dumont, hacía
una curva y desembocaba en Recoleta. Después vivimos en lo que se llamó la "Casa de los
médicos", en la calle Rengifo, perpendicular a Olivos; es decir, a la que la gente llamaba la
"Calle de los locos". Pero no era por nosotros, sino por los enfermos de la Casa de Orates, que
eran los que debían atender Chicho y sus compañeros, a cambio del pan, del techo y de otras
comodidades. Yo ya era laboratorista del Hospital Psiquiátrico y la amistad que en ese piuchén
hice con el Chicho duró hasta el último día de su vida... A pesar de que, apenas llegó al piuchén,
me levantó a la chiquilla que más me gustaba. Nunca la he olvidado. Se llamaba Marta Orellana
y yo la consideraba la mujer más linda que se podía concebir. Todo anduvo muy bien... hasta
que apareció el Chicho. En fin, en esa edad uno perdona todo y más importante que el amor era
la amistad. Ahora, en aquel piuchén llegaron a vivir como 30 6 40 estudiantes; pero sólo 3
tenían piezas propias. Uno fue el Chicho y, a partir de ese momento, el piuchén empezó a
recibir visitas femeninas, pero clandestinas. ¡Si llegaban a visitarlo en autos particulares, lo que,
en esos años, nos parecía un lujo asiático!... Unas amigas mías, que vivían frente al piuchén,
aseguraban que habían visto subir a una mujer ¡en pijamas!... Y eso sí que fue un verdadero
récord, muy difícil de superar.
Juan Varletta asegura que, además, estudiaban. Y analizaban los sucesos más importantes,
de Chile y del extranjero. Chicho no maquillaba sus inclinaciones claramente socialistas y ya,
en Valparaíso, se había iniciado en la masonería: Logia marina.
—Aquí en Santiago—recuerda Varletta— ingresamos juntos a la logia Hiram 65, que fue
fundada por Eugenio Matte Hurtado y donde se generó la República Socialista de 1932.
Los temas a discutir eran muchos: la crisis del salitre, la Primera Guerra Mundial, el
fascismo de Mussolini, la dictadura de Oliveira Salazar, Primo de Rivera en España, los ruidos
de sables en Chile, Stalin con sus defensores y detractores, la organización política del
proletariado. En fin, Chicho nace un año después de la matanza de la Escuela Santa María, en
Iquique, y un año antes de la fundación de la Federación Obrera de Chile.

A los dos años de su llegada a Santiago, ya Chicho gana su primera presidencia


importante: la del Centro de Alumnos de la Facultad de Medicina. Y, también dos años después
de esa elección, conquista la Vicepresidencia de la Federación de Estudiantes de Chile (FECh).
Además, muchos de los piuchenistas hacían también deporte, especialmente natación, en
la piscina de la Casa de Orates o en el Estadio Santa Laura, cerca de la Plaza Chacabuco. Otro
deporte que practicaban era la lucha romana, en el mismo piuchén, y Chicho se ufanaba de que
era capaz de vencer a cualquiera. "Por lo menos, a mí me ganaba siempre. Y eso que yo era más
grandote que él", reconoce Juan Varletta.
Y también hacían lo que llamaban vida social, especialmente en la avenida Recoleta que,
en esos años, tenía mucho de provinciana. La banda del Regimiento Buin, que estaba frente a la
calle Buenos Aires, tocaba retretas en Recoleta todas las tardes de los domingos. Y los jueves
también tocaba en Independencia. Entonces, se paseaban las chiquillas del barrio ———con
lentitud, tomadas del brazo y simulando indiferencia— para cosechar suspiros y piropos de los
jóvenes rompecorazones.
En el verano, los galanes se preocupaban más de sus apariencias. Y una muestra de buen
tono era la hallulla, esos sombreros' de paja que marcaron toda una época. El problema estaba
en que las hallullas no eran muy baratas, de modo que los donjuanes de barrio se esmeraban en
cuidarlas mucho, paró que no se pusieran amarillentas. Pero igual empezaban a devaluarse con
el correr de los días. Hasta que Juan Varletta dio con la fórmula que lo convirtió en una de las
personalidades más celebradas de todo el barrio:
—Muy fácil: en un cajón quemaba azufre y metía la hallulla bien tapada. Con el anhídrido
sulfuroso me quedaban bien blanquitas.
Y salían, muy seguros de sus elegancias, a conquistar corazones recoletanos. A veces
atravesaban el Mapocho para tentar suerte en las calles del centro. Especialmente en Ahumada y
Huérfanos.
Es claro que había lugares consagrados. En Ahumada, por ejemplo, frente al Banco de
Chile, se estacionaba, todos los mediodías, un grupo de intelectuales muy bien vestidos. Llegó a
ser casi legendaria la estampa impresionante de Carlos Préndez Saldías, escritor y periodista,
que conquistara tanto renombre como uno de los más competentes directores que ha tenido el
diario La Nación. Entre sus escritos hubo un libro que provocó encontrados comentario: 27
Mujeres en mi Vida. Y muy cerca de ese grupo, había otro dominio exclusivo: el de los pijes de
la calle Huérfanos. Entre ellos, Claudio Vicuña Subercaseaux, Agustín Prieto Concha, Raúl
Maffei fueron los que dieron vida y fama a un club de fútbol: el Green Cross. De modo que el
equipo de la Cruz Verde nació con sangre azul de la mejor calidad. Al revés del popular Colo
Colo, que, desmembrado del Magallanes, viera la luz en un humilde comedor del Quita—Penas,
ese restaurant de la calle Panteón, vecino de la Escuela de Medicina, donde se practicaba la
liturgia de vaciar botellas de vino para adormecer el dolor que lacera el alma, luego de sepultar
a un ser querido en el Cementerio General.
Ese sector de la Avenida Independencia—entre Mapocho y la Plaza Chacabuco,
atravesado de norte a sur por el tranvía 36 (Matadero—Palma) y que antes se llamara Cañadilla,
en recuerdo del primer desfile victorioso del Ejército Libertador— se acostumbró a compartir el
cotidiano ir y venir de jóvenes con delantales blancos. Era un signo de distinción y muchos de
los vecinos de entonces demostraban por los futuros médicos un respeto tal que parecía resabio
de aquel que, por sus propios hechiceros, deben haber sentido otras tribus más primitivas.
No faltaron algunos irreverentes que los compararon con esos vendedores callejeros que,
durante muchos años, dieron un aire colonial a ciertos barrios santiaguinos. También usaban
delantales blancos y, en las noches, voceaban sus mercancías, con un canasto en una mano y un
farolito en la otra. Menos mal que a los futuros facultativos sólo los llamaron moteros, ya que
bien pudieron haberlos motejado con otros sobrenombres más irrespetuosos. De ahí proviene el
apodo de una plazoleta ubicada entre Independencia y el pecaminoso sector de Vivaceta: Plaza
de los Moteros. No porque en ella se vendiera mote con huesillos sino porque, en sus bancos y
caminitos, acostumbraban a estudiar sus materias muchos alumnos de la Facultad de Medicina.
Entre la Facultad y aquella plazoleta estaba —y está, todavía— la calle Maruri, una vía de
varias cuadras en la que, bajo su tranquila apariencia de calle de clase media sin pretensiones
sociales, bullía una intensa vida intelectual. En los años en que Chicho solía transitar por ahí,
con delantal de motero, también caminaba por esas veredas un joven "alto, delgado, vestido de
negro". Así recuerda René Frías Ojeda a Pablo Neruda, cuando éste era "residente en la tierra"
de Maruri. Y ahí cerquita, casi al lado, estaba el hogar de otro personaje que también contribuyó
a atizar los espíritus de los jóvenes inquietos de esos años: Manuel Hidalgo Plaza, obrero
autodidacta que llegó a senador, y que prestaba su casa para que oficiara de sede de la Izquierda
Comunista, un grupo cuya admiración por Trotski le hizo irrespirable la militancia en el PC. Era
el año 1936, cuando hacía erupción la Guerra Civil en España y, en Moscú, el Mariscal Stalin
demostraba sus puños de hierro en los procesos contra los trotskistas. Esa Izquierda Comunista
de la calle Maruri no fue un partido con la misma capacidad de sobrevivencia de otros y de ella,
más que nada, subsisten recuerdos emotivos de quienes participaron en su gestación o
compartieron similares inquietudes: Carlos Briones, Tomás Chadwick, Oscar Waiss, Luis
Herrera siguen en la brecha, sin olvidar los momentos estelares de ese movimiento político que
alcanzó a despuntar en la calle Maruri. Como, por ejemplo, la encarnizada disputa entre Elías
Lafferte y Manuel Hidalgo por la legitimidad del legado revolucionario de Luis Emilio
Recabarren, y la arrogante rebeldía de que hiciera ostentación el camarada Emilio Zapata Díaz
cuando llegó a ocupar su sillón de diputado, en representación de la Izquierda Comunista.
Carlos Briones, recuerda:
—Emilio Zapata, al ingresar a la Cámara de Diputados, se puso de pie para decir su
primer discurso. Desde los bancos de la derecha, burlándose, le gritaban que se sentara. El
respondió, muy altivo: "El proletariado estará siempre de pie frente a sus verdugos de la
burguesía".
Eran los tiempos en que, por las calles, en los desfiles, se oía cantar el "Compagni, avanti"
y el "Chancho burgués ¡atrás, atrás!"... Los universitarios de entonces se sentían herederos
directos de aquella histórica generación del año 20: la del Cielito Lindo, la "guerra de don
Ladislao" y del poeta mártir, Domingo Gómez Rojas (la juventud, el amor, lo que se quiere... ha
de irse con nosotros... ¡miserere!).
Los acontecimientos protagonizados por esa generación del 20 se convirtieron en uno de
los incentivos principistas más medulares que motorizaron el accionar de los sucesivos
movimientos estudiantiles. A su vez, esa generación, que supo dejar su huella en la Historia,
recibió la influencia directa de los estudiantes que protagonizaron el Grito de Córdoba y que
con tanta fuerza retumbara más allá de las fronteras argentinas.
Oscar Waiss estampó en un libro sus recuerdos sobre este suceso y los efectos que
provocara en Chile, muchos de los cuales tocaron las fibras más sensibles del espíritu juvenil de
Chicho Allende. Dice:
—El Manifiesto de Córdoba, emitido en junio de 1918, señaló con énfasis los
anacronismos educacionales en un lenguaje lírico: —"Hombres de una república libre,
acabamos de romper la última cadena que, en pleno siglo XX, nos ataba a la última dominación
monárquica y monástica. Hemos resuelto llamar a todas las cosas por el nombre que tienen.
Córdoba se redime. Desde hoy contamos para el país una vergüenza menos y una libertad más:
los dolores que quedan son las libertades que faltan. Creemos no equivocarnos. Las resonancias
del corazón nos lo advierten: estamos pisando sobre una Revolución, estamos viviendo una hora
americana".
Y pasando, en una euforia de rebeldías; a la idealización generacional, sentenciaron: "La
juventud vive siempre en trance de heroísmo, es desinteresada, es pura".
Este movimiento estudiantil, que tanta influencia tuvo en la generación inmediatamente
anterior a la de Chicho Allende, no se quedó en la simple retórica, romántica y altisonante;
también precisó los 4 objetivos fundamentales que debería perseguir toda reforma universitaria
que se respete.
Antes de que Chicho llegara a la Presidencia de la República, estos mismos cuatro puntos,
con leves variaciones; continuaban vigentes en los postulados reivindicativos de las
federaciones de estudiantes que sucedieron a la del año 20. Persistieron durante el mandato
presidencial del Chicho y... ¡para qué decir cuánto siguieron latiendo durante el régimen militar,
sobre todo con los "rectores delegados"! Los siguientes fueron esos 4 puntos considerados
ineludibles en toda auténtica reforma universitaria: a) autonomía universitaria; es decir, liberar a
la Universidad de la tutela del Estado; b) cogobiemo, con la participación directa de profesores,
alumnos y egresados (el Grito de Córdoba no incluyó a los funcionarios no académicos); c)
modernización de la enseñanza, para adecuarla a las necesidades del país; d) extensión cultural,
o sea: volcarlas aulas al exterior, acercándolas al pueblo.
Algunos han llamado generación frustrada a esta promoción universitaria del año 20,
porque no alcanzó a ver convertido en realidad ninguno de sus postulados fundamentales. Puede
ser, y de ahí surgen teorías para todos los gustos. En cualquier caso, cuando a Chicho Allende le
tocó hacer sus primeras armas políticas en los escenarios universitarios, la rebeldía juvenil era
más ambiciosa: ya no se conformaba con modificar las estructuras de su Alma Mater sino que
pretendía influir directamente en el gobierno del país.
Tal vez fue ese el período en el cual Chicho aprendió a aprovechar muy bien el tiempo, lo
que constituyera un aspecto de su personalidad que permanentemente sorprendió hasta a sus
amigos más íntimos. En ese sentido, a veces llegaba a ser insoportable. Y más aún cuando
asumió la Presidencia de la República. No importaba la hora en que se acostara, siempre se
levantaba de madrugada y empezaba a trabajar como si ése fuera su último día. En sus cuatro
campañas electorales persiguiendo la Presidencia no hubo nadie capaz de aguantarle el tren de
trabajo. Todos cuantos lo intentaron quedaron a medio camino. Los más optimistas abrigaban la
secreta esperanza de que, si alguna vez conseguía llegar a La Moneda, entonces disminuiría —
un tanto su velocidad, graduándola a un ritmo capaz de ser seguido por una persona
normalmente idónea y bien dispuesta.
En este sentido, puede decirse que fue peor todavía, como si la Presidencia le hubiera
multiplicado las energías.
En 1972, hablándoles a los alumnos de la Universidad de Guadalajara, en México,
enfatizó:
—El dirigente político universitario tendrá más autoridad moral si es también un buen
estudiante. Yo no le he aceptado jamás a un compañero joven que justifique su fracasó porque
tiene que hacer trabajos políticos. Es claro que tiene que darse el tiempo necesario para hacer
sus trabajos políticos; pero, primero están los trabajos obligatorios que debe cumplir como
estudiante de la Universidad.
Y eso que predicó como Presidente ya lo había cumplido como estudiante de medicina.
Gracias a sus buenas calificaciones pudo terminar su último año y recibirse de médico.
Ese ejemplo lo siguió Tati, la única de sus tres hijas que se inclinó por la medicina. Olga
Corssen recuerda:
—La Tati también fue buena alumna, lo cual le permitió optar a una Beca Primaria en el
Hospital San Juan de Dios, especializándose en pediatría; aunque muchas veces le oí decir que
tenía ganas de dedicarse a la salud pública, como el Chicho.
De modo que, como estudiante, Chicho se las supo arreglar para sacarse buenas notas
dentro y fuera de las aulas. Estudiaba, hacía política, pololeaba y participaba en fiestas
juveniles. Especialmente cuando, en Santiago, comenzaba a afirmarse la primavera y venía la
Fiesta de los Estudiantes, con sus disfrazados, sus comparsas y sus carros alegóricos.
Arturo Olavarría Bravo tiene recuerdos especiales para el carro que presentaron los,
alumnos de Medicina en 1917, casi diez años antes de que apareciera Chicho en Santiago.
Olavarría describe ese carro titulado Casa de Orates y que consistía en una jaula llena de locos,
cada uno de los cuales representaba a un parlamentario conocido. Pero no fue ése el carro más
famoso en dicha Fiesta, porque lo superó el de Ingeniería Civil, con su Máquina de Mardones;
una maquinaria muy complicada, casi tanto como las enseñanzas del profesor don Pancho
Mardones. La celebridad no le vino por eso sino porque, pasando por la calle Ahumada, a uno
de esos que nunca faltan se le ocurrió preguntar, casi a gritos: "¿Y para qué sirve esa Máquina
de Mardones?' Obviamente, uno de los estudiantes le respondió de inmediato: "Para capar
huevones". Y ahí la reputación casi cruzó el umbral de la inmortalidad.
Los del piuchén del Chicho no alcanzaban a carrozas. Así es que se conformaban con
disfrazarse como podían. Y sólo tenían dos alternativas: o de pierrots o de árabes. Con las
sábanas y toallas del piuchén era más fácil el disfraz de árabe. Además, los ineludibles bigotes y
barbas se pintaban con corcho quemado. La lástima era que resultaba menos romántico que el
de pierrot. Entre una odalisca y una colombina, Chicho prefería a una de estas últimas. Por lo
menos así lo asegura Juan Varletta, quien confiesa que también se disfrazaba de Pierrot.
Hasta ahí, todo iba bien para el Chicho. Lo malo era que, generalmente, a las colombinas
les gustaba bailar aparejadas. Y entonces sí que la cosa se ponía peliaguda, porque ese Pierrot
sería bueno para muchas cosas, menos para el baile. Chicho, muchos años después, trataba de
convencer a sus amigos más jóvenes de que siempre había salido airoso de tales trances. Pero la
verdad es que resultaba muy difícil creerle. Porque pocas veces habrá nacido en el extremo
austral del continente un cristiano con peor oído que Chicho Allende. En eso sí que no salió
parecido a su padre. Quizás si el único canto que logró identificar sin esfuerzo fue la Canción
Nacional, si bien siempre exigió que quienes estuvieran a su lado en los actos públicos cantaran
casi gritando, a fin de que no se notara que él andaba por caminos melodiosos cuya paternidad
Ramón Carnicer no hubiera reconocido.
Y claro, para bailar lo único que hacía bien era abrazar a la pareja. Si se trataba de un
tango, podía defenderse con relativa galanura. De todas maneras, ya empleado a fondo en
cualquiera de sus cuatro campañas presidenciales, resultaba muy prudente que un buen
colaborador estuviera atento para soplarle al oído: "No es tango, es bolero".
A pesar de todo, le gustaban las canciones; es decir, que la gente cantara. Pero como no
era capaz de retener ninguna melodía reclamaba la atención de los demás hacia el argumento
del canto. Ahora, si la canción tenía aquello que llaman fondo social, aseguraba que, por lo
menos, era digna de un premio nacional de arte. Tampoco retenía los nombres de las canciones,
por lo cual resultaba un verdadero rompecabezas acertarle al canto que quería escuchar. Pero,
como en tantas cosas de la vida, la suerte siempre le acompañaba. Como esa vez que, ya de
Presidente, visitó Argentina invitado por Cámpora para celebrar su llegada a la Casa Rosada.
Presumiendo que le gustaba el tango, una noche lo convidaron a Caño 14, esa verdadera
catedral tanguera en la que tocaba nada menos que Aníbal Troilo y cantaba Roberto Goyeneche.
Apareció Chicho Allende y todo el local casi se vino abajo aplaudiéndolo. Goyeneche,
entonces, se acercó a su mesa y, micrófono en mano, le dijo:
—Presidente, esta noche cantaremos para usted. Pida todos los tangos que quiera. ¿Cuál
le gustaría escuchar primero? Chicho pensó en La Cumparsita, naturalmente, pero olvidó el
nombre. Con cancha política le respondió al cantante: —¿Cuál va a ser, pues, compañero? ¡El
único!
Goyeneche entendió que quería Uno, y entonces en aquella velada tan celebrada la gloria
se la llevó Mariano Mores en vez de Juan de Dios Filiberto. Pero a Chicho eso le daba lo
mismo. Aplaudió entusiasmado, asegurando que había sido una noche inolvidable.

Para las fiestas patrias de 1972 se propuso una meta político folklórica que no llegó a
conquistar. La verdad es que no fue por falta de empeño, porque hizo todo cuanto pudo para
lograrla; pero se tuvo que conformar con imaginarse a qué alturas habría llegado el placer de
esas compañeras que repletaban las fondas del Parque O'Higgins y que, luego de la Parada
Militar del año anterior, le habían invitado con tanta insistencia a que bailara una cueca con
alguna de ellas.
Consideró, entonces, que era un verdadero deber político satisfacer esa demanda tan
popular. Y se entrenó concienzudamente para cumplirlo a cabalidad. Más se esforzaron su
Edecán Aéreo y su Secretario de Prensa, quienes tuvieron que asumir la ardua e infructuosa
tarea de adiestrarlo para que hiciera un papel relativamente decoroso, con un pañuelo en la
diestra y al compás de una cueca. Fue inútil. Lo que no había aprendido en tantos años de lucha
política incesante resultó imposible que lo lograra en una mañana. El proyecto hubo de
desecharlo porque, si bien estaban dadas las "condiciones objetivas", no lo estaban aquellas
"subjetivas" que dependían del Jefe del Estado.
No sucedía lo mismo con su memoria, la cual en innumerables ocasiones mereció el
calificativo de prodigiosa. Aunque a veces también, cuando ejerció la Presidencia, le jugó
alguna mala pasada. Tal vez la más renombrada fue la de ese Primero de Mayo de 1971, en la
gigantesca concentración popular que se realizó en la Alameda, frente al palacio presidencial.
En un gesto que impresionó Í la mayoría del país, aceptó la invitación a integrar la tribuna de
honor el Cardenal Raúl Silva Henríquez. Fue lógico que Chicho Allende se sintiera muy
conmovido al tener a su lado al Jefe de la Iglesia. Y era natural, por lo tanto, esperar que dejara
constancia de tal distinción frente a los miles de trabajadores que repletaban la Alameda y
también frente al resto del país que seguía los detalles del acto a través de la televisión. Lo. que
no resultó tan lógico fue que, en vez de llamar al Cardenal por su nombre verdadero, le rindiera
emocionado homenaje al... "Cardenal Raúl Silva Castro".
El afectado comprendió el lapsus, se sonrió maliciosamente y es seguro que, en lo
profundo de su espíritu tan. cristiano, perdonó sin titubear al Presidente.
Del mismo modo, por alguna razón extraña, Chicho jamás pudo repetir públicamente un
verso de Machado que había puesto de moda el cantante español Joan Manuel Serrat. Aquel de
"Caminante, no hay camino: se hace camino al andar".
Cierta vez, en los inicios del gobierno, el Perro Olivares entonó, a su manera, ese trozo de
canción. Y Chicho reaccionó inmediatamente, con mucho entusiasmo: "Eso es, Perrito, ese
verso vale más que todas las consignas juntas. Expresa justamente lo que tiene que ser nuestro
gobierno: sin Vaticanos' extranjeros, porque jamás seremos colonos mentales de ningún país.
Nuestra experiencia es inédita y así tendrá que ser siempre. Por eso, tenemos que hacernos
camino al andar... ¡Nuestro propio camino!"
Eran los días en que se multiplicaban las ruedas de prensa solicitadas por periodistas de
muchos países. El Presidente Allende quiso sintetizar la verdadera orientación del proceso
chileno con ese verso tan breve. Pero debió resignarse a no insistir en el intento, porque siempre
se enredó de alguna manera que, si bien lo hacía comprensible para todos los periodistas, no
correspondía exactamente a la creación del poeta español.
También fue el mismo Perro Olivares quien le contó un chiste que a Chicho le hizo
mucha gracia. Aquel del cura de Aculeo que, después de algunos años de ejercer el sacerdocio
en ese pueblito acogedor, pide a su obispo que lo cambie de sede. El superior, muy extrañado, le
pregunta las razones que lo mueven a solicitar tal traslado. El cura le explica que se debe a que
ya lleva bastante tiempo escuchando a sus feligreses que le dicen: "Ahí viene el cura de
Aculeo". "¿Y cómo quiere que le digan si usted es el cura de Aculeo?', pregunta el Obispo.
"Está bien —responde el cura— si no protesto por eso, sino por el tono en que lo dicen". Con
ese chiste, Chicho esperó conquistar elogios en una reunión social a la que lo habían invitado
unos amigos. Al día siguiente, confesó al Perro Olivares que, luego de contar el chiste en la
noche anterior, había apreciado que sus auditores, especialmente las señoras, sólo se sonrieron,
más que nada por tratarse del Presidente. Por cierto que quería saber la razón de tan extraño
comportamiento. Le pidió al Perro que le repitiera el chiste. Cuando estaba comenzando a
hacerlo, Chicho le interrumpió: "¿Cómo? ¿Aculeo?... Ah, ahí está la explicación: yo lo conté
como Putaendo".
Bueno, de esa manera, el efecto del chiste resultaba obviamente muy distinto.
Así como a veces podía confundir un nombre o no acordarse de un verso, jamás olvidó
una cara. Era una especie de computadora capaz de precisar los detalles que identificaban a una
persona, por humilde que fuera. Y esta cualidad resultaba más notable aún por cuanto Chicho se
había recorrido el país entero, pueblo por pueblo y hasta podría decirse que casa por casa.
Había momentos en que esta condición parecía adquirir contornos de magia. Por ejemplo,
con los niños que, provenientes de los puntos más diversos del país, pasaban quince o veinte
días de vacaciones en el Palacio de Cerro Castillo, en calidad de invitados especiales del
Compañero Presidente, como premio a los mejores alumnos, a los mejores compañeros, a
quienes vivían en puntos fronterizos, etc. Cuando descendían del bus que los dejaba en la
rotonda del Palacio, siempre el Presidente los estuvo esperando. Y entonces, tenía lugar una
especie de juego entre él y sus invitados. Estos lo rodeaban inmediatamente y Chicho se dirigía
a cualquiera y le preguntaba de qué pueblo venía. Nada más. Eso era suficiente para él: a partir
de entonces, le preguntaba al niño por sus padres, por ese gordo de la farmacia, por aquella
hermana que hace años estuvo enferma, en fin, le daba tal cantidad de detalles acerca de su
familia y de su pueblo que, generalmente, al muchacho se le llenaban los ojos de lágrimas, a la
vez que entendía que en el Presidente había encontrado un amigo con el cual podía contar en el
futuro. Cosa importante para esos muchachos que, a la sazón, tenían entre doce y quince años.
¿Cómo podía conocer tanto a la gente de Chile, aun a la de los pueblos más apartados? Chicho
Allende aseguraba que por lo menos para eso le habían servido sus campañas políticas. En
verdad, había tenido ocasión de representar en el parlamento a casi todo el territorio. Y el resto
lo había recorrido palmo a palmo en sus cuatro postulaciones presidenciales.
En el verano de 1972, el gobierno se instaló por algún tiempo en Concepción. Como en
otras ciudades, a la salida de la Intendencia se juntaban diariamente verdaderas multitudes a
estrecharle las manos al Presidente, a aplaudirlo y, en general, a testimoniarle el deseo de que le
fuera bien en su gobierno. Por supuesto que su agenda de trabajo estaba permanentemente muy
recargada. Y ya esto se había hecho normal; nada se ganaba con reclamar. Pero un día,
extrañamente, Chicho se reservó las últimas horas de la jornada. No dio explicación. La agenda
sólo decía: "A disposición del Señor Presidente". Ya en la tarde, llamó a su Secretario Privado y
a su, Secretario de Prensa para ordenarles que, esa noche, debían acompañarlo a un lugar de
Concepción que no precisó. Insistió, sí, en que nadie debería enterarse. Puccio y Jorquera
supusieron que se trataría de una reunión política muy privada, tanto que no debería trascender a
otros funcionarios que también trabajaban en la Intendencia: Llegó la noche y el Presidente,
acompañado de su par de secretarios, se dirigió caminando hacia la calle San Martín y dobló
rumbo al sector de Collao. Sólo iban los tres. Una pareja de carabineros avanzaba por la otra
vereda. Los transeúntes penquistas no podían convencerse que ese señor que caminaba, con una
mano en el bolsillo del pantalón y con la otra sosteniendo un sombrero de pita blanca, fuera el
Presidente de la República. Caminaron muchas cuadras y Chicho hablaba de otras cosas,
dejando en el enigma el punto hacia el cual se dirigían. Era un boliche que ni nombre tenía. El
Presidente entró con mucha confianza y abrazó a un hombre gordo, alto, medio pelado que
andaba con la camisa arremangada y un delantal corto amarrado en la cintura. Antes de abrazar
al Presidente, le gritó:
—Al fin viniste, Chicho. Yo ya estaba pensando que a lo mejor te habías olvidado de mí.
Pero, ¿cómo te ibas a olvidar de tu casa, no es cierto?... Y andai de suerte, porque me acaban de
traer unas longanicitas especiales, de esas que a ti te gustan. Ven, siéntate aquí, donde te habís
sentado siempre.
El Presidente se sentó y preguntó a su amigo:
—Y esas longanizas, ¿serán tan buenas como las que se consigue Tohá?
Mejores tienen que ser éstas, pues. Las de Tohá son de Chillán, en cambio éstas me las
hace una pariente mía que vive por aquí por Florida, las hace especialmente pa' mí... y pa' mis
amigos... ¡como tú, pues, Chicho!
Y comenzaron a dar buena cuenta de las longanizas que, en verdad, hicieron honor a la
propaganda. La comida duró algunas horas, durante las cuales el Presidente explicó a su
anfitrión lo que había hecho, lo que estaba haciendo y lo que pensaba hacer desde el gobierno.
Su amigo tanto lo felicitó como le hizo críticas, con entera libertad, sin el menor tapujo.
Después, desandando el camino por la misma calle San Martín, explicó Chicho:
—Este guatón es un gran amigo mío de muchos años. En varias de mis giras políticas me
quedé sin plata para comer. Lo que más me preocupaba entonces era ver cómo conseguía llegar
a Concepción, porque este guatón me mataba el hambre. Y tomen en cuenta una cosa: sabiendo
lo que yo lo quiero y lo agradecido que estoy de él, jamás me ha pedido nada. Ni siquiera trató
de aparecerse por la Intendencia. Porque así es la gente de nuestro pueblo, compañeros... Por
eso, yo no me pensaba ir de Concepción sin visitarlo y tomarme un par de tragos de tinto con él,
como en los viejos tiempos, cuando este Guatón me protegía.
Las longanizas estaban ricas y el pipeño también. Chicho lo paladeó y le dio su
aprobación. En materia de tragos, Chicho Allende no era, ni por asomo, lo que en Chile y en
otros países se considera un bebedor. Todo lo contrario; sólo le gustaba un poco de vino,
siempre que fuera tinto. En esta materia sí que demostraba sectarismo. Consideraba como una
desviación de la chilenidad cualquier otro vino que no fuera tinto. Tenía buenos argumentos
para discutirles a quienes sostenían la tesis de que con vino blanco los mariscos saben mejor. En
esto era irreductible, afirmando que, si el tinto es bueno y el marisco también lo es, no hay
motivos para que la combinación no resulte sabrosa.
Tampoco le hacía asco aun vaso de whisky, ojalá escocés. Su marca preferida era Chivas
Regal y muchos recordarán, ahora, cómo aquel favoritismo presidencial trató de ser
aprovechado por los enemigos más acérrimos de su gobierno, pretendiendo hacerlo aparecer
como una suerte de adicto a esa marca de whisky que, por cierto, era bastante escasa, aun en las
buenas botillerías santiaguinas. Pero a Chicho nunca le faltó un amigo que le trajera su botellón.
Lo cuidaba como hueso de santo, amenazando con las penas del infierno a quien se atreviera a
profanarlo. A sus colaboradores en La Moneda les predicaba que ellos sí debían promover el
esfuerzo nacional tomando ese brebaje que, en un exceso de chauvinismo, también llamaban
whisky, agregándole el calificativo de nacional... como si, después de probarlo, hiciera falta esa
precisión.
Escarbando minuciosamente entre sus amistades íntimas, desde su juventud hasta sus
últimos días, nadie puede recordar alguna ocasión en que Chicho hubiera sobrepasado ese
estado de alegría que produce el alcohol y que, para muchos —especialmente entre quienes
deben soportar fuertes tensiones— constituye un ansiado y sabroso refugio. Tampoco era
fumador. En muy contadas ocasiones, en la Presidencia, cuando las reuniones de trabajo
nocturnas se alargaban más de lo habitual, solía sacar uno de esos tabacos alargados, y más
delgados que los normales, que le enviaba Fidel Castro. Lo encendía con cierta ceremonia, pero
nunca llegó a fumarse uno entero.
Y en materia de comidas también estaba muy distante de lo que puede llamarse un buen
gourmet. En general, y no por demagogia, prefería los platos criollos, especialmente las
cazuelas de gallina de su Mama Rosa. Celebraba cualquier plato preparado a base de choclo,
pero sí tenía una debilidad muy clara y precisa: las ostras. Y con vino tinto, naturalmente. Es
evidente que en esto de la frugalidad no salió a su padre. Porque las fiestas que don Salvador
dio en Tacna hicieron época. Olga Corssen relata que hubo veces en que don Salvador arrendó
un tren especial para llevar y traer a sus invitados a Tacna:
— Así partían mis padres, cuando vivían en Ariza, para esos almuerzos a que convidaba
don Salvador. ¡Ese sí que era tren de vida!
En cambio, lo más que se recuerda de Chicho Allende, en este orden de cosas, fueron los
llamados jubileos que hacía en su casa para celebrar sus cumpleaños. Asistía toda su familia y
los amigos más íntimos. Manuel Mandujano, Hernán Santa Cruz, Carlos Briones eran de los
clientes fijos, Por lo demás, Chicho se encargaba personalmente de pregonar su próximo jubileo
con bastante anticipación, no sólo para que sus amigos no faltaran, sino para asegurarse de que
cada uno de ellos se apareciera con su correspondiente regalo.
Por razones de orden netamente crematístico, esa sobriedad en el. comer y en el beber
resultó obligatoria en la época de los piuchenes. Los restaurantes famosos como La Bahía, el
Martini, el Chez Henry eran territorios vedados para esos estudiantes que venían de provincias.
Juan Varletta afirma que, a veces, cuando alcanzaban al centro de Santiago, reunían las esquivas
chauchas de entonces y se daban un tremendo banquete: un sandwich de ave con una malta.
Por lo demás, en esos días la pobreza resaltaba hasta en las calles más céntricas. René
Frías Ojeda recuerda que la mayoría de quienes trabajaban acomodando las calles no tenían ni
zapatos. Al mediodía, hacían alto en sus labores y las mismas palas con que trabajaban las
empleaban como platos y como sartenes. Hacían pequeñas fogatas y en esas palas calentaban lo
que podían. Cuando conseguían un huevo, era común que lo frieran sobre los rieles de los
tranvías que estaban arreglando. De manera que ahí mismo, ante sus ojos, los universitarios
encontraban todos los días argumentos vitales para fortalecer ese jacobinismo que inspiró buena
parte del accionar político de la juventud de entonces.
Chicho, además, contaba con otro escenario que también le aceraba sus convicciones
revolucionarias: los hospitales en los cuales hizo sus primeras armas de médico: Casa de Orates,
Escuela Dental, Hospital Clínico San Vicente de Paul, en Santiago y Carlos Van Buren y San
Agustín, en Valparaíso.
En aquellas labores hospitalarias, usaba, como todos los internos, esas capas de color
oscuro, que, en medio de la noche, les dan un inocultable carácter de vampiro. Esta costumbre
de ponerse la capa médica la conservó hasta en la Presidencia de la República. Así, en muchas
de las ocasiones en que tuvo que levantarse rápidamente para atender algún asunto de gobierno,
se colocaba la capa que siempre conservó al alcance de su mano. No faltaron inadvertidos que
estuvieran a punto de desmayarse al ver aparecer, de pronto, por un pasillo en penumbras, nada
menos que al Presidente como una intempestiva reminiscencia del Conde Drácula.
Durante su tránsito por la Universidad, sobraron las ocasiones en que la Escuela de
Medicina se convirtió en epicentro de la conmoción política criolla. Lo cual no fue un simple
detalle, ya que, por esos años, buena parte de lo que se llamaba la política se escenificaba
precisamente en los medios universitarios. El paso del tiempo no fue suficiente para borrar la
magnitud del estallido estudiantil que causó la muerte, de un balazo, del estudiante Jaime Pinto
Riesco, en las puertas de la Escuela de Medicina.
Además, la propia sede de la Facultad era el local tradicional donde, durante muchos
años, funcionaron las mesas receptoras de sufragios, en aquellos días de elecciones
convulsionadas. Y, junto con ello, operaban las Ligas contra el cohecho, constituidas
esencialmente por hombres y mujeres de los partidos de izquierda. Las mujeres se encargaban
de detectar al cohechado (el camero) para marcarles las espaldas con harina a fin de que, a la
salida de la Escuela de Medicina, los hombres le dieran una tremenda frisca, así la llamaban.
Eso, por supuesto, obligaba a intervenir a la policía y entonces todo el acto electoral adquiría
contornos mucho más movidos y entretenidos. El clima alcanzó su nivel de máxima ebullición
en esos años previos al triunfo del Frente Popular. Es decir, cuando Chicho estaba próximo a
recibir su diploma de médico. .
Y entonces, en su hoja de vida, en ese agitado mundo político universitario, no sólo
resaltan sus buenas calificaciones como alumno, sino también su primer traspié político digno
de recordarse: su expulsión del Grupo Avance, un movimiento integrado por jóvenes, que, a
pesar de su vida fugaz, logró jugar un papel de relativo interés en el desarrollo de los
acontecimientos de esa época.
Paradojalmente, el progenitor de este grupo revolucionario se distinguió, muchos años
después, como uno de los detractores más enconados del gobierno que Chicho Allende presidió:
Marcos Chamudes Reitich.
Estaba comenzando la década de los años treinta y Oscar Waiss Band, en sus Memorias
de luchador socialista impenitente, afirmó, a la letra, que Marcos Chamudes —que regresaba a
Chile con el prestigio de haber estado preso en la cárcel peruana llamada Frontón, frente a
Callao— "era un comunista rojo, de esos del llamado tercer período, que acusaba de amarillos y
traidores a todos los que no fueran rígidamente estalinistas".
A partir de entonces, todo lo que rodeó a este personaje resultó particularmente nebuloso.
En especial su actuación política. Desde que apareciera, sin previo aviso, en ese bullente mundo
estudiantil, no hizo sino confirmar una verdad que, a la luz de la experiencia chilena, tiene
validez de axioma: de lo primero que le conviene cuidarse a quien se siente revolucionario es de
aquellos que se proclaman depositarios de la integridad doctrinaria.
Esa pudiera ser una de las enseñanzas más valiosas que arrojó la calamidad chilena post—
golpe militar que costó las vidas de tantos miles, comenzando por la de Salvador Allende.
Como todas las tragedias históricas, la chilena legó moralejas para las nuevas generaciones. Una
de ellas, con raíces en aquel Grupo Avance, es que antes del enemigo ideológico resulta más
prudente prevenirse de los cañones ideologistas, especialmente cuando brotan entre las propias
filas de los luchadores por los cambios sociales. No sería la única lección, por cierto. Hay otras
de similar relevancia, como por ejemplo la que develara Ricardo Lagos en el Seminario que
congregó a las más altas personalidades del pensamiento, político continental y europeo, uno de
los eventos estelares convocados para celebrar en Caracas la toma de posesión presidencial de
Carlos Andrés Pérez, a comienzos de 1989. La intervención de Lagos, diseñando la realidad
latinoamericana con miras al siglo XXI, fue interrumpida varias veces con verdaderas ovaciones
y en ella hizo afirmaciones que impresionaron a los asistentes y a la prensa mundial; como
aquella de que, para la estabilidad de la democracia, puede resultar más peligroso un ministro de
hacienda desatinado que un general golpista.
En aquellos días en que el Grupo Avance pugnaba por nacer, Chicho no tuvo mucho que
ver directamente con Chamudes. Pero Chamudes sí que tuvo que ver con Chicho, en especial
cuando éste ejerció la Presidencia de la República. Su revista PEC fue uno de los cañones del
golpismo que disparó los peores proyectiles, tanto contra Chicho personalmente como contra
cualquiera persona o iniciativa vinculadas directa o indirectamente con el movimiento popular,
es decir, las que lucieran un leve parentesco con esos ardientes sermones principistas con los
cuales él mismo alcanzó nombradía entre aquellos muchachos universitarios que se sentían
convocados por la Historia para construir una sociedad vacunada contra todas las injusticias.
En ese año de 1930, Chamudes Reitich apareció en escena asegurándole a medio mundo
que era un comunista de los mejores quilates bolcheviques. Pero, curiosamente, no tenía
contactos con el Partido Comunista de Chile. En buenas cuentas, venía siendo algo así como un
comunista chileno made in Perú. Ya eso sonaba raro, pero los jacobinos de la FECh, en aquellos
años, estaban demasiado ensimismados ubicándose en las filas de una revolución que, por lo
menos, debería ser continental... si es que el resto del mundo alcanzaba a salvarse de tamaña
fuerza explosiva que estaba a punto de estallar en las aulas de la Universidad. Con epicentro en
el Salón de Honor: el Paraninfo, como le llamaban. Eran tan agitados esos días que no les
alcanzaba el tiempo, ni menos la experiencia, para detenerse en detalles como detectar lo que
realmente se traía entre manos este revolucionario tan fogoso, tan beligerante y tan
admirablemente inflexible.
Todo estallido revolucionario puede ser considerado antecesor de otros. Aunque esta
aseveración pudiera parecer discutible, es seguro que nunca faltará un sociólogo, o un cientista
político, que encuentre argumentos científicos para demostrar su veracidad. Que tenga razón o
no, ya eso es harina de otro costal. Es esto último lo que sí saben los verdaderos protagonistas,
porque les ha costado su propia piel. Pareciera que la principal gracia de los analistas políticos
reside en que siempre se las arreglan para no estar presentes en los sucesos que describen y
sobre los cuales pontifican, posteriormente, con tanta soltura de cuerpo.
Chamudes traía un puñal bajo su poncho, con el cual, aseguraba, asestaría el golpe de
gracia a la burguesía: la creación de un movimiento revolucionario a imagen y semejanza del
que habría conocido en Perú. Allá se llamó Vanguardia y aquí propuso que se bautizara Avance.
La columna central de este destacamento llamado a instaurar la versión chilena del
régimen soviético tendría que estar constituida esencialmente por universitarios. Y aquí surgió
un problema: Chamudes se titulaba revolucionario, pero no era universitario. Para demostrar su
primera calidad bastaba con su palabra; para la segunda, era imprescindible por lo menos la
matrícula en alguna facultad.
Pero cuando se tienen todas las energías apuntadas hacia la edificación de nuevas y
profundísimas estructuras sociales no pueden malgastarse minutos en nimiedades como estas.
Así es que resultó más expedito acordar la creación del Grupo Avance con universitarios y
también con intelectuales. Y entonces sí se consiguió títulos legítimos para dirigir su
movimiento revolucionario aquel prestigioso combatiente que había importado el modelo de
Perú.
Por lo menos, los universitarios que fundaron el Grupo Avance no pecaron de
supersticiosos: fueron trece. Y, con Chamudes, llegaron a catorce.
Sin embargo, para el alumbramiento exigieron una casa grande. Un estudiante de
Medicina, de apellido Fuenzalida, prestó la suya, en la Gran Avenida.
La llegada al mundo de este movimiento incendiario debía celebrarse cantando. El
problema fue que no tenían himno. Chamudes solucionó inmediatamente la dificultad, de
manera que los episodios finales de este parto sin dolor estuvieron dedicados a ensayar el
Compagni, avanti, esa marcha italiana que amenaza nada menos que con hacer "saltar el
Vaticano... con bomba en mano".
Y, una vez que se la aprendieron, los fundadores, a pleno pulmón regresaron cantándola,
desafiantemente, por la Gran Avenida hacia el Centro de Santiago.
Cuando entraron al primer bar que encontraron en la calle Salí Diego, los enfervorizados
revolucionarios tuvieron que enfrentar el obstáculo inicial: no le vendieron una cerveza a Oscar
Waiss, porque no tenía dieciocho años de edad. Esto estaría demostrando, por lo menos, dos
cosas importantes: primero, que en esos años había un control más estricto de la joven clientela,
aun en los bares de los llamados barrios bravos; segundo, que hay veces en que beberse una
cerveza a tiempo puede resultar más difícil que iniciar una revolución a destiempo.
Por lo pronto, Chamudes insistía en que la hora de la redención social había llegado. Y
para que no cupiera la menor duda acerca de su perspicacia histórica, comenzaba sus
intervenciones públicas de una manera tan peculiar que a Carlos Briones todavía le parece estar
escuchándolo: "El Partido Comunista, Sección Chilena de la Tercera Internacional Comunista
de Moscú"... Y a partir de ahí, disparaba su descarga política electrizante.
Sin embargo, en lo más íntimo del fervor estudiantil alguna fibra muy sensible debe haber
conseguido tocar el Grupo Avance. Porque a pesar de su vida tan efímera (hay dudas: unos
dicen que duró tres años y otros que fueron cuatro) ganó dos veces la Presidencia de la
Federación de Estudiantes de Chile. En buenas cuentas, ha sido el movimiento político que con
mayor rapidez conquistó posiciones de rangos auténticamente nacionales. Porque la FECh, en
aquellos años empapados de romanticismo contestatario, fue uno de los organismos más
importantes que galvanizaron acontecimientos de esos que dejan huellas inconfundibles en las
generaciones posteriores.
Desde luego, tenían un aliciente que siempre ha impulsado, y seguirá motorizando, a la
conciencia juvenil, en Chile y en cualquier otro país: una dictadura que derribar.
Según recordaba Chicho —ya en la Presidencia de la República— el Grupo Avance logró
reclutar a 400 militantes en el campo universitario. Uno de ellos fue él mismo: un estudiante de
Medicina que, a primera vista, aparecía poco confiable, porque demostraba demasiada
preocupación por lucir una ostensible elegancia. ¡Si a veces hasta se aparecía con tongo! Por
eso, una vez que lo conocieron más profundamente, algunos de sus camaradas de ese rebelde
destacamento (como Carlos Briones, René Frías Ojeda, Oscar Waiss, Tomás Chadwick entre
otros) empezaron a llamarlo "Lenin con tongo".
A pesar de ese sombrero hongo —y de otras menudencias ya Chicho se había presentado
de candidato a la presidencia del Centro de Alumnos de Medicina. Y había ganado. Junto a ello,
fue delegado ante el Consejo Universitario.
No obstante, todavía no era muy conocido por el resto del alumnado, especialmente por
quienes frecuentaban la FECh todos los días y buena parte de las noches. Claro que los
dirigentes del Grupo Avance ya habían descubierto las condiciones de activista electoral que
despuntaban en él, sobre todo cuando se trataba de conseguir votos en el electorado femenino.
Oscar Waiss reseña esta aptitud de Chicho, que parecía innata:
— Entre nuestros activistas electorales dentro de la Universidad de Chile estaba Salvador
Allende, a quien enviábamos a la Escuela de Obstetricia. Junto con López Reverditto, se las
barajaban para conseguirnos casi la unanimidad de los votos. Los dos eran pijes... y, después de
conquistarse a la directora de la Escuela, hacían formar a las alumnas para que votaran en filas
por Avance, cargando muchas veces la indecisa balanza hacia nuestro lado.
A la par que Chicho complementaba sus estudios de medicina con sus obligaciones de
Presidente del Centro de Alumnos —además de pastorear los votos de las otras escuelas,
especialmente de alumnado femenino, vinculadas estrechamente con el problema de la salud
tanto pública como individual—la FECh era un hervidero de debates apasionados.
El Grupo Avancé era uno de los que llevaba la voz más cantante. Muy a menudo la
atmósfera del Paraninfo se recargaba tanto de impaciencia juvenil que las posiciones que
sustentaban estos prematuros "parteros de la Historia" se veían ante el serio peligro de no
atrapar inmediatamente la atención de la mayoría de los asambleístas. Lo grave era que, antes
que nada, tenían que demostrar en los hechos cuán democráticos eran. Por algo todos estaban
luchando contra una dictadura. Si hubo algún universitario partidario del gobierno, se cuidó,
muy bien de no hacerse notar en esos foros tan incandescentes.
Y fue así que, en una de esas noches en que el Grupo Avance se vio ante el riesgo
inminente de sufrir una derrota asambleística, en medio de una verdadera batahola de gritos e
improperios, a quienes digitaban las posiciones más izquierdizantes se les ocurrió una idea,
como tabla de salvación política: catapultar a la tribuna de oradores a ese compañero de
Medicina que, por su facha de pije aburguesado, ofrecía posibilidades ciertas de lograr
receptividad en la mayoría de la asamblea que, entre paréntesis, estaba siendo claramente
dominada por los adeptos al Partido Radical.
Y total, era poco lo que se arriesgaba, por cuanto Chicho Allende todavía no era muy
conocido fuera del ámbito estudiantil que giraba en tomo de la Escuela de Medicina. Pero por
sobre cualquier otra consideración le desbordaba esa pinta de joven acomodado; es decir, de
alguien que tiene un status que defender antes que cambios sociales que propugnar.
Algunos de sus compañeros le abrieron una especie de pasillo y otros lo ayudaron a
encaramarse al escenario y entonces la mayoría dominante se dispuso a escuchar una
intervención que prometía sonarle a melodía.
Y así comenzó el primer discurso importante de Salvador Allende, ante una asamblea
numerosa y mayoritariamente adversa. De tal alocución, lo menos que puede decirse es que fue
motivo de muchos comentarios posteriores. Tanto por parte de aquellos que aplaudieron al
orador como por quienes terminaron muy desconcertados.
Pero lo más histórico de ese discurso fue el comienzo: una sola palabra que hizo sonreír a
la mayoría y que, por ende, casi provocó un infarto colectivo entre los compañeros del propio
Grupo Avance.
Chicho destinó sus primeros segundos a recorrer con la vista a ese Paraninfo atestado de
muchachos vociferantes. Luego, se metió la mano izquierda en el bolsillo de su bien cortada
chaqueta y, con ademán de tribuno, infló su pecho y lanzó esa palabra que produjo el milagro:
— ¡Señores!
Y la asamblea se calló, como si hubiera tronado un ultimátum divino.
Los del Grupo Avance tardaron un buen rato en reponerse. Y varios días en digerir la
razón por la cual Chicho había cometido la repudiable herejía (así, textualmente, la calificaron
algunos) de comenzar su intervención diciendo Señores en vez de Camaradas, como debe
sentirse obligado a hacerlo todo revolucionario que se respete a sí mismo, a sus compañeros de
lucha y a la causa que dice representar.
Por su parte, los adversarios del Grupo Avance también demoraron bastante en darse
cuenta de que el joven tan bien vestido, al que habían anticipadamente aclamado y para el cual
exigieran respeto, había dicho precisamente lo que ellos no querían que se dijera.
Es que Chicho Allende había expuesto la posición del Grupo Avance y, por lo tanto, la
que era suya: defendió la libertad, el derecho a exponer ideas. En buenas cuentas, la potestad
para discrepar.
Y esa noche ¡por fin! la asamblea del Paraninfo culminó en un consenso. Como había una
dictadura aguardando en la calle, la ausencia de libertad afectaba a todos. La principal virtud de
Chicho consistió en que hizo su alegato sin apelar a esas frases consigneras y lugares comunes
que convierten a tantos discursos políticos en una especie de novela por entregas cuyo desenlace
se conoce desde el prólogo.
Esa apasionada defensa de la libertad es lo que pervivió en las memorias de quienes
estuvieron presentes, esa noche, en el Salón de Honor de la Casa Central de la Universidad de
Chile. Además del comienzo del discurso, que se hizo inolvidable.
Los sobrevivientes de esos momentos y de los días que siguieron, tienen motivos
sobrados para demostrar que lo que Chicho Allende dijo entonces, defendiendo la libertad de
discrepar, lo mantuvo hasta el último minuto de su vida.
Cuando murió en La Moneda, el gobierno que presidió contaba con diez diarios y treinta
y seis radios en todo el país; la oposición controlaba cincuenta y cuatro diarios y noventa y ocho
radios. De ese tamaño fue la 'feroz dictadura' que, en el nombre de la otra 'libertad', ametrallaron
los 'salvadores de la Patria' el 11 de septiembre de 1973.
Y, paradojalmente, aquella noche del año 30, cuando hiciera su debut como orador de
masas en el Paraninfo universitario, Chicho Allende tuvo más fortuna que cuando, mucho más
tarde (tres años antes de asumir la Presidencia), su partido celebró un Congreso en Chillán, que
también se hizo famoso.
En ese evento partidario, Chicho Allende se había propuesto intervenir para plantear una
posición discrepante de la oficial. Para reclamar el derecho de palabra tenía títulos más que
suficientes: fundador del partido, ex—secretario general, ex—ministro, senador, ex—diputado,
tres veces consecutivas candidato a la Presidencia de la República. Pero no lo dejaron hablar.
Peor todavía: lo abuchearon. Se tuvo que regresar a Santiago. A sus amigos más confiables les
contó la experiencia que acababa de vivir. Carlos Briones recuerda que Chicho le confidenció:
—Mira lo que me acaba de pasar en Chillán: no me permitieron hablar. Y encima me
pifiaron... ¡Mis propios compañeros! Esto se inscribía en el tipo de vicisitudes que Chicho
Allende ya se había acostumbrado a superar. Para ello le sobraba confianza en sí mismo y en las
posiciones políticas que propugnaba. Si ni siquiera fue escuchado en Chillán, menos podría
haber aspirado a ocupar uno de los tantos cargos en el Comité Central. Sin embargo, antes de
que se cumplieran tres años era nuevamente designado candidato presidencial y ganaba la
elección de 1970. —Soy un mal inevitable— le comentó, con ironía, a Alejandro Hales.
Sin necesidad de remontarse a aquella noche de su tan atípica intervención en el
Paraninfo, al comenzar la década de los 30, conviene tener en cuenta que Chicho Allende llegó
al parlamento en 1937 y —salvo el período en que renunció a su diputación para ocupar el
Ministerio de Salubridad— lo abandonó sólo para ascender a la Presidencia de la República.
Entonces, es cuestión de imaginarse la cantidad —de discursos e intervenciones que
protagonizara durante su dilatada actuación parlamentaria. Felizmente. esa documentación está
disponible para quien quiera recorrerla, analizarla y sacar de ella. las naturales conclusiones.
Son varios los tomos que registran la labor de Chicho Allende desde los escaños
parlamentarios. Ellos constituyen valiosa referencia acerca de las idas y venidas que
experimentó la situación nacional —y también la internacional— durante esos treinta y tres
años.
Y además atestiguan otro hecho singular: hay un hilo conductor que enlaza su ideario a
través del tiempo, desde el principio hasta el final. Si alguien quiere encontrar un ejemplo de
consecuencia política, aquí tiene uno que resiste cualquier examen, por muy crítico que fuere.
Chicho Allende fue adecuando sus postulados ideológicos a los avances de la ciencia y del
pensamiento político, pero sus cimientos principistas fueron siempre los mismos.
A propósito, Oscar Waiss recuerda aquella noche en que las señoras de buen vivir
salieron a tocar cacerolas por primera vez. Waiss era director de La Nación, y cruzó indignado
la Plaza de la Constitución para tratar de hablar con su amigo el Presidente. Cuando lo logró, le
dijo que lo que estaba sucediendo era el colmo... "le estamos entregando la calle a la burguesía".
Chicho lo miró con calma y le respondió con una pregunta: —¿Tú crees que todavía estás
en el Grupo Avance? Ambos, esa noche, revivieron el año 30 y ese discurso de Chicho de
inolvidable comienzo. Y lo que vino después, hasta esa tarde de las cacerolas. Como todas las
cosas en política: unas fueron de cal, otras de arena.
En aquellos años mozos, todo fue tan meteórico que, en muy pocos meses, Avance
alcanzaba una de las metas más apetecidas por las dirigencias políticas de todos los colores: la
presidencia de la Federación de Estudiantes de Chile. Roberto Alvarado fue el candidato
triunfante y Avance demostró una fuerza arrolladora que logró reelegirlo para un segundo
período.
Ese fue el saldo a favor, además, naturalmente, de la participación directa que le cupo a
Avance en la conspiración que culminó con la República Socialista de 1932. También podría
agregarse a su haber la experiencia que adquirieron los artífices de esta hazaña política, sumada
a la amistad que nació entre varios de ellos y que duró por muchos lustros. En verdad, el
balance pareciera demostrar que la amistad fue más perdurable que la experiencia. Por lo
menos, para la mayoría de los integrantes de ese movimiento juvenil que pasara como un
cometa por el firmamento de la política criolla, dejando una estela que siguió resplandeciendo
durante algunos años.
En el debe, lo de siempre: las luchas intestinas. Esa suerte de maldición bíblica que
perturba la brújula a tantos profetas de nuevas eras de signo socialista.
En el caso específico del Grupo Avance, la lucha central se dio entre laferttistas e
hidalguistas. Es decir, entre quienes le encontraban razón a Elías Lafferte y quienes a Manuel
Hidalgo. Dicho de otro modo, entre estalinistas y trotskistas. Realmente resultaba ilusorio
pretender un acuerdo fraternal entre ambas corrientes del pensamiento revolucionario si ello
dependía, antes que nada, del desarrollo de los acontecimientos moscovitas. Y eso, agregado a
la comprensible lentitud de las comunicaciones entre Santiago y Moscú, agravada por el
hermetismo proverbial de las estructuras soviéticas. Varias generaciones más tarde, todavía hay
quienes discuten lo mismo y, si bien mucho parece haberse ido aclarando —gracias,
fundamentalmente, a la perestroika— no son pocos los sucesos cuya explicación aún permanece
en penumbras. Lo que está suficientemente demostrado es que, para ser revolucionario, lo
primero que hay que tener es fe. Y los sobrevivientes del Grupo Avance (más de medio siglo
después) insisten en que, si había algo que podían derrochar, era una sólida convicción en la
justeza de los postulados doctrinarios que con tanto ardor defendieron.
A pesar de ocupar la Vicepresidencia de la FECh, Chicho ya estaba en minoría en el
interior del Grupo Avance. En primer lugar, porque jamás pudo aceptar que, ala luz del
diagnóstico de, la realidad chilena, hubiera que someterse a una receta elaborada fuera de las
fronteras. En segundo lugar, porque la querella interna entre las dos principales corrientes de
Avance le parecía demasiado menguada para alcanzarlos altos objetivos revolucionarios que
pregonaban. Así, en las Memorias de Oscar Waiss (destacado dirigente del trotskismo), 'se
recuerda que "había miembros del Grupo Avance que no se definían claramente por ninguno de
los grupos; entre ellos, Salvador Allende, Juan Bautista Picasso, Federico Klein, Astolfo Tapia
Moore y otros".
Con más de medio siglo de distancia, hay allendistas apasionados que aseguran que
Chicho renunció a Avance una vez que se convenció de que su posición no tenía más destino
que seguir siendo minoritaria. El propio Oscar Waiss sostiene una tesis semejante cuando, en su
libro, comenta que Allende "renunció a su militancia por no poder, según dijo, resistir la
violenta pelea entre laffertientos e hidalguientos, que era como nos denominábamos en nuestra
constante querella".
Siendo perfectamente comprensible una actitud de esta naturaleza, ella, sin embargo, no
guardaría mucha armonía con la que Salvador Allende sostuviera durante toda su actuación
política. En su bitácora aparecen muchísimas ocasiones en que estuvo en minoría. Desde luego,
tanto en la Cámara de Diputados como en el Senado y aun en el propio seno del partido que
ayudó a fundar.
El sostenía que un dirigente político que busca conciencias antes que votos tiene que
saber soportar la calidad de minoritario. Es una condición esencial del juego democrático.
Precisamente, ese fue uno de los atributos políticos que lo hizo destacarse en medio de una
verdadera constelación de primeras figuras nacionales e internacionales. De modo que no
renunció a Avance: fue expulsado. Con todos los epítetos correspondientes, entre los cuales el
de "amarillo" fue uno de los más piadosos.
Se pretendía asumir retóricamente una posición política que no podía cumplirse en la
práctica. El objetivo inmediato era caer simpático, conquistar votos, aunque fuera cometiendo el
pecadillo venial de la inconsecuencia. Pero es que para Chicho este pecado era mortal. Y esta
posición que sostuvo en Avance la mantuvo inalterable hasta su último aliento.
Antes de que el gallo de la Historia cantara tres veces, ya los porfiados hechos habían
demostrado la validez de la actitud que asumiera en Avance, ubicando en sus verdaderos
casilleros históricos a quienes se autotitulaban de revolucionarios y también a quienes ellos
mismos apostrofaban de amarillos.
Estos episodios —que podrían esgrimir a su favor la circunstancia de haber sido
protagonizados por jóvenes inexpertos pero bien inspirados— fueron reeditados varias veces
durante el tránsito político de Salvador Allende. Con implicancias especiales, con otros
personajes y ante disyuntivas distintas, cuando fuera Presidente de la República. Entonces como
antaño no faltaron quienes lo calificaran de transaccionista, socialdemócrata, nuevamente de
amarillo y otras lindezas por el estilo por algunos que, asegurando que ellos sí combatirían
heroicamente a las fuerzas del oscurantismo, se las supieron arreglar de lo más bien, sin
embargo, para no estar presentes en los mismos combates que idealizaron. Años más tarde,
pueden ejercer el democrático derecho de formular ciertas observaciones a la conducción del
gobierno que presidió Salvador Allende. Y aún más: pueden hacerse incluso la respetable
autocrítica... ahora.
Es claro que para poder hacerlo hay que estar vivo. Por tanto, el Presidente Allende está
privado de ejercer tal derecho. Eso le pasó por cumplir con su palabra.
Ante otra enfervorizada asamblea estudiantil, el Presidente Allende revivió aquellos
episodios que protagonizó en Avance. Los relató, para que les sirvieran de experiencia, a los
muchachos de la Universidad de Guadalajara, durante su visita a México, en diciembre de 1972:
—Yo era un orador universitario de un grupo que se llamaba Avance. Era el grupo más
vigoroso de la izquierda universitaria. Un día se propuso que se firmara, por el Grupo Avance
—estoy hablando del año 1931— un manifiesto para crear, en Chile, los soviets de obreros,
campesinos, soldados y estudiantes. Yo dije que era una locura, que no había ninguna
posibilidad, que era una torpeza inútil y que no quería, como estudiante, firmar algo que
mañana, como profesional, no iba a aceptar. Éramos 400 los muchachos de la Universidad que
estábamos en el Grupo Avance: 395 votaron mi expulsión. De los 400 que éramos, sólo 2
quedamos en la lucha social. Los demás tienen depósitos bancarios, algunos en el extranjero.
Tuvieron latifundios, se los expropiamos. Tenían acciones en los bancos, también se las
nacionalizamos. Y a los de los monopolios también les pasó lo mismo... A mí me echaron por
reaccionario; pero los trabajadores de mi patria me llaman Compañero Presidente.
CUATRO

