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SUNDAY, NOVEMBER 18, 2007

Una conversación con Geertz en Marruecos


El año 2005, cuando entré a estudiar antropología en una perdida universidad de un país
lejano (Chile) tuve la suerte de conocer a don Clifford Geertz. Ese mismo año, él comenzó a
predecir su muerte. Había estado trabajando en cuanto lugar le fuese posible, y antes de morir
deseaba volver a visitar algunos. Cuando me enteré que su edad le estaba pasando la cuenta,
escribí una carta que rogué pudiera llegar a su destino: solicitaba, necesitaba, me urgía una
entrevista con tal personaje. Me llegó la respuesta casi entrando el 2006 de su puño y letra,
comunicándome sobre un último viaje que pensaba realizar a Marruecos, en la ciudad de
Chefchaouen y que si deseba tanto conversar con él, viajara hasta allá y lo viera a la hora del té
en la plaza central. No fue necesario que insistiera: Robé en un cajero automático una cantidad
considerable de billetes con el rostro de Andrés Bello[1] y compré los pasajes en avión.
Una vez llegando seguí las indicaciones de la carta de don Clifford y encontré la plaza de
Outa Hammanm que él me había señalado. Era un lugar realmente cautivante: Calles pequeñas,
angostas y con aspecto de ciudadela de cuento. Un cuento, eso fue justamente lo que sentía vivir
y lo que narraría posteriormente.
Fui precavida y compré un poco de café y de té, además llené un termo de agua hervida y
caliente para poder conversar sin que se nos secaran las gargantas. Sabía que el señor Geertz no
iba a querer entrar a algún local, así que lo esperé sentada en una banca y con termo en mano. Él
no tardó en llegar.
Esa tarde tuve que adecuar mi cerebro al inglés, pero me es más fácil hablar sobre la
entrevista en español, así que si omito algún comentario importante, doy mis excusas de
antemano: el culpable fue el idioma. Don Clifford me saludó amigablemente y mostró unos vasos
de plástico que traía consigo. Se sirvió té y yo un café. Estábamos con ropas cómodas, por suerte
había un día templado y el sol no pegaba tan fuerte en los rostros. Noté que la plaza era bastante
concurrida sobre todo por adultos, que tenía varios asientos como el que nosotros ocupábamos
alrededor. Don Clifford se sacó su sombrero y dio a conocer su avanzada calvicie. “¿Por qué será
que todos esos exéntricos poetas toman café o dorgas más fuertes aún?”, me preguntó
observando mi vaso detenidamente...
Yo le había mostrado unas descripciones en versos que había hecho hacía un tiempo, le
había hablado sobre mi grupo de poetas y nuestras sesiones de hierba y cadáveres exquisitos, le
había mostrado mi interés por entender la hermenéutica de Dilthey y la de Heidegger, mis deseos
casi delirantes de hacer un estudio como el de Turner en Ndembu y de experiementar algún
trance con los alucinógenos de la tierra que habían en mi país. Él ya me lo había dicho antes, y
esa ocasión lo repitió: Ganaría más tiempo y experiencia estudiando la plaza donde estábamos
sentados que hablando con él. Tal vez tenía razón, pero con lo terca que soy, le expliqué que era
capaz de estudiar la plaza y a la vez escucharlo, y al menos lo intenté.
Entonces él se apoderó de la primera pregunta. Y sin saber a ciencia cierta cómo
responderle, comencé a sacar palabras al aire: Pensaba que estos seres que escribimos (aunque
sea de forma incipiente) necesitamos dotar de nuevos significados a los actos, los colores, los
tonos de voz, los sabores, las sensaciones... Si lográbamos escribirlo iba a ser como exhalar un
tumor por los dedos, si lográbamos que el resto del grupo hiciera distintas lecturas de éste
producto, tendríamos nuevas ideas sobre nuestras propias apreciaciones. Geertz asintió con la
cabeza. Y me dijo una idea como lo que sigue:
“No saber a ciencia cierta” no constituía una herejía dentro de la disciplina según sus
palabras. La antropología era un intento (subrayó esa palabra con su voz) de generar una ciencia
que está relacionada con el concepto de cultura. Claramente él me estaba pidiendo que
describiera, que interpretara una interpretación.
Debo confesar que cuando escuché esa última frase me vino un dolor de estómago casi
insoportable. Él me preguntó si me sentía bien y le di excusas que el café estaba muy caliente.
Pero no. Después de haberle preguntado por su salud y enterarme que al menos se sentía
estable no pude ocultarlo más: Le expliqué sobre un trabajo que hice en la costa de la ciudad
donde yo vivo (Valdivia, al sur de Chile) sobre las artesanías. Yo expliqué en mi introducción que si
el arte en sí era un modo de investigar la condición humana, la antropología del arte era una
interpretación de interpretaciones... Qué horrible es cuando nos damos cuenta que nuestra idea
