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Tal vez la parábola que más desconcertó a todos fue la de la semilla de mostaza
(Mc 4,31-32). Todos esperaban la llegada de Dios como algo grande y poderoso;
la conocida imagen de Ezequiel hablaba de un «cedro magnífico» plantado en
«una montaña elevada y excelsa» que «echaría ramaje y produciría fruto» (Ez
17,22-23); para Jesús, la verdadera metáfora del reino no es el cedro, sino la
mostaza, que sugiere algo débil, insignificante y pequeño. Para contagiarles su
confianza total en la acción de Dios les propone como ejemplo lo que sucede
con la semilla que el labrador siembra en su tierra (Mc 4,26-29); lo realmente
importante no es lo que hace el labrador; todo sucede sin que sembrador haya
tenido que intervenir. El crecimiento de la vida es siempre una bendición de
Dios. La cosecha va más allá del esfuerzo que puedan hacer los campesinos; de
la misma forma, el reino de Dios es un regalo suyo inmensamente superior a los
trabajos y afanes humanos. No hay que impacientarse por falta de resultados
inmediatos. Jesús está sembrando; Dios está ya haciendo crecer la vida; la
cosecha llegará con seguridad. El reino de Dios es como la primavera; no hay
frutos todavía, pero las ramas de las higueras y las hojas comienzan a brotar (Mc
13,28).
Igualmente, la escena de la madre de familia que prepara de madrugada el pan;
la levadura que pone en la masa fresca la hace fermentar (Lc 13,20-21; Mt
13,33). La levadura es símbolo y metáfora de la fuerza que tiene el mal para
corromperlo todo. El pan ácimo, sin fermentar, era símbolo de lo puro y lo
santo; por tanto, no se podía ofrecer a Dios nada fermentado. Por eso surge la
pregunta: ¿cómo puede comparar Jesús el reino de Dios con un pedazo de
levadura? ¿Acaso Dios mismo contradice los esquemas tradicionales de lo santo
y lo puro?