LA EXPULSION DEL GRUPO AVANCE PUDO HABER PERDIDO hasta su valor de


simple anécdota si la Historia no hubiera hecho algunas de sus jugarretas, ésas que jamás los
expertos consiguen entender. Porque al año siguiente, efectivamente los soviets fueron creados.
Y en el mismo lugar donde Chicho pronunció ese famoso discurso que comenzara apelando a
los "Señores". Es claro que ni el más desarrollado de tales soviets alcanzó a equipararse ni a la
sombra del más anémico de los de la URSS; pero por lo menos en los títulos coincidieron. Algo
es algo.
Esa expulsión le dio más autonomía de vuelo para orientar su inquietud política hacia la
creación de un instrumento partidista capaz de recoger e interpretar creadoramente los síntomas
de convulsión que germinaban en las entrañas de la sociedad chilena.
Con veintitrés años de edad, una expulsión bajo el brazo y un diploma de médico
esperándolo a la vuelta de unos meses, se dispuso a aportar su cuota de esfuerzo en la misma
tarea fundacional que lo hermanaba a otros anhelos juveniles, en diversos puntos del país. En
Valparaíso asumió la misión de crear el Partido Socialista y ése —su título de "fundador del
Partido Socialista"—fue uno de los galardones de los cuales se sintió más orgulloso hasta el fin
de sus días.
Porque lo dijo entonces, en plena juventud, y lo repitió muchas veces en el curso de su
vida política, y también desde su jerarquía de Jefe de Estado: "Ser joven y no ser revolucionario
es casi una contradicción biológica".
En sus casi tres años de Presidente de la República no desperdició ocasión para dialogar
con la juventud. Podía hacerlo con gusto y con buenos títulos; no tanto los que se consiguen
superando los avatares de la política, sino los que se conquistan paso a paso, como militante
activo de una generación socialmente sensibilizada. Porque no todos los que no son viejos
alcanzan a ser jóvenes. En este sentido Chicho Allende no fue acreedor de la vida. Todo lo
contrario: supo vivir a plenitud cada una de sus instancias generacionales. Y ello tiene que
haberle ayudado a mirar a la muerte de frente, en esos instantes sin retorno en que sólo impera
la autenticidad. Y fue por eso también que su postrera preocupación no estuvo dominada por su
propia suerte sino por la de los miles, tal vez millones, de indefensos.
A los sesenta y cuatro años de edad, no tuvo tapujos para autocalificarse de viejo joven. Y
lo hizo sin esfuerzo, porque así lo sentía íntimamente, sin dejarse intimidar por la calidad
internacional de la tribuna que utilizó: la Universidad de Guadalajara:
—Porque pasé por la Universidad, no en busca de un título solamente; porque fui
dirigente estudiantil y porque fui expulsado de la Universidad, puedo hablarles a los
universitarios a distancia de muchos años. Pero yo sé que ustedes saben que no hay querella
degeneraciones: hay jóvenes—viejos y viejos— jóvenes, y en éstos me ubico yo. Hay
jóvenes—viejos que no comprenden que ser universitario, por ejemplo, es un privilegio
extraordinario en la inmensa mayoría de los países de nuestro continente. Esos jóvenes—viejos
creen que la Universidad se ha levantado como una necesidad para preparar técnicos y que ellos
deben darse por satisfechos con adquirir un título profesional. Les da rango social y el arribismo
social —¡caramba: qué dramáticamente peligroso!— les da un instrumento que les permite
ganarse la vida en condiciones de ingreso superiores a la mayoría del resto de los
conciudadanos. Y estos jóvenes—viejos, si son arquitectos, por ejemplo, no se preguntan
cuántas viviendas faltan en nuestros países y, a veces, ni en su propio país. Hay estudiantes que,
con un criterio estrictamente liberal, hacen de su profesión el medio honesto para ganarse la
vida, pero básicamente en función de sus propios intereses. Hay muchos médicos —y yo soy
médico— que no comprenden o no quieren comprender que la salud se compra y que hay miles
y miles de mujeres y hombres en América Latina que no pueden comprar la salud; que no
quieren entender, por ejemplo, que a mayor pobreza, mayor enfermedad. Y a mayor
enfermedad, mayor pobreza y que, por lo tanto, si bien cumplen atendiendo al enfermo que
demanda sus conocimientos sobre la base de los honorarios, no piensan en los miles y miles de
gentes que no pueden—ir a sus consultorios y son pocos los que luchan porque se estructuren
los organismos estatales para llevar ampliamente la salud al pueblo... Y si hay algo que yo he
podido ver con dolor de hombre y conciencia de médico, cuando he ido a poblaciones, es a
compañeras de trabajadores, a las madres proletarias gritar con esperanza nuestros gritos de
combate y darme cuenta cómo sus bocas carecen de la inmensa mayoría de los dientes. Y los
niños también sufren esto. Por ello, entonces, y sobre la base tan sólo de estos ejemplos simples,
nosotros tenemos que entender que, cuando hablamos de una Universidad comprometida, no
sólo estamos hablando de una Universidad que entiende que para que termine esta realidad
brutal, que hace más de un siglo y medio pesa sobre nosotros, se requiere un profesional
comprometido con el cambio social; se requiere un profesional que no se sienta un ser superior
porque sus padres tuvieron el dinero suficiente para que él ingresara a la Universidad. Se
necesita un profesional con conciencia social que entienda que su lucha, si es arquitecto, es para
que se construyan las casas que el pueblo necesita. Se requiere un profesional que, si es médico,
levante su voz para reclamar que la medicina llegue a las barriadas populares y,
fundamentalmente, a los sectores campesinos. Se necesitan profesionales que no busquen
engordar en los puestos públicos en las capitales de nuestras patrias. El estudiante, porque tiene
más posibilidades de comprender los fenómenos económicos y sociales y las realidades del
mundo, tiene la obligación de ser un factor dinámico del proceso de cambio, pero sin perder los
perfiles de la realidad.
Según Chicho Allende, para que un joven pudiera conocer realmente los perfiles de la
realidad debía comenzar por asumir su propio compromiso generacional. Y aquí se abrían las
dos, opciones fundamentales: defender el orden existente o participar en la búsqueda de nuevas
estructuras sociales. El asunto de la militancia partidista tenía para él importancia, pero relativa.
En ningún caso determinaba su consideración respecto de un joven. Lo que no perdonaba era la
indiferencia, porque ella se parece demasiado a la insensibilidad.
Por eso pudo ser un socialista de toda una vida, fundador de su partido, pero no sectario.
Si nunca lo fue con sus compañeros de generación, menos podía serlo con quienes, por razones
de edad, estaban llamados a sucederlos. "La base política de mi Gobierno —explicó— está
formada por marxistas, por laicos y por cristianos. Y respetamos el pensamiento cristiano
cuando interpreta el Verbo de Cristo, que echó a los mercaderes de los templos".
Y si hubo sucesos que realmente lo abatieron, al punto de no poder sujetar sus lágrimas,
fueron las muertes prematuras de algunos muchachos que ya despuntaban como líderes de sus
propios destacamentos políticos.
Antes de terciarse la banda, fue estremecido por una noticia muy amarga: el accidente
automovilístico que costó la vida a un hombre en la plenitud de su existencia y en quien cifraba
muchas esperanzas sucesorias: Salomón Corbalán.
Era senador, había sido secretario general de su Partido Socialista, ingeniero, estudioso y
apasionado por conocer con sus propios ojos la realidad nacional que quería contribuir a
mejorar. Pertenecía a la misma generación de José Tohá. Precisamente, Corbalán había sido
presidente de la Federación de Estudiantes de Concepción cuando Tohá ejerciera ese cargo en la
FECh. En sus funerales, entre lágrimas mal contenidas, Chicho Allende dijo a quienes se
encontraban a su lado: "Ha muerto el mejor de nosotros". Es decir, de todas las generaciones
socialistas en servicio activo. Esa misma frase la repitió en el discurso que pronunció en el
Senado, en homenaje a la memoria de Salomón Corbalán a quien, paradojalmente, sus amigos
llamaban El Viejo.
Rodrigo Ambrosio venía de la vertiente cristiana. Encabezó el Mapu. También murió en
un accidente automovilístico, cumpliendo tareas políticas. Chicho ya era Presidente de la
República. Rechazando toda parafernalia, concurrió esa tarde a la capilla ardiente, en la sede del
Mapu, donde eran velados los restos de aquel muchacho que ya se había distinguido como un
sincero combatiente político. Tomó una de las manillas del ataúd, pero tuvo que dejarla cuando
el llanto le nubló la vista. Hizo un esfuerzo y presidió, caminando, las primeras cuadras que
recorrió el cortejo. En Alameda salió de la fila y se fue a pie por la calle Moneda hasta el
palacio presidencial. Esa fue la vez en que anduvo por las calles céntricas con la cabeza gacha,
sin atender a los saludos de tanta gente que se cruzó en su camino, a muchas de las cuales debe
haberles costado creer que fuera el Presidente Allende quien transitaba, con la vista pegada al
suelo y acompañado solamente por tres colaboradores, todos hermanados por el mismo dolor.
El Presidente Allende afirmaba que Alcides Leal era de lo mejor que ofrecía la nueva
generación de radicales. Firmó con alegría su nombramiento de Subsecretario de Relaciones
Exteriores. Alcides Leal asumió con tanta dedicación sus nuevas tareas que nunca se hizo
tiempo para seguir las indicaciones de los médicos. Siempre lo dejó para el día siguiente. La
noticia de su muerte golpeó duramente al Presidente cuando se encontraba en plena gira por
Ecuador, Colombia y Perú. Sintió el impulso de suspenderla para volar a Chile a despedirlos
restos de Leal, pero ello hubiera ocasionado graves cortocircuitos diplomáticos. Envió entonces
a su Edecán Aéreo, Comandante Roberto Sánchez, para que expresara en Santiago el dolor
presidencial. En el fondo, Chicho se sintió un tanto responsable de la muerte de Alcides Leal:
una víctima más de ese plan de trabajo endemoniado que imponía a sus colaboradores,
exigiéndoles que siguieran su ejemplo. Para ello había que tener, antes que nada, una salud de
fierro.
El propio José Tohá, su primer Ministro del Interior y a quien siempre vio como su
probable delfín, sufrió dos desvanecimientos en los primeros meses al frente de su ministerio.
Sólo accedió a ver médico cuando el Negro Jorquera lo amenazó con acusarlo al Presidente. Ya
Antonio Benedicto, Director de Extensión Cultural de la Presidencia, había sido sacado en
camilla del despacho presidencial rumbo a la Posta Central: un infarto. Y Osvaldo Puccio, su
secretario privado durante buena parte de su vida política, estaba tomando las pastillas
especiales que le traían sus amigos alemanes para que pudiera seguir trabajando sin que su
corazón se paralizara. Y Carlos Cortés, el primer Ministro de la Vivienda, ya había muerto en
plena faena. De manera que sobraban motivos para que Chicho Allende computara la muerte de
Alcides Leal como una más de esa cuota dolorosa que había que pagar para cumplir con lo
prometido en la campaña electoral. Pero eso no menguó su dolor, apenas lo hizo comprensible.
Luciano Cruz era uno de los jefes del MIR. Con él y sus compañeros, el Presidente
Allende había tenido varios encontrones. Si bien casi todos fueron en privado, hubo uno que fue
bastante público, porque se escenificó en la propia Universidad de Concepción, donde el MIR
despegara como partido y Luciano Cruz conquistara sus primeros galones de dirigente
universitario (era médico) y político. Un escape de gas lo condujo a la muerte, en un
departamento vecino al Parque Forestal. Para Chicho, esta fue una noticia muy funesta. El MIR
despidió los restos de su dirigente con un funeral multitudinario. Entonces, colaboradores de la
máxima intimidad del Presidente, asumiendo los riesgos de una temible reprimenda presidencial
(una "allendada"), abandonaron sus labores para sumarse al cortejo. Al regresar a La Moneda,
Chicho Allende les dijo:
—Ya sé por qué no me pidieron permiso... porque hubieran ido de todas maneras. En el
fondo, les encuentro razón: me libraron de la obligación de ordenarles algo a sabiendas de que,
por primera vez, no me lo iban a cumplir.
—¿Y qué hubiera hecho usted, Presidente, de estar en el caso nuestro?
—Lo mismo que ustedes, pues, leso... ¡Ya! Pónganse a trabajar. Hay que recuperar el
tiempo, miren que el día se está acabando.
Intercambiando las categorías de viejos y jóvenes, y aun haciendo mescolanzas con ellas,
hubo una que a Chicho Allende le interesó especialmente, como terreno fértil para sembrar sus
semillas de conductor político: la de joven joven. Es decir, quienes estaban más liberados de los
traumas del pasado y que, hasta por razones biológicas, sentían como cosa propia el interés por
la construcción de un futuro diferente.
Así lo dijo:
—Porque ustedes, compañeros jóvenes, son lo más claro y lo más transparente y, por lo
tanto, son los menos comprometidos con el presente y con el pasado. Pero, al mismo tiempo, los
más comprometidos para hacer la sociedad del futuro.
Si bien la juventud es una circunstancia que no siempre depende de la voluntad del
afectado, para Chicho Allende significó un compromiso ineludible. Más serio y gravoso si el
joven llegaba a la Universidad, porque ello, en sí mismo, significaba un privilegio. Y más
exigente aún si el joven tenía la ocurrencia de declararse revolucionario, porque entonces esa
calidad debía demostrarla con su propio ejemplo.
Por eso, para él resultaba más tolerable un muchacho burgués que defendiera las
prerrogativas de la burguesía, que un joven autoproclamado revolucionario que creyera
cumplido su compromiso social engolando la voz o repitiendo consignas politiqueras. El asunto
estaba en la consecuencia.
Desde mucho antes de llegar a la Presidencia de la República, gozaba burlándose de estos
"revolucionarios" de trocha tan angosta que apenas podían moverse. Es decir, se burlaba hasta
escucharles la tercera o cuarta consigna que disparaban con docta seriedad. Después lo más
probable era que estallara de indignación. Quienes más fácilmente lo sacaban de quicio eran
aquellos que hablaban "en editorial", o sea con frases tan bien elaboradas que revelaban un
respeto sacrosanto por la ortodoxa secuencia del argot revolucionario.
Pero éstos, en todo caso, sólo hicieron un aporte folklórico al diario vivir del gobierno
allendista. Los peores —es decirlos más alejados de los perfiles de la realidad— fueron algunos
"profetas del pasado" que, pertrechados de sesudos estudios, cifras enredadas y cuadros
comparativos, criticaban un error ya cometido. No quedó constancia de que, aunque fuera por
casualidad, hubieran avizorado alguna metida de pata. Si hasta tuvo que soportar a renombrados
sociólogos europeos, con libros publicados y discípulos diseminados en muchas partes que,
muy doctoralmente, trataron de explicarle al Presidente Allende —¡nada menos que a él!—
cómo era la realidad chilena. Lo curioso fue que nunca les faltó un corro de nativos que los
escuchara muy respetuosamente. Era obvio que tenían que arriscar sus narices cuando se
enteraban que el Presidente Allende decía cosas como ésta, por ejemplo:
—Soy un hombre que pasó por la Universidad. Pero he aprendido mucho más de la
universidad de la vida. He aprendido de la madre proletaria en las barriadas marginales; he
aprendido del campesino que, sin necesidad de hablarme, me enseñó de la explotación más que
centenaria de su padre, de su abuelo o de su tatarabuelo; he aprendido del obrero que en la
industria es sólo un número y he aprendido de las densas multitudes que han tenido paciencia
para esperar. .
Con tantas valiosas enseñanzas recibidas en las únicas aulas que son idóneas, no podía
sino ironizar respecto de aquellos jóvenes que "porque han leído el Manifiesto Comunista o lo
han llevado largo rato debajo del brazo, creen que lo han asimilado. Y dictan cátedras y exigen
actitudes y critican a hombres que, por lo menos, tienen consecuencia en sus vidas... Por eso, a
mí no me gustan los que hablan a cada rato de la revolución y son incapaces de medir el alto y
profundo sentido moral que tiene este concepto".
Era fácilmente comprensible que no le gustaran esos revolucionarios de utilería que,
como arañas, trepaban por los rincones del movimiento popular. La verdad es que tuvo aguante
hasta para tratar de convencerlos. A lo mejor, con más de alguno puede que lo haya logrado.
El grueso de su artillería argumental lo dirigió hacia quienes ocupaban un lugar más
acomodado en el plano social. Podía hacerlo sin resentimiento por cuanto su origen fue burgués
y así lo aclaró muchas veces, para que nadie. se llamara a equívocos. Como comprendió el
compromiso vital que encerraba el hecho de gozar de una situación económica tan holgada que
le permitió ingresar a la Universidad, no desperdició oportunidad para tratar de electrizar la
inquietud de quienes, disfrutando de ese mismo privilegio, preferían tapiarse los oídos para no
escuchar las demandas que brotaban del fondo de la sociedad.
Estos tipos de jóvenes para el Presidente Allende equivalían a viejos prematuros. A
rémoras sociales que retardan el arribo de una sociedad mejor estructurada. Tal como esos otros
muchachos para los cuales parecía que las etiquetas de "progresistas" fueran camisas de fuerza
que les impedían comportarse de una manera juvenil. Como si la risa, el canto, el baile y a veces
hasta— el romance fueran repudiables concesiones al convencionalismo burgués.
En cambio, le sobraba tolerancia para cierta clase especial de impaciencia: la
auténticamente juvenil.
Dirigiéndose a los estudiantes mexicanos, con la esperanza de seguir siendo escuchado en
otras partes y en otros tiempos, enfatizó:
—No seré yo, como rebelde estudiante del pasado, quien critique sus impaciencias, pero
tengo el deber de llamarlos a serena reflexión. Tienen ustedes la hermosa edad en que el vigor
físico y mental hace posible prácticamente cualquier empresa. Tienen, por eso, el deber de dar
impulso a nuestro avance. Conviertan el anhelo en más trabajo. Conviertan la esperanza en más
esfuerzo. Conviertan el impulso en realidad concreta. Miles y miles de jóvenes reclamaron un
lugar en la lucha social. ¡Ya lo tienen! Ha llegado el momento en que todos los jóvenes deben
incorporarse. A los que están aún marginados de este proceso les digo: Vengan, hay un lugar
para cada uno en la construcción de la nueva sociedad. El escapismo, la decadencia, la droga
son los últimos recursos de muchachos que viven en países notoriamente opulentos pero sin
ninguna fortaleza moral. No es nuestro caso. Sigan los mejores ejemplos: los de aquellos que lo
dejan todo por construir un futuro mejor.
No faltarán ahora, fanáticos que se esfuercen por atribuirle a Salvador Allende más de
algún "poder divino". La verdad es que, si hubiera tenido una pizca de ello, su "milagro"
preferido habría sido fijarle calendario a la muerte. Para que no les llegara tan anticipadamente a
ciertos jóvenes que estaban en plena lucha por escalar peldaños legítimos en la consideración
social, asomándoles ya la llama sagrada de la rebeldía oportuna. Tuvo la "suerte", si pudiera
decirse así, de morir dos años antes que José Tohá, quien fuera el joven con el cual tuvo una
mayor comunión de ideas, desde el instante mismo en que comenzaron a ser amigos. Se hubiera
sentido orgulloso del comportamiento del Flaco Tohá, tanto en aquella mañana del golpe militar
como en todos los momentos tan aciagos que debió soportar posteriormente: Isla Dawson y
Hospital Militar. De aquí sólo sacaron su cuerpo.
Precisamente porque la muerte es incontrolable fue que Chicho Allende le salió tantas
veces al encuentro, hasta conseguir arrinconarla donde siempre la quiso sorprender: en el
umbral de la Historia.
Su curriculum registra que, en 1926, tomó una decisión que no le costó mucho, porque
fluyó como algo natural, considerando su tradición familiar: ingresó a la masonería, en
Valparaíso. Lo hizo a plena conciencia y conservó su calidad de masón hasta el último día. Pero
no pidió su ingreso para ser un hermano más, sumiso y sin vida propia, sino reafirmando los
principios que iban a enrielar su existencia y que el zapatero Demarchi había contribuido a
pulir.
Ya de Presidente de la República recordó, en una entrevista periodística:
—Yo tengo una tradición masónica. Mi abuelo, el doctor Allende Padín, fue Serenísimo
Gran Maestre de la Orden Masónica en el siglo pasado, cuando ser masón significaba luchar.
Las logias masónicas —especialmente la Logia Lautarina— fueron el pilar de la Independencia
y de las luchas contra España. Entonces, por esa tradición familiar, y además porque la
masonería luchó por los principios fundamentales de Libertad, Igualdad y Fraternidad, uno
puede tener esas conexiones. Ahora bien, yo he sostenido dentro de la masonería que no puede
haber Igualdad en el régimen capitalista; que no puede existir Fraternidad cuando hay
explotación de clases y que la auténtica Libertad es concreta y no abstracta. Así es que yo les
doy a los principios masónicos el contenido real que deben tener.
Estos principios, que para Chicho Allende eran tan fundamentales, los vio encarnados en
una logia (Hiram 65), que acababa de fundar, en Santiago, Eugenio Matte Hurtado, uno de los
padres legítimos del Partido Socialista. Esa logia, por tanto, significó la gran posibilidad de
vertebrar armónicamente aquel pasado que heredó de su abuelo y de su padre, con el futuro que
aspiraba a construir.
No podía, entonces, ser masón y socialista al mismo tiempo, por la sencilla razón de que
el Partido Socialista todavía no se había fundado. Ya habría tiempo para ello, como en realidad
lo hubo.
En esa época sucedió lo del Grupo Avance y su inolvidable expulsión. Esta no fue la
última, antes de recibirse de médico. Irónicamente, de Avance lo echaron por "amarillo" y de la
Universidad lo expulsaron por "agitador". Esto fue en 1931, un año antes de la República
Socialista.
Y, cuarenta años más tarde, Chicho recordaba así este episodio de su vida:
—Estuve expulsado de la Universidad. Fue durante lo que se llamó "la dictadura de
Ibáñez" que, sin dudas, no fue la típica dictadura latinoamericana. En realidad, podríamos decir
que fue una dictadura blanda, correspondiente al final de un gobierno y a una situación
económica caótica, Por lo tanto, la expresión universitaria, como ocurre generalmente, tuvo que
enfrentar a la dictadura. Yo participé y por ese motivo fui expulsado de la Universidad y estuve
preso.
Pocos meses después, ya aventada la República Socialista, vuelve a pronunciar otro
discurso, esta vez en la Escuela de Derecho de Valparaíso. Nuevamente lo tomaron preso, pero
ahora le agregaron otro castigo: relegación a Caldera. Hay que precisar que, en esta
oportunidad, no sólo él fue preso sino también otros familiares, como su hermano Alfredo ("un
hermano mío que casi no participaba en política") y su cuñado Eduardo Grove Vallejos, esposo
de doña Inés y hermano del temible Comodoro Marmaduque (¿Quién manda el buque?
¡Marmaduque!).
A Chicho, esta condena le dio el impulso decisivo para acometer la empresa a la cual
dedicaría su vida.
El cumplimiento de la sentencia tuvo una interrupción dolorosa: murió don Salvador, su
padre. Por lo menos, las autoridades de entonces tuvieron con Chicho y Alfredo una delicadeza
que habría sido calificada de intolerable por quienes muchos años después enviaron a las
cárceles, campos de concentración y exilio a miles de chilenos. A los hermanos Allende
Gossens les permitieron visitar al padre en su última noche y, aún más, asistir a sus funerales:
fueron unos presos políticos afortunados si se les compara con quienes los sucedieron cuando,
en Chile, la civilización había "avanzado" más de cuarenta años.
Así recordaba Chicho aquellos momentos que dejaron huellas permanentes en su
personalidad:
—Mi padre estaba enfermo, se le había amputado una pierna y tenía síntomas de
gangrena en la otra. Estaba en sus últimos momentos. Como médico, me di cuenta del estado de
suma gravedad en que se encontraba. Pude conversar unos pocos minutos con él. Alcanzó a
decirme que sólo nos legaba una formación limpia y honesta y ningún bien material.
Y al día siguiente, en los funerales, Chicho Allende dijo un discurso. Entre los miles que
pronunció en su vida, éste ante el ataúd de su padre fue uno de los más definitorios. Desgraciada
mente, su texto completo no fue recogido. Además, aunque hubieran existido entonces los
elementos técnicos que ahora abundan ¿quién se iba a preocupar demasiado por las palabras de
ese muchacho emocionado que, encima de todo, tenía fama de rebelde? No se conoce su texto,
pero sí su contenido. Chicho lo explicó, cuando era Presidente: "Hablé para decir que me
consagraría a la lucha social, promesa que creo haber cumplido".
Sería bien bueno que alguna vez un equipo de estudiosos se dedicara a confeccionar un
repertorio de aquellas promesas de políticos de diversas latitudes que anticipan cambios sociales
de envergadura, ofreciendo como aval sus propias vidas. Aun cuando un trabajo de
investigación de esta naturaleza seguramente demandaría un tiempo considerable, sus resultados
no ocuparían muchas páginas. Algunos casos destacarían por lo ejemplares, como el de Simón
Bolívar en aquel monte romano, jurando dedicar su vida a liberara América del dominio
español. Guardando las proporciones que determinan el paso de los años y las circunstancias
históricas, por lo menos en lo que se refiere a Chile, este juramento de Chicho Allende en el
funeral de su padre podría figurar, también, con sus propios relieves. Por cierto que los
integrantes de ese imaginario repertorio habría que buscarlos en el campo de la revolución, es
decir: donde se destacan quienes prometen grandes cambios sociales arriesgando todo lo que
tienen. ¡Pero la lista sería muy breve! Y bochornosa para tantos sobrevivientes incumplidores.
Tal como ese discurso políticamente premonitorio, en la producción oratoria de Chicho
Allende hubo otros que, por distintas circunstancias, tampoco quedaron textualmente
registrados, pero sí permanecieron vigentes en las mentes de quienes los escucharon.
Así sucedió con el que dijo, en la noche del 4 de septiembre de 1952, en ese viejo caserón
de la calle Serrano que sirviera de sede al Frente del Pueblo. Ibáñez había arrasado en la
elección de ese día y en el patio del caserón se encontraban varios frentistas, la mayoría
consternados. Apareció Chicho y captó de inmediato el ánimo que dominaba. Y entonces habló
para decir que se había conquistado... "un triunfo". ¡Había que haber visto las caras de asombro
de sus auditores! En especial de quienes, en política, suelen razonar con lógica: una elección en
la cual se obtiene el cuarto lugar (sólo porque los candidatos fueron cuatro) es' lo menos
parecida a un triunfo. La explicación de Chicho se apoyaba en las conciencias y no en los votos.
Y fue por ello que estaba confiado en que esos 52 mil sufragios (Ibáñez sacó 480.000) serían las
conciencias fundacionales de la gran empresa política que estaba iniciando. Respetando a los
personajes y a los escenarios en los cuales les correspondió actuar, más de algún entusiasta
podría relacionarla escena de esa noche con el episodio que relata Che Guevara, poco después
del desembarco del Granma: el ejército de Batista diezmó a los seguidores de Fidel Castro y
entonces, cuenta el Che, cuando el líder de los invasores comprueba que todavía tiene bajo su
mando a un puñado de sobrevivientes, grita con pasión revolucionaria: ¡Ganamos! Che pensó
que su jefe se había vuelto loco; sin embargo, de ser así, en todo caso se trataría de una locura
magnífica, por la cual valía la pena jugarse la vida.
También, en esa noche del 52, hubo algunos allendistas que pensaron que Chicho estaba
profetizando una locura, pero sabrosamente cautivante. Osvaldo Necio recuerda aquel
momento: "Se veían correr lágrimas por las caras de algunos compañeros y Allende, dándose
cuenta, dijo: 'Camaradas, no son lágrimas de derrota, son lágrimas de impotencia. Pero un
hombre que tiene confianza en el pueblo no debe llorar nunca de impotencia'. Al oírlo, cambió
la actitud de todos los compañeros presentes".
Esta misma seguridad en sí mismo y en el porvenir político que comenzaba a abrirse —Y
que él parecía divisar mejor que nadie aunque a veces luciera como el único que podía
lograrlo— la reafirmó, a los tres días de la elección del 52, en un discurso en el Senado:
—Nunca pensamos triunfar; pero obtuvimos un porcentaje que implica un triunfo real y
efectivo. Porque los 52 mil sufragios del Frente del Pueblo constituyen la expresión de otras
tantas conciencias limpias, que sabían que votaban por un programa, por una idea, por algo que
estaba apuntando hacia el futuro.
Recordando ésta, la primera de sus tres derrotas electorales en pos de la Presidencia de la
República, explicó a un periodista extranjero: "La alianza con los comunistas, en 1952, no
perseguía la victoria electoral, por cuanto el PC se hallaba entonces en la clandestinidad. Yo
perseguía un objetivo más importante: la creación de un verdadero instrumento de liberación de
la clase obrera y de Chile".
Justamente seis años después de ese discurso en el Senado, justificando los resultados de
la elección de 1952, dio otra demostración de esa capacidad innata que tenía para descubrirles
ángulos optimistas a las derrotas electorales. Esta vez no tuvo que someterse a las normas
reglamentarias y protocolares del Senado, porque apeló a una cadena parcial de emisoras.
Entonces, enfatizó:
—Las fuerzas que representamos han resultado victoriosas, porque hoy son más fuertes
que ayer. En 1952 obtuvimos 52 mil sufragios; en las parlamentarias de 1957 alcanzamos
137.000. Hoy nos hemos elevado a más de 354 mil votos. Pero, por sobre todo, porque hemos
penetrado profundamente en la conciencia ciudadana con nuestro pensamiento renovador.
Y otros seis años más tarde, volvió a dar muestras de aquella vitalidad increíble que,
como fuerza telúrica, impulsaba a sus partidarios —a los cuales, lógicamente, los resultados
electorales los consternaban— a remozar la lucha, porque la ansiada victoria se encontraba más
cercana que nunca... no obstante que pareciera ser, como siempre, uno de los pocos en
avizorarla.
Esta vez, luego de conocida la "voz de las urnas" (1964) le sobró presencia de ánimo para
ironizar sobre sí mismo. A algunos periodistas les comentó:
—Cuando me muera, pondrán sobre mi tumba una lápida que dirá: "Aquí yace Salvador
Allende... futuro Presidente de Chile". En lo de la lápida se equivocó, pero acertó en su
presidencial pronóstico. Y esa noche de su triunfo, en 1970, desde los balcones de la FECh, dijo
lo mismo que proclamara en 1952:
—Si la victoria no era fácil, más difícil será consolidar nuestro triunfo y construirla nueva
sociedad, la nueva convivencia social, la nueva moral y la nueva Patria.
En cuanto a su verdadera lápida, está escrita en todos los idiomas del mundo, con
caracteres día a día más indelebles. Algunos meses después de ese discurso en los balcones de
la FECh, ante un auditorio que colmó el salón más espacioso de La Moneda (el Gran Comedor),
tuvo otra intervención memorable que, por desgracia, tampoco quedó registrada textualmente,
porque la grabadora de la OIR sufrió una falla técnica. Y, por culpa de un alambrito, no
pudieron transcribirse esos conceptos que merecían ser conocidos por el país entero, muy
especialmente por quienes aún estaban celebrando la victoria del flamante Presidente.
Lo más importante de ese discurso fue la dedicatoria: no a quienes habían perdido la
elección sino a quienes se aprestaban a "ejercer" el triunfo. Presentes en ese salón estaban los
ministros, subsecretarios, dirigentes de los partidos de la UP y, en general, todo el alto mando
de la Administración Pública. El Presidente les “leyó la cartilla", porque diseñó la verdadera
dimensión del compromiso histórico que habían contraído, tratando de cortar en flor cualquiera
proclividad hacia la concupiscencia del poder. Varias veces subrayó que, si todos los que
integraban su auditorio en ese instante se consideraban revolucionarios, no tenían más
escapatoria que dar el ejemplo. Como sabía muy bien de qué estaba hablando, insistió en la
necesidad de tener muy en claro, desde ya, que los grados obtenidos en la vida interna partidista
no suplen ni compensan ninguna ineficiencia en el cumplimiento de las enormes
responsabilidades que acababan de asumir. Que ahora las miradas de todo el pueblo se volcarían
hacia quienes ahí estaban, de modo que si había alguno que estuviera sacando cálculos que
olieran a "desclasamiento" lo más recomendable sería que se buscara rápidamente otro destino.
Tuvo frases especiales para quienes demuestran una incontrolable inclinación a caerles en
gracia a los mismos medios informativos que se han distinguido en sus ataques a la causa
popular.
Y sobre todo recalcó lo de la nueva moral, en los términos en que posteriormente lo
hiciera tantas veces durante su gobierno: —Ser revolucionario implica una nueva moral; ser
revolucionario implica una conciencia honesta; ser revolucionario implica trabajar más,
sacrificarse más, predicar con el ejemplo. También esa vez, en aquella verdadera clase
magistral, acentuó conceptos especialmente dedicados a ciertos dirigentes sindicales que tan
alegremente, parecían dejarse seducir por los relumbrones sociales de la vida política, relegando
a plano secundario las relaciones directas con sus compañeros de clase.
Fue, entonces, un discurso para aplausos reflexivos. E incómodo, naturalmente, para más
de algún oído. Pero sirvió para que cada quien supiera desde ya a qué atenerse. Insistió:
—Esta nueva moral, junto con el patriotismo y el sentido revolucionario, presidirán los
actos de los hombres de gobierno. ¡Seré inflexible en custodiar la moral del régimen!
Muchos defectos podrá haber tenido el gobierno que presidió Salvador Allende. Pero en
materia de honestidad resiste cualquier comparación con los que han soportado las generaciones
de chilenos desde que Diego de Almagro se asomara por estas comarcas. Por lo pronto, la
Historia no registra otro equipo de dirigentes políticos y administrativos que haya sido más
minuciosamente investigado —policial y extrapolicialmente— que el que lo acompañó en sus
tres años de gobierno. Basta recordar a los "jerarcas" enviados al campo de concentración de la
Isla Dawson. Dieciséis años más tarde todavía no se comprueba uno solo de los tantos
"escándalos" que prometieron develar, con su poder omnímodo, los custodios de otra moral.
Con el paso del tiempo, y a medida que la imagen de Salvador Allende se ha robustecido
cada día tanto en Chile como en el extranjero, han ido apareciendo algunos asesores que él
nunca conoció y hasta ciertos extraños autores de sus discursos más memorables. ¡Faltaría poco
para que reclamaran derecho de autor!
Nada de eso: a Chicho Allende, ni antes ni durante la Presidencia, nadie le hizo sus
discursos. Lo que ocurría era que sus colaboradores de mayor confianza chequeaban datos y los
ponían en orden; pero la estructura misma de sus discursos estelares fue siempre obra e
iniciativa de él. Cuando se trataba de un acto de trascendencia, reunía a su equipo más íntimo y
explicaba lo que iba a decir y cómo pensaba decirlo. De modo que lo que había que hacer era
ordenar esos conceptos, cotejándolos con las cifras y otros datos que los reafirmaran y los
hicieran más fácilmente comprensibles. Esas eran las famosas "pautas".
Este mismo sistema de trabajo, que no tenía nada de original, encendía todos sus motores
cuando se aproximaba una fecha muy importante. Una era el 21 de mayo, día en que los
Presidentes debían leer sus Mensajes ante el Congreso Pleno. Siempre fue algo muy fastidioso
pero había que encararlo. A propósito, sería muy bueno que los legisladores adoptaran un
patriótico acuerdo que liberara al Presidente—¡y al país!—de una lectura tan poco provechosa y
cada vez más anacrónica. Con un discurso de un cuarto de hora basta y sobra. El resto, que se
publique en diarios y folletos para que se informe quien tenga realmente interés en hacerlo...
especialmente los parlamentarios y los diplomáticos, que eran los únicos que podían aprovechar
esas largas horas para dormitar con constitucional placidez.
Redactar tales Mensajes era tarea de varios días, supervigilada pacientemente por quien,
como el Presidente Allende, parecía llevar el parlamentarismo en la sangre.
Y en una de las tres veces que leyó esos voluminosos documentos, pretendió hacer una
salida de libreto cuya gracia principal residiría en su "espontaneidad". La idea fue de su Edecán
Naval, Comandante Arturo Araya. Y en ella le correspondió una participación marginal al
Negro Jorquera, quien la recuerda así:
—Faltaban pocos minutos para que Chicho saliera rumbo al Congreso. Ya se estaba
colocando la banda cuando Arturo Araya le señaló que, en los precisos minutos en que estuviera
leyendo su mensaje, se estaría cumpliendo un aniversario más del hundimiento de La
Esmeralda. Le sugirió, entonces, que aprovechara esa ocasión para rendir un homenaje a las
glorias navales, simbolizadas en Arturo Prat. Como no quedaba mucho tiempo, Chicho me
ordenó que le preparara tres o cuatro frases para que este homenaje consiguiera el impacto que
predecía Arturo Araya. "Apúrate en escribirlas y me dejas el papelito aquí, sobre mi escritorio.
Camino al Congreso le echo una miradita". Me fui corriendo a mi oficina y, lleno de fervor
patriótico, escribí lo mejor que pude y dejé mi producción literaria sobre el escritorio del
Presidente quien, en esos instantes, estaba en el baño. Su Mensaje lo leyó sentado en un sillón
especial (su pie derecho lo estaba molestando otra vez) y, llegado el minuto esperado, el
Comandante Araya mira su reloj, se acerca al oído izquierdo del Presidente y le dice algo que
nadie más escucha, pero que causa natural expectación. Chicho se pone de pie y pronuncia
breves frases que arrancan aplausos espontáneos. Lo raro fue que no se parecieron en nada a las
que yo le había escrito. Ya de regreso en La Moneda, después de haber sido aclamado por miles
de santiaguinos, Chicho entra a su despacho y yo lo sigo. Estando los dos solos, y él todavía con
la banda terciada, le pregunto por la suerte de mi colaboración, sospechando que, por algún
imprevisto, no hubiera tenido tiempo de leerla. Me explicó, con mucha seriedad:
—No, si la leí. Y aquí la tengo guardada. En este cajón, ¿ves? —¿Y por qué?
—Porque creo que tengo el deber de conservarla para tus hijas. Cuando Alejandra y
Daniela sean mujeres grandes tienen que saber que su padre fue un periodista capaz de escribir
una joya como ésta.
—¿Joya?
—Sí: joya... ¡de cursilería! En mi vida he leído algo más siútico que esto. Mira, siéntate y
escucha. Yo te voy a leer tu joyita.
Yo me senté y él se puso de pie, con mi papelito en la mano. Y me leyó lo que yo había
escrito. Se demoró más de lo normal, porque las lágrimas de risa le empañaban los anteojos. Me
anduve convenciendo de que tenía razón: él, no yo. Lo peor fue que no me quiso devolver la
hojita. La guardó muy ceremoniosamente, en un cajón del lado izquierdo de su escritorio
presidencial. (Espero que el bombardeo por lo menos me haya hecho el gran servicio de
quemarla). Cuando hice ademán de retirarme, ya con muy pocos rastros de dignidad, Chicho me
remató con la siguiente reflexión:
—Lo único qué me preocupa es que hayas pretendido que un Presidente de Chile sea
capaz de decir algo tan cursi como esto. Ahí puede haberse equivocado: es que no alcanzó a
conocer a los estadistas que vinieron a reemplazarlo.
En buenas cuentas, en todo el arsenal de discursos que pronunció durante sus poco más de
mil días presidenciales, hubo dos que, efectivamente, fueron elaborados más minuciosamente
que lo habitual. Porque así lo exigía el nivel de los acontecimientos históricos: uno, el de la
ONU, apelando a la conciencia universal para la debida comprensión del proceso político
chileno; el otro, el del plebiscito, martillando la conciencia nacional para frenar la masacre que
se avecinaba.
Los observadores y comentaristas internacionales coincidieron en que el discurso del
Presidente Allende en Naciones Unidas fue el que hasta entonces (1972) había logrado la mayor
cosecha de aplausos desde la fundación de ese organismo mundial.
Desgraciadamente, el segundo no alcanzó a ser pronunciado. Ahí quedó su "pauta", entre
los papeles presidenciales que el fuego convirtió en cenizas esa mañana del 11 de septiembre. El
discurso de Naciones Unidas fue redactado en Tomás Moro, con la debida anticipación. Ya esto
constituyó una excepción, porque lo normal era que las intervenciones públicas de Chicho
(salvo los cargantes Mensajes de los 21 de mayo) las fuera él mismo amasando interiormente
hasta el último minuto. Eso podía hacerlo sin muchas dificultades, porque el mayor riesgo que
corría radicaba en la confusión de algún dato irrelevante o en el olvido de un nombre, pero no
en lo que afectara a los principios medulares que orientaron toda su vida política, antes y
durante la Presidencia de la República.
Ese mediodía en que el discurso de la ONU quedó terminado, Chicho leyó los dos últimos
párrafos, parodiándose anticipadamente a sí mismo. Y terminó así: "Viva Chile... ¡mierda!" —
La exclamación le salió de las entretelas del alma. Quienes lo acompañaban se dividieron
en dos grupos: los partidarios de que así culminara el discurso y los que sostenían que ese
"apellido" de Chile causaría un efecto negativo. Los periodistas Olivares y Jorquera alegaban a
favor de lo primero; Orlando Letelier, que era el embajador en Washington, encabezó la
posición contraria. Chicho, saboreando ese debate, exigía más argumentos en pro y en contra de
ambas tesis. A Orlando Letelier le sobraban razones, todas de mucho peso político y
diplomático. Los periodistas, en cambio, basaban su alegato en un hecho que había causado
sensación en la misma ONU: cuando Nikita Kruschov se sacó un zapato y empezó a golpear la
tarima que tenía al frente. Fueron escasos los que recordaron, al poco tiempo, los motivos por
los cuales el entonces líder soviético se sintió impulsado a agarrar a zapatazos su neutral
escritorio. En cambio pareciera que la historia de las Naciones Unidas se había dividido entre
antes y después de su espectacular arrebato.
Tras de haberse entretenido tanto avivando el debate y arreglándoselas para no dejar
entrever ninguna palabra o gesto en favor de las posiciones que litigaban, Chicho se vio en la
necesidad de poner fin a la discusión, pero sin alterar su postura de magistrado imparcial. Como
era habitual, la suerte vino en su ayuda: apareció Hernán Santa Cruz (embajador ante
Organismos Internacionales), quien acababa de almorzar con Tencha. Chicho le sintetizó las
posiciones que se debatían, precisándole que su consejo sería el veredicto definitivo. Santa Cruz
dio algo más que un consejo: una clase de diplomacia. Por lo tanto, perdieron los periodistas y
la sacrosanta imagen internacional del país no fue mancillada.
Suerte distinta corrió la pauta de aquel otro discurso que pudo cambiar la Historia. Quedó
lista en la noche del sábado 8 de septiembre. El Presidente había decidido dirigirse al país,
desde La Moneda, en la mañana del lunes 10, convocando a un plebiscito. No había fórmula
más democrática que consultar a la mayoría nacional: si el resultado era adverso al Gobierno,
ello equivaldría a un llamado a elegir nuevas autoridades.
En ningún caso fue una decisión de última hora. Muy por el contrario, ya en varias
oportunidades la había propuesto a los jefes políticos que integraban la combinación de
gobierno. Habrán tenido sus razones, en todas esas instancias, pero lo cierto es que no la
acogieron.
"Si la mayoría del país no nos quiere, nos vamos, compañeros", había sentenciado
Chicho, en la mañana de ese sábado, a tres de sus colaboradores de mayor confianza: Juan
Enrique Garcés, Augusto Olivares y Carlos Jorquera.
El domingo 9 fue visitado por "amigos" de altísimos grados castrenses. Lo felicitaron por
esta iniciativa y sólo le propusieron que, en lugar del día siguiente, postergara ese llamado a
plebiscito para el miércoles 12, a fin de que ellos tuvieran tiempo suficiente para limar algunas
de las asperezas institucionales que les limitaba la capacidad de movimiento.
Al Presidente le pareció una sugerencia aceptable. Pero, entre el lunes 10 y el miércoles
12 estaba el martes 11... Y eso sería todo.
Sin embargo, no todo fue tan "todo". Como en los grandes sucesos policiales, siempre
quedan algunas minucias que los responsables pasan por alto. En este caso, uno de esos detalles
fue la conexión telefónica entre La Moneda y Radio Magallanes. Chicho la aprovechó y, como
ya todo el mundo sabe, por ella alcanzó a una audiencia que ha seguido ampliándose a través de
los años: "Mis palabras no tienen amargura sino decepción y serán ellas el castigo moral para
los que han traicionado el juramento que hicieran... La Historia los juzgará. Seguramente, Radio
Magallanes será acallada y el metal tranquilo de mi voz no llegará a ustedes. No importa: lo
seguirán oyendo. Siempre estaré junto a ustedes. Por lo menos, mi recuerdo será el de un
hombre digno que fue leal a la causa de los trabajadores".
Jamás el discurso de un chileno ha sido traducido a más idiomas que éste. Ni ha inspirado
a mayor número de pintores, poetas y compositores de todas las lenguas.
En cualquier lugar del planeta donde palpite la inquietud por el destino del hombre se
sabe que el vaticinio de las grandes alamedas tiene rango de anuncio histórico de normas
sociales de convivencia más justas y humanas: "Sigan ustedes sabiendo que, mucho más
temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre
para construir una sociedad mejor".
Ese discurso sin pauta escrita corresponde nítidamente a una síntesis de la vida de Chicho
Allende y es prueba irrefutable de que supo cautelar el valor político al cual le asignó una
significación vital: la consecuencia. No tuvo como destinatarios directos a los partidos sino a
aquellos sin los cuales las organizaciones políticas de muy poco valen: los "trabajadores de mi
patria", a quienes mencionó tres veces en pocos minutos.
Y a ellos fue, también, a quienes se había dirigido especialmente en el discurso con el
cual decidió su destino: en Valparaíso, ante la tumba de su padre.
Esa sería la aseveración que haría la historia oficial de la vida política de Chicho Allende,
desde que calibró la primera injusticia social hasta esa mañana del 11 de septiembre. Porque —
extraoficialmente— esta historia podría variar un tanto, a juzgar por un poético testimonio del
ahora doctor Armando Sáez Saldías: proviene también de 1932, "días preñados de un futuro
grandioso", según asegurara un hombre por quien Chicho tuvo siempre mucho respeto: Oscar
Schnake Vergara.
Precisamente, en marzo de ese año 1932, el doctor Sáez Saldías abría las compuertas de
su vena poética y escribía Las Delicias de un Internado. Explicó que se trataba de "un poema
dedicado a mis compañeros de curso de la Escuela de Medicina".
Esta pieza literaria, inspirada en los últimos días —¡y las noches!— de esa cantera de
médicos que fue aquel Internado, comienza con la siguiente invocación:
¡Oh, Dante! No te envidio. Tú tuviste la suerte de hallar un tema enorme que inspiró tu
cantar; pero te fue preciso, para hacerlo brotar, traspasar los linderos de la vida y de la muerte.
No me admira lo grande de la obra que creaste. No me asombra la fuerza de tu genio infernal.
Cuadros más espantosos que los que tú pintaste yo los he visto a diario en la vida real.
Hay en el vetusto Hospital San Vicente una casona vieja: se la llama Internado. Allí
ocurren a diario cosas tan sorprendentes que al hombre más panudo lo dejan aterrado. Allí
duermen, mastican y tienen su guarida unos mozos muy frescos que se llaman internos. No
obstante, no son tales ni cosa parecida, sino, sencillamente, engendros del Averno.
Y, luego de esta descripción ambiental, el médico—poeta despliega su gran aptitud de
rimador con ironía para hacer graciosas semblanzas de sus compañeros: esos "tales por cuales
que, para ocultar que son unos demonios, van siempre recubiertos de blancos delantales".
Más o menos en la mitad de las ocho cuartillas que abarca el poema, destaca el siguiente
verso (al cual más de algún malpensado pudiere encontrar sabor a caramelo):
Dicen que Chicho Allende, con agua de colonia, humedece las sábanas antes de entrar al
lecho. Se para ante el espejo y, con gran parsimonia, se coloca una cinta tricolor en el pecho.
Más que años y meses, esos eran días llenos de convulsión en aquel Internado donde
todos se creían científicos pero ninguno sabía a ciencia cierta lo que iba a pasar; en lo que sí
todos concordaban era en que iba a pasar algo que después costaría bastante olvidar.
Y, entre los sucesos inolvidables, uno de los más memorables fue, precisamente, la
República Socialista: junio de 1932.
El sismógrafo de la política registraba demasiados movimientos bruscos. En enero de ese
año había sido convocado un paro nacional (el bullado "paro del 11 ") que, independientemente
de sus resultados concretos, por lo menos estaba señalando la influencia de quienes creían
llegado el momento de remover los cimientos mismos de la institucionalidad imperante. Y con
un antecedente inmediato que no convenía menospreciar: la sublevación de la marina, en
septiembre de 1931.
Los asustadizos con las tretas de la Historia no se sienten muy a gusto cuando deben
recordar el manifiesto al país que, por su propia radio, transmitió el buque—insignia de la
Armada, nada menos que el Almirante Latorre. Decía así: "Declaramos ante la conciencia del
país que, en estos momentos, las tripulaciones, al ver la intransigencia antipatriótica del
gobierno y al considerar que el único remedio para la situación es el cambio de régimen social,
hemos decidido unirnos a las aspiraciones del pueblo y zarpar junto con nosotros una comisión
de obreros que representan el sentir de la Federación Obrera de Chile y del Partido Comunista.
La lucha a que nos ha inducido el gobierno se transforma en una revolución social".
Con una declaración como ésa, agregada a otros antecedentes de tenor parecido, resultaba
natural que sobraran rebeldes acelerados seguros de que ya había llegado la hora de los soviets:
estaban los soldados y estaban los obreros. Con los estudiantes y uno que otro campesino, la
fórmula explosiva quedaba lista para el estallido social.
Chicho Allende no creyó en esas cuentas tan alegres y por eso lo expulsaron del Grupo
Avance. Y ya había regresado a Valparaíso, una vez culminados sus estudios de Medicina,
cuando el país amaneció bajo la etiqueta de socialista.
Entonces, las miradas del mundo entero convergieron hacia esta tierra tan austral y tan
curiosa que, de la noche a la mañana, sorprendía al planeta con la instauración de un gobierno
que se autoproclamaba "socialista". De esta manera, Chile pasaba a ser el segundo país en el
mundo (detrás de la URSS) con un gobierno que aseguraba dirigir al país en nombre del
socialismo.
Dependiendo de dónde se determina su comienzo y en qué momento se precisa su fin,
surgen las discusiones acerca de la exacta duración de esta República Socialista. Unos dicen que
duró doce días y otros que duró trece. Horas más, horas menos, el hecho es que la fugacidad de
esta experiencia no impidió que sus efectos se proyectaran a través de muchas generaciones.
Más de medio siglo después todavía siguen tratando de interpretarla.
Y es lógico, porque tuvo muchas particularidades inéditas y algunas muy sorprendentes.
Por ejemplo, pareciera que los acontecimientos adquirieron una dinámica tan tremenda que a
los conductores de este movimiento no les quedó tiempo para crear un partido político que diera
respaldo orgánico al gobierno. La República Socialista es del año 32 y el Partido Socialista es
del año 33.
A la luz de esta manera tan criolla de no tomar en serio el calendario, no resultarían tan
inconcebibles otros sucesos estelares que también parecieran tener sus fechas trastocadas. Como
el que los sensibles chilenos hayan condescendido a otorgarle el Premio Nacional de Literatura
a Gabriela Mistral seis años después de que fuera distinguida por el Premio Nobel... de
Literatura, por supuesto.
En cualquier caso, aquella República Socialista trajo consecuencias trascendentales para
Chile, en general, y para Chicho en particular. Desde luego, lo afectó familiarmente, ya que
como coletazo de ella fue enviado nuevamente a prisión, pero esta vez con su hermano Alfredo
y su cuñado Eduardo Grove.
Fue por ese discurso que Chicho pronunciara en la escuela de Derecho. Lo juzgó una
Corte Marcial. No lo encontró culpable. Entonces el asunto se solucionó por la vía más rápida:
otra Corte Marcial que sí lo encontrara culpable.
Durante todo su tránsito universitario, Chicho había obtenido buenas calificaciones; pero
ya en la antesala de la graduación sufrió algunos tropiezos, comprensibles si se tiene en cuenta
que tuvieron origen en su decisión de ejercer la política además de la medicina. El problema
mayor consistió en que, desde el comienzo, trató de perfilarse no como un político del montón,
sino como un líder capaz de implantar los cimientos de una fórmula de convivencia social que,
junto con ser inédita, fuera lo suficientemente sólida para sobrevivirlo.
Decisiones como esta son las que singularizan a un Político con mayúscula. Aquel que
con sentido de la Historia también con mayúscula siembra semillas que siguen fructificando
más allá de su propia vida.
Es claro que también supo desde el primer instante que este galardón de político
respetable tenía que pulirlo día a día, con la convicción de que sólo adquiriría su exacto valor si
lograba superar la prueba de los años.
En cuanto a su ansiado diploma de médico, cuando finalizaba sus estudios vio alejarse
peligrosamente la posibilidad de alcanzarlo debido a su nueva prisión por ese discurso en contra
del gobierno de turno. Hay que considerar que su carrera había sufrido también tropezones
financieros: a causa de su enfermedad, su padre, don Salvador, se quedó sin recursos para
ayudarlo.
Sus buenas notas vinieron a auxiliarlo. Gracias a ellas pudo conseguir ayudantías que le
permitieron seguir estudiando. Fue ayudante de las cátedras de Estomatología y de Anatomía
Patológica.
Ya de Presidente, recordaba con agrado su pasado de anatomopatólogo, asegurando: "Con
estas— manitos hice cientos de autopsias. ¿Qué te parece? Esas muertes me ayudaron a vivir".
No resultaba muy fácil creerle, porque no tenía "manitos" sino "manotas". Sus amigos
periodistas le decían que tenía "dedos de pan de pascua".
También la locura contribuyó a su formación: consiguió una ayudantía en el Hospital
Psiquiátrico. Y además fue auxiliar en la Asistencia Pública.
Sin embargo, una cosa fue recibirse de médico y otra muy distinta ejercer la medicina.
Con su flamante diploma postuló a una vacante en el Hospital de Viña del Mar. Ese era su
medio, su ambiente natural. Eran sus gentes con sus cerros: los primeros recuerdos, en cuyo
centro emergía la figura del zapatero del Cerro Cordillera, Juan Demarchi.
Y no había por dónde perderse: era el único médico que postulaba a ese puesto.
Inventaron una excusa burocrática para maquillar la negativa. Postuló cuatro veces a la misma
vacante, siempre sin oponentes a la vista. Las cuatro veces se la negaron. Había una razón que
los facultativos que mandaban no se atrevían a dar de frente: el postulante reunía todos los
requisitos, pero estaba marcado políticamente. ¡Y pensar que dentro de poco tiempo sería
diputado, Ministro de Salubridad, senador y presidente del Colegio Médico! Algunos de esos
mismos colegas que después lo aplaudieron tan obsecuentemente estuvieron entre los que,
frunciendo sus ceños de burócratas, habían decretado que era indigno de ingresar a ese hospital
viñamarino.
Y entonces fue allegado, casi como en las poblaciones callampas. Con más comodidades,
naturalmente. Su cuñado, Eduardo Grove, le hizo un huequito en su oficina particular.
Chicho desempacó su delantal blanco y su bata negra y se lanzó de lleno a mejorar a
quienes no podían pagar por la salud. No sólo los trataba en lo que llamaba su clínica, sino que
los seguía controlando médicamente en sus viviendas. La gran mayoría sobrevivía en esas
casuchas porteñas que parecen desafiar a la ley de gravedad.
Treinta y cinco años más tarde, retornaría a su condición de allegado. La campaña del 58
había agotado sus fondos, que siempre fueron esquivos, y los de los amigos a los cuales podía
recurrir. Uno de ellos, Cristián Casanova, le cedió entonces una pieza pequeña en la modesta
oficina que tenía en calle Valentín Letelier. Con los pocos muebles que lograron salvarse del
comando de la campaña, Chicho Allende instaló su nuevo "despacho", secundado,
naturalmente, por Osvaldo Puccio.
Pero, volviendo a sus primeros pacientes de los cerros porteños, felizmente no lo habían
olvidado. Chicho siempre tuvo mucha fe en ellos y no fueron escasas las oportunidades en que
pudo comprobar la validez de esta confianza. Así sucedió, por ejemplo, en 1961, cuando vino la
elección senatorial por Valparaíso y Aconcagua.
Todos los expertos electorales coincidían en dos puntos, en relación con el par de
provincias que integraban la Tercera Circunscripción: la izquierda tenía fuerza para elegir a un
solo senador. Y éste no podía ser otro que Jaime Barros Pérez Cotapos, un médico comunista
por quien los más desamparados del Puerto sentían verdadera adoración. Tenía fama de "santo
laico", que también sanaba sin cobrar y además era fanático del Everton. En esos años las
encuestas de opinión pública eran muy incipientes; sin embargo, aun con los métodos de última
moda: es seguro que también se hubiera llegado a la misma conclusión: un solo senador de
izquierda y éste ya tiene nombre: el doctor Jaime Barros.
Porque—además había que disputar votos configuras estelares de otras corrientes
políticas como Radomiro Tomic, Luis Bossay y Pedro Ibáñez, por nombrar únicamente a los
que resultaron elegidos.
En contra de la opinión de los entendidos y la comprensible desazón de los allendistas
más militantes, Chicho Allende aceptó postular a esa senaturía. Más que eso: pidió a su partido
que lo proclamara candidato a senador por Valparaíso y Aconcagua.
Cuando ello se supo, sonó a suicidio. Y entonces hubo varios aspirantes a estadistas que
se dispusieron a saborear anticipadamente el funeral político de quien había tenido la osadía de
aspirar dos veces seguidas a terciarse la banda presidencial. Es que no sospechaban que Chicho
iba recién en la mitad de su proceso ascendente.
Vinieron las elecciones y ahí quedaron los cálculos de los sabihondos: fueron elegidos
Salvador Allende y Jaime Barros, con la particularidad de que Chicho sacó casi diez mil votos
más que Barros.
¿De dónde pudieron haber salido esos votos? Fue la gran pregunta que se hicieron los
entendidos de todas las tiendas y cuya respuesta Chicho sabía de antemano: de los cerros, de
esos pobres del Puerto que lo conocieron con su delantal de médico y que no lo habían olvidado
por la sencilla razón de que él había estado a su lado cuando ellos lo necesitaron.
En eso consistió la médula de su secreto político: el contacto directo con la gente,
sobretodo con los más humildes, que son los que tienen mejor memoria. Ello explica, de paso,
el por qué no haya podido digerir nunca a esos revolucionarios altisonantes, bajo techo y en
pisos alfombrados, que protegen sus zapatos del polvo de las barriadas.
Resultó tan espectacular este resultado electoral que, para Chicho Allende, significó dos
victorias en una: como senador por la Tercera Circunscripción y como virtual abanderado para
la próxima contienda presidencial (1964).
Chicho apeló a los cerros porteños y éstos no le fallaron. Porque los votos que cosechó en
1961 ("las limpias conciencias") los había sembrado en 1932 cuando recorrió todos los rincones
de Valparaíso llevando, en su fuero más íntimo, una doble receta: una individual, para cada
enfermo pobre de los cerros que la necesitara, y otra colectiva, para todos "los trabajadores de
mi tierra".
Cualquier investigador del acontecer político chileno tiene material de sobra para
comprobar cómo esta misión que Salvador Allende se impuso, con voluntad de cruzado, la
inició cuando era estudiante, la continuó como médico y la fue esculpiendo a diario como
conductor de conglomerados nacionales cada vez más numerosos.
Fue ahí, entre esos pacientes que conocieron su verdadera dimensión humana, donde
reclutó los primeros militantes para la organización que fundara en el Puerto: el Partido
Socialista.
Eran días de pariciones históricas. El mundo salía de una guerra y tomaba aire para una
segunda, peor todavía. Y Chile caminaba a tientas, como buscando el atajo que lo condujera a
un ambiente de convivencia más tolerable.
Como siempre, había partidos para todos los gustos. Si se hubiera tratado de iniciar eso
que se titula "carrera política", y por la cual sobran los que se trasnochan, Chicho Allende tenía
ante sí una verdadera vitrina donde escoger. ¡Si hasta Arturo Alessandri Palma hacía tiempo que
había sido acusado de marxista!
Un solo ejemplo basta y sobra: El Diario Ilustrado, bendecido vocero de todos los
pundonores, había editorializado así, en mayo de 1920: "Al fin el país ha comprendido el peligro
de la situación en que se encuentra y ha llegado a elegir un candidato a la Presidencia de la
República que lleva consigo la misión de destruir el marxismo. Ese candidato, don Luis Barros
Borgoño, al aceptar esa candidatura, ha aceptado esa misión".
Con marxistas como El León era bien poco el espacio que iba quedando para quienes se
autoconsideraran revolucionarios. Estaba el Partido Comunista, pero todavía era muy primerizo y
su organicidad servía más bien como pretexto para asustar a los grandes salones. Buena parte de
la rebeldía ciudadana la encarnaba el Partido Radical, que encima era laico y masón. Pero además
la efervescencia había traspasado las puertas de los cuarteles, produciendo ese "ruido de sables"
que amenizó la subida de Ibáñez.
Y también, como es habitual, sobraban los partidarios del socialismo, si bien escaseaban los
militantes socialistas. Y ello porque faltaba un partido que los organizara a todos. Esa fue la
primera intención que movilizó a las figuras con mayor poder de convocatoria en aquellos días;
después se vio que era una "misión imposible" y hubo que conformarse con darle organicidad sólo
a la mayoría.
Medio siglo más tarde, ya sin Chicho ni los demás padres fundadores, siguen las
variaciones sobre el mismo tema. Es de esperar que, en alguna generación del futuro, surja el
iluminado que logre encontrar una explicación racional para este fenómeno.
La experiencia de la República Socialista de 1932 fue breve pero sustanciosa. Desde luego,
hizo más descamada la necesidad de contar con un partido político que aglutinara a quienes
soñaban con una sociedad mejor estructurada. Los líderes de ese movimiento revolucionario
cívico—militar, que alcanzarían a sentarse en los sillones ejecutivos de La Moneda, se
propusieron la tarea de fundarlo en Santiago.
En Valparaíso, tal misión se la encargaron a ese joven que aún no conseguía una plaza de
médico en el Hospital Van Buren.
De todos aquellos personajes que atraían la atención del país, y de buena parte del mundo
informado, al que Chicho más conocía era a Marmaduque Grove, por la sencilla razón de que era
hermano de su cuñado Eduardo, el marido de doña Inés. Sin embargo, quienes más influyeron en
la formación política que adquirió en esos días fueron Osear Schnake y Eugenio Matte. Este
último fue un personaje con el cual la Historia está en deuda. En su vida, que fue muy corta (38
años), hizo tanto como una generación completa: abogado, Gran Maestre de la masonería,
fundador del Partido Socialista, motor principal del movimiento que instauró la República
Socialista, perseguido político, relegado, senador por Santiago, etc. Y de llapa, según Olga
Corssen, "era muy atrayente".
Y aún, como si todo eso no bastara, también fue tan bueno para los combos que ganó el
campeonato de boxeo aficionado, en la categoría gallo. Como sus apellidos lo acreditan, era
aristócrata de verdad. La oveja negra de una rama familiar enraizada en lo más granado de la
tradición política y social del país.
En su confortable departamento de la calle Phillips (cuna de los Matte y de los Alessandri)
fue engendrada la conspiración que culminó con la República Socialista.
Eugenio Matte Hurtado era doce años mayor que Chicho. Por todo lo que ya había hecho, y
prometía hacer, era uno de los hombres que parecían señalados para impactar con profundidad en
la formación de ese médico porteño que recién se iniciaba en las lides políticas: de un zapatero
remendón del Cerro Cordillera a un abogado aristócrata de la calle Phillips.
A Chicho no podía dejar de cautivarle un hombre que, como Eugenio Matte, demostraba
esa capacidad impresionante de saber aprovechar su tiempo, de manera de darle un contenido
estelar a su existencia. Sólo así pudo hacer lo que hizo y por eso tampoco fue un mediocre.
Ni entonces ni ahora se ha conocido un procedimiento idóneo capaz de determinar con
exactitud todos los grupos, grandes, medianos y pequeños, que ya pululaban en el escenario real e
imaginario de la política nativa con la etiqueta del socialismo. Algo parecido sucedió, en la
década de los 50, con el ibañismo triunfante: una tarde, los redactores políticos de diversos
medios de información se propusieron elaborar un listado de todos los partidos y grupúsculos que
se decían ibañistas. Llegaron a treinta y dos y suspendieron la indagación porque se hacía tarde y
tenían cosas más importantes que hacer.
Eugenio Matte era fundador y dirigente de uno de esos grupos, partidos o movimientos que
se orientaban hacia el socialismo: la Nueva Acción Pública (NAP). Ya había conquistado una
buena cuota de simpatía en la inquietud juvenil, especialmente a través de sus artículos en
Crónica, un periódico que dirigió con Manuel Eduardo Hübner y Luis Mesa Bell.
La persecución política hizo madurar la conciencia unitaria de, por lo menos, cinco grupos
distintos que aseguraban bregar por los mismos objetivos.
Entonces, pues, el primer Partido Socialista propiamente tal nació perseguido. Por lo
pronto, su primer Secretario General, Osear Schnake, no pudo asumir el cargo porque estaba en la
clandestinidad, eludiendo un decreto del gobierno que lo relegaba a Arica. La batuta la tuvo que
tomar Eugenio Matte, pero en carácter de interino.
Los directivos de los cinco grupos fundadores (NAP, Acción Revolucionaria Socialista,
Partido Socialista Marxista, Orden Socialista y Partido Socialista Unificado) se reunieron a las
diez de la noche del 22 de abril de 1933, en la calle Serrano 150. Así lo consagra el acta de
fundación que fue protocolizada, el 6 de diciembre del año siguiente, en la notaría de Luis Azocar
Álvarez.
El documento puntualiza que fueron ochenta y tres los fundadores, agregando una
consideración más machista que marxista: todos hombres.
Algo debe haber ocurrido entre la fundación y la protocolización, porque en el instrumento
notarial ya no figura el Partido Socialista Unificado. O consideró cumplida su misión o decidió
seguir "unificando" por otro lado... El caso es que en el acta sólo aparecen mencionados los cuatro
primeros.
El documento en sí es una joya política de antología: más que los propósitos ideológicos de
los firmantes, revela ese modo de ser que imperaba en los políticos de aquellos años y que muchos
recuerdan todavía con nostálgica ternura. Y, curiosamente, también en él pareciera estar implícita
la figura de Chicho Allende. Porque, con su primera lectura, la memoria se traslada
automáticamente hacia aquella tumultuosa asamblea de la FECh en la que hiciera su estreno en
sociedad en la política; cuando con esa elegancia tan conspicua, miró a todos los vociferantes y
comenzó su discurso disparando ese exordio que tanto asombro causara: "¡Señores!"
Pues, en el acta notarial, todos los fundadores se tratan así: de "señores". Por ejemplo, uno
de sus párrafos más importantes dice: "El señor Eugenio Matte declara que queda constituido el
Partido Socialista, se felicita del éxito que significa para la causa socialista la fusión de todos los
grupos que luchan por la implantación de la doctrina y del régimen socialista y declara que tiene
la firme convicción de que la unión de todos los trabajadores manuales e intelectuales conducirá a
satisfacer los anhelos de redención del proletariado".
El único que, en el acta, aplica el consagrado calificativo de "camarada" es también el único
que, paradojalmente, insistiera tanto en que no sólo no sabía nada de marxismo sino que no tenía
el menor interés en enterarse de qué se trataba: el Comodoro del aire Marmaduque Grove. El acta
es muy elocuente cuando señala: "El señor Marmaduque Grove exhorta a todos los camaradas
presentes a luchar con fe inquebrantable por el triunfo de la causa socialista".
El anhelo masivo que interpretaron los fundadores de este partido, ya lo había definido su
clandestino Secretario General, Osear Schnake: "Falta un movimiento político eficaz que resuma
las esperanzas y la fe del pueblo. El pueblo necesita un partido que, por su organización, por los
hombres que lo dirijan y su voluntad de acción sea una garantía de un nuevo destino político".
Cuando era Presidente de la República, respondiendo a preguntas de periodistas europeos,
Chicho acentuó un factor que fue dominante en la definición del carácter que debería tener ese
partido que nacía para hacer Historia:
— Necesitábamos un partido sin vinculaciones internacionales hegemónicas, lo cual no
significaba que desconociéramos el valor del internacionalismo revolucionario.
Además de las reuniones políticas a puertas cerradas, resultan incontables los discursos de
Chicho Allende en que aparece remarcado este principio antihegemónico: "no reconocemos
Vaticanos... no somos colonos mentales de nadie".
Durante la mayor parte de su vida tuvo que enfrentar a quienes, por angas o por mangas y tal
vez por pereza mental, no concebían que se pudiera siquiera intentar un cambio profundo en la
sociedad sin contar con la bendición y la orientación del único "vaticano" que brillaba en el
firmamento del socialismo mundial: Unión Soviética. Pues allá, en Moscú, en agosto de 1954,
aprovechó una visita que hiciera con Tencha para que Pravda le publicara un artículo en el cual
explicó y defendió la "vía chilena al socialismo", una línea política naturalmente distinta de la
consideración oficial. En este artículo, Chicho analizó la realidad política, social y económica de
Chile, que condicionaba la viabilidad de esta línea, que si para algunos podía sonar a utopía, para otros
equivalía a un sacrilegio. Fue el sustento programático del Frente del Pueblo que había competido
electoralmente dos años antes, y que, con la misma insistencia, repitiera hasta el día en que fue.
bombardeada La Moneda.
El Presidente Allende sostenía, en público y en privado, que quien no entendiera este principio y
no comulgara con él, sencillamente no comprendía la esencia del proceso político que él encabezaba.
Su insistencia en proclamarlo cada vez que se le presentaba la oportunidad, iba dirigida tanto afuera
como adentro de la combinación partidista que sustentaba su gobierno. Y entonces, si resultaba
preocupante que sus adversarios no lo entendieran, más grave era aún que no lo digirieran quienes se
declaraban partidarios suyos.
En su primer Mensaje al Congreso Pleno, expresó, con especial énfasis, para que lo escucharan
los oídos de todas las tendencias:
— Todos saben, o intuyen, que aquí y ahora la Historia empieza a dar un nuevo giro, en la
medida en que estemos los chilenos conscientes de la empresa. Algunos entre nosotros, los menos
quizás, sólo ven las enormes dificultades de la tarea. Otros, los más, buscamos la posibilidad de
enfrentarla con éxito. Por mi parte, estoy seguro de que tendremos la energía y la capacidad necesarias
para llevar adelante nuestro esfuerzo, modelando la primera sociedad socialista edificada según un
modelo democrático, pluralista y libertario... La tarea es de una complejidad extraordinaria, porque no
hay precedente en el que podamos inspiramos. Pisamos un camino nuevo; marchamos sin guía por un
terreno desconocido; apenas teniendo como brújula nuestra fidelidad al humanismo de todas las
épocas —particularmente al humanismo marxista— y teniendo como norte el proyecto de sociedad
que deseamos, inspirada en los anhelos más hondamente enraizados del pueblo chileno... Es éste un
tiempo inverosímil, que provee los medios materiales para realizarlas utopías más generosas del
pasado. Sólo nos impide lograrlo el peso de una herencia de codicias, de miedos y de tradiciones
institucionales obsoletas. Entre nuestra época y la del hombre liberado en escala planetaria, lo que
media es superar esta herencia. Sólo así se podrá convocar a los hombres a reedificarse, no como
productos de un pasado de esclavitud y explotación, sino como realización consciente de sus más
nobles potencialidades. ¡Este es el ideal socialista!
Algunos meses más tarde, en agosto de 1972, llegó temprano a la población Lo Hermida, donde
en la noche anterior había ocurrido un enfrentamiento entre pobladores y policías. Un poblador murió
y esa muerte movilizó al Presidente al lugar mismo del suceso. Habló con los pobladores como
siempre lo había hecho: de frente y sin esconder la cara. Durante su diálogo directo con ellos,
reconoció:
— Yo soy el que tengo la mayor responsabilidad y aquí estoy, camaradas, mirándolos cara a
cara a ustedes. Sin bajar los ojos, sin implorar que me escuchen, sino hablándoles con el derecho que
me dan mis años de lucha y de lealtad al pueblo... Soy un militante del socialismo que comprendió que
en la unidad estaba la posibilidad de triunfo del pueblo y un hombre que gastó sus energías para hacer
posible esta unidad. Chile abre un camino que otros pueblos de América y del mundo podrán seguir.
Quedará defraudado quien se empeñe en tratar de descubrir la menor contradicción entre lo
que como Presidente de la República sostuvo ante el Congreso Pleno y frente a los pobladores
agredidos y lo que postulara, al comenzar la década de los 30, cuando germinaba esa turbulencia
social que desembocó en la República Socialista.
Estos principios fueron recogidos y pulidos en un Programa, especialmente por uno de los
hombres que también ejerció mucha influencia en la formación política de Chicho: Eugenio
González Rojas.
Eugenio González había sido uno de los ministros de ese gobierno socialista que no alcanzó
a las dos semanas. Maestro, filósofo, secretario general de su partido y también senador, al Chicho
no le decía Pije ni menos Lenin con tongo. Lo llamaba Prócer, desde que Chicho comenzó a
aparecerse por los corrillos donde maduraba la impaciencia socialista.
Los chismosos contaban que Eugenio González era tan particular para sus cosas que, tras
participar con mucho entusiasmo en todas las actividades conspirativas pre—gobierno socialista,
la noticia de su designación como ministro de Educación lo sorprendió cuando andaba en uno de
esos menesteres que hacen más grata la vida. Entre risas, él desmentía la versión, pero sin mucha
fuerza.
Y no tendría nada de raro, puesto que la revolución socialista fue anunciada como si se
tratara de un espectáculo artístico. En cierto modo lo fue, ya que pasó a la historia como la única
revolución socialista en el mundo a la cual se le asignó día y hora y así se pregonó por volantes
distribuidos por medio Santiago. "Mañana es la Revolución Social", anunciaban esos volantes.
Víctor Jaque —amigo de Chicho desde la juventud y también participante en esta aventura—
agrega que los tales volantes aseguraban que la revolución se haría de todas maneras, "aunque
llueva", lo cual no dejaría de tener su importancia, considerando que son muy escasos los
acontecimientos realmente trascendentales que se han llevado a cabo desafiando el frío
santiaguino. Septiembre ha sido siempre un buen mes para los cambios políticos.
Quizás por eso la anunciada revolución se atrasó en un día, lo cual llenó de vergüenza a uno
de los más enfervorizados líderes de ese movimiento: René Frías Ojeda, entonces Presidente de la
Federación de Estudiantes y, por tanto, integrante del Comité que dirigía la conspiración. En esa
calidad, consideró que era su deber de caballero y de. estudiante responsable notificar
anticipadamente al Rector de la Universidad: Juvenal Hernández Jaque, quien, además, tenía
estudio de abogado conjuntamente con Juan Esteban Montero, nada menos que el mandatario a
quien iban a derribar.
René Frías Ojeda recuerda, entre risas que suavizan la nostalgia:
— Y, como llegaron las 12 del día y no pasaba nada, el Rector salió de su oficina y, con
cierta inquietud, me preguntó: "Bueno ¿y qué pasó?" Yo no tuve explicaciones que darle porque
tampoco sabía qué había ocurrido. Era el mediodía y no pasaba nada. Fue al día siguiente cuando
actuaron las Fuerzas Armadas, respaldando a Marmaduque. Grove.
René Frías insiste en que se trataba de una "revolución de caballeros, que la hacíamos en
nombre de todo el país. Seguramente fue de una ingenuidad política extraordinaria; porque
éramos todos jóvenes, sin experiencia, convencidos de que Chile entero iba a estar detrás de
nosotros, manteniéndose en la pasividad los grandes intereses que amenazábamos".
Era una época en la que lo que no pasaba en el centro de Santiago no valía, o valía muy
poco. Había un escenario natural páralos grandes acontecimientos: La Moneda, en primer lugar, y
la Casa Central de la Universidad. Entre ambos, el Club de la Unión, que siempre tuvo sus propias
cartas que jugar.
Por eso, todas las energías revolucionarias se concentraban en una sola dirección: tomarse
La Moneda. Cualquier otro objetivo lucía secundario, carente de relevancia estratégica, a pesar de
que el ritmo del progreso fuera debilitando paulatinamente el carácter funcional que debió haber
tenido La Moneda hasta la aparición de los Fords con bigotes, cuando más. El avance de la
tecnología ha ido relegando esa casona a un nivel cada vez más alegórico, especialmente en lo que
dice relación con el área de las comunicaciones.
Pero es el símbolo del poder. Cualquier silla puede ser más cómoda que aquella en la que se
sienta el Presidente. Pero es ésta la que vale.
Hay que estar en las cercanías del gobierno para entender que este asunto no tiene nada de
baladí. Y para el Presidente Allende estuvo siempre muy presente durante todo el ejercicio de su
mandato.
Así ocurrió por vía de ejemplo aquella vez en que se encontraba listo para disfrutar de unos
langostinos inmensos que le había enviado Fidel Castro. Compartían la mesa del almuerzo, entre
otros: Tati, Rafael Agustín Gumucio y los periodistas Olivares y Jorquera. La noticia dejó a medio
camino el primer bocado: estaban cañoneando Investigaciones y probablemente otros lugares del
centro, especialmente La Moneda. Fin del almuerzo. Chicho se paró de un salto y su primer
impulso fue subirse a un automóvil para dirigirse a La Moneda, batiendo todos los récords de
velocidad. Como los edecanes le hicieron ver que ello sería peligroso, entonces pidió un
helicóptero. La cosa era llegar cuanto antes a su despacho. Todas estas decisiones las adoptó en
escasos minutos. Sin embargo, antes del helicóptero llegó el resto de la noticia: efectivamente, un
deschavetado mental había ingresado al Cuartel de Investigaciones, disparando su metralleta,
lanzando granadas y asesinando a algunos detectives. El autor de este hecho tan inusitado llevaba
puesto un cinturón con nitroglicerina. El Flaco Marín, detective de la escolta presidencial, que se
encontraba en la vereda del cuartel, recibió un balazo que le costó la vida; pero antes de caer
alcanzó al individuo con una bala de su revólver El sujeto explotó en la vereda, a pocos metros de
un elegante automóvil azul que lo esperaba con la puerta abierta. Dos personajes que hablaban
inglés, se subieron rápidamente al automóvil en cuestión y desaparecieron del escenario chileno.
El autor del espectacular y sangriento estropicio —El Viejo— era el ex—policía que dirigió la
VOP y gritaba que se sentía traicionado por el gobierno de Allende porque éste había descubierto
a los autores del asesinato de Edmundo Pérez Zujovic, cometido "casualmente" diez días después
de que fuera aprobada la ley sobre nacionalización del cobre.
Lo mismo sucedió en junio de 1973, cuando el "tanquetazo". Desde Tomás Moro, el
Presidente parecía un león enjaulado, estudiando todos los caminos que lo condujeran con la
mayor rapidez hacia la "fama" del blanco donde apuntaban los cañones de los tanques: La
Moneda. Los teléfonos lo demoraban y precisamente cuando estaba a punto de salir tuvo que
devolverse para contestar el citófono. Desde la Subsecretaría del Interior, Daniel Vergara le pedía
instrucciones: quien comandaba a los tanques insurrectos, acantonado en la Plaza de la
Constitución, acababa de enviarle un ultimátum exigiendo la rendición de la Guardia que
custodiaba el Palacio.
—Pido instrucciones, Presidente: ¿qué debo responder a este ultimátum?
— Una sola respuesta, Daniel: la Guardia muere, pero no se rinde ¡mierda!
— ¿Así debo responder, Presidente?
—Así mismo, Daniel, tal como se lo acabo de decir. Voy para allá en este instante.
Cuando llegó a La Moneda, sonaban todavía unos tiros aislados. Antes de subir las gradas,
recibió una cuenta muy tranquilizadora y optimista de parte de los generales que comandaron a las
fuerzas leales al gobierno. Todos los medios informativos, nacionales y extranjeros, destacaron la
importancia de esa institucional conversación entre Salvador Allende y los generales Prats y
Pinochet.
Y no muchos días después, fue de los primeros en llegar a La Moneda: martes 11 de
septiembre. Y no la abandonó sino como lo había prometido: muerto.
En el transcurso de su afanosa vida política fueron incontables los momentos en que estuvo
en esa oficina que domina las utopías de tantos hombres públicos y que fuera su principal lugar de
trabajo. La última vez que lo hiciera, antes de llegar como ocupante constitucional, fue ese día de
octubre de 1970 en que fuera herido de muerte el general Schneider. El atentado ocurrió en la
mañana, pocas horas antes de la sesión del Congreso Pleno que debería consagrar la primera
mayoría relativa que Chicho había obtenido el 4 de septiembre. En su casa de la calle Guardia
Vieja examinó la situación con los primeros amigos que llegaron: José Tohá, Hugo Miranda,
Rafael Agustín Gumucio, el Perro Olivares y el Negro Jorquera. Hacía varios días que sabían que
estaba en marcha una conspiración para asesinar a Chicho. La mayoría de los sabihondos de
entonces despreciaba estas informaciones con el estribillo de siempre: "En Chile no ocurren esas
cosas. Este no es un país tropical.., " El asesinato del General Schneider demostró una vez más
que en Chile sí puede ocurrir cualquier cosa, por sangrienta que fuere.
En el Hospital Militar se hacían esfuerzos desesperados por salvarle la vida al general cuya
presencia en la Comandancia en Jefe del ejército constituía un obstáculo para quienes querían
impedir que Salvador Allende llegara a La Moneda. El general Schneider no había hecho ni dicho
nada que contraviniera la doctrina medular del ejército. Por eso mismo estorbaba los planes de
quienes ya estaban "defendiendo la democracia" con ese denuedo del que hicieron tanta gala a
partir del 11 de septiembre de 1973. Eliminado el general Schneider, las balas conspirativas
apuntaban con mayor impudicia a un solo blanco: Salvador Allende.
Luego de analizar la situación con sus amigos, Chicho decidió ir al Hospital Militar a
enterarse personalmente de los detalles del atentado y a expresar a quien correspondiera la
indignación que sentía. Se puso un chaquetón café y en su bolsillo derecho guardó una pistola con
la bala pasada. Abrazó a sus amigos y salió acompañado de Hugo Miranda y Rafael A. Gumucio.
Los periodistas extranjeros, especialmente el de The New York Times, comentaron que
habían encontrado a Allende un tanto distraído y más preocupado por los lechos de los edificios
vecinos que de las preguntas que le formulaban. Es que esperaba que en cualquier momento
sonara el balazo anunciado y que, si esa mañana no llegó, fue porque los conjurados prefirieron
esconderse, apenas se enteraron que el general Schneider todavía respiraba.
Luego del Hospital Militar, Chicho propuso a los senadores Miranda y Gumucio que lo
acompañaran a una visita urgente al Presidente Frei. Gumucio se excusó de hacerlo, porque sus
relaciones personales con Frei estaban tan deterioradas que, en lugar de ayudar a un buen
entendimiento, lo más probable sería que contribuyeran a enrarecer aún más el ambiente político.
Hugo Miranda tomó el teléfono y llamó a La Moneda. El edecán de turno le precisó: "El
Presidente los espera a las 11 de la mañana".
A esa hora llegaron y Frei los esperaba en la puerta misma de su despacho. Abrió los brazos
y saludó a su amigo de tantos años con un: "¡Hola, Salvador!" Según Hugo Miranda, pocas veces
Chicho Allende ha estado tan serio y tan grave. Respondió, con sequedad: "Buenos días,
Presidente".
La entrevista comenzó fría, cortante, sin visos de esa cordialidad de antaño. Allende
aseguró a Frei que estaba amenazado de muerte y le dio a conocer los antecedentes que así lo
demostraban. Frei estaba sentado en una silla mecedora, la misma que Allende conservó durante
todo su mandato. Cuando la entrevista estaba terminando, sin que hubiera amainado esa tensión
que podía cortarse con cuchillo y ya los tres estaban de pie comenzando a despedirse, Chicho dio
un salto para sentarse en la mecedora que Frei acababa de desocupar. Lo hizo con la rapidez del
rayo y preguntó:
—¿Qué tal? ¿Cómo me veo?
Bajó la tensión, volvieron las sonrisas, las dos visitas se despidieron y la historia siguió
discurriendo por sus propios cauces: la próxima vez que Chicho Allende entró a esa oficina no
necesitó sentarse apresuradamente en la mecedora. Al frente de ella estaba esperándolo el sillón
presidencial.
Nunca se sabrá cuántas maquinaciones se han fraguado para conseguir sentarse en ese
sillón. De todas ellas, una de las más inauditas ha tenido que ser el "complot de los anarquistas",
allá por los comienzos de la década de los años 30.
Sus detalles fueron conocidos por algunos de los diseñadores del movimiento conspirativo
que condujo a la República Socia— lista del 32, con sus correspondientes consecuencias de variados
colores. Eugenio González, uno de los progenitores del programa del Partido Socialista (del cual se
autocalifican herederos legítimos todas las numerosas ramas que se desprendieron del mismo tronco),
solfa recordarlos con ese sabor tan personal que ponía en sus relatos.
Cuando José Tohá era presidente de la FECh iba a menudo a buscar a Eugenio González, quien
debía quedarse hasta bastante larde ejerciendo sus funciones de Secretario General del Partido
Socialista. Tohá, que era militante, invitaba a su amigo Jorquera a caminar los pocos metros que
separaban la sede de la FECh del local del PS (Londres 33). Eugenio González siempre se las
arreglaba para interrumpir sus labores e irse a charlar con sus amigos jóvenes que, entre paréntesis, lo
escuchaban con las bocas más abiertas que de costumbre. De todos sus muchos relatos acerca de esa
época de los comienzos de los años 30, había dos que eran los más solicitados: el del general golpista
y el complot de los anarquistas.
Ambos, Eugenio González los narraba con una gracia y minuciosidad incomparables,
apoyados—expositor y auditores— en botellas de buen tinto. En el primero, el protagonista era un
general que ya no estaba en servicio activo y cuya máxima ambición consistía en participar en
cualquier conspiración que lo llevara al Poder Ejecutivo, a fin de aplicar las medidas que no pudo
materializar cuando tuvo mando de tropas. En esos días, según Eugenio González, no costaba mucho
involucrarse en una de las tantas conspiraciones que se tramaban en clubes, grupos y cuarteles. Para
todas, el general era número puesto, sin detenerse mucho en detalles. Pero uno de los problemas era
que se había convencido de que su participación protagónica en un acto de tanta trascendencia
histórica le obligaba a vestir su uniforme de parada. Vivía en un departamento con terraza, frente al
Cerro Santa Lucía. Cuando tenía que "tomarse La Moneda", le ordenaba a su esposa que le limpiara su
uniforme de modo que sus dorados botones brillaran mejor que nunca. Y el dichoso uniforme tenía
que ser colgado en la terraza para que se esfumaran los olores de la bencina con la que lo habían
desmanchado. Y entonces, los santiaguinos que pasaban por la calle miraban hacia la terraza y ya
muchos sabían: "Hoy hay golpe militar... El general ya limpió su uniforme". Según Eugenio
González, el uniforme de parada se desgastó con tantas frotaciones y el frustrado general vio
llegar en paz el fin de sus días, como un venerable vecino de la capital.
Pero nada superaba a la crónica sobre el complot de los anarquistas. Tohá y Jorquera se
preocuparon mucho de sorprender alguna contradicción, por leve que fuera, entre las tantas veces
que Eugenio González, con ese estilo tan personal, les contó el mismo episodio, a pedido de sus
escuchas, naturalmente. Jamás lo consiguieron, siempre la versión fue la misma. Muy
sintéticamente, era más o menos así: en esos días de tanta convulsión social, una delegación del
partido anarquista pidió una reunión muy clandestina con miembros de la dirección del PC. Luego
de las consignas de rigor, los anarquistas habrían hecho una pregunta que llegó al hueso:
—¿Cuántos son ustedes en Santiago?
Antes de responder, los comunistas pidieron más precisión:
—¿Cuántos qué: camaradas que nos siguen o militantes—militantes?
—No pues, militantes—militantes... Así como son los nuestros: dispuestos a cualquier
sacrificio por la causa.
Los comunistas pidieron más precisión:
—¿En todo Chile o en Santiago solamente?
—En Santiago.
—Bueno, chequeados—chequeados tenemos 20 mil... aquí en Santiago, no más.
Ni se arrugaron los comunistas para lanzar esa cifra. Tampoco lo hicieron los anarquistas
cuando, con toda solemnidad, afirmaron:
—Nosotros somos 5 mil... Aquí en el puro Santiago... En el resto del país somos muchísimo
más, pero aquí: 5 mil.
—Bueno, ¿y... ?
—¿Cómo que y... ? Si la cosa está muy clara: ¡miren!
Y —según contaba Eugenio González— los anarquistas desenvainaron un mapa de Santiago y
lo extendieron sobre la mesa en torno de la cual se planificaba la tremenda conspiración.
—La gente de ustedes y la nuestra viven todas en los barrios que rodean Santiago, ¿no es
cieno?
En eso tenían razón: eran muy escasos los revolucionarios que, en esos años, vivían entre la
"gente bien".
Entonces hicieron la espectacular proposición:
—A una hora que acordemos, ustedes y nosotros, ordenamos a nuestros camaradas que
prendan fuego a sus casas. ¿Se imaginan? ¡Santiago ardiendo por todos sus costados! Los
bomberos no van a dar abasto. Y van a tener que movilizar a la tropa, ¿está claro? Y entonces,
cuando estén todos apagando los incendios, nosotros nos tomamos La Moneda y no la soltamos
nunca más.
Eugenio González, entre carcajadas, aseguraba que tal plan efectivamente había sido
propuesto, con bastante seriedad, en una de esas noches de delirio conspirativo. No sería raro que
aún sobreviviera alguno de esos aspirantes a Nerones que pretendían construir una nueva
sociedad, comenzando por una nueva ciudad.
Felizmente, esta concepción apocalíptica de la empresa revolucionaria no pasó más allá de
una anécdota inofensiva. La tesis de "tierra arrasada" vendría a ser sustentada, y aplicada, muchos
años después, por algunos catedráticos del golpe militar.
En cuanto a la revolución socialista del año 32, no tiene nada de qué avergonzarse, como no
sea de su ingenuidad. Es que una revolución social no es una obra de ingeniería... exclusivamente.
Exige también un componente de utopía, que le dé la trascendencia de gran aventura, con
ingredientes de cierta nobleza. Lo contrario es el cuartelazo sanguinario, sin más altura que la de
las ambiciones personales de quienes siempre los gerencian.
La revolución del 32, que cautivara a Chicho Allende, se hizo con la intención declarada de
afectar seriamente las estructuras sociales. Y se llamó socialista porque la mayoría de sus
conductores quería el socialismo. Fuera de algunos sustos, de madrugadas y trasnochadas
comprensibles en jóvenes impetuosos, además de programas ambiciosos de redención social —
algunos de los cuales se amelgaron y otros, los menos, fructificaron— esa revolución tuvo otra
inmensa virtud que consolidó su originalidad: no costó una sola vida.
Desde esta óptica, las generaciones post—golpe del 73 harían bien en revisar
detalladamente los acontecimientos de aquellos días y compararlos con los que ocurrieron
cuarenta años más tarde.
Así era Chile, cuando gozaba del respeto del resto del mundo: convulsionado, pero no
sangriento. Cualquiera comparación con el Chile de medio siglo después revela la misma
distancia que separa a un estrafalario de un sicópata.
Porque la caída de Ibáñez, un año antes de la República Socialista, tampoco costó vidas.
René Frías Ojeda, uno de los protagonistas de esos sucesos, recuerda:
—Como a la una de la tarde, oímos por la radio: Grandes acontecimientos en la Alameda...
¿Qué había pasado? Que una mujer, allá por la Estación Central, había tomado una bandera
chilena y, gritando ¡Abajo Ibáñez!, se había lanzado a caminar hacia el centro; la gente comenzó a
salir y se llenó la Alameda. Y al saber esto, todos volvimos a salir a la calle otra vez. Mientras
tanto, en La Moneda se celebraba una reunión de Ibáñez con los comandantes en jefe. Supimos
que cada uno de ellos le había asegurado a Ibáñez que estaba cuadrado con él. Pero cuando Ibáñez
les preguntó: ¿Qué consejo me dan? le respondieron: Que renuncie, señor Presidente. Esto es
histórico y no se ha dicho en ninguna parte. Por lo tanto, a Ibáñez no le quedó más remedio que
hacerlos arreglos para salir de La Moneda y abandonar el país. Lo hizo en una ambulancia. Y
entonces la ciudad quedó desierta: los carabineros estuvieron un mes en sus casas sin salir a las
calles. Los estudiantes empezamos a dirigir el tránsito. ¡Y no hubo el menor incidente! El único
hecho sangriento ocurrió en el interior de un restaurant de la calle San Diego: se armó una
pelotera y la dueña del negocio mató a su marido. Eso fue todo.
Los pioneros de aquel movimiento revolucionario que terminó "tomándose La Moneda",
luego de sus primeras reuniones en sordina, decidieron que había que redactar un manifiesto.
Porque sin manifiesto no hay revolución. Y su redacción fue encargada a Eugenio González. Le
quedó tan bueno que fue impreso a roneo en la Facultad de Agronomía. Tenía un destinatario
principal: Juan Esteban Montero, Presidente Constitucional.
En dicho manifiesto se le notificaba de los errores que estaba cometiendo y se le instaba, sin
medias tintas, a que abandonara el mismísimo poder.
Y todo eso comenzó como un movimiento "civilista". Así lo asegura uno de sus gestores
más autorizados: René Frías Ojeda, quien en esos días desempeñaba el neurálgico cargo de
Presidente de la Federación de Estudiantes. Después de derribar a Ibáñez, la FECh quedó
sumamente prestigiada como organismo fundamental para cualquier empresa que quisiera
perdurar en la historia.
La sede de la FECh estaba en esa época en la calle Agustinas, entre Teatinos y Morandé
(donde hoy está la estatua de Diego Portales). Recuerda Frías Ojeda:
—Una mañana aparecieron Eugenio Marte, Carlos Alberto Martínez y Fernando Celis
Zegarra. Me plantearon el problema de la "civilidad", partiendo de la base de que todos estábamos
de acuerdo en que había que hacer cambios en la conducción del gobierno. La dificultad estaba en
cómo hacerlos, es decir, en el procedimiento. Yo encontré que el que me proponían era el
adecuado, de modo que acepté integrarme a las reuniones conspirativas que se celebraban en el
departamento de Eugenio Matte, en la calle Phillips. Me pidieron que invitara a Eugenio
González. Así lo hice, igual que a Osear Schnake. También invité al profesor de Derecho Civil,
Luis Barriga Errázuriz, quien venía llegando de Europa, cargado de prestigio. Habíamos acordado
que, una vez que tuviéramos las correspondientes copias de ese manifiesto, teníamos que ir donde
Montero a entregárselo personalmente, lo cual equivalía a pedirle la renuncia. Estábamos puliendo
los detalles cuando Marmaduque Grove protagoniza los sucesos de la Escuela de Aviación,
consagrando la participación directa de los militares. Por eso es que nos atrasamos en un día,
porque ya habíamos mandado a hacer los volantes anunciando que la entrevista con Montero sería
el 3 de junio. Y entonces, como los militares entraron de cuerpo entero, nuestro grupo quedó en la
calidad de "intelectual".
Eran los días de los almuerzos domingueros en la casa de don Salvador Allende, en Viña
del Mar, con la ritual asistencia del invitado mejor bienvenido: Arturo Alessandri Palma, El León.
A propósito de lo que entonces estaba ocurriendo en el país, Olga Corssen recuerda que si
había algo que alteraba el genio de El León era la sola mención del nombre de quien estaba
instalado en La Moneda, gracias a una decisión electoral: Juan Esteban Montero. Cuando alguien
lo nombraba, don Arturo desterraba automáticamente su habitual sonrisa y comenzaba a pasearse
por el salón, maldiciendo:
—Ese señor que está ahí... ¡Ahí: en La Moneda! ¡Sin comerlo ni beberlo!
Los anales de aquella época sostienen que El León, cuando fue a la Escuela de Aviación,
acogiendo los ruegos para que oficiara de mediador, en lugar de tratar de apagar la llama
revolucionaria, la avivó con esa cazurrería que contribuyó a consolidar su fama de político sagaz:
"No afloje, mi coronel", aseguran que sopló en el oído de Grove.
Poco tiempo después, a El León le resultaba esta carambola a tres bandas. No siempre ha
ocurrido lo mismo en Chile. ¿No se habrán inspirado en este ejemplo aquellos "demócratas" que,
durante el gobierno de Allende, remecieron el árbol constitucional para que las FF. AA.
terminaran por derribarlo y la fruta de La Moneda cayera en sus propias canastas partidistas? Los
resultados de esta otra carambola de 1973 los han conocido generaciones de chilenos, en carne
propia.
En 1932, también fue brusco el cambio de huésped en la Moneda; pero, se produjo de
manera muy distinta. Como era el estilo que caracterizaba a Chile.
Desde luego, los nuevos mandatarios llegaron en autos particulares y se fueron a pie... doce
días más tarde.
La República Socialista se fue como llegó: sin sangre.
A las siete y media de la tarde de ese 4 de junio, un automóvil particular se detuvo frente a
la puerta de La Moneda. De él descendieron los hermanos Marmaduque y Jorge Grove,
acompañados por el doctor Carlos Charlín. Por su cuenta llegaron Eugenio Matte, Carlos Dávila,
Osear Schnake y Osear Cifuentes. Y entraron a La Moneda. Junto con ellos, Chile ganó un nuevo
escaño en la inmortalidad.
Porque, hasta ese día y esa hora, no se había conocido en el mundo entero, y probablemente
jamás vuelva a repetirse, el caso de un alto oficial de una rama de las Fuerzas Armadas que llegue
a tomarse el Poder Ejecutivo... ¡en automóvil particular!
Y más extraordinario aún resultó... que se lo hubiera tomado ¡y sin armas!
Porque si Marmaduque Grave, que era el militar, no fue armado a tomarse La Moneda,
menos iban a ir los autotilulados intelectuales.
Las tropas se movilizaron, doce días después, y los comandantes en jefe, con el general
Puga a la cabeza, entraron triunfantes a La Moneda. Nuevo cambio de huéspedes. Según Frías
Ojeda, serían como las seis de la tarde. Renunció la Junta de Gobierno y todos los altos
funcionarios que se encontraban en La Moneda se alinearon en una democrática fila para que, a
medida que se fueran retirando, hicieran entrega de sus "armas" al oficial especialmente destacado
en la puerta principal del Palacio.
Era bastante comprensible la precaución: si se decían socialistas tenían que tener armas de
fuego, porque no iban a disparar puras doctrinas y anuncios de medidas que producían comezones
en las pieles delicadas.
Otro hecho insólito: el arma más contundente era el bastón de don Alfredo Lagarrigue,
hasta entonces Ministro de Hacienda, Explicó, con inflexible dignidad:
—No tengo nada más que entregar que mi bastón. Pero sin él no vuelvo a mi casa.
¡ Y apareció un revólver! Fue todo un hallazgo, especialmente porque lo portaba el gran
escritor Ricardo Latcham. Se lo entregó al oficial, con ademán majestuoso, y ahí tuvo lugar un
diálogo que René Frías Ojeda recuerda al dedillo:
—El oficial le preguntó a Ricardo: ¿Y esto, para qué lo tiene?
—¡Cómo! —replicó Latcham, muy ofendido— ¿para qué va a ser? ¡Para defenderme, pues!
—¿Con esto?... Mire, mejor lléveselo de recuerdo.
Claro: lo que pasó fue que Latcham no había reparado en que a su famoso revólver le
faltaban no sólo la nuez sino también el gatillo. Y así salimos a la calle y cada uno cono por su
lado.
A pesar de todo, para Chicho Allende esta insólita experiencia de la República Socialista
revistió caracteres que desbordaron lo meramente episódico. Desde luego, tres factores por lo
menos tuvieron que haberlo impresionado positivamente: en primer lugar, el hecho de que no
costara una sola vida; segundo, la manera cómo los bisoños estadistas supieron aprovechar
creadoramente esos 12 días; y tercero, el impacto que esta erupción de socialismo produjo en la
conciencia de la generación de entonces y de las que la sucedieron.
Es cierto que no faltaron quienes extremaron sus sustos cuando subieron los "marxistas".
Algunas voces se escucharon clamando por cuidar los templos, las mansiones elegantes y las
intimidades de las damas virtuosas.
Pero por otro lado, hasta El Mercurio, un tanto desconcertado por no saber muy bien cómo
venía la jugada, prefirió curarse en salud y editorializar con carantoñas para los nuevos inquilinos
de La Moneda.
Lo más raro —más comprensible que fácil de justificar en un diario de tanto señorío como
El Mercurio— fue que se demorara cuatro días —¡4 días!— en editorializar sobre un
acontecimiento tan importante, que había sucedido a tres cuadras de su casona y que estaba siendo
objeto de tantos comentarios, en Chile y en el extranjero. Esta falta de agilidad periodística
pareciera que no se debió tanto a la centenaria edad del periódico como al desconcierto que debe
haber embargado a sus ejecutivos y que los habría obligado a relegar a segundo plano la sagrada
obligación de orientar a sus lectores, por la mercurial precaución de quedarse al "cateo de la
laucha"... disculpando la palabra.
Numerosas han sido las generaciones de periodistas que han incorporado aquella actitud del
diario decano al sabroso inventario de sus glosas más irónicas.
Porque lo natural hubiera sido que un golpe de estado que esgrimía la bandera del
socialismo inmediato, no como una utopía a plazos indeterminados —y respaldado por oficiales,
trabajadores y políticos comprometidos públicamente a apretar a fondo el acelerador de la revolución
social— tendría que haber tenido un enemigo al frente, por lo menos desde el punto de vista
ideológico: El Mercurio.
Pero no. Guardó silencio, sabiendo muy bien que "quien calla otorga". ¡Y vaya cómo otorgó en
ese editorial con cuatro días de retraso!
Si realmente hubiera justicia con los grandes aportes nacionales al pensamiento universal, aquel
editorial debería estar reproducido, con letras bien grandes y en marcos dorados, en todas las escuelas
de periodismo del país.
Vale por una cátedra completa y no necesita de profesores. Basta leerlo pausadamente,
procurando no desmayarse.
Desde luego, es sumamente largo. En fin, una pieza de ese calado exige tiempo, para leerlo y
para digerirlo.
Cómo será de patriótico que, en su segundo párrafo, reconoce:
"En los primeros momentos del golpe de estado que ha traído el cambio de Gobierno, no hemos
querido perturbar el ambiente cargado de ansiedades y, antes de decir una sola palabra, hemos
preferido observar, con la serenidad que da la experiencia de un siglo entero de vida, los
trascendentales acontecimientos que se desarrollaban a nuestra vista, con tan dramática rapidez,
''Nuestra voz no podría levantarse en son de combate [... ] Es, más bien, con el ánimo de
aconsejar orden, prudencia y patriotismo —patriotismo de hecho y no de palabras— que rompemos el
silencio de cuatro días".
Y sigue en ese tono, para afirmar, párrafos más adelante:
"Esa gran masa, que numéricamente constituye la mayoría del país, aunque políticamente
permanezca anónima y callada, no teme ni a las ideologías más avanzadas, ya nazcan de la reacción
porfiada o de la reforma atrevida [... ] por eso no se alarma ni con lo que ayer se llamaba reacción
oligárquica ni lo que hoy se proclama como avance socialista".
¿Qué tal? Eso no era nada todavía comparado con lo que afirmaba en seguida:
"Los socialistas de hoy son los radicales de ayer y los liberales de anteayer. La avanzada ha
cambiado de nombre, pero su naturaleza es la misma".
Podría asegurarse que Grove y los suyos, ni en sus momentos de mayor euforia socialista,
esperaron un respaldo consagratorio del calibre de éste que graciosamente les brindara el diario más
importante del país.
Después de lo cual, sólo quedaba ofrecer la clásica "cooperación". Muy "desinteresada", como
siempre.
Efectivamente, El Mercurio, como si quisiera palmetear fraternalmente las espaldas de los
enfáticos socialistas encaramados en el poder, les garantiza que:
"... seguirá con solicitud serena y patriótica la evolución del momento y cooperará con un aporte
de crítica constructiva, si las circunstancias se lo permiten, a toda obra de reforma política, económica
y social; sin prejuicios de clase, que jamás abrigó, ni menos todavía de rígidas doctrinas".
Más impresionante fue, sin embargo, comprobar que ese editorial de antología no fue
demagógico, como más de algún mal pensado pudiera concluir. No: reflejó la mella que había logrado
hacer ese gobierno socialista en medio del sector económicamente más poderoso y del cual siempre el
periódico ofició como el tambor mayor que encabezara su avance triunfalista.
Como si tantas sorpresas no hubieran sido suficientes, dos días más tarde, el mismo El Mercurio
—al lado de otro editorial en el que llega a hermanar a los "ideólogos más avanzados de la izquierda"
nada menos que con los autores de la Canción Nacional— da por perdida su virginidad empresarial y
decide reproducir textualmente el acuerdo al que acababa de llegar la empresa con sus trabajadores de
Santiago y Valparaíso.
Los Chicago boys, que amamantara el golpe militar que arrasó con Chicho Allende y su
gobierno, se habrían desmayado de horror si hubieran tenido que enfrentarse a un acuerdo tan
"socialista" como el que firmara Agustín Edwards, en su condición de presidente de la empresa El
Mercurio, con sus trabajadores capitalinos y porteños. Desde luego, éstos obtuvieron dos puestos en
un Directorio de cinco miembros. Pero eso fue lo de menos, porque lo realmente apasionante fue lo
consagrado por el artículo segundo de dicho acuerdo obrero—patronal, Decía, textualmente (y asilo
publicó El Mercurio, sin ninguna interpretación deformadora: hay que reconocerlo):
"Las utilidades líquidas de la empresa se distribuirán en cada balance por mitad entre los
accionistas y el personal de empleados y obreros".
Si bien en los doce días que alcanzaron a durar los aurigas del carruaje socializador no lograron
aproximarse a las metas que tanto proclamaron, obtuvieron, en cambio, un galardón con el que jamás
soñaron, ni aun en sus momentos más delirantes: "socializar" nada menos que a El Mercurio.
Ese solo hecho justificaría ante la Historia al segundo gobierno declaradamente socialista que se
conoció en el mundo.
Esa píldora Chicho no se la tragó. Ni entonces, ni menos después. Se convenció de que su
política dirigida a desarrollar a Chile con justicia social encontraría siempre a un enemigo al frente,
cimbreante pero empecinado: El Mercurio, más eficiente en la defensa de sus intereses que cualquier
otro organismo político o empresarial. Si con tan poco pudor trató de mimetizarse en 1932, el paso del
tiempo sólo haría que perfeccionara su estilo, a fin de que por ningún motivo pudiera ser permeado por
ideas o iniciativas que desprendieran olor a renovación social.
A pesar de que esto lo tuviera claro, a Chicho le costaba mucho, sin embargo, contenerse ante
los pertinaces ataques del periódico. Varias veces respondió con declaraciones públicas y otras con
cartas dirigidas personalmente al director de entonces, René Silva Espejo. Hubo algunas memorables,
como aquella en que le recordó que ambos —el Presidente de la República y el director del
periódico— seguían siendo los mismos. Sólo que ahora, en los inicios de la década del 70, éste ya no
podía huir por las calles, pistola en mano y al mando de sus tropas nazistas, correteado por las milicias
socialistas, con Chicho al frente.
Para el Presidente Allende, El Mercurio era un enemigo de mayor cuidado que los demás,
porque sabía explotar con maestría una veta que casi nunca falla: la vanidad, que en los políticos suele
abundar más que entre las vedettes de vidas nocturnas. Habría para escribir un volumen muy grueso
únicamente con las experiencias padecidas por políticos de variados pelajes que, ingenuamente, se han
dejado seducir por las columnas mercuriales, para después quedar gimoteando como cándidos
escolares.
Fue sobre este punto que machacó con tanta insistencia en la primera reunión ampliada que
celebró con el alto mando administrativo de su gobierno. Y que no pasó a la Historia porque la
grabadora de la OIR no funcionó.
No obstante, en esos mismos días se refirió a este tema en relación con los afanes de El
Mercurio por aplicar una vieja táctica: "Allende es bueno, los malos son los allendistas". A raíz de
esto, el Presidente Allende explicó públicamente:
—Han pretendido, con halagos, separarme de los partidos de la Unidad Popular. El agitador de
ayer es ahora un demócrata, dicen. El único que inspira confianza es el Presidente Allende, él es la
suprema garantía... ¡ahora! Pero antes era un agitador y un subversivo. Que lo sepan: hoy tengo una
firmeza revolucionaria mucho mayor que antes, porque ahora conozco más todavía el drama de mi
pueblo y de mi patria.
Dos años antes se había dado una satisfacción a medias: al fin pudo enfrentar cara a cara a los
directores de los principales diarios que encabezaron una campaña de desprestigio en su contra,
aprovechándose de que, como Presidente del Senado, viajó a Pascua y a Tahití para garantizar las
vidas de los cubanos que habían sobrevivido al desastre del Che Guevara en Bolivia.
En verdad, pocas veces la imagen pública de Chicho Allende estuvo más deteriorada que en
esos diez días que duró su viaje. Especialmente porque los diarios que jinetearon la campaña en su
contra utilizaron un arma formidable: el ridículo.
Fue un gran tema para la chismografía política de esos días. Por eso, el clima estaba propicio
para que el programa de televisión A Ocho Columnas alcanzara un alto nivel de audiencia... si lograba
enfrentar a Salvador Allende con los directores de los diarios que lo atacaban. En vivo y en directo, a
lo que saliera, sin agenda previa. Así fue, pero Chicho se quedó con un poco de gusto en la boca: la
silla destinada a El Mercurio no fue ocupada por Silva Espejo sino por el subdirector, Arturo
Fontaine.
Pasaron los meses, vino la campaña electoral y Chicho llegó a La Moneda. En honor a la
verdad más estricta, en muchas ocasiones recordó esa comparecencia suya en televisión y los
efectos positivos que, según él, había producido en los días en que se entretejían los acuerdos
políticos que dieron vida a la Unidad Popular y a su propia candidatura.
—Si no hubiera sido por ese programa del Negro... a lo mejor yo no hubiera llegado hasta
aquí, dijo varias veces.
Probablemente exageraba, pero lo cierto es que esa aseveración la hizo en numerosas
oportunidades. Precisamente en la noche siguiente a la de ese programa de televisión ocurrió esta
anécdota que relata el Negro Jorquera:
—Todo el mundo de la política comentaba el programa. Con dos colegas, de oficio y de
alma —Hernán Uribe y el Perro Olivares— seguimos analizándolo en mi casa. Ya era un poco
tarde y hacía frío. Como era de esperar, Uribe y Olivares me empezaron a criticar porque no tenía
ni un traguito de whisky. Y aunque hubiera dónde comprar, tampoco teníamos plata... El Perro
Olivares, a quien ya le decíamos "el primer chichista del país", nos había contado que Chicho se
encontraba en una reunión muy importante, en la que deberían definirse aspectos esenciales de su
empeño por ser candidato. Ya estábamos por sucumbir ante el pisco, cuando sonó el timbre de la
puerta de calle. Era Chicho, con una botella de whisky, cuidándola como si fuera un recién
nacido. Tenía esas cosas medio mágicas: ¿cómo pudo saber lo que más queríamos en esos
minutos? Nos explicó: Ahí dejé a esos viejos lateros hablando lo mismo de siempre. Apenas les
presté atención, porque lo que más quería era tomarme un trago con ustedes y comentar el
programa de anoche... Además, suponía que no tendrían whisky, así es que le arrebaté esta botella
al dueño de casa y me vine para acá, para que celebremos juntos.
—¡Qué bien estuviste anoche, Chicho!
—Así parece. Lo cieno es que tengo que reconocer que pocas • veces en mi vida me he
sentido más lúcido.
—¿Y eso por qué?
—Por la rabia que tenía por dentro... Pero los jodí delante de todo el país, ¿no es cierto? Así
es que... ¡salud!
Diez años antes se había dado otro gusto no tan grande, si bien bastante sabroso. Una
especie de aperitivo de ese programa de televisión. Estaba a pleno vapor la campaña presidencial
y Chicho Allende se perfilaba como un ganador bastante probable. El Mercurio había instituido
una suerte de ritual; invitaba a cada candidato a visitar el periódico y le ofrecía un buffet exquisito,
además de dedicarle una buena nota periodística. ¿Quién se iba a negar a ser distinguido con un
honor tan eminente? No sería raro que sobraran "salvadores de la patria" dispuestos a aceptar una
proclamación electoral, sabiendo de antemano que no sacarían votos ni para regidor, con tal de
recibir una invitación ilustre como la que brindaba el decano de la prensa nacional.
¡Tenía que venir el Chicho Allende a echar a perder ese récord! Claro, recibió la invitación
de parte de la dirección del periódico. Dijo que sí, que iría ese día y a esa hora a visitar el diario.
Y ahí estaba el estado mayor completo, todos vestidos de azul y saboreando de antemano la
sumisión del candidato de la izquierda.
Chicho apareció con el doctor Juan Varletta, su antiguo compañero del piuchén vecino de la
Casa de Orates. Rechazó las exquisiteces y les aclaró a los mandamases que no venía a hablar con
ellos sino con los trabajadores. Antes de que los caporales se repusieran, le dijo al doctor Varletta:
—Ya, Juan, vamos a los talleres. Señores, muy buenas noches.
Y entonces les habló a los prensistas, linotipistas, correctores de pruebas, chongueros, etc.,
explicándoles que su presencia en ese diario se debía a que quería dialogar con ellos, no con los
patrones que pensaron domarlo con un buen buffet.
Naturalmente, al día siguiente El Mercurio reseñó la visita, subrayando la "mala educación"
de quien pretendía asumir la primera magistratura de la Nación.
Casi un cuarto de siglo antes, Grove y los suyos no necesitaron de ágapes deslumbrantes. El
verdadero "banquete" se los brindó ese editorial del 9 de Junio de 1932.
Como recuerda Carlos Briones —quien ya en esa época de la República Socialista hacía vida
política activa— nada bueno podía esperarla "gente de orden" de parte de quienes, como tanto insistía
Marmaduque Grove, prometían estas tres cosas tan terroríficas: vestir al pueblo, domiciliar al pueblo y
alimentar al pueblo.
Bueno, tampoco significaba una gran novedad anunciar esos tres objetivos. Ni antes, ni entonces
ni después. Es que a Chile, desde que comenzó a perfilarse como país, le han venido prometiendo lo
mismo, que aparece tan fácil de enunciar y tan difícil de conseguir.
En ello empeñó su palabra el Frente Popular, en 1938, sólo que más sintéticamente: Pan, techo y
abrigo. Y no otras cosas, con palabras distintas, aseguraron perseguir los motores y promotores de la
Sociedad de la Igualdad, a mediados del siglo pasado. Esa trilogía principista que inspiró a la
Revolución Francesa fue la que quisieron proyectar aquí "igualitarios" de la estatura de un Francisco
Bilbao, un Santiago Arcos, un Eusebio Lillo, un José Zapiola o un Benjamín Vicuña Mackenna. Fue
por esas venas libertarias por donde corrieron los primeros acordes de la Canción Nacional.
Estos postulados duraron más que sus cultores y siguieron inspirando a los combatientes
sociales que el país ha venido apenando en cada una de sus instancias históricas. Están reflejados en la
larga carta que, el 21 de Junio de 1965, Chicho envió a sus hermanos de la logia Hiram 65,
renunciando a su calidad de masón y cumpliendo así con un acuerdo de un congreso de su partido que
declaró la incompatibilidad entre socialista y masón. Sus hermanos le rechazaron la renuncia por
unanimidad.
En este documento destina párrafos especiales a explicar el contenido que él asignaba a estos
tres principios medulares, no sólo de la Masonería, sino de todos los conglomerados sociales que
aseguran realzar, en su substancia doctrinaria, la preocupación por el destino del hombre. Sobre este
lema, dice la carta de Chicho:
"Hay que definir con vara actual los principios de libertad, igualdad y fraternidad para que surja
una sociedad exenta de alienaciones, eliminando la cesantía, abierta o disfrazada por los salarios
insuficientes; para que se evite la enfermedad suprimible; para que no se produzcan las muertes
anticipadas; para que exista un sistema de seguridad social funcionalmente correcto y eficaz en su
acción; para que se erradique el analfabetismo y para que se abra a todos el acceso a las anchas rutas
de la cultura en sus múltiples expresiones y creaciones; para que se reconozca el derecho a la vivienda
que llevan en sí todos los seres y para que el esparcimiento se encuentre al alcance de la generalidad,
tanto en el orden físico como en el espiritual y no represente, como hoy acontece, un privilegio
económico para los sectores que menos lo requieren por su vida grata cotidiana. Trasladados estos
conceptos al orden internacional, se eliminará el subdesarrollo de los países, se afianzará la paz y se
impondrá la igualdad de derechos entre los estados, más allá de las fórmulas organizativas o de su
poderío bélico".
Ya en 1932, la República Socialista reivindicó estos tres principios (alimentar, vestir y
domiciliar al pueblo), con una doble virtud: trató de llevarlos a la práctica de la manera más rápida y
explicó lo que entendía por "pueblo"... eso mismo que todos dicen representar y en nombre del cual se
cometen tantas cosas buenas, malas o peores.
En tal sentido, la República Socialista demostró una gran amplitud de criterio: abarcó a lodos,
no excluyó a nadie. Su Programa de Acción Económica Inmediata afirmó, de manera muy enfática,
que era "preciso reconocer que la incapacidad manifestada por los sucesivos gobiernos para resolver
los problemas tiene su origen en la pretensión de mantener el principio del liberalismo económico, que
sostiene la independencia de los individuos en las gestiones correspondientes". Más adelante,
puntualiza: "En la hora presente, corresponde a los gobiernos intervenir en la gestión económica a fin
de evitar las luchas entre los individuos, restablecer la justicia y la equidad en el sentido socialista y
regular la producción y el consumo en forma que garanticen la existencia de todos. En el programa
económico del gobierno deben consultarse simplemente las tres finalidades fundamentales e
inmediatas siguientes: alimentar al pueblo, vestir al pueblo y domiciliar al pueblo, entendiéndose por
pueblo el conjunto de los ciudadanos, sin distinción de clases ni de partidos. Como finalidad
económica para el porvenir, debe tenderse a mejorar, cada vez más, la forma en que se satisfacen las
necesidades fundamentales y a simplificar y perfeccionar los procedimientos para obtenerla, evitando
la fatiga y aliviando el trabajo de los hombres".
Obviamente, siempre Chicho Allende estuvo de acuerdo con estos anhelos; pero eso mismo lo
expresó de otra manera, sin invocar una ruptura abrupta del curso institucional—cuyo buen éxito
únicamente podía ser avalado por la voluntad de esclarecidos, por muy bien intencionados que
fueran— sino apelando alas propias fuerzas sociales que había sido capaz de engendrar el desarrollo
democrático chileno; es decir, evitando los riesgos de un vacío político que sólo podía ser llenado por
la violencia. En su primer Mensaje al Congreso Pleno así lo aseguró:
—Nuestra primera tarea es deshacer esta estructura constrictiva, que sólo genera un crecimiento
deformado. Pero, simultáneamente, es preciso edificar la nueva economía, de modo que suceda a la
otra sin solución de continuidad, edificarla conservando al máximo la capacidad productiva y técnica
que conseguimos pese a las vicisitudes del subdesarrollo: edificarla sin crisis artificialmente
elaboradas por los que verán proscritos sus arcaicos privilegios.
Quienes conocieron a Marmaduque Grove de cerca no tienen dudas de que hubiera estado muy
de acuerdo con estos propósitos de Chicho Allende, sólo que seguramente habría reclamado mayor
velocidad, aun a riesgo de estrellarse. Grove fue el líder de "las cosas sencillas". Es decir, de las que
todo el mundo entendía inmediatamente: por eso mismo es que resultó un socialista tan atípico: se
saltó todos los evangelios. Al extremo que no respetó ninguno de los versículos que orientan el
accionar de todo militante relativamente serio de la causa popular.
Y, sin embargo, Grove fue un líder. Auténtico, sin comillas.
A Grove lo seguían las bases socialistas. En cuanto a los cuadros, naturalmente tiritaban de
rabia. Pero tenían que tragarse al líder aunque no pudieran digerirlo.
¿Cómo podían tolerar a un líder que lucía una concepción tan personal del materialismo y
que, por sobre todas las cosas, sólo tenía una razón "capilar" para identificar a Marx: por las
barbas?
Claro: Oscar Waiss recuerda que, en una de sus intervenciones públicas, Marmaduque
Grove expresó:
—Yo no sé por qué se dice que nosotros somos materialistas. Eso no es verdad, camaradas.
Materialistas son los radicales y los demócratas (del Partido Demócrata, famosos por el buen
apetito), que viven preocupados de las pegas públicas.
Pero eso, con toda la gravedad que pudiera encerrar para un marxista ortodoxo, era de una
aguachenta palidez si se le comparaba con lo que acostumbraba responder cada vez que sus
propios camaradas le disparaban torpedos cargados en el más puro polvorín de la doctrina
marxista. El ejemplo que quedó más grabado en las memorias de los socialistas de entonces, y de
después, fue el raspacacho que le dio a Eudaldo Lobos, quien pocos años más tarde se destacaría
como un ingenioso y eficiente diputado socialista:
—Usted, camarada, se envenena con tantos libros de doctrinas. Yo no he leído nunca a
Marx. Lo único que he visto de él es ese retrato que está ahí, en la pared... ¡Por las barbas se nota
que tenía bastante edad!
De manera que si Marx no hubiera tenido barba, a Grove le hubiera costado mucho más
identificarlo. Que detalles como éste de las barbas adquieran, a veces, inusitada importancia,
puede corroborarlo uno que sí es marxista "convicto y confeso", tanto que para castigarlo —por
marxista, precisamente— casi agotaron el repertorio de condenas del Código Penal: Clodomiro
Almeyda.
Fue durante un breve período en el que, gracias alas gestiones del delegado de los presos,
Hugo Miranda, los carceleros de la Isla Dawson aceptaron que, en ciertas tardes solamente, los
confinados pudieran escuchar ilustrativas charlas impartidas por alguno de los tantos "jerarcas"
que tenían bajo su mando y a su disposición. Con perdón del profesor, al resto de los presos el
Lema no les interesaba mucho; más les interesaba la oportunidad de estar sentados sin que nada
les apuntara, como no fuera la atención que el expositor demandaba. Uno de estos fue Clodomiro
Almeyda, profesor experimentado, maestro de generaciones y cultor de la "macropolítica". El
problema fue que un uniformado se sentó en una de las primeras sillas para controlar que la charla
no traspasara los límites de lo permisible. Nada que pudiera oler a marxismo, ni revolución, ni
sindicato, etc., etc., etc.
Pero Almeyda dio su clase y, en el pedazo que le correspondió bajo la carpa que oficiaba de
aula, se paseaba exponiendo su lección, como todo catedrático respetable; a pesar de que, en esos
momentos, era nada más que una cifra: una letra y un número, como todos sus compañeros. El
lema tenía que ver con la sociología y, por tanto, estaba íntimamente vinculado ala política
contingente. Y varias veces se refirió al temido Marx, sólo que tuvo la precaución de no
mencionarlo por su nombre (hasta ahí no más habría llegado la clase) sino que siempre habló de
"el barbón de marras".
Todos entendieron la clase (entre los alumnos había marxistas tan terribles como el propio
Lucho Corvalán, Secretario General del PC), menos el "interventor", naturalmente.
Eran un tanto distintas las preocupaciones que tuvo Grove cuando, por motivos políticos,
también fue a dar a una isla. En esos años nadie pensaba en algún lugar tan inhóspito como
Dawson, en la antesala de la Antártica. Isla de Pascua, por lo menos, tenía mejor clima y para allá
mandaron a Grove, sin transición, no bien lo sacaron de La Moneda.
Y ahí, a su modo, puso a prueba su liderazgo, con resultados sorprendentes: estando
relegado en isla de Pascua sus partidarios —en tierra firme, por supuesto— lo designaron
candidato a la Presidencia. Su campaña fue tan sui generis que, seguramente, ahora hubiera
merecido el rechazo de cualquiera de los tantos expertos electorales que proliferan en torno de la
mayoría de los candidatos, sin importarles mucho sus posibilidades con tal de que cuenten con
fondos contantes y sonantes.
Para comenzar, esta campaña de Grove se hizo sin que el candidato estuviera presente. En
cambio, los que sí se presentaron fueron los correspondientes recursos de amparo, adecuadamente
frenados por los magistrados de turno, a fin de que el aislado candidato se demorara lo más
posible en volver a tierra. Al final, acogieron un recurso, pero surgió otro problema: un barco que
condujera a Grove donde sus electores lo esperaban. Hasta entonces, era solamente un candidato
"de oído" y así siguió hasta el día mismo de la elección. Porque, en vista de que ninguna
compañía naviera se atrevió a trasladar al explosivo pasajero, los grovistas de tierra firme
buscaron afanosamente cualquier bar—quichuelo capaz de navegar entre Valparaíso y Hanga—
Roa, ida y vuelta. Encontraron uno: el Castro. Le hizo bastante empeño, pero sólo consiguió
aparecerse de regreso en la tarde del día de las elecciones, cuando ya los votos los estaban
contando.
Así y todo, Grove salió segundo: 60 mil votos. Más que los que sacó Chicho en su primera
intentona de 1952.
Esto demostró que Grove efectivamente había calado en un sector muy amplio de la
esperanza popular. Y ello, no a base de doctrina, sino de "tinca", como él decía; más que eso:
porque hizo cuanto pudo por cumplir lo que prometió. Y esto fue lo que más impactó a Chicho, en
ese período en que estaba completando sus estudios de Medicina.
Nadie podría decir que los doce días de la República Socialista pecaron de improductivos.
Desde luego, las mujeres humildes que habían tenido que pignorar el único elemento de trabajo
con que contaban —sus máquinas de coser— en esas agencias de empeño que lucraban con la
miseria, no olvidaron nunca el decreto de ese gobierno, seguramente irrespetuoso con el sagrado
derecho de propiedad, que ordenó restituirlas a sus arruinadas propietarias. "La cosa simple",
como recuerda Carlos Briones, de contenido similar a la decisión de Mao Tse Tung, cuando
entregó frazadas a sus soldados para que pudieran resistir la "larga marcha".
Lo de las máquinas de coser fue sólo un episodio emotivo en esos turbulentos días de
socialismo prematuro. Porque el Programa de Gobierno consultó otras medidas que lo
sobrevivieron, al extremo que administraciones posteriores no se atrevieron a tocarlas y así
llegaron intactas hasta el gobierno de Salvador Allende. Y ellas fueron el basamento jurídico de los
mentados "resquicios legales", que los enemigos del Presidente Allende supieron explotar muy bien
publicitariamente, cuidándose de explicar sus verdaderos contenidos.
Hubo otras decisiones de la República Socialista que revistieron caracteres bastante
impresionantes, considerando la época en que se adoptaron. El inmediato reconocimiento del gobierno
de la URSS fue una de ellas; más espectacular todavía fue la orden de Grove para que la Base Aérea
del Bosque se constituyera en el cuartel general de las Fuerzas Revolucionarias Socialistas.
También se ordenó revisar los contratos con monopolios extranjeros, de los cuales ya estaban
profitando esos mismos que, irónicamente, hasta el día de hoy se siguen autotilulando "hombres de
trabajo".
Además, el Programa de Gobierno consultó la creación del Banco del Estado, la transformación
del Banco Central en instituto de emisión y depósitos del Estado y la fundación de Cooperativas de
Producción y Consumo, semilla de la futura Corfo.
Cuando Chicho ingresó al kindergarten partidista, había síntomas elocuentes de "schnakismo" o
"mattismo" en los corrillos intestinos de los incipientes socialistas. Pero, más allá de las mamparas
partidarias, lo que efectivamente hubo fue "grovismo", seguramente con más corazón que cerebro,
como el alessandrismo del año 20 y el ibañismo del 52. Y ello a Chicho le interesó como fenómeno
digno de estudiarse para extraer las debidas lecciones. Pero no como ejemplo a seguir: él era más
exigente, reclamaba conciencias antes que votos.
Aquella y otras explosiones de pasión popular se fueron diluyendo al cabo de pocos años. Con
el allendismo ha sucedido el fenómeno inverso, lo cual es diariamente comprobado por observadores
de todos los rincones del mundo y mensurado técnicamente por cualquiera de los sistemas que saben
detectar el exacto sentir de una mayoría nacional.
Derribar a Grove y al resto de los "republicanos socialistas" no costó mucho. Con Chicho la
misma tarea fue bastante más difícil y, por lo mismo, cruelmente más sangrienta.
A ambos los abatieron apelando al mismo pretexto: impedir que la Patria cayera bajo las garras
del comunismo.
Grove había llegado al poder derrocando a un presidente constitucional; Allende había
respetado pulcramente todas y cada una de las instancias constitucionales. Contra ambos se esgrimió
el mismo argumento: defensa de la Constitución.
A las 22. 30 horas del 16 de junio de 1932, Marmaduque Grove, luego de parlamentar con un
grupo de marineros, firmó su caída del poder y fue a dar a la Isla de Pascua. (Todo contra su voluntad,
naturalmente, pero sin muertos). A esa hora, suscribió un lacónico documento que decía así:
"Estoy llano a retirarme inmediatamente si es necesario, siempre que, reunidos los jefes y
oficiales de la guarnición, ante el Presidente de la Junta de Gobierno y en el sitio que él indique,
manifiesten tal deseo. He venido a servir los intereses de la República Socialista y no al comunismo,
como malévolamente se me quiere imputar".
Eugenio Malte Hurtado, en su carácter de Vocal de la Junta, agregó al documento la siguiente
frase: "Adhiero en todas sus parles a los expresado anteriormente por el coronel Grove".
Y cayó el telón y sobre el escenario chileno empezó a proyectarse una serie de variados
episodios hasta que, al poco tiempo, el país recuperó su punió normal de equilibrio.
A Chicho Allende tuvieron que cañonearlo desde tierra, bombardearlo desde el aire y sacarlo
muerto. Así culminó un proceso que se iniciara antes del asesinato del general Schneider y que fuera
creciendo día a día durante sus 3 años de gobierno.
Entre tantos factores previos al golpe mismo contra Allende, destacó el Plan Zeta, caso único en
la literatura criolla y tal vez mundial: un best seller del cual nadie ha reclamado su derecho de autor.
Una prueba más de cómo, a menudo, el talento criollo recibe el pago de la ingratitud... ¿O será que da
un poco de vergüenza reconocer la autoría de esa pieza literaria que fuera seriamente mencionada por
hombres maduros?
Mayor reconocimiento patrio ha tenido la versión acerca del impresionante destacamento
armado que, entre las sombras clan— destinas, se encontraba listo para masacrar nada menos que al
ejército completo cuando éste se encontrara en plena Parada Militar. Nunca ha sido realmente
precisado el contingente exacto de tal destacamento: algunos lo sitúan entre los 13 y los 20. 000
hombres, todos con entrenamiento militar de primera clase y armamento superior al del ejército. Sólo
así podía tener asegurada su victoria en medio de la Parada Militar. (Hay que tener en cuenta que,
además, tenía que noquear bélicamente a la Aviación, a la Marina y a los Carabineros; no hay para qué
agregar a Gendarmería).
No existe observador extranjero que no se sorprenda ante el hecho de que, transcurridos 16
años, todavía no se haya logrado la capitulación de este ejército tan peligroso —y cuyos integrantes
estarían plenamente detectados, con sus nombres de pila y sus correspondientes chapas— y aún más,
que ese armamento "poderoso y sofisticado" haya podido desaparecer de un territorio celosamente
vigilado como fuera el de Chile, desde antes de la muerte del Presidente Allende. Del Plan Zeta nadie
volvió a hablar. En cambio al "ejército clandestino" no le han faltado cultores. De cuando en cuando,
algún medio de comunicación registra la declaración de alguien que, a falta de argumento
relativamente sensato, arguye la existencia de este ejército numeroso y bien armado, que muchos
aseguran presentir pera que nadie ha conseguido ver jamás. Caso único en el mundo. Ni los más
respetados estrategas, Clausewitz incluido, concibieron nunca un fenómeno bélico tan sui generis.
Porque no resulta muy laudatorio para los altos mandos castrenses el hecho de que se les haya
esfumado un ejército enemigo tan numeroso y bien pertrechado. ¡Y en tierra chilena, para peor!
No obstante, pareciera que algunos "batallones" sí fueron detectados y aniquilados, de acuerdo
con las normas de todas las guerras. El de Lonquén podría ser uno de tales batallones, o tal vez aquel
que fuera derrotado en ese arriesgado combate a la salida de un colegio... ése pues: esa gesta conocida
mundial—mente como la de los "profesores degollados".
¡Hay que ver cómo sería el tremendo poder bélico de ese ejército que logró introducir su
armamento en el lugar más aislado y vigilado de Chile: Isla Dawson!
Ahora ya puede confesarse la verdad, el país tiene derecho a saberla, especialmente aquellos
chilenos que no habían nacido o eran muy niños e inocentes en esos años de 1973 y 1974. La verdad
exacta es que ese armamento no fue introducido en la Isla Dawson. Peor aún: fue elaborado por los
propios jerarcas prisioneros, aprovechándose de la bondad y espíritu cristiano de que hicieron gala los
destacamentos que los custodiaban, día y noche. Lo que pasaba era que éstos usaban armamento
convencional, especialmente ametralladoras. Los jerarcas, en cambio, apelaron a unas piedrecitas
negras y muy duras, las cuales empezaron a rayar con unos alambritos de alrededor de 10 centímetros
de largo, arrancados subrepticiamente de los propios somieres que les habían proporcionado sus
custodios. ¡Ah, y esos alambritos tenían las puntas muy filudas, que conste!
Entonces los jerarcas comenzaron a grabar, en las tales piedrecitas, las iniciales de sus esposas,
hijas, madres, en fin, de sus "cómplices" ubicadas en el propio territorio nacional.
Y éstas, acatando ese plan marxista, comenzaron a su vez a hacerse prendedores y aretes con las
tales piedritas, en abierta burla del toque de queda y los estados de emergencia. Como era de esperar,
surgieron autoridades castrenses que demostraron una habilidad muy superior y develaron este
"petrocódigo" que no podía sino corresponder a una operación de inteligencia altamente refinada y,
por ende, sumamente subversiva.
Es que sólo mentes marxistas irremediables podían concebir un plan terrorista tan siniestro. [Si
era cuestión de imaginarse, nada más, a una señora o a una niñita con esas piedritas colgando de su
cuello o prendidas en sus orejas!
Sí, pues: así fue de grave esta maquinación.
Un coronel de apellido germano se constituyó de improviso en el escenario mismo. Aterrizó en
la Isla Dawson y ordenó un minucioso allanamiento. Violento, por supuesto. Las cosas no estaban para
bromas.
¿Cómo no temer, por ejemplo, una "operación tenaza", con un flanco dirigido por don Edgardo
Enríquez y el otro por Julito Palestro? ¿Y todos esos marxistas embistiendo a las tropas, alambrito en
mano?
El coronel, con tantas estrellas en su uniforme como una botella de buen vino en su etiqueta,
una vez que aseguró su victoria— y sin tener que lamentar ninguna baja en sus filas— hizo formar a
los presos, se encaramó en una tarima y desde ella, con voz estentórea, lanzó una tremenda arenga.
Cómo sería su potencia oratoria que atravesó el Estrecho de Magallanes y se convirtió en noticia
destacada en los diarios de Chile y de otros países.
Es claro que ello aumentó la angustia de los familiares de los jerarcas. Porque bien se sabía la
suerte que corría cualquier persona que fuera acusada de portar armas. Felizmente, esta gesta no fue
sangrienta, lo cual hizo mucho más meritorio el triunfo de aquel coronel émulo de Patton.
No sería de extrañar que los expertos estrategas de la OTAN y del Pacto de Varsovia, juntos o
cada uno por su cuenta, decidan al fin enviar a Chile una misión de especialistas para que analicen, en
el terreno mismo de los hechos, los detalles de esta victoria militar que, probablemente por motivos de
Seguridad Nacional, todavía se mantiene en penumbras.
Desde luego, pudieran analizarlos aretes y los camafeos. Y así formarse una idea más o menos
aproximada de los peligros a que el país y el resto del continente estuvieron expuestos.
Hay que aclarar, eso sí, que sólo podrían examinar las piedritas: no los tarros de conservas que
los familiares habían enviado a los jerarcas. Y que, del mismo modo, tienen que haber encerrado un
tremendo poder explosivo, porque fueron celosamente requisados también.
Los triunfadores, en un gesto que todavía la historia no ha registrado como se merece, se
arriesgaron temerariamente y, tal vez en nombre de la Patria, supieron dar buena y rápida cuenta de
ellos. Si después explotaron, sería por razones heroicamente gástricas.
Un gran festín, pero de otro calibre, se hubieran dado los cerebros golpistas de 1973 con los
planes, abiertamente confesados, de los revolucionarios de 1932. Para comenzar, no habrían
necesitado afanarse tanto investigando por aquí y por allá: bastaba con darse una vuelta por la Casa
Central de la Universidad de Chile.
Y con el Manifiesto, redactado por Oscar Waiss y Manuel Contreras Moroso, no hubieran
tenido para qué agotar sus neuronas con "planes zeta" ni de ninguna otra letra. Porque ahí estaban los
siniestros personajes (los "jerarcas" de entonces), vivitos y coleando. Tanto, que la mayor parte del
tiempo se la pasaban en enardecidas asambleas.
Sin embargo, lo más temible no era eso, sino el hecho de que hubieran tenido la osadía de
organizar el CROC: Consejo Revolucionario Obrero y Campesino, timoneado por un comité de 9
miembros y presidido por el jefe de los comunistas, Carlos Contreras Labarca.
Y en prueba de su decisión revolucionaria inconmovible, este CROC creó los soviets en la
propia Casa Central. Entonces, hubo una sala que se bautizó Soviet Agrícola, otra Soviet Obrero, otra
Soviet Estudiantil y así por el mismo estilo.
Un problema bien preocupante fue que el Partido Comunista no tenía sede. Grave deficiencia,
que entorpecía el proceso revolucionario. Alguien tenía que pagar el pato de la boda. Les tocó a los
protestantes. Tenían su Iglesia en Nataniel esquina de Alonso Ovalle; muy cerca, pues, del lugar donde
se estaba decidiendo la suerte del país y acaso también de la humanidad. Ante una responsabilidad
histórica tan abrumadora, el PC no tuvo el menor tapujo en "tomarse" esta Iglesia, para que
funcionaran en ella las dos únicas células que tenía en Santiago.
Por esta vez, los protestantes decidieron que era más prudente no protestar.
Entre este maremágnum de detalles curiosos, no dejó de aparecer extravagante la circunstancia
de que el belicista CROC no apoyara a la República Socialista. Aún le parecía poco lo que ésta había
hecho y prometía hacer. Según recuerda Oscar Waiss: "A la revolución grovista la considerábamos
inoperante y burguesa". Por tal razón, redactaron aquel Manifiesto con "siete puntos esenciales", cada
uno de los cuales hubiera hecho las delicias de esos laboratoristas de pretextos para hacer más
presentable el golpe militar que derribó a Salvador Allende.
De la siguiente laya eran las medidas que el CROC exigió perentoriamente al gobierno
socialista: "La Junta Revolucionaria debe armar a los trabajadores, reconociendo sus comités y
entregándoles armas para formar la Guardia Revolucionaria"; exigió también "la entrega del control de
las Fuerzas Armadas a las clases, lo que se ejecutará por medio de asambleas de soldados y
marineros... la Junta Revolucionaria debe proceder de inmediato al desarme efectivo de las Guardias
Blancas, cívicas, reservistas y de bomberos... socialización de los medios de producción,
expropiándolos sin indemnización, y entrega de la tierra a quienes la trabajan; destrucción de la
industria bancaria y creación del Banco del Estado... "
Así y todo, un argumento puede esgrimir a su favor el estado mayor del CROC: por lo menos,
hizo un esfuerzo por practicar lo mismo que proponía. Que no lo haya conseguido, eso es otra cosa;
pero harto empeño le hizo.
Para comenzar, dos días después de instalada la República Socialista, se apersonó en La
Moneda una delegación de los dirigentes más apresurados por implantar el socialismo de una vez por
todas. La verdadera crónica de esos días registra que, entre otros, fueron Tomás Chadwick, Oscar
Waiss, Pablo López y Carlos Videla. Con dos cosas se conformaban, por el momento: aviones para
recorrer el país y armas para que los obreros apuntalaran el ya anunciado "poder popular".
Dos peticiones nada más. Total, en el pedir no hay engaño...
Lo de los aviones no fue muy problemático. Osear Schnake les consiguió dos: uno para el norte
y otro para el sur. Viajaron dirigentes estudiantiles y obreros a proclamar la buena nueva.
En cuanto a lo de las armas, el problema era más peliagudo. Pero Grove tranquilizó a los
peticionarios diciéndoles que no debían preocuparse, porque los militares le habían dado su palabra de
honor de que jamás dispararían contra el pueblo. Así lo testimonia Oscar Waiss en sus Memorias.
A Grove le pidieron armas de una manera clara y categórica, A Chicho Allende parecería que
también, a juzgar por las declaraciones que —después de su muerte, naturalmente— se han escuchado
de boca de algunos afiebrados. Lo que puede asegurarse con toda firmeza es que, si hubo alguien que
creyera que el Presidente Allende tenía armas para repartir a quien se las pidiera, jamás se atrevió a
planteárselo de una manera relativamente sensata.
Es que si hay algo realmente serio en un gobierno que aspira a abrirle caminos a una nueva
sociedad, es este asunto de las armas. Y, por alguna extraña razón, cuando menos se necesita brota por
ahí algún calenturiento pontificando sobre esta cuestión con la misma soltura de cuerpo con que hace
cabriolas con líneas políticas inviables.
Fueron muchas las conversaciones íntimas de Chicho, ya de Presidente, con sus amigos de
confianza en las cuales, con amarga ironía, se concluía en lo bueno que sería que algunos partidos y
grupos políticos incluyeran en sus programas de formación de cuadros cursos realmente serios acerca
de este tema de las armas. Ya que nunca faltaban los que se creían, y a lo peor se siguen creyendo, que
porque portaban una pistola, y aun una metralleta, ya estaban "armados" para la revolución. Si a ello
se le agregaba el cambio de nombre (la chapa) y las consabidas gárgaras con ciertas palabras o giros
del argot super—jacobino, quedaba listo el "revolucionario".
La experiencia amarga de Chile y de muchos otros países demuestra, sin embargo, que lo
anterior no es exclusividad de la izquierda. También sucede en la derecha. Si más de quince años
después de la muerte de Chicho Allende hizo su aparición en el primer plano de la escena criolla un
dirigente político con dos nombres al mismo tiempo. Es bien probable que sea el único caso conocido
en la era de la electrónica... Y más notable aún, tratándose del presidente de una colectividad política
de extrema derecha que jura y rejura ser un sólido sostén del gobierno militar. Sería toda una desgracia
histórica que las generaciones del futuro resultaren privadas de saber cómo fue que realmente se llamó
tan insigne defensor de los valores patrios.
Es que en este tema de las armas surgen inevitablemente algunos problemas que, para algunos,
son meros detalles burgueses; como, por ejemplo, el hecho de que las armas supongan balas. Y una
de las características de las balas es que no sólo "van" sino que también "vienen". Con el
agravante de que vienen para quedarse.
Dándole vueltas a este punto, en conversaciones con colaboradores de toda su confianza, el
Presidente Allende decía que no podía comprender cómo había algunos compañeros que
demostraban tanta lucidez para plantear fórmulas que resolvieran complicados intríngulis políticos
y que, al mismo tiempo, revelaran tanta testarudez para entender algo tan simple como este asunto
de las armas. Fueron pocos, felizmente, y no llegaron a determinar nada importante. Pero sí
resultaron útiles para manchar la fachada del gobierno de Allende.
Entonces, Chicho le pedía a Augusto Olivares que repitiera, por enésima vez, el cuento del
español y las balas:
—A ver, Perro, ¿cómo decía el español de tu cuento?
Y el Perro Olivares volvía a repetir el caso de ese español que consideraba a las balas como
unos objetos muy bonitos y hasta decorativos. "Lo malo —reflexionaba— es la prisa que traen".
Resulta amargamente pintoresco, por decirlo de alguna manera piadosa, que aquellos que
critican la gestión presidencial de Salvador Allende porque no armó al pueblo se queden en el
simple reproche. Dieciséis años después de que él se enfrentara a los cañones, ninguno de estos
teóricos ha dado a conocer la fórmula que, según ellos mismos, debió haber aplicado desde La
Moneda. Es curioso que guarden tan herméticamente esta receta, dejando al resto de la humanidad
en el oscurantismo más completo.
Porque, extremando al máximo la imaginación, si se partiera de la base que el Presidente
Allende efectivamente contaba con armas suficientes para distribuirlas a todos cuantos estuvieran
decididos a combatir, surgiría de inmediato un problema práctico, casi doméstico: ¿cómo podía
hacerlo? ¿Por cuotas de partido: a tal partido tantos cañones? ¿Por sindicatos: a este tantos
tanques, a este otro solamente bazucas? Siguiendo con tal ejercicio de política—ficción, resultaría
inevitable concluir que, por fin, todos los partidos y organizaciones que respaldaban la "vía
chilena al socialismo" habrían llegado a un acuerdo en algo realmente sustancial, como sería
aceptar una determinada cuota de armamento, sin importarle que fuera menor que la asignada a
otro. Superado este escollo, brotaría automáticamente uno nuevo: ¿cómo repartir las dichosas
armas? ¿en camiones que recorrieran la ciudad, en supermercados o entregando vales, como las
cuotas de bencina en la década de los años 40?
Y, desde luego, todo este operativo nacional debería llevarse a cabo en la clandestinidad
más completa, de manera que no se diera cuenta nadie que perteneciera a alguno de esos
organismos castrenses que no tienen humor para esta clase de juegos.
Es que, para Chicho Allende, este asunto de la vía armada, más que una línea política, era
—y es— una cuestión de ética. Tiene que ver con el fuero íntimo de quien la plantea. Porque,
primero que nada, éste debe estar dispuesto a entregar su propia vida. Como varias veces se
comentó informalmente en La Moneda, la cuestión se parece al paracaidismo en que no tiene
punto de retorno. Se lanza al vacío y, si el paracaídas no se abre, ya no es posible regresar al
avión. Por eso, no es sólo una línea política más, porque, si fracasa, no resulta muy digno
reconocer: "Me equivoqué, pensemos en otra cosa". Habría que recurrir al espiritismo para que
una explicación de esta naturaleza tuviera un mínimo de valor respetable. Porque una "autocrítica"
así sólo podría adquirir dignidad si proviene de la otra vida.
A este respecto, resulta curioso observar cómo algunos que se proclaman seguidores del
ejemplo del Che Guevara prefieren hacerse los desentendidos respecto de lo que tantas veces
dijera a propósito de la lucha armada: "o se vence o se muere". Y el Che ya se había conquistado
un puesto en la Historia y también tenía hijos, esposa, madre, padre, una profesión liberal y
efectivo poder demando, ganado combatiendo, por los demás. ¡Si hasta sufría de asma... una
enfermedad más respetable que la jaqueca o aquellos stress tan oportunos!
Lo que pasó con el Che fue muy simple: fue consecuente. Igual que Chicho.
El gobierno de Allende iba en la mitad, más o menos (enero de 1972), cuando una tarde se
congregó una gran multitud en la Plaza de la Constitución, frente a La Moneda. La gente se juntó
con rapidez, motivada por una decisión que acababa de adoptar la mayoría del Congreso: la
suspensión de José Tohá como Ministro del Interior (Chicho Allende retrucó designándolo
Ministro de Defensa). Desde el balcón de la Secretaría Privada, el Flaco Tohá habló a los miles de
manifestantes. Pero éstos empezaron a exigir que también hablara el Presidente, quien estaba
redactando un documento con su Secretario de Prensa. Sin embargo su atención iba registrando
cada uno de los gritos que se imponían sobre los demás. Cuando ya se hicieron notoriamente
dominantes aquellos que reclamaban "mano dura" y "armas para el pueblo" no se contuvo más.
Pidió un micrófono y salió a uno de los balcones de su despacho. De cara a la multitud, analizó la
situación de esos instantes y, entre otras cosas, subrayó:
— Qué fácil es gritar: "¡Hay que armar al pueblo!" ¡Qué me costaría a mí decirlo... si me
dejara arrastrar! Pero, compañeros, mediten la historia, vean los ejemplos. Comprendan que las
revoluciones no se hacen en función de un verbalismo que no tenga como arraigo la fuerza
consciente, la voluntad disciplinada.
Gritos similares habían arreciado, un mes antes, en el Estadio Nacional, con motivo de la
despedida a Fidel Castro. También entonces el Presidente Allende se dio por aludido y salió a
torear el miura del ideologismo que asomaba por la puerta izquierda:
— A los compañeros militantes de otras fuerzas que no están en la Unidad Popular, y que
son revolucionarios, yo les digo que queremos con ellos el diálogo, el entendimiento. Y, si no hay
entendimiento, entonces la discusión pública, doctrinaria, para saber quién y quiénes tienen la
razón y cuál es el camino que debemos seguir. Jamás, si me niego a usar la fuerza contra los
enemigos de clase, ¿cómo podría imaginarme que tenga que usar la violencia contra quienes son
revolucionarios? ¡Compañeros militantes de la izquierda revolucionaria: entiendan la
responsabilidad que exige la hora que vive Chile y lo que representa la auténtica unidad de todos
los revolucionarios!
Sin embargo aquello no encerraba ninguna novedad. Cualquier gobierno, por monolítico
que parezca, antes de instalarse comienza a padecer el revoloteo de los halcones y de las palomas.
¡Ojalá el de Chicho Allende hubiera podido ser una excepción! Pero eso era esperar lo imposible.
Más aún, teniendo en cuenta que, desde antes de que se iniciara y hasta el día mismo de su caída,
estuvo en la mira de quienes sí tienen armas de sobra.
El triunfo electoral de Chicho Allende, en 1970, había despertado una euforia popular pocas
veces vista. Con un comportamiento en las calles que demostró un respeto cívico no superado.
Pero por los albañales de esa alegría multitudinaria ya venían corriendo las aguas servidas de un
golpe sangriento.
En aquellos días, todavía no estaban tan difundidos males como el stress y el "bajoneo".
Quienes debían sobrellevar cuotas de responsabilidad gubernativa solían agotarse de cansancio
puro y simple y de sobresaltos justificados. Chicho Allende era el pararrayos en que convergían
las mayores tensiones. Y con una preocupación predominante: impedir una masacre. Lo cual
requería, entre otras cosas, bajarle el volumen a quienes creían que la simple voluntad,
retóricamente aderezada, puede suplir la potencia de las fuerzas sociales.
No deja de lucir su buen barniz de ironía el hecho de que la República Socialista de 1932,
que en todos los tonos insistió en que efectivamente con ella llegaba de sopetón el socialismo,
haya sido aventada sin que sonara un tiro. Y que el gobierno de Allende, que siempre sostuvo que
su aspiración se limitaba solamente a abrirlas vías hacia el socialismo, haya sido cañoneado y
bombardeado en la forma en que lo fue.
"Aquí podemos hacer la revolución por los cauces que Chile ha buscado con el menor costo
social, sin sacrificar vidas y sin desorganizar la producción", puntualizó Chicho Allende, en el
primero de los tres Primeros de Mayo que celebró como Presidente de la República.
Y, durante todo su mandato, insistió en los tres factores esenciales de la "vía chilena al
socialismo": en democracia, pluralismo y libertad.
Chicho jamás pensó en decir lo que Grove aseveró en muchas ciudades y pueblos de Chile.
Carlos Briones lo recuerda:
—En las giras por provincias pude comprobar cómo los carabineros se le cuadraban a
Grove. Y él les decía: "Vamos, compañeros, ¡aquí está el socialismo!"
Y Grove no lo decía por demagogia sino porque realmente así lo sentía. Quienes lo
conocieron entre bastidores concuerdan en que "era muy particular para sus cosas".
Tan particular debe haber sido que tuvo la ocurrencia de tratar de implantar el socialismo...
dando el ejemplo. Que haya socialistas con gran pericia para distribuir los bienes de los demás no
constituye ninguna novedad. En torno de este punto surge una infinidad de tendencias, corrientes,
vertientes y "percepciones" que se disputan el título de cuál lo sabe hacer mejor y más rápido.
Pareciera, sin embargo, que el asunto pasa de castaño a oscuro cuando se trata de los bienes
propios,
Por fugaz que haya sido el poder que tuvo Grove, en un instante fue mucho. A pesar de lo
cual supo morir como uno más de aquellos desamparados en cuyo nombre actuó y a quienes
siempre quiso representar.
—Nunca olvidaré—dice Carlos Briones, haciendo esfuerzos por disfrazar su emoción—
cuando con Salvador fuimos a visitar a don Marma... Estaba en una mediagua del Hospital Militar
y en pleno invierno, con un frío tremendo. ¡Y pobre, pobre... pobre como una rata!
Tal vez sea ésta la secreta razón que explique por qué, entre la soldadesca revolucionaria,
hayan surgido como callampas algunos "comandantes", pero todavía ningún "comodoro".
Aunque, técnicamente, comodoro sea más que comandante. Es decir: manda más. (Un
comandante debe darle cuenta aun comodoro y no al revés). Como en el campo de la civilidad
proclive al socialismo parece que fuera posible hacer una carrera política tan meteórica que, de
militante sin grados, se llegara de un golpe a comandante, saltándose todo el escalafón intermedio,
sería cuestión de que alguien lo decidiera por su cuenta y, en vez de comandante, se proclamara
comodoro. Así de fácil.
Y sus seguidores pasarían a integrarla corriente —o partido— de "los comodoros". Lo malo
sería que, por definición, estarían obligados a ubicarse más a la izquierda de "los comandantes",
que ya están al borde del abismo.
Ya antes de que Chicho Allende llegara a La Moneda, había algunos "comandantes"
adornando el escenario. Fueron muy escasos y uno de los que alcanzó cierta nombradía fue aquel
que organizó a unas madres muy pobres que estaban realmente desesperadas porque no tenían
dónde vivir. Las condujo marchando hasta la Alameda y les "pasó revista", como había visto
hacer a los militares de verdad. En seguida, "se tomó" la estatua de Baquedano para disparar una
vibrante arenga llamando a la rebelión social.
Esto no debería haber pasado más allá de la simple anécdota, pero, fue registrado con tinta
roja por los custodios del orden. Y en una entrevista privada que tuvo Chicho, en su casa de
Guardia Vieja, con el Director y el Subdirector de Investigaciones, horas antes de asumir el poder,
éstos tuvieron la ocurrencia de atribuirle algún grado de responsabilidad por tal desacato al
General Baquedano.
Por esos mismos días, los también "combatientes" de Patria y Libertad se habían tomado, a
su vez, la estatua de Manuel Rodríguez y las autoridades policiales no se dieron por enteradas, a
pesar de que la acción se divulgó por todos los medios. Entonces, Chicho Allende se interesó en
saber por qué, para los altos mandos de la policía civil, lo que era desacata en contra de un héroe
no lo era en contra del otro. En ese contrainterrogatorio, perdió la policía: no supo qué responder.
En todo caso, el problema en aquellos instantes no se centraba en las estatuas que, por lo
demás, eran lo suficientemente resistentes como para soportar, sin quejarse, el peso del heroísmo
de tan aguerridos comandantes, de uno y otro extremos.
También, en los clandestinos preparativos de la República Socialista del 32, estallaron bien
intencionados revolucionarios que propusieron objetivos muy concretos para ser incluidos entre
las primeras medidas que debería adoptar el nuevo gobierno.
René Frías Ojeda recuerda la "ingenuidad enternecedora" de Zacarías Soto, por ejemplo.
Antes de su intervención "consagratoria'' en los conciliábulos que tenían lugar en el departamento
de Eugenio Matte Hurtado, se había hecho notar que, si de implantar el socialismo se trataba, lo
menos que se podía hacer era reclutar a algunos dirigentes que fueran realmente obreros por los
cuatro costados. Uno de ellos fue quien hiciera la proposición que obligó a extremarlos
argumentos en favor de la buena conducción de esa revolución todavía en agraz.
Tenía que ver con la Alameda de las Delicias. Entonces, la avenida principal de Santiago no
sería deliciosa pero, por lo menos, era alameda. Es decir, estaba flanqueada por álamos, al lado de
los cuales corrían sendos arroyuelos donde los muchachos, y algunos no tan muchachos,
acostumbraban jugar a las carreras de palitos y buquecitos de papel. Los tales álamos daban
sombras solamente, además de hermosear el paisaje, por supuesto: pues la proposición de marras
consistió en que el gobierno socialista que se gestaba debería demostrar de inmediato su
sensibilidad social echando abajo esos álamos y suplantándolos por árboles frutales, de manera
que el auténtico pueblo tuviera acceso, fácil y directo, a las frutas que, por razones crematísticas,
sólo podía divisar en los puestos de venta.
No fue muy buena la acogida que encontró esa proposición. No por injusta sino más bien
por inaplicable. Aunque, en términos concretos, "desalamar" la Alameda hubiera demandado
menos trabajo —y menos riesgos, además—que conseguir los balances auténticos de una
compañía salitrera. Y aquello equivaldría sólo a una parte del problema, porque, luego, lo más
probable sería el desencadenamiento de la inevitable discusión teórica acerca de cuáles deberían
ser los frutales dignos de ser plantados. Con la consiguiente división, por supuesto, entre los
"peristas", los "manzaneros", etc. Y más aún: había que esperar a que aparecieran las frutas y
tuvieran tiempo para madurar.
Y este era uno de los elementos que más necesitaban los nuevos gobernantes: tiempo.
Apenas consiguieron doce días.
Ya fuera del gobierno, sí tuvieron tiempo suficiente para acometer una empresa de largo
aliento: crear un partido político. Se desató, entonces, una verdadera tempestad de discusiones
referidas a quiénes deberían formar parte de este destacamento ideológico. Más que masas, se
buscaban cuadros, es decir, militantes debidamente pertrechados del arsenal doctrinario capaz de
constituir la espina dorsal del movimiento que ayudara a bien morir a una sociedad injusta y, al
mismo tiempo, oficiara de partero de la que estaba brotando en sus entrañas.
Con este cautivante motivo surgieron algunos círculos secretos integrados por quienes
estaban hermanados por una misma pasión: organizar un partido que fuera la herramienta política
que operara como viga maestra en la instauración de una sociedad socialista.
El partido socialista propiamente tal ya existía, sólo que no conformaba a muchos de sus
dirigentes y militantes. Por eso nacieron esos círculos enigmáticos. El objetivo central fue
conseguir la completa afinidad ideológica.
Uno de los que alcanzó a lograr cierta penetración entre los universitarios y los noveles
integrantes de la Juventud Socialista fue el Gran Círculo. Para hacerlo más misterioso todavía,
solamente se le conocía por sus iniciales: el Ge Ce. Sus principales inspiradores fueron René Frías
Ojeda, Orlando Millas, Carlos Botti, Guillermo Villarroel, Raúl Cañón Artigas, Juan Maluenda,
Enrique Rossel.
Esta iniciativa no les gustó a los jerarcas del partido y hasta ahí no más llegó el Gran
Círculo. Prefirió disolverse.
Por su parte, los altos dirigentes sintieron la misma inquietud y apelaron a un recurso
similar, sólo que más ambicioso, puesto que ya no se conformaba con implantar el socialismo en
Chile sino que, además, aspiraba a extenderlo por el resto del continente.
Persiguiendo esa meta nació la Logia Bolívar de los Libertadores de América. Fueron trece
los que se pusieron de acuerdo para crearla. Un sentido cabalístico que presidió su existencia,
desde el instante mismo de su nacimiento. De la elaboración de su intrincado ritual se encargó
Manuel Eduardo Hübner, quien ya se destacaba por la frondosidad de su imaginación, de la cual
hiciera gala en la literatura y en la política.
La primera tarea que asumió cada uno de los trece del Gran Consejo fue mandarse a hacer
un capuchón negro, semejante a un dominó. Con un número blanco, bien grande, en el pecho y
dos agujeros para los ojos. —Yo era el número once —recuerda Oscar Waiss— y el número uno
correspondió a Marmaduque Grove, con el título de Gran Libertador.
Los once restantes fueron: Manuel Eduardo Hübner, Osear Schnake, Manuel Hidalgo, Enrique
Mozo Merino, Julio Barrenechea, el coronel Hormazábal, Humberto Mendoza, Quiteño Chávez, Jorge
Neut Latour, Jaime Vidal Oltra y Eugenio Orrego Vicuña.
Sólo ellos se conocían entre sí. Nadie más, ningún profano podía penetrar este núcleo tan
hermético. Por eso fueron siempre muy cuidadosos para reclutar a quienes consideraban
suficientemente capacitados para pertenecer a esta Logia de tan ambiciosos propósitos libertarios.
Luego de meticulosas averiguaciones, se detectaba a un eventual miembro. Si, tras
mantener con él una serie de conversaciones un tanto oblicuas, para no violar la rigurosidad del
secreto, se concluía que reunía las condiciones exigidas, se le citaba a una hora determinada de la
mañana en el Puente del Arzobispo, uno de los que cruza el Mapocho.
Ahí tenía que estar el recluta, sin que supiera muy bien hacia dónde sería conducido. A la
hora indicada, se detenía frente a él un automóvil, de ésos de aquella época, que se recalentaban
solos y andaban a empujones. Pero avanzaban. El recluta se sentaba en el asiento trasero y tenía
que permitir que le vendaran los ojos. En seguida, el auto comenzaba a dar vueltas por muchas
calles, a fin de terminar de desorientar al candidato que, a lo peor, no lograba superar la prueba de
iniciación. Santiago no era tan grande, en esos años, como para que el auto tuviera muchas calles
transitables por dónde encubrir sus huellas. Pero así lo exigía el ritual y había que cumplirlo
religiosamente.
Cuando ya se suponía que el recluía estaba convenientemente mareado, el auto endilgaba
hacia la Cordillera. Concretamente rumbo a Lo Barnechea, donde Jaime Vidal Oltra y Jorge Neut
Latour tenían hermosas parcelas vecinas.
En un amplio comedor iluminado por cirios, el Gran Consejo, muy encapuchado, esperaba
al recluta, quien debía sentarse en una silla, al centro de quienes él todavía no podía ver. Así,
oyendo pero a ciegas, debía prestar el juramento consagrado en el Reglamento elaborado por
Hübner,
Y al final, el Gran Libertador (Grove) decía, con estremecedora solemnidad:
—Ahora nos conoceréis. Al tercer golpe del mazo caerá vuestra venda. ¡Ay de vos si nos
traicionareis!... De la Logia Bolívar de los Libertadores de América sólo se sale por el camino de
la muerte.
Y venía el tercer golpe del mazo que autorizaba al iniciado para sacarse la venda. Todavía
Oscar Waiss llega a llorar de la risa cuando se acuerda de los gestos de asombro que hacían los
"iniciáticos" cuando volvían a ver. Hubo algunos que casi se desmayaron. Waiss asegura que
Astolfo Tapia Moore, que llegaría a ser una gran figura del socialismo, se fue de espaldas cuando
se quitó la venda.
Y sucedió una vez que los trece encapuchados del Gran Consejo no se fueron ellos de
espaldas únicamente porque estaban sentados. Y el más impresionado de todos resultó el propio
Gran Libertador, tanto que estuvo a punto de pegarle con el mazo, no a la mesa, sino a la cabeza
del número once, Oscar Waiss. Por haber llevado a ese altar del misterio conspirativo a un recluta
tan desubicado como el que tenían al frente y quien, una vez cumplido todo el ceremonial de
rigor, ya estaba a punto de recuperar la visión, Waiss sostenía que el candidato había sido muy
bien elegido. Era nada menos que Luis Solís, jefe de los sindicatos que podían operar dentro de la
legalidad.
Conviene tener presente que solamente los miembros del Gran Consejo estaban autorizados
para detectar posibles reclutas. No se trataba tampoco de andar buscando catecúmenos por lotes,
sino que toda la operación de reclutamiento debía someterse al más estricto de los sigilos. Por lo
pronto, al reclutador le estaba terminantemente prohibido revelar su condición de miembro del
Gran Consejo. Lo más que podía confesarle al neófito era que estaba en condiciones de servirle de
nexo para que entrara en contacto con la dirección de la Logia. Si el candidato seguía luciendo sus
buenas condiciones, entonces el reclutador le prestaba sabio asesoramiento para que pudiera salir
bien en la Prueba de Aptitud Revolucionaria que debería rendir en un lugar que no podía serle
revelado. En medio de este curso de adiestramiento, Solís le preguntó a Waiss si sería bien visto
que le hiciera una petición muy concreta al Gran Consejo, una vez que estuviera frente a él y
luego de recibir su solemne bendición. Aquí estuvo el error de Waiss; casi le costó un cototo
debajo de su capuchón. Le dijo que sí, que no creía que habría la menor objeción; pero no le
preguntó de qué petición se trataba.
Así cuenta Waiss el epílogo de este suceso, ocurrido en el comedor de la quinta de Jorge
Neut Latour, en Lo Barnechea:
—Terminado el ceremonial de rigor, Luis Solís fue autorizado para formular su petición...
que consistió en pedir prestados cinco mil pesos. La desconcertante situación fue rápidamente
zanjada por don Marma, quien le dijo: Esta no es una institución de beneficencia. Estoy
arrepentido de que lo hayan traído acá.
A pesar de todo, los reclutados alcanzaron a una cincuentena, según recuerda Oscar Waiss.
No muchos, en verdad, para los objetivos bolivarianos como los que la Logia se había propuesto.
Tampoco fueron suficientes para cumplir uno de los propósitos prioritarios del Gran Consejo: unir
en una sola colectividad a los militantes del Partido Socialista con los de la Iizquierda Comunista.
Además de estas misiones destinadas a catequizar valores para la causa libertaria —y de las
apasionantes sesiones de iniciación— los miembros del Gran Consejo se reunían una vez a la
semana en la misma quinta de Neut Latour y sin capuchones a analizar la situación política del
momento. Y claro, discutían lo ya debatido en sus respectivos Comités Centrales.
El primero que tiró la esponja fue Osear Schnake, después de declarar que estaba aburrido
de subir todas las semanas a Lo Barnechea a discutir lo que ya había sido muy deliberado en la
directiva de su partido.
—Y, en buenas cuentas, creo que la Logia entera se fue muriendo de aburrimiento —
puntualiza Oscar Waiss, quien pudiera reivindicar para sí el título de El Ultimo Sobreviviente del
Gran Consejo.
En cuanto a Chicho Allende, gracias a que ya estaba en Valparaíso, se salvó de ser uno de
los reclutados para comparecer ante el Gran Consejo. Una lástima, porque su reacción
seguramente hubiera pasado a la historia. Pero es que, en esos días, estaba "haciendo partido" en
el Puerto: dedicado con pasión a su propia recluta, entre los jóvenes con inquietudes y sus
humildes pacientes de los cerros.
No había, en Valparaíso, corrientes significativas para unificar. Por lo tanto, no tenía para
qué recurrir a expedientes tan sofisticados y enigmáticos, como organizar cónclaves de
encapuchados. Desde un comienzo Chicho tuvo claro lo que debía perseguir: un partido nuevo. Si
pretendía influir en su fundación de manera decisiva, lo último que debería hacer sería esconder la
cara. Todo lo contrario: tenía que recorrerlos cerros y entrar a esas casas que parecen estar a punto
de desbarrancarse.
Cada semana viajaba a Santiago, por dos o tres días. Con escrupulosidad de laboratorista,
analizaba las venturas y desventuras de los conductores de su partido, que ya estaban dando sus
primeros pasos en la capital.
En los asuntos relacionados con la doctrina, siempre peliagudos, había dos dirigentes que lo
impresionaban mucho: Eugenio González y Osear Schnake. Y en aquellos que tenían que ver con
la práctica, pura y cristalina, al mejor de los maestros: Marmaduque Grove, quien, como se
preciaba de desconocer a Marx, no podía ejercer la Secretaría General, en vista de lo cual lo
proclamaron Líder. Y ese fue su título, que nadie se atrevió a disputarle, lo cual merece ser
registrado como excepcional en la historia del socialismo criollo.
Del Puerto transportaba Chicho Allende sus propias vivencias a Santiago. Y de ellas
hablaba cada vez que se le presentaba la oportunidad. Por lo tanto, no podía ser considerado como
un teórico ¿Dónde se ha visto un teórico que hable de las cosas que le constan? Precisamente, la
gracia de los cultores del fundamentalismo ideológico reside en que se cuidan tanto de
conservarse convenientemente alejados de la realidad que, cuando ésta aparece tal cual es, con sus
propios caracteres, resulta ella la culpable de que las cosas no hayan sucedido de acuerdo con la
pregonada teoría.
Y de este virus no hay ningún partido, o tendencia política, que pueda declararse vacunado.
Luis Corvalán, secretario general del PC durante muchos años, contaba a sus compañeros de
desgracia en Isla Dawson, el caso que le había ocurrido con uno de sus camaradas quien, cada vez
que hablaba en las reuniones de su partido, insistía en el asunto de la "problemática". Cualquiera
fuera el tema en discusión, él siempre se las arreglaba para plantear la "problemática". Parecía
cautivado por este vocablo que, hay que reconocer, suena tan bien que le confiere un cierto aire
ilustre teorizante a quien lo pronuncia con el debido énfasis. Pero su insistencia llegó a tal nivel de
saturación que Lucho Corvalán se decidió a interrumpir a su camarada para apuntarle:
—Ya nos explicó, compañero, la "problemática"... ¿Por qué no nos explica ahora la
"solucionática"?
Y entonces el "teórico" quedó sin habla.
De eso Chicho Allende no podía quejarse, allá por el año 1933. Para cursar el ramo de la
"problemática" le sobraban buenos profesores. Y, para la "solucionática", contaba con un
verdadero catedrático: Don Marma.
En esos días, la presencia de un partido socialista —que considerara "trabajadores" no sólo
a los proletarios y que no se ofreciera como sucursal de ninguna casa matriz con sede en el
extranjero— ya podía percibirse como una necesidad nacional.
Y así, aunque la República Socialista haya pasado como un aerolito, sirvió como cauce
primario de esa convulsión social que se venía fermentando en el interior de las mayorías tan
desposeídas.
Le abrió ventanillas de esperanza a la pasión popular.
CINCO

MIENTRAS EL PAÍS CONVALECÍA, CHICHO ACUMULABA experiencias en Valparaíso. Cada


enfermo que trataba y toda dificultad que iba encontrando en su accionar por los cerros porteños
aumentaba su caudal de vivencias que, a diario, estaba enriqueciendo su formación.
Por tanto, desde el punto de vista puramente político, Salvador Allende se formó tanto en las
cúpulas partidistas como en las bases en las cuales aquellas se sustentan. O deberían sustentarse.
Cuando fue Presidente de la República, repitió lo mismo que había venido predicando y que
aprendiera por su propia experiencia: "Es fundamental que los dirigentes informen a las bases, que
vayan a ver los problemas reales de la gente, que los funcionarios públicos cambien su estilo de trabajo,
que informen y dialoguen con la gente... Si de mí dependiera y el día tuviera cuarenta y ocho horas, y yo
tuviera aguante para 48 horas de trabajo, tendría mucho mayor contacto con la gente".
Ya en su primer cuarto de siglo tenía un curriculum bastante digno que presentarle a las bases que
dieron vida al Partido Socialista de Valparaíso. Desde luego, conocía por contacto directo el sabor
agridulce de la anatomía esencial de Chile: el norte seco, el sur lluvioso, la apacible apariencia del
campo y la impaciencia sin pausa de la costa en todos sus grados.
Además ya era médico con clientela realmente necesitada, había sido expulsado de la Universidad
y dirigido centros estudiantiles, había estado preso y relegado, tenía cientos de autopsias a su haber y
una expulsión, por "amarillo", del Grupo Avance.
Cuando comenzó a proyectar sus experiencias personales al marco nacional fue como si iniciara
una autopsia monumental que le permitió detectar científicamente lo que él llamaría más tarde "los
perfiles de la realidad": la presencia dominante de factores que afectaban la calidad de vida de la
mayoría de los chilenos, muchos de los cuales eran evitables. Sólo que, para lograrlo, había que
estructurar la convivencia nacional sobre bases que consideraran prioritariamente ese diagnóstico y esa
receta.
Ahí empezó a afinarse el aporte allendista a la "vía chilena hacia el socialismo". La lucha contra
los males sociales evitables es el principio que sobresale desde la primera hasta la última línea de la hoja
de servicios de Salvador Allende como hombre público.
Y es el tema central del libro que, en esa época, comenzara mentalmente a diseñar y que
terminaría de escribir acicateado por la colaboradora insistencia de Tencha.
Seis años antes, en 1933, sus camaradas porteños lo designan Primer Secretario Regional.
Comienza entonces su tránsito por todos los grados de la jerarquía militante, hasta alcanzar el más
elevado de todos, tanto que sobrepasa las fronteras de los partidos: Presidente de la República. Y
entonces rebobina su itinerario político para declarar públicamente:
—Yo he sido de todo en el partido; desde fundador en Valparaíso, jefe de núcleo, secretario
regional, secretario general (en dos oportunidades), diputado del partido, senador del partido, ministro
del partido... y ahora sólo puedo decir que todo lo que soy y he sido se lo debo al Partido Socialista y al
pueblo de Chile.
También en nombre del partido escribió su libro. Si en verdad el primer objetivo que persigue un
escritor es la permanencia de su obra, entonces querría decir que Chicho Allende debería suscitar la
envidia insoportable de muchos literatos y, obviamente, de la inmensa mayoría de los llamados
"teóricos". Porque, transcurrido medio siglo, su libro conserva plena vigencia. Desgraciadamente,
observaría Chicho, ya que la realidad médico—social de Chile deja al desnudo las dolencias del cuerpo
social chileno, no obstante que señala los tratamientos idóneos para sanarlas.
Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

Tenía 31 años cuando su libro salió a la luz. Y 33 años más tarde, debió reconocer, en una tribuna
extranjera, que el enfermo no podía ser dado de alta. Fue en la Universidad de Guadalajara, donde
declaró:
—Puedo dar una cifra que no me avergüenza, pero si me duele, porque tenemos estadísticas y no
las ocultamos: en mi patria hay 600 mil niños que tienen un desarrollo mental por debajo de lo normal.
Si acaso un niño, en los primeros ocho meses de su vida, no recibe las proteínas necesarias para su
desarrollo corporal y cerebral, se va a desarrollar en forma diferente al niño que sí pudo tenerlas y que,
lógicamente, es casi siempre el hijo de un sector minoritario, de un sector económicamente poderoso. Si
a ese niño que no recibió las proteínas suficientes se le dan, después de los 8 meses, puede recuperar y
normalizar su desarrollo corporal, pero no puede alcanzar el desarrollo normal de su cerebro.
Carlos Briones tiene muy presente las discusiones que antecedieron a La Realidad Médico—
social de Chile:
—Con Salvador pasábamos horas y horas analizando temas como: salud, vivienda, educación,
ingresos y su distribución, condiciones de vida de la clase trabajadora, política de salarios, alimentación,
mortalidad, estructura de los servicios de salud, tanto del Estado como de los organismos de previsión,
etc. Esos fueron los asuntos que más apasionaron a Salvador.
Tanta vigencia conservan esos análisis que, a la vuelta de los años, aparecen como adelantados
para su época en la consideración de problemas que han ido adquiriendo importancia cada vez más
relevante, como el saneamiento del medio ambiente, por ejemplo.
El pulimiento de esas conclusiones se hizo, en su mayor parte, en un nuevo piuchén que acomodó
Chicho para sus viajes semanales a Santiago. Como asociado reclutó a Carlos Briones, quien rememora
aquellos años en los cuales lo que menos faltaba era decisión y energía para tomarse el cielo por asalto,
si llegaba el caso:
—En un ampliado del partido, en 1934, apareció Salvador, que venía de Valparaíso. Yo tuve una
intervención que a Salvador debe haberle agradado, porque al rato se me acercó y me dijo, muy
solemnemente: "Quiero hablar con usted, compañero. ¿Por qué no vamos a comer?" Y fuimos a uno de
esos restoranes que estaban por ahí, cerca del partido. Salvador andaba muy motivado por los problemas
sociales de la realidad chilena. Y yo también me sentía interesado en ese tema. Comenzamos a
intercambiar experiencias y puntos de vista. En una de ésas, me preguntó dónde estaba viviendo. Le
expliqué que en una piecita de una pensión de la calle Monjitas. Entonces, decidimos unir nuestras
anémicas finanzas para instalarnos con un piuchén de manera que pudiéramos aprovechar mejor el
tiempo para elaborar los trabajos que pensábamos escribir. Salvador sentía la urgencia de darle forma
definitiva al libro que le daba vueltas en la mente y yo tenía que redactar mi tesis para recibirme de
abogado. Se llamó "Derecho, resistencia y represión" y fue. el primer libro que se publicó en Chile
sobre el tema de la violencia y el derecho del pueblo a rebelarse. Bueno, pero ni la fuerza de Salvador ni
la mía nos permitían financiar un "piuchén", por modesto que fuera. De modo que decidimos incluir a
su hermano Alfredo, que ya era abogado y tenía plata para ayudarnos. Alfredo no se metía mucho en
nuestras discusiones y nosotros, para ahuyentarlo, le decíamos "el atleta monótono"... ¡Era muy buenazo
para los puñetes!
Así comenzó otra etapa de la vida de Chicho Allende: un nuevo piuchén, en la galería Alessandri,
frente al Banco Central.
En ese piuchén aparecía por dos o tres días cada semana. El resto lo dedicaba a fortalecer su
partido en el Puerto y a pavimentarle el camino a una fórmula política que ya estaba anunciando su
llegada: el Frente Popular.
Al mismo compás, iba naciendo la organización que rubricaría, una vez más, la madurez que
habían alcanzado los sectores asalariados y que, por eso mismo, llegaría a ser uno de los soportes
principales del proyecto político nacional en que se gestaba: la Confederación de Trabajadores de Chile
(la famosa ceteché).

2
Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

En materia de unidad, la CTCh siempre anduvo varios metros delante de los partidos, aun de
aquellos que juraban tener más claridad que ninguno acerca de lo que correspondía hacer en esos días.
Que, si no eran tan angustiosos —comparados con otros inéditamente sangrientos que la Historia
mantenía en reserva— por lo menos no eran aburridos. Cual más, cual menos, todos andaban
entretenidos creando partidos o entidades gremiales y sindicales que colocaran al país a tono con lo que
estaba pasando en el resto del mundo, particularmente en Europa.
Entre otras cosas, allí estaba el fascismo, propiamente tal.
Son numerosas las veces en que Chile ha compensado su lejanía geográfica con la imaginación de
algunas de sus figuras políticas. Por eso, a veces aparece anticipándose a los tiempos, pero otras...
desgraciadamente, luce como cautivado por fórmulas que ya la experiencia de otros pueblos está a punto
de desechar por nocivas o ineficaces.
En todo caso, y como ejemplo de la capacidad imaginativa de ciertos políticos chilenos, destaca la
singularidad de haber sido el único país en el mundo, al comenzar la década de los años 30, en el cual
estalinistas y trotskistas se pusieron de acuerdo para enfrentar al fascismo. Los teóricos extranjeros,
especialmente los europeos, se sintieron bastante atraídos por esta experiencia que, si bien no fue mucho
lo que duró, alguna contribución deberá haber prestado al empeño que hacían los más esclarecidos para
aunar fuerzas en la dirección que señalaba la flecha del desarrollo nacional.
Quienes en Chile estaban más a la izquierda ya habían hecho un esfuerzo notable cuando
constituyeron el Frente Antifascista, apoyados por algunos sindicatos importantes. Pero, como si no
hubieran tenido enemigo al frente, no encontraron nada mejor que hacer que ponerse a pelear entre
ellos. No sólo con argumentos teóricos sino también a combo limpio y hasta más de algún disparo llegó
a retumbar. Por lo menos, hubo un herido: el cuidador del local.
En verdad, el ambiente vinieron a clarificarlo los partidarios del nazismo, cuando, también en
1932, crearon el Movimiento Nacional Socialista, con milicias, uniformes y hasta un Führer autóctono:
Jorge González von Marees. Y un arsenal de principios, naturalmente, que de alguna calidad debe haber
sido cuando estaba elaborado y custodiado por un Departamento Doctrinario, cuyo jefe indiscutido fue
nada menos que René Silva Espejo (El Colorado) quien, sin embargo, pasó a la historia no tanto como
erudito en materias nazistas, sino por ese estilo inconfundible que, durante muchos años, supo
imprimirle a la dirección de El Mercurio.
Desde entonces, Chicho Allende y Silva Espejo "no se tragaron" mutuamente, lo cual alguna
importancia tuvo durante el gobierno allendista. Por eso fue que, en más de una ocasión, el Presidente
de la República le desempolvó su no lejano pasado de nazi furibundo al director de un periódico tan
vigilante de las buenas costumbres y del orden público.
Fue en esos años 30 cuando comenzaron a ponerse de moda las milicias. En vista de que los
organismos castrenses estaban un tanto devaluados, un sector de la llamada civilidad creó la Milicia
Republicana y al mismo tiempo algunos partidos mandaron a hacer sus propios uniformes y repartieron
grados entre sus dirigentes.
Los socialistas estaban de lo más orgullosos con sus propias milicias. Creían verse muy apuestos
desfilando con camisas del mismo color, una correa de cuero cruzando el pecho y un gorro que, si bien
no era frigio, por lo menos era de fácil confección.
¿Y armas? Bueno, las mejores armas eran los argumentos que se esgrimían en las reuniones
partidarias y en desfiles y manifestaciones públicas. Es claro que a menudo había que defenderlos a
puñetes, pero eso servía más como catarsis que como factor de convencimiento.
Cualquier balance que se haga, ahora, de aquella situación política que tan agitada parecía, tiene
que concluir en que su costo en vidas fue mínimo. Lo más contabilizable fueron ojos en tinta,
machucones y cototos. Hasta que vino el 5 de septiembre de 1938 y ahí la muerte cubrió su déficit.
Oscar Waiss era uno de los más enfervorizados milicianos socialistas. Como miembro del
Secretariado de la Seccional Ñuñoa, era automáticamente dirigente de las milicias ñuñoínas. Y pasaba

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

buena parte de su tiempo con el uniforme puesto, debido a que las urgencias partidarias eran bastante
frecuentes.
Recuerda Waiss:
—Usar el uniforme era, para nosotros, una obligación ineludible. Es que no se concebía que un
militante del PS fuera a un acto público o concentración sin su uniforme.
Ahí, en las calles, fue donde las milicias socialistas hicieron sus beligerantes entrenamientos;
sobre todo, peleando contra los nazis y a veces también contra los comunistas.
El enemigo a derrotar era especialmente el Movimiento Nacional Socialista, cuya militancia
reconocía cuartel en las Tropas de Asalto (las SS nativas) dirigidas por Fernando Ortúzar Vial. Así, con
González von Marees como Hitler, Ortúzar Vial como Himmler y Silva Espejo como Goebbels, la
versión chilena del nazismo empezó a practicar su táctica y estrategia para tomarse el poder.
Los comunistas tenían a la Unión Soviética y con eso era suficiente, por el momento. Los
socialistas podían recurrir a España y también a Francia, con el agravante de que esos ejemplos
frentepopulistas ya empezaban a mostrar síntomas de bancarrota.
Apenas una media docena de años separó a la República Socialista del Frente Popular. Fue una
época inolvidable para quienes la protagonizaron:
—Nosotros, en Santiago, recibíamos informes de los enfrentamientos en Valparaíso entre nuestros
camaradas y los nazis — rememora Oscar Waiss—. Y entonces, empezamos a oír mencionar
continuamente el nombre de Salvador Allende. Porque él dirigía a nuestra gente en el Puerto.
Ahí Chicho Allende comenzó a lucir sus condiciones pugilísticas, que más tarde puliera en las
prácticas matutinas con Rómulo Betancourt, bajo la experta dirección técnica de El Chicharra.
La derecha propiamente tal no tenia necesidad de andar peleando por las calles como los "rotos".
Para eso controlaba, desde siempre, las palancas del mando y dominaba un arma hasta entonces tan
imbatible que a menudo no se preocupaba ni de esconderla, considerándola como "un hecho de la
causa" de cualquier proceso electoral, sin importarle cuál fuera ni dónde se celebrara: el cohecho.
Junto con los esfuerzos que hacía el país para superar la fiebre anarcoide de la que había padecido
en los últimos años, iban paulatinamente conformándose esos "tres tercios" que, durante un tiempo
largo, le darían una fisionomía tan peculiar a la política chilena... hasta esa mañana del 11 de septiembre
de 1973.
En esos tres segmentos se alineaban, con discutible concierto, las vertientes y apetitos políticos
más apreciables. Cuando este contrapeso amenazaba con entrar en barrena, el país se bamboleaba hasta
que lograba recuperar su tradicional equilibrio inestable. Y todo, dentro de ese respeto al ordenamiento
institucional que atraía la atención de los extranjeros y alucinaba a la mayoría nacional.
Renombrados sociólogos y politólogos aseguran que éste fue el principal secreto de ese cívico
modo de ser que tantos chilenos llegaron a considerar inmutable y eterno.
No obstante, lo que se observaba, en esa década de los 30, era que los tres tercios equivalían más
bien a dos y medio: la derecha (conservadores y liberales), la izquierda (pujando y cruzando los dedos
por diseñar una fórmula novedosa que abarcara desde comunistas a radicales) y, por su propia cuenta,
los nazis que, a pesar de su entusiasmo pendenciero, apenas si llegarían a la mitad del medio. El saldo
corría por cuenta de los indecisos de siempre.
En cuanto al control mismo del verdadero poder político, la derecha parecía autoconvencida de
que lo seguiría conservando para siempre, más por mandato divino que por decisión del electorado; la
izquierda, a su vez, sacaba sus propios cálculos: con "paciencia y salivita" podría producir el milagro
que le permitiera instalarse constitucionalmente en La Moneda.
Los nazis no tenían chance en esta carrera; por lo tanto, buscaron el atajo del putsch.
Y ese estalló en 1938. Pero antes, hubo posibilidad de medir fuerzas en las elecciones
parlamentarias de 1937.
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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

René Frías Ojeda era miembro de la dirección del flamante Partido Socialista. Recibió la misión
de encargarse de la elección por Valparaíso. "Tienes que volverte con dos diputados", fue la orden de su
partido. Volvió con tres. Uno de ellos fue el Secretario Regional, Salvador Allende.
Chicho tenía veintinueve años de edad cuando se sentó, por primera vez, en su propia curul de
parlamentario. Entonces, el Poder Legislativo legislaba y ejercía la cuota de poder que
constitucionalmente le correspondía.
Buena parte de su vida pública la hizo ahí, en esos salones, oficinas y pasillos: treinta y tres años.
No sin solución de continuidad, ya que precisamente a ésta, su primera diputación, tuvo que renunciar
para ocupar el Ministerio de Salubridad.
Es muy rica la historia del parlamento chileno. Y fue motivo de justificado orgullo para muchas
generaciones. Si en Chile hubo más democracia que en otros países de la región fue, en gran medida,
porque contaba con un Poder Legislativo que se nutría de la confrontación de puntos de vista adversos,
inmunizando así al organismo nacional de la ponzoña inevitable que provoca el afán de erradicar ideas.
("Érase una vez un país llamado Chile, en el cual la calificación de antidemocrático constituía un
insulto"... ¡Es que parece un cuento de hadas, después de 16 años de dictadura!)
En la primera mitad de la década del treinta, la institucionalidad chilena había pasado por zonas
de turbulencias. Pero ya en 1937 daba muestras de que estaba consiguiendo su estabilidad, con algunas
novedades que, en el fondo, demostraban su capacidad de remozarse a sí misma.
Tenía cuatro años de edad el Partido Socialista cuando le tocó dar su primer examen electoral a
nivel nacional. Obtuvo casi el doce por ciento de todos los sufragios (unos 46 mil votos), lo cual reveló
que no había sido dilapidado el legado que dejara la República Socialista, con todos sus avatares.
Y se juntaron en Santiago los diecisiete diputados socialistas, elegidos en distintos puntos del
país.
Fue ésa la Brigada Parlamentaria que conquistara una fama casi mitológica. Pasaron los años y se
siguió hablando de ella, de cómo deslumbraba en debates que pasaron a ser históricos. Tenía que llegar
muy temprano quien quisiera conseguir un lugar en las tribunas y galerías de la Cámara de Diputados.
Es que esos diecisiete socialistas con inmunidad parlamentaria fueron realmente espectaculares.
Chicho Allende compartía los focos de la atención pública con maestros de la oratoria, fogosa y
medular, como Ricardo Latcham, Manuel Eduardo Hübner, César Godoy Urrutia, Julio Barrenechea,
Juan Bautista Rosetti, Natalio Berman, Emilio Zapata, etc. Entre todos constituyeron un equipo
homogéneo en el que cada integrante pudo brillar con sus propias luces. Llamaron la atención aún antes
de pedir la palabra por primera vez.
Presidía la Cámara de Diputados un amigo de Chicho, desde esa infancia tacneña: Edmundo
Fuenzalida Espinoza, del Partido Liberal. El recuerda con lujo de detalles la visita, muy privada, que le
hiciera Chicho, en vísperas del esperado día del juramento de quienes integrarían la nueva Cámara de
Diputados.
—Oye, Patato —le dijo Chicho, porque así llamó siempre a su amigo, desde Tacna— te vengo a
pedir un favor muy grande: los diecisiete diputados socialistas no queremos jurar juntos con los demás.
Queremos que tú nos tomes el juramento en la sesión siguiente.
El Reglamento de la Cámara fue meticulosamente analizado. En ninguna de sus partes se oponía a
esa petición, lo cual era muy comprensible ya que ni el más imaginativo de los legisladores se puso en el
caso de que pudieran aparecer diputados electos que quisieran retrasar el día del juramento. Siempre fue
todo lo contrario: mientras más pronto llegara ese día, más tranquilidad para el espíritu y la materia...
después de todos los sacrificios que acarrea convencer a un número suficiente de electores.
Chicho explicó a su amigo Patato que no era el afán de "pantallear" el que impulsaba a sus
camaradas a formular esta solicitud que aparecía tan insólita. Era la necesidad política de dejar
claramente establecido, desde el primer día, que los socialistas estarían "juntos, pero no revueltos" con
el resto de sus colegas.

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

Así se hizo y ahí mismo comenzó la agitación.


Sin embargo, en aquellos días, el centro del interés político no lo ocupaban tanto esos debates
apasionados que protagonizaba la Brigada Socialista, como la controversia, en alta voz y en sordina, que
se desarrollaba en el interior del Partido Radical.
Porque de ese partido dependía que naciera o no la combinación política que la izquierda buscaba
con ahínco: el Frente Popular.
El asunto se dirimió de acuerdo al más puro estilo radical: vino la Convención (mayo del 37),
ganó la corriente llamada frentista, con Juan Antonio Ríos a la cabeza, pero el candidato correspondió a
la posición antifrentista: Pedro Aguirre Cerda. Ironías del radicalismo. En todo caso, lo importante fue
que se impuso holgadamente la corriente partidaria de crear el Frente Popular, junto con socialistas,
comunistas y democráticos.
También debería incorporarse al repertorio de las paradojas radicales el hecho que quien aparecía
llevando la guaripola de esta combinación con la extrema izquierda haya sido nada menos que Gabriel
González Videla.
En cualquier crónica que se escriba sobre estos afanes del sector más izquierdizante del
radicalismo tiene que destacarse, como uno de los padres más legítimos del Frente Popular, al brillante
parlamentario radical Justiniano Sotomayor. Como todo jacobino que se respete, hacía ácidos
comentarios respecto de los cubileteos que, en el seno de su partido, promovían algunos vociferantes de
izquierdismo. En cierta ocasión, Justiniano Soto—mayor hizo esta filosófica reflexión, que pasó a la
historia:
—Mis correligionarios le tienen tan poca confianza a la lucha de clases que no se atreven a
llamarla lucha... ¡La llaman Luisa!
Pero así y todo, entre idas y venidas, el Frente Popular estaba germinando y, después de la
decisión de la Convención Radical ya podía apostarse a que nacería con todas las de la ley.
Es claro que una cosa era nacer y aprender a caminar y otra, muy distinta, lograr las llaves de la
puerta de calle de Morandé 80 que, hasta el gobierno de Chicho Allende, fue por donde entraban los
presidentes a La Moneda.
La derecha incluía esas llaves entre su intocable derecho de propiedad. Los alborotos provocados
por una juventud inquieta, unos desempleados con hambre y ésos que lo estaban pasando mal en las
salitreras no alcanzaban a perturbar su siesta agraria.
Las generaciones de chilenos post—golpe militar del 73 no deberían ignorar que, hasta entonces,
la derecha se llamaba así: derecha, simplemente y con altivez. Según ella, era la única que hacía la
Historia y la propietaria exclusiva de la República, con todos sus méritos y sin ninguno de sus defectos.
Por lo tanto, sería de estricta justicia incluir a la Derecha (con mayúscula) entre las muchas
víctimas del golpe militar del 73. Porque después de él ya empezó a bajar la voz, a mirar humildemente
hacia el suelo y a autodecretar paulatinamente su muerte civil. Tanto que la palabra derecha fue también
exiliada del vocabulario políticamente más conspicuo.
Y la opacó un nuevo vocablo: centroderecha. Entonces, en la agonía del régimen militar, los
derechistas más recalcitrantes aparecieron como remozados "centroderechistas". Costó muchísimo
trabajo ubicar a alguien que se atreviera a declararse derechista puro y simple, con esa gallardía que
proporciona la seguridad de un mañana sin sobresaltos.
El Frente Popular, pues, ingresó a la cancha electoral a disputarle la Presidencia de la República a
una derecha en la plenitud de sus facultades y también a un movimiento nazista cuya fuerza real no se
precisaba muy bien, pero que hubiera sido de temer si realmente demostraba corresponder al estrépito
que hacía en las ciudades más pobladas.
En el policlasismo estuvo asentada buena parte de la eficacia del Frente Popular. El Partido
Radical entendido políticamente con socialistas y comunistas significaba un acuerdo electoral entre la
clase media y los sectores obreros organizados.
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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

En 1971, como Presidente de la República, Chicho Allende recordó así esta fórmula política que
se implantó en Chile, de contenido auténticamente democrático— y que, en buena medida, estuvo
influida por el esfuerzo internacional para detener al fascismo:
—Si bien es cierto que entonces estábamos los mismos partidos que hoy día integramos la Unidad
Popular, la hegemonía la tenía el Partido Radical, que era el partido de la pequeña burguesía. Nosotros
tuvimos conciencia de que el Frente Popular representó un gran avance, porque significó la
incorporación de la pequeña burguesía al ejercicio del poder y porque organizó a la clase obrera en la
Confederación de Trabajadores; pero al mismo tiempo siempre tuvimos presente que la dependencia
económica implicaba el sometimiento político. Y si bien es cierto que el Frente Popular representaba un
paso hacia adelante no implicaba, ni podía implicar, la liberación política y la plena soberanía que
estaban supeditadas a la dependencia económica. Nosotros actuábamos en el Frente Popular
considerándolo como una etapa y veíamos, indiscutiblemente, que los problemas de fondo no podían
solucionarse.
Tiene que haber sido un político con experiencia el inventor del aforismo que sentencia "en la
confianza está el peligro". Todo parece indicar que la derecha se confió tanto que no trepidó en designar
como candidato al más derechista de los derechistas: Gustavo Ross Santa María, quien ocupara el
Ministerio de Hacienda y que, como tenía bastante fortuna, sabría mejor que nadie cómo hacer que el
resto del país fuera rico también. Algunos le atribuyeron a Ross condiciones de taumaturgo de las
finanzas. Otros, más inclementes, le asignaron atributos de filibustero y se atrevieron a llamarlo "El
último pirata del Pacífico".
Como resulta natural en todo proceso político con raíces profundas en el sentimiento mayoritario,
el Frente Popular significó una eclosión también en el plano espiritual. Porque la creación artística
florece mejor en contacto con lo nuevo. Todo artista verdadero es, en el fondo, un aventurero sublime,
un adelantado que incita a explorar senderos desconocidos.
Mario Céspedes, historiador de buena memoria, saca a relucir un ejemplo elocuente:
—La Alianza de Intelectuales de Chile y toda la generación de escritores chilenos de esos años se
incorporaron plenamente a ese espíritu que encarnó el Frente Popular. Ahí tenemos a Reinaldo Lomboy,
a Nicomedes Guzmán, a Gonzalo Rojas, a Carlos Sepúlveda Leyton y a tantos otros: Los Hombres
Oscuros, La Sangre y la Esperanza, Ranquil, Hijuna, etc. Fue una generación que ubicó lo social como
la temática medular de sus obras.
Y el pueblo puro también cantó, anticipándose al triunfo electoral. Ester Soré (La Negra Linda) se
hizo famosa en todo el país con el vals que preguntaba: "¿Quién será, quién será Presidente?" Y
respondía: "Deberá ser un hombre consciente, un hombre de nuestro Frente Popular... Pero Ross no será
Presidente, porque Aguirre está con el Frente... "
En esos días previos al Frente Popular, más que una disputa apasionada por conquistar votos, lo
que estaba confrontándose en el fondo eran dos maneras diferentes de concebir la existencia, dos varas
distintas para medir el rol social que correspondía asumir a quienes enfrentaban la necesidad de subsistir
desde sus trincheras de empleado u obrero. Como es habitual, sobraron los sabelotodo que tocaron a
rebato las campanas de la alarma porque el país se encontraba frente a una "encrucijada".
¡Qué tremenda novedad!
Ya debería estar suficientemente en claro que la tan manida encrucijada nació junto con el hombre
y pareciera que aún no se ha inventado el país, ni el sistema social, que haya logrado eludir los efectos
naturales de esta circunstancia. Y como, según el Eclesiastés, "cada día tiene su afán", resulta que no
hay día sin su correspondiente encrucijada. Y eso, sin considerar las noches... que suelen ser más
dilemáticas. Alguna razón muy misteriosa habrá para que sean tan escasos los políticos y politólogos
que se abstienen de recurrir a este concepto, como doctoral garantía de cuán profunda es su
preocupación por el destino de la sociedad... la "sociedad toda", como suelen subrayar tan poéticamente.
Sucede lo mismo con esos flamantes borlados en universidades gringas que aseveran, con
seriedad de pontífices, que todos sus esfuerzos patrióticos, de los cuales hacen tanta gala, apuntan hacia

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

"el mañana". Que se sepa, tampoco ha surgido en ningún lugar del mundo medianamente civilizado un
experto que declare estar trabajando para el ayer.
En fin: así las cosas, la mayoría de los chilenos percibía claramente que, si llegaba a ganar el
Frente Popular, el país realmente debería experimentar cambios importantes. En eso sí había conciencia
nacional. Pasaba, también, que unos estaban contentos con la idea de modificar, con sentido de
progreso, el sistema imperante y otros se inclinaban por el gatopardiano principio que sostiene que no
hay nada más conveniente que cambiar las cosas de manera que todo quede más o menos igual.
Según los frentistas, esto último era lo que pretendía Ross, acusándolo de inconmovible en su
convicción de que los pobres ya tenían suficiente con el solo hecho de haber nacido en Chile. Y que si
seguían siendo pobres era porque les faltaba imaginación o les sobraba pereza. Por otra parte, si se
acababan los pobres, ¿qué gracia tendría ser rico?
Es probable que, ahora, aparezca exagerado que la derecha haya permitido traslucir algunos
contornos de su posición política, precisamente en esos días próximos al advenimiento del Frente
Popular. Sin embargo, el propio Chicho Allende se encargó de confirmar esta apreciación en un
discurso pronunciado, en la Cámara, a poco de jurar como diputado. En él recordó que Ross, en una de
las escasas entrevistas que concediera, afirmó textualmente:
"No hay en el pueblo ansias de elevar su propio vivir. Todo lo más: una mayor prodigalidad en la
cantina, en el bar, en la taberna [... ] Hay una experiencia notable hecha en los pueblos del norte de
África, de raza hermana de los del sur de España que colonizaron nuestras Américas. No se logró con
aumentos de salarios un mayor trabajo ni un mejor standard de vida. Todo se iba en flojera,
proporcional al mejor salario, y en vicios usuales. Entonces, los gobiernos metropolitanos recurrieron al
látigo: fuertes impuestos, salarios mínimos, necesidades a la vista... El remedio estaría en poder gastar
mil millones de pesos en una tupida inmigración blanca. Se habla de escuelas: palabras, sermones,
ideas. Poco adentran en la vida".
Aquello de inmigración blanca pudo haberse estimado como una alusión a su contrincante, que
era de moreno pigmento (por eso lo bautizaron Don Tinto, a pesar de que no era aficionado a empinar el
codo, no obstante su vinculación con la Viña Conchalí). Como si no fuera bastante, Aguirre Cerda había
ejercido un oficio temible: profesor. Y en Pocuro. No en un colegio pagado, que hubiera sido más
tranquilizador. Y encima era masón y tan incrédulo que ni siquiera desconfiaba de lo que iban a hacer
los marxistas con él, si tenía la desgracia de ganar la Presidencia.
A propósito de esto, Arturo Olavarría Bravo recuerda que Chicho Allende reprodujo un artículo
firmado por el senador liberal Ladislao Errázuriz Lazcano, que deja al desnudo, con meridiana claridad,
el análisis que la derecha hizo de la situación nacional, luego de la victoria de Aguirre Cerda. A la letra,
esa virtual declaración de principios, que Chicho Allende desempolvara, dice así:
"El triunfo del Frente Popular es sinónimo de revolución social inmediata y no puede terminar
sino en una sangrienta tiranía... Los marxistas saben que, con la misma facilidad con que el señor
Aguirre Cerda, un hombre falto de carácter, cedió al aceptar el concurso comunista, no obstante su
estirpe burguesa y raigambre capitalista, cederá en sucesivas exigencias que le harán, hasta que ya sea
inútil para ellos mantenerlo en la Presidencia. Necesitan anarquizar el Ejército, suscitar las ambiciones
de los de abajo y crear el desprestigio de los jefes. Necesitan que las condiciones de vida se hagan más
desastrosas, para que así lleguen a ser instrumentos más fáciles para el asalto, cuando ya hayan
alcanzado la hora. Los marxistas tienen paciencia para alcanzar sus objetivos y cuentan ahora con
burgueses tontos que les creen".
Como siempre —antes, entonces y ahora— la derecha, con sus clásicas zalamerías, tiró su
anzuelo al Ejército, a ver si éste picaba y le hacía el trabajo sucio. Chicho Allende salió al frente de esta
tradicional convicción de los sectores económicamente poderosos, que considera a los hombres de
armas como condenados históricamente a estar siempre listos a prestarles sus servicios. Por eso, en
junio de 1939, respondiéndole al diputado y gran polemista del Partido Liberal, Julio Pereira, afirmó:
—Durante los seis años que las derechas gobernaron sin contrapeso en la dirección del país,
vimos reducidos los cuadros del Ejército hasta el punto de que no podía desarrollar sus labores
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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

ordinarias de instrucción del contingente. Vimos que el armamento de la institución era entregado a las
Milicias Republicanas, creadas expresamente para combatirlo. Contemplamos cómo jefes distinguidos
eran llamados a retiro por el solo hecho de no contar con la simpatía del Comandante en Jefe, que vivía
rodeado de una conocida camarilla de oficiales que no eran precisamente los más preparados
profesionalmente. Observamos que la oficialidad era sometida a la vigilancia y al espionaje más indigno
de soplones pagados ex profeso. Asistimos al hecho inaudito de que la Escuela de Caballería era sacada
de Santiago y llevada a Quillota, con un costo exorbitante, contra la opinión de los técnicos en la
materia, sólo para satisfacer pequeñas venganzas personales. Y por último, y esto es lo más grave, el
gobierno de Sus Señorías ha dejado un Ejército apenas armado y despojado de sus más elementales
medios de equipo y vestuario, hasta el punto de que hay unidades en las cuales la tropa ha debido
desfilar sin calcetines.
Así trató la derecha al Ejército, durante varios años. Y así lo defendió Salvador Allende en la
primera oportunidad que tuvo como parlamentario.
... Y así le devolvió la mano el Ejército, en la mañana del 11 de septiembre.
Aquella posición que asumiera públicamente Chicho Allende, ya en los primeros tramos de su
carrera de parlamentario activo, de ninguna manera fue ocasional. Todo lo contrario: en sus treinta y tres
años de diputado y senador nadie podrá encontrarle una sola actitud que indique, aunque fuere
oblicuamente, un agravio tanto al profesionalismo como a la eficiencia de las Fuerzas Armadas.
Y tampoco la banda presidencial provocó la menor alteración en esta posición de Salvador
Allende. ¡Si hasta el propio general Augusto Pinochet lo reconoció así, delante de los periodistas! Claro
que se anduvo demorando un poco... casi dieciséis años. Pero más vale tarde que nunca y, al fin, en un
almuerzo que ofreciera en La Moneda a periodistas y relacionadores públicos, sorprendió a medio
mundo cuando declaró, textualmente:
—Yo soy Comandante en Jefe y me tocó estar con el Presidente Allende y el Presidente siempre
cumplió con su atribución, nunca me pidió alguna cosa rara. ¡ Y es para ponerse a temblar con el solo
hecho de imaginarse al General Pinochet prestando oídos a alguien que le sugiriera "alguna cosa rara"!
En Chile existe un remedio para cualesquiera de esas cosas raras que pudieran afectar al
organismo castrense. Desde 1970 se le conoce como Doctrina Schneider.
Sus terapéuticas bondades ya se habían demostrado desde mucho antes. Por lo pronto, se
aplicaron en 1938, cuando Ross y los suyos trataron de desconocer el triunfo del Frente Popular. A la
derecha le quedaba un recurso que siempre ha estimado infalible: algunos oficiales lo suficientemente
forzudos como para torcerle la nariz a la Constitución.
Y en esos trajines andaban los líderes derechistas, en 1938, cuando el Comandante en Jefe del
Ejército y el Director General de Carabineros reclamaron, por escrito, el término del llamado "proceso
electoral", lo cual significaba reconocer la victoria de quien había obtenido más votos en las urnas.
El mismo principio institucional que consagrara el triunfo de Chicho Allende y que costara la vida
de dos Comandantes en Jefe del Ejército, uno en servicio activo y el otro en retiro. Ambos, antecesores
inmediatos del General Pinochet.
Y ambos, también, despiadadamente asesinados en la vía pública. Uno, Schneider, en una calle
del barrio alto santiaguino; el otro, Prats, en Buenos Aires, junto con su esposa Sofía.
Así se escribe la Historia. Con tinta inmortal cuando son soldados de valer y de valor los que
saben morir por lo que juraron respetar.
Pero antes, en esos días pre—Frente Popular, la convulsión que envolvió a Chile fue mucho más
que la encrucijada cotidiana. Se filtró por todos los resquicios de la sociedad y, naturalmente, anduvo
salpicando a algunos oficiales del Ejército.
Pareciera que esto fue lo que entusiasmó a los seguidores de Von Marees para jugarse el todo por
el todo, un mes y medio antes del día señalado para la elección presidencial. Hasta entonces, no había

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

necesidad de ninguna encuesta para concluir que el candidato del MNS, Carlos Ibáñez del Campo,
estaba condenado a llegar tercero, detrás de Aguirre Cerda y de Ross.
Y vino el 5 de septiembre de 1938.
Un grupo de muchachos "se tomó" la Casa Central de la Universidad de Chile, lo cual formaba
parte de la tradición contestataria criolla. Además, otro grupo se apoderó del edificio del Seguro Obrero.
Y esto sí que resultó incómodo, puesto que era la propia esquina de Moneda con Morandé, es decir,
enfrentando a La Moneda y a la Intendencia.
Los de la Casa Central se rindieron y fueron conducidos caminando, con los brazos en alto, hacia
Investigaciones. A mitad del camino, sus custodios recibieron contraorden y los introdujeron al edificio
del Seguro Obrero que, desde ese día, adquirió un nombre estremecedor: La Torre de la Sangre.
Fue una masacre que, como todos los sucesos que realmente remecen las entrañas nacionales,
todavía resucita episodios e interpretaciones inéditas. Por lo pronto, compañeros de los sesenta y tres
que ahí murieron aseguran que todo estaba combinado con algunos oficiales que, a la hora undécima, no
habrían dado el prometido paso al frente. Si fuera cierta esta versión, explicaría los gritos de júbilo que
lanzaron los "sublevados" cuando vieron aparecer a los primeros piquetes de uniformados. Creyeron que
eran de "los nuestros". Y no, pues: eran de "los otros".
Como es frecuente, también, ninguno de los jerarcas del nazismo autóctono asomó su nariz por
donde sonaban las balas. Más bien que mal, todos siguieron conviviendo con el régimen que pensaban
demoler. ¡ Si hasta el encargado de la doctrina pudo llegar, por sus propios méritos, a la dirección de El
Mercurio!.
Tres periodistas salvaron el honor del oficio: Fernando Murillo Viaña, Julio Lanzarotti Rivera y
Raúl Morales Álvarez. Los dos últimos trabajaban en la revista Ercilla (la que creara e inspirara el líder
aprista Manuel Seoane) y el primero, en el diario La Hora, dirigido por radicales y principal sostén
periodístico de la postulación frentepopulista.
Hicieron lo que está obligado a hacer todo periodista que aspire a merecer ese título: seguir la
noticia. Se las ingeniaron para ingresar al edificio del Seguro Obrero. Fueron obligados a guarecerse en
la oficina del Vicepresidente de la institución, Pedro Lira Urquieta.
Un oficial preguntó:
—¿Quién sabe escribir a máquina?
—¡Yo! —saltó Murillo.
Y empezó a escribir una lista con los nombres de las víctimas que el oficial le dictaba. Cuando iba
en el décimo octavo, apareció otro oficial, de grado superior, que arrancó violentamente el papel de la
máquina. Pero el Viejo Murillo (viejo por experiencia, más que por edad... en esos años) tenía memoria
de reportero y ésos fueron los primeros dieciocho nombres que trascendieron a la opinión pública.
Los tres periodistas habían presenciado escenas impresionantes, como el río de sangre que corría
por la escalera principal del edificio. "No olvido nunca el inmenso tórax de Yuric. Era el único muerto
que estaba de espalda. Todos los demás estaban boca abajo", recuerda Murillo, medio siglo después.
Con las manos en alto sacaron al trío reporteril y lo condujeron por Morandé hacia
Investigaciones. Ellos sí llegaron hasta el cuartel policial. En el camino, entre Huérfanos y Compañía,
pasaron frente a la sede del Frente Popular, en uno de cuyos balcones estaban Gabriel González Videla
y Arturo Olavarría Bravo. González Videla trató de rescatar a los periodistas de la custodia policial.
Estuvo a punto de producirse otro episodio sangriento. Metros más adelante, apareció el abogado
comunista Jorge Jiles Pizarra, quien se encargó de informar rápidamente al diario La Hora de lo que
estaba ocurriendo con los reporteros.
Tras compartir calabozo con Carlos Ibáñez del Campo y Tobías Barros Ortiz, el Viejo Murillo fue
liberado por el propio Director de Investigaciones, Waldo Palma, bajo el compromiso de que se fuera de
inmediato para su casa y no le contara a nadie lo que había presenciado.

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

Compromisos como ese los podrá cumplir cualquiera, menos un reportero de verdad. Primero que
nada: la noticia. Murillo voló hacia La Hora —donde lo aguardaban, entre otros, el propio Aguirre
Cerda— para escribir la crónica sobre lo que había reporteado.
Una crónica que hizo época: fue la base de la acusación constitucional que la oposición presentó
contra el gobierno de Arturo Alessandri.
La Cámara de Diputados designó inmediatamente una Comisión Investigadora, que presidió
Salvador Allende.
Una de las primeras medidas de Chicho fue constituirse en la Morgue. Reflotó, entonces, la
experiencia que había adquirido con los cientos de autopsias que tuviera que hacer como ayudante de la
cátedra de Anatomopatología.
No cupo dudas de que el objetivo que aceleró la intentona nazista fue frustrar las expectativas
electorales de Aguirre Cerda y de Ross. Sólo lograron la mitad, porque la conmoción que provocó la
matanza del Seguro Obrero acarreó, como una de sus consecuencias inmediatas, el retiro de la
candidatura de Ibáñez y el trasvasije de todo su apoyo electoral a Aguirre Cerda; con lo cual el Frente
Popular pudo ganar de manera bien ajustada.
Sin embargo, hay quienes sostienen que los desafortunados putchistas (así se solía llamar a los
golpistas de entonces) tenían designios más siniestros. Oscar Waiss, por ejemplo, en su libro Chile
Vivo, Memorias de un Socialista, hace la siguiente afirmación:
"Entre los planes de los complotadores estaba la eliminación física de cuatrocientos izquierdistas
y en la nómina que tuve oportunidad de examinar, estaba yo mismo, entre Tomás Chadwick y Astolfo
Tapia Moore".
Desde luego, en la tal nómina debían estar incluidos todos los encapuchados de la Logia Bolívar y
su cincuentena de reclutados. Y en un lugar de letal privilegio tenía que figurar Chicho Allende, quien
ya era diputado, Subsecretario general del Partido Socialista y jefe de la campaña del Frente Popular en
Valparaíso. Con tales títulos, no tenía la menor chance de sobrevivir.
En cambio, su informe como Presidente de la Comisión Investigadora fue determinante en la
decisión parlamentaria que condenó al gobierno alessandrista.
La investigación que dirigió y su correspondiente informe no le hicieron variar un milímetro su
convicción de que el nazismo debería ser derrotado, pero en la cancha de la política, de acuerdo con las
reglas del juego democrático. Para eso la democracia chilena tenía fuerzas suficientes y estaba estrenando
un instrumento orgánico que prometía ser muy idóneo: el Frente Popular. Así lo remarcó en un discurso ante
la Cámara de Diputados, un año después de la matanza del Seguro Obrero:
"Para realizar nuestro camino y, de acuerdo con la realidad, adoptamos diversas tácticas políticas:
ayer, el Block de Izquierda; hoy, el Frente Popular. Al hacerlo, hemos claramente expuesto lo que esto
significa. No se puede confundir un gobierno socialista con un gobierno de Frente Popular. Un gobierno
frentista está creado para defender las garantías democráticas en contra de la amenaza tenebrosa del
fascismo, cuya acción empieza ya a sentirse en estas tierras de América".
Extrañamente, transcurrido medio siglo de los sucesos del Seguro Obrero y ya sepultados casi todos
los que algo tuvieron que ver con ellos, subsiste todavía la incertidumbre acerca de quién fue realmente el
responsable de la decisión que ordenó la matanza.
En la campaña presidencial de 1958, surgieron afirmaciones político—periodísticas que señalaron, no
a Arturo Alessandri, sino a su hijo Jorge (candidato triunfante en esa elección), quien se encontraba en La
Moneda la mañana del 5 de septiembre. Esto quedó en simple versión. Tal como la que asegura que el
responsable fue únicamente El León y la otra que sostiene que fue una orden personal y directa del Director
General de Carabineros.
En fin, como en política las cosas se prueban por sus resultados, el hecho concreto fue que ese suceso
sangriento significó una derrota electoral para el gobierno de El León y su candidato Gustavo Ross.
Lógicamente, si hubiera sido al revés, a su paternidad le habrían sobrado postulantes. Porque siempre los
fracasos políticos, sobre todo cuando son mayúsculos, están condenados a la más triste de las orfandades.
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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

Escarbando en los rescoldos de la responsabilidad por lo del Seguro Obrero, aparece una
interpretación muy curiosa y que proviene de quien fuera avezado político y admirador de El León: Arturo
Olavarría Bravo. Se inclina por la suerte. No la suerte sinónimo de fortuna, sino la que ven los brujos en los
naipes, en la borra del café, en el humo de un puro, etc.
Lo que pasaba era que El León, con toda su tremenda personalidad, se veía la suerte como una simple
señora de provincia.
Ese afán por adelantarse a leer páginas del libro de la vida a El León le venía desde sus años mozos.
Porque apenas tenía diecinueve años cuando publicó su cuento La Adivina de Nuestros Días en la revista
Eco Literario, órgano oficial del Círculo Literario Benjamín Vicuña Mackenna. Era para ufanar a cualquier
joven de espíritu inquieto, ya que compartió columnas con plumas ilustres como Rubén Darío y José
Victorino Lastarria.
A pesar de que el cuento versa sobre la suerte, no fue ésta muy generosa con la revista: sólo alcanzó a
tres números. El cuento de quien llegaría a ser El León de Tarapacá apareció en la edición del medio, entre la
primera y la última.
El León se inspiró en el caso de una "cartomancera" sumamente inescrupulosa que engañó a un pobre
muchacho a quien acusaban de robar unas herramientas. Injustamente, por supuesto. El verdadero culpable
era nada menos que un hijo de la perversa adivina. Pero por cierto la justicia terminó por aparecer y no tan
tarde como con frecuencia sucede: apenas 20 días. Eso fue lo que se demoraron en descubrir al verdadero
ladrón de las herramientas. En cuanto a la adivina misma, tuvo muchos años por delante para continuar
practicando sus picardías. Entretanto, la víctima de la cartomancera, tal vez desilusionada de tanta maldad
mundana, se había metido a cura. El cuento de El León culmina con este párrafo que difícilmente podría
superar ni la más mejicana de las telenovelas:
"Algunos años más tarde, en un convento de recoletos que a dos leguas de la ciudad existe, oraba con
singular piedad un joven sacerdote, al mismo tiempo que, en el calabozo donde se había despertado la
vocación de nuestro recoleto, expiraba, en medio de dolores físicos y morales, la vil cartomancera, mientras
que su hijo subía al patíbulo, pues, descubierta como encubridora del robo por ella imputada a Ricardo, y del
que era autor su propio hijo, y acusada de una multitud de crímenes, se hizo acreedora a terminar sus días en
un presidio".
Hay quienes opinan que El León no creyó jamás que todas las cartomanceras fueran tan viles como la
de su cuento, sino que, por el contrario, había seres increíblemente superdotados capaces de predecir
cuanto de importancia le iba a suceder a una persona de vida intensa y apasionante como la de don
Arturo.
Olavarría Bravo, por ejemplo, afirma que era tal la fe que El León tenía en estos personajes que
no sólo los recibía en su despacho de La Moneda, sino que, a menudo, iba a las casas de ellos para que
le anticiparan su porvenir. Dice Olavarría:
"Uno era un sastre de señoras (Carlos Martínez Cuadros) que tenía su residencia en calle Bandera,
donde vivía en compañía de sus dos hermanas y de un sacerdote, José Horacio Morales. El primero veía
la suerte a través de las líneas de la mano y el segundo practicaba el mentalismo [... ] El horóscopo que
en aquel tiempo le hicieron estos magos al futuro Presidente de Chile es para dejar perplejos a los que
no creen en estas cosas, pues cuanto hecho de importancia le ocurrió a don Arturo Alessandri, a partir
del año 1919, fue precisamente anticipado por este par de videntes. La única falla que advertí en sus
predicciones fue la de que perdería la vida en la revolución con la que sería derrocado en su segunda
presidencia, ya prevista entonces por ellos. Pero, ¿no estuvo a punto de cumplirse este trágico designio
con la revuelta nazi del Seguro Obrero, el 5 de septiembre de 1938? ¿Influyó el vaticinio de los magos
en el ánimo de Don Arturo para reprimir, en la forma despiadada que lo hizo, ese intento
revolucionario?" Resultaría difícil esperar que una explicación de esta naturaleza pudiera conformar a
los deudos de los que murieron en el Seguro Obrero. En todo caso, sirve como guía para tratar de
adentrarse en lo más recóndito de la intimidad de quienes lucen personalidades fuertes como el acero. Y
pareciera que a ellos mismos les resulta imposible explicarse cómo, con tanto poder como el que
poseen, no pueden cumplir todos sus propósitos, y entonces llaman en su auxilio a fuerzas
paranormales.

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

La Historia está plagada de ejemplos de hombres fuertes que han resultado sumisos juguetes en
manos de quienes presumen manejar energías extrasensoriales. Precisamente el hombre en el cual se
inspiraban los conjurados del 5 de septiembre fue uno de ellos: Hitler. Hay toda una biblioteca escrita
acerca de su hechicero y de la enorme influencia que sobre él ejerció.
Y en la América reciente —sin contar a los tiranos del trópico, que eran más hechiceros que los
mismos magos, y cuyo ejemplo más fresco es el haitiano Papá Doc— no hay dudas de que Perón puede
ser evocado como un verdadero paradigma de hombre fuerte.
Por eso mismo, a Chicho Allende le causó tanta impresión lo que le contara el embajador de Cuba
en Argentina, Emilio Aragonés, cuando hizo una rápida visita a Chile. Recuerda el Negro Jorquera:
—Como siempre, llegué apuradísimo a hablar con el Presidente y alcancé a divisar al embajador
Aragonés cuando salía de Tomás Moro. Pocas veces había visto a Chicho más desconcertado: no sabía
si largarse a reír o retar al que tuviera más a mano. Como no había nadie más que yo, la cosa me
preocupó, naturalmente. Pero Chicho me explicó lo que le estaba pasando, luego de advertirme que yo
no podía comentarlo con nadie, porque eso afectaría a las relaciones con Argentina. Es que costaba
mucho tomar en serio lo que acababa de escuchar: otro embajador —un europeo acreditado también en
Argentina— había pasado a visitar a su colega cubano (Aragonés), inmediatamente después de
conversar por primera vez con Perón. La entrevista había sido solicitada para tratar un tema de alto
interés para el gobierno de ese embajador. Perón, tal vez para crear un clima de confianza, luego de
ofrecerle asiento a su visita le preguntó, señalando a José López Rega, quien era la tercera persona
presente en la entrevista: "Embajador, ¿Ud. no conoce a Lopecito?" Como el embajador le respondiera
que no, Perón le dijo que, en prueba de la alta estima en que tenía al gobierno del embajador, le iba a
hacer partícipe de una novedad que muy pocos conocían y de la cual dependía la suerte del mundo. A
todo esto, López Rega había servido tres tacitas de café: una para Perón, otra para el embajador y la
tercera para él. Perón le ordenó: "A ver, Lopecito, contále al embajador lo que hemos descubierto". Y
López Rega empezó a tratar de convencer al embajador de que los verdaderos dueños del planeta no
eran los que todos piensan, sino unos enanitos bien chiquititos que moran en el centro de la Tierra. Y
salen a la superficie por unas cuevas especiales, la mayoría de las cuales se encuentran en los polos. A ello se
debe que la Tierra sea achatada en los polos. El caso es que los tales enanitos salen sólo para hacer fechorías,
manejan las riquezas del subsuelo, echan a perder los acuerdos entre las grandes potencias y de vez en
cuando desatan guerras terribles. Por eso, la única estrategia inteligente es la que conduzca a un acuerdo con
estos seres tan poderosos... así seguía la versión. Naturalmente, el embajador cubano había quedado de lo
más preocupado acerca del estado mental del "hombre fuerte" de Argentina. Y esa misma preocupación era
la que embargaba a Chicho Allende: con toda razón, no por los enanitos subterráneos, sino por los que
rondaban por las testas de algunas altísimas e influyentes personalidades vecinas.
Por razones muy comprensibles, de esto nunca más volvió a hablarse en el gobierno de Chicho
Allende. Por lo demás, había asuntos mucho más terrenales de qué ocuparse y, como se viera muy pronto,
más peligrosos que los mismos enanitos de López Rega.
Sin embargo, este anhelo de apelar al Más Allá pareciera que no es exclusivo de los autócratas.
También hay gobernantes democráticos que lo sienten. Y ello no debería extrañar demasiado, considerando
la magnitud de los problemas que tienen que encarar, frente a lo limitadas que son, a menudo, las facultades
de que disponen para resolverlos. Y entonces, nunca estaría demás buscar ayuda entre quienes ya se fueron y
que, por lo mismo, pueden dar consejos más desinteresados y eficaces que los de tantos "vivos" que
revolotean por el poder.
Eduardo Frei fue un presidente democrático. No hay discusión sobre ello. Hay quienes critican su
gestión gubernativa, de lo cual no se salva ningún gobierno, sea del signo que fuere. Pero nadie, con buenas
razones, podría poner en tela de juicio su condición de estadista formado por la democracia. El caso fue que,
en cierta ocasión, quizás un poco por curiosidad y otro tanto por recibir opiniones incontaminadas de
mundano interés, escuchó con profunda atención los puntos de vista de un hombre que llevaba muerto
muchos años: un príncipe de verdad que no alcanzó a ser rey.
Si este suceso hubiere trascendido durante el gobierno de Frei, los comentarios, en correctas y torcidas
direcciones, seguirían hasta ahora flotando en la fantasiosa imaginación criolla.

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

El Presidente Frei sabía que, en casa del Contralor General de la República, Enrique Silva Cimma,
tenían lugar sesiones de espiritismo, en un clima de absoluta reserva y de un gran respeto. Como, por lo
menos, una vez a la semana el Contralor Silva se entrevistaba con el Presidente Frei, fueron numerosas las
ocasiones en que ambos comentaron los detalles de estos verdaderos acontecimientos privados y de sus
extraordinarias repercusiones. Había un médium insuperable: Daniel Acuña, jefe zonal de Obras Públicas en
La Serena. Frei se entusiasmó y le pidió a Silva Cimma que lo invitara a su casa cuando Acuña visitara
Santiago.
Así se hizo y también estuvieron presentes Eugenio González (Rector de la Universidad de Chile y
redactor del Programa del Partido Socialista) y dos altos jefes de la Contraloría General: Enrique
Bahamondes (después sería Contralor) y Humberto Cantuarias.
Acuña entró en trance y el espíritu se dirigió especialmente a Frei, requiriendo su atención acerca de
los graves peligros que podría enfrentar su gobierno si se empecinaba en aplicar, de manera inflexible y
rotunda, el programa que postulaba La Revolución en Libertad y predijo, entonces, días muy sangrientos
para el país.
Sólo con algunos de sus familiares comentó Frei este suceso. La misma absoluta reserva guardaron los
demás asistentes a dicha sesión.
Meses más tarde, los demócratacristianos, en ese afán de andar reorganizándolo todo, decidieron
modificar la estructura del Ministerio de Obras Públicas. De antemano tenían entre ojos a ciertos
funcionarios que le hacían olitas al gobierno. Uno de los más empecinados era, precisamente, Daniel Acuña,
socialista militante y, por tanto, decidido promotor de la oposición en el Norte Chico. Quisieron echarlo,
pero no pudieron. Porque Frei se opuso y lo defendió a todo trance. Jamás los famosos "técnicos" lograron
explicarse las razones del Presidente.
Pasaron los años, se fue Frei, llegó Chicho Allende y des— pues... lo que todo el mundo sabe.
A los seis años del golpe militar, se celebró, en Caracas, una reunión de todos los ex—
mandatarios latinoamericanos que habían asumido el poder por la vía democrática. El personaje estelar
fue Eduardo Frei.
Para entonces, ya Enrique Silva Cimma llevaba algunos años de autoexilio en Venezuela, donde
alcanzó las más altas distinciones a que puede aspirar un extranjero y a todas las cuales renunció para
regresar a Chile a revitalizar su Partido Radical, justamente cuando la dictadura aparecía más vigorosa.
Y una noche, en Caracas, Frei quiso cenar en casa de su amigo Silva Cimma, junto con otros
compatriotas de confianza. Después de alabar las condiciones de excelente cocinero del dueño de casa,
Frei, con esa sonrisa que lo caracterizaba, le preguntó a Silva Cimma: —Oye, Enrique, ¿y has sabido de
nuestro amigo Acuña?
Y Silva Cimma tuvo que decirle la verdad: lo habían ametrallado junto con su hijo y además le
lanzaron una bomba al interior de su casa en La Serena... Es que era un socialista reconocido.
Hasta ahí llegó la alegría en esa noche de exilio caraqueño. Frei se consternó, porque esa mala
noticia tenía que afectarle en lo más profundo de sus sentimientos.
Al igual que sucedía con los oráculos de las viejas leyendas, las sentencias que del Más Allá
pueden escuchar oídos profanos, a través de médiums en trance, suelen adolecer de la misma
ambigüedad, a pesar de los siglos. Depende de los humanos el saber interpretarlas. Algo de eso ocurrió
con el caso de Daniel Acuña.
Quien ya se fue de este mundo tiene que tener una medida del tiempo muy diferente a la que
angustia a un humano con responsabilidades trascendentales y de apremiante carácter. Tal vez será por
eso que quienes, con el correr de los años, conocieron detalles de esa sesión de espiritismo tan
extraordinaria, tengan, todavía y tal vez para siempre, la comprensible duda acerca de si el espíritu, al
predecir esos sucesos sangrientos, se refirió a los de El Salvador y Puerto Montt o a los que comenzaron
el 11 de septiembre de 1973 y que afectaron a generaciones de chilenos.
No sería justo, por otro lado, concluir que esta dimensión desconocida de la mente humana sólo
pudiera impresionar a quienes tienen fe abiertamente declarada en que no todo termina con la muerte
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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

física. Los asistentes a esas sesiones con Daniel Acuña estaban perfectamente conscientes de que
corrían el riesgo de adentrarse por atajos que suelen conducir a la superchería, a las "animitas" y
"penadurías", etc.
Sin embargo, el médium era tan eficiente que el conocimiento de sus vaticinios desconcertó aun a
tres médicos jóvenes, a los cuales nadie podía achacar alguna propensión a aceptar nada que la ciencia
no pudiera comprobar o, al menos, estuviera en condiciones de investigar.
Fue el trío de médicos que integraba el Consejo Universitario, al cual también pertenecía Enrique
Silva Cimma.
Sucedió en medio de esos días tumultuosos que rodearon la elección presidencial de 1970 y en los
cuales imperaba la inquietud acerca de si Chicho Allende lograría o no que su primera mayoría relativa
fuera reconocida constitucionalmente. Daniel Acuña, entonces, viajó a Santiago y fue el médium en otra
sesión de espiritismo, también memorable.
En la reunión del Consejo Universitario del día siguiente, Enrique Silva Cimma confidenció a tres
consejeros que se sentía hondamente preocupado porque, en plazo de breves días, tal vez de horas, se
cometería un asesinato que alteraría la situación nacional. Con gestos de escepticismo escucharon este
presagio los tres médicos del Consejo: Enrique París, Alfredo Jadresic y Víctor Barberis.
Nada menos que ellos.
Esa incredulidad se convirtió en ansiedad cuando fue asesinado el Comandante en Jefe del
Ejército, general René Schneider.
Dos de estos tres médicos están vivos y seguramente recordarán aquellos momentos. El tercero,
Enrique París, estuvo con Chicho en esa mañana del 11 de septiembre y fue uno de los tantos
asesinados.
El ejemplo de Enrique París exige más que unas líneas. Era un médico psiquiatra, joven, de
simpatía desbordante, de una gran sensibilidad y estaba muy entusiasmado porque no faltaba mucho
para que su compañera lo premiara con un hijo. Había sido dirigente de la Juventud Comunista y el
Presidente Allende le pidió que lo asesorara en materias relacionadas con el quehacer universitario.
Gracias a sus contactos personales y seguramente por su prestigio de psiquiatra eficiente, conoció
detalles alarmantes que anticipaban la profundidad que alcanzaría el golpe militar que se estaba
tramando. De manera que, cuando apareció en La Moneda, no lo hizo forzado por nadie, sino a plena
conciencia. Como era militante disciplinado —aunque felizmente liberado de ese sectarismo
fastidioso— pasó previamente por la dirección de su partido, el PC, para informar a Mario Zamorano
que se dirigiría al lugar más peligroso de Santiago. Que era donde estaba el Presidente Allende.
Y fue y murió y su último pensamiento fue para su compañera y ese hijo que nunca llegó.
Tal vez por eso, el ejemplo de Enrique París resulte indigesto a tanto "asesor presidencial"
espontáneo que le ha surgido a Chicho Allende después de muerto, pugnando por encaramarse al anca
del prestigio que alcanzara su imagen ante la admiración universal. Podrían conseguirse un médium tan
idóneo como Daniel Acuña para hacerle llegar a Chicho sus valiosas sugerencias... ahora.
En verdad, Chicho siempre tuvo mucho respeto por quienes creen que el hombre es algo más que
un montón de carne y huesos. Si buscó conciencias antes que votos fue porque asignó al espíritu una
importancia trascendental. Y ello aparece reflejado en muchos de sus escritos, como por ejemplo, en su
carta—renuncia a la Masonería, en 1965.
En relación con este tema de la trascendencia espiritual, no aceptó la menor chanza de nadie
cuando recibió una de las cartas más extrañas que hayan llegado a La Moneda, en sus tres años de
gobierno. La firmaba un grupo de mentalistas que se reunía todas las tardes de los jueves para entrar en
contacto directo con los espíritus. La sede del grupo estaba ubicada en el segundo piso de uno de esos
caserones antiguos que enfrentaban al Parque O 'Higgins. La misiva explicaba que las sesiones habían
venido realizándose sin problemas hasta que a la LAN se le ocurrió la idea de inaugurar un vuelo entre
Antofagasta y Los Cerrillos. Y el dichoso avión pasaba por sobre la sede de los mentalistas, justamente

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

a la misma hora en que estaban contactados con los espíritus. Por eso, pedían al Presidente que
impartiera las órdenes correspondientes a fin de que la compañía de aviación cambiara la ruta o
modificara el horario del vuelo de marras. Para peor, el General Ruiz y el Gordo Rodolfo Ortega se
habían empecinado en conseguir que la LAN se convirtiera en un ejemplo de puntualidad aérea.
Ojalá que ese grupo de mentalistas haya logrado sobrevivir y, en sus archivos, conserve copia de
la carta que envió al Presidente Allende y el original de su respuesta. Los documentos que Osvaldo
Puccio guardaba en la Secretaría Privada de la Presidencia fueron reducidos a cenizas.
Este asunto de la muerte para Chicho Allende fue siempre respetable. Más que la muerte misma,
lo que le preocupaba era la manera de enfrentarla. ¡Y como tenía que desafiarla todos los días y a cada
instante... !
Cuando su padre murió, dijo un discurso que anticipó el rumbo de su vida. Cuando murió su
madre... estuvo una noche entera sin hablar.
Carlos Briones tiene muy vivos en su memoria los instantes de ese día en que murió doña Laura,
en la Clínica Santa María. Cuando cayó la noche, en la capilla ardiente, Chicho pidió un favor a sus
amigos:
—Déjenme solo. Esta es la última noche con mi madre. Quiero quedarme a solas con ella. Por
favor, les insisto: déjenme solo.
Una de las cosas que más le entusiasmaba a Chicho era viajar acompañando a su madre. Briones
evoca una gran cantidad de detalles que enriquecen esta vinculación de Chicho con doña Laura:
—Es que a Salvador le encantaba salir con doña Laura. Iba a los hoteles con ella y dormía en la
misma pieza. En el fondo de los fondos, Salvador era de una afectividad tremenda. Pasaba que muchas
veces trataba de disimularla, quizás para que no la estimaran como un signo de debilidad; pero poco le
resultaba... Y otra cosa que le gustaba mucho era acompañar a doña Laura a la iglesia, sobre todo
cuando veraneaban en Algarrobo. Claro que él llegaba hasta la puerta, no más. Pero se quedaba es—
piándola a ver si alguna vez la sorprendía sin que besara el crucifijo que estaba a la entrada. Jamás lo
logró.
Después, tratando de sacarla de sus casillas, Chicho adoptaba poses de médico experimentado y le
observaba:
—Pero mamá, ¿se ha puesto a pensar en cuántos sifilíticos habrán besado ese mismo crucifijo?
Olga Corssen recuerda las miradas de compasión con las que le respondía doña Laura.
Cierta vez, un amigo le regaló a Chicho un crucifijo labrado por los indios peruanos. Era—y sigue
siendo—una joya valiosa. Chicho lo colocó en la salita de entrada de su casa de Guardia Vieja. Comenta
Olga Corssen:
—Cuando llegaba la señora Laura, antes de saludar a nadie, besaba al Cristo. Y luego, exclamaba
siempre lo mismo: "El es el Señor de la casa"... Chicho nunca se atrevió a contradecirla.
Es que hasta en lo que se refiere a las madres, Chicho Allende fue un afortunado. Al contrario de
uno de sus amigos que más apreció —Pablo Neruda— que tuvo que volcar hacia su madrastra su
inmenso caudal de ternura. Y la llamó con un nombre muy nerudiano: Mamadre.
Chicho, en cambio, de puro suertudo que fue, tuvo dos madres, al mismo tiempo y durante gran
parte de su vida política: doña Laura y la Mama Rosa.
Ahora, no es posible ubicar a ningún amigo de la intimidad de Chicho que le atribuya algún
defecto a la Mama Rosa. Es probable que no haya sido tan perfecta; pero sí lo fue para los ojos de
Chicho... "mi Chichito" como ella le decía.
Olga Corssen, que la conoció tanto, la describe como "el prototipo de la mujer del pueblo:
simpática y bondadosa. Estaba en la casa de la señora Anita, la tía de Chicho, cuando éste se vino a
Santiago a estudiar medicina".

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

Por su parte, Hernán Santa Cruz jura por todos los santos que jamás probó nada más rico que las
cazuelas de gallina que cocinaba la Mama Rosa. "Se demoraba dos días en hacerlas — aclara— porque
las cocía al vapor, para que se fuera diluyendo la grasa... He comido de todo en tantas partes del mundo;
pero nada superior a esas cazuelas de gallina de la Mama Rosa".
Manuel Mandujano, en cambio, lo que nunca olvida son los chupes de locos que la Mama Rosa
preparaba. Dice que Chicho se preocupaba personalmente de comprarlos y se los enviaba con la debida
anticipación, de manera que, cuando aparecieran los comensales, el chupe estuviera a punto para
comenzar a ser ceremoniosamente celebrado.
Y ambos amigos (Mandujano y Santa Cruz) coinciden plenamente en que la Mama Rosa era "una
viejecita maravillosa". Tal vez de la misma edad de doña Laura, pero lucía mayor, porque las mujeres
pobres tardan menos en envejecer. Y además, Mandujano insiste en que la Mama Rosa era muy
habilidosa y estaba absolutamente convencida de que su Chicho llegaría a ser Presidente de Chile...
aunque se demorara.
Precisamente, cuando se encontraba sumido en los afanes por ganar la Presidencia, Chicho vio
llegar un día a la Mama Rosa, compungida e indignada.
—¿Qué le pasó, Mamita?
—¿Qué me iba a pasar? Que ninguno de esos tontos de La Vega, que son mis caseros de toda la
vida, creen ahora que yo soy tu mamá. ¡Y se han reído en mi propia cara!
—Ah, ¿no creen? Bueno, pues, mañana vamos juntos a La Vega.
Y el candidato alteró su programa de campaña para dedicarle una mañana completa a la Mama
Rosa. Del brazo de ella se paseó por toda La Vega, saludando a los caseros y testimoniando que
efectivamente era "hijo" de la viejita de la que tanto se habían burlado.
Más suerte que doña Laura tuvo la Mama Rosa: alcanzó a ver a "su Chichito" de Presidente. Y
murió antes que él, de modo que se ahorró el golpe militar.
Tratando de horadar su memoria, a Chicho Allende lo han acusado de muchas cosas, pero no de
nepotismo. Sin embargo, no sería de extrañar que por ahí saltara más de alguno achacándole también
este delito. Porque nombró Subdelegado de El Monte al Pinocho Gómez, nieto de la Mama Rosa.
Por otro lado, Pinocho se había ganado con creces este cargo y cualquier otro. A pesar de su juventud,
fue un buen ejemplo de abnegación allendista y de entrega total y desinteresada a la causa del socialismo.
Todo anduvo muy bien hasta que a Pinocho, que estaba pololeando cuando recibió su nombramiento,
se le ocurrió casarse. También eso era inobjetable, sólo que le pidió a Chicho que fuera su padrino de bodas
y el Presidente no pudo negarse. ¿Cómo le iba a decir que no a un nieto de su Mama Rosa?.
Y de madrina, Pinocho eligió a Payita.
Una vez conseguidos los padrinos, seleccionó cuidadosamente a los allendistas auténticos para
invitarlos a su matrimonio. Uno de los distinguidos fue el Negro Jorquera, quien recuerda así este suceso:
—Debe haber sido un domingo o un día feriado. El caso es que El Monte estaba conmovido por este
acontecimiento. Y no era para menos. El Presidente había llegado al mediodía, cumpliendo rigurosamente
con su compromiso. Los invitados a la ceremonia, locales y foráneos, estábamos reunidos en el jardín de una
casa de dos pisos. Había cierto nerviosismo porque la madrina no llegaba. Cuando ya se estaba pensando en
reemplazarla, apareció Payita, apuradísima, como siempre. "Ya voy, chiquillos" fue lo que se alcanzó a
escucharle, mientras subía corriendo al segundo piso a cambiarse de ropa. De pronto, vimos a unos montinos
mirando, como hipnotizados, hacia el segundo piso. ¿Qué había pasado? Que la Payita, en el apuro, olvidó
cerrar la ventana y, entonces, mientras se cambiaba de ropa, la atracción no fue el Presidente. Luego, Chicho
fue a buscar a la novia para conducirla a la iglesia. Estábamos preparados para ver aparecer al Presidente con
una novia. Pero, apareció con dos. Es que la hermana de la novia de Pinocho también decidió contraer el
sagrado vínculo y padrino mejor que el Presidente no iba a encontrar con facilidad. Esa fue una de las
sorpresas, sobre todo para los afuerinos. Y otra, mayor todavía, fue ver llegar a Payita a la iglesia con unos
ojos que no le correspondían. ¡Con el agravante de que los ojos naturales de Payita son inconfundiblemente
hermosos! Pero alguien —nunca quiso Payita confesar quién fue— le había traído de regalo unas pestañas
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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

postizas, de ésas que usan las artistas de cine y que, en Chile, eran toda una novedad. Y Payita, peleando los
segundos, se puso las pestañas al revés. Y de eso se vino a dar cuenta Chicho cuando iba entrando a la
iglesia, muy solemnemente, con una novia en cada brazo. Sin embargo, pareció que las sorpresas apenas
estaban comenzando, ya que no bien el Presidente cruzó la puerta de la parroquia un coro comenzó a cantar
una canción sumamente religiosa, de acuerdo con el lugar y la calidad del acontecimiento. Lo notable era
que más o menos la mitad de ese coro tan piadoso estaba integrado por los cabros del GAP. Y lo mismo, en
los ventanales de la parroquia. Chicho no sabía qué hacer. Para donde mirara se encontraba con sorpresas
que lo impulsaban a estallar a carcajadas. Y, cuando miraba a la madrina, el espectáculo era aun más
jocoso... ¡con esas tremendas pestañas al revés! Cuando apareció el señor cura, la cosa se complicó más
todavía. Porque no quedaron dudas de que el párroco se había impactado demasiado con el hecho de tener al
Presidente de la República ahí, al alcance de su mano, y quiso sacarle el máximo de jugo a la oportunidad.
Tal vez por eso fue tan largo su sermón. Cada vez que miraba al Presidente Allende —lo tenía al frente—
veía cómo le corrían las lágrimas. Seguramente creyó que eran de emoción o, a lo mejor, evidencias de un
milagro que haría retornar a esa oveja descarriada al redil de las almas buenas. Chicho lagrimeaba, era cierto,
pero de risa. En varias oportunidades, mi hija Daniela, que era muy pequeñita, desempeñó un rol de
importancia. Porque, cuando el Presidente estaba a punto de estallar, hacía un gesto con su mano izquierda y
yo soltaba a Daniela para que corriera el par de metros que nos separaba de él. De ese modo, el Presidente,
acariciándole la cabeza a una niñita, podía drenar un tanto sus ganas de explotar a carcajadas. Ahora bien,
todos estos desplazamientos tan poco convencionales tenían una explicación: por distintos conductos habían
llegado informaciones que alertaban acerca de la preparación de un atentado contra el Presidente. A eso se
debieron tales precauciones, de las cuales felizmente sólo unos pocos nos percatamos. Estas escenas, por lo
demás, espero que puedan rescatarse y ser apreciadas nuevamente, después de tantos años y de tantas
cosas que han pasado. Porque fueron filmadas por la televisión de Suecia. Es claro que los colegas
echaron a correr sus cámaras sin conocerlos detalles de lo que estaban filmando. Esta vez fui yo el que
no tuvo más remedio que "hacerse el sueco".
Después de todo, quizás haya sido una suerte para el párroco de El Monte que este matrimonio se
realizara en los comienzos del gobierno de Chicho Allende. Ya que de haber sido en sus meses finales
corría el riesgo de que apareciera alguien por ahí acusándolo de vinculación con el ateísmo o el
marxismo—leninismo o cualquiera de esos delitos tan infamantes. ¡Y que tantas vidas han costado!
Porque de ese oleaje mortal que anegó todos los estratos sociales no se libraron ni los sacerdotes.
Un ejemplo para no olvidar: aquel que agonizó, torturado, en la bodega de un barco de histórico
nombre.
En este caso, la explicación que se dio a la opinión pública sólo pudo ser concebida por un
cerebro tal vez interesante para la psicopatía pero deplorable para las "relaciones públicas": se informó
que el sacerdote fue detenido... para impedir que consumara un caudaloso programa de violaciones de
muchachas, todas las cuales figuraban en una libreta, en estricto orden alfabético. A pesar de lo que se
afirmó —¡oficialmente!— eran tantas, que la tal libreta equivalía a una especie de guía telefónica.
Como parece que hubo demasiado apuro en cautelar las virginidades de esa increíble cantidad de
jóvenes porteñas, no se tomó la precaución de consultar a ninguna de tales presuntas "violadas en
barbecho". Si fue porque eran demasiado numerosas, por lo menos podían haberlas quinteado y así la
posteridad hubiera tenido una idea, aunque no más fuera aproximada, acerca de la opinión de las
afectadas...
De todas maneras, de lo que no hay dudas es de que se habría tratado de un caso único en el
mundo, no superado por ningún argumento cinematográfico. Si en lugar de matar al sacerdote lo
hubieran exhibido, seguro se habría convertido en una verdadera atracción mundial. Con lo cual
hubieran ganado el turismo, las líneas aéreas, los hoteles, el comercio, los expertos en sexología y todo
el jet—set de esos años, descolgándose en masa para conocer de cerca a quien amenazaba con dejar en
ridículo las condiciones amatorias del mundialmente envidiado Porfirio Rubirosa. Y como todo ello
hubiera revitalizado a Valparaíso no habría habido para qué pensar en trasladar allá el Congreso
Nacional.
Desgraciadamente, el caso del sacerdote Miguel Woodward Iribarren no tuvo nada de gracioso.
Fue extraordinariamente trágico y conmovedor. Como tantos dramas que vivieron los presos políticos.

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

Porque el cura Woodward fue un preso político trasladado al Hospital Naval de Playa Ancha nada
más para que alcanzara a expirar en tierra. Algunos de sus familiares vinieron de Europa para conocer
detalles de su muerte. El resultado de sus averiguaciones está consignado en un legajo que conserva el
Centro Belarmino, en Santiago.
Estas indagaciones demuestran que al cura Miguel Woodward Iribarren, antes de que lo
condujeran al Hospital Naval, lo pasaron por la enfermería de La Esmeralda. Eso fue once días después
del golpe militar. Una vecina de la población Héroes del Mar—cerro Los Placeres, donde Woodward se
había construido su propia casita— declaró que una patrulla uniformada lo había llevado detenido una
madrugada. Afirma que el sacerdote dijo, al salir esposado:
—Bienaventurados los perseguidos por la justicia.
Tenía cuarenta años de edad y su caso se transmitió por ese correo de las brujas que siempre se las
arregla para conectar entre sí a las prisiones. Nunca faltará alguien que recuerde al cura Woodward,
porque su calvario puso al desnudo el costo de la fe.
Cuando la indefensión es absoluta, la fe alcanza un valor inconmensurable. Porque entonces la
sinrazón abre las puertas al primitivismo. Y todo lo que se ve es tan inhumano que únicamente la
esperanza en lo desconocido puede dar aliento para seguir respirando.
En minutos como ésos, que pesan como siglos, a los presos que creen en una vida eterna, les
queda la protección de su propia fe. Y por eso llegan a ser envidiados por sus compañeros que carecen
hasta de ese amparo espiritual.
La versión que circuló entre los presos políticos de varias prisiones señala que el sacerdote Miguel
Woodward Iribarren fue brutalmente torturado varias veces. Hasta que una noche lo lanzaron, como un
fardo de pasto, a la bodega del barco donde compartía angustias con otros presos políticos. Supo que ésa
sería su última noche. Porque ya no tenía, orgánicamente, fuerzas para seguir viviendo. Como pudo,
llamó a su lado a quien había sido uno de sus adversarios más encarnizados en la lucha por conquistar
ovejas para sus propios rediles: él, para los Cristianos por el Socialismo; ese compañero de prisión, para
las posiciones marxista—leninistas más extremas. El diálogo entre ambos —que fue escuchado por
otros presos—habría sido más o menos el siguiente:
—Tienes que hacerme un favor.
—¿Yo? ¿En estas condiciones?
—Sí, tú y ahora mismo... antes de que sea muy tarde.
—¿Y qué quieres que haga?
—Toma mi confesión.
—¿Qué?
—Sí, por favor: recibe mi confesión. Yo te indico cómo debes hacerlo.
Y entonces, aquel peligrosísimo marxista—leninista, cultor de las posiciones políticas más
avanzadas, recibió esa petición a la cual no pudo negarse. En muy breves frases, el sacerdote le hizo ver
que el temor que le embargaba, en esos instantes, era que dentro de muy poco comparecería ante su
Creador. Y necesitaba hacerlo cumpliendo con todos los deberes de un católico riguroso. Su religión, le
explicó, prescribía que en casos de extrema urgencia —como era el suyo— podía recurrir a una persona
que le mereciera confianza para recibir su confesión.
—¿Y por qué yo, que siempre he sido para ti un enemigo?
—Es cierto: pero he conocido muy pocos hombres más dignos que tú. ¡Por favor, recibe mi
confesión!
Y el marxista acercó su oído a la boca del sacerdote y cumplió estrictamente con lo que el
moribundo le había indicado.

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

El diario La Estrella, de Valparaíso, en su edición del 22 de septiembre de 1973, da cuenta de la


detención del sacerdote Miguel Woodward Iribarren, puntualizando que:
... personal que trabajó en el operativo, después de un breve interrogatorio, lo trasladó al buque—
escuela Esmeralda, donde, en estos momentos, se encuentra detenido'.
¿Y qué tiene que ver con Chicho Allende lo que le ocurrió al cura Woodward Iribarren? Mucho,
porque el sacerdote fue uno de los tantos que tuvo fe en la posibilidad histórica que ofrecía la vía
chilena al socialismo.
Tanto creyó en ella que se hizo cargo de la JAP de su sector en el cerro Los Placeres.
Esa fue la madre del cordero. Lo de la libreta con nombres de futuras violadas habrá que
registrarlo como una más de las creaciones de esos cerebros tipo Plan Zeta.
La contundencia del golpe militar, que también sobrepasó la imaginación de muchos, provocó
incontables encuentros entre creyentes y ateos. La misma tragedia no demoró mucho en acortar las
distancias.
De haber sido uno de los prisioneros que alcanzó a tener conciencia de sus minutos finales... ¿en
cuál de los dos sectores se hubiera incluido Chicho? Es difícil decirlo con precisión absoluta. Porque, si
bien no sintió el llamado de ninguna religión, uno de sus nortes vitales fue el respeto por las creencias
de los demás. Podría definírsele como una síntesis entre el laicismo consecuente de su padre y de su
abuelo y el catolicismo militante de doña Laura.
Así lo pudo comprobar, personalmente, uno de los sacerdotes que mejores recuerdos ha dejado en
generaciones completas de católicos chilenos: don Carlos Casanueva, cuando era Rector de la
Universidad Católica.
Una tarde fue al Senado, dudando acerca de si lograría conseguir el apoyo del senador Allende
para una iniciativa en la cual estaba empeñado, con ese tesón que él ponía en todas las empresas que
acometía: la construcción del Hospital de la Universidad Católica. El visto bueno de Chicho era muy
importante, por cuanto presidía la Comisión de Salubridad del Senado y su opinión en materia de salud
pública era altamente considerada en las decisiones de los "padres conscriptos".
Don Carlos Casanueva le explicó el proyecto a Chicho, luego de lo cual le pidió que le ayudara a
conseguir el financiamiento para el hospital: cinco millones de pesos... de esos años.
Chicho le dijo que no.
Don Carlos Casanueva insistió:
—¿Así es que no me va a ayudar a conseguir esos cinco millones, senador?
—No, don Carlos, ya le dije que no.
—¿Y puedo saber por qué?
—Claro que sí: porque usted con esos cinco millones no llegaría ni a la mitad del hospital con que
sueña.
—¿Ah, sí? ¿Y cuánto necesitaría, entonces?
—¡Veinte millones! Eso es lo que necesita y a lo mejor todavía se queda corto. De manera que
váyase tranquilo, don Carlos, que yo me haré cargo de su asunto. Porque es de estricta justicia. Yo le
voy a conseguir veinte millones con el Senado. Le prometo el apoyo de todos los senadores de
izquierda.
Y don Carlos Casanueva tuvo sus veinte millones. Y pudo construir el actual Hospital de la
Universidad Católica. Al bendecir la primera piedra, dijo públicamente:
—Gracias a Dios... y a Salvador Allende.

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

En el Chile de la democracia, estos asuntos que tenían que ver con la fe no eran de los más
debatidos. A nadie se le ocurría imponerle un Dios a otro. Aunque les cueste creerlo a las generaciones
post—golpe, así era Chile.
Era un país en el cual quienes mandaban podían hacerlo porque, a su vez, tenían tras de sí un
mandato, refrendado por la única "notaría" con legitimidad: la opinión de un significativo segmento
social. Lo que podría surgir, de un momento a otro, sena un mandarrias, pero no un líder. Porque el
liderazgo no se arrienda, no se importa, no se hereda ni nadie puede regalarlo. Es el ir y venir de la
política diaria el que lo va tamizando, como el oro de lavadero.
Y nunca la política es lineal, por eso resulta tan fácil equivocarse siguiendo exclusivamente la vía
de las comparaciones. En el accionar político se van amalgamando los hombres y las situaciones
concretas, de suerte que siempre el líder será un producto original, nunca una segunda edición. Se
inspirará en otros, valorará experiencias ajenas, pero sólo para sacar consecuencias atinadas que
contribuyan a afinar sus propios pasos. Si alguna vez la mentada política llegara a ser una ciencia, recién
entonces podría ser más expedita la graduación de líder. Porque bastaría con dominar sus reglas,
precisar sus causas y así anticipar los resultados. Ese día no ha llegado... aunque los cientistas políticos
ya hayan aparecido. Tal vez serán los adelantados de un buen futuro. Ojalá.
Son muchísimos los factores ajenos a la personalidad que influyen en la formación del líder
auténtico, como la buena suerte, por ejemplo. Y numerosos, también, los que tienen que ver con el
interior del propio aspirante a líder. Tenacidad, constancia, son los carburantes esenciales que deberán
motorizar el accionar de quien sueñe con alcanzar el liderazgo.
Un amigo de Chicho Allende, que se consagrara como líder de contornos históricos en su país,
tuvo muy presente este factor cuando, en un hospital neoyorquino, se despidió, con la plena convicción
de que era la última vez, de quien se consideraba discípulo suyo y como él, también alcanzó la
Presidencia de Venezuela.
Este fue el diálogo final entre Rómulo Betancourt y Jaime Lusinchi:
—Bueno, Rómulo, debo regresarme a Caracas. Pero antes de despedirme quiero hacerte una
pregunta que hace muchos años me anda dando vueltas. Dime: ¿cuál dirías tú que ha sido tu principal
virtud?
—La terquedad, Jaime, la terquedad.
Eso: la firmeza, la constancia, el tesón. Sin ello, no hay líder.
Tampoco lo hay sin mensaje. Es decir, sin encarnar una oferta legítima para mejorar la
convivencia social. Y la fe en la calidad del mensaje tiene que comenzar por la del propio aspirante.
Ningún mudo, por mucha inteligencia que demuestre, ha llegado a ser líder. Tampoco nadie que
pretenda conservarse en el anonimato. Porque el líder no sólo debe mandar, y mandar bien; lo principal
es que oriente, que conduzca, que ilumine un camino nuevo.
Mueven a risa aquellos pretendientes a liderar a sus países por el solo hecho de destacarse como
tratadistas en sus propios ateneos. Y más todavía, quienes piensan que pueden lograrlo sin quitarse sus
pantuflas de teorizantes sosegados. — Y lo peor: el liderazgo es escurridizo. Hay que tener muy buen control
de las riendas para cabalgar un trecho respetable, dejando huellas que permanezcan. Churchill, por ejemplo,
fue un líder indiscutido; tanto, que llegó a ser una de las figuras estelares del siglo XX: ganó la Segunda
Guerra Mundial y, al poco andar, perdió las elecciones en Gran Bretaña.
La política es algo más que un mero ejercicio académico. Para alcanzar las jinetas del liderazgo se
necesita, además, una buena salud integral, es decir: física y moral. Es la única manera de contar con las
fuerzas imprescindibles para remontar esas caídas que, como las penas traicioneras del tango famoso, van
siempre galopando detrás... como "perros de presa".
Y, valga la insistencia, hay un factor que sigue siendo fundamental: la buena estrella.
Chicho Allende la tuvo encendida hasta que, desde lo alto, el primer rocket comenzara a apagarla.

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

SEIS

TODO LÍDER QUE SE RESPETA A SI MISMO ASPIRA AL PODER.

Porque siente que es la mejor garantía de que su mensaje se hará realidad. Y aquí es donde su buena
estrella debe iluminarlo mejor, para que pueda identificar el camino adecuado, el cual, a su vez, irá
señalándole los métodos más idóneos.
Gandhi lo consiguió, recurriendo al ayuno. Un método similar, en Chile, sólo hubiera enriquecido el
folklore. Pero, en la India dio resultado y el gandhismo todavía subsiste.
En esos años turbulentos de comienzos del 30, cuando el Partido Socialista despuntaba, Osear
Schnake combatió con la ideología y ganó el respeto de todos los que pudieron calibrar el valor de su aporte
(Chicho fue uno de ellos). " Grove desenvainó la "tinca" (así la llamaba él mismo) acompañada de la acción
concreta.
Y más allá de las fronteras partidistas lo que hubo fue grovismo y no schnakismo. Pudiera parecer
extraño a quienes no tuvieron acceso a la intimidad de Chicho Allende el hecho que jamás hubiera
pretendido la vertebración de algo así como el "allendismo". Había allendistas, claro está, y seguirá
habiéndolos por mucho tiempo; pero no un movimiento prefabricado para quemarle incienso, como si se
tratara de un semidiós.
Lo que Salvador Allende quiso fue socialismo y hacia esa meta encaminó sus pasos. Si no pudo llegar
hasta el final, en el empeño conquistó el liderazgo. La prueba es que, dieciséis años después de su muerte,
sigue estando vigente. Y no sólo en un amplio sector chileno, sino también en el respeto del resto del
mundo.
Porque el diploma de líder—equivalente al de estadista— sólo lo otorga la Historia. Y eso, a
Chicho Allende no le cayó del cielo ni nadie se lo regaló. Lo consiguió con su propio esfuerzo, con
visión de pionero, fe de carbonario y tesón de carbonero. De modo que cuando llegó por primera vez al
Congreso, en 1937, ya tenía bien cargada su canana política. Eso sí, necesitaba pulir sus cartuchos y a
ello se dedicó de cabeza, con la misma tenacidad que aplicara en sus estudios de medicina.
Carlos Briones recuerda cómo, en el piuchén de la galería Alessandri, comenzaron a analizar, con
rigor no desprovisto de sentido del humor, las actuaciones de ciertas figuras que habían descollado en la
política contingente. De preferencia, las de los oradores parlamentarios. Para ello recurrían a las
transcripciones de las sesiones del Congreso, a las versiones periodísticas y a las inevitables "memorias"
de algunos pro—hombres.
De ese amplio repertorio surgió una figura del siglo pasado que cautivó a Chicho: Isidoro
Errázuriz, a quien apodaban Condorito.
En voz alta y de pie, Chicho leía las intervenciones parlamentarias de Condorito, imaginándose
los gestos de desagrado que, en la santabárbara derechista, provocaban los torpedos que les lanzaba ese
aristócrata que nació y murió defendiendo al radicalismo. Lo cual, entre otras cosas, equivalía a
defenderlas libertades públicas.
Tiempo después, ya Chicho Allende convertido en flamante diputado, arreciaron esas sesiones
recordatorias, con Condorito como protagonista central; pero ahora en casa de Hernán Santa Cruz. Ahí
llegaban Chicho y Briones a almorzar todos los domingos. Y en esas sobremesas que duraban hasta el
anochecer revivían la imagen de Condorito.
Como su nombre lo indica, Isidoro Errázuriz era cuña del mismo palo de aquellos a los que
atacaba. Naturalmente, no lo podían ni ver desde los bancos de la derecha. La verdad es que, siendo ésa
una razón de bastante peso, no fue la única. Porque aquel brillante orador no sólo ponía fuego en sus
intervenciones públicas sino también en las privadas.
De pura malicia le brillan los ojos a Carlos Briones cuando se refiere a este punto:

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

—Es que, además, era muy enamorado. Se publicaron algunas crónicas en las que le enrostraban
el hecho de mantener amores clandestinos por los barrios de Santiago. Recuerdo que le achacaban uno
muy especial, por ahí por Avenida Matta. ¡Claro que tenía enredos sentimentales, porque era un gran
gozador de la vida!
Entonces, sus discursos e interpelaciones parlamentarias tenían un sabor muy especial para
Chicho. ¡Cómo habrá gozado desmenuzándolas!
Otra de las figuras deslumbrantes de la política chilena, Enrique Mac—Iver, hizo una semblanza
muy emotiva de Condorito Errázuriz cuando, conversando con Armando Donoso, evocó:
—El de Isidoro Errázuriz fue, tal vez, uno de los cerebros más poderosos que hemos tenido en
Chile. Contaba con una educación política extensa, tenía conocimientos muy generales y facultades
combativas de primer orden: con una frase mataba a un hombre... El no hablaba: pintaba. Tenía el
talento de aprovechar los contrastes y una facultad enorme para hacer frases que en otro hubieran
resultado una enormidad. Ante el pueblo, en el mitin, Isidoro constituía un poder muy grande, sabía ir
derecho al corazón. La frase no la decía: la esculpía, dejándola estampada como en marfil... Como
tribuno, el primero de todos ha sido Isidoro Errázuriz y aun como orador parlamentario era grande; pero,
antes que nada, era orador popular.
Fue tanto lo que a Chicho Allende entusiasmó este político de mediados del siglo pasado, que en
esas tardes domingueras llegó a "meterse" dentro de él, tal como ansían hacer todos los actores con los
personajes que deben interpretar.
Y así fue cómo, en una de esas sesiones evocadoras de Isidoro Errázuriz, cuando Chicho se
encontraba en lo mejor de su actuación, como si brotaran de su propia alma las frases del tribuno que iba
releyendo de un texto que sostenía con la mano derecha, mientras con la izquierda iba apuntando
inquisitoriamente a los fantasmagóricos aludidos, Briones lo interrumpió con aplausos y le dijo: —
Chicho, así debe haber sido don Isidoro... Ahora te encuentro igual a Condorito.
Desde entonces, algunos íntimos también empezaron a llamarle Condorito. No obstante, eso no duró
mucho; lo de Chicho siguió imperando, con algunas variaciones hacia Pije. De ambas maneras se daba por
aludido.
En los días en que consiguió adentrarse en Condorito ya había superado, con buenas calificaciones, el
primer ciclo en materia de oratoria, sobre todo de la llamada popular o de masas.
Cuando se preparaba el alumbramiento del Partido Socialista, recorría provincias y barriadas llamando
a incorporarse a este nuevo movimiento. Nacido el PS, aumentó la frecuencia de sus giras, con los
consiguientes discursos. Y ya asomaba el riesgo de la rutina, de caer en esos lugares comunes que son como
balas de salva. El discurso tradicional, que se oye pero no enseña, ése era el peligro.
Para eludirlo, Chicho inventó un juego: desafiaba a quienes compartían la tribuna con él a
ingeniárselas para incluir una palabra que, sin ser siútica, apareciera como extraña en los discursos
convencionales. Alborada, almibarada eran algunas de ellas, según recuerda René Frías Ojeda, uno de los
frecuentes competidores de Chicho en este juego de oratoria.
Agrega René Frías:
—También nos desafiaba a ver quién hacía más metáforas en el discurso, pero siempre que tuvieran
que ver con el tema principal para el cual el acto había sido convocado. O deslizar un piropo que lograra
inquietar galantemente a alguna niña o grupo de niñas ubicadas en las primeras filas.
La práctica que adquirieron en estos ejercicios más de alguna vez les sirvió de alimento. Como en los
inicios de la campaña presidencial de 1952; Chicho Allende recorría el sur acompañado solamente por dos
dirigentes: René Frías y Elías Lafferte (presidente del Partido Comunista, entonces ilegal por disposición de
la Ley de Defensa de la Democracia).
Sigue recordando René Frías:
—Debe haber sido en Gorbea o en otro pueblito cercano. Llevábamos varios días recorriendo la zona.
Chicho nos notificó, a Elías y a mí, que no nos quedaba plata ni para comemos un sandwich. Y estábamos
recién comenzando el día; todavía nos faltaba la concentración de la mañana. Algún gesto muy elocuente de
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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

desaliento debemos haber hecho, porque Chicho se compadeció de nosotros y nos dijo que no nos
preocupáramos tanto, que él se las iba a arreglar para que ese día almorzáramos como príncipes. Vino la
concentración y, naturalmente, estaba todo el pueblo. No porque fueran allendistas, sino porque no tenían
nada mejor que hacer ese día, que era domingo. Hablamos Lafferte y yo y luego comenzó Chicho. Ya era
más de mediodía y con Elías nos mirábamos, con los ojos lánguidos, dando por perdidas nuestras esperanzas
de un buen almuerzo. Chicho expuso el programa del Frente del Pueblo. Fue muy notable la atención que le
prestó la gente. Y ese interés alcanzó un grado inusitado cuando, en las postrimerías del discurso, Chicho
dedicó palabras floridas en homenaje a un médico ya fallecido que había sido una especie de patriarca de ese
pueblo. Lo más extraño era que el homenajeado se había distinguido también como enemigo acérrimo de
cualquiera idea que se pareciera al socialismo. Al finalizar el acto, Chicho, como era habitual, recibió
muchas felicitaciones; pero las más emocionadas de todas fueron las de los herederos de aquel médico con
alma de cacique pueblerino. Estaban tan emocionados que se sintieron en la obligación de retribuir ese gesto
de Chicho con un suculento almuerzo y en la mejor casa del pueblo... lo cual demuestra lo útil que puede
llegar a ser un buen discurso.
También era bueno el que estaba pronunciando José Tohá, en medio de esa misma campaña
presidencial de 1952, en otra mañana de un domingo santiaguino. El Flaco Tohá dirigía la Izquierda
Socialista, un partido organizado a marcha rápida para apuntalar el primer intento de proyección nacional de
Chicho Allende por abrirse paso hacia La Moneda. El Flaco hablaba muy bien. Su sola estampa
impresionaba al auditorio, si bien en aquellos años todavía no se dejaba esa barba con la cual pasó a la
Historia. Entonces no se parecía tanto a don Quijote pero sí era igualito a Manolete. Como uno y otro
encarnaron los mejores atributos del pueblo español, el Flaco nunca protestó por estas alusiones que daban
pie para buenos chistes amistosos. Si además el hidalgo o el torero hubiesen sido de Chillan, el orgullo
habría sido completo.
El problema, en esa mañana de un domingo del 52, era que el candidato todavía no llegaba al
teatro, porque andaba en otros ajetreos electorales. El local estaba repleto hasta en los pasillos. El Flaco
se paró frente al micrófono, dispuesto a pronunciar un discurso breve, mientras aparecía el candidato.
Pero Chicho no asomaba, de modo que el Flaco fue alargando su perorata. Los minutos iban pasando, el
público se iba entusiasmando y el Flaco Tohá también. Y, al final, empezó a producirse esa suerte de
simbiosis entre el orador y su auditorio. Con el agravante de que al Flaco ya se le estaba acabando el
parque argumental. Y como el candidato no llegaba y el público se ponía cada vez más insistente el
Flaco Tohá, en el colmo de su entusiasmo, se dejó llevar por la masa y comenzó a disparar una frase,
diciendo:
—Porque el pueblo con el fusil...
Y en ese instante entró Chicho. Al oír el inicio de la frase, lanzó una mirada fulminante al Flaco
Tohá. Este, con un increíble control de sus nervios, dio una cabriola oratoria en el aire y, corrió si
hubiera recuperado fuerzas, continuó:
—... con el fusil... con el fusil de la esperanza y la espada de la ilusión el pueblo seguirá su
marcha, etc., etc., etc.
Nunca se supo muy bien cómo terminó el Flaco Tohá ese discurso, porque sus frases finales
fueron ahogadas por el griterío que provocó la aparición de Chicho, quien con la velocidad del rayo
desplazó al orador del centro del escenario, a la vez que respondía los saludos de los congregados.
Cuando finalizó su intervención, lo primero que hizo fue volverse hacia donde estaba el Flaco
Tohá para preguntarle:
— ¿Ya dónde quena llegar, José, con ese discurso?
— A buscarlo a usted, pues, Salvador... ¡como no llegaba nunca!
Curioso: nunca se tutearon. No obstante que Chicho incitaba a la confianza y en el Flaco Tohá
confiaba plenamente, tanto en lo personal como en lo político. Y para Tohá su lealtad con Chicho
Allende era como una religión. Así fue, sin altibajos, desde que el Flaco fuera Presidente de la FECh
(gobierno de González Videla) hasta esa mañana de los minutos finales, en La Moneda.

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

Se entendían muy bien, porque los dos eran demócratas y querían el mismo socialismo. Además,
tenían la virtud de saber hacerse de amigos para la vida entera. Eran terribles para las bromas, teniendo
mucho cuidado de aparecer siempre como caballeros, especialmente con las damas (al Flaco le costaba
menos, tal vez porque lo ayudaba su quijotesco porte). Y, cuando no quedaba más camino que agarrarse
a puñetes, había que preocuparse por los adversarios, porque tanto Chicho como el Flaco eran capaces
de derribar murallas.
Ambos murieron trágicamente, con casi dos años de distancia, pero por la misma causa. En
compensación, los dos tuvieron el privilegio de casarse, a la primera, con las mujeres que querían.
Claro que se diferenciaban en muchas cosas, sobre todo en los caracteres. Chicho a veces se
exasperaba porque no podía inocularle al Flaco esa pasión suya por la política diaria; pero sí valoraba
sus opiniones cuando el problema tenía envergadura. Así fue durante las cuatro campañas presidenciales
y los tres años de su gobierno. Por eso se las ingenió, en los días previos a su ascensión a La Moneda,
para desmalezar el camino que le permitiera contar con el Flaco como su primer Ministro del Interior. Y
no disfrazó su alegría cuando lo designó Vicepresidente de la República, con motivo de una de sus giras
fuera del país.
Ni el uno ni el otro desembocaron en el socialismo por la vía de la lucha de clases. Cuando
muchachos, contaron con todas las opciones inherentes a una situación económica holgada. Por
ejemplo, el Flaco Tohá lucía el automóvil más espectacular de la Escuela de Derecho: un Cadillac
inolvidable, tanto por su estampa como por lo que costaba empujarlo, sobre todo... ¡cuando estaba
amaneciendo!
En lo que se refiere al devenir cotidiano, entre las alegrías y las penas, ambos votaban por las
primeras. Sabían ser serios, pero no 'tontos graves', lo cual no dejaba de ser notable, en medio de esa
izquierda quejumbrosa y plañidera.
Eso en cuanto a la vida. Respecto de la muerte, ambos fueron más que valientes: temerarios.
Sobraron las ocasiones en que lo demostraron.
Recuerda el Negro Jorquera:
— El Flaco era Presidente de la FECh y un club de Recoleta nos pidió prestado el local de la
Federación para realizar un acto social. Como éramos extremadamente cuidadosos en lo que se refería a
la "imagen pública" de la FECh (fuimos unos moscardones que no dejábamos tranquilo al gobierno de
González Videla), se les advirtió a los de ese club que sólo podían permanecer hasta las doce de la
noche y, por supuesto, si iban a hacer una convivencia tenían que barajárselas para hacerla sin alcohol.
Debe haber sido como la una o dos de la madrugada cuando, al entrar al Bosco —ese restorán del cual
se siguen contando tantas historias orales y escritas y al que nosotros, como estudiantes, fuimos los
primeros en darle la "vida" que lo hiciera famoso— vimos que el local de la FECh estaba iluminado.
Cruzamos la Alameda para ponerle fin al "acto social" antes de que llegaran los carabineros y le pasaran
un parte a la Federación (lo cual hubiera sido explotado publicitariamente por los órganos de prensa
oficialistas). Quedaba poca gente y la mayoría ostensiblemente borracha. El Flaco estaba comenzando
sus admoniciones cuando uno de los reconvenidos apagó la luz. ¡Y se nos vinieron encima... "de a
montón", como en la canción mexicana! Como soy negro, en la oscuridad les costaba bastante
acertarme, pero el Flaco, cerquita de mí, empezó a derribar agresores, como palitroques. Sus combos
sonaban como latigazos. El sólito ganó la pelea. ¡Cómo sería que prefirieron prender la luz! Llegaron
los carabineros y, como encontraron puros machucados, no se llevaron preso a nadie. Muertos de la risa,
felicitaron al Presidente de la FECh. En vista de lo cual, ambos volvimos a cruzar la Alameda y nos
instalamos a celebrar en el Bosco, de acuerdo con los sagrados cánones de nuestra liturgia juvenil.
Poco tiempo después, en los inicios de la primera campaña presidencial de Chicho, un grupo de
manifestantes allendistas se entreveró con los carabineros, en la Alameda. Como la cosa se iba poniendo
seria, huyeron por la calle Serrano rumbo al local del Frente del Pueblo. Pero en la primera cuadra los
incidentes se agravaron y nos dimos cuenta de que los carabineros se disponían a disparar. Sonaron
algunos tiros. Y entonces, el Flaco Tohá salió, como iluminado, al medio de la calle, con los brazos
abiertos, a ver si conseguía impedir la balacera. Como espectáculo, fue inolvidable: el Flaco, con su

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

tremendo porte y, para peor, con un abrigo de color amarillo: un blanco perfecto. No sé de donde saqué
fuerzas para empujarlo hacia la puerta de una casa. ¿Quieres que te maten, idiota: no ves que están
disparando? Su respuesta no la olvido nunca: No podemos dejar que baleen a los compañeros. En ese
instante, cayó herido de muerte Raúl Fuica Strube, militante socialista. En vista de ello, se suspendió el
baleo. Fuica fue trasladado urgentemente a la Posta. Como por arte de magia apareció Chicho Allende.
Examinó al herido y comprobó que estaba agonizando. Entonces, me encargó una de las peores
misiones de todas las que me asignara: ir a la casa de Fuica, traer a su esposa a la Posta y prepararle el
ánimo en el camino. Puso a mi disposición su automóvil de senador. La familia de Fuica vivía por El
Salto. Cuando ubiqué la casa, estaban escuchando La Familia Chilena, uno de los programas radiales de
mayor audiencia en esos años, que hacía reír a medio mundo y que escribía Gustavo Campaña. Cumplí
la misión con sentimientos entremezclados: maldiciendo por lo que acababa de sucederle a Fuica, y
dando gracias porque el caído no hubiese sido el Flaco.
Tohá, encomendado por el Presidente Allende, y también a título personal, hizo todo cuanto pudo
para convencer a responsables políticos y uniformados de la necesidad de detener el golpe militar, cuyos
pasos ya se escuchaban en la penumbra. El era uno de los hombres del allendismo cuya voz encontraba
mejor audiencia en los altos medios castrenses. Se había dado a conocer al frente de dos ministerios:
Interior y Defensa. Y fueron varios los altos mandos que le juraron amistad eterna, con una buena dosis
de gratitud. Así ha quedado estampado hasta en unas bandejas de plata, que le fueron obsequiadas por
soldados de los grados más elevados: los mismos que dirigieron el golpe militar.
Irónicamente, podría afirmarse que el Flaco Tohá fue tan afortunado que recibió testimonios de
amistad de parte de dos mandatarios sucesivos, uno civil y otro uniformado. El civil fue Salvador
Allende.
Como supo mejor que muchos otros aquilatar lo que se venía encima, tuvo tiempo de sobra para
haberse diseñado un buen pretexto que lo hubiera tenido convenientemente alejado de los lugares de
mayor peligro. Por lo demás, en esos días previos al golpe, el Flaco no estaba desempeñando ningún
cargo oficial de relieve. Algunos de los opositores más desaforados al gobierno de Allende lo habían
elegido como uno de los blancos más neurálgicos. Después se arrepintieron de ello, es cierto, pero ya
era muy tarde.
Y el 11 de septiembre, el Flaco llegó temprano al punto más explosivo: al lado de Chicho, en La
Moneda.
Terminado el bombardeo, fue conducido, detenido, al Ministerio de Defensa y de ahí a la Escuela
Militar, junto con su hermano menor, Jaime. Al segundo o tercer día de detención en el quinto piso de
uno de los edificios de la Escuela Militar, los presos políticos recibieron la visita de dos altos
funcionarios civiles del nuevo régimen. Tuvieron una reunión con los detenidos en la cual anticiparon
que pensaban proponer a la Junta Militar el rápido envío al extranjero de los jerarcas que ahí se
encontraban.
La primera respuesta vino del Flaco Tohá. Dijo muy brevemente que, sin pretender asumir la
representación de sus compañeros, en lo que a él se refería no quería abandonar el país; si se le pretendía
formular algún cargo, ahí estaba él para encararlo personalmente. Fueron frases cortas, dichas sin huera
altanería, pero, de una dignidad estremecedora. Y en uno de esos minutos en que la dignidad suele
acarrear problemas irremediables.
Dice el Negro Jorquera:
— No sé qué pensaron los demás, especialmente los mediadores; a quienes conocíamos
íntimamente al Flaco nos pareció que lo que acababa de decir correspondía plenamente a lo que él era...
¡y la verdad es que hasta un poquito de orgullo sentimos!
Y vino la Isla Dawson y el Flaco empezó a enfermarse de un mal que podría llamarse "chilitis":
enfermó de Chile. Eso fue lo que comenzó a corroerle: ver cómo su país —ese Chile que él siempre
idealizó— iba perdiendo la savia de su institucionalidad. Era demasiado para un demócrata de verdad,
sobre todo si, conocía bien a los protagonistas.

27
Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

Vuelve el Negro Jorquera con sus recuerdos:


— Una tarde, en la Isla Dawson, el Flaco estaba postrado en su camastro. Me senté a su lado a
conversar un cigarrito. Pasamos revista a los compañeros de la barraca. Y nos dimos cuenta de que
ambos éramos los amigos más viejos; es decir, los que conservábamos la amistad más antigua. Desde
esos años luminosos de la Escuela de Derecho y el Parque Forestal. Y me dijo algo así:
'Y fíjate que ya podríamos decir que nuestra amistad nos duró toda la vida.
'Epa, Flacucho, todavía podemos cambiar.
Tú sí, pero yo no.
'¿Estás loco? Si algunos se libran de este infierno tú vas a ser de los primeros.
'¡Qué tipo tan bruto! ¿Cuándo vas a entender algo bien, idiota ? Te repito, pero esto sólo para ti:
pueden salir todos ustedes, menos yo. A mí no me van a dejar.
'¿Qué? ¿Te parece poco el lío en que estamos metidos para que estés agregando un drama por tu
cuenta?
'No, Negro: en serio te digo. Y no te autorizo para que lo repitas a nadie: a mí no me van a dejar
con vida. Sé de lo que te estoy hablando. Y te insisto: no lo repitas a nadie, y mucho menos a Jaime.
'¿Pero por qué a ti y no a otros compañeros que aparecen más peligrosos que tú?
'Porque yo conozco mucho a los del golpe... Y saben que sería un testigo tremendo en contra de
ellos. Vas a verlo, vas a verlo... Por eso mismo es que tengo mucho miedo por el Cloro (Clodomiro
Almeyda); él también los conoció.
'¿Y el Nano (Orlando Letelier) también entonces?
'¡Claro! Pero no te olvides: el primero de todos voy a ser yo. Y ahora... a callarse la boquita y
terminarse el cigarrito.
De todas las discusiones que tuve con el Flaco, esa fue la que más me hubiera gustado ganarle.
Desgraciadamente, tampoco se equivocó esa vez.
Al Flaco lo evacuaron de Dawson un poco antes que al resto de los presos. Lo llevaron al Hospital
Militar. Dicen que murió en la misma pieza en la que, algunos meses más tarde, metieron a su hermano
Jaime con el Negro Jorquera.
Informaron que el Flaco se había suicidado.
¿Por qué será que esta etiqueta de "suicidio" se ha aplicado a tantos asesinatos relevantes?
Un día, los presos de Dawson debieron formarse, no para obedecer órdenes, sino para posar ante
un fotógrafo periodístico. Pocas fotos chilenas habrán logrado tanta difusión mundial como esa. Fue
aprovechada como poster en muchos idiomas y pegada en murallas destacadas de las ciudades más
importantes de Europa y América. En ella resalta la figura del Flaco Tohá, con su barba casi totalmente
blanca.
Más de veinte años antes, cuando murió su padre, el Flaco encaneció en pocas horas. Don José
fue un catalán maravilloso, antifranquista hasta la médula y con un gran sentido del humor. Estaba
orgulloso de ver que su hijo —el primogénito— se destacaba como un gran Presidente de la FECh, sin
que ello menguara su espíritu juvenil. Todo lo contrario, porque el Flaco, con el mismo empeño que
puso para emplazar a la FECh en un puesto de vanguardia contra el gobierno, dirigió una de las bromas
más singulares que se le hayan hecho nunca a una ciudad entera: el disco volador.
En esos años (fines de los 40) recién comenzaban a llegar a Chile las primeras versiones
periodísticas acerca de platillos voladores, OVNIS, seres extraterrestres, etc. Y un reducido grupo de
dirigentes de la FECh encabezado por el Flaco, se había propuesto revivir una tradición universitaria
abandonada durante muchos años por diversas razones: la Fiesta de la Primavera (también la llamaban

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

Fiesta de los Estudiantes), con sus disfrazados, comparsas, carros alegóricos, corsos, etc. Y, sobre todo,
con una Reina.
A Germán Becker y Sergio Contreras —que trataban de afirmar una oficina de publicidad — se
les ocurrió esta idea del disco volador, como expediente rápido y contundente para remecer a aquellos
santiaguinos que aún no se conmovían con los preparativos de la fiesta. El Flaco se entusiasmó con la
idea y organizó un grupo de universitarios, todos juramentados entre sí, para que la hicieran realidad
dentro del mayor secreto. No podía ser de otro modo, puesto que el precio de una broma fracasada es el
más insufrible de todos: el ridículo.
El lugar elegido para que aterrizara el disco volador fue la ladera del Cerro San Cristóbal, que
entonces comenzaba a ser Pedro de Valdivia Norte. La broma resultó perfecta, fue noticia de primeras
páginas y aseguró el éxito de la Fiesta de la Primavera, justificando, de paso, la gestión del Flaco como
Presidente de la FECh.
Y fue tanto lo que se conmovieron los santiaguinos que no pudieron dejar de dividirse en dos
bandos: los "natachistas" y los "gloristas". Lo que pasó fue que la elección de la Reina —cada facultad
universitaria postulaba una candidato— se puso bastante reñida y, al final, resultó legítimamente
ganadora Gloria Le—guisos, linda por los cuatro costados. Pero, el "pueblo" estaba con Natacha
Méndez, una morena deslumbrante que ya se había destacado como seleccionada nacional de
básquetbol. Sobraban los que iban a los partidos a verla a ella más que al equipo.
Todo esto remató en algo absolutamente insólito: Tohá y sus compañeros pasaron a ser
"reaccionarios", porque no le quitaron la corona a Gloria para colocársela a Natacha, quien, entre
paréntesis, no puso ningún empeño personal por interferir en el buen éxito de la fiesta. Fue un caso
auténtico de candidata popular sin proponérselo, lo cual aumentó sus méritos ton evidentes.
Más allá de las discusiones político—universitarias, este fenómeno que estalló en Santiago
debería haber alertado de inmediato a cualquier practicante de la sociología. Y tal vez hubiera
encontrado en ese natachismo el antecedente más próximo a lo que, dos años más tarde, se conocería
como el ibañismo y que arrasó en la elección presidencial de 1952.
En esos mismos días en que el Flaco Tohá recibía los embates del natachismo, acusado de
despreciar el sentimiento popular, era destacado por su Partido Socialista como integrante de la
Comisión Política. Ahí se sentó al lado de Chicho Allende, Raúl Ampuero, Clodomiro Almeyda, entre
otros.
No fue mucho lo que duraron. La mayoría del PS constató a tiempo la fuerza caudalosa que
encerraba el ibañismo y se constituyó en uno de sus pilares fundamentales. Chicho Allende montó
tienda aparte, con el Flaco Tohá como uno de sus seguidores más fieles.
Nació el Frente del Pueblo, sustentado mayoritariamente por el Partido Comunista, que estaba
ilegal, pero vigente y disciplinado y, más que nada, con unas ganas tremendas de hacerse escuchar por
todo el país.
Y así, Chicho Allende recorrió Chile de punta a punta. Su mensaje, contenido en el programa del
Frente del Pueblo, es el mismo que siguió predicando hasta 1970. Con los aditamentos correspondientes
al avance del mundo. Como los problemas de Chile permanecían más o menos iguales, la estrategia no
tenía por qué variar, sólo hubo puestas al día y en aspectos tácticos.
Chicho Allende ya era senador; había asimilado definitivamente las enseñanzas de quienes
contribuyeron a su formación doctrinaria, además de las lecciones técnicas cosechadas del concienzudo
estudio de las intervenciones de Condorito Errázuriz.
Con ese apodo (Condorito) fue como lo conoció Hernán Santa Cruz. Ese instante lo recuerda
perfectamente: fue en 1938, poco antes de la elección del Frente Popular. Santa Cruz había intimado
bastante con Carlos Briones, tanto que lo libró de ser fusilado. En los líos de 1932, Briones había sido
uno de los muchachos que se encerraron en la Casa Central de la Universidad. Como alguien (nunca se
supo bien quién fue) disparó unos balazos y murió un carabinero, a los muchachos detenidos se les
procesó por este delito y la condena que se vislumbraba con mayores probabilidades era nada menos
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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

que el fusilamiento. Para hacer más inquietante el porvenir inmediato de los detenidos, se crearon cortes
marciales ad—hoc. Los candidatos al paredón tuvieron la suerte de que Hernán Santa Cruz (que ya era
Auditor de Guerra) fuera designado auditor en ese proceso. Y, como siempre, no faltaron los que
insistieron en que la única pena aplicable era la capital. Santa Cruz sacó a relucir sus dotes de experto en
arreglar conflictos: consiguió convencer a los ultrabelicosos de que lo más conveniente era cerrar el
proceso y no matar a nadie, lo cual fue una excelente noticia para Carlos Briones, que apenas tenía
dieciséis años y ya andaba metido en estos trotes que lo llevaron a ser el último Ministro del Interior de
Salvador Allende y, por consecuencia, Vicepresidente de la República... en teoría, por supuesto,
inmediatamente después de la muerte de Chicho.
Regresando a los años 30, Santa Cruz recuerda el día en que caminaba por Ahumada cuando
Carlos Briones cruzó la calle para saludarlo y hacerle una invitación:
— Don Hernán, quiero que conozca a un político joven, de gran porvenir. Le decimos Condorito
y está tomándose un cafecito conmigo, aquí al frente, en el restorán Astoria... Esa fue la primera vez que
vi a Chicho.
Algo muy interesante debe haber tenido la personalidad de Salvador Allende cuando todos sus
amigos que lo sobreviven guardan en sus memorias con mucha claridad el momento en que lo
conocieron.
El primer apretón de manos con Ramón Huidobro fue muy distinto del de Hernán Santa Cruz,
pero igualmente inolvidable para quien llegaría a ser uno de sus amigos más queridos, un diplomático
brillante y su embajador en Argentina.
Fue en los comienzos del Frente Popular. Huidobro era uno de los funcionarios más jóvenes del
Ministerio de Relaciones Exteriores y, como los frentepopulistas aún no habían adiestrado equipos
capaces de manejar el papeleo burocrático, algunos pichones de diplomáticos, de los pocos que habían
sido "aguirristas", iban, después de sus labores funcionarias, a la Secretaría General de Gobierno a darle
el curso debido a la montaña de documentos que amenazaba con aplastar a Humberto Aguirre Doolan.
Recuerda Ramón Huidobro:
"Una noche, como a las ocho, estábamos en plena faena cuando de la oficina de don Pedro salió el
Ministro de Salubridad. Ninguno de nosotros lo conocía, porque estaba recién nombrado. Se queda
mirándonos y nos pregunta: ¿Y ustedes quiénes son, qué están haciendo aquí? Entonces cada uno de
nosotros se fue presentando respetuosamente. El ministro se impresionó y nos convidó a tomar un trago
y a comer unos sandwichs en el Lion D'Or, un restaurant muy bueno que estaba en la calle Bandera,
frente al teatro Metro. Conversamos tanto que nos dieron las doce de la noche".
Ni Ramón Huidobro ni Hernán Santa Cruz eran del Partido Socialista. El que sí lo era, y dirigente
nacional, cuando conoció a Chicho, fue Manuel Mandujano.
Integraba el Comité Central y Chicho Allende era Secretario Regional de Valparaíso. Según
Mandujano, Chicho había despertado su interés por dos cosas: porque nunca faltaba a las reuniones
(aunque a menudo llegaba atrasado) y por lo pije (todavía no era diputado); sin embargo, a pesar de su
pijería era muy cordial.
Tan cordial era —asegura Mandujano— que, en la segunda sesión del Comité Central, se acercó y
me dijo, con el mayor de los desplantes: "Oye, ando muy desplatado. Tú, que tienes casa, ¿por qué no
me invitas a almorzar?" No me pude negar, a pesar de que yo estaba recién casado y Mina lo único que
sabía cocinar era tortilla de zanahorias. Entonces, preferí aclararle al Chicho: "No sé lo que habrá de
almuerzo, si te arriesgas a la suerte de la olla, vamos". Y a Chicho le quedó gustando y cada vez que
andaba sin plata, me decía: "Oye, me comería una tortillita de zanahorias... " Y así no nos quedó otra
que hacernos amigos, no más.
En aquel Chile de la convivencia, muchas de las amistades duraderas comenzaron compartiendo
algo de comer. Con Mandujano fue la tortilla de zanahorias y un sandwich de lomito con Huidobro.
También la comida fue un ingrediente importante en su amistad con Hernán Santa Cruz. Sólo que éste
vino a enterarse diez años después de que Chicho desapareciera para siempre.
30
Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

Santa Cruz, ya casado y con hijos, tenía también una "mama" —se llamaba Rosa, como la de
Chicho— que guardó un secreto durante cuarenta años, por lo menos. Ya muy anciana, viajó a Santiago
para ver a los Santa Cruz y, recordando al Presidente Allende, les confesó:
"Yo tenía un pacto con Chicho. Y nunca nos descubrió nadie. El me preguntaba todos los días qué
iba a hacerles de almuerzo a ustedes. Como no era nadita de regodeón, casi siempre yo tenía que hacer
un plato de más. Era para él. Teníamos un cordelito para pasárselo desde la cocina de ustedes al balcón
de Chicho. El lo esperaba saboreándose y por el mismo cordelito me devolvía el plato. Y así pasó
mucho tiempo y recién ahora me atrevo a contarlo. Yo sé que ustedes me van a perdonar; espero que él
también me perdone ahora... que estoy faltando a mi palabra".
Y eso sucedió en Victoria Subercaseaux 181, frente al Cerro Santa Lucía. Un edificio de
departamentos lleno de historias, protagonizadas por personajes que alcanzaron relieves nacionales e
internacionales. Se necesita con urgencia a alguien que sepa rescatarlas de las memorias de quienes las
vivieron o las conocieron muy de cerca. Muchos de ellos, como Chicho Allende, ya no están. Pero
quedan algunos tripulantes de esa inmóvil embarcación que navegó por la imaginación de tantos que
soñaron con aproximar el futuro no sólo para Chile sino también para el resto de América.
Por fuera, el edificio está más o menos igual. Pero faltan sus primeros habitantes. Fueron muchas
las iniciativas de progreso latinoamericano que surgieron en su interior. También en sus tertulias se
adobaron conductores de pueblos, como el propio Chicho Allende, Rómulo Betancourt, Valmore
Rodríguez, Luis Alberto Sánchez, Manuel Seoane y tantos otros. Estaban esos años impregnados de
esencia frentepopulista, que hacía de Chile una suerte de peñón de la dignidad democrática, en medio de
un continente degradado por tiranías castrenses.
Envidiaban mucho a Chile, y con razón, los demócratas de tantos países de la región. Y apenas
conseguían escapar de las garras de sus propias dictaduras se las ingeniaban para venirse a Chile a
recargar sus baterías políticas y regresar, mejor pertrechados, a cumplir los compromisos con sus
propios pueblos.
Desde ese punto de vista, el edificio de Victoria Subercaseaux 181 fue un centro conspirativo
permanente. Hay conspiraciones buenas y malas. Todo depende de la causa que las inspira. En Victoria
Subercaseaux se conspiraba diariamente, a favor de la democracia.
El punto de convergencia era el socialismo, en sus distintas expresiones, y la manera de
extenderlo por el continente, de acuerdo con las características de cada país. Brotaban las tesis. Los
líderes del APRA llevaban materia adelantada, tanto por los postulados teóricos propuestos por Haya de
la Torre como por las experiencias personales que habían ganado sus cultores. Serafín Delmar y José
Melgar, por ejemplo, habían estado presos más de diez años, listos para ser fusilados de un momento a
otro. Con Luis Alberto Sánchez, Manuel Seoane, Manuel Solano, Alberto Valencia había sucedido otro
tanto. Lo mismo con Rómulo Betancourt y Valmore Rodríguez, en Venezuela; con Antonio García, en
Colombia. En fin, las experiencias sobraban y todavía tenían la vida por delante.
Los socialistas chilenos no era mucho lo que podían aportar en este rubro de las grandes
aventuras. La culpa la tenía el país, que había vivido en democracia, sólo con episódicas interrupciones.
Pero ofrecía un horizonte promisorio con el triunfo del Frente Popular, apuntalado en una combinación
política que enlazaba a la clase media con los sectores obreros organizados.
Un problema ocupaba buena parte de las discusiones, porque ponía a prueba la solidez de las
convicciones democráticas y la eficacia de los caminos a seguir (lo de siempre: la estrategia y las
tácticas): la Guerra Mundial remolcando el peligro del fascismo.
Hay que tener en cuenta a propósito de estas discusiones, que la mayoría de los contertulios
chilenos tenían, entonces, acceso a decisiones gubernativas importantes. Ahí estaba Chicho Allende con
vecinos que siempre conservó a su lado, como Manuel Mandujano, Hernán Santa Cruz, Carlos Briones,
Armando Mallet, Rolando Merino, Víctor Jaque entre otros.

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

Poco tiempo después, este mismo empuje democrático continental, que rompía esa especie de
modorra isleña que hacía dormitar a tantos políticos chilenos, se proyectó en versión distinta pero con
iguales objetivos, en el Café Sao Paulo, en Huérfanos entre Bandera y Ahumada.
Fue un caso muy singular, inédito en la política latinoamericana y tal vez mundial. Todos los
mediodías, salvo domingos y festivos, se llenaban sus mesitas redondas en las cuales generalmente sólo
se bebía café. Y ahí se sabía lo que estaba pasando en Chile y el resto de América. Muchas veces,
directamente de quienes habían protagonizado sucesos significativos. Era normal encontrar en una mesa
a Rómulo Betancourt desmenuzando la situación caribeña con el cubano Sánchez Arango o a Chicho
Allende confrontando con su colega Jaime Lusinchi los efectos que tendrían, para sus respectivos
países, las nacionalizaciones del cobre y del petróleo o al Flaco Tohá empapándose de la visión
continental que le exponía el guatemalteco Juan José Arévalo. Todo exiliado político que llegaba a
Chile, tenía que "reconocer cuartel" en el Sao Paulo. Ahí recibía la "alternativa" de los demócratas de
Chile y otros países hermanos. Y, en primer lugar, de Gilberto Gómez, quien sigue viviendo en Chile
sin dejar de ser y sentirse venezolano. Era el Gran Introductor de exiliados, secundado por Lucho
Barrios, un peruano experto en el APRA de su país y en el MNR de Bolivia.
A su vez, los chilenos del Sao Paulo pudieron identificar a la distancia a tiranuelos como Odría,
Pérez Jiménez, Batista y esa sarta de Chapitas, Tachos y demases que envilecían Centroamérica y el
Caribe.
En el Sao Paulo también se conspiró todos los mediodías y en contra de todas las dictaduras.
Saboreando lentamente, para que durara, una tacita de café, ahí convergían exiliados latinoamericanos,
políticos chilenos, periodistas y universitarios. Todos en servicio activo.
Ese café santiaguino fue una cantera de la democracia. Alguien debería hacer un recuento
histórico de sus clientes que llegaron a convertirse en figuras estelares en sus respectivos países —y por
lo tanto en América— después de recuperar fuerzas y pulir sus instrumentales políticos al calor y al
sabor de aquellas inocentes tacitas de café.
En esos años, Chicho ocupaba el departamento número 26 de Victoria Subercaseaux 181.
Siempre recordó con nostalgia ese edificio. En él nacieron sus 3 hijas y también su libro La
Realidad Médico—social Chilena, editado en 1939 y que, al igual que los principios esenciales de sus
cuatro postulaciones presidenciales, sigue vigente.
El anhelo de volcar sus inquietudes en un libro ya le había nacido cuando preparaba su tesis Higiene
Mental y Delincuencia para titularse de médico. De este mismo interés por la salud del cuerpo social
participaba Carlos Briones, lo cual fue el incentivo principal que los movió a instalar aquel piuchén de
Galena Alessandri. Con el tiempo, Briones llegaría a ser una autoridad internacionalmente reconocida en
materia de seguridad social. Desde luego, fue el primero que escribió, en Chile, sobre un tema que iría
adquiriendo cada vez mayor vigencia política: la violencia. Claro que lo trató en su memoria para recibirse
de abogado Derecho, Resistencia y Represión; por eso no fue un impacto literario. Pero ahí está, para los que
quieran saber en qué consiste este asunto, con el cual tantos hacen gárgaras demagógicas.
En la década del 30, todavía el narcotráfico no figuraba en ninguna agenda de las preocupaciones
sociales importantes, ni en Chile ni en el resto de la región. En Santiago, de la marihuana solían hablar
algunos músicos del trópico, la cocaína estaba reservada para círculos exclusivos de trasnochadores
acomodados y en los barrios marginales no se sospechaba que alguna vez aparecería algo tan devastador
como el neoprén.
Hasta el más enconado de los adversarios de Chicho Allende tendrá que reconocer ahora que, para
entonces, requería una gran visión de futuro, avizorar la magnitud que alcanzaría este flagelo del
narcotráfico, al punto que, medio siglo después, los expertos lo ubican en el primer lugar de los problemas
continentales, al lado, y a veces superando, al de la deuda externa.
En verdad, en aquellos años, sólo los muy especializados hablaban de estupefacientes y
narcotraficantes. La inmensa mayoría no podía presumir que este delito llegaría a sobrepasar fronteras,
afectando a estructuras político—sociales de todos los signos.

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

Poco más de veinte años tenía Chicho Allende cuando demostró su sensibilidad frente a este mal. Así
lo estampó en la Memoria de Prueba con que se graduó de médico, con altas distinciones. Para aquilatar la
calidad de su antena política, que le permitía detectar con notable anticipación los efectos de este delito que
corroe tantas sociedades, basta remitirse al prefacio de esa Memoria. En el capítulo titulado Lucha contra los
estupefacientes, consignó:
"Hacemos en este capítulo una historia de las diferentes tentativas que se han hecho tendientes a
controlar la producción y consumo de estos productos, en los diferentes países (... ) Hacemos recalcar el
hecho de que las medidas drásticas que en diversas oportunidades han sido propuestas, han encontrado
resistencia de parte de los países que son grandes productores, ya que esto significaría una restricción de sus
entradas". En seguida, formula una serie de proposiciones para encarar esta realidad como por ejemplo "la
creación de establecimientos especiales para toxicómanos, pues actualmente el tratamiento de estos enfermos
se hace en la Casa de Orates".
Estas mismas inquietudes destacadas en su Memoria de Prueba siguieron aguijoneándole, llegando a
convertirse en elemento medular de su accionar político. Sin embargo, era obvio que necesitaba pulirlas y
profundizarlas, para que pudieran servir de referencia a quienes se sintieran inclinados a enfrentarlos
problemas médicos proyectados en el ámbito social. Por eso y para eso sintió la necesidad de escribir un
libro. Pero requería de tiempo y de amigos con alguna experiencia en la materia que, además, estuvieran
dispuestos a trabajar en equipo.
Pudo conseguirlo cuando Aguirre Cerda lo nombró Ministro de Salubridad.
Manuel Mandujano asegura, con su clásica ironía, que está dispuesto a aceptarla cuota de
responsabilidad que le correspondió en esta designación ministerial que enriqueciera el curriculum de
Chicho Allende.
En su calidad de integrante, con relieves propios, del Comité Central del PS, Mandujano venía siendo
jefe político de Chicho, ya que éste sólo era Secretario Regional de Valparaíso. Y el centralismo imperaba en
las decisiones de los partidos, por imberbes que éstos fueran, en esos días. El caso fue que a la directiva
socialista se le planteó un rompecabezas cuando recibió la indicación de Aguirre Cerda para que cambiara a
sus tres ministros. No porque el Presidente estuviera descontento con ellos sino porque, en el primer año de
gobierno del Frente Popular, el gabinete no había podido eludir la obligación de adoptar algunas medidas
que tenían trinando de ira a ciertos sectores que representaban intereses poderosos. Y lo aconsejable era
calmarlos cuanto se pudiera, aunque para ello hubiera que ofrecer caras nuevas. Lo cual no era tan fácil,
porque los ministros en funciones eran de lo mejorcito que el PS tenía en vitrina. Especialmente el de
Salubridad: Miguel Etchebarne, un médico al que le sobraba prestigio, bien ganado en Chile y en Europa.
A Mandujano le había llamado la atención la tremenda actividad que desplegaba el joven Secretario
Regional porteño, que sabía multiplicarla militancia y agremiar a los profesionales. Ya se hablaba de él como
de alguien que prometía mucho y que sabía proponer ideas muy buenas. Valía la pena arriesgarse y así lo
propuso Mandujano a sus compañeros de directiva.
Quedaba todavía otro problema: Allende era diputado. Y, en el Chile de la democracia, los poderes
públicos eran realmente independientes, de modo que estaba prohibido jugar por el equipo ejecutivo y por el
legislativo al mismo tiempo.
Chicho acató la orden de su partido, renunció a su diputación por Valparaíso y juró como Ministro de
Salubridad. Se propuso una idea central: hacer un diagnóstico preciso de los principales males que aquejaban
a la sociedad chilena, pero acompañándolo de las recetas adecuadas para que alcanzara un efectivo valor
político.
Recurrió a amigos de confianza que tuvieran experiencia en estos temas. Es que ser amigo de Chicho
Allende podía ser muy sabroso, pero incrementaba el trabajo.
Carlos Briones fue número puesto, naturalmente. Otro fue Hernán Santa Cruz, quien revive aquellos
días:
—El Ministerio de Salubridad estaba al lado del Mapocho (dicen que, por amarga paradoja, ahí mismo
funcionó un cuartel de la CNI). Salvador decidió inaugurar una política masiva de salubridad. Y formó un
equipo que se reunía todas las tardes en la oficina del Ministro, a diseñar esta nueva política. Comenzamos
con la reforma a la ley de Seguro Obrero (la 4054, que llegaría a ser famosa). Chicho consiguió con la OIT

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

que nos enviaran al mejor de sus expertos. ¡Y reformamos la ley! Redactamos, asimismo, una larga serie de
proyectos que después serían leyes. Como la de Accidentes del Trabajo, por ejemplo. Yo tenía alguna
experiencia porque, en el fondo, la previsión social —seguros, pensiones, etc. — nació en el ejército, como
consecuencia de la Guerra del Pacífico. Por lo tanto, ésas eran materias de las que debía ocuparme, en mi
condición de Auditor General de Guerra, y también tuve mucho que ver con la seguridad social de los
carabineros: la Mutualidad, la Caja de Carabineros, etc. De manera que todos aportamos lo que sabíamos,
bajo la dirección de Chicho. Y en este punto, hay que señalar algo muy importante: Salvador fue el primero
que supo consolidar el concepto de ¡seguridad social, no solamente en Chile, sino también en América
Latina.
No hay dudas, entonces, que tendría que resultar interesante el caso de este joven ministro que sabía
aprovechar tan bien su tiempo, no sólo para ejercer sus funciones ministeriales y hacer política sino además
para escribir un libro útil.
Y tan útil, que conserva su actualidad, cincuenta años más tarde.
En su Introducción, postula conceptos doctrinarios que son los mismos que postularían las plataformas
programáticas con las cuales postuló cuatro veces a la Presidencia de la República.
Dice, por ejemplo:
"La acción de nuestros gobiernos no es sólo la tarea reparadora de conducir al pueblo hacia un
devenir, sino que tiene, además, que defenderlo de la absorción y de la explotación de los imperialismos
económicos que recorren el mundo. Esta labor reivindica—dora es, sin duda, la primera obligación de un
gobierno popular que desea devolver a la nacionalidad su riqueza y el usufructo de ella para un mayor
bienestar".
A continuación, el planteamiento de ciertos principios que deberían hacer sonrojarse a esos Chicago
boys que, con medio siglo de atraso, pretenden —¡ahora!— haber descubierto la pólvora en materia de
desarrollo económico:
"Sabemos, pues, que el desarrollo de nuestra economía está enmarcado dentro de las posibilidades que
ofrece el mercado mundial. La solución de nuestros problemas económicos no está, como algunos creen, en
el cambio automático del régimen de propiedad de ciertos productos de exportación, sino preferentemente en
encontrar para ellos un mercado seguro y ventajoso. La nacionalización de las fuentes productivas para
satisfacer el puro sentimiento nacionalista nada resuelve ni agrega ventaja económica; es menester hacerla
con vistas al juego del mercado y de la competencia mundial. Naturalmente, el desarrollo de la producción
nacional, al crear nuevas fuentes de trabajo, y al incorporar grandes contingentes de obreros y empleados a
una actividad remunerativa, ha de elevar la capacidad adquisitiva de la Nación; pero, por mucho que se
modifique la estructura interna de nuestra economía, el verdadero aumento de sus dimensiones está
vinculado, sin duda, a la economía internacional".
Un año más tarde (abril de 1940) redactó un artículo para Consigna, el periódico del PS, en el cual
hizo una síntesis de los postulados fundamentales que contiene su libro, para que toda la militancia pudiera
estar cabalmente enterada de lo que estaba haciendo y pretendía hacer el Camarada Ministro. En ese artículo,
Chicho Allende puntualiza:
"Consciente de la responsabilidad que tiene sobre sus hombros, el Ministro de Salubridad ha querido
comenzar su labor realizando un estudio sereno, documentado y realista, de las condiciones de salud y de
higiene en que este Gobierno ha recibido al país. Un examen sucinto y frío de nuestra realidad médico—
social es la mejor garantía para poder diagnosticar y, por consiguiente, poder aplicar los remedios adecuados
que logren restablecer el vigor y la salud de nuestro pueblo. Esto es lo que le ha movido a exponer ante el
país las verdaderas condiciones higiénico—sanitarias de la nación; examinar lo que se ha hecho, bueno o
malo; anotar las deficiencias y errores y plantear soluciones que ayuden a encontrar el camino de la
rehabilitación de nuestra raza. Debemos lealmente declarar que todas aquellas medidas médicas que se
tomen sólo podrán rendir un provecho efectivo si se adoptan resoluciones económico—financieras que
permitan elevar el standard de vida de nuestros ciudadanos".
Pero Chicho Allende no era hombre para quedarse retozando en un despacho ministerial. Tenía que
actuar, salir al terreno, hacer cosas. La gran fórmula que tanto se predica, pero que poco se practica:
ensamblar la teoría con la práctica.

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

De todos los problemas angustiosos que reclamaban su atención de ministro, eligió el más evidente
para removerlas conciencias adormiladas: la vivienda.
Desde su trinchera ministerial movilizó a su colega de Fomento, a la Municipalidad de Santiago y a la
Caja de Seguro Obligatorio para que, aunando sus esfuerzos, demostraran, en plena calle, que era posible
remediar el déficit habitacional: 300 mil viviendas.
Entonces, organizó la Primera Exposición Nacional de la Vivienda y escogió el lugar más neurálgico
para instalarla: frente al Club de la Unión, en plena Alameda. No faltaron los que protestaran por considerar
una afrenta atroz la elección de este sitio. En cuanto a Chicho Allende, hasta el fin de sus días se felicitó a sí
mismo por haberlo elegido, precisamente por el valor simbólico que encarnó.
Previamente, había ordenado un censo de todos los conventillos del país. De sus resultados dio cuenta
al Congreso. Sin embargo, esos datos no resultaron tan golpeadores como aquella exposición frente al Club
de la Unión.
Fue inaugurada con todas la de la ley. Su mayor atracción fue una casa—modelo —incluyendo
artefactos e interiores— que fuera construida por seis obreros en una semana de trabajo, nada más. Y costaba
diez mil pesos... de esos años. Chicho Allende pudo demostrar cómo, siguiendo este ejemplo práctico, en un
plazo de diez años era perfectamente posible solucionar el problema de la vivienda en Chile.
De todas maneras, al lado de esa casa—modelo, ordenó construir un stand ad—hoc para que todo el
mundo, especialmente los vecinos del frente, conociera con sus propios ojos cómo eran las casuchas en que
vivía un grueso sector de las clases más desamparadas. Conforme con una de sus características más
notables, no perdió un minuto. Al día siguiente de inaugurarse la exposición (enero de 1940), aprovechó su
condición de ministro para constituirse en el Senado y pronunciar un discurso en el cual subrayó la gravedad
que encerraba el problema habitacional y detalló las bondades de la fórmula que había elaborado para
resolverlo de una manera radical. En ésta se incluía "la expropiación de barriadas insalubres para
transformarlas en zonas obreras, donde los trabajadores cuenten con todas las condiciones de higiene y
bienestar necesarias para su vida".
No fue necesario que transcurriera mucho tiempo para que se observara cuánto tenía de previsor su
diagnóstico. Vinieron las "tomas" de terrenos, porque ya era mucha la gente que no tenía un pedazo de suelo
dónde levantar algunas tablas para sobrevivir. Y un cordón de miseria rodeó a Santiago.
Cada toma a Chicho Allende le llegaba al alma: le recordaba sus predicciones del año 40. Y,
habitualmente, se dirigía con la mayor rapidez hacia el lugar del conflicto, a tratar de suavizar la
consiguiente represión policial y a orientar a los "tomistas" acerca de las primeras medidas organizativas que
deberían adoptar, en primer lugar, aquéllas que tenían que ver con la salud de los niños.
El año 39, en La Realidad Médico—social de Chile, había consignado esta quemante situación:
"Chile tiene el índice más alto de mortalidad infantil. De cada veinte niños, uno nace muerto. De cada
diez que nacen vivos, uno muere durante el primer mes, la cuarta parte durante el primer año y casi la mitad
durante los primeros nueve años"
Siempre a los niños pobres les ha costado mucho llegar a grandes, en Chile.
Esa era su preocupación prioritaria. Llegaba a las poblaciones a cualquier hora, ya fuera de noche o de
amanecida, que era cuando los furtivos pobladores hacían sus incursiones. Son muchas las poblaciones
santiaguinas que todavía subsisten y que recibieron el apoyo solidario de Chicho Allende cuando más lo
necesitaban. Será por eso que, en todas ellas, su recuerdo es tan venerado.
Es que para llegar a líder, también hay que saber embarrarse los zapatos.
Una de esas noches, la puede sintetizar el Negro Jorquera: —Con los años, ya se me confunden los
nombres de las poblaciones que nacieron de esas tomas. Puede haber sido La Bandera o La Victoria. El caso
es que una noche, allá por los años 60, Chicho supo que se acababan de tomar un terreno, por los faldeos de
la cordillera, en la zona de Santa Rosa, al fondo. Inmediatamente se dispuso a partir para allá y, por supuesto,
no me pidió, me ordenó que lo acompañara. Fue inolvidable. Los tomistas ya tenían experiencia y lo primero
que habían hecho era organizarse para repeler la embestida policial. Los hombres habían constituido una
especie de guardia que rodeaba el terreno. Estaban armados... ¡con palos! No dejaban ingresar a ningún
desconocido. Cuando se detuvo un auto, a pocos metros de ellos, se dispusieron a entrar en combate. Estaba

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

oscuro, de manera que hubo que acercarse bastante para que se convencieran de que no éramos enemigos. El
que primero levantó su palo, se quedó como petrificado: "Es el compañero Allende... ¡el compañero
Allende!" Y ese grito circuló por todo un potrero grande, lleno de barro, totalmente plano. No se distinguía
un árbol, ni un tablón de pie, nada. No es por botarse a poeta, pero la verdad es que, en ese instante, empezó
a brillar la luna y entonces vimos un espectáculo estremecedor: como si alguien hubiera hecho una siembra
de patriotismo, comenzaron a brotar banderas chilenas y, debajo de ellas, hombres sin dormir y mujeres con
sus chiquillos en brazos. Todos convergieron donde Chicho. Lloraban de emoción y Chicho también se
conmovió hasta las lágrimas. ¡Qué cosa tan notable: esa gente no tenía un pan, muchas de ellas apenas una
frazadita, pero todas, todas sin excepción tenían una bandera chilena! Esa fue la clase de gentes a las cuales
Chicho Allende dedicó el último de sus pensamientos, como lo testimonia su discurso de "las grandes
alamedas". Por eso, cuando en su gobierno se cometiera una desafortunada intervención en Lo Hermida, al
otro día el Presidente amaneció ahí. Debía una explicación a esos pobladores y fue a dársela en persona.
Casos como éstos, que seguramente significaban violaciones flagrantes de preceptos legales, revelaban a su
vez la desesperación de miles de chilenos por contar con algo tan elemental como un techo.
Y también, por desgracia, el hecho de que ese programa habitacional que propusiera, desde el
Ministerio de Salubridad, sólo quedara como un inventario detallado y ordenado de buenos propósitos. Sin
embargo la justeza y justicia de su diagnóstico y sus recetas fueron confirmándose con el correr de los años.
Por lo demás, a Chicho Allende no le quedó mucho tiempo para picanear la aplicación de su
programa. Porque en noviembre de ese año 40 se rompía la combinación partidista que servía de base
fundamental al gobierno de Aguirre Cerda. Se esgrimieron muchos pretextos, pero el verdadero motivo vino
de afuera: el Pacto de No Agresión entre la URSS y la Alemania de Hitler, retumbó con mucha fuerza en
Chile, incentivando a quienes buscaban separar las aguas socialistas de las comunistas y, por ende, hacer
naufragar la armazón política que sustentaba al gobierno del Frente Popular.
Sin embargo, en el corto tiempo que Chicho estuvo de ministro, no sólo elaboró e impulsó su plan de
la vivienda, sino que también consiguió la aprobación de la ley sobre asignaciones familiares y la que creó el
Colegio Médico (del cual fue presidente durante cinco años: uno de sus mayores orgullos).
Pero, además, algo que proyectó su nombre más allá de las fronteras, cuando apenas bordeaba los
treinta y dos años: consiguió la primera ayuda técnica que prestó Estados Unidos en materia de asistencia
social. Chicho Allende la logró directa y personalmente con Nelson Rockefeller y con tal motivo hizo un
viaje especial a Washington.
Hernán Santa Cruz vivió esos momentos a su lado y así los recuerda:
—Comenzaba la década de los 40. En Victoria Subercaseaux y en otros lugares, pasábamos largas
horas discutiendo acerca de un problema sustancial: si Chile debía entrar o no en la Guerra Mundial. Ya
Roosevelt había impulsado la creación del organismo que después se llamaría Naciones Unidas. A él fueron
adhiriendo todos los países centroamericanos y el resto, poco a poco. Chile fue el último en hacerlo: en
febrero de 1945, cuando ya la guerra estaba prácticamente definida. Es claro que hubo uno que no adhirió
nunca: Argentina (después los países latinoamericanos hicieron esfuerzos comunes para que fuera admitido y
lo consiguieron). Pero, al estallar el conflicto mundial, comenzaron, también, las discusiones en Chile. Y en
Victoria Subercaseaux el asunto lo analizábamos todos los días y desde todos sus ángulos. La posición de
Chile importaba mucho a los norteamericanos. Por eso, enviaron a varios de sus expertos a dialogar con la
gente del gobierno chileno. Hasta que se movilizó el mismísimo Nelson Rockefeller, a quien Roosevelt había
designado Coordinador para Latinoamérica. Y bueno, a Rockefeller—que, por supuesto, no tenía un pelo de
leso— le impresionó mucho este joven ministro chileno, que defendía posiciones izquierdistas, pero de una
manera muy respetable, claramente diferenciadas de esa fraseología panfletaria tan manoseada. Tanto fue lo
que lo impresionó que un día le pidió a Chicho que lo invitara a almorzar a su casa, para poder discutir
detalladamente, y sin esas fastidiosas minucias protocolares, la verdadera posición de Estados Unidos y los
motivos que tenía para insistir en que Chile se decidiera a apoyar de manera concreta la causa de los Aliados.
Yo estuve presente en ese almuerzo. Ahí surgió el viaje de Chicho a Washington y la aprobación de la
primera ayuda técnica que acordó Estados Unidos para asuntos médico—sociales de un país extranjero. Hay
que tener muy presente que ésa fue la primera vez que se habló, en toda América, de "ayuda técnica". Tanto
era lo novedoso del tema que ni los norteamericanos más experimentados lo habían previsto como algo
posible y digno de llevarse a cabo. Por esa razón no tenían ningún organismo especializado que pudiera
decidir sobre estos asuntos. Todo dependía directa y personalmente de Rockefeller. Y Chicho lo convenció
en ese almuerzo en su casa.
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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

De manera que aquellos anhelantes peregrinos que caminan a tientas por los arenales del
subdesarrollo, esperando que les llueva maná del cielo norteamericano, podrían ir pensando en colocar una
placa en la puerta de aquel departamento del tercer piso de Victoria Subercaseaux 181, recordatoria de ese
suceso tan singular. Aunque la memoria de Chicho Allende no lo necesita, sería de estricta justicia. Tal vez
por eso no lo han hecho todavía y lo más probable es que nunca se atreverán a hacerlo.
Poco después su partido se iba del gobierno y Chicho dejaba de ser ministro, sin traumas ni nostalgias.
No fue mucho el tiempo que integró el Gabinete, pero sí bastante lo que alcanzó a hacer, de manera que su
gestión no pasó inadvertida ni fue sepultada prematuramente por el olvido.
Por lo tanto, no le quedó ni asomo de esa especie de viscosidad protocolar que impregna el semblante
y el modo de ser de quienes, alguna vez, ocuparon un cargo de cierta importancia. Integran un segmento muy
especial de la fauna política: son los que devuelven el cargo, pero no la facha. Adquieren ademanes
exageradamente ceremoniosos, comienzan a modular la voz remarcando los tonos graves y responden de
manera notoriamente versallesca hasta los saludos más amistosos. Hay microclimas mandados a hacer para
estos especímenes; el Parlamento fue uno de ellos, el Gabinete ministerial otro y, muy especialmente, el
medio diplomático, dominado por el protocolo. Es lo único que permite a los demás advertir que alguna vez
ejercieron un cargo, en Chile o en el extranjero, aunque nadie recuerde bien cuál fue.
Contra este virus, Chicho Allende estaba inmunizado. Era pije por lo elegante ("futre" también lo
llamaban) pero no siútico. Estos brotan de preferencia en los sectores de clase media. Porque los pobres ni a
eso tienen acceso y los ricos pueden darse hasta el lujo de tener mal gusto. Como de lo que se trata es de
brillar socialmente, nada hay que reluzca más que una buena cuenta corriente, la cual libera de la necesidad
de andar inventando ancestros ilustres... aunque poco ilustrados. Al fin de cuentas, como dijera el gran poeta
venezolano Andrés Eloy Blanco, refiriéndose a los antepasados de todos los latinoamericanos: "el que no tira
flecha, toca tambor".
Lo que pasaba era que Chicho Allende siempre tuvo vida propia; por tanto no necesitaba andar con
facha prestada en ninguna circunstancia, por novedosa o conflictiva que fuera. Y así, quien lo conociera
íntimamente no podía extrañarse al verlo actuar, sin pavoneos ni complejos, en cualquiera de las ocasiones
en que le cupo intervención directa: brindaba a sus amigos y camaradas de partido los mismos honores de
dueño de casa que dedicó a Rockefeller.
Y fueron muchos los episodios que dieron pie a sus amigos para que le hicieran bromas de todos los
pesos, en algunas de las cuales Chicho, antes de rehuirlas, prefería el expediente más cómodo de participar
activamente... imitándose a sí mismo.
Sin dificultades podía concebírsele, por ejemplo, en plena Revolución Francesa: de jacobino, por
supuesto, aunque preocupado por la suerte de María Antonieta (de hecho, durante muchos años le dio por
iniciar sus discursos con la palabra "Ciudadanos"); asimismo, hubiera sido un entusiasta tripulante de las
carabelas de Colón (protestando si le hubiera tocado la Santa María y vacilando entre La Niña y La Pinta);
también de cruzado, rescatando los Santos Lugares; o reclutado por Miranda para liberar a las colonias
españolas; o de astronauta cautivado por la posibilidad de adelantarse al tiempo. Era posible concebirlo sin
aviones, sin radios, sin televisión, sin telégrafo, sin ninguno de los adelantos de la ciencia y la técnica.
Lo que sí resulta imposible es imaginárselo sin teléfono: siempre fue lo primero que buscó al llegar a
cualquier parte. En este sentido, constituyó un permanente dolor de cabeza para sus amigos íntimos y para
muchos de sus compañeros de partido. Y para peor, como se levantaba siempre muy temprano, y con las
energías renovadas, esta costumbre suya adquirió contornos de peligro público. Cuando el teléfono repicaba
de madrugada, podía apostarse a que en el otro extremo del cable estaba Chicho Allende.
Durante años, Manuel Mandujano fue una de sus víctimas predilectas:
—Yo ya estaba acostumbrado: sonaba el teléfono despertándome. Siempre lo mismo, ni se molestaba
en darme los buenos días: "Quiubo, Negro, fíjate que tengo algo muy importante que hablar contigo". Yo no
sé cómo se las arreglaba, pero la verdad es que siempre tenía razón: era algo importante. Bueno, su dosis de
responsabilidad le correspondía también a Mandujano, por ser dirigente del Partido Socialista. Y más que
eso: una voz muy respetada por todos sus camaradas. Entonces, Chicho acortaba mucho camino hablando
primero con quien fuera uno de sus amigos más queridos y de mayor confianza de toda su vida.
Mandujano, como si fuera deshojando sus añoranzas, precisa:

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

—Pero hubo algo peor que lo del teléfono: cuando le dio por las epístolas. ¡Todo quería arreglarlo
mandando cartas! Ahí se armaba la grande, porque con el teléfono muchas veces el asunto quedaba entre
nosotros dos. Pero con las cartas, entraba al baile el Comité Central y entonces... Ahí tenía que salir yo a
arreglarle el pastel. Hasta que aprendió a controlar su fiebre epistolar. ¡Pero siguió pegado al teléfono!
Hasta el último día. Mejor dicho: hasta sus últimos minutos. Y entonces, la misma costumbre que
tantos maldijeran, terminó bendecida por la Historia. ¡Bendito sea el teléfono que pudo difundir por Chile y
el mundo ese adiós suyo que se seguirá escuchando!
En estricta verdad, no fue que volviera a la política diaria cuando dejó el Ministerio de Salubridad. Por
la sencilla razón de que nunca la abandonó. Su cargo ministerial sólo fue una instancia interesante en su
pasión de todos los días. Por lo demás, ya era Subsecretario General del PS, de modo que tenía mucho que
hacer en el interior de su colectividad.
Según el Partido Socialista, había razones suficientes para estar descontento con el gobierno del Frente
Popular. Retiró a sus tres ministros: Allende (Salubridad), Osear Schnake (Fomento), Rolando Merino Reyes
(Tierras y Colonización). El primero y el tercero formaban parte de la "tripulación" del edificio de Victoria
Subercaseaux 181.
No habían caído muchas hojas del calendario cuando ya la satisfacción reemplazaba al descontento y,
a partir de entonces, cada vez que un orador popular quiere sacar aplausos fáciles no necesita esfuerzo mayor
que mencionar a Pedro Aguirre Cerda.
Para muchos, la sola creación de la Corporación de Fomento (Corfo) ya justifica históricamente a ese
gobierno. Hizo que el país diera sus primeros pasos firmes en la adolescencia del desarrollo.
Casi en el mismo parto nació otra Corporación: la de Reconstrucción y Auxilio, para reanimar rápida y
organizadamente al país que había quedado groggy con ese terremoto que sobrevino a los pocos días de
asumir Aguirre Cerda.
La reconstrucción tenía que ser física y también moral. Porque estaba muy fresca la "campaña del
terror", la misma que se desencadena cada vez que los poderosos se asustan. Perfectamente podía ser el
terremoto ese "castigo de Dios" que se había pregonado en caso de que no ganara Gustavo Ross. Como no
ganó y vino el terremoto, la cosa era como para entrar a sospechar que, a lo peor, el pueblo chileno le había
faltado el respeto a la Divinidad.
Si así fue, quiere decir que el Supremo fue bien generoso con su perdón. Porque el país se levantó más
vigoroso que antes y comenzó a incursionar por el camino de la industrialización. Quienes recelaron que este
era otro tremendo pecado quedaron bien desconcertados cuando vieron que aquellos mismos masones ateos
impulsaron e hicieron posible la celebración del Primer Congreso Eucarístico en Chile.
Y encima de eso, el Vaticano parece que también se dejó engatusar por tales descreídos y nombró al
primer Cardenal que tuvo el país: José María Caro.
Había que tener una fe a prueba de todos los embates demoníacos para soportar esta clase de "afrenta":
un Príncipe de la Iglesia, de modales humildes y con apenas dos consonantes en su apellido. Y amigo del
Presidente Aguirre Cerda.
No podía ser otra cosa que un frentista agazapado. Y así calificaron algunos públicamente al Cardenal
Caro. Y además, los rotos parecían tan felices con él que andaban aplaudiéndolo a cada rato, lo cual hacía
más verosímiles esas inquietantes sospechas. Es claro que cuando el Cardenal Caro murió aquellos mismos
torquemadas mapochinos se apresuraron a pregonar a los cuatro vientos que había sido un santo: un caso
típico de oportuna "amnesia política", que tiene la doble virtud de hacer más sabroso el buen pasar en este
valle de lágrimas y de abrir esperanzas de que se prolongará, y mejorado, en la vida eterna.
Es ese mismo segmento social que ahora recuerda con reverencias el nombre de Eduardo Frei,
tratando de mantener relegada en el olvido la maquinación que contra él urdiera para conseguir que el
Vaticano lo excomulgara —así: tal como suena— cuando impulsó, desde la Presidencia de la República, la
modificación de la Constitución Política a fin de hacer realidad la prometida reforma agraria.
Varios años después de su muerte —con motivo de la aparición de su libro Eduardo Frei, Memorias y
Correspondencias con Gabriela Mistral y Jacques Maritain— una personalidad política de la derecha que no
ha perdido su importancia, el ex—senador Pedro Ibáñez, hizo comentarios a la prensa que revelan la buena

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

memoria de quienes se sintieron afectados por la decisión de Frei de cumplir una parte significativa de su
promesa de candidato:
—Sus vacilaciones lo hicieron prisionero de la fracción más extremista de su partido, convertida en
activa y eficaz impulsora del socialismo. La sola Reforma Agraria privó de libertad a los campesinos, al
dejarlos bajo el yugo de los funcionarios estatales.
Precisamente en esos días en que el proyecto se estaba debatiendo en el Congreso, el Presidente Frei
hizo comentarios confidenciales acerca de ciertos personajes que estaban figurando en la prensa al periodista
Carlos Jorquera, al calor de una taza de té, en La Moneda. Entre otros hechos, Frei recordó aquella mañana
(durante su campaña electoral de 1964) en la que él y su comitiva avanzaban por un camino que se internaba
en el corazón de fundos de la zona central. En un recodo, apareció un grupo de huasos muy bien montados y
dirigido por un poderoso hacendado. Los automóviles se detuvieron y Frei escuchó un discurso breve, que
rezumaba patriotismo. En síntesis, el hacendado subrayó su decisión de hacer cualquier sacrificio para
impedir que la Patria cayera bajo el control del "comunista Allende". Y entonces, le hizo una oferta formal:
la mitad de sus tierras. Eso es lo que él estaba dispuesto a entregar de inmediato al Estado como su
contribución para salvar a Chile del peligro del comunismo. Frei registró esa oferta en su memoria y esa
tarde del té en La Moneda, confidenció al periodista Jorquera:
—¿Podrás creer, Negro, que ese mismo patriota que ofrecía la mitad de sus tierras, sea ahora el jefe en
su zona de la oposición más violenta a mi gobierno por impulsar la reforma agraria?
Naturalmente, muy pocos aplausos conseguiría Chicho Allende de ese sector social cuando, de un solo
decreto, nacionalizó el latifundio más extenso de América Latina y probablemente del mundo: 528 mil
hectáreas.
Encima de tanto comunismo, al Cardenal Caro lo había sucedido Raúl Silva Henríquez. ¡Ya no se
podía confiar ni en el Vaticano! Cómo sería de comunista el Cardenal Silva Henríquez que se destacó como
un gran defensor de los derechos humanos. Y, por cierto, había mantenido relaciones cordiales con Salvador
Allende. ¿Qué mejor prueba de marxismo contumaz?.
Y en cuanto a Chicho, no estaba tan desprovisto de buenos abogados que tuvieran vara alta para alegar
su causa ante el tribunal de la Eternidad. Si el Gran Arquitecto le fallaba, todavía le quedaban los testimonios
de quienes tuvieron con él contacto directo en el cumplimiento de sus misiones pastorales en la tierra. Y,
sobre todo, los ruegos de doña Laura, abnegada militante de la Orden Tercera de San Francisco.
Una a una fue llevando doña Laura a sus tres nietas —Carmen Paz, Beatriz e Isabel— a la iglesia de
La Veracruz, que le guardaba las espaldas al edificio de Victoria Subercaseaux.
Según Olga Corssens, "ya estaban grandecitas" cuando recibieron los óleos bautismales, porque tanto
Tencha como Chicho dejaban pasar los días.
Cuando se casaron —en casa de don Lucho Barceló, tío de Hernán Santa Cruz y ex—Intendente ad—
hoc de Tacna para el Plebiscito— Tencha y Chicho no titubearon mucho en elegir sus testigos: dos de los
vecinos de su edificio, Hernán Santa Cruz y Panchito Miranda. Un abogado y un médico, integrantes de ese
equipo de trabajo que hizo que Chile alcanzara la mayoría de edad en materia de seguridad social. No mucho
tiempo después de haber cumplido esa misión, parece que a ambos testigos se les hizo chico el país y fueron
a medir fuerzas en la arena internacional. A los dos les fue muy bien: Santa Cruz se convirtió en una de las
personalidades más brillantes que ha tenido la diplomacia chilena y Miranda llegó a ser una autoridad
mundialmente respetada en el campo de la medicina social.
Pero antes, cuando todos compartían ese memorable edificio de departamentos, ocurrieron muchas
cosas, no todas vinculadas a la política. Porque hubo también episodios, de rango estrictamente personal, que
enriquecieron el repertorio de sucesos inolvidables, tanto para sus protagonistas como para sus vecinos
inmediatos. Por ejemplo, cuando a Chicho le dejaron una ñifla en depósito. No una muchachita incauta sino
una mujer joven y estupenda por todos sus costados.
Y todo fue por culpa del inquilino de ese edificio que exhibía el comportamiento más ejemplar. Un
verdadero modelo para los demás: Panchito Miranda, uno de los dos testigos del matrimonio Allende—
Bussi.
Para comenzar, no se llamaba Francisco, como corresponde a todo Pancho en cualquier parte del
mundo. Se llamaba Osear y le decían Panchito nadie recuerda muy bien por qué. Vivía solo y era el único
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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

que no participaba activamente en los asuntos de la consabida política contingente. Lo que lo dominaba era
la medicina social, todo lo que tuviera que ver con las condiciones sanitarias del país, especialmente de las
clases trabajadoras. Con eso tenía suficiente y no le sobraba tiempo para preocuparse de las minucias que
acaparaban el interés de sus vecinos. Por ello, andaba siempre retraído y demostraba poca inclinación por
confidenciar sus cosas.
Era todo un caso digno de ser estudiado, ya que no imitado, hasta que un día ocurrió un
acontecimiento sorprendente. Hernán Santa Cruz lo recuerda al dedillo:
—Una mañana —debe haber sido muy temprano, porque Chicho estaba en pijamas— tocan a la puerta
de su departamento. Chicho, naturalmente, se extraña mucho de recibir una visita tan tempranera. Abre la
puerta y un señor, al que no había visto en su vida, le empuja una mujer hermosa y le grita: "¡Llévesela al
señor Miranda!" Resultó ser el marido de esa estupenda niña que Chicho recibía en sus brazos, muy
desconcertado... La conservó en depósito hasta que apareció Panchito. Y así supimos que nuestro "modelo"
también tenía otras preocupaciones, fuera de la medicina social.
Todos aseguran que Chicho Allende se comportó como un perfecto caballero. Es claro que el pijama
no parece serla tenida más adecuada para recibir a una señora desconocida. Pero en ningún caso fue culpa
suya.
No hay que ser muy novelero para imaginar las bromas que sus amigos —especialmente los vecinos
del edificio— harían a Chicho por este episodio. Cualquiera haya sido su desenlace real, parece que la
solución que encontró Chicho no provocó protestas de la dama depositada y también conformó a Panchito
Miranda.
Del Otelo despechado nunca más se supo.
Lo que también quedó en evidencia fue que Chicho debió extremar su poder de persuasión para
convencer a la dama en cuestión —y "cuestionada"— de cuál era el camino vital que le ofrecía las
perspectivas más adecuadas, a la luz de la extraña situación que estaba protagonizando.
Convencer a las mujeres —en el sentido político, por supuesto— fue una de las tareas que Chicho
acometió con mayor ahínco. Así como fue un auténtico pionero en la defensa de los derechos del binomio
madre—niño, fue también un atacante directo, y sin contemplaciones, de ese machismo que domina el modo
de ser chileno, por encima de las consideraciones sociales, ideológicas y hasta castrenses.
De ninguna manera fue una tarea fácil. A menudo, entre las propias víctimas surgían defensoras de
esta mala costumbre, tan arraigada que llega a convertirse en una verdadera costra social.
En la campaña de 1958, cuando estuvo a punto de ganar la Presidencia, la diferencia en su contra la
dieron las mujeres: ganó por 20 mil votos, en las mesas de varones; pero, en las de mujeres perdió por
50.000.
Chicho no se amilanó. El resultado electoral no era para aplaudir, pero tampoco para cortarse las
venas. No ponía en entredicho la idoneidad del mensaje sino la capacidad para proyectarlo en las conciencias
de las grandes capas sociales. Y para eso había que insistir en el único mecanismo probadamente eficaz: el
contacto directo. Y, lo de siempre: tenacidad, constancia, terquedad.
Los aficionados a buscar interpretaciones metafísicas a los sucesos políticos deberían promover un
censo de las viviendas humildes que abrieron sus puertas para que entrara Chicho Allende a dialogar con sus
moradores. En cualquier parte de Chile. Esa es una de las razones por qué han resultado inútiles los esfuerzos
por tratar de desarraigar su imagen de la veneración popular.
Y lo mismo hizo cuando era Presidente, en todas las ocasiones en que le fue posible.
Para los allendistas de los primeros días terminó por sonar a estribillo ese saludo de Chicho, en las
barriadas y en los campos:
—Soy el doctor Allende, señora: ¡ayúdeme!
Fueron miles las dueñas de casa humildes que, en un comienzo, no se atrevían a darle la mano a ese
señor que "salía tanto en los diarios". Chicho Allende insistía hasta que su mensaje era escuchado y
convencía a la mujer que, al ayudarlo a él, se ayudaba a sí misma.

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

Eso costó mucho en la campaña del 52; siguió costando, pero menos, en la del 58; en la del 64 el
camino estaba apreciablemente más abonado y en la del 70 eran las mujeres de todas las casas pobres las que
salían a darle la mano. Ya el nombre de Salvador Allende había cubierto el país entero. No fue un milagro ni
nada parecido. Fue el producto de un trabajo diario, constante, tesonero. Que esos frutos hayan perdurado o
no es cosa que pueden comprobar las generaciones actuales.
Chicho Allende nunca fue pobre, pero conocía la pobreza. No como una maldición, ni como una
categoría sociológica, sino como es, al desnudo, en la realidad chilena. No necesitaba de términos
extranjeros ni de revelaciones estadísticas para saber cómo son los pobres, cuáles son sus problemas más
vitales, cómo deben organizarse para encontrar las soluciones posibles y así sumaba y seguía.
Los conocía tanto que, a veces, llegaba al colmo de aparecer como un anticandidato: retaba a los
hombres en vez de halagarlos como rezan todos los catecismos electoreros. Porque no cuidaban de sus
familias, por el ejemplo que le daban a sus hijos y... porque se emborrachaban. Y es bien sabido que, por lo
menos en Chile, no hay partido ni movimiento más numeroso y solidario que el que integran los seguidores
de Baco.
Curiosamente, siempre fueron ésas las veces en que sonaron más estruendosos los aplausos de las
mujeres:
— ...porque aquellos compañeros que se quedan pegados a la botella y llegan borrachos a la casa... no
sirven ni como hombres ni como maridos. En el día le fallan a la familia y en la noche le fallan a la
compañera...
En medio del fervoroso entusiasmo femenino, generalmente se escuchaban algunos aplausos aislados
de los directamente aludidos, tal vez rumiando blasfemias por esa clase de sacrificios que demanda la
revolución.
Chicho Allende lo dijo muchas veces como candidato y lo repitió como Presidente. Para entonces, ya
esta argumentación había adquirido ribetes de verdad revelada:
"Como dice el Compañero Presidente"... comenzaron a enfatizar las oradoras populares, mirando de
reojo a sus maridos.
En este sentido, podría asegurarse que resultó un innovador en la prédica socialista. Porque, cuando
sus compañeros de partido se referían a estos temas que tenían que ver con la "pareja humana" (como
acostumbraba a decir Chicho, con voz grave), generalmente lo hacían desde una óptica muy puritana. Así se
estiló desde el comienzo y uno de los blancos preferidos por esos revolucionarios pudibundos fue nada
menos que el líder—fundador: Marmaduque Grove.
Ello explica por qué, en un congreso del PS que se celebraba en el antiguo Teatro Brasil, Grove
tuviera una intervención que resultaría inolvidable. Dijo:
—Ahora han salido unos camaradas que parece que no tienen nada mejor que hacer que andar
vigilándome el marrueco ... Por ahí hay uno chiquitito que se ha especializado en eso.
El tal chiquitito era nada menos que Carlos Briones, quien, desde las barricadas de la Juventud
Socialista, disparaba contra la dirección de su partido, acusándola de reformista, burguesa y todo lo demás.
Y, naturalmente, pidiendo la salida del Gobierno; del mismo del cual era ministro su amigo del piuchén y de
Victoria Subercaseaux.
Y al final, los revolucionarios más indoblegables se salieron con la suya... lo cual inspiraría a algún
malpensado a concluir que aquel slogan que tantos dolores de cabeza causara al Presidente Allende
("avanzar sin transar") no podría reivindicar siquiera el mérito de la originalidad.
El PS se retiró del gobierno y Chicho tuvo alrededor de 4 años para dedicarse full time a fortalecer su
partido y a ampliar su caudal de experiencias.
Por alguna extraña razón, nunca a los socialistas les han faltado motivos para dividirse. En este
sentido, no han desperdiciado ninguna oportunidad.
Esta vez comenzaron por dividir el Frente Popular, la combinación de partidos que consiguió el
espectacular triunfo de octubre del 38 y que fuera el soporte fundamental del gobierno. Los entendidos en
estos avatares sostienen que la verdadera razón no radicó en asuntos de la política criolla sino en

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

acontecimientos generados en el extranjero y que encontraban su proyección natural en el medio chileno. De


estos, el más decisivo fue el Pacto de No Agresión entre la URSS de Stalin y la Alemania de Hitler. Un
suceso de esa trascendencia no podía dejar de tener efectos contundentes en un país tan permeable a todo lo
que, de alguna manera, sensibilizara la conciencia política, en cualquier región del mundo en que se
originara. Con la perspectiva de los años, aún suelen relumbrar algunos detalles de las ardientes
argumentaciones en pro y en contra de ese acuerdo entre dos potencias de signos ideológicos distintos y que
alterara notablemente el panorama mundial.
Pocos meses después (noviembre de 1941) la muerte apareció por La Moneda y se llevó a Pedro
Aguirre Cerda. Volvió a aparecer cuando estaba su sucesor, Juan Antonio Ríos, y ya no regresó hasta el 11
de septiembre de 1973.
En el gobierno de Ríos, Chicho Allende asumió la Dirección de la Caja de Seguro Obrero, lo cual lo
colocó a escasos metros de La Moneda.
Obviamente, en el seno del PS ya se enfrentaban dos posiciones: una, partidaria de continuar
colaborando con la gestión de Ríos y la otra, del retiro inmediato del gobierno. Compitieron en el Congreso
de Rancagua (1943) y ganó la segunda. Chicho Allende quedó de Secretario General y, por supuesto, tuvo
que dedicar buena parte de sus esfuerzos a recomponer la quebrazón interna de su partido.
Lo logró en seis meses: un récord que se mantiene imbatido.
El nuevo Congreso, en Valparaíso, lo inauguró Chicho con un discurso vibrante y todos se
prometieron nunca más cometer el pecado de la división, en prueba de lo cual eligieron por aclamación al
nuevo Comité Central y ratificaron a Chicho en la Secretaría General. Pero de aquellos vientos divisionistas
tenían que venir lodos electorales y éstos llegaron en las parlamentarias de 1945: apenas sacaron cinco
diputados y un solo senador: Salvador Allende, por el extremo sur (Osorno, Valdivia, Llanquihue, Chiloé,
Aysén y Magallanes).
A partir de entonces, comienzan los veinticinco años de vida senatorial de Chicho. En ese cuarto de
siglo ocupó los cargos más relevantes de la Cámara Alta. Y fue cuatro veces candidato a la Presidencia de la
República como abanderado del Frente del Pueblo, del FRAP y de la Unidad Popular, sucesivamente.
Cumplidos los ocho años de senaturía sureña, fue elegido por el otro extremo (geográfico, no político):
Tarapacá y Antofagasta. Luego de otros ocho años reglamentarios, por Valparaíso y Aconcagua y,
finalmente, en 1969 nuevamente por Chiloé, Aysén y Magallanes.
Y de ahí, al año siguiente, a La Moneda.
Para Chicho Allende, además de tribuna muy respetable, el Senado significó una caja de resonancia
que hacía posible que su pensamiento penetrara por todos los poros de la nacionalidad, hasta que se fuera
amasando una conciencia mayoritaria cada vez más consistente. Por lo tanto, no podía conformarse con sacar
buenas notas en las comisiones de trabajo (especialmente en la de Salubridad Nacional) ni con las versiones
periodísticas, por muy halagadoras que resultaren algunas.
La receta infalible: el contacto directo. Con la mayor cantidad posible de chilenos. Ojalá con todo el
arco iris que identifica la fachada y el interior de la sociedad nacional.
Tenía que conocer personalmente el Estado hasta en sus menores detalles, porque lo que quería era ser
estadista.
Si lo consiguió o no, es la Historia la que tiene la palabra.
El estadista es el que mira más lejos. En este sentido, Chicho Allende demostró una visión que voló
por sobre las generaciones que le sucedieron. Desde luego, advirtió acerca de la magnitud de dos problemas
que, en esos años, sólo a muy pocos interrumpían el sueño: el narcotráfico y la deuda externa.
Hoy, ambos figuran en los primeros lugares de la preocupación continental, sin distinguirlas
orientaciones políticas de los gobiernos.
Respecto del tráfico de drogas ("estupefacientes" se les llamaba entonces) ya había alertado en su libro
de 1939: La Realidad Médico—social de Chile. Y en cuanto a la deuda externa, encendió la luz roja en
numerosas ocasiones.

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

Poco antes de ser derribado, asistió a la asunción de Cámpora en Argentina. Ramón Huidobro afirma
que "el Presidente Allende se robó la película". Tiene que haber sido así cuando las 110 delegaciones
extranjeras que concurrieron a Buenos Aires le pidieron que hablara en nombre de ellas. Chicho Allende
improvisó y en su discurso dijo textualmente:
—Las deudas externas suman más de 85 mil millones de dólares, que nuestros pueblos no podrán
servir, porque la obligación primera de los gobernantes es asegurar el derecho a la vida, al trabajo y a la
salud de sus compatriotas.
Dieciséis años más tarde, bastaba con el ejemplo de cualquier país latinoamericano para evidenciar la
exactitud de esa afirmación: Brasil, por su cuenta, supera ahora en una vez y media la cifra que entonces ya
agobiaba en conjunto a todas las economías de la región; además, el total de las deudas externas tercer—
mundistas ya sobrepasa holgadamente el billón de dólares.
Chicho Allende habló en Buenos Aires en la época de la democracia chilena; cuando el país tenía
presidentes que podían representar con dignidad también a otras naciones.
La vía chilena al socialismo (o "vía allendista", como algunos también la llaman) aspiraba a acelerar el
avance del país rumbo al verdadero desarrollo; es decir, al auténticamente integral: social y económico. Si
hubiese sido tan inviable... no se habría necesitado de un golpe militar de la magnitud y profundidad que
alcanzó el que derribó a Chicho Allende. Por. eso mismo, la calidad de ese golpe militar tal vez estaría
demostrando las posibilidades reales de aplicabilidad que encarnaba la vía allendista. Lo cual evidenciaría,
de paso, que Chicho Allende no fue un aventurero sino un estadista.
Ni al más afiebrado de los allendistas podría aceptársele la pretensión de que Gorbachov, por ejemplo,
esperó conocer la experiencia allendista para darle cuerda a su perestroika. Pero, del mismo modo, a
cualquier analista acucioso no le demandaría mucho trabajo encontrar síntomas "perestroikos" en el interior
de la vía allendista. Y que no encerraban el "germen de su propia destrucción" sino su propia afirmación
histórica.
Singularidades semejantes pueden detectarse al examinarlos principios que informan a la
socialdemocracia en el mundo y también en el eurocomunismo. Sin ir más lejos, Berlinguer, en el corazón de
Europa, exponía conceptos y hasta frases muy similares a los que, meses antes, había postulado el Presidente
del país más austral del planeta.
Y esto no tiene por qué resultar un fenómeno tan incomprensible, si se considera que los estadistas, en
cualquier idioma que hablen, comparten la misma convicción de que hay valores universales que no pueden
ser desplazados por conveniencias tácticas, por muy consagradas que aparezcan en ciertos catecismos
ideológicos o en tesis economicistas generalmente prefabricadas en laboratorios norteamericanos.
Chicho Allende jamás postuló una doctrina que propiciara la instalación de una dictadura para, desde
ella, comenzar a gotear democracia. Todo lo contrario: la esencia de la vía allendista perseguía la
sincronización armónica entre socialismo y libertad. "En democracia, pluralismo y libertad", como repitiera
con tanta insistencia.
Y sostenía, naturalmente, que la madurez cívica alcanzada por el sistema democrático chileno hacía
posible esta vía , cuyo objetivo primero era desbrozar el camino para aproximarse a una sociedad "más justa
y más humana, en un Chile económicamente libre y políticamente soberano".
El hecho de que su tenacidad por hacer realidad estos principios le haya costado a Chicho Allende el
precio de su vida, deja de ser, sin dudas, una simple circunstancia desgraciada para sus seguidores y
confortable para sus enemigos. Cosa muy distinta sena constatar si con él también murió su mensaje.
O sigue vivo.

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

SIETE

ENTRE LOS MÚLTIPLES ADVERSARIOS QUE CHICHO SE FUE consiguiendo a lo largo de su vida de
político activo, podría abrirse un concurso para premiar a quien logre detectar una contradicción de cierta
significación en la voluminosa cantidad de discursos, proyectos, proposiciones y, en general, en cualesquiera
de las incontables ocasiones en que trató de proyectar su pensamiento político.
Este certamen podría comenzar con el Gobierno que se proclamó socialista y concluir con el que sólo
dijo que pretendía iniciar el tránsito hacia el socialismo. Es decir, de 1932 a 1973.
Son cuarenta y un años. Y bastante sustanciosos, porque Chicho Allende no permaneció indiferente a
ninguno de los grandes acontecimientos nacionales ni internacionales.
Con los primeros, de alguna manera estuvo involucrado y a veces de manera muy directa. Con los
segundos, siempre se preocupó de ir a ver en qué consistían, con sus propios ojos. Conoció de cerca a las
principales figuras de la política mundial y se tuteó con algunas de ellas. Muchas veces relató que quien más
le había impresionado fue Ho Chi Minh. Y, muy especialmente, la placidez de la mirada del líder vietnamita.
Quienquiera que cuente con el tiempo suficiente podría darse el gusto de hacer un repertorio de los
errores que cometió, dependiendo, claro está, de la óptica a través de la cual se les analice. Porque a las
situaciones políticas les suele suceder lo que a las mujeres que llaman de "vida fácil"... precisamente quienes
no tienen idea de lo difícil que es.
Todo depende de los intereses que resulten afectados. En cuanto a los errores propiamente tales,
Chicho Allende no hubiera tenido mayor problema en reconocerlos, por lo menos los de algún tonelaje
respetable. De hecho, como Presidente de la República se autocrítico por algunos de ellos, destacando su
tardanza en convocar a plebiscito. Pero una cosa son los errores y otra las contradicciones. Entre ambos
media la distancia que separa a la culpa del dolo. Las contradicciones tienen que ver con la consecuencia y,
por sobre todas las cosas, esta fue siempre su gran capital político.
Y también hay un abismo que separa a los errores de los horrores. Chicho Allende cometió de los
primeros; los segundos son exclusividad de la dictadura.
Hay que tener en cuenta, a propósito, que durante buena parte de la vida pública de Allende, en Chile
imperaba un estilo de hacer política. Por lo pronto, se hacía de cara a la opinión pública. Todo terminaba por
saberse con bastante rapidez y exigía una explicación convincente y oportuna.
Ese estilo, por ejemplo, repudiaba los golpes bajos. Y uno de los más bajos de todos era golpear las
puertas de los cuarteles. Quien fuera sindicado de algo así tenía que esforzarse al máximo para convencer a
la opinión pública de que estaba siendo víctima de un infundio o de un mal entendido.
Por supuesto que estos mandobles se propinaban de preferencia en el sector político que iba del centro
a la derecha. Por el flanco izquierdo no había nada que ofrecer y a ningún "izquierdoso" se le podía pasar por
la mente siquiera la peregrina idea de transitar ni por la vereda del frente de un cuartel.
No se necesitó una derrota como la de las Malvinas para que el ejército chileno sufriera humillaciones
peores que las de sus colegas argentinos. Que resulte de mal gusto recordarlas ahora, es otra cosa; pero no es
tan antigua la experiencia de la Milicia Republicana, por ejemplo.
En esa época de la Milicia Republicana (duró nada menos que tres años... un período igual al del
gobierno de Chicho Allende),
Ramón Huidobro todavía era muy joven para ser diplomático, pero no para miliciano. Recuerda:
—Todos los grandes jefes de la milicia eran de la derecha neta: el Gordo Sánchez Errázuriz,
Schwarzemberg, Waldemar Coutts, Titín Orrego, etc. Nuestro uniforme era azul, con un gorrito, y nuestro
armamento fue entregado por los propios Arsenales de Guerra. Por orden de Alessandri, por supuesto.
Teníamos un cuartel y hasta una Escuela de Cadetes, con sus correspondientes instructores. Y hacíamos
nuestras guardias y desfilábamos muy marcialmente por las calles de Santiago. Yo desfilé varias veces por la
calle Ejército...

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

Mientras, los socialistas también tenían sus milicias con gorritos. Para desfilar, Grove se lo ponía muy
derecho, Chicho lo ladeaba notoriamente y a Schnake no le entraba, porque su intelectual melena se lo
impedía. Y todos levantaban el puño y cantaban La Marsellesa: "contra el pulpo del imperialismo..."
Pero sin armas.
Bueno, al fin el ejército ganó su batalla institucional, llamó "a retiro" a los milicianos republicanos y
pudo recuperar su armamento. Y el país siguió avanzando, con una cadencia suave, pero decorosa, que en
ningún caso impedía la vigencia de una conducta política que hacía de Chile un país comprensiblemente
envidiado por tantos demócratas latinoamericanos.
Reflejando esa realidad, Chicho Allende pudo afirmar, inaugurando un Congreso Extraordinario de su
partido, que "Chile es una isla democrática en medio de la vorágine dictatorial de América y del mundo".
Eso fue en 1943, en Valparaíso. Poco tiempo después, empezaba a desmoronarse la Internacional de
las Espadas, que imperó en la mayoría de Latinoamérica, y la democracia reiniciaba sus pariciones, con
anestesias locales y los fórceps ineludibles.
Y en cuanto al socialismo, no había por qué inquietarse tanto, mientras siguiera hablando idiomas
eslavos u orientales. Hasta ahí, el problema quedaba congelado en las academias y en los programas de los
partidos más avanzados. En cualquier caso, el sistema podía seguir disfrutando de su somnolencia
inveterada. La revolución cubana alteró el ritmo. Buena parte de su poder de seducción radicó en su oferta de
un "hombre nuevo": el producto final de un socialista. Para otros, fue el escalofrío que produce comprobar
que, si también el socialismo es capaz de hablar en castellano, lo que está en peligro es algo más que un
gobierno: es el sistema mismo.
Precisamente el sistema había dado muestras de su inmutabilidad cuando Chicho Allende se puso al
frente de los movimientos políticos encaminados hacia la recuperación de las principales riquezas del país,
en poder de trasnacionales digitadas desde el exterior.
En la campaña presidencial del 52, elaboró (conjuntamente con el presidente del PC, Elías Lafferte) un
proyecto de ley para nacionalizar el salitre. Y en sus campañas posteriores, insistió en la necesidad de que
Chile lograra el control autónomo de su "sueldo", como llamaba al cobre.
Es interesante recordar que este proyecto de nacionalización no costó tanto: fue aprobado por la
unanimidad de las fuerzas políticas representadas en el Congreso, cuando Chicho ya era Presidente de la
República.
Apenas se enteró de lo que había ocurrido en Cuba con el triunfo de la revolución antibatistiana, voló
para allá a cerciorarse personalmente de qué se trataba. Hizo críticas, pero no descalificó el derecho de los
cubanos a mandarse por sí mismos.
Esto último fue lo que le acarreó los peores ataques.
Sus dos primeras campañas presidenciales habían sido anteriores a la Revolución Cubana. En las dos
últimas, ésta fue un factor electoral de relevancia, que, naturalmente, se expresó en las consabidas "campañas
del terror".
Pero es que, además, Chicho Allende no escabullía el bulto. Mejor que muchos sabía que en política
se da, pero también se recibe.
En lo que se refiere a la Revolución Cubana, si se pudiera hacer una contabilidad tanto de lo que dio
como de lo que recibió, en sus primeros años, los contusos se contarían por miles. Desde luego, hay uno que
sí resultó seriamente averiado en su físico: un tipo joven, más alto que Chicho y bien maceteado, que tenía la
misión de fotografiar a todos los que, en el aeropuerto de Ciudad de México, se disponían a volar hacia La
Habana. Cuando los pasajeros pasaban, de a uno, por un pasillo, tenían que detenerse ante este individuo que
los fotografiaba sin el menor tapujo. Debe haber contado con un respaldo muy grande porque nadie se
atrevía a interrumpir sus funciones. Hasta que apareció Chicho Allende. Fue en 1967 y era Presidente del
Senado. El fotógrafo de marras hizo su trabajo rutinario: quiso que Chicho posara frente a su lente. El combo
que se llevó todavía se sigue comentando. Y en algunas memorias que han publicado agentes de la CIA
sobre sus misiones en Latinoamérica, señalan esta anécdota como ejemplo de los riesgos a que se exponen
ciertos funcionarios denominados "locales".

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

En cuanto a los mexicanos, debieron confesar que jamás sospecharon que hubiera un Presidente del
Senado que pegara tan fuerte, "a lo mero macho". De modo que cuando Chicho regresó a México como
Presidente de la República ya estaba precedido de la fama conquistada con ese tremendo y aplaudido puñete
en el aeropuerto. Y fue uno solo, no necesitó de otro. Al fotógrafo se demoraron bastante en reanimarlo y
convencerlo de que no había sido atropellado por un camión. Y otro detalle: seguramente las fotos se
siguieron tomando, pero nunca más de manera tan descarada como hasta ese día en que Chicho Allende fue
uno de los pasajeros.
Aquel viaje a La Habana —no el puñete, por supuesto— casi le costó la Presidencia del Senado.
Porque en la capital cubana, durante la Conferencia Tricontinental (llamada así porque participaban partidos
y movimientos revolucionarios de Asia, África y América Latina), planteó la conveniencia de crear una
organización especial para la región latinoamericana. Y entonces nació la OLAS.
Chicho Allende explicó, desde un comienzo, que esta flamante entidad "no podía ser un comando
supranacional revolucionario, sino un organismo de información, coordinación y solidaridad".
No había por qué extrañarse de que, para muchos, resultara absolutamente intolerable que el
Presidente del Senado de Chile anduviera en andanzas como éstas. Sobre todo, cuando la revolución cubana
ya era el gran enemigo instalado en la misma región y se sospechaba que el temido Che Guevara anduviera
sembrando sus propias revoluciones por las cercanías.
En el seno de los movimientos políticos de izquierda, con distintos matices revolucionarios, también
había una acerada discusión acerca de los caminos más transitables para llegar al poder: la lucha organizada
de "las masas", por un lado, y el "foco guerrillero" llamado a ser el detonante de la explosión social
determinada por la madurez de las "condiciones objetivas", por el otro.
En síntesis muy apretada, dos líneas políticas, que no sólo se quitaron el saludo sino que parecieron
disfrutar bastante propinándose golpes bajo el cinturón: Moscú y La Habana.
El hecho de que Chicho Allende hubiera impulsado la creación de la OLAS no lo convirtió en un
adherente apasionado de la línea "foquista". Siguió inalterable en su posición de siempre: fortalecer los
partidos y organizaciones de masas para alcanzar un gobierno respaldado por una mayoría expresada
democráticamente. Fue natural que dejara un regusto a amarga ironía la circunstancia de que fuera en su
propio partido donde encontrara obstáculos mayores que en los demás conglomerados de izquierda. Cuando
fue designado candidato a la Presidencia, en 1969, no era ni miembro del Comité Central. Y así y todo, le
ganó la lucha interna a su Secretario General. Textualmente, ya de Presidente de la República, resumió ese
cuadro que para los profanos lució ribetes bastante incomprensibles:
—Yo he sido cuatro veces candidato a la Presidencia por el partido. Tres oficialmente, porque el año
1952 fui candidato de un sector del PS y desde 1951 no soy miembro del Comité Central. Y siempre han
sido las bases del partido las que me han elegido. Ello quiere decir que estoy bien entroncado en las bases de
mi partido y conozco su pensamiento. Entonces, claro, sin formar parte de la dirección, muchas veces he
estado al margen de conocer al detalle el por qué de algunas posiciones y es por eso que puedo aparecer
discrepando. Además, efectivamente he tenido discrepancias. Mientras no era Presidente, como lo soy ahora,
ellas siempre quedaron dentro de la discusión interna. Muchas veces fui el único, como ocurrió en Linares y
en Talca, que sostuvo la necesidad de la Unidad Popular. Discrepaba, pero jamás hice un trabajo en contra de
la línea fijada por el partido.
Antes de que la OLAS cumpliera sus primeros cien días, la discusión teórica que estremecía los
interiores de todas las izquierdas sufrió un sismo de proyecciones históricas: Che Guevara fue muerto en
Bolivia.
Tal vez Chicho nunca haya podido explicar, con su habitual nitidez, la conmoción profunda que le
produjo este suceso. No porque suscribiera íntegramente las tesis del Che sino porque pocas cosas podían
impactarlo más que un ejemplo tan cabal de consecuencia política.
Desde entonces, un librito de edición modesta—La Guerra de Guerrillas, escrito por el Che— pasó a
ser una joya que Chicho Allende cuidó con esmero muy especial. Nadie más que él estaba autorizado a
moverlo del lugar destacado en que lo conservó permanentemente, y sólo para que alguien conociera su
dedicatoria: "A Salvador Allende, que, por otros caminos, trata de obtener lo mismo".
Una docena de palabras que valen por muchos libros... y libretos.

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

Efectivamente, fueron otros caminos los que, por sus propias cuentas, eligieron Che y Chicho. Che
descuartizó las estructuras tradicionales; Chicho no se apartó jamás de la ley.
Y ambos obtuvieron lo mismo : la muerte violenta. Pero también ambos llegaron donde muy pocos
alcanzan: ¿quién los puede desplazar, ahora, de la Historia?
Perdieron la batalla de las balas, pero ganaron la guerra de la ética. Más allá de la cuota de razón
política que pudieron haber tenido, fueron consecuentes con sus prédicas respectivas.
Ni aun llevando al extremo un ejercicio de realismo mágico resulta fácil imaginarse al Che
participando en una elección política al estilo chileno. También puede asegurarse que, en tal caso, Chicho no
le hubiera pedido su voto.
Porque Chicho Allende recorría el país pidiendo votos al que encontrara en su camino; pero no a sus
amigos. Manuel Mandujano, Ramón Huidobro y Hernán Santa Cruz \ fueron tres de sus más allegados.
Quince años después de su muerte, dedicaron largas horas a revivir episodios que compartieron con Chicho y
que, naturalmente, constituyen piezas invaluables del tesoro de sus recuerdos.
De los tres, el único que estaba "condenado" a votar por Chicho Allende sin que éste se lo pidiera. era
Mandujano, porque siempre fue dirigente nacional del PS, de manera que no tenía escapatoria. Y aún más:
no podía negarse a acompañar a Chicho a la inevitable ceremonia de inscribir su candidatura en el Registro
Electoral.
Todas las veces el diálogo telefónico fue el mismo:
—Tienes que acompañarme, Negro, a inscribir mi candidatura.
—¿Tú crees que tengo tiempo de más?
—Déjate de bromas, Negrito Manuel, si tú no me acompañas yo no me inscribo.
—Está bien, Chicho, está bien, pero no me obligues a arrastrarte hasta el Registro. ¡Yo sé que te
cuesta tanto! La última vez te aferrabas a los postes, a los buzones... hubo que empujarte para que entraras al
edificio. Y yo aparezco como el malo de la película que te llevo a la rastra como a un sacrificio tan grande.
—Sí, ríete no más, Negro de mierda... Cuando sea Presidente me las vas a pagar todas juntas. Ya,
mañana te paso a buscar tempranito.
Pero ni Huidobro ni Santa Cruz eran socialistas, de modo que tenían autonomía de vuelo.
—¡Qué curioso! —exclama Ramón Huidobro—. Ahora que hago memoria, no puedo recordar
ninguna vez en que Chicho me haya pedido que votara por él. Tampoco me pidió nunca un peso para sus
campañas. Lo que sí me pedía eran informes sobre algunos problemas de política internacional.
—Conmigo resultó más extraño todavía —apunta Hernán Santa Cruz— porque hubo veces en que no
voté por él... Y para mí fue el mejor amigo que he tenido en mi vida. En todos los sentidos: amigos desde
muchachos y compadres mutuamente. En 1958, yo era del Partido Radical, de modo que no voté por Chicho
sino por Bossay. Lo más grave fue en 1964, cuando le dije que tampoco iba a votar por él sino por Frei.
Entonces, a Chicho se le cayeron las lágrimas, pero entendió mi posición y la respetó. Estábamos
acostumbrados a prestarnos plata. La que yo tenía era de él; y la de él era mía. Así fue siempre; pero jamás
me pidió ni la menor ayuda económica para sus campañas.
Junto con el golpe militar, la calidad de amigo de Allende pasó a ser un delito muy grave. A veces
peor que el de mirista o extremista.
Un ejemplo: el del doctor Alfonso Asenjo, amigo muy querido de Chicho. No hay ningún científico de
verdad que no se incline ante su memoria: el Pocho Asenjo, como lo llamaba Chicho, fue una eminencia
mundialmente reconocida en el campo de la neurocirugía. Fue padre y motor del Instituto de Neurocirugía de
Chile. Y desde dentro y fuera del país le llovieron los elogios cuando fue galardonado con el Premio
Nacional de Ciencias.
Tuvo la mala suerte de ser amigo del Presidente derribado. Asenjo no ocupó ningún cargo en el
gobierno de la Unidad Popular, pero le allanaron su hogar... ¡once veces! Antes de sacarlo fuera del país,
alguien lo llamó por teléfono para ordenarle: "No vuelva al Instituto porque su puesto está ocupado".

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

Fue a dar a Panamá. Y de ahí, cierto día tuvo que volar, en el primer avión que encontró, a Italia a
operar a Bernardo Leighton, quien acababa de ser baleado en una calle de Roma. ¡Los mismos asesinos del
Nano Letelier y del General Prats trataron de matar a Bernardo Leighton!
El Pocho Asenjo hizo una más de sus muchas proezas científicas y le salvó la vida al Hermano
Bernardo. Tiempo después, no pudo automejorarse de la nostalgia por su tierra y, arriesgándolo todo, regresó
a Chile.
Murió de pena.
Para Chicho Allende, la amistad corría por sus propios carriles. No había que coincidir en política para
ser amigo de él. Tuvo varios amigos de bastante confianza con los cuales discrepó, especialmente en
materias de orden táctico. Por eso, a veces, quienes ignoraban esta condición de Chicho sufrían ingratas
sorpresas cuando, con el afán de caerle bien, le llevaban algún cuento o chisme que afectara a uno de sus
amigos que sobresalía en partidos adversarios.
Delante de él, nadie hablaba mal de sus amigos. ¡Y pobre del que lo intentara! El mundo de la política
está hecho de mundillos y nunca faltan los que se desgañitan revoloteando en las proximidades del poderoso
para anotarse puntos a costa de los ausentes. No se supo de ninguno de estos espontáneos que haya tenido
éxito en su faena de banderillero.
Bastan dos ejemplos. Uno en el exterior y el otro en el país: Rómulo Betancourt y Eduardo Frei.
Con ambos, Chicho eslabonó una amistad que comenzó en los años mozos. Y con los dos, también,
tuvo distanciamientos provocados por razones de táctica política. Los tres llegaron a presidentes.
Con Betancourt la amistad se anduvo trizando por diferencias de enfoque para apreciar el fenómeno de
la revolución cubana. Con Frei, todo pareciera indicar que el distanciamiento se produjo como consecuencia
de los expedientes propagandísticos utilizados en la campaña presidencial de 1964.
Según el escritor norteamericano Mark Falcoff, en una conversación que sostuvo con Frei, en marzo
de 1980, éste le comentó:
—Usted sabe: éramos muy amigos y esa amistad se hacía extensiva a nuestras esposas y a nuestras
familias. Pero algo ocurrió que terminó por distanciarnos. Yo creo que fue la elección de 1964,
En cuanto a Betancourt, al día siguiente del golpe militar, envió a Santiago el siguiente cable que, por
su elocuencia, fue ignorado totalmente por la prensa chilena, pero no por la venezolana ni la del resto del
mundo:
"General Augusto Pinochet
"Santiago de Chile.
"Debido al control de comunicaciones del gobierno de facto que usted preside e invocando su
condición de hijo de Chile, país vinculado a mi profundo afecto por la hospitalidad generosa que me dio en
varios de mis exilios, le estimaré haga llegar el mensaje que le transcribo para la esposa e hijas del presidente
doctor Salvador Allende, fallecido en trágicas circunstancias. El texto de mi mensaje es el siguiente: Tencha
de Allende e hijas. Comparto con ustedes el dolor por la trágica muerte de Chicho. Ustedes saben que el
distanciamiento que durante trece años existió entre nosotros por enfoques diferentes de la política
latinoamericana no fue obstáculo para que mantuviéramos la amistad personal y la mutua estimación nacidas
en 1940. Las abraza dolido y conmovido, Rómulo Betancourt".
Casi treinta años antes de la fecha de ese cable, en 1945, ya Betancourt había alcanzado a dominar
palancas sustanciales del timón ejecutivo de Venezuela.
Cuando ello ocurrió, todos los demócratas latinoamericanos coincidieron en celebrar tal suceso como
un triunfo propio. Podrá comprenderse con cuánta alegría lo hicieron los amigos personales de Betancourt en
Chile. Si la democracia era capaz de asomarse en ese país que aún no se reponía de los veintisiete años de
gomecismo, a lo mejor también sería posible en los demás países que clamaban por un estado de derecho.
Chile no estaba incluido en ellos, felizmente, porque con todos los defectos que se quisiera aquí por lo
menos se respiraba democracia.

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

En Santiago, Betancourt había dejado un buen jirón de sus afectos. Con Chicho estrechó una amistad,
al calor de la diaria discusión, aumentada tanto por el análisis de la realidad y el encumbramiento de utopías
como por la contundencia de los puños, en esas mañanas boxeriles con El Chicharra como mana—ger.
Chicho explicó entonces al Senado, y al país, lo que estaba pasando en Venezuela. A nombre del PS
insistió "en la necesidad de que el Gobierno de Chile reconozca a la Junta Revolucionaria que preside
Rómulo Betancourt [...] Nuestra opinión es que allí no ha habido un golpe militar, ni un cuartelazo vulgar,
sino una manifestación del derecho que tienen los pueblos de resistir a la opresión cuando sus leyes son
conculcadas y el ejercicio de la vida democrática se torna una simulación". Por esa época Chicho y Frei
viajaron a Venezuela. No fue aquella la última vez que estuvieron juntos en la patria de Bolívar. Pero de tal
visita quedó una infinidad de recuerdos, matizados con la observación, en vivo y en directo , de lo que
envuelve el ejercicio del poder —con su luminosidad y sus telarañas— además de una sabrosa estela de
anécdotas que cada uno de los protagonistas habrá guardado, a su modo, en sus respectivas memorias. Lo
que sí es seguro es que nunca las olvidaron.
Chicho Allende, por lo pronto, recordó varias veces—antes y durante su Presidencia— la
prolongación de ese viaje con Frei hasta Estados Unidos. Ninguno de los dos pensaba llegar tan lejos, no por
falta de ganas sino porque no tenían los "reales" para financiar sus estadas en la patria del dólar, donde
estaba anunciada una reunión internacional para debatir la situación política de Latinoamérica, lo cual
revestía una importancia especial por la experiencia que estaba viviendo Venezuela.
Ambos, Frei y Chicho, habían recibido invitaciones para ese evento. Pero, estando de acuerdo en el
fondo, carecían de fondos. Palabras más, palabras menos, Chicho contaba:
—Rómulo estaba convencido de que nosotros seguiríamos viaje a Nueva York. Eso lo tenía muy
entusiasmado, porque afirmaba que Frei y yo seríamos los mejores abogados de la causa venezolana en ese
congreso. Cuando le dijimos que, en vez de a Nueva York, viajaríamos a Santiago, montó en cólera. ¡Y
había que ver a Rómulo cuando se enojaba! Se "dejó de vainas", como él decía, y nos "ordenó" que
voláramos a Estados Unidos a defender la lucha democrática de la región. Dispuso que se nos extendieran
los pasajes respectivos y además nos asignó un viático, que debería alcanzarnos en la medida que fuéramos
suficientemente austeros. Teníamos que volar a Panamá y desde ahí tomar el Panamericano que nos llevaría
a Estados Unidos. Bueno, partimos con Frei a Panamá. Esa noche nos hospedamos en el Panamá Hilton, el
mejor hotel de la ciudad. Había algunos amigos esperándonos y nosotros, después de darnos un buen baño y
cambiarnos de ropa, fuimos con ellos a cenar al comedor del hotel. Frei iba muy elegante, todo vestido de
azul. Y entonces, al entrar al comedor, yo le dije pa' callado al maître que ese señor de porte distinguido era
el Presidente de Chile. En esos años había que ser muy informado para saber quién era el Presidente chileno,
de modo que los mozos extremaron sus atenciones. El maître asignó a Frei el lugar más conspicuo:
"Bienvenido, señor Presidente, es un honor poder atenderlo" le dijo. Frei se sorprendió tanto que se quedó
callado. Y comenzó, entonces, un trato realmente excepcional y esa noche cenamos como reyes. Yo me
preocupé de pedir los platos más exquisitos y los vinos más selectos, llevando mentalmente la cuenta a fin de
que alcanzara el viático que nos había dado Rómulo. Todos los mozos parecían competir en cuál le hacía
más reverencias a Frei, seguramente pensando en la propina. Fue una cena inolvidable, tal vez una de las
mejores de mi vida.
El problema, según relataba Chicho, vino en el momento supremo de pagar el consumo:
—Cuando apareció el maître con la cuenta en una bandeja de plata, yo le hice un gesto ceremonioso
indicándole que se la pasara al Presidente. Así lo hizo e, inclinándose y con voz emocionada, le pasó la
bandeja: "Señor Presidente". Frei, después de haber estado toda la cena recibiendo homenajes presidenciales,
no perdió un milímetro de su compostura, abrió su billetera y, con un garbo que me dejó admirado, sacó
todos sus verdes y los depositó en la bandeja, como si eso no tuviera la menor importancia. ¡Era su viático
completo y su único capital! La propina debió ser más o menos la que los mozos esperaban, porque hicieron
unos gestos como si nos fueran a aplaudir cuando nos levantamos de la mesa. Frei inició el retiro del
comedor con gran majestad, mientras los elegantes, que repletaban el salón, nos contemplaban en respetuoso
silencio. Y el maître casi se quedaba sin aire, despidiéndose de Frei, y no de nosotros: "Buenas noches,
Señor Presidente; muchas gracias, Señor Presidente; que amanezca muy bien, Señor Presidente; fue un gran
honor, Señor Presidente". Y Frei iba devolviendo ceremoniosamente los saludos. Apenas abandonamos el
comedor, nos despedimos rápidamente de nuestros amigos y subimos al cuarto que compartíamos. No bien
cerramos la puerta, Frei me comentó:

49
Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

'Bueno, Chicho, fuimos millonarios por una noche... ¿Tea las mujeres que llaman de "vida fácil"...
precisamente quienes no tienen idea de lo difícil que es.
Todo depende de los intereses que resulten afectados. En cuanto a los errores propiamente tales,
Chicho Allende no hubiera tenido mayor problema en reconocerlos, por lo menos los de algún tonelaje
respetable. De hecho, como Presidente de la República se autocrítico por algunos de ellos, destacando su
tardanza en convocar a plebiscito. Pero una cosa son los errores y otra las contradicciones. Entre ambos
media la distancia que separa a la culpa del dolo. Las contradicciones tienen que ver con la consecuencia y,
por sobre todas las cosas, esta fue siempre su gran capital político.
Y también hay un abismo que separa a los errores de los horrores. Chicho Allende cometió de los
primeros; los segundos son exclusividad de la dictadura.
Hay que tener en cuenta, a propósito, que durante buena parte de la vida pública de Allende, en Chile
imperaba un estilo de hacer política. Por lo pronto, se hacía de cara a la opinión pública. Todo terminaba por
saberse con bastante rapidez y exigía una explicación convincente y oportuna.
Ese estilo, por ejemplo, repudiaba los golpes bajos. Y uno de los más bajos de todos era golpear las
puertas de los cuarteles. Quien fuera sindicado de algo así tenía que esforzarse al máximo para convencer a
la opinión pública de que estaba siendo víctima de un infundio o de un mal entendido.
Por supuesto que estos mandobles se propinaban de preferencia en el sector político que iba del centro
a la derecha. Por el flanco izquierdo no había nada que ofrecer y a ningún "izquierdoso" se le podía pasar por
la mente siquiera la peregrina idea de transitar ni por la vereda del frente de un cuartel.
No se necesitó una derrota como la de las Malvinas para que el ejército chileno sufriera humillaciones
peores que las de sus colegas argentinos. Que resulte de mal gusto recordarlas ahora, es otra cosa; pero no es
tan antigua la experiencia de la Milicia Republicana, por ejemplo.
En esa época de la Milicia Republicana (duró nada menos que tres años... un período igual al del
gobierno de Chicho Allende), Ramón Huidobro todavía era muy joven para ser diplomático, pero no para
miliciano. Recuerda:
—Todos los grandes jefes de la milicia eran de la derecha neta: el Gordo Sánchez Errázuriz,
Schwarzemberg, Waldemar Coutts, Titín Orrego, etc. Nuestro uniforme era azul, con un gorrito, y nuestro
armamento fue entregado por los propios Arsenales de Guerra. Por orden de Alessandri, por supuesto.
Teníamos un cuartel y hasta una Escuela de Cadetes, con sus correspondientes instructores. Y hacíamos
nuestras guardias y desfilábamos muy marcialmente por las calles de Santiago. Yo desfilé varias veces por la
calle Ejército...
Mientras, los socialistas también tenían sus milicias con gorritos. Para desfilar, Grove se lo ponía muy
derecho, Chicho lo ladeaba notoriamente y a Schnake no le entraba, porque su intelectual melena se lo
impedía. Y todos levantaban el puño y cantaban La Marsellesa: "contra el pulpo del imperialismo..."
Pero sin armas.
Bueno, al fin el ejército ganó su batalla institucional, llamó "a retiro" a los milicianos republicanos y
pudo recuperar su armamento. Y el país siguió avanzando, con una cadencia suave, pero decorosa, que en
ningún caso impedía la vigencia de una conducta política que hacía de Chile un país comprensiblemente
envidiado por tantos demócratas latinoamericanos.
Reflejando esa realidad, Chicho Allende pudo afirmar, inaugurando un Congreso Extraordinario de su
partido, que "Chile es una isla democrática en medio de la vorágine dictatorial de América y del mundo".
Eso fue en 1943, en Valparaíso. Poco tiempo después, empezaba a desmoronarse la Internacional de
las Espadas, que imperó en la mayoría de Latinoamérica, y la democracia reiniciaba sus pariciones, con
anestesias locales y los fórceps ineludibles.
Y en cuanto al socialismo, no había por qué inquietarse tanto, mientras siguiera hablando idiomas
eslavos u orientales. Hasta ahí, el problema quedaba congelado en las academias y en los programas de los
partidos más avanzados. En cualquier caso, el sistema podía seguir disfrutando de su somnolencia
inveterada. La revolución cubana alteró el ritmo. Buena parte de su poder de seducción radicó en su oferta de
un "hombre nuevo": el producto final de un socialista. Para otros, fue el escalofrío que produce comprobar

50
Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

que, si también el socialismo es capaz de hablar en castellano, lo que está en peligro es algo más que un
gobierno: es el sistema mismo.
Precisamente el sistema había dado muestras de su inmutabilidad cuando Chicho Allende se puso al
frente de los movimientos políticos encaminados hacia la recuperación de las principales riquezas del país,
en poder de trasnacionales digitadas desde el exterior.
En la campaña presidencial del 52, elaboró (conjuntamente con el presidente del PC, Elías Lafferte) un
proyecto de ley para nacionalizar el salitre. Y en sus campañas posteriores, insistió en la necesidad de que
Chile lograra el control autónomo de su "sueldo", como llamaba al cobre.
Es interesante recordar que este proyecto de nacionalización no costó tanto: fue aprobado por la
unanimidad de las fuerzas políticas representadas en el Congreso, cuando Chicho ya era Presidente de la
República.
Apenas se enteró de lo que había ocurrido en Cuba con el triunfo de la revolución antibatistiana, voló
para allá a cerciorarse personalmente de qué se trataba. Hizo críticas, pero no descalificó el derecho de los
cubanos a mandarse por sí mismos.
Esto último fue lo que le acarreó los peores ataques.
Sus dos primeras campañas presidenciales habían sido anteriores a la Revolución Cubana. En las dos
últimas, ésta fue un factor electoral de relevancia, que, naturalmente, se expresó en las consabidas "campañas
del terror".
Pero es que, además, Chicho Allende no escabullía el bulto. Mejor que muchos sabía que en política
se da, pero también se recibe.
En lo que se refiere a la Revolución Cubana, si se pudiera hacer una contabilidad tanto de lo que dio
como de lo que recibió, en sus primeros años, los contusos se contarían por miles. Desde luego, hay uno que
sí resultó seriamente averiado en su físico: un tipo joven, más alto que Chicho y bien maceteado, que tenía la
misión de fotografiar a todos los que, en el aeropuerto de Ciudad de México, se disponían a volar hacia La
Habana. Cuando los pasajeros pasaban, de a uno, por un pasillo, tenían que detenerse ante este individuo que
los fotografiaba sin el menor tapujo. Debe haber contado con un respaldo muy grande porque nadie se
atrevía a interrumpir sus funciones. Hasta que apareció Chicho Allende. Fue en 1967 y era Presidente del
Senado. El fotógrafo de marras hizo su trabajo rutinario: quiso que Chicho posara frente a su lente. El combo
que se llevó todavía se sigue comentando. Y en algunas memorias que han publicado agentes de la CIA
sobre sus misiones en Latinoamérica, señalan esta anécdota como ejemplo de los riesgos a que se exponen
ciertos funcionarios denominados "locales".
En cuanto a los mexicanos, debieron confesar que jamás sospecharon que hubiera un Presidente del
Senado que pegara tan fuerte, "a lo mero macho". De modo que cuando Chicho regresó a México como
Presidente de la República ya estaba precedido de la fama conquistada con ese tremendo y aplaudido puñete
en el aeropuerto. Y fue uno solo, no necesitó de otro. Al fotógrafo se demoraron bastante en reanimarlo y
convencerlo de que no había sido atropellado por un camión. Y otro detalle: seguramente las fotos se
siguieron tomando, pero nunca más de manera tan descarada como hasta ese día en que Chicho Allende fue
uno de los pasajeros.
Aquel viaje a La Habana —no el puñete, por supuesto— casi le costó la Presidencia del Senado.
Porque en la capital cubana, durante la Conferencia Tricontinental (llamada así porque participaban partidos
y movimientos revolucionarios de Asia, África y América Latina), planteó la conveniencia de crear una
organización especial para la región latinoamericana. Y entonces nació la OLAS.
Chicho Allende explicó, desde un comienzo, que esta flamante entidad "no podía ser un comando
supranacional revolucionario, sino un organismo de información, coordinación y solidaridad".
No había por qué extrañarse de que, para muchos, resultara absolutamente intolerable que el
Presidente del Senado de Chile anduviera en andanzas como éstas. Sobre todo, cuando la revolución cubana
ya era el gran enemigo instalado en la misma región y se sospechaba que el temido Che Guevara anduviera
sembrando sus propias revoluciones por las cercanías.
En el seno de los movimientos políticos de izquierda, con distintos matices revolucionarios, también
había una acerada discusión acerca de los caminos más transitables para llegar al poder: la lucha organizada

51
Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

de "las masas", por un lado, y el "foco guerrillero" llamado a ser el detonante de la explosión social
determinada por la madurez de las "condiciones objetivas", por el otro.
En síntesis muy apretada, dos líneas políticas, que no sólo se quitaron el saludo sino que parecieron
disfrutar bastante propinándose golpes bajo el cinturón: Moscú y La Habana.
El hecho de que Chicho Allende hubiera impulsado la creación de la OLAS no lo convirtió en un
adherente apasionado de la línea "foquista". Siguió inalterable en su posición de siempre: fortalecer los
partidos y organizaciones de masas para alcanzar un gobierno respaldado por una mayoría expresada
democráticamente. Fue natural que dejara un regusto a amarga ironía la circunstancia de que fuera en su
propio partido donde encontrara obstáculos mayores que en los demás conglomerados de izquierda. Cuando
fue designado candidato a la Presidencia, en 1969, no era ni miembro del Comité Central. Y así y todo, le
ganó la lucha interna a su Secretario General. Textualmente, ya de Presidente de la República, resumió ese
cuadro que para los profanos lució ribetes bastante incomprensibles:
—Yo he sido cuatro veces candidato a la Presidencia por el partido. Tres oficialmente, porque el año
1952 fui candidato de un sector del PS y desde 1951 no soy miembro del Comité Central. Y siempre han
sido las bases del partido las que me han elegido. Ello quiere decir que estoy bien entroncado en las bases de
mi partido y conozco su pensamiento. Entonces, claro, sin formar parte de la dirección, muchas veces he
estado al margen de conocer al detalle el por qué de algunas posiciones y es por eso que puedo aparecer
discrepando. Además, efectivamente he tenido discrepancias. Mientras no era Presidente, como lo soy ahora,
ellas siempre quedaron dentro de la discusión interna. Muchas veces fui el único, como ocurrió en Linares y
en Talca, que sostuvo la necesidad de la Unidad Popular. Discrepaba, pero jamás hice un trabajo en contra de
la línea fijada por el partido.
Antes de que la OLAS cumpliera sus primeros cien días, la discusión teórica que estremecía los
interiores de todas las izquierdas sufrió un sismo de proyecciones históricas: Che Guevara fue muerto en
Bolivia.
Tal vez Chicho nunca haya podido explicar, con su habitual nitidez, la conmoción profunda que le
produjo este suceso. No porque suscribiera íntegramente las tesis del Che sino porque pocas cosas podían
impactarlo más que un ejemplo tan cabal de consecuencia política.
Desde entonces, un librito de edición modesta—La Guerra de Guerrillas, escrito por el Che— pasó a
ser una joya que Chicho Allende cuidó con esmero muy especial. Nadie más que él estaba autorizado a
moverlo del lugar destacado en que lo conservó permanentemente, y sólo para que alguien conociera su
dedicatoria: "A Salvador Allende, que, por otros caminos, trata de obtener lo mismo".
Una docena de palabras que valen por muchos libros... y libretos.
Efectivamente, fueron otros caminos los que, por sus propias cuentas, eligieron Che y Chicho. Che
descuartizó las estructuras tradicionales; Chicho no se apartó jamás de la ley.
Y ambos obtuvieron lo mismo: la muerte violenta. Pero también ambos llegaron donde muy pocos
alcanzan: ¿quién los puede desplazar, ahora, de la Historia?
Perdieron la batalla de las balas, pero ganaron la guerra de la ética. Más allá de la cuota de razón
política que pudieron haber tenido, fueron consecuentes con sus prédicas respectivas.
Ni aun llevando al extremo un ejercicio de realismo mágico resulta fácil imaginarse al Che
participando en una elección política al estilo chileno. También puede asegurarse que, en tal caso, Chicho no
le hubiera pedido su voto.
Porque Chicho Allende recorría el país pidiendo votos al que encontrara en su camino; pero no a sus
amigos. Manuel Mandujano, Ramón Huidobro y Hernán Santa Cruz \ fueron tres de sus más allegados.
Quince años después de su muerte, dedicaron largas horas a revivir episodios que compartieron con Chicho y
que, naturalmente, constituyen piezas invaluables del tesoro de sus recuerdos.
De los tres, el único que estaba "condenado" a votar por Chicho Allende sin que éste se lo pidiera. era
Mandujano, porque siempre fue dirigente nacional del PS, de manera que no tenía escapatoria. Y aún más:
no podía negarse a acompañar a Chicho a la inevitable ceremonia de inscribir su candidatura en el Registro
Electoral.
Todas las veces el diálogo telefónico fue el mismo:
52
Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

—Tienes que acompañarme, Negro, a inscribir mi candidatura.


—¿Tú crees que tengo tiempo de más?
—Déjate de bromas, Negrito Manuel, si tú no me acompañas yo no me inscribo.
—Está bien, Chicho, está bien, pero no me obligues a arrastrarte hasta el Registro. ¡Yo sé que te
cuesta tanto! La última vez te aferrabas a los postes, a los buzones... hubo que empujarte para que entraras al
edificio. Y yo aparezco como el malo de la película que te llevo a la rastra como a un sacrificio tan grande.
—Sí, ríete no más, Negro de mierda... Cuando sea Presidente me las vas a pagar todas juntas. Ya,
mañana te paso a buscar tempranito.
Pero ni Huidobro ni Santa Cruz eran socialistas, de modo que tenían autonomía de vuelo.
—¡Qué curioso! —exclama Ramón Huidobro—. Ahora que hago memoria, no puedo recordar
ninguna vez en que Chicho me haya pedido que votara por él. Tampoco me pidió nunca un peso para sus
campañas. Lo que sí me pedía eran informes sobre algunos problemas de política internacional.
—Conmigo resultó más extraño todavía —apunta Hernán Santa Cruz— porque hubo veces en que no
voté por él... Y para mí fue el mejor amigo que he tenido en mi vida. En todos los sentidos: amigos desde
muchachos y compadres mutuamente. En 1958, yo era del Partido Radical, de modo que no voté por Chicho
sino por Bossay. Lo más grave fue en 1964, cuando le dije que tampoco iba a votar por él sino por Frei.
Entonces, a Chicho se le cayeron las lágrimas, pero entendió mi posición y la respetó. Estábamos
acostumbrados a prestarnos plata. La que yo tenía era de él; y la de él era mía. Así fue siempre; pero jamás
me pidió ni la menor ayuda económica para sus campañas.
Junto con el golpe militar, la calidad de amigo de Allende pasó a ser un delito muy grave. A veces
peor que el de mirista o extremista.
Un ejemplo: el del doctor Alfonso Asenjo, amigo muy querido de Chicho. No hay ningún científico de
verdad que no se incline ante su memoria: el Pocho Asenjo, como lo llamaba Chicho, fue una eminencia
mundialmente reconocida en el campo de la neurocirugía. Fue padre y motor del Instituto de Neurocirugía de
Chile. Y desde dentro y fuera del país le llovieron los elogios cuando fue galardonado con el Premio
Nacional de Ciencias.
Tuvo la mala suerte de ser amigo del Presidente derribado. Asenjo no ocupó ningún cargo en el
gobierno de la Unidad Popular, pero le allanaron su hogar... ¡once veces! Antes de sacarlo fuera del país,
alguien lo llamó por teléfono para ordenarle: "No vuelva al Instituto porque su puesto está ocupado".
Fue a dar a Panamá. Y de ahí, cierto día tuvo que volar, en el primer avión que encontró, a Italia a
operar a Bernardo Leighton, quien acababa de ser baleado en una calle de Roma. ¡Los mismos asesinos del
Nano Letelier y del General Prats trataron de matar a Bernardo Leighton!
El Pocho Asenjo hizo una más de sus muchas proezas científicas y le salvó la vida al Hermano
Bernardo. Tiempo después, no pudo automejorarse de la nostalgia por su tierra y, arriesgándolo todo, regresó
a Chile.
Murió de pena.
Para Chicho Allende, la amistad corría por sus propios carriles. No había que coincidir en política para
ser amigo de él. Tuvo varios amigos de bastante confianza con los cuales discrepó, especialmente en
materias de orden táctico. Por eso, a veces, quienes ignoraban esta condición de Chicho sufrían ingratas
sorpresas cuando, con el afán de caerle bien, le llevaban algún cuento o chisme que afectara a uno de sus
amigos que sobresalía en partidos adversarios.
Delante de él, nadie hablaba mal de sus amigos. ¡Y pobre del que lo intentara! El mundo de la política
está hecho de mundillos y nunca faltan los que se desgañitan revoloteando en las proximidades del poderoso
para anotarse puntos a costa de los ausentes. No se supo de ninguno de estos espontáneos que haya tenido
éxito en su faena de banderillero.
Bastan dos ejemplos. Uno en el exterior y el otro en el país: Rómulo Betancourt y Eduardo Frei.
Con ambos, Chicho eslabonó una amistad que comenzó en los años mozos. Y con los dos, también,
tuvo distanciamientos provocados por razones de táctica política. Los tres llegaron a presidentes.

53
Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

Con Betancourt la amistad se anduvo trizando por diferencias de enfoque para apreciar el fenómeno de
la revolución cubana. Con Frei, todo pareciera indicar que el distanciamiento se produjo como consecuencia
de los expedientes propagandísticos utilizados en la campaña presidencial de 1964.
Según el escritor norteamericano Mark Falcoff, en una conversación que sostuvo con Frei, en marzo
de 1980, éste le comentó:
—Usted sabe: éramos muy amigos y esa amistad se hacía extensiva a nuestras esposas y a nuestras
familias. Pero algo ocurrió que terminó por distanciarnos. Yo creo que fue la elección de 1964,
En cuanto a Betancourt, al día siguiente del golpe militar, envió a Santiago el siguiente cable que, por
su elocuencia, fue ignorado totalmente por la prensa chilena, pero no por la venezolana ni la del resto del
mundo:
"General Augusto Pinochet
"Santiago de Chile.
"Debido al control de comunicaciones del gobierno de facto que usted preside e invocando su
condición de hijo de Chile, país vinculado a mi profundo afecto por la hospitalidad generosa que me dio en
varios de mis exilios, le estimaré haga llegar el mensaje que le transcribo para la esposa e hijas del presidente
doctor Salvador Allende, fallecido en trágicas circunstancias. El texto de mi mensaje es el siguiente: Tencha
de Allende e hijas. Comparto con ustedes el dolor por la trágica muerte de Chicho. Ustedes saben que el
distanciamiento que durante trece años existió entre nosotros por enfoques diferentes de la política
latinoamericana no fue obstáculo para que mantuviéramos la amistad personal y la mutua estimación nacidas
en 1940. Las abraza dolido y conmovido, Rómulo Betancourt".
Casi treinta años antes de la fecha de ese cable, en 1945, ya Betancourt había alcanzado a dominar
palancas sustanciales del timón ejecutivo de Venezuela.
Cuando ello ocurrió, todos los demócratas latinoamericanos coincidieron en celebrar tal suceso como
un triunfo propio. Podrá comprenderse con cuánta alegría lo hicieron los amigos personales de Betancourt en
Chile. Si la democracia era capaz de asomarse en ese país que aún no se reponía de los veintisiete años de
gomecismo, a lo mejor también sería posible en los demás países que clamaban por un estado de derecho.
Chile no estaba incluido en ellos, felizmente, porque con todos los defectos que se quisiera aquí por lo
menos se respiraba democracia.
En Santiago, Betancourt había dejado un buen jirón de sus afectos. Con Chicho estrechó una amistad,
al calor de la diaria discusión, aumentada tanto por el análisis de la realidad y el encumbramiento de utopías
como por la contundencia de los puños, en esas mañanas boxeriles con El Chicharra como mana—ger.
Chicho explicó entonces al Senado, y al país, lo que estaba pasando en Venezuela. A nombre del PS
insistió "en la necesidad de que el Gobierno de Chile reconozca a la Junta Revolucionaria que preside
Rómulo Betancourt [...] Nuestra opinión es que allí no ha habido un golpe militar, ni un cuartelazo vulgar,
sino una manifestación del derecho que tienen los pueblos de resistir a la opresión cuando sus leyes son
conculcadas y el ejercicio de la vida democrática se torna una simulación". Por esa época Chicho y Frei
viajaron a Venezuela. No fue aquella la última vez que estuvieron juntos en la patria de Bolívar. Pero de tal
visita quedó una infinidad de recuerdos, matizados con la observación, en vivo y en directo, de lo que
envuelve el ejercicio del poder —con su luminosidad y sus telarañas— además de una sabrosa estela de
anécdotas que cada uno de los protagonistas habrá guardado, a su modo, en sus respectivas memorias. Lo
que sí es seguro es que nunca las olvidaron.
Chicho Allende, por lo pronto, recordó varias veces—antes y durante su Presidencia— la
prolongación de ese viaje con Frei hasta Estados Unidos. Ninguno de los dos pensaba llegar tan lejos, no por
falta de ganas sino porque no tenían los "reales" para financiar sus estadas en la patria del dólar, donde
estaba anunciada una reunión internacional para debatir la situación política de Latinoamérica, lo cual
revestía una importancia especial por la experiencia que estaba viviendo Venezuela.
Ambos, Frei y Chicho, habían recibido invitaciones para ese evento. Pero, estando de acuerdo en el
fondo, carecían de fondos. Palabras más, palabras menos, Chicho contaba:
—Rómulo estaba convencido de que nosotros seguiríamos viaje a Nueva York. Eso lo tenía muy
entusiasmado, porque afirmaba que Frei y yo seríamos los mejores abogados de la causa venezolana en ese
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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

congreso. Cuando le dijimos que, en vez de a Nueva York, viajaríamos a Santiago, montó en cólera. ¡Y
había que ver a Rómulo cuando se enojaba! Se "dejó de vainas", como él decía, y nos "ordenó" que
voláramos a Estados Unidos a defender la lucha democrática de la región. Dispuso que se nos extendieran
los pasajes respectivos y además nos asignó un viático, que debería alcanzarnos en la medida que fuéramos
suficientemente austeros. Teníamos que volar a Panamá y desde ahí tomar el Panamericano que nos llevaría
a Estados Unidos. Bueno, partimos con Frei a Panamá. Esa noche nos hospedamos en el Panamá Hilton, el
mejor hotel de la ciudad. Había algunos amigos esperándonos y nosotros, después de darnos un buen baño y
cambiarnos de ropa, fuimos con ellos a cenar al comedor del hotel. Frei iba muy elegante, todo vestido de
azul. Y entonces, al entrar al comedor, yo le dije pa' callado al maître que ese señor de porte distinguido era
el Presidente de Chile. En esos años había que ser muy informado para saber quién era el Presidente chileno,
de modo que los mozos extremaron sus atenciones. El maître asignó a Frei el lugar más conspicuo:
"Bienvenido, señor Presidente, es un honor poder atenderlo" le dijo. Frei se sorprendió tanto que se quedó
callado. Y comenzó, entonces, un trato realmente excepcional y esa noche cenamos como reyes. Yo me
preocupé de pedir los platos más exquisitos y los vinos más selectos, llevando mentalmente la cuenta a fin de
que alcanzara el viático que nos había dado Rómulo. Todos los mozos parecían competir en cuál le hacía
más reverencias a Frei, seguramente pensando en la propina. Fue una cena inolvidable, tal vez una de las
mejores de mi vida.
El problema, según relataba Chicho, vino en el momento supremo de pagar el consumo:
—Cuando apareció el maître con la cuenta en una bandeja de plata, yo le hice un gesto ceremonioso
indicándole que se la pasara al Presidente. Así lo hizo e, inclinándose y con voz emocionada, le pasó la
bandeja: "Señor Presidente". Frei, después de haber estado toda la cena recibiendo homenajes presidenciales,
no perdió un milímetro de su compostura, abrió su billetera y, con un garbo que me dejó admirado, sacó
todos sus verdes y los depositó en la bandeja, como si eso no tuviera la menor importancia. ¡Era su viático
completo y su único capital! La propina debió ser más o menos la que los mozos esperaban, porque hicieron
unos gestos como si nos fueran a aplaudir cuando nos levantamos de la mesa. Frei inició el retiro del
comedor con gran majestad, mientras los elegantes, que repletaban el salón, nos contemplaban en respetuoso
silencio. Y el maître casi se quedaba sin aire, despidiéndose de Frei, y no de nosotros: "Buenas noches,
Señor Presidente; muchas gracias, Señor Presidente; que amanezca muy bien, Señor Presidente; fue un gran
honor, Señor Presidente". Y Frei iba devolviendo ceremoniosamente los saludos. Apenas abandonamos el
comedor, nos despedimos rápidamente de nuestros amigos y subimos al cuarto que compartíamos. No bien
cerramos la puerta, Frei me comentó:
'Bueno, Chicho, fuimos millonarios por una noche... ¿Te habrás dado cuenta lo cara que nos salió la
comida?
'¿Cómo que "nos salió"?... ¡Te salió!
'Déjate de bromas, mira que me quedé sin un centavo.
'¿Ah, sí? ¿Y no te gustó ser Presidente, pues?
En su personal versión, Chicho se preocupaba de dejar muy en claro que, finalmente, compartió los
gastos con Frei; pero le fijó una cuota diaria, para hacerlo padecer todas las mañanas: "Esto es para que no se
te olvide lo que cuesta ser Presidente".
Y cinco años más tarde volverían a viajar al extranjero, convocados por la misma causa de la
democracia continental. Esta vez la reunión fue en La Habana y, para entonces, ya Betancourt estaba
nuevamente exiliado. Representantes de 17 países (incluyendo al Gobierno Vasco en el exilio) concurrieron
a la Conferencia Interamericana Pro—Democracia y Libertad. Los archivos de este torneo registran que la
delegación de Chile estuvo integrada por: Senador Salvador Allende, Senador Eduardo Frei Montalva y
Señor Bernardo Ibáñez, Presidente de la Confederación Interamericana de Trabajadores.
Varios de los asistentes a esta reunión internacional llegarían a presidir sus respectivos países. Casi
cuarenta años más tarde, de esa constelación de personalidades, Luis Alberto Sánchez ejerce la
Vicepresidencia de la República en Perú y Carlos Andrés Pérez es elegido, por segunda vez, presidente
constitucional de Venezuela.
También Betancourt retornó al poder, en 1959, ahora por la vía electoral. Apenas se instaló en
Miraflores (palacio presidencial venezolano) convocó al Segundo Congreso Interamericano Pro Democracia
y Libertad.
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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

Eran los días previos a la Undécima Conferencia Interamericana que se celebró en Quito. Por eso en la
reunión de Caracas el Presidente venezolano propuso lo que. desde entonces se conoce como Doctrina
Betancourt; al margen de sus posibilidades de aplicación, es una especie de "ánima en pena" que invoca la
desesperación latinoamericana cada vez que una tiranía militar apaga una luz en el escenario hemisférico.
Betancourt propuso "erradicar de la comunidad jurídica americana a las dictaduras", para lo cual
sostuvo la conveniencia de complementar la Carta Constitutiva de la OEA con un "Convenio adicional bien
preciso y bien claro, según el cual no puedan formar parte de la comunidad regional sino los gobiernos
nacidos de elecciones legítimas, respetuosos de los derechos del hombre y garantizadores de las libertades
públicas [... ] que en torno a los gobiernos dictatoriales se tienda un riguroso cordón profiláctico multilateral,
a fin de asfixiarlos para que no constituyan oprobio de sus pueblos y amenaza permanente para los gobiernos
legítimamente constituidos".
Y fue más lejos, aún, el mandatario venezolano cuando propuso dar un nuevo contenido al derecho de
asilo, teniendo en la mira a los dictadores cesanteados.
Es que encontrar diferencias entre los presidentes democráticos no resulta muy complicado. En
cambio, los dictadores se parecen mucho entre sí. A las generaciones que los suceden les cuesta demasiado
distinguir entre uno y otro. Ni siquiera por los años que han mandoneado ni por las muertes que tienen a su
haber.
Por eso mismo, en el caso del Chile post—Allende nadie podría presumir que Betancourt tuvo a algún
chileno en especial en su mente cuando, en 1959, al exponer su doctrina, diseñó el retrato hablado de los
dictadores del hemisferio, a los cuales, entre otros, dedicó el siguiente requiebro:
—Estos hombres no pertenecen a la honorable estirpe, tan hispanoamericana, del exiliado con mensaje
ideológico, viviendo fuera de las fronteras de su patria, quemado por la angustia patriótica y en decorosa
pobreza. Son gentes que no hablan ante ningún auditorio ni escriben una línea para ningún periódico:
conspiran, simple y llanamente conspiran para recuperar el poder, ayudados en su sucia tarea por las enormes
fortunas que acumularon saqueando los erarios de los países que tiranizaron.
En este caso, podría parodiarse a ciertas películas: cualquiera semejanza con dictador vigente o
desplazado no es mera coincidencia, corresponde exactamente a la experiencia vivida en carne propia por un
demócrata como Rómulo Betancourt.
En países como los latinoamericanos, donde en todos los rincones florece la santería, algunos
llamaban "Brujo" a Betancourt. No fue un brujo, desde luego; fue un visionario, como todo líder de verdad.
En esta nueva invitación que Betancourt hiciera a sus amigos Allende y Frei, a éstos no les sucedió lo
mismo que quince años antes. Ahora, Chicho fue con Tencha y Frei con Maruja.
Y pocos meses después, en mayo de 1961, ambos, Chicho y Frei, protagonizaron una trifulca
inolvidable, nada menos que en el Congreso Pleno, cuando Jorge Alessandri se disponía a leer su Mensaje
presidencial.
Conviene recordar que Jorge Alessandri había obtenido la primera mayoría relativa en la elección del
58, a poca distancia de Chicho Allende. Tercero había llegado Frei. Fue aquella elección en cuyo resultado
influyó el mentado Cura de Catapilco. Alessandri fue elegido por la derecha (conservadores y liberales) y
comenzó gobernando con ella, como corresponde. Pero a medio camino tuvo que aceptar—bastante a
regañadientes— que se le encaramaran los radicales, que entonces trataban de solapar la condición de medio
pelo con abrigos amarillos, de pelo de camello, precisamente.
Pero hasta ahí, todo iba más o menos bien. No para andar gimoteando, porque las reglas del juego
democrático permanecían intocadas. Hasta que vino una elección de senador por Tarapacá y Antofagasta.
Mucha agua ha corrido bajo los puentes y todavía no se sabe bien qué fue lo que pudo ocurrir para que
ganara el radical Juan Luis Mauras y no el demócratacristiano Juan de Dios Carmona, como indicaban todos
los vaticinios.
Claro que a esta confusión debe haber contribuido la denuncia acerca de la quemazón de algunas actas
electorales. En fin, el caso es que el arbitro le levantó la mano a Mauras y toda la derecha aplaudió. En esos
años, no tan lejanos, los derechistas a Carmona no lo podían ver ni en pintura. Ahora la situación ha
cambiado, si bien todo pareciera indicar que la derecha sigue siendo la misma...

56
Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

Ante esta situación, los dirigentes de la oposición decidieron pedir la palabra en el Congreso Pleno,
antes de que Alessandri comenzara a leer su Mensaje y delante de todo el cuerpo diplomático. No era
habitual una petición de esta naturaleza, si bien el Reglamento del Parlamento no la prohibía expresamente.
Es que esas reuniones anuales del Congreso Pleno eran consideradas casi tan solemnes como el Te
Déum de Fiestas Patrias. Sólo que más aburridas. Esta era su característica principal: la lata, el tedio.
Como no se transmitían por televisión, muchos parlamentarios dormitaban plácidamente. Quienes lo
hacían mejor todavía eran los embajadores, especialmente los de países que no hablaban castellano.
Despertaban sólo cuando sonaban los aplausos finales, que, junto con los iniciales, eran los únicos que se
escuchaban.
En las tribunas generalmente se sentaba alguno que otro provinciano de paso por la ciudad y los
familiares de los tres presidentes (República, Senado y Diputados) y de los ministros, para cerciorarse de
cómo se veían de frac.
Así venía ocurriendo año tras año, con escasas interrupciones. Las crónicas recordaban el agitado año
20, cuando el destacado parlamentario conservador, Rafael Luis Gumucio, se negó a votar mientras no
desalojaran las tribunas desde donde le insultaban los propios derechistas, por su indoblegable posición
libertaria. Y, muy especialmente, 1937, cuando se armó una batahola de marca mayor, Jorge González von
Marees, el jefe de los nazistas, disparó un balazo que muchos escucharon pero nadie supo dónde fue a dar el
proyectil. Los carabineros sacaron en vilo a uno de los diputados que dirigía la barahúnda: el radical Gabriel
González Videla que, años después, llegaría a la Presidencia.
Ese 21 de mayo de 1961, la derecha madrugó en sus precauciones: apenas abrieron las puertas de
tribunas y galerías, las repletó con "su gente". Fue tanto que algunos que no encontraron hueco en ellas
bajaron al Salón de Honor y se acomodaron en los asientos reservados a los honorables de la oposición. Bien
explicable resultó, entonces, el ataque de indignación que le dio al senador socialista Aniceto Rodríguez
cuando descubrió que su vecino de curul era nada menos que Gilberto Godoy, cuya proclamada lealtad a El
León y a la familia Alessandri sólo aceptaba comparación con el cartel que había conquistado en los bajos
fondos. Era una especie de figura mítica en el hampa de esos años. Le decían el Al Capone santiaguino, lo
cual seguramente, era una exageración.
Santiago tenía muy poco brillo delictual. No había narcotráfico y ni al más desatinado del universo se
le habría ocurrido declararla zona seca. En cuanto al juego, sólo existían escasos casinos (o "garitos") que no
eran ni tan clandestinos tampoco, ya que todo el mundo sabía que quienes los administraban eran
seguramente correligionarios de personajes influyentes. El único delito organizado era el de las cartillas:
juego ilegal de las carreras de caballos. Hacían buen negocio pagando mejores dividendos que el Club
Hípico y el Hipódromo Chile. Y eso era todo. Gilberto Godoy era jefe de los canilleros que operaban en el
barrio Matadero, pero de ahí a ser un Don Corleone había una distancia sideral.
Bueno, entonces resulta que llega Aniceto Rodríguez y se encuentra de "honorable" nada menos que al
capo del Matadero y muy sentado a su lado.
Poco faltaba para que tan improcedente personaje reclamara también, para sí, la inmunidad que
prescribía la Constitución a fin de cautelarla independencia de los parlamentarios en el ejercicio de sus
cargos.
El senador socialista llamó a uno de los guardias uniformados de la Cámara Alta y le ordenó,
señalándole al personaje:
—¡Saque a esta escoria alessandrista!
En ese instante pudo haber comenzado el boche. Sin embargo, pareció que el "activista" del Matadero
no venía preparado para una reacción de esta naturaleza.
¡Pero es que hay que ver la palabrita que eligió Cheto Rodríguez: escoria! Es para confundir a
cualquiera; porque suena muy bien, tiene sentido poético. Como "remora" y otras por ese estilo, más parecen
nombres de viejas tías provincianas o de protagonistas de telenovelas. De modo que resulta bien
comprensible el desconcierto del activista del Matadero. Por las dudas, prefirió seguir al guardia y abandonó
el Salón de Honor. No de muy buenas ganas, pero salió, todavía dudando si había sido elogiado o insultado.

57
Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

A los pocos minutos, reapareció en una de las tribunas más apetecidas. Ahí lo "estacionó"
personalmente Fernando Alessandri, una de las personalidades más respetadas de todo el Poder Legislativo:
ex presidente del Senado, excandidato a la Presidencia de la República, maestro de generaciones de juristas,
etc. Y, además, hijo de El León y por tanto hermano del Mandatario en ejercicio, quien, como sus
antecesores, tenía que leer en pocos minutos más su soporífero Mensaje.
Aunque los más experimentados podían apreciar cierta tensión en el ambiente, nadie imaginó la
magnitud de lo que se venía incubando. Es claro que ya las tribunas y galerías estaban copadas por quienes
lucían un fanatismo propio de hinchas futboleros: aplaudían a rabiar cuando aparecía una figura destacada de
la derecha y lanzaban pifias —con cierto recato, pero elocuentes— cuando quien ingresaba al salón era un
honorable conspicuo del equipo opositor.
Ocurrió como en los estadios cuando se atrasa el inicio del cotejo. Al ingresar el Presidente de la
República y sus ministros, todos de frac, el griterío ascendió a chivateo, con insultos perfectamente audibles,
dedicados a las personalidades más relevantes de la oposición. Con especial preferencia para los
demócratacristianos.
Previendo lo que podría ocurrir, el entonces presidente del Senado, Hernán Videla Lira (liberal y
timonel de la Sociedad Nacional de Minería) había ordenado ampliar la red de timbres silenciadores; tal vez
esperando, como hombre de radioemisoras (dueño de Radio Minería) que a punta de timbrazos iba a
conseguir enfriar los ánimos e imponer el clima de silencio que requería el actor principal. Dicen que los
timbres sonaron, pero nadie los escuchó; o, si los escuchó, nadie les hizo el menor caso.
Sobresalieron las voces de dos tribunos parlamentarios memorables: Radomiro Tomic y Aniceto
Rodríguez, cerca de la puerta principal del Salón de Honor. Lo que pedían era que el Presidente del Senado
ordenara desalojar las tribunas y galerías. La gritadera que se armó fue inolvidable. Con una mano, Videla
Lira tocaba todos los timbres que estaban a su alcance, mientras con la otra hacía sonar su campanilla de
Presidente del Senado. Sólo conseguía introducir una beatífica música de fondo a la zalagarda que seguía
aumentando de tono. Así y todo, el asunto todavía parecía relativamente manejable. Entre los parlamentarios
de uno y otro bando lo que se intercambiaba era tallas y algunos garabatos antirreglamentarios.
Hubo el silencio suficiente cuando Alessandri se acomodó para comenzar la lectura de su Mensaje.
Y vino la erupción: dos de sus ex—adversarios en la contienda presidencial se pusieron de pie, uno al
lado del otro y, levantando sus diestras, gritaron a Videla Lira, con toda la potencia de sus pulmones:
—¡Pido la palabra, señor Presidente!
Eran Allende y Frei. Pálidos, con una mezcla de emoción e indignación, comenzaron a avanzar muy
lentamente hacia la mesa de la Presidencia. Pero antes que ellos llegaron otros más impacientes.
Y ya no fueron sólo insultos, sino combos, puntapiés y empujones.
Los parlamentarios gobiernistas que estaban en mejor estado físico improvisaron una barrera frente a
la mesa para impedir que los opositores más arriesgados se filtraran hasta donde estaba el Primer
Magistrado, que parecía ser el más indignado de todos.
Algunos lo consiguieron, como el senador demócratacristiano Julián Echavarri, quien, por lo menos,
se dio el gusto de permutar improperios con el Jefe del Estado:
—¡Hijo de asesino...!
—¡Retírate miserable, sinvergüenza...!
Fueron algunos de los denuestos que alcanzaron a escuchar quienes se encontraban más próximos a la
mesa de la Presidencia. Uno de ellos fue el periodista Carlos Jorquera, que previamente se había ubicado
frente a Allende y Frei para no perderse detalle de ese suceso que prometía ser histórico.
Cuando el Negro Jorquera iba tratando de colarse entre los parlamentarios gobiernistas, vio que ya
venía de regreso, pero volando, Baltazar Castro; mientras, por el otro lado de la mesa, Echavarri jugaba su
ping—pong de insultos con el Presidente de la República. También salió volando. Pero Baltazar Castro lució
tan buen estado atlético que después de aterrizar—sin ese galano planeo de las aves y los aviones— tomó
nuevos aires y se lanzó otra vez en procura del objetivo que se había propuesto: arrebatarle la banda
presidencial a Alessandri. Nada menos que eso. Y tan cerca estuvo que alcanzó a lanzarle un agarrón. Cómo

58
Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

sería que el Edecán Militar de Alessandri hizo ademán de desenvainar su espada para repeler tal ataque. No
fue necesario.
Ahora fueron dos los cuerpos que volaron: Baltazar Castro, por segunda vez, y el periodista Jorquera.
Salieron como cuescos de guinda. Castro llegó más lejos. El Negro Jorquera tuvo la suerte de caer sobre la
humanidad de uno de los pocos embajadores de confianza que tenía: Wolfgang Larrazábal, exalmirante
venezolano que había dirigido la acción militar que derribó a la dictadura de Pérez Jiménez. Y Larrazábal
estaba feliz con el espectáculo. Arregló su frac y remendó como pudo a su amigo periodista, muerto de la
risa:
—¡Coño, Negro, qué vaina tan buena, chico!
Claro, quienes mejor lo estaban pasando eran los embajadores. Se habían quedado sin siesta, pero a
cambio de disfrutar un espectáculo sensacional y en primera fila. Al fin podrían informar a sus gobiernos
acerca de las alternativas de un suceso que habían presenciado de manera tan directa.
Y mientras, la trifulca entre los parlamentarios se ponía cada vez más entretenida. Al día siguiente, los
periódicos recurrieron mucho a la palabra "hematoma" para aludir, de manera más respetable, a los
machucones, ojos en tinta y otros testimonios físicos del ardor que alcanzara la refriega.
Ahora bien, hubo un minuto en que el bochinche estuvo a punto de pasar de castaño a oscuro. Porque
no podían faltar quienes aconsejaran a Alessandri que ordenara el ingreso de las fuerzas de Carabineros que,
como era habitual, se encontraban en los jardines del Congreso. Tal orden alcanzó a impartirse pero fue
detenida a tiempo por el Ministro del Interior, Sótero del Río, quien era un hombre de buen criterio. Lo cual
demuestra cuán importante puede ser para un Presidente de la República contar con un Ministro del Interior
criterioso. Y el criterio es bueno cuando es oportuno.
—Yo soy el Ministro del Interior: bajo mi responsabilidad ordeno que ningún carabinero ingrese al
Salón.
Y esa contraorden de Sótero del Río impidió que se produjera una situación de proyecciones difíciles
de calcular, pero capaz de alterar el curso de los acontecimientos al punto que, a lo peor, ni Frei ni Chicho
hubieran alcanzado a llegar a La Moneda.
Ninguno de los dos participó directamente en el intercambio de golpes, pero no por ello Frei logró
salir ileso. Las crónicas periodísticas relataron:
—La numerosa familia presidencial pudo entrar en la planta baja, situándose entre los parlamentarios;
ello hizo posible que el senador Eduardo Frei fuese arañado por una dama de la familia Alessandri.
¡Y El Mercurio...! Como siempre, haciéndole una mala jugada a Chicho Allende: lo presentó como
ejemplo de serenidad frente a la peligrosa fogosidad de Eduardo Frei.
Para que no resulte tan complicado de entender ahora, hay que tener en cuenta que, al comenzar la
década de los sesenta, Frei aparecía con iguales o mayores posibilidades que Allende para ganar La Moneda.
Y ofrecía una mercadería casi tan indigesta como la "frapista": la Revolución en Libertad, con reforma
agraria incluida. De modo que no dejaba pasar ninguna ocasión para hacerle zancadillas. Fue de antología
esa foto tan destacada que publicara El Mercurio al día siguiente. Textualmente, su leyenda señala:
"El reportero gráfico capta esta extraordinaria fotografía en que aparecen los honorables senadores
Aniceto Rodríguez, socialista popular, y Eduardo Frei, presidente del Partido Demócrata Cristiano. Sus
actitudes reflejan el estado de ánimo de los representantes de la Oposición en la sesión de apertura del
Congreso. Al fondo, el Honorable senador don Salvador Allende muestra, una serenidad que contrasta con
las actitudes de sus colegas".
Después de la refriega, los honorables de la oposición, indemnes y machucados, rehicieron sus huestes
y se retiraron del Salón de Honor. Cantando la Canción Nacional, por supuesto, con altivez propia de
potencia militar que desaloja un territorio conquistado.
Pero hasta los jardines del Congreso, nada más. No había manera de continuarla protesta porque "la
calle" estaba ignorante de lo que había acontecido. Como todos los años, había cadena nacional de emisoras
y el locutor de la DIE (Dirección de Informaciones del Estado) leía un libreto larguísimo, que relataba
minuciosamente la historia completa del edificio del Congreso Nacional, desde el incendio de La Compañía
hasta ese 21 de mayo de 1961. Y los parlantes colocados en los jardines transmitían la misma lata. De modo
59
Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

que había que ser muy ocioso para prestar atención a lo que narraba el funcionario y también a lo que, a
continuación, leería el Presidente de la República.
Por otra parte, ese gobierno no despertaba ningún entusiasmo popular como para que fueran muchos
los que tuvieran algo peor que hacer que ir a aplaudir, a la pasada, al Presidente y a sus ministros. En las
veredas del centro apenas había un pequeño grupo (alrededor de medio millar) de jóvenes
demócratacristianos que encontraron que la oportunidad era buena, no para aplaudir a nadie especialmente,
sino para insultar a los radicales.
Y además el incidente, en total, duró poco: un cuarto de hora, a lo más. Por lo tanto no hubo tiempo
para improvisar ninguna manifestación masiva. El medio millar de muchachos contestatarios siguió a Frei
hasta la sede del PDC, en Alameda, y se entretuvo interrumpiendo el tránsito.
Chicho Allende también recibió algunos aplausos callejeros, que no compensaron su preocupación, no
tanto por lo que había sucedido, sino por lo que pudo suceder.
Por cierto que los "democratistas" de oficio sacaron a relucir sus clásicos augurios, profetizando que la
democracia corría un grave peligro. Pero el asunto no pasó más allá del balance de hematomas y la sabrosa
sarta de chistes y comentarios picarescos acerca del comportamiento de los contendientes de uno y otro
bando. Tanto no pasó que, en los siguientes períodos presidenciales, quienes leyeron sus Mensajes fueron
Frei y Allende.
Sin embargo, la preocupación de Chicho por las posibles consecuencias de ese incidente parlamentario
tenía antecedentes que lo involucraban de manera directa.
Como, por ejemplo, el que protagonizara casi diez años antes y que perfectamente pudo haberle
costado la vida: su duelo con Raúl Rettig.
Fue un hecho muy singular en la vida de Chicho Allende. Puso de relieve facetas muy propias de su
carácter. Tiene, por tanto, un valor innegable para quien se proponga desentrañar los variados matices que
enriquecieron su personalidad.
No obstante, parece que hubiera algún interés especial en ocultarlo. Sus innumerables biógrafos se lo
saltan a pie juntillas o lo mencionan muy a la pasada, como por equivocación.
Y no: ese episodio retrata aspectos muy valiosos, por lo auténtico, de la personalidad de Chicho
Allende. Para algunos habrá sido un error político; para otros, una frivolidad impropia de un líder
revolucionario. En fin, lo peor que pudiera ocurrir sería que ésas y otras críticas fueran razonables. ¿Y qué?
Nada de eso opacaría su imagen ante la Historia, porque ésa sí que se la ganó con su propio esfuerzo.
Pero Salvador Allende no fue un semidiós y quienes tratan de presentarlo así pueden hacerlo
solamente porque él no está vivo para impedirlo. No lo permitiría, porque no buscaba beatos sino seguidores
con conciencias.
Y fue arrogante y humilde; insolente y modesto; revolucionario, porque quería construir una sociedad
mejor, y muy celoso de su honor. De ese honor que tantos consideran como exclusividad de la alta
burguesía.
Dicho de otro modo: fue un revolucionario y un caballero. No antes ni después, todo al mismo tiempo.
¿Quién, en 1952, podía imaginarse al candidato presidencial de la izquierda (un sector socialista y los
comunistas en la ilegalidad) jugándose la vida a balazos por unas expresiones que habrían afectado su honor
de caballero?
Pero así fue.
Y la vida misma de Salvador Allende estuvo a un tiro de llegar solamente hasta esa madrugada del 6
de agosto de 1952, casi un mes antes de las elecciones presidenciales.
La gracia de estos lances —si es que alguna gracia tienen— es que debe aparecer muy claramente que
los contrincantes coinciden en una cosa: la vida vale menos que el honor. No las vidas de los demás (¡que si
no, los duelos aburrirían por lo rutinarios!) sino la propia, la única. Por eso es que son escasos los duelos en
Chile; sobre todo entre los políticos, expertos en encontrar salidas de emergencia a las situaciones más
riesgosas.

60
Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

Y en ese de Allende versus Rettig el asunto aparecía aún más insólito, porque ambos contendientes
eran muy buenos amigos y siempre se habían demostrado un gran respeto mutuo. Así era, en efecto, y quedó
plenamente evidenciado al poco tiempo (y, muy especialmente, en el gobierno de Chicho, cuando le pidió a
Rettig que fuera su embajador en uno de los países que más le interesaba: Brasil).
En esos días de euforia ibañista (1952) estaba de moda "ladronear" a los radicales. Les echaban la
culpa de cuanta cosa mala ocurría en el país. Pero Chicho Allende, siendo un opositor tan decidido del
gobierno de González Videla, no se caracterizaba precisamente por tratar de sobresalir en este carnaval de
denuestos.
Por eso es que resultaba, y sigue resultando, complicado penetrar en esta urdimbre de factores que
condujeron a que ambos senadores, y amigos, decidieran lavar la afrenta en el campo del honor. ¿Cuál
afrenta? se preguntaba todo el mundo de la política. Un intercambio de alusiones mordaces a las respectivas
profesiones (médico y abogado) no era para tanto. Si ésa hubiera sido la costumbre, los honorables se las
habrían pasado a balazos, no más. Pero no. Los aficionados a escarbar intimidades podrían haber rastreado
alguna pista en ciertos territorios alejados de la política contingente y de la zona de influencia que las dos
importantes figuras políticas tenían. Sin embargo, por ahí no andaba la cosa. Lo que sucedió fue que los
"superíntimos" se contagiaron con los duelistas y también decidieron asumir un comportamiento de
caballeros.
Y entonces, como a todos les dio un ataque de caballerosidad repentina, el duelo se hizo ineludible. En
esta materia, Chile no era como Uruguay (los otros "ingleses" de América) donde lo raro era al revés:
encontrar a una figura política de relieve nacional que no se hubiera batido en el campo del honor.
En Chile no, de manera que la legislación penal pudo haberse ahorrado las palabras que dedica a este
delito, de tan escasísima ocurrencia.
Antes del duelo de Chicho con Rettig, la memoria de los expertos sólo recordaba dos, de resultados
opuestos: el de El León y el de Juan Antonio Ríos. Curiosamente, aquellos dos duelistas, además del Chicho
Allende, llegaron a la Presidencia de la República, de modo que Raúl Rettig todavía tendría más
posibilidades que tantos pretenciosos de terciarse la apetecida banda, ya que pareciera que los duelos, en la
política chilena, traen buena suerte.
En fin, la historia es que don Arturo Alessandri tuvo un altercado con el senador liberal Guillermo
Rivera. Era la época post—Cielito Lindo y todavía muchas personalidades de la derecha más recalcitrante no
le perdonaban a El León los malos ratos que les había hecho pasar con su prédica revoltosa, especialmente
en el norte del país.
Los padrinos de El León siguieron sus instrucciones y acordaron con sus colegas adversarios que el
duelo debería efectuarse en un punto que guardara concordancia con la calidad de los duelistas, las alturas de
sus respectivos honores y la inmensidad de las ofensas proferidas. Y eligieron el Cristo Redentor. Ahí, a los
pies de su imponente figura, que marca el límite y rubrica la hermandad chileno—argentina, deberían
restaurarse los honores mancillados.
Además, en el caso de que el lance culminara con la muerte de uno o de los dos duelistas —por causa
del duelo mismo, no por un infarto provocado por la altura— resultaría muy difícil determinar el "sitio del
suceso": si en Chile o en Argentina. Y nadie iba, después, a andar pensando en extradiciones por una causa
así. De manera que ése parecía ser el escenario que ofrecía las mejores condiciones para un suceso de
naturaleza tan delicada.
Y de madrugada tenía que ser, como corresponde a caballeros de verdad. En este sentido, como en
todos los demás, los rotos quedan siempre en desventaja: tienen que batirse en cantinas o en plena calle y con
lo que tienen a mano. Los caballeros no. Hay que saber distinguir, pues.
Para los pobres, cuando la muerte toca diana madrugadora... es porque los van a fusilar.
Bueno, pero estos duelistas del Cristo Redentor necesitaban muías para ser caballeros. De lo contrario,
no podían llegar, por muy deshonrados que quedaran. Una eventualidad semejante no la previo Cervantes; si
no, Sancho Panza, con su Rucio, hubiera podido, por fin, llegar primero que Don Quijote, en su Rocinante, a
"desfacer un entuerto".
El León fue más ingenioso que el hidalgo y sí la previo. Y él, con sus padrinos, a lomo de muías,
llegaron a la hora señalada a los pies del Cristo Redentor. Lo demás era fácil: respirar aire puro, deleitarse
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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

con la majestuosidad del paisaje y, luego de consultar sus relojes y comprobar que nada se movía por esos
elevados contornos, proceder a levantar el acta correspondiente que consagrara la caballeresca condición que
distinguía al destacado repúblico.
Cuando bajaron al plan y desmontaron, ya hacía rato que sus rivales se habían ido a dormir, con los
ojos enrojecidos y una rabia descomunal, después de haberse pasado la noche entera buscando muías que los
subieran.
¿Qué había ocurrido? Bueno, los mal pensados le echaron la culpa al Prefecto—jefe de la policía,
Bernardo Gómez Solar, también mayor de ejército y alessandrista furibundo. Dicen que se llevó presas (otros
aseguran que las arrendó) a todas las muías de la comarca, salvo las que habían montado don Arturo y sus
padrinos.
Algo de eso debe haber ocurrido, porque los antialessandristas no perdonaron jamás a Gómez Solar. A
la primera oportunidad que se les presentó, lo procesaron y lo echaron de la jefatura de la policía.
Y El León quedó con su honor resplandeciente.
Esa fue la versión buena para Don Arturo, ya que por lo menos, lo presentaba realizando un
considerable esfuerzo físico para subir hasta las más altas cumbres a enfrentarse con la muerte. Pero hay otra
menos piadosa que igualmente armoniza con su carácter tan pragmático y burlón: dice esta versión que ni
siquiera esa molestia se tomó, porque el prefecto Gómez Solar incautó todas las muías que encontró, hasta
las que estaban reservadas para su líder y sus padrinos. Sea como fuere, el hecho es que este duelo quedó en
los preparativos y, de ser cierta la segunda versión, como ninguno de los dos contendientes llegó a la cita, sus
honores terminaron empatados.
El que no resultó en empate fue el duelo entre Juan Antonio Ríos y Octavio Señoret, en 1937, un año
antes del triunfo del Frente Popular. Ambos eran destacadas figuras del radicalismo y, a la sazón, Ríos
dirigía la corriente frentista. Palabras van, palabras vienen y cuando los rádicos se botan a caballeros resultan
más intransigentes que los de apellidos vinosos. Y entonces ahí, además del fragor de la lucha interna, se
mezclaron las esencias de la caballerosidad con las de la hombría. Ambos gozaban fama de ser muy
hombrazos , de manera que tenían que hacerle honor también a esos valores que se cotizan tan alto en el
supermercado de la política.
Y lo hicieron y se batieron. Algo raro deben haber tenido las miras de las pistolas porque Señoret
apuntó muy bien a Ríos —quien ofrecía un blanco inmejorable, puesto que era muy alto— y, si bien le
anduvo cerca, no le atinó. Y Ríos, desde su altura, también le apuntó con ganas y acertó a su rival, pero en
una pierna. Y ahí sí que sí, pues: un herido de verdad. Así cualquier honor queda debidamente restaurado.
Esta actuación duelística de Señoret, en 1937, readquirió importancia en el duelo Allende— Rettig, en
1952. Claro, porque la ropa que usó Señoret fue la que se puso Chicho Allende para llegar al campo de
honor.
En esa tarde del Senado de agosto del 52, se produjo una de las tantas contiendas verbales entre dos
senadores parecidos en su vehemencia y en su versación oratoria. En verdad, cuando Rettig hablaba, el resto
del Senado y los periodistas lo escuchaban con mucha atención y respeto. Ha sido uno de los "padres
conscriptos" más celebrados que recuerden los anales de esos años.
Estaba hablando Rettig y Allende le lanzó una pulla que fue inmediatamente respondida con otra de
tono más subido. Y palabras sacan palabras: las pullas invadieron terrenos personales y ambos se dispusieron
a continuar el debate a lo que es combo...
Ahí intervino Frei y, de puro suizo que era, ayudó sin querer a que el duelo se produjera. Claro, si en
lugar de suizos sus ancestros hubieran sido mapuches o caribes, no habría dejado a sus colegas con sus
golpes en barbecho, permitiéndoles que se dieran el gusto de estropearse mutuamente las fachadas. Total,
nunca las peleas parlamentarias duraban mucho.
Pero no: cuando Chicho Allende y Rettig hicieron amago de enfrentarse a puño limpio, a Frei se le
despertaron esos genes paradigmáticos de la paz, acostumbrados a mediar entre grandes potencias, y se
interpuso entre ambos amigos. Es que de verdad era amigo de los dos y le pareció el colmo que fueran a
golpearse.

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

Si no los separa, los senadores y periodistas hubieran presenciado una linda pelea, la que, de paso, les
habría servido de catarsis a ambos contendores. Los dos estaban en sus plenitudes físicas y si la refriega
hubiese sido "a la chilena", quizás cuál habría sido su resultado: Chicho Allende pegaba muy fuerte con sus
manos, pero una buena patada de Rettig podía haber significado un K.O. fulminante. Porque era —y lo será
ad—aeternum— fanático del equipo de fútbol de la Universidad de Chile, al extremo que, en esa época, se
iba a jugar a los entrenamientos. De modo que la cosa no se presentaba muy segura para Chicho.
Ninguno de los periodistas que estaba en la tribuna de prensa pudo entender bien lo que se dijeron
ambos senadores. Desde arriba, pareció que se estaban ofreciendo mutuamente el envío de padrinos. Como
no podía tratarse de un bautizo, la otra alternativa era terrible: un duelo, cosa muy desacostumbrada. Más
aún, cuando uno de los contrincantes aspiraba a la Presidencia de la República. ¡Y en nombre de las fuerzas
populares!
Ahora entran a trabajar los recuerdos periodísticos del Negro Jorquera:
—Nunca había bajado más rápidamente por esa escala del Senado. Llegué a la puerta del hemiciclo
justo cuando Chicho venía saliendo. Estaba pálido, no sé si de nervios o de rabia. El diálogo fue más o
menos así:
—¿Qué es eso de que vas a mandar padrinos?
—Claro que sí. Llámame al Negro Mandujano.
—¿Pero cómo: te vas a batir a duelo?
—¡Claro! Y no te pongas tan nervioso que el que se va a batir soy yo. Este no es asunto para negros
rotos como vos. Y llámame al otro negro: a Mandujano... ¿ah? ¿Y José (Tohá) está aquí o anda en Chillan?
—Está aquí, almorzamos juntos.
—Llámamelo también, que se venga al Senado.
Y empiezan las carreras de las tres "p": políticos, periodistas y policías.
Rettig anduvo de casa en casa de amigos, eludiendo a los policías y a los periodistas. Cuando estaba
en la de Julio Duran —a los pies del cerro San Cristóbal— fue descubierto por el Director de
Investigaciones, Luis Brun D'Avoglio, quien tenía instrucciones precisas de González Videla de impedir el
duelo a como diera lugar. Iguales instrucciones recibieron los carabineros. De modo que la movilización
policial fue general, en esa noche.
Ahí tuvo Rettig otro altercado, esta vez con el Director de Investigaciones:
—¡Anda a perseguir delincuentes y déjame a mí defender mi honor de caballero!
Y en seguida, aprovechando un descuido del jefe máximo de la policía civil, saltó una pared y se subió
a un automóvil que lo condujo a la casa de Fernando Moller, en calle Darío Urzúa.
Mientras, Chicho Allende estaba al pie del otro cerro: el Santa Lucía, en su departamento de Victoria
Subercaseaux 181.
En esa calle, que tenía poco tránsito entonces, se juntó cuanto periodista estaba disponible en la
capital. Como hacía frío (era agosto) improvisaron dos equipos de fútbol y jugaron una reñida "pichanga",
mientras el resto montaba guardia en la vereda del edificio.
De pronto apareció Chicho, acompañado de José Tohá. Miró a los periodistas que estaban en la
vanguardia y eligió a dos y con ellos regresó a su departamento. Fueron Humberto Malinarich y Carlos
Jorquera.
Tenía un pequeño barcito y de ahí sacó una botella, debe haber sido de coñac. Sirvió cuatro tragos
bien cortos: uno para Tohá, dos para los periodistas y el cuarto para él. Y, sonriendo, dijo:
—A lo mejor éste es el último trago de mi vida. Y me lo quiero tomar con dos negros. Dicen que los
negros dan buena suerte. Vamos a ver si es verdad. ¡Salud!— Y chocamos los vasitos y nos bebimos el
coñac de un solo trago.
¡Y pensar que esto que dijo el Chicho, medio en broma, resultaría cierto muchos años después, en esa
mañana del golpe militar: el último trago de su vida... se lo tomó con uno de esos dos negros!
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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

Aquí, en este punto, al Negro Jorquera le cuesta demasiado seguir deshilachando sus recuerdos. Pero
esas evocaciones forman parte de una realidad, de manera que hay que acopiar fuerzas y hacerles frente tal
como fueron o, por lo menos, como quedaron tatuadas en su memoria:
—Efectivamente, pedí que trajeran un vaso de whisky "para el Presidente", suponiendo que, luego de
despedir al personal civil antes del bombardeo, un traguito le vendría bien. Después, cuando lo tuve en mis
manos, pensé que mejor me vendría a mí. El vaso era grande y quien lo llenó extremó su generosidad, en la
seguridad, tal vez, de que nunca más volvería a repetirse una escena igual, con los mismos participantes. Yo
también fui generoso y lo compartí con Osvaldo Puccio. Y quedó un restito, que apenas alcanzó para
Chicho... Y eso fue todo.
Osvaldo, en su libro de recuerdos, evoca esta escena del whisky final apuntando: "El whisky del
compañero Allende me lo tomé yo y el compañero Jorquera. El rumor que hicieron circular los fascistas de
que Allende tenía alcohol en el estómago, al hacerle la autopsia, no corresponde a la verdad".
Ya lanzado en ese inquietante tobogán de evocaciones, Jorquera se bota a filósofo barato y sigue
recordando:
—Parecería que hay momentos en que unos picaros grados de alcohol adquieren cierto sabor histórico.
Ese trago postrero con Chicho sí lo recuerdo perfectamente bien. Sin embargo, hay testigos que, para mi
mala fama, afirman que antes de ése hubo otro: el mentado penúltimo del que hablan los curados
profesionales. Así lo estampan las memorias de otro compañero que también estuvo presente en esa reunión
previa al bombardeo: René Largo Farías, locutor profesional y alma y vida de la peña folklórica Chile Ríe y
Canta. Dice el texto de Largo Farías:
"Busco un papel cualquiera y escribo las últimas palabras de Allende en el Salón Toesca y parte del
diálogo con sus hijas... En una esquina, al reverso, me despido de mi mujer y de mi hijo que va a cumplir
recién sus siete años... No siento miedo. Estoy como suspendido en el tiempo. Entran algunas personas...
Baja el Negro Jorquera con una botella de whisky y un vaso. Exclama, con risa nerviosa: 'Puchas, Gordo... Si
tuvieras un conjunto de tu Chile Ríe y Canta bailaría aquí mismo una cueca... Pero no hay guitarras. Vamos a
tomarnos el último trago de nuestras vidas en el vaso del doctor'... y sirve".
El Gordo Largo Farías, como ambos estamos vivos, tendrá que perdonarme, pero debo rectificarlo en
un punto que afecta mi condición de bebedor amateur: fue cierto que bajé con una botella, como él recuerda,
pero no era de whisky, Gordo... ¡era de pisco! Claro que, a esas alturas, o bajuras, cualquier trago sabía a lo
mismo. Y me alegro mucho que él le hubiera encontrado gusto a escocés; pero no, era del Norte Chico. En
todo caso, fuera whisky o fuera pisco, el hecho es que esa mañana la suerte me alcanzó hasta para salvarme
de la autopsia... Si no, las huellas alcohólicas me las hubieran encontrado a mí.
Pero ese fue el whisky del 73. Regresando al coñac del 52, recuerdo que Malinarich y yo le dijimos a
Chicho que pretendíamos seguir con él toda la noche, más que nada porque no queríamos perdernos el
notición que se estaba desarrollando. Pero Chicho nos dijo que eso era imposible, porque ya que estaba
metido en un lance de caballeros tenía la obligación de observar religiosamente todas las reglas, no escritas
pero igualmente imperativas. Y una de las más sagradas era la privacidad. Bastante razón tenía, porque al
gobierno le vendría de perillas presentarlo como urdiendo un show publicitario con vistas a promover su
candidatura presidencial. Y no era así. De modo que bajamos hasta el primer piso. Se despidió de nosotros y
se subió a su automóvil. Se sentó al lado del chofer. En el asiento de atrás iba solo el Flaco Tohá.
El chofer aceleró a fondo, rumbo a la Plaza de la Constitución, perseguido por una caravana de autos y
camionetas, tan larga y estridente como pocas veces han conocido las noches santiaguinas.
Entonces fue otro el edificio rodeado por periodistas y policías, uniformados y de civil: el de
Agustinas esquina Teatinos, en cuyo quinto piso vivía Manuel Eduardo Hübner (el mismo que fuera autor de
aquel célebre reglamento de la Gran Logia Libertadores de América).
Y volvieron los momentos de tensión y ansiedad. Y también de desconcierto, porque hasta entonces
no se sabía si iba a haber duelo o no. La mayoría se pronunciaba porque finalmente los padrinos, como
políticos avezados, sabrían encontrar una solución que conformara a todas las honras mancilladas. Por lo
demás, los jefes policiales aseguraban que no podría haber lance, porque tenían cubiertos todos los puntos de
escapatoria. Pero no contaban con la astucia de Chicho Allende y de los padrinos de ambos rivales: no sólo
acordaron que él duelo debía realizarse, sino también la manera de llegar al sitio del lance sin dejar de
cumplir ninguna caballeresca formalidad.
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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

Desde la vereda de la Plaza de la Constitución se veían las siluetas de algunos que circulaban por ese
amplio departamento. La más fácil de reconocer era la del Flaco Tohá. Hasta que dejó de aparecer. Los
policías no se dieron cuenta de ese detalle, pero sí algunos periodistas, que guardaron la reserva
imprescindible para asegurarse la exclusiva.
Ahora regresan nuevamente los recuerdos del Negro Jorquera:
—Por suerte— conocía bastante bien el departamento de don Manuel Eduardo, de manera que me
metí por una entrada lateral hasta que ubiqué el ascensor de servicio. Al departamento entré por una ventana
de la cocina. La señora que atendía a la familia Hübner—Vidal también me conocía, de modo que no sólo no
me denunció sino que me permitió mirar por una puerta entreabierta. "¿Y Allende?", fue lo primero que le
pregunté. "Por aquí andaba —me dijo— pero hace rato que no lo veo". "¿Y el teléfono, dónde lo llevaron?"
"Parece que lo llevaron a la pieza del Tinito". El Tino (Douglas Hübner, actual presidente de los directores
cinematográficos) tenía como 7 años y me quería mucho. Me metí en su dormitorio y lo desperté.
Felizmente, había escuchado a algunos señores cuando se ponían de acuerdo en horas y lugares. Así, por lo
menos, pude descubrir la zona donde se efectuaría el duelo. Cuando estaba por abandonar el departamento,
me pilló don Manuel Eduardo Hübner y, en lugar de regañarme, como yo esperé, me dio un tremendo
abrazo, felicitándose a sí mismo por su suerte, que calificó de "extraordinaria". Es que los dirigentes del
Partido Comunista, que estaba ilegalizado, le habían pedido que les informara acerca de las decisiones que se
adoptaran ya que, en una de ésas, se podían quedar sin candidato presidencial. ¡Y una cosa así, no hay
ningún PC en el mundo al que le pueda gustar! Entonces, me encargó una misión de la "más alta
responsabilidad política": ir a una callecita que separa al Hotel Carrera del Ministerio de Hacienda (Bombero
Salas, creo que se llama) donde debería encontrar un auto estacionado, seguramente en el punto menos
alumbrado, porque en su interior esperaba, desde hacía largas horas, nada menos que Volodia Teitelboim.
Tenía que informarle —responsablemente— que en muy poco rato más, apenas aclarara un tanto, el
candidato podía morir de un balazo o ser apresado por balear a un senador de gobierno. Ninguna de las dos
alternativas era como para aplaudir.
Debo haberme sentido, en esos momentos, más o menos como se sentiría James Bond, años más tarde,
cundo lo inventara Ian Fleming. Y no era para menos, porque si me pillaban podía terminar con el duelo
frustrado y con Volodia preso (y con un ridículo ante mis colegas que me pesaría por el resto de mis días).
En la callejuela indicada había un solo auto estacionado, en el lugar más oscuro. En su asiento posterior
estaba Volodia Teitelboim, con una inolvidable cara de aburrido. Me senté a su lado y le di la información.
Hicimos algunos comentarios, no todos muy católicos, según creo recordar.
Y ahora Teitelboim, que escribe tan bien, debería relatar, no esa escena conmigo, sino la que tuvo que
vivir con sus demás compañeros de la dirección del PC cuando les notificó que, por motivos que atañen al
honor de los caballeros, estaban enfrentados al riesgo, que sería histórico, de quedarse sin candidato
presidencial.
Chicho Allende y Tohá habían descubierto una salida por la calle Huérfanos, que estaba sin custodia
policial ni periodística. Por ahí se escabulleron, rumbo a la cordillera.
Esta gracia de eludir la vigilancia policial la volvió a hacer, ya de Presidente, en una de las capitales
más convulsionadas del mundo: Bogotá. Una gran multitud se había congregado frente al Congreso
colombiano, cuando Chicho Allende asistió a pronunciar su discurso que fuera tan ovacionado. A la salida,
el ejército empezó a reprimir violentamente a los manifestantes, al extremo que muchos temieron por la
seguridad del Presidente de Chile. En medio de un intenso ajetreo, el Presidente Allende y sus acompañantes
subieron a los automóviles que los esperaban con los motores encendidos y abandonaron la zona de la
refriega. De esa caravana formaba parte una ambulancia, dispuesta para cualquier emergencia.
La comitiva chilena llegó a su destino programado: la sede de la Embajada de Chile, y el general que
dirigía los servicios de inteligencia colombianos (el DAS) informó a su superior —el Presidente Misael
Pastrana Borrero— que el Presidente Allende ya se encontraba en el interior de su embajada. Tremenda fue
la sorpresa que debió llevarse aquel general cuando, al rato, vio detenerse a la ambulancia frente a la
embajada y descender de ella, muy sonriente, al Presidente de Chile. Dicen que este "error" le costó el puesto
al general de marras.
Si no fue ése, sería el de horas más tarde, cuando Chicho volvió a perpetrar la "gracia" de eludir la
vigilancia policial. A la mañana siguiente tenía que abandonar Colombia y, hasta esa noche, no había podido
compartir —como en los viejos tiempos de la década del 40, en el edificio de Victoria Subercaseaux— con
65
Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

su amigo Antonio García, gran figura del socialismo colombiano. La casa de García distaba unas cuantas
cuadras de la sede diplomática que, por supuesto, estaba muy iluminada y estrechamente custodiada. Chicho
le mandó a avisar a su amigo de juventud que, dentro de pocos minutos, le caería de visita. ¿Cómo hacerlo,
sin que los custodios colombianos se dieran cuenta? De la manera más fácil: comportándose como cualquier
hijo de vecino. Y así, el Presidente y algunos de los miembros de su comitiva de mayor confianza salieron a
la calle por la puerta del garage. Tres adelante, dos atrás y otros tres por la vereda del frente, fueron
conversando como si tal cosa y nadie pudo imaginarse que entre esos —aparentemente miembros de la
colonia chilena residente— iba nada menos que Salvador Allende.
El Negro Jorquera sigue recordando:
—Y empezamos a buscar la dirección de la casa de Antonio García, hasta que le acertamos. García no
podía creerlo. Como la charla se empezó a poner un tanto aburrida con el intercambio de "¿te acuerdas?"
entre Chicho y Antonio, al Perro Olivares se le alumbró la ampolleta y sentenció que el colmo de los colmos
sería invitar a un cantante para que nos alegrara la velada. ¡La clásica lesera de todos los chilenos que,
apenas cruzan la frontera, ya empiezan a lloriquear por su tierra! Y no había cantante más indicado que
Régulo Ramírez, quien había regresado a Bogotá, luego de hacerse bastante famoso en Chile. Especialmente
en esas noches de El Pollo Dorado. El Perro tenía el número de teléfono de Régulo, lo llamó y el cantante,
como Rojas Jiménez, según Neruda, "vino volando" con su guitarra.
Cuando regresamos a la Embajada, cantando pasillos y bambucos —bastante desentonados, pero no
muy fuerte, para no despertar al vecindario— los policías casi se desmayaron. En los días inmediatamente
siguientes nos entretuvimos leyendo las versiones periodísticas acerca de la "entrevista clandestina" que
había tenido el Presidente Allende. Ninguna le anduvo cerca a la verdad. Todas prefirieron inclinarse hacia el
lado de la revolución. La más graciosa, por lo increíble, fue la declaración de un político colombiano, de
filiación nacionalista, que "accedió" a reconocer que la enigmática entrevista se había celebrado en su casa y
ello porque el mandatario chileno no quería abandonar Colombia sin contrastar su ideario marxista con el del
dueño de casa, tan... ¡nacionalista! Y varios diarios bogotanos destacaron las declaraciones del aguerrido
político, con los claros conceptos que él había expuesto al Presidente Allende y las "explicaciones" que éste
se había visto obligado a darle.
Con el duelo Allende—Rettig no pasó lo mismo, aunque a pocas horas de los disparos ya había una
notoria mayoría que no creía que hubiera podido llevarse a cabo. Especialmente los jefes de la policía, que
seguían custodiando el edificio de Manuel Eduardo Hübner cuando los periodistas, que descubrieron el lugar
del lance y venían de regreso, se dieron el profesional gusto de pasar nuevamente por la esquina de
Agustinas con Teatinos para saborear el tremendo plantón que se estaban llevando los astutos policías. El
Negro Jorquera, antes de dirigirse a redactar su información, como le correspondía si quería alguna vez
alcanzar a ser reportero —es decir, periodista de verdad— no pudo contenerse y trató de "entrevistar" al jefe
máximo de la policía, que permanecía muy atento en la vereda de Agustinas.
—No insista más, señor, ¿hasta cuándo voy a decirles que no va a haber duelo? ¿Quiere saber por
qué?
—Sí, ¿por qué?
—Porque nosotros no lo vamos a permitir, señor. ¿Por qué cree que hemos estado toda la noche de
guardia, sin dormir una pestañada? No como usted, que parece que se viene levantando.
—No, no me vengo levantando. Y además, mire cómo tengo las manos: todas rasguñadas y todavía
me sale un poquito de sangre por aquí.
—Quizás dónde habrá estado usted, pues, señor.
—En el duelo, pues... ¡en el d—u—e—1—o!
Está bien: no era fácil creerlo de buenas a primeras.
Porque si a Chicho Allende le había costado mucho burlar a sus perseguidores, algo similar tuvo que
hacer su rival: saltar tapias, cambiar apresuradamente de casa, esconderse en automóviles, en fin, una serie
de estratagemas difíciles y arriesgadas, persiguiendo un objetivo que encerraba grandes posibilidades de
recibir un balazo como premio.

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

Pero además hubo varias personalidades políticas muy responsables que hicieron apresuradas
gestiones para que el duelo no se realizara, salvaguardando en la medida de lo posible el prestigio de ambos
retadores. En estas faenas se distinguió Fernando Alessandri, quien, como Presidente del Senado y maestro
de aspirantes a abogados, redactó varios proyectos de declaraciones que pudieran servir de actas bien
formales y que dejaran lo más intacto posible el honor de los honorables afectados. Sin embargo, a cada uno
de ellos le pusieron "tres negras" los encargados de velar por la hidalguía de los beligerantes senadores.
Uno de los que tuvo que asumir la representación de la honorabilidad de Chicho Allende fue Manuel
Mandujano, quien además de ser amigo íntimo de la probable víctima estaba ejerciendo las funciones de jefe
del Partido Socialista. En ambas calidades rechazó una proposición de Fernando Alessandri.
En verdad, el duelo mismo costó mucho menos que sus preparativos. ¡Hay que ver los sacrificios que
demanda ser caballero en Chile!
Es muy comprensible que, a lo largo de una vida tan prolífica como fuera la de Chicho Allende,
muchos personajes se repitan. Entran y salen de la escena, no siempre compartiendo los aplausos con el
protagonista.
En los tejemanejes previos al duelo, y en su realización misma, coincidieron varios que también
tuvieron, o tendrían, intervenciones de cierto rango en otros episodios estelares del tránsito de Chicho
Allende por este mundo.
Por ejemplo, en el caso del duelo de marras, además de la empecinada decisión de los rivales, es
seguro que no habría podido llevarse a cabo sin las ganas de que se realizara de tres diputados radicales que,
por orden alfabético, fueron: Julio Duran, quien le disputaría a Chicho un tramo largo de la candidatura
presidencial del 64; Juan Luis Mauras, por cuya causa explotara ese alboroto sensacional, en el Salón de
Honor del Congreso Pleno, que encabezaron Allende y Frei; Hugo Miranda, uno de los amigos más cercanos
que tuviera Chicho Allende durante los mil y tantos días que duró su gobierno. Fueron eficientemente
ayudados por un socialista, también diputado: Armando Mallet Simonetti, otro de los inquilinos del edificio
de Victoria Subercaseaux.
Además, en esa madrugada del 6 de agosto de 1952, coincidieron en el sitio del duelo dos figuras de la
vida pública chilena que, en esos minutos, jamás pudieron soñar siquiera con que uno sucedería al otro en el
ejercicio de un cargo que entonces no existía y que, sin embargo, conferiría un título que todo hombre de
bien envidiaría; no puede ser ni heredado ni transferido y, por sobre cualquiera otra consideración, expresa
como pocos el exacto contenido del concepto ad—honoren: delegado de los presos políticos de Dawson.
Tohá fue primero; Miranda, después.
Ambos, más don Edgardo Enríquez, tuvieron de recompensa algo que, por su valor tan singular, no se
transa en ningún mercado ni tampoco puede falsificarse: el respeto para siempre de todos sus compañeros de
angustias en ese campo de concentración.
En la noche del duelo, Tohá jugaba en la defensa del equipo de Allende y Miranda integraba el trío
delantero del team de Rettig. En cuanto a los padrinos mismos, fueron: Ulises Correa y Hernán Figueroa
Anguila, por Rettig, y Armando Mallet y Astolfo Tapia, por Allende.
Rettig iba ganando en rango, ya que sus padrinos eran senadores; en cambio, Chicho presentó sólo
diputados. De todas maneras, conformaron un cuarteto de parlamentarios muy experimentados que esa noche
sí que parlamentaron intensamente, sin dar sus brazos a torcer, lo cual tiene su importancia ya que, una vez
insertos en estos asuntos caballerescos, hay que someterse al Código del Honor: por muy etéreo que pudiere
parecer, tiene algunos artículos e incisos inevadibles, como el que señala que, si alguno de los retadores sufre
una repentina indisposición que le impida batirse en igualdad de condiciones, su puesto, y el de su rival,
deben ser ocupados por sus respectivos padrinos. De modo que la cosa tenía su riesgo. Si ya batirse por el
honor propio resulta poco atrayente, mucho menos tendría que resultar disponerse a recibir un balazo por
cuenta de un honor ajeno.
En fin, cuando ya quedó en evidencia que no había fórmula de avenimiento aceptable, surgió el
problema del arma a emplear. La espada hubiera servido: elegante y propia de caballeros. Ambos
combatientes eran buenos espadachines, pero de oratoria. Y no había tiempo para darles un curso intensivo
de esgrima. Hubo que caer en las armas de fuego; es decir, un balazo por nuca... lo que no quiere decir, un
balazo por la nuca (todavía no existían la DINA ni la CNI).

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

Llegados al convencimiento de que el litigio sólo podía solucionarse baleándose mutuamente, surgía
ahora el dilema de cuál arma de fuego debería ser la aceptable para un lance de esta alcurnia. No podía ser,
por ejemplo, un vulgar matagatos, ya que, en lugar de desmanchar las honras, las dejaría peores que al
comienzo.
Alguien sugirió pistolones. Esos a los cuales los rotos jamás podrán tener acceso, como no sea
observándolos en las vitrinas de los museos. Parecía ser el arma adecuada, pero... ¿quién tenía un par
disponible?
Los tres radicales intercambiaron miradas de conjurados, se hicieron gestos que sólo ellos entendieron
y exclamaron al unísono:
—¡El Guatón López Ureta!
Y claro, el regidor conservador tenía en su hogar un par de esos pistolones, en unas cajas hermosas
que, seguramente, provenían de la Colonia. Hubo que emplearse a fondo para convencerlo de que las
prestara, aunque fuera por un ratito, porque su catolicismo tan acendrado le indicaba que, a lo peor, estaba
cometiendo un gigantesco pecado. El poder de convencimiento de los radicales resultó imbatible y
aparecieron los pistolones, dentro de sus respectivas cajas. Ah, y con balas, naturalmente.
A todo esto, el Presidente del Senado, Fernando Alessandri, tampoco había pegado los ojos, tratando
de imaginar alguna fórmula que impidiera que sus colegas se mataran. Pedía informaciones a cada rato.
Cuando supo que ya habían aparecido los pistolones, pensó que por ahí podía encontrar una salida. Llamó
por teléfono a Rettig y le preguntó si alguna vez en su vida había disparado con tales artefactos. Rettig le dijo
que ni con ésos ni con ningún otro. Alessandri telefoneó entonces a Chicho Allende y le hizo la misma
pregunta. La respuesta fue que sí había disparado, aunque no con pistolones coloniales, cuando hiciera su
servicio militar, en dos regimientos "por falta de uno". Fernando Alessandri, desde su hogar, sentenció que el
duelo, en esas condiciones, no podía llevarse a cabo, porque sería "con ventajas", lo cual lo emparentaría
legalmente con el homicidio.
Pero, los "chicos malos" radicales y socialistas, actuando con ejemplar consenso, no se iban a dejar
frustrar por "resquicios legales". Y entonces resolvieron cambiar los pistolones de tan alto linaje por
revólveres de buena calidad. Otro problema: ¿quién podría tener esas armas y acceder a prestarlas, a esa hora
de la noche?
Mauras dio en el clavo, de inmediato: Fernando Moller, exministro de Agricultura y acaudalado
hacendado sureño. En un dos por tres, Mauras apareció con un par de revólveres bastante presentables.
Y ahora adquiría toda su relevancia la elección de un lugar, no muy lejos del centro santiaguino, que
pudiera servir de "campo de honor". Y no era algo fácil de resolver, ni aun para políticos tan influyentes
como los que estaban acomodando las situaciones con tanta prolijidad y eficiencia. (Penaba en el recuerdo de
los preparadores del lance el caso de las muías requisadas en el duelo frustrado Alessandri—Rivera).
Una parcela en Macul Alto (por Punta de Rieles hacia arriba) parecía mandada a hacer para un
acontecimiento de tanta categoría política y social. Era suficientemente grande, su excelente casa patronal
estaba a más de una cuadra de un camino poco transitado y le sobraban sitios adecuados para balearse con
todas las reglas de la hidalguía. Y además, era de Raúl Jaras Barros, consocio del radical Germán Picó Cañas
en la empresa propietaria del diario La Tercera.
Todavía no aclaraba cuando se abrieron los portalones de la parcela. Entraron tres automóviles.
Después apareció un par más, uno de los cuales fue el del Subdirector del diario Ultima Hora, Guillermo
Herrera Reyes (ex—presidente del Colo Colo: el "Chico de la perla" lo llamaban), quien lo dejó en el camino
para que sirviera de señalización a otros tres periodistas que venían siguiendo la pista en un taxi.
Cada uno de los rivales aguardaba en una pieza, acompañado de sus seconds. Previamente, los
padrinos habían tomado la precaución de pasar a buscar al senador Florencio Duran Bernales, que también
era médico y quien, con la solemnidad del caso, llegó con todo su instrumental listo para intervenir en caso
de emergencia.
En cuanto comenzó a clarear, los padrinos salieron al frente de la casa a elegir el terreno. Luego,
trajeron a los duelistas y les dieron las últimas instrucciones. Ulises Correa, que era muy grandote, había
dado los pasos necesarios para determinar la distancia adecuada desde la cual los duelistas debían dispararse.

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

Y Astolfo Tapia quedó encargado de ordenar, con las manos, como si aplaudiera, los movimientos
principales.
Primero que nada: tomar cada uno su revólver, previa comprobación de que estaba cargado y con la
bala frente al cañón. Después, colocarse espalda contra espalda y avanzar en línea recta cuando Astolfo
Tapia lo indicara con un aplauso. Con otro golpe de manos, volverse; nuevo aplauso y apuntar, otro aplauso
más y disparar. Y, al acabarse los aplausos, había que entrar a preocuparse por las vidas de los duelistas.
Estaban en eso, ya con los rivales con sus correspondientes trechos caminados y esperando el nuevo
aplauso para volverse, cuando aparecieron corriendo, por el medio del potrero, tres periodistas, a los cuales
nadie había invitado.
Por el flanco izquierdo iba el Negro Jorquera, quien se lanzó hacia el centro del campo de honor,
gritando, sin ningún respeto por la solemnidad del acto:
— ¡Toma monos, Viejo, toma monos!
"Monos" en la jerga reporteril significaba fotografías. No era ninguna alusión personal a los
respetables caballeros allí congregados.
El "Viejo" era Rodolfo Ferreira, uno de los mejores reporteros gráficos que ha conocido el oficio y,
por el otro lado, corría como el wing derecho que siempre quiso ser, Alberto Gato Gamboa.
Venían con sus manos sangrando por los rasguños que se hicieron al trepar por un verdadero muro de
zarzamoras que rodeaba la parcela.
Los duelistas quedaron como estatuas: Rettig mirando hacia la Cordillera y Chicho Allende hacia
Santiago.
Astolfo Tapia se quedó con su aplauso a medio camino y, tras reponerse a medias de la sorpresa,
exclamó con su voz tan solemne:
— Ha aparecido gente extraña... ¡El duelo debe suspenderse! Jamás se lo iban a permitir ni los
duelistas, ni los padrinos, ni los "chicos malos" del Partido Radical, ni menos los periodistas, que ya tenían
en sus manos la punta de un golpe noticioso de grandes proporciones.
Entonces hubo que comenzar de nuevo. Los periodistas fueron autorizados a presenciar el lance,
siempre que se comprometieran a no volver a interrumpir su majestad.
Claro que, en ese intermedio, aprovecharon para obtener una declaración de Rettig que, por la fuerza
de las cosas, no podía ser más exclusiva . Rettig sólo declaró:
— Espero tener mejor puntería que la delantera de la "U". No le faltaba razón al empecinado fanático
del equipo de fútbol de la Universidad de Chile. Todavía tenían que pasar algunos años para que llegara a ser
ese añorado Ballet Azul.
Todo retornó a sus inicios, por culpa de los periodistas intrusos. Ulises Correa volvió a contarlos
pasos, los duelistas se pusieron de espaldas otra vez, Astolfo Tapia reinició su suite de aplausos, los rivales
se dieron vuelta, apuntaron y se dispararon mutuamente. La bala de Chicho se perdió rumbo a la Cordillera;
la de Rettig casi dio en el blanco. En verdad, le anduvo muy, pero muy cerca: hubiera cambiado la Historia.
Se levantó el acta correspondiente, dejando constancia de que el honor de ambos caballeros había sido
restañado y, ya más tranquilos duelistas, padrinos y demases, accedieron a dejarse fotografiar por el Viejo
Ferreira. Luego permitieron que sus respectivos amigos les colocaran unos abrigos oscuros de muy buena
calidad, con los cuales habían llegado, y sendos pañuelos de seda blanca.
El parte del Prefecto de carabineros, teniente—coronel Julio Bascur Benavides, señala que "por las
demostraciones en el terreno húmedo que corre de mar a cordillera, se realizó el duelo sin mayores
consecuencias [...] Posteriormente, todos regresaron a las dependencias del señor Jaras, donde tomaron
desayuno y luego se dirigieron al portón de entrada, donde se captaron varias fotografías, pues en el suelo
había ampolletas vacías de magnesio [...] Por último, corrobora todos estos hechos la declaración personal
que hizo el doctor Allende al Prefecto infrascrito, al llegar a su domicilio, a las 7.45 horas, más o menos" .
Más que desayuno, lo que tomaron fue café con pisco. Todo esto inspiró a Gustavo Campaña, uno de
los padres del buen humor en Chile (autor de los libretos del programa radial La Familia Chilena, uno de los

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

que ha alcanzado mayor audiencia nacional), quien esa misma mañana escribió los versos siguientes que
destacó el diario El Imparcial:

LOS MODERNOS CYRANOS


Son los duelistas de Macul Alto
que a Picó tienen por anfitrión;
son senadores muy conocidos
que al alba parten, muy ofendidos,
a darse muerte sin compasión.
Van con Ulises y Astolfo Tapia,
Mallet Armando, con don Hernán;
ciñen pistolas, con malas caras,
buscan la chacra de Raúl Jaras
y en la penumbra dispararán...
Que "matasanos", que son "gestores",
son dulces nombres que ellos se dan.
Ebrios de sueño, por los pastales,
los periodistas despistarán
y a las primeras luces del alba
de Raúl Rettig luce la calva
que los padrinos abrigarán;
mientras Allende, solo y sencillo,
guarda sus hoces y sus martillos
pues los disparos ya sonarán...
Son los duelistas de Macul Alto
que frente a frente pronto estarán.
Suenan los tiros y los padrinos
vuelven en sí y ambos están
humeante el arma y el ceño duro,
mientras un ave cayó en lo oscuro
por distraída, que siempre van.
Y ya terminados sustos y mañas,
un desayuno con Picó Cañas:
son mucho menos duelos con pan...
Todo ha pasado y en el Senado
se hablará mucho de esta ocasión.
Son los duelistas de Macul Alto
que a Picó tienen por anfitrión.

En ese día miércoles de agosto salió un sol de primavera. Chicho Allende retornó a la ciudad,
acompañado por Tohá y el Negro Jorquera. Cuando se despidió de ellos en Plaza Baquedano, ya se le había
pasado totalmente el resquemor con Rettig.
Y así fue como, veinte días después de la elección presidencial, una amiga común los invitó a una
cena en su hogar. Ambos fueron debidamente notificados que, entre los invitados, estaría el rival del duelo.
Cuando llegó Rettig, ya estaba Chicho Allende conversando con otros invitados. Rettig se acercó:
— ¡Hola, Raúl!
—¡Hola, Chicho!
Volvieron a serlos amigos de antes y así continuaron hasta que Chicho perdiera la vida en otro
"duelo", de proyecciones históricas.
La verdad es que con los balazos no terminaron las preocupaciones de ambos duelistas: cada uno tuvo
que cumplir, por su cuenta, con una faena que no trascendió a los profanos: devolver sus tenidas. Porque
ninguno de los dos, a pesar de que eran tan elegantosos, tenía ropa de duelo. Bueno, es que también era muy
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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

difícil que, en ese Chile de la convivencia, alguien hubiese tomado la precaución de contar en su ropero con
un traje, abrigo y sombrero dignos de un lance de honor.
Rettig llamó en su auxilio al mejor vestido de sus correligionarios: Benjamín Claro Velasco, ex—
ministro de Educación y profesor de Derecho. Este le prestó el atuendo completo, incluido un pañuelo de
seda blanco. De modo que pudo presentarse impecable en el campo de honor.
A Chicho Allende le costó más, tal vez porque en el PS él era el más elegante de todos. Sin embargo,
no tenía vestimenta acorde con la majestad del acto. Ahí vino en su auxilio Armando Mallet: su suegro,
Octavio Señoret, se había batido también a balazos con Juan Antonio Ríos y, como recibiera un tiro en la
pierna, no quiso volver a ponerse esa ropa nunca más. Y Mallet la conservaba como reliquia. Fue corriendo a
su departamento del mismo edificio y se la llevó a Chicho.
Todo le quedó bien menos el tongo (que era del tipo Chaplín, como el que luciera Rettig). Porque
Chicho era bastante cabezón: cinco y medio era su medida de cabeza. Y, por más empeño que le puso, no
hubo forma de que le entrara el tongo de Señoret. Y ya no había tiempo para conseguirse otro que le cupiera.
Lo más parecido que encontró fue un sombrero café oscuro. Desentonó un poco, sin dudas, pero parece que
el código del honor no es tan estricto en este punto.
Y, curiosamente, cuando estudiaba medicina a menudo se ponía tongo. Así lo recuerdan sus amigos de
aquella época.
Ahora, si en lugar de terno negro el código del honor hubiera exigido frac, a lo mejor Chicho habría
buscado otra solución. Porque ya hacía bastante tiempo que los socialistas habían declarado la guerra a ese
atuendo y, salvo los ministros del Frente Popular, quienes después ocuparon cargos ministeriales se negaron
obstinadamente a colocarse frac. Era uno de los símbolos de la oligarquía y decidieron que el pueblo
socialista jamás vería con buenos ojos a sus camaradas ministros vestidos como grandes burgueses. Chicho
Allende cumplió religiosamente con este precepto partidista, tanto cuando fue Presidente del Senado como
cuando ejerció la Presidencia de la República. Este asunto del frac tenía además otro antecedente. Cuando en
1932 el presidente de la Corte Suprema, Abraham Oyanedel, ejerciendo la Vicepresidencia de la República,
llamara a elecciones y entregara el mando supremo, careció de frac para asistir a la ceremonia ante el
Congreso Pleno. Sus colegas de la Corte hicieron una "vaca" entre ellos y le compraron uno a su Presidente.
Así fueron de probos los hombres que aplicaban la justicia en Chile.
De modo que Chicho Allende no se puso frac ni cuando vino la Reina de Inglaterra, con el Príncipe
Felipe, durante el gobierno de Frei. En su carácter de Presidente del Senado tuvo que asistir al banquete de
gala que ofreció el embajador de Gran Bretaña a la pareja real. Chicho fue con Tencha y de terno azul. Olga
Corssens cuenta que, en esa oportunidad, el Príncipe Felipe le dijo a Tencha:
"Cuide mucho a su marido, señora, porque cualquier día puede ir a una comida en traje de baño".
Cuando presidió el Senado, luego de sus viajes por países del trópico, Chicho trató de introducir la
moda de la guayabera. No encontró eco entre esos padres conscriptos tan solemnes. No obstante, se dio el
placer de presidir "enguayaberado" varias sesiones de la Cámara Alta.
Otras prendas que lo apasionaban eran las corbatas y los chaquetones de cuero o material similar. Sus
amigos ya sabían que, si iban a verlo con alguna corbata que le gustara, lo más probable era que salieran sin
ella. Lo mismo con los chaquetones y las casacas.
A propósito de chaquetas, Chicho Allende cometió un robo. Tal como suena: un robo vulgar y
corriente. Por cierto que, entre la campaña de calumnias que lanzaron en su contra, una vez muerto en La
Moneda, no faltaron acusaciones que afectaban su honestidad. Jamás han podido probarle nada; por una
razón muy sencilla: fue honesto... salvo cuando le robó la chaqueta a Djuka Julius. Y, para cometer tal
latrocinio, puso en riesgo muchas cosas importantes.
Eran los días inmediatamente anteriores a su ascensión al mando. Apareció en Santiago el periodista
yugoeslavo Djuka Julius, que vivía en México y con quien Chicho y otros dirigentes del sector progresista
chileno tenían antigua amistad.
Julius, por supuesto, tras felicitar a su amigo, le pidió uña entrevista exclusiva, lo cual era muy
atendible, ya que, al margen de la relación personal, había que valorar la gran resonancia que tenían en
Europa sus trabajos periodísticos. Cometió la ingenuidad de ir a verlo con una chaqueta de gamuza flamante.
Chicho se la probó de inmediato y vio que le quedaba de lo más bien. Primero le pidió que se la regalara,
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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

luego ofreció comprársela, cambiársela por otra cosa, en fin, cualquiera transacción que significara que la
apetecida chaqueta de gamuza quedara en poder del futuro Presidente.
Julius le dijo que "lo pensaría", pero por el momento tenía otras cosas importantes que hacer y no
podía andar por la ciudad en mangas de camisa.
La entrevista quedó concertada para el mediodía siguiente, en la Moneda Chica (la Casa del Maestro,
en la calle Bulnes casi esquina de Catedral). Julius llegó a la hora convenida, pero Chicho Allende no
apareció. Estaba reunido con otros personajes en su casa de Guardia Vieja. A medida que pasaba los
minutos, aumentaba la impaciencia de Julius. En vista de eso, el Perro Olivares llamó a Chicho por teléfono.
Este le dijo algo así, más o menos:
"Está bien, Perrito, no me retes tanto... Dile a Djuka que me perdone, pero no alcanzo a llegar hasta
allá. Mejor sería que tú te lo trajeras a almorzar a mi casa y, mientras almorzamos los tres, hacemos la
entrevista... A propósito, Perrito ¿anda con la chaqueta de gamuza?"
Julius andaba sin la chaqueta. Almorzaron los tres y nadie más. Chicho preguntó a su amigo
yugoeslavo:
"¿Te están tratando bien, viejo?... ¿Dónde estás alojado?"
"En el Hotel Crillón, como siempre".
"Ah, claro, sigues dándotela de caballero".
Chicho no daba muestras de querer entrar en la materia que a Julius tanto le interesaba y por la cual
había viajado especialmente desde México: la entrevista. Y bostezaba a cada rato. Le dio una explicación:
"Mira, Djuka, perdóname, pero no he dormido casi nada. Y me siento muy agotado. ¿Por qué no te
pones a trabajar con el Perrito, mientras yo duermo un poquito de siesta? Claro: Perrito hace un borrador de
mis respuestas y yo después lo corrijo. Así ganamos tiempo, yo cumplo contigo y puedo reponerme un poco.
Mira que me espera una tarde infernal..."
Así lo hicieron: Julius y el Perro se quedaron trabajando la entrevista y Chicho se retiró del comedor.
Pero no subió a su dormitorio sino a uno de los automóviles que estaban frente a su casa; regañó a todos los
que trataron de acompañarlo y se dirigió al centro, manejando él mismo y completamente solo.
Llegó al Hotel Crillón. El personal quedó estupefacto cuando lo vio acercarse a la recepción y pedirla
llave del cuarto de Djuka Julius. Además, insistió en que todo el mundo debería guardarla más estricta
reserva. Nadie podía saber que él había andado por el Crillón. Entró al cuarto de Djuka Julius, abrió el ropero
y le sacó la chaqueta de gamuza. Al retirarse del hotel, se le ocurrió dejar una tarjeta de visita para liberar al
personal de servicio. Revisó su billetera y únicamente encontró una tarjeta de Julio Duran Neumann. La dejó
en el casillero de Julius y desapareció del hotel.
Regresó a Guardia Vieja y se acostó a dormir la siesta, como todos los días en que podía hacerlo.
Antes de salir de su casa, corrigió la entrevista y se despidió con un abrazo de su amigo yugoeslavo.
Casi diez años más tarde, Julius acompañó al Mariscal Tito a la Conferencia de los No Alineados, que
se celebró en La Habana. Ahí coincidió con el Negro Jorquera, procedente de Caracas. Esa noche del
encuentro cenaron juntos. De pronto, el periodista chileno preguntó a su colega:
—Oye, Djuka, ¿y qué fue de esa chaqueta de gamuza tan linda con la que llegaste a Santiago, poco
antes de que Chicho jurara como Presidente?
Julius recordaba perfectamente ese incidente tan extraño: alguien había entrado a su cuarto y le había
dejado una tarjeta de Julio Duran. Pero, como esa misma tarde debía regresar a México, no tuvo tiempo para
aclarar el misterio. La preocupación le duraba hasta entonces. Cuando el Negro Jorquera le contó la verdad, a
Julius le corrieron las lágrimas de pura emoción:
—¡Qué grande era Chicho! Sólo a él se le podía ocurrir una cosa así... Ahora me siento muy orgulloso
porque, si alguna vez se puso mi chaqueta, quiere decir que ella cumplió un papel histórico.
Esto de la elegancia de Chicho llegó a convertirse en proverbial en el diario vivir de la política, casi
como un factor esencial de su imagen. Era por eso que la revista Topaze ("El barómetro de la política
chilena") jamás lo presentaba como un "roteque" sino como un pije hecho y derecho. A ojos vista se

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

apreciaba que esta fama no adolecía de injusticia. En verdad, era muy cuidadoso en el vestir y si a ello se le
agregaba su carencia de miedo escénico, entonces resultaba un producto muy singular.
No se trataba, por supuesto, de ningún fenómeno muy notable. Y aún más, cualquier investigador que,
ahora, requiera de una explicación, puede encontrarla con facilidad recurriendo solamente a los testimonios
de sus amigos de infancia y juventud.
René Frías Ojeda, sin ir más lejos, aportaría los datos que presentan a Chicho como el niño más
elegante del Liceo de Valdivia. Alguna huella podría dejar en la formación del carácter de una persona el
haber sido el único niño con impermeable en toda una ciudad, sumada al hecho de ser elegido Príncipe de un
carro alegórico valdiviano, antes de cumplir diez años.
Y de su época de joven inquieto, decidido a ganarse un puesto de vanguardia en el tren de la Historia,
se insertaría el testimonio delator de Manuel Mandujano, cuando afirma haber descubierto la fórmula secreta
de Chicho para sobresalir con su elegancia:
—Todo el mundo creía que se vestía en las mejores sastrerías de Santiago. Y no era así, pues: se había
convencido a un sastre judío, por allá por San Diego, que por el precio de uno le hacía tres ternos de un viaje.
Y tan buenos como los de los sastres más exclusivos. ¡Claro que ese secreto no se lo confesaba a nadie!
No sería sorprendente, sin embargo, que más de alguno de esos expertos que tanto se preocupan de la
moda masculina le hubiera formulado críticas muy duras. De hecho, algunos de sus amigos íntimos —nada
de expertos ni cosa que se le pareciera— a menudo le hacían observaciones sarcásticas sobre tal o cual
chaqueta o corbata. O esos gorros tan extraños que a veces se ponía. En Algarrobo, parecía almirante o
acaudalado propietario de yate cuando se disponía a subir a su "velero": un botecito vulgar y silvestre, con
una sola vela, que se llamaba Huasito. Valía menos que el atuendo del propietario.
Chicho aceptaba esas críticas, no de muy buenas ganas a veces, y otras con evidente sorpresa, por
cuanto consideraba que andaba de lo más presentable.
—¡Cómo va a ir con eso, Presidente! ¿Qué va a decir la gente?
Entonces, respondía con una frase que tenía contenido de precepto sacrosanto:
—¡Qué me importa: podrán decirlo que quieran de mí, menos dos cosas: ni maricón ni ladrón!
De lo primero, ni el peor informado del mundo hubiera podido sindicarlo. Tampoco de lo segundo, a
pesar del empeño que pusieron sus adversarios políticos buscando, con desesperación, cualquier trizadura
que pudiera empañar su imagen ante la Historia.
No deja de llamar la atención el hecho de que, con tantos servicios de inteligencia, todos bastante
despiadados, y con el poder absoluto en pocas manos, además de dieciséis años completos, no hayan podido
encontrarle una hebra de deshonestidad personal. Le inventaron muchas cosas, ninguna de las cuales—
pudieron comprobar porque simplemente no existieron.
Es que no le preguntaron a Darío Sainte Marie (Volpone). El sí hubiera señalado a Chicho Allende
con el dedo acusador, y hubiera podido afirmar, con razón, que fue víctima personal de un robo o hurto
cometido por orden de Chicho, cuando faltaban horas para que jurara como Presidente de la República.
Y fue cierto: dejó a Sainte Marie sin su alfombra. Una bien grande y bonita que Volpone tenía en su
casa de San José de Maipo y que Chicho encontró que era la más adecuada de todas para cubrir el piso del
living de su casa de Guardia Vieja, en vistas de que irían a felicitarlo las autoridades máximas del país.
Efectivamente, un grupo de jóvenes voluntarios apareció con la alfombra, minutos antes de que
entraran Eduardo Frei con su esposa y el living se repletara de periodistas.
Hasta el fin de sus días, Volpone aseguró que su famosa alfombra sólo la había prestado para esa
emergencia. Por su parte, Chicho afirmó que era una donación anticipada a la que, alguna vez, debería ser
sede de la Fundación Salvador Allende.
Esa apropiación indebida de la alfombra volponiana y la chaqueta de gamuza de Djuka Julius, además
de un número impreciso de corbatas, serían las pruebas que los sabuesos de la dictadura jamás pudieron
ubicar.

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

Debe resultar reconfortante para las generaciones jóvenes saber que en Chile también hubo
gobernantes honestos. Mejor dicho, en la época de la democracia ésa fue la regla general.
De otra cosa que se apropió el Presidente Allende fue de una frase del Che Guevara, que repitió con
mucha insistencia, en público y en privado: "En este gobierno se pueden meter las patas, pero no las manos".
Y la mayoría del país le creyó, no como un "acto de fe" sino porque podía comprobarlo a través de esa
transparencia que debe ser consubstancial a toda democracia, por débil o defectuosa que fuere: metidas de
patas, las que quieran; de manos, ninguna que pudiere serle imputada ni directa ni indirectamente.
Recuerda el Negro Jorquera:
—Una noche, después de una de esas inmensas manifestaciones de apoyo al gobierno, comentábamos
en plena confianza con el Presidente y el Perro Olivares las consignas que muchos sectores destacaban en
sus letreros y que constituían verdaderos mensajes del sentir popular. A propósito de esto, le recordé a
Chicho algunas de las consignas que más se me habían quedado grabadas de aquella época universitaria en la
que, con frecuencia y unción semirreligiosas, concurríamos los jóvenes contestatarios de entonces a las
concentraciones que se realizaban, casi todos los domingos, en la Plaza Artesanos. En esos años, el PC
estaba ilegalizado (por causa de la Ley Maldita) y la mayoría de los letreros consistía en unos cartones
escritos generalmente con carbón. Los más inolvidables fueron, para mi gusto, uno que decía "¡Muera la
sequía en el norte!" y otro que proclamaba: "Abajo la Ley Maldita y la Reforma Agraria" (seguramente, al
encargado de ese letrero, más que claridad, le faltó cartón o tiempo).
Bueno y así seguimos un rato acordándonos de tantos letreros que habíamos visto a lo largo de cuatro
campañas presidenciales y en casi todos los rincones de Chile. Y naturalmente los que viéramos los dos con
el Perro eran muy pocos comparados con los que tenían que haber pasado frente a los anteojos del Chicho.
Entonces, como si adivinara lo que le íbamos a preguntar, el Presidente impuso, sin decirlo, un rato de
silencio, escudriñando en el interior de su memoria, y comentó:
—¿Se acuerdan de la concentración del otro día, frente a La Moneda? Ahí vi el letrero que más me ha
impactado. Porque es el que mejor nos interpreta. Ese que mostraba aquel viejito que estaba en las primeras
filas. ¿Y lo que decía su letrero? Acuérdense, decía: "Este es un gobierno de mierda, pero es MI gobierno".
(Las dos letras del MI medían el doble de las otras, por lo menos).
Y ese obrero —tenía que serlo, su estampa no indicaba otra cosa— de unos setenta años, se pasó toda
la concentración con su letrero en alto. Con un gesto majestuoso, como si luciera el pendón de una gran
cruzada. El letrero no era muy grande: sería de un metro de ancho por medio de alto; de cartón o cartulina de
color blanco, con un palo en el medio que le servía de mango. Y así estuvo, imperturbable, sin moverse.
Parecía que había juntado fuerzas para quedarse inmóvil el resto de sus días. Chicho agregó:
—Cuando alguno de ustedes dos tenga que escribirla historia de este gobierno, no dejen de decir que
ése ha sido el letrero que mejor me ha interpretado.
(Por razones obvias, Presidente, el Perro no va a poder cumplir con el encargo. Y yo me he demorado
un poco... es que he tenido algunas dificultades).
Y ésa era la cosa: las patas tal vez, pero las manos... ¡nunca!
A otro no le hubiera aguantado tan fácilmente una afirmación de ese calibre: gobierno de mierda. Pero
a un obrero sí. Era tal la confianza que le tenía a los sectores populares que a menudo llegaba a la
imprudencia. No hubo norma de seguridad que no violara, una y otra vez.
Es verdad que, al final, los muchachos que integraron el GAP no conquistaron muchas simpatías, en
ciertos sectores sociales, aun entre algunos que juraban afinidad con el gobierno. Pero también es cierto que
ellos lo pasaron peor que muchos. No sólo cuando vino el golpe militar, sino desde los primeros días. Por lo
pronto, la creación de este grupo de muchachos (la mayoría de ellos estuvo constituida por profesionales
jóvenes o universitarios a punto de graduarse que cambiaron sus legítimas expectativas por subordinar sus
existencias a la conservación de la vida del Presidente que, como quedó demostrado, estuvo en riesgo
constante desde antes de llegar a La Moneda: ¡la negación del "pituto"!) fue una decisión política que Chicho
debió aceptar. El más bien tendía a creerse una versión criolla del Llanero Solitario, que pacifica a un pueblo
temeroso e implanta la justicia. Pero el gobierno de la UP no se pareció en nada a una película de vaqueros
(que, a propósito, eran las preferidas del Chicho). Basta con recordar su The end.

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

Y eso que les hizo a los primeros encargados de su seguridad cuando se le ocurrió escabullirse solo de
su casa nada más que para incautarle la chaqueta de gamuza a Djuka Julius, lo volvió a repetir, aumentado,
ya de Presidente en ejercicio.
Otra vez cuenta el Negro Jorquera:
—Era la media tarde de un día cualquiera. Debe haber sido a comienzos de 1971. Entran a mi oficina
unos muchachos del GAP, pálidos y desesperados. El jefe de ellos, Américo, me dice que el Presidente
estaba perdido. ¿Qué? Sí, perdido... bueno, no sabían dónde estaba. Porque, sin previo aviso, había salido a
la calle y, cuando ellos quisieron acompañarlo, los retó muy duramente y les ordenó quedarse en La Moneda.
¿Y por dónde había salido?... Por la puerta de Morandé, era todo lo que sabían Me pedían que, por favor,
saliera a buscarlo y les avisara dónde estaba... si lograba encontrarlo. Salí disparado a Morandé, confiando en
que los gestos de los transeúntes me indicarían la dirección que había seguido el Presidente. Nada. Todo el
mundo caminaba como siempre. Y no era cuestión de parar a alguien y preguntarle: "Perdone, ¿no ha visto
por aquí al Presidente de la República?" Entonces me fui derecho al café Haití, recordando que días atrás
habíamos pasado por ahí y el Presidente me había ordenado: "¡Convídame un cafecito!" Y habíamos entrado
a ese café, como en los viejos tiempos pre—presidenciales. Las niñas que atendían, en lugar de impresionar
ellas, con sus admirables estampas, se impresionaron con el cliente; el resto de los cafetómanos de todos los
días dejó sus tacitas a medio tomar y los habitúes de la calle Ahumada se agolparon en las puertas del café.
Pero ahora, cuando el Presidente estaba perdido, el Haití no mostraba la menor conmoción.
Entonces, fue un amigo el que me paró a mí, muy asombrado, para decirme: "Oye, acabo de ver algo
increíble: Un tipo caminando por la calle igualito a Allende... Tanto que estuve por saludarlo; pero no podía
ser el Presidente, porque andaba solo..."
—¿Ah, sí? ¿Y por dónde viste a ese personaje tan raro?
—Por Morandé, reciencito no más...
Claro, ¿para dónde iba a ir alguien que, como Chicho Allende, llevaba el parlamentarismo en el alma?
Ahí estaba, pues, en la peluquería del Senado, rodeado por el peluquero y un grupo de funcionarios;
conversando alegremente, como si nada hubiera pasado. Cuando me vio aparecer, soltó la carcajada y me
dijo: "¡Me pillaste! ¿Qué te pareció la bromita que les hice?"
No había dudas de que a veces el Jefe del Estado se gastaba un sense of humour muy... particular. Lo
que para él era una bromita liviana resultaba muy pesada para quienes tenían que soportarla. Pero, eso sí —
menos mal— siempre daba una explicación, aunque esta no compensara los efectos ya producidos. La
correspondiente a esa vez que se arrancó para el Senado, fue:
—Es que estaba en una reunión tan latosa...
Ramón Huidobro recuerda otra, no tan grave, pero también originada por esta aversión de Chicho
Allende al aburrimiento y la monotonía; es decir, por el discurrir de las horas sin sentido.
Era una cena en la casa presidencial de Tomás Moro. La mesa estaba llena de gente importante. Y es
bien sabido que no se ha inventado nada más aburrido que una reunión de importantes. Más aún cuando el
anfitrión es el Jefe del Estado, porque entonces se ponen más importantes todavía. De esos comensales,
parece que sólo se salvaba Ramón Huidobro, que había venido desde Argentina (era el embajador) a hablar
con su amigo el Presidente. Ya habían conversado en privado y tuvo Huidobro que incorporarse a la cena.
Cuando ésta comenzó a languidecer de manera ostensible, a Chicho se le ocurrió "confidenciar" que tenía
lista una reforma constitucional que le permitiría postular para reelegirse de Presidente. Ahí se prendió la
disusión y la velada cobró una animación inusitada. Hay que dejar constancia, en honor a la verdad, que la
mayoría se mostró contraria a una iniciativa de tal naturaleza. A la mañana siguiente, Huidobro tuvo que
volver a Tomás Moro a resolver otros asuntos con el Presidente. Este lo recibió haciendo ejercicios en una
bicicleta inmóvil. Lo primero que le preguntó Huidobro fue por esa idea que había lanzado en la cena de la
víspera. Chicho se largó a reír:
—¡Cómo se te ocurre, pero es que esa comida estaba tan aburrida! ¡Cómo puede haber gente tan
latosa! ¿Viste cómo se animaron cuando se me ocurrió esa bromita?... ¡Es seguro que no han podido dormir
tranquilos! Bien hecho: por lateros.
Y siguió pedaleando sin avanzar. De pronto, le dijo a su amigo embajador:

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

—Oye, Ramón, no creas que no hay buenos candidatos para reemplazarme. Fuera de los que tú ya
conoces... ¿ubicas a Sergio Bitar? Yo lo he apreciado ahora, en el Gabinete; es un hombre joven y verás que
va a dar mucho que hablar en el futuro. Va a llegar muy arriba. Fíjate en él, síguele los pasos... Y, por
supuesto, olvida la broma de anoche.
Pero en fin, esa fue una broma liviana que no persiguió más objetivo que amenizar un poco el rato a
un grupo de importantes insoportablemente monocordes.
¡Porque ésa de Punta Arenas...!
Había conmoción en todo el extremo sur por la presencia del Presidente Allende. Al atardecer del
primer día, Chicho, cuando iba a comenzar a subir hasta el último piso de la intendencia, tuvo un disgusto
con el Intendente. No fue nada muy grave, sólo motivado por las innovaciones al programa de la visita que
habían introducido los puntarenenses con un criterio exageradamente regionalista y contrariando el que
habían diseñado los edecanes. Chicho Allende hizo un gesto notorio de disgusto y se lanzó a subir corriendo
por la escalera. Al llegar al final, lanzó un grito y cayó de espaldas. Inconsciente y con una palidez que
presagiaba lo peor.
Fueron momentos impresionantes. Cuando sus acompañantes todavía no se ponían de acuerdo acerca
de qué era lo primero que había que hacer, el Presidente se levantó de un salto y, riéndose, les dijo:
—¡Aja!... ¡Si sólo quería saber lo que son capaces de hacer en caso de apuro!
No era como para aplaudirlo, a menos que fuera en su propia cara. Es que esa broma del ataque en
Punta Arenas tenía, también, un antecedente que careció de toda gracia.
En efecto, un par de meses antes de la elección, el corazón le anduvo jugando una mala pasada. Al
parecer, el problema comenzó con una mojada tremenda que se dio en Concepción cuando, en plena noche
penquista, salió corriendo a colaborar con los bomberos que trataban de apagar el incendio en uno de los
locales de la campaña. Días después, sufrió una especie de infarto en pleno centro de Santiago. Felizmente,
iba acompañado de Osvaldo Puccio, quien enfrentó la situación con gran entereza y eficiencia. Ninguno de
los muchos transeúntes que saludaban al candidato se dio cuenta de lo que le estaba sucediendo. Tuvo que
guardar reposo algunos días. Como era de prever, el hecho de que estuviera en su casa sin salir a la calle dio
pie para un carnaval de especulaciones, avivado por la imaginación y los malos deseos de sus adversarios.
Puccio anota en sus Memorias:
—Incluso, algunos dirigentes de la Unidad Popular iniciaron gestiones para retirarla candidatura de
Allende. Sostenían que un hombre que había sufrido un infarto no podía ser elegido Presidente.
Haciendo literalmente de tripas corazón, Chicho Allende volvió al combate y reapareció en un
programa de televisión que duró más de una hora.
Tiempo después, a mediados del 72, sufrió otra especie de shock, durante una concentración en Talca.
El estadio estaba repleto, no cabía nadie más, ni en el cancha. Ya era de noche cuando Chicho comenzó a
hablar. El Negro Jorquera recuerda la escena:
—Estaba sentado cerca de la tribuna de madera desde la cual el Presidente inició su discurso. De
pronto, advertí que algo andaba mal. Incluso me dio la impresión de que había estado a punto de perder el
equilibrio. Haciéndome el de las chacras, y corriendo el gravísimo riesgo de aparecer como un abyecto
cortesano, me paré y me puse a su derecha, para que me viera. Me hizo un gesto muy rápido, pero que
equivalió a todo un mensaje. Tratando de que nadie más se diera cuenta, pedí a uno de los escoltas que
hiciera traer el auto del Presidente (un Fiat 125) a los pies de la tribuna, con las puertas abiertas y el motor
encendido. No sé cómo pudo terminar su discurso. Lo cierto es que lo hizo y nadie se dio cuenta de que no se
sentía bien. ¡Cómo sería lo mal que estaba que me dijo: "Negrito"!... Y puso su brazo derecho en mi hombro
y así empezamos a abrirnos paso entre toda esa multitud que quería abrazarlo, felicitarlo, en fin, expresarle
su cariño. Llegamos al auto y Chicho, en vez de meterse inmediatamente, se apoyó elegantemente en una de
las puertas del Fiat, y comenzó a responder los aplausos y a estimular a sus partidarios. Estoy seguro de que,
si no nos ponemos "duros", hubiera comenzado ahí mismo otro discurso...
Y lo peor, lo verdaderamente grave, vino poco después: en octubre de 1972. Precisamente en el mes
del paro de los camioneros.

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

Ahí están las colecciones de los periódicos, en muchas bibliotecas de Chile y del extranjero. Quien
quiera saberlo que hizo el Presidente de la República en ese mes, no tiene más que revisar cualesquiera de
los diarios y revistas, la mayoría de los cuales era de oposición.
Un simple vistazo revela la siguiente agenda (tomando en cuenta solamente los hechos más
relevantes):
El día primero inauguró un hermoso mural en la entrada de Tomás Moro: el Escudo Nacional, obra de
María Martner, de 2.70 de ancho por 3 metros de alto; ese mismo día se produce, en Nacimiento, un
enfrentamiento entre civiles y militares. La Radio Sociedad Nacional de Agricultura dedica programas
especiales a difamar a las Fuerzas Armadas, al punto de que el General Prats envía una carta al Colegio de
Periodistas recomendando "mesura"; el día 4, Chicho Allende recibe la medalla Joliot Curie que le otorgó el
Consejo Mundial de la Paz, mientras, en Francia, el embarque de cobre chileno era embargado por demanda
de la Kennecott; tres días después, preside una gran concentración pública en Valdivia, en la que hizo
emocionados recuerdos de su niñez en esa ciudad y fue distinguido con el Sable de la Caballería chilena,
"por ser oficial de Reserva y haber cumplido con mi servicio militar como voluntario en los regimientos
Coraceros y Lautaro". Ese día recibe en audiencia especial a una delegación de niños limitados, anunciando
las líneas generales de su proyecto de ley sobre Rehabilitación de niños deficientes mentales; al día
siguiente, visita el Complejo Maderero de Neltume y el 9 preside una gran concentración en la Plaza de la
Constitución de Santiago, para protestar por los embargos de cobre (asistieron los presidentes del Senado y
de la Cámara de Diputados, los altos mandos de las Fuerzas Armadas y los líderes de la CUT); al otro día (10
de octubre) inauguró el Centro para Enfermos Para—pléjicos en el Instituto de Neurocirugía y, entre las 4 y
5 de la tarde, caminó por el centro de Santiago y se tomó un café en el Haití; al día siguiente (comenzaba el
paro de los dueños de camiones), probó prácticamente todo lo que ofrecía una exposición especial destinada
a mostrar los avances logrados por la Universidad de Concepción en la confección de alimentos a base de
productos nacionales (lupinos, quinos y soyas) con el fin de tratar de sustituir las importaciones de carne y
leche; el día 12, decreta Zona de Emergencia para Santiago (jefe de la zona, el general de brigada Héctor
Bravo Muñoz) y Valparaíso (jefe de la zona, el almirante José Toribio Merino, quien ordena la detención de
las directivas de los dueños de camiones y de los fleteros); en la tarde de ese día, preside una reunión
especial con los comandantes en jefe del Ejército, la Marina y la Aviación; el día 12 comienza el cierre de
negocios en Santiago y el general Bravo Muñoz ordena la clausura de Radio Nuevo Mundo; al día siguiente,
la atención se concentra en un accidente aéreo ocurrido entre Moscú y Leningrado, en el cual mueren 38
chilenos; el día 16, comienza el paro del Colegio regional de Médicos en apoyo a los transportistas y similar
medida adopta el Colegio de Abogados; al otro día, recibe credenciales de nuevos embajadores,
destacándose el de Suecia, Harald Edelstam, que tantas vidas de chilenos salvara después del golpe. También
ese día se cancelan las personerías jurídicas de la Sofofa y de la Confederación de la Producción y del
Comercio, por llamar a la huelga y, en la noche, pronuncia un discurso en el Teatro Municipal, en un acto
organizado por el Frente de Profesionales y Técnicos; el día 19 lanza un mensaje al país por cadena de radios
y televisión y el 21 ofrece una concurrida conferencia de prensa a periodistas chilenos y extranjeros, además
de una comparecencia especial para la televisión italiana; el 24, con el paro ya agonizando, vuelve a caminar
por las calles del centro, entrando a saludar a los dependientes de la farmacia Reccius, la famosa fuente de
soda Dominó, la librería Agustinas, las oficinas del Correo y del Servicio de Seguro Social; momentos más
tarde, recibe en audiencia a los jefes de todos los organismos internacionales acreditados en Chile, con
motivo de cumplirse 27 años de la fundación de Naciones Unidas y al día siguiente (25) preside una emotiva
ceremonia en la Escuela Militar: segundo aniversario del asesinato del General Schneider. Culmina el día
con un discurso por cadena nacional de emisoras y gran parte del día 28 lo dedica a dialogar con los
trabajadores de Fabrilana, Textil Progreso y de las bodegas terminales de DINAC (Distribuidora Nacional).
Así, a simple vista, no era un mes como para recordarlo de manera especial, a la luz de ese calendario
presidencial tan agitado dentro del millar de días gubernativos. Fue de dulce y de grasa, como lo habitual.
Los adversarios acentuaban las grasas y los partidarios aplaudían los dulces.
Y, naturalmente, muchos envidiaban al Presidente Allende porque podía hacer tantas cosas que, para
el común de los mortales, estaban vedadas. Parece que en eso consiste el chiste de ser mandatario.
Y, sin embargo, ese octubre del 72 debe haber sido una de las pocas veces que Chicho Allende envidió
a los hombres anónimos, a los que pasan por la vida sin dejar rastro ni el más leve de los recuerdos. Esos
fueron los días en que debió suspirar por un transcurrir normal, aunque pecara de mediocre; es decir, lo que
siempre aborreció.

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

¿Por qué? Porque hasta el más modesto de los seres humanos, más allá de sus condiciones sociales,
políticas, religiosas y aun de edad, podía cumplir con algo tan natural y animal como ir al baño y hacer sus
necesidades: la larga y la corta, como dicen los milicos.
En los días más turbulentos de ese mes de octubre del 72, el Presidente Allende anduvo con un tubo de
plástico (una sonda vesical) entre su piel y su calzoncillo. Coincidió precisamente con el paro de los
camioneros.
—Con el Perro Olivares le echábamos tallas y le preguntábamos cómo se sentía de water ambulante,
además, naturalmente, de otras sugerencias... no aptas para menores —rememora el Negro Jorquera. Y
agrega, irreverentemente:
—No había que ser muy ingenioso para que las bromas brotaran con facilidad. Bastaba con tener
presente que su enfermedad era de origen prostático. Fueron diez los días en que tuvo que soportar esa
sonda, sin que de ello se enterara nadie más que sus colaboradores de mayor confianza, incluidos los
médicos Arturo Jirón, Osear Soto y Danilo Bartulin.
Y entonces, el boule —esa piecita que servía de antesala del despacho presidencial— hubo que
clausurarlo: se convirtió en clínica de emergencia, con camilla y todo. En ella durmió Chicho durante todos
esos días, aguantando el chaparrón externo y también el interno.
Y ya tenía 64 años, muy bien cumplidos. ¿De dónde sacaba fuerzas para hacerlo que hizo? Hay tantos
sabihondos por ahí que seguramente podrán lucirse —ahora— ofertando explicaciones sobre este hecho. Que
no trascendió, porque se guardó como un verdadero secreto de Estado. Ni siquiera los ministros ni los jefes
políticos estuvieron enterados de tal situación. Claro, de no haber sido así, el secreto hubiera durado muy
poco.
Y en las noches, terminadas las audiencias y las reuniones de trabajo, el Presidente se acostaba en su
camilla y ésta era conducida hasta su despacho. Porque así quedaba cerca de los teléfonos y del baño.
A nosotros (el Perro, Osvaldo y otros poquitos más) los envidiosos y los pateros nos tildaban de
miembros de la "Orden del Baño". En verdad, nunca se nos ocurrió solicitar autorización especial para
meternos al baño del Presidente. Pero, en aquellas intranquilas noches que duró la enfermedad de Chicho, sí
que nos hicimos caballeros de esa orden.
Ya a esas horas, después de todo el traqueteo del día, el Presidente no podía caminar solo al baño. Iba,
avanzando despacito, apoyado en el hombro de cualquiera de nosotros.
Nos tendíamos en el suelo, en torno a la camilla ("parecemos odaliscas", le decíamos), a hablar de
cosas que no tuvieran relación directa con la enfermedad, rogando interiormente porque Chicho se mejorara
luego. Bastante nos ayudó un televisor pequeño. En esa época, todavía no existían los Betamax ni los VHS,
de modo que teníamos que defendernos con la programación normal de los canales. Y aquí, el Perro cometió
un acto de arbitrariedad administrativa. Menos mal que no fue advertido por nuestros enemigos políticos, de
lo contrario hubieran contado con una prueba irrefutable de nuestra deshonestidad. Y debo confesar que el
instigador fui yo, de manera que también tengo que asumir esa culpa. Sucedió que en el Canal 7 —donde el
Perro era "capo"— transmitían un programa semanal que, según creo recordar, se llamaba algo así como Los
Guantes de Oro. Consistía en escenas filmadas de peleas famosas, con los consabidos comentarios. Habían
transmitido, semanas atrás, la famosa pelea entre Firpo y Dempsey, aquella en la que "El toro salvaje de las
pampas", de un tremendo puñetazo, sacó del ring a Dempsey y la película muestra clarito cómo a éste lo
ayudaron personas ajenas a retomar al cuadrilátero. Claro que finalmente ganó, pero todos los sudamericanos
tenemos derecho a continuar insistiendo en que en esa pelea por el campeonato mundial de todos los pesos,
la diestra debió serle levantada al boxeador argentino... ¡aunque no más hubiese sido por un ratito! Cuando le
comenté ese programa al Presidente, éste se lamentó mucho por carecer de tiempo para ver lo que tantos
veían. Hasta que la hora de ese programa vino a coincidir con una de esas noches en camilla. Entonces le
insistí al Perro Olivares que moviera sus influencias en su canal para que repitieran esa pelea. Total, no era
mucho lo que duraba. Además era la única oportunidad que tendría el Presidente de verla. Y el Perro cometió
tamaña arbitrariedad y la pelea se transmitió nuevamente, argumentando que ello se hacía en atención a los
pedidos de tantos televidentes. Y así, Chicho pudo comprobar que era cierto que ese episodio pugilístico
había sido filmado. Claro que los "upelientos" del Canal 7 exageraron: no sólo la repitieron sino que,
además, la dieron en cámara lenta. ¡Qué privilegio más reprobable!

78
Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

Y, apenas se sintió un poco mejor, él mismo se dio de alta y se sumergió de inmediato en su trabajo
vertiginoso de todos los días. Ya no volvió a envidiar a los hombres comunes y corrientes y el tema de su
enfermedad no se tocó nunca más, como no fuera para algunas bromas sueltas, que ya habían perdido gran
parte de su gracia.
Sin duda, para robustecer sus propias fuerzas internas y derrotar a esa enfermedad que limitaba su
autonomía de vuelo, operó como incentivo poderoso la necesidad de estar completamente en forma para
cumplir con la obligación que se había impuesto de salir a defender la experiencia chilena en canchas
internacionales.
En verdad, a ese Presidente que derrocaron le sobraban las invitaciones de gobiernos de todos los
continentes. Es que su presencia "vestía" a cualquier régimen extranjero. Ni a un extraterrestre se le hubiese
pasado por la mente la posibilidad de que le cancelaran una visita en pleno vuelo, como tuvo la desgracia de
ocurrirle a otro mandatario criollo, cuando se aprestaba a aterrizar en Manila. Hasta muchos años después,
esta inopinada suspensión de una visita presidencial (suspensión de verdad, nada retórica, por cuanto el
invitado estaba en el aire) sigue siendo un acontecimiento inédito en las prácticas internacionales. Y lo más
probable es que conserve su exclusividad por generaciones.
El problema de Chicho Allende era al revés: discernir cuáles invitaciones cumplimentar primero. Fue
a Salta, Perú, Ecuador, Colombia y México, luego a Naciones Unidas, a la Unión Soviética y a Cuba.
Regresó cargado de honores.
También viajó a Buenos Aires y estuvo a punto de volar por tres o cuatro días a Argel, cuando el golpe
militar ya estaba prácticamente en la sala de espera.
Hernán Santa Cruz tiene muy grabados los detalles de su conversación con Chicho, en La Moneda.
Que fue la última vez que se vieron, esos amigos y compadres de toda la vida. La fecha: 29 de agosto de
1973, a menos de dos semanas de ese "pronunciamiento" con bombas.
Luego de analizar la situación internacional, el Presidente le dijo a su Edecán Aéreo, Comandante
Roberto Sánchez, que ordenara preparar un avión de LAN para volar a Argel y litigar personalmente por la
causa de la experiencia popular de Chile ante un estrado de alta calidad mundial como sería la Reunión de
Países No Alineados. Entre otras figuras estelares, estarían Tito, Sadat, Khadaffi, Bourguiba, Fidel Castro, el
Príncipe Sihanouk, etc.
Ya en el gobierno de Frei, Chile se había inscrito como Observador de ese organismo. Precisamente
en esa reunión en Argelia haría su estreno como miembro oficial.
Evoca Hernán Santa Cruz:
—Esa noche yo debía volar a Ginebra para llegar al mediodía siguiente. Salvador sacó las cuentas y
me dijo: "Cuando estés llegando a Ginebra, aquí serán las siete de la mañana. Yo ya estaré en funciones,
como siempre, así es que llámame por teléfono y concretamos los detalles. No necesito permiso del
Congreso, porque no estaré fuera más de cuatro o cinco días. Lo que más me interesa es asistir a la Plenaria
del domingo". Así lo hice, lo llamé por teléfono y me respondió: "Hernán, me es imposible ir". Si hubiera
asistido, habría sido la estrella de esa reunión que, por lo demás, tuvo como tema central la situación chilena.
Es claro que no hubiera podido salir de Argel antes del lunes 10 de septiembre... Y entonces todo hubiera
cambiado.
—Claro —apunta Ramón Huidobro— simplemente habrían adelantado el golpe. Y Salvador no
hubiera terminado jamás de arrepentirse de no haber estado en su puesto el día realmente decisivo.
Y ahora, con la perspectiva de los años, es cuestión de imaginación no más. Cualquiera puede
fantasear a su gusto concibiendo lo que pudo haber ocurrido, o haberse evitado, si Chicho Allende hubiera
intervenido en esa Reunión Plenaria del 9 de septiembre, a tanta distancia de La Moneda.
Una conjetura con buenas probabilidades seria que, a lo mejor, se hubiera salvado La Moneda, porque
los rockets no buscaban destruir escritorios sino a él, al Presidente Allende en persona. Y, de paso, se
hubieran librado sus pertenencias en Tomás Moro, especialmente sus cuadros, sus huacos peruanos y ¡hasta
el crucifijo que besaba doña Laura!
También, por supuesto, aquel hermoso Escudo Nacional que hiciera María Martner con piedras
preciosas chilenas en el muro de entrada a la residencia. Ni esas piedrecitas se escaparon.

79
Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

Basta detener la atención en los cuadros solamente: de Siqueiros, Guayasamín, Burchard, Pacheco
Altamirano, Som—merscales, Delia del Carril (La Hormiguita), Pepe de Rokha, Roberto Matta, Mario
Carreño, Pepe Balmes, Venturelli; en fin, no tenía de Alberto Jerez sólo porque a éste todavía no le había
dado por dedicarse a pintor. Todos se los habían regalado las amistades artísticas que cosechó en el curso de
su vida.
Los que no fueron destruidos pasaron a otras manos, que han preferido mantenerse en el anonimato,
porque si bien ese modo de adquirir bienes ajenos no figura en el Código Civil, en cambio pareciera estar
considerado en el Penal.
Pero claro, ¿quién puede pensar mal de tan distinguidos patriotas? Porque también pudiera ser que un
grupo de ellos, de notable inclinación por el arte, hubiera distribuido equitativamente los cuadros que no
destruyeron y accedido a conservarlos graciosamente en sus residencias del barrio alto.
Podría hacerse un concurso a ver quién devuelve el primero.
Porque una cosa es clara, y así está confirmada por escritura pública protocolizada por el Notario
Rafael Zaldívar: al día siguiente del golpe se hizo un inventario de las cosas que sobrevivieron en Tomás
Moro. Este trabajo estuvo a cargo del coronel de Intendencia Jorge Court Mook, asesorado por el experto en
arte Fidel Ángulo Montero. Así aparece en el expediente de la demanda entablada por el abogado Enrique
Schepeler para tratar de conseguir que le devuelvan algo siquiera ala familia de Chicho Allende. Nada. Ante
el temor de que consideraran estos bienes como "botín de guerra", varios de los autores de los cuadros se
preocuparon de dejar muy en claro que ellos se los habían regalado a Chicho Allende, por ser él quién fue y a
nadie más. Y algunas de estas voces, claro está, tienen amplia resonancia en el mundo artístico mundial.
Como por ejemplo el pintor Roberto Matta, quien le escribiera la siguiente nota a Enrique Schepeler
(acompañada al expediente judicial):
Londres, 11/4/77 —Amigo Enrique Schepeler: Contesto inmediatamente tu carta, confirmando que las
2 telas al óleo pintadas por mí (una, 1,20 metros; la otra, 3,50 por 50 centímetros) fueron un regalo a
Salvador Allende. Regalo al amigo, al amigo de la cultura, de la poesía. Era para mí admirable verlo
interesarse, así como él lo hacía, al artista tanto quanto al político, en cada uno de nosotros. Que esta carta te
sirva de autentificadora de mi regalo a Salvador Allende. —Roberto Matta.
¡Y en el inventario aparece el crucifijo! Así quedó, oleado y sacramentado por las firmas responsables
de un coronel, de un experto en arte y de un notario público:
"Fino crucifijo de pie, cuerpo completo, madera policromada, cruz negra con incrustaciones de nácar,
origen quiteño, buen estado".
¿Dónde estará? ¿Quién se habrá quedado con él? ¿De cuál casa será ahora "el Señor"? ¿Habrá alguien
que lo bese todos los días con esa devoción de doña Laura?
La primera persona amiga de Allende que consiguió entrar a Tomás Moro, después del golpe, fue Moy
de Tohá.
México estaba reclamando a Tencha, quien se encontraba asilada. Moy, entonces, recibió el encargo
de Tencha de llevarle algunas cosas que necesitaba con urgencia. Costó que le dieran autorización para
ingresar a la casa. Fue acompañada por el coronel Pedro Espinoza (exactamente: el mismo del caso Letelier),
quien apareció de civil. Tal vez por eso el oficial que estaba encargado de la residencia opuso dificultades
para que Moy entrara. Pero el coronel Espinoza hizo valer su jerarquía. Entonces, el oficial le explicó a Moy:
—Que conste, señora, que yo quise evitarle el espectáculo que va a ver.
¡Una verdadera pesadilla!
Las rosas rojas de la rotonda de entrada: todas segadas. Los cuadros de Matta y Guayasamín, que
estaban en el comedor: como si hubieran sido acuchillados. Todos los sillones rotos; por el suelo,
diseminados, los restos de dos armaduras...
—.. .la salita de los edecanes, como si la hubieran agarrado a hachazos... en el escritorio de Salvador,
todos los papeles destruidos y regados por el piso; los sillones... ¡descuartizados! Esa flor de marfil que le
había regalado Ho Chi Minh, partida en cuatro... Y en el dormitorio de Salvador: un suboficial acostado, con
el torso desnudo y una botella de whisky en sus manos... Ahí se me escapó un grito. Los demás se
sobresaltaron. "Es que llevan 4 días sin dormir", me explicaron.
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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

Y en la última sala había un sillón que el mismo Roberto Matta diseñara especialmente para Chicho.
Moy se asomó con mucho cuidado y vio algo que nunca podrá olvidar: una perra pariendo.
Precisamente, sobre el sillón diseñado por Matta. Ya tres perritos estaban mamando y el cuarto se
asomaba.
En medio de tanta ruina y desolación, provocadas por seres humanos, la vida pugnaba por imponerse...
a través de una perra.
Todavía el término "humanoides" no se incorporaba al léxico de la política criolla.
Moy subió al dormitorio de Tencha a buscar lo que más le habían encargado: la pulsera que se
mandara a hacer con las medallas ganadas por Chicho en su vida parlamentaria y todo su capital en efectivo:
CIEN dólares.
Parece mentira, pero es verdad: ese era todo el capital de la Primera Dama: cien dólares. Al cambio
que se quiera, entonces y ahora, siguen siendo nada más que cien dólares.
Con ese fortunón, la pulsera de las medallas y un traje de dos piezas, color granate (no tenía otro) bajó
Tencha del avión que la condujo a Ciudad de México.
Al pie de la escalerilla la esperaban el Presidente Echeverría, su esposa María Ester Zuño y los más
altos funcionarios de su administración.
Todos de luto riguroso. No era un duelo que afectara solamente a un país ni a un sistema de gobierno.
Se extendía por sobre las fronteras. Era toda la sensibilidad mundial estremecida hasta los tuétanos.
Por sobre los encasillamientos ideológicos, se imponía una verdad conmovedora: un Presidente de la
República había dado un ejemplo que le costó la vida. Y este acontecimiento tan trascendental había
sucedido en un país incrustado en una región del mundo en la cual lo normal era —y sigue siéndolo— que
los mandatarios derrocados salgan volando a cautelar sus chequeras.
No se requería coincidir políticamente con Salvador Allende para conmoverse ante su actitud
definitiva: un holocausto personal por deber de consecuencia.
¡Y qué cosa tan simple: un Presidente de la República cumpliendo con su palabra!
Y muriendo donde debía morir: en su puesto.
Esos sus minutos finales han servido de caudaloso manantial para regar las versiones más variadas y
conclusiones un tanto folklóricas. Por muchos rincones brotan expertos que pontifican acerca de lo que
Chicho Allende debió haber hecho... en lugar de morir como y donde murió.
Así, desde afuera, la cosa es muy fácil. Sólo se necesita un poco de imaginación, una buena dosis de
desenfado y alguna tribuna con audiencia impresionable.
El único problema es que, para enjuiciar con legitimidad un suceso de estas proyecciones, habría que
cumplir por lo menos con una condición previa, muy elemental: vivir un "tránsito histórico" como el que
responsablemente asumió Chicho Allende en esa mañana del 11 de septiembre.
Lo cual es muy distinto a elaborar tesis detrás de un escritorio o discursear en mítines, cónclaves o
congresos; o adherir a conclusiones prohijadas en acuerdos políticos. Todo eso podrá servir, pero para otra
cosa.
Quien quiera juzgar al Presidente Salvador Allende —por su decisión final, más que por su
gobierno— tiene que comenzar por tratar de ubicarse en medio del fuego —del real: balas, bombas y llamas
por todos lados— rechazando ofertas de aviones para salvarse él, su familia y sus colaboradores más
allegados; consiguiendo, a menudo, respirar sólo gracias a la única máscara antigases que tenía el grupo que
lo acompañaba; con una metralleta que supo emplear las veces que pudo; directa y personalmente
preocupado por preservar las vidas de sus compañeros; rindiendo un minuto de silencio en homenaje al
primogénito de los caídos en la Moneda: el Perro Olivares... en fin, esperando, a pie muy firme, ese instante
en que pasaría a ser un recuerdo inolvidable.
Todo eso, y mucho más, no en momentos fugaces ni como producto de un arrebato temperamental. En
una mañana larga... tan larga que no se puede medir en horas sino en vidas.

81
Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

Si alguien consigue una ubicación vital, aunque fuere de parecido calado, entonces recién entrará a
comprender a ese Chicho Allende del 11 de septiembre. Que fue la culminación históricamente consagratoria
del Salvador Allende de toda la vida.
Porque los gestos históricos no se mensuran: se sienten.

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

OCHO

Y ESE ES TODO EL MISTERIO. NO HAY MÁS ENIGMA. Y QUIENES se interesan por saber si
Chicho se mató o lo mataron simplemente no pueden entender lo que pasó en La Moneda. Es comprensible,
porque algo parecido no había ocurrido antes y ojalá nunca vuelva a suceder. Ni en Santiago ni en ninguna
otra parte.
Aquí no aconteció lo que ha pasado con otros sucesos estelares, como por ejemplo el asesinato de
Kennedy, en torno del cual se entrecruzan versiones tan adversas entre sí que consiguen distorsionar la
verdad. En este acontecimiento chileno sucede exactamente al revés: quienes estuvieron con Chicho Allende
hasta el final son los más interesados en impedir que ninguna versión antojadiza opaque la realidad.
Felizmente, nadie tiene fuerzas para alterarlo inamovible: la actitud postrera del Presidente Allende,
plenamente consciente y largamente madurada.
Ya lo demás son detalles. Nadie pudo conocer en su integridad todo lo que sucedió esa mañana,
porque fue un drama que se vivió en varios escenarios simultáneamente.
Por lo tanto, la versión más cercana a la realidad será la que pueda surgir si algún día los escasos
sobrevivientes logran reunirse, en libertad, y entre todos consiguen volcar lo que cada uno guarda en su
memoria.
Para disgusto de los morbosos, no hubo una secuencia armónica, como en las grandes novelas u obras
teatrales de éxito. No puede escribirse la "vida, pasión y muerte" de lo que pasó en La Moneda. Porque el
"argumento" aceptaría varios orígenes, dependiendo del prisma político tras el cual se le observe. Algunos
podrían situarlo antes de que Chicho Allende se terciara la banda, en esos días en que, por todo Santiago,
había una bala que lo buscaba y que, finalmente, hizo impacto en el General Schneider. O en cualesquiera de
las muchas instancias relevantes que protagonizó en su determinación pertinaz de cumplir su programa
prometido. Y aun, hasta en los días finales, cuando la UP le rechazó todas las opciones que propuso,
demorándose demasiado en ofrecer alternativas de reemplazo.
En fin, sería un cuento de nunca acabar y en el cual el gran desenlace se conoce desde el prólogo. Pero
no todas sus consecuencias, porque éstas han continuado produciéndose día a día y por años.
Horas después de su elección, en la tarde del 5 de septiembre de 1970, al concluir una febril
conferencia de prensa con una verdadera nube de periodistas extranjeros, Chicho ordenó al Negro Jorquera:
—Conserva los nombres y direcciones de todos estos periodistas. Porque vamos a necesitar de mucha
gente que pueda decir la verdad sobre nosotros... si llegamos al Gobierno.
Ya desde entonces visualizaba un fantasma al cual le temía por sobre todas las cosas: la masacre. Lo
dijo y lo reafirmó aun antes de asumir el mando. Lo siguió repitiendo durante su gobierno, como muletilla
para remarcar la responsabilidad ante la gran mayoría del país. Y lo remachó en su despedida: "El pueblo
debe defenderse, pero no sacrificarse. El pueblo no debe dejarse arrasar ni acribillar, pero tampoco puede
humillarse".
Entonces, para relatar el drama de La Moneda, la vivencia de cualquiera de los sobrevivientes puede
servir de hilo conductor. Por ejemplo, el doctor Arturo Jirón Vargas. El día del golpe no era funcionario de
gobierno, porque el 30 de agosto había dejado de ser Ministro de Salud. Pero seguía preocupado por la suerte
de su amigo Chicho. Fue uno de los médicos que propusieron la instalación de una sala de primeros auxilios,
en el primer piso de La Moneda, para el caso de que estallara ese golpe militar que tanto se rumoreaba.
Aquella noche de la víspera, Arturo Jirón durmió muy poco. Se había acostado tarde (estuvo en Tomás
Moro) y su teléfono sonó en la madrugada. Era Patricia Espejo, una de las secretarias privadas del
Presidente:
—Arturo, levántate. Hay problemas. Ándate a La Moneda.
—¿Y el Chicho?
—Está saliendo para allá. Me acaban de avisar por teléfono. Yo me voy inmediatamente.

83
Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

Esa mañana, los tres hijos de Arturo (Patricia, Arturo y Ricardo) se tuvieron que ir al colegio en
bicicleta. Jirón aceleró su Fiat 125 y llegó a Morandé cerca de las ocho de la mañana. A tan buena hora, que
pudo estacionar su auto en el garage de La Moneda.
A propósito, entre la infinidad de cosas raras que sucedieron esa mañana en aquel caserón
presidencial, hubo una realmente misteriosa, relacionada directamente con el auto del doctor Jirón: apareció
en el interior de La Moneda, en pleno Patio de los Naranjos. Totalmente acribillado a balazos, pero en
servicio activo. Dieciséis años más tarde, nadie todavía arriesga una explicación racional. ¿Quién, y por qué,
pudo sacarlo del garage, dar una vuelta a la manzana y entrar con él a La Moneda (probablemente por el
portón de Teatinos, que de ninguna manera era fácil abrir)?
Además, ese auto fue objeto de una investigación especial, no por aquel tránsito tan misterioso sino
por su marca y modelo: Fiat 125. De los mismos que usaba Chicho Allende. Por tanto "tenía" que haber sido
regalado por la Payita. En los primeros interrogatorios a que fue sometido, Jirón explicó:
—Cuando vuelvan a registrar mi casa, fíjense en el cajón de la derecha de mi escritorio: ahí están las
letras que he ido pagando por mi autito.
Con el Fiat del Negro Jorquera pasó otra "película", pero no tan misteriosa; no obstante que también
era un Fiat, pero de modelo más antiguo: 1.500, indigno de un funcionario de confianza del Presidente de la
República y, además, adquirido por el periodista durante el gobierno de Frei. Ese auto quedó en medio de la
calle Morandé, frente a la puerta de madera de La Moneda, con las puertas sin cerrar, porque no hubo tiempo
ni para eso. Apareció después en uno de los estacionamientos del Ministerio de Defensa.
Hay que aclarar que ambos automóviles fueron devueltos alas correspondientes familias, en elocuente
demostración de respeto por la propiedad privada. Es que ninguno de los dos era oficial.
Por lo tanto, no hay nada que alegar, quedando pendiente sólo el enigma de ese Fiat de Jirón en el
Patio de los Naranjos.
Cuando Arturo Jirón llegó a la Secretaría Privada, ya estaba el Presidente y un grupo de sus
colaboradores. Entre ellos, el Perro Olivares, con quien Jirón había tenido un entrevero, horas antes, en
Tomás Moro. Le había dado un par de mates en el ajedrez, lo cual encerraba cierta gravedad porque, aunque
ambos coincidían en sus adhesiones personales a Chicho Allende, discrepaban abiertamente en un punto
muy delicado: Jirón es fanático de la "U" y el Perro era enfermo de colocolino.
Otro punto en que coincidían era en que ninguno de los dos era militante de la Unidad Popular. Con
confiar en el Chicho Allende ya era suficiente.
Tampoco lo fue el Negro Jorquera. Los tres eran técnicamente independientes, lo cual si no representó
ninguna posición envidiable durante el Gobierno, menos lo significó después. Porque así resultó más
cómodo atribuirles las peores militancias.
En cualquier caso, lo anterior resultaba irrelevante teniendo en cuenta que, como buenos "chichistas",
ninguna adhesión partidaria les hubiera impedido aquilatar sin tapujos las grandezas y flaquezas de la UP y
de cualquiera de sus conductores.
Dirigentes de varios partidos que apoyaban al gobierno estuvieron en La Moneda esa mañana. Se
enteraron de las últimas novedades y se dirigieron a tomar las medidas de emergencia.
Hasta media mañana, todavía había quienes pensaban que el epicentro del problema estaba radicado
en la sublevación de la Marina. Pero, la mayoría de los congregados en torno a Chicho Allende estaba
claramente convencida de que el asunto era mucho más grave: era el golpe militar, uso y llano. A esa
convicción habían llegado la víspera; es decir, en la noche del día en que el Presidente había decidido
postergar el plebiscito.
Esa mañana (lunes 10) habían madrugado los camiones del Canal 7. Ya estaban instalados en
Morandé, preparándose para transmitir a todo el país, y al resto del mundo, el discurso del Presidente
convocando a plebiscito. El Perro Olivares había tomado las medidas en la noche del domingo. En los
archivos del Canal de televisión estatal aún debería estar registrada la orden administrativa para la
movilización de ese equipo de transmisión. Así se había acordado en la tarde del domingo 9. Y el Perro
Olivares y el Negro Jorquera se llevaron una tremenda sorpresa cuando el Presidente, cerca del mediodía de
aquel lunes, decidió que mejor se devolvieran los camiones, ya que había postergado el discurso para el

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

miércoles 12, acogiendo un "consejo" de algunos uniformados de altísimos grados en quienes confiaba
porque le habían jurado lealtad.
Ese es un capítulo que ya está registrado en los archivos de la Historia.
En fin, regresando mentalmente, en la medida de lo posible, a los comienzos de la mañana del golpe,
podría decirse que, claro, siempre queda una migaja de duda flotando por ahí, en el fondo de ese optimismo
que tiene que abrigar todo ser humano, y civilizado, si quiere seguir viviendo. En el caso particular del
Negro Jorquera, por ejemplo, si alguna pizca de aquello le quedaba, desapareció definitivamente cuando
escuchó al Director General de Carabineros, José María Sepúlveda, hablar por teléfono con su subordinado,
el general Mendoza. La conversación fue por el teléfono del Negro y el general Sepúlveda habló
semirrecostado sobre su escritorio.
Hasta ese momento sólo se escuchaban balazos esporádicos, porque La Moneda continuaba rodeada
por carabineros.
Cuando éstos empezaron a retirarse, el General Sepúlveda se cuadró ante el Presidente y le dijo:
—Yo no lo abandono, Presidente. Yo seguiré a su lado y lo mismo hará mi ayudante.
Y el mayor también se cuadró.
Eso fue en el Patio de Invierno, bajo su techo de vidrio que todavía no recibía ningún rocket. Chicho
tenía un afecto especial por el Director de Carabineros. Ambos, además, eran hermanos en la masonería.
El Presidente agradeció el gesto, pero le insistió en que sena más útil para el país que conservara la
vida, como un testimonio invalorable de lo que estaba sucediendo y de lo que se veía venir. Ambos se
abrazaron.
El General Sepúlveda también abrazó a Jorquera y le dijo:
—Tenemos que volver a ver jugar a la "U", Negrito.
Pero eso fue después de que el Presidente se despidiera de los "trabajadores de mi patria":
especialmente de "la modesta mujer de nuestra tierra, de la campesina que creyó en nosotros, de la obrera
que trabajó más, de la madre que supo de nuestra preocupación por los niños", de los profesionales patriotas,
de los jóvenes "que cantaron, entregaron su alegría y su espíritu de lucha y del hombre de Chile, el obrero, el
campesino, el intelectual, aquellos que serán perseguidos".
Y después, también, de la última reunión con sus colaboradores, en el Gran Comedor.
René Largo Farías, en su libro Vivencias, la relata así:
—El compañero Presidente, enhiesto como un roble, firme, sereno, con casco militar y metralleta al
brazo, reúne a 50 ó 60 civiles y nos dice: "Los que no tengan cómo defenderse, deben irse... Ordeno a las
compañeras que abandonen La Moneda. Quiero que se vayan... Yo no me voy a rendir, pero no quiero que el
de ustedes sea un sacrificio estéril. ¡Ellos tienen la fuerza! Las revoluciones no se hacen con cobardes a la
cabeza, por eso me quedo. ¡Los demás deben irse! Yo no voy a renunciar. A todos les agradezco su
adhesión. Los hombres que quieran ayudarme a luchar que se queden; los que no tengan armas deben irse"...
Allá estaban casi todos sus ministros, gran parte de la guardia personal, algunos médicos, funcionarios, y un
muchacho veinteañero, Osvaldo Puccio, hijo del Secretario Privado del Presidente, al que vimos nacer y
crecer durante cuatro campañas presidenciales del doctor Allende. Sólo atino a estrechar fuertemente su
mano y a desordenarle su cabello rubio.
Entre el llamado personal civil, había nueve mujeres y trece médicos, además de abogados,
periodistas, economistas, sociólogos, ingenieros, escritores, artistas, etc. Y diecisiete detectives, dirigidos por
el inspector Juan Seoane.
Chicho tuvo que extremar su poder de persuasión para conseguir que las mujeres acataran su orden.
No todas lo hicieron. Estaban dos de sus hijas: Tati e Isabel, tres periodistas (Verónica Ahumada, Frida
Modak y Cecilia Tormo), Nancy Julien (esposa de Jaime Barrios, gerente del Banco Central), la Payita y
Carmen, enfermera profesional que integraba el equipo médico de primeros auxilios. Y después, a muy
pocos minutos de que empezaran a caer los rockets, apareció Marcia (dicen que está viva, en el extranjero;
por lo tanto, preferible sería no preocuparse mucho por su apellido, por el momento), funcionaria de la

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

Subsecretaría del Interior, que se escondió tras las cortinas para aparecer decidida a morir junto con los
demás. Y ya no se podía salir de La Moneda. Marcia estaba embarazada. Ojalá haya podido tener su criatura.
Tati también estaba embarazada. Y de ocho meses. El Presidente apeló a ese nuevo nieto para
convencer a su hija. Ni Tati ni Isabel querían salir. Hubo discusiones entre padre e hijas, en las cuales
también intervinieron de soslayo algunos compañeros que las instaban a que se fueran rápidamente, porque
ya los minutos se estaban acabando.
—¡Cállate, Negro de mierda!
Fue la última frase que Tati le dijo al Negro Jorquera. Por intruso, por encontrarle razón al Presidente.
Luego: un abrazo muy apretado.
Chicho las besó a ambas y las siguió con una mirada que era todo un legado histórico.
¡Y el beso final de Nancy Julien con Jaime Barrios, su esposo! Esos segundos valieron por el amor de
una vida entera.
Tati, Isabel, Nancy, Verónica, Cecilia y Frida salieron por Morandé 80. Con muchas dificultades
lograron avanzar los me—, tros necesarios, por calle Moneda, hasta conseguir refugiarse en uno de los
diarios que en esos días hacía furibunda oposición al gobierno: La Prensa, de la Democracia Cristiana.
Posteriormente, las seis fueron exiliadas y la vida siguió barajando su naipe. Chicho, en seguida, volvió a su
despacho. Las balas se habían multiplicado y entraban por las ventanas de los dos pisos. Decidió, entonces,
repetir su recorrido por el área de la Presidencia, para reconfortar a los compañeros. Se supone que eso es lo
que deben hacer los generales. Por lo menos, así lo aseguran los relatos históricos que subrayan los textos.
Cuando iniciaba su recorrido por el pasillo del segundo piso, rumbo hacia la Secretaría de Prensa, uno
de los integrantes del GAP, Carlos Alamos, el Viejo Ge decían así porque era el mayor de todos), se asomó
por el pasillo y le gritó al Negro Jorquera:
—Negro, te encargo al Presidente.
Como encargo no tenía nada de placentero: consistía en avanzar delante del Chicho y colocarse en las
ventanas, a fin de que, si llegaban balas... bueno, no le dieran al Presidente.
E inmediatamente brotó un chiste:
—Sería el colmo que hicieran blanco en un negro.
Y Osvaldo Puccio, que era rubio, también asumió esa tarea. Con "cero falta". Ese recorrido
presidencial se cumplió sin que nadie resultara lastimado.
Pero ya empezaba a faltar el aire. Porque las lacrimógenas, los gases que despiden las bombas de los
tanques y otros artefactos bélicos hacen añorar el smog natural de Santiago.
Hubo que bajar al primer piso. Ahí, en la oficina vecina a la Intendencia de Palacio, se había
improvisado la "clínica de primeros auxilios". No faltó el gracioso que preguntara, poniendo cara de
inocente:
—Si esto es para los primeros auxilios, ¿dónde tenemos que ir para los "segundos"?
Al retirarse Tati, los trece médicos quedaron reducidos a una docena: Arturo Jirón, Cacho Soto,
Enrique París, Coco Paredes, Patricio (Pachy) Guijón, Pollo Ruiz, Pato Arroyo, Víctor Hugo Oñate, Danilo
Bartulin, Jorge Klein, Santiago Pincheira y Alejandro Cuevas.
Además de Carmen, la enfermera. Y así como el drama destrozó hogares y abatió amores, inauguró
también un romance entre Carmen y el doctor Oñate. Dieciséis años después, conforman un matrimonio muy
bien avenido. Hasta una tragedia como la de La Moneda tuvo, pues, su toque de romanticismo y de la mejor
calidad.
También se quedaron hombres de gobierno, como Fernando Flores, Daniel Vergara, Cheno Poupin
(asesor jurídico del Presidente), Claudio Jimeno, que era sociólogo, y Enrique Huerta, que tenía que soportar
muchas bromas por el nombre tan pomposo del cargo que ocupaba: Intendente de Palacio.

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

Y los hermanos Tohá (José y Jaime), amigos hasta el final del Chicho, el Pibe Aníbal Palma y
Clodomiro Almeyda, quien prácticamente venía bajándose del avión después de representar al Gobierno en
la Conferencia de los No Alineados, en Argel.
Preferible curarse en salud y decirlo de una vez, antes de que lo resalten los malintencionados:
efectivamente, en La Moneda es probable que fueran todos los que estaban, pero es seguro que no estaban
todos los que debían estar.
Podría decirse que buena parte de los que se quedaron con Chicho Allende eran partidarios de una
salida política a la situación del país, al punto de considerar positiva la convocatoria a plebiscito. El asunto
era impedir, más que la guerra civil —que era imposible— la masacre, que era lo que estaba en puerta. El
Flaco Tohá fue uno de ellos y, a riesgo de recibir el calificativo de socialdemócrata, se fue a La Moneda, sin
ser ya, a esas alturas, funcionario de Gobierno ni tampoco responsable de la conducción de ningún partido.
Algo parecido había sucedido con Raúl Ampuero cuando se produjo el "tanquetazo" del 29 de junio.
El Negro Jorquera puede contarlo:
—Llegué a medio vestir a Tomás Moro. Sin embargo, antes que yo había llegado Raúl Ampuero, uno
de los tradicionales rivales de Chicho en el PS. Para peor, Ampuero había fundado un partido independiente
(la Usopo), por lo cual no tenía para qué haberse levantado tan temprano. Además, no recuerdo habérselo
preguntado pero me tinca que ésa era la primera vez que pisaba la casa donde vivía el Presidente Allende. Y
ahí estaba, sin alardear de nada, dispuesto a hacer lo que pudiera o se le pidiera para defender al gobierno.
Cuando le conté a Chicho que Ampue— ro estaba en el salón de entrada, el Presidente se sobresaltó, pero de
emoción. Me dijo algo así como: "Si todos fueran como Raúl Ampuero, otro gallo nos cantaría". Y salió a
darle un abrazo de reconocimiento.
Continúa recordando el Negro Jorquera:
—El último civil en abandonar La Moneda fue Juan Enrique Garcés. El Presidente se lo ordenó,
insistiéndole en que tenía la obligación de escribir la verdad que él había conocido acerca del Gobierno. A
Garcés parece que le había asomado esa sangre torera que lubrica el espíritu de todo buen español, porque
tenía la intención de quedarse hasta el final. Estuvo en un tris de lograrlo y para siempre: porque, luego de
los abrazos de despedida, se dirigió a la puerta principal, la de la calle Moneda. Cuando estaba a punto de
llegar a ella, nos dimos cuenta de que llevaba un portafolios negro. Le gritamos, desesperados, y Juan
Enrique se detuvo. Corrí hasta donde él y le quité el portadocu—mentos. Creo haberle dicho algo parecido a:
"Español huevón, ¿no te dijeron que salieras sin nada en las manos? ¿Querís que te maten apenas te asomes?
Chicho dice que salgas con las manos en alto. Y pon tu mejor cara de inocente".
En cuanto al Flaco y Jaime Tohá, Cloro Almeyda y el Pibe Palma, fueron a ubicarse por los lados de
la Cancillería. Detrás de ellos llegó corriendo el viejo Adolfo Silva, fotógrafo de la OIR (la Oficina de
Informaciones del gobierno), que anduvo reclamando un rato largo porque nadie le pasaba una metralleta
para combatir. Al final, no encontró nada mejor que hacerme cargos a mí, alegando que él era un viejo
cuadro del Partido Socialista y que, por sobre cualquier otra consideración, era totalmente leal al Compañero
Allende. Felizmente me hizo caso y alcanzó a juntarse con los hermanos Tohá, Cloro y el Pibe. Ya venían
los rockets y consiguieron refugio en un sótano de la Cancillería. Fueron a dar a la Isla Dawson.
—El primer rocket me pilló en el segundo piso, en la oficina de Osvaldo Puccio —sigue recordando el
Negro—, donde creía que podía conectarme por citófono con el garage, a fin de que le permitieran a Marcia
rescatar mi auto. En el fondo, era un pretexto que habíamos inventado para convencerla de que tenía una
misión que cumplir y abandonara, por fin, La Moneda. No alcancé a discar cuando cayó el primero, por una
ventana de la Secretaría Privada, me parece, o por el Patio de Invierno, lo cual para el caso daba lo mismo.
El remezón nos botó al suelo y con Marcia rodamos hasta el fondo de la pieza. Tomaditos de las manos,
como en un vals peruano, bajamos de un round al sótano. En una piececita muy estrecha, tanto que apenas
cabíamos sentados frente a frente, esperamos el resto de los rockets. Yo quedé al frente de Chicho, pierna
con pierna. Muy mal debo haberme visto cuando el Presidente, golpeándome en una pierna, me preguntó:
—Nosotros no tenemos miedo, ¿no, Negro?
—Miedo no, Presidente... ¡lo que tengo es susto: estoy cagado de susto!
El Chicho se sonrió... tal vez creyendo que era broma.

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

Es evidente que no todo sucedió al mismo tiempo, pero también es cierto que, por lo menos a mí, me
cuesta mucho precisar si algunos hechos ocurrieron antes o después que otros.
Sea como fuere, el caso es que no nos íbamos a quedar para siempre en ese rinconcito del sótano.
Empezamos a movernos, unos por aquí, otros por allá. Ya La Moneda era un infierno... es decir, si el infierno
es así, entonces hay que comenzar inmediatamente a hacer méritos para conseguirse un cupo en el cielo.
Porque... bueno, otra dosis de rockets recuerdo haberla recibido en una pieza vecina, al lado de
Enrique París. Nos abrazamos y así, abrazados, seguimos esperando que continuara el bombardeo. No de
valientes, por supuesto, sino porque no teníamos otra parte adonde ir ni nada más que hacer. Aunque, para
ser lo más fiel posible a la verdad, sí tuvimos algo que hacer: cantar. Y cantamos los dos. Nos salió lo
"jotoso": el virus de las Juventudes Comunistas que, para mí, era un pasado, pero que era muy presente para
Enrique. Y a todo lo que dimos interpretamos a dúo aquello de: "Cantemos, mi fiel compañera. Tu voz y mi
voz y otras mil, serán la invencible bandera de nuestra legión juvenil". .. Es verdad que así fue. ¿De miedo,
de rabia, de impotencia, de locura? Me gustaría dejarlo en "locura". En esos instantes nos volvimos locos.
¡Claro, pero como los de Astor Piazzolla: "los locos que inventaron el amor"! Poco después de eso debe
haber sido cuando se pierde el Chicho, por un lado, y el Perro, por el otro. Al Chicho lo encuentra Arturo
Jirón y yo al Perro.
Cuento lo mío primero, porque es lo que más me cuesta, a pesar de que ya lo conté una vez en el
extranjero, durante mi exilio:
—Fui a tomar agua en una llave de lavaplatos, que estaba pegado a la cocina. La cosa más rara: en ese
pandemónium percibí un ruido que, siendo profundo, sobresalía de los demás. Abrí la puerta de una de las
piezas del lado de Morandé y ahí encontré al Perro. Sentado, con su pistola—ametralladora entre las piernas
y agonizando... No puedo dejar de precisar que, en la mañana, antes de que Chicho dijera su discurso final
por teléfono, el Perro me hizo un gesto disimulado y me sacó del despacho presidencial para llevarme a una
salita de espera. El ya tenía su arma y yo mi revólver Colt—38, que me había regalado Osvaldo Puccio, al
comenzar el gobierno. El Perro me concretó, en palabras, lo que hasta entonces había sido una especie de
acuerdo tácito entre ambos: "Mi hermano, la última bala de esta pistola será para ti y quiero que tú hagas lo
mismo conmigo con la última de tu revólver".
Poco tiempo después, cuando se encontraba asilada en una embajada, Payita dio una entrevista a un
periódico, que fue difundida en muchos países; afirma, textualmente:
—Escuchamos los gritos de Carlos Jorquera diciendo que Augusto Olivares Becerra estaba herido. El
Presidente envía inmediatamente a atenderlo a los doctores Soto y Jirón y corre hacia donde estaba Augusto.
Voy con él. Nunca se me olvidará su cara de angustia y tristeza al ver sin vida al amigo querido [... ] En esa
situación, Carlos Jorquera, que lloraba la muerte de Olivares, dándose cuenta de los sentimientos que
embargaban al Doctor, se rehizo y, abrazándolo, le dio excusas por su flaqueza: "Perdóneme, Presidente. Mis
penas no son nada comparadas con las suyas, pero recuerde: Augusto no era para mí un amigo sino un
hermano..."
Jirón y Soto trataron de tender al Perro en el suelo, para poder aplicarle mejor un tratamiento
desesperado. En los brazos de Arturo Jirón expiró el Perro Olivares.
Pocos médicos habrán trabajado tanto en una mañana como Arturo Jirón en esas horas en La Moneda.
Entre tantas actividades, le tocó ubicar al Chicho cuando se había escurrido hacia el segundo piso.
El Presidente estaba tendido en el suelo, disparando con su metralleta por una ventana que daba hacia
la Plaza de la Constitución. Jirón tuvo que tenderse también y tomar al Chicho por los pies y empezar a
retirarlo de ese lugar por el que entraba un vendaval de balas.
El Presidente gritó, sin volver la cara:
—¡Déjame, huevón de mierda! ¡Déjame!
Luego miró hacia quien lo estaba tironeando con tanta decisión:
—¡Ah, eres tú, Jironcito!
Y ambos fueron retrocediendo sin levantarse del piso, hasta que llegaron al pasillo, que ya estaba
envuelto en llamas. Momentos después, tuvieron que volver a tenderse. Esta vez, bajo la mesa del comedor,
que era la única forma de poder dialogar.
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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

—Tenía su fusil consigo y, cuando lo toqué, casi me quemé con el cañón ardiente— recuerda Osvaldo
Puccio, en su libro.
Ahí, bajo la mesa, Chicho acogió la idea de que fuera una delegación a conversar con la Junta Militar:
Osvaldo Puccio, Fernando Flores y Daniel Vergara. El general Baeza envió un vehículo que los transportó
hasta el Ministerio de Defensa. Con ellos fue también Osvaldito Puccio, el menor de todos los presentes. Los
veintiún años los cumplió en la Isla Dawson.
Esa mañana se comprobó, una vez más, que es absolutamente cierto que las malas noticias siempre se
las arreglan para filtrarse por los lugares más herméticos. Así sucedió con el inicio de la represión en las
poblaciones marginales de Santiago. La masacre, que desde los primeros días Chicho Allende temiera, ya
comenzaba a extender sus tentáculos sangrientos por los sectores más desposeídos. Eso —y su decisión
profunda de preservar la vida de sus compañeros— fueron los motivos principales que movieron a Chicho a
aceptar el envío de tal delegación. Y además la convicción serena de que ya no había la menor posibilidad de
ubicar otro punto, en Santiago o en el resto de Chile, para emplazar desde él un frente de defensa del
gobierno.
Porque, bajo las bombas, se diseñó un plan de salida de La Moneda que estuvo a punto de aplicarse.
En el último momento, Chicho lo desestimó; pero casi comienza a ejecutarlo. Lo único que se puede
asegurar, sin temor a equivocarse, es que, por angas o por mangas, la Historia hubiera sido distinta. Con un
alto riesgo de haber desmejorado la imagen de Chicho Allende ante el país y el mundo y, sobre todo, ante las
generaciones que le sucedieron.
La idea primitiva surgió de una experiencia que vivieran Jaime Barrios y Nancy Julien, en la mañana
del "tanquetazo". No podían llegar hasta Morandé, porque los carabineros acordonaron el sector. Entonces,
se metieron por la Caja de Amortización (Bandera, entre Moneda y Alameda) y, por escaleras extrañas,
estacionamientos, ascensores de servicio, en fin, por pasajes muy poco conocidos, lograron llegar al
Ministerio de Obras Públicas, luego al garage de La Moneda y de ahí pudieron cruzar Morandé sin
problemas.
Se trataba, en síntesis, de hacer el mismo recorrido pero en sentido inverso. Claro que en condiciones
muy distintas. El objetivo era que el Presidente pudiera desembocar en calle Bandera, para dirigirse a
conducir la resistencia en alguna de las poblaciones más combativas y, por ende, más combatidas. Para
cruzar Morandé e internarse en el garage, se requería de dos filas de compañeros que sirvieran de "alameda"
humana, en medio de la cual Chicho trataría de atravesar la calle, que no es muy ancha.
El par de filas alcanzó a formarse, frente a la puerta de Morandé 80. Tanto que se le descorrió el
cerrojo de fierro a esa puerta de madera. Y así quedó hasta el final, de modo que los primeros soldados que
entraron no necesitaron echarla abajo. Bastó con la primera patada.
El Negro Jorquera asume la responsabilidad de recordar ese episodio:
—Fue después de que encontrara al Perro agonizando... Quedé como un autómata, sin voluntad. Lo
que los viejos periodistas llamamos un zombie. Me dijeron que me formara en una fila y me formé. No
estaba en condiciones de discernir. Pero sí tengo muy vivo el recuerdo de la impresión que me llevé cuando
vi que a mi lado derecho estaba el Presidente. Le pregunté de qué se trataba. Me golpeó cariñosamente la
espalda y algo me comenzó a explicar. Pero, desde atrás, algunos compañeros —especialmente el doctor
Bartulin y Jaime Barrios— me gritaban: "Déjalo, Negro, déjalo". No sé de dónde saqué fuerzas para
oponerme y convencer al Presidente de que eso era una locura. Volví a tutearlo, como en los viejos tiempos:
—No, Chicho, no, por favor. Te van a matar en la calle y va a parecer como si te fueras arrancando...
Ante la Historia vas a quedar como un comemierda. Y tú no eres así. No, Chicho, por favor: aquí hay que
morir.
Y al Presidente se le llenaron los ojos de lágrimas y me dio un abrazo muy fuerte, diciendo:
—El Negro tiene razón. Es aquí donde hay que morir, aquí tiene sentido histórico.
Y me volvió a abrazar y subió corriendo por la escalera de piedra al segundo piso, seguido por la
mayoría de los compañeros. Un grupito de tres o cuatro nos demoramos. Recuerdo, de paso, que el suelo
estaba lleno de agua, como si una acequia se hubiera desbordado. Ya más repuestos, dos o tres compañeros
empezamos a subir por esa escala de piedra, pero sólo alcanzamos a llegar al primer descanso. Por una
ventana entraba una cortina de balas. Y, al rato, apareció Coco Paredes ordenando "Alto el fuego", orden
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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

ociosa para nosotros, que ya no teníamos ni cigarrillos. Otro ratito después, entraron los soldados con
miradas y gestos de drogados y dispuestos a balear a todo lo que se moviera. Fuimos de los primeros en ser
sacados de La Moneda, a patadas y culatazos. En la vereda, nos tumbaron en el suelo; entre las primeras
órdenes que tuvimos que cumplir, recuerdo la de tener que quitarnos el trapo blanco que cada uno de
nosotros llevaba en el brazo derecho. Tuvimos que hacerlo con los dientes, porque no podíamos mover las
manos desde detrás de la nuca, mientras los soldados nos sacaban la madre y nos "aconsejaban":
—Llora tus penas, huevón, llora tus penas.
No sé, parece que se trataba de una frase sacramental, porque todos los uniformados la repetían. Con
una "gallardía" propia de guerreros triunfantes.
Y con nosotros se entretuvieron harto. Nos botaron en la vereda, después hubo que ponerse de pie,
como si nos fueran a fusilar y, de hecho, sonaron sus buenos tiros. Luego, botarse en la calle, nuevamente, y
entonces a un "estratega" no se le ocurrió nada mejor que ordenar a uno de los tanques que nos pasara por
encima. Y el maldito tanque, por lo menos el que tenía más cerca de mí, empezó a avanzar lentamente. Es
decir, yo creo haberlo visto como que avanzaba. Seguramente, otro, más racional, anuló la orden. De todas
maneras, pasaban helicópteros jugando al tiro al blanco con nosotros. Luego, nos cruzaron a la vereda del
frente y llegaron los camiones en los que se llevaron a los compañeros... y de ellos nunca más se ha sabido,
hasta el día de hoy.
Los técnicos en derechos humanos han tenido tanto trabajo durante los últimos dieciséis años que no
les ha quedado tiempo para insistir en un derecho que, de puro humano que es, no ocupa un lugar destacado
en el repertorio de barbaridades: el derecho a enterrar sus propios muertos.
No hay ninguna legislación en el mundo, ni escrita ni consuetudinaria, que se haya puesto en el caso
de que este derecho sea violado. Teólogos de mucha experiencia han escarbado en todas las religiones a ver
si detectan algún episodio o algún precepto que pudiera servir, aunque fuera de sofisticada explicación, para
maquillar un hecho de esta naturaleza. Claro: es algo tan consubstancial al ser humano que, hasta el 11 de
septiembre de 1973, no había sido necesario consagrarlo de manera explícita. Porque cuando terminan las
guerras —las grandes, las medianas y las chicas— los contendientes se devuelven los muertos. Cuando no
pueden hacerlo, dicen dónde están enterrados. Fidel Castro devolvió los cadáveres de Playa Girón, Estados
Unidos recuperó sus muertos en Vietnam. Y así ha sido siempre, desde que el hombre inventara las guerras.
En el caso de quienes estuvieron con Chicho Allende en La Moneda resulta más inconcebible todavía,
si se considera que, dieciséis años después, la explicación oficial es que se trataba de una "guerra civil
larvada"... ¡Menos mal que era "larvada"!
¿Algún día se podrá saber qué pasó con esos chilenos, dónde los enterraron... si es que los sepultaron?
Porque los seres humanos desaparecidos no son pasado. Son presente. Y seguirán siendo futuro, en la
medida que no se sepa la verdad respecto de ellos.
Arturo Jirón empieza a deshilvanar sus recuerdos con una sentencia:
—El Chicho nos salvó la vida.
Jirón cuenta cómo Chicho impartió las últimas órdenes, en el segundo piso: bajar sin nada en las
manos, "que la Payita baje primero. Yo me quedo para el último".
Pero antes: un minuto de silencio en homenaje al Perro Olivares.
Comienza el descenso, encabezado por Payita, Coco Paredes y Cacho Soto. Los cuatro últimos eran
los doctores Jirón y Guijón, Enrique Huerta (Intendente de Palacio) y el Presidente.
Por todas partes: balas, llamas, humo, gases.
Cuando ya quedaban los tres últimos compañeros, Chicho se mete en la antesala del comedor. Jirón
recuerda que, en ese instante, Pachi Guijón se devuelve para llevarse, de recuerdo, la máscara antigases
("Para que mis hijos sepan que estuve presente en este momento histórico"). Entre los disparos que colman
ese pequeño mundo, hay uno que los detiene: Chicho.
Corren ambos doctores y Enrique Huerta grita con todas las fuerzas que le iban quedando:
—El Chicho no morirá nunca. ¡Viva el Chicho, mierda!

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Carlos Jorquera Tolosa El Chicho Allende

Y toma la metralleta para continuar el combate. Jirón y Guijón alcanzan a quitársela de las manos,
porque ya los uniformados estaban ahí, disparando a diestra y siniestra.
El Negro Jorquera finaliza la crónica:
—Desde el suelo, en calle Morandé, alcancé a ver a los soldados cuando sacaban un bulto envuelto en
uno de los chamantos del Chicho. Lo metieron en un vehículo que estaba parado frente a la puerta. Dijeron
que era el cuerpo de Salvador Allende. Seguramente: pero ya daba lo mismo. Lo que llevaban era un
cadáver, no un muerto.
Neruda lo dijo, tres días después: es un "cadáver inmortal".

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