fue mucho antes expuesta y por un antropólogo consagrado como el señor Geertz.
Él me dijo que no cayera en desesperación y que era esa la razón por la que me urgía
entrevistarlo me aseguró que tenía cosas más interesantes por compartir: Me dijo que durante su
viaje a Bali se logró dar cuenta que el único modo de poder entrar en un estudio más detallado
sobre las peleas de gallos fue sacarse su papel del distinguido antropólogo y no ocultar su
capacidad de asombro. No me aconsejó que me convirtiera en nativa de cada lugar donde vaya a
hacer etnografía, pero que abriera mi horizonte hacia los nuevos conocimientos y experiencia que
adquiriría en ese lugar. En la práctica hallaremos tal vez las beses para postulados nuevos.
“¿A qué nos invita Geertz?” le pregunté ya un poco más tranquila y sacando un reproductor
de mp3 de mi bolso. A aventurarse en etnografías, a conocer, a internarse en mundos diversos. Él
nos llamaba a creernos y crearnos la disciplina y no matarla: Los antropólogos hacen etnografía,
etnografía es descripción densa, es interpretación, es un abanico de posibilidades en la cual
nunca sabremos “a ciencia cierta” si es tal cual como lo enunciamos. Nuestra mochila de
conocimientos y prejuicios no es tan fácil de abandonar y sería iluso pensar que nuestras
interpretaciones no están marcadas en algún momento por estos previos.
Don Clifford sacó un cigarrillo y me ofreció uno, pero le expliqué que no me agradaba el
alquitrán ni el arsénico, así que no insistió. Yo saqué mis audífonos y le pedí que escuchara un
tema de un grupo chileno (Congreso). El tema se llamaba “Sur”, pero el título preferí dejarlo en
misterio. Lo observé mientras lo escuchaba y noté cómo su ceño se fruncía y su mandíbula se
contraía: “A veces Chile es hostil pero hermoso, es frío, está cargado de creencias que dominan a
los vivos...” Dijo al terminar de escuchar el tema. Claramente el tema que le presenté (a pesar de
ser instrumental) exclamaba con mucha fuerza el carácter sublime del sur de Chile. Sublime digo
porque nos causa admiración y a la vez miedo enfrentar una tormenta entre medio de una
vegetación espesa e imponente.
¿Qué era en ese entonces la plaza donde estábamos sentados? La verdad es que no logré
describirla bien. Me concentré más en nuestra conversación, en cuál era mi labor como
antropóloga (suena espantoso, lo sé, tal vez debería llamarlo así: la invitación que nos hace la
antropología. Si queremos la tomamos, sino, la transformamos.) Y la verdad es que la plaza me
interesaba poco[2]. Nos servimos otro té y otro café. Ya comenzaba a vaciarse un poco la plaza...
Geertz miraba al cielo y hablaba para sí en un inglés que apenas lograba comprender... “Moriré
pronto” dijo al fin. Otra vez el dolor de estómago. El pájaro del árbol se escondió por entre las
ramas y de pronto todo quedó en silencio. Él iba a morir pronto, ya lo decía su edad y su propia
boca; y yo testigo... ¿Cómo debía interpretar esas palabras? Sólo cruzaron como flecha, pasaron
sin filtro y no esperaron que mi cabeza lograra darles otro significado. Clifford Geertz moriría y tal
vez sería yo la última en entrevistarlo. Habría querido fotografiarlo (y habría mostrado aquí una
evidencia de ese momento), pero no creí que fuera apropiado pedirle una foto si él comenzaría a
hablar de su muerte (y de su vida).
Habló sobre su suerte y las oportunidades que tuvo desde pequeño de cambiar el cause
de su destino. Pudo estudiar, pudo perfeccionarse, y es más, hasta tuvo la oportunidad de hacer
clases, de transformar la antropología desde una ciencia rigurosa a una disciplina interpretativa.
Me dio a entender que aún era posible realizar etnografía y que había muchos temas que aún son
dejados de lado. Le di las gracias y no sólo por alentarme en un proyecto tal vez híbrido que aún
no tengo claro, sino que por haberme abierto parte de su entender y su sentir. Le regalé un libro
de Juan Emar, un escritor de mi país (mi favorito) del tiempo de las vanguardias. No le quise
explicar más, después de todo, la idea era que él mismo lo descubriera.
Nos despedimos. Me dijo que cuidara mi salud. Le dije que disfrute.
Yo me fui de Marruecos a los días siguientes, pues no tenía más dinero para permanecer
ahí. Tomé el avión y comencé a hacer memoria para captar algo de la inusual conversación.
La entrevista no la grabé, de hecho, tengo apuntes un poco vagos y el único escrito más o
menos claro que tengo para exponer las ideas que en ese momento se plantearon es este que
doy a conocer ahora en el 2007, a casi un año de su muerte. En nombre de esa tarde y de todo lo
que pasó por mi mente ese día, me prometí que no seguiría todo al pie de la letra como lo dijo
Geertz, sino que tomaría y reinventaría lo que creo que está a mi alcance de mejorar dentro de la
antropología.

[1] En Chile el billete con la cara de Andrés Bello es el de mayor valor. Valen casi 40 dólares cada
uno.
[2] En realidad no me interesaba en lo más mínimo, pero como sé que no todas las personas leen
los pies de página, me atrevo a decirlo en esta parte de la hoja. Mi propósito era describir la
entrevista, el contenido, las circunstnacias, el porqué... Bueno, usted ya lo leyó, ahora está
obligado a terminar de leer. Ya sabe que en ese momento la plaza no importaba, salvo el asiento
que nos soportaba y el pájaro que cotorreaba en un árbol cercano a nosotros y que a veces
lograba desviar nuestra atención.
PALABREADO POR ALEINADNNES LOS 7:11 AM

De Bali al posmodernismo: una entrevista con Clifford Geertz noviembre 2, 2006


Entrevista realizada por Silvia Hirsch y Pablo Wright, editada originalmente en la revista Publicar
Nº1

El profesor Clifford Geertz tiene una oficina con amplios ventanales en el Institute for Advanced
Study (Instituto para estudios avanzados) en Princeton, en el estado de Nueva Jersey. El Instituto
está rodeado de bosques y tiene la atmósfera propicia para reflexionar después de varias décadas
de trabajo de campo en Bali, Indonesia y Marruecos.Cuando Clifford Geertz publicó en 1973 una
compilación de ensayos titulada La interpretación de las culturas, no hubiera podido vislumbrar el
debate, la crítica y la polarización que traerían aparejadas sus nuevas ideas e interpretaciones. Si
bien Geertz ha sido criticado tanto por posmodernos como por quienes se dedican a la economía
política o a la lingüística, es indudable que sus publicaciones constituyen un gran aporte a la
antropología cultural, y que sus investigaciones de campo abordan una multiplicidad de temas que
van desde la agricultura y la ecología hasta la política, el nacionalismo y la religión, concentrando
su análisis en una lectura interpretativa semiótica de la cultura.La siguiente entrevista fue llevada a
cabo en noviembre de 1992. Intentamos concentrar numerosas preguntas y “traducir” las
opiniones del profesor Geertz, una tarea muy difícil. Nos interesaba conocer acerca de su
formación intelectual, sus reflexiones sobre el trabajo de campo y sus opiniones con respecto a las
críticas que se le hacen. En esta entrevista sintetizamos esto, dejando así un espacio para
escuchar al autor expresar su punto de vista.

- Para empezar, nos interesa saber cuál fue su formación intelectual y cómo influyó en usted haber
estudiado en Harvard.- Empecé la universidad en un college americano muy pequeño llamado
Antioch, que queda en Ohio, pero no estudié antropología. En realidad allí no se enseñaba
antropología, prácticamente no estudié ciencias sociales, sólo un poco de economía. Cuando
terminé de cursar las materias que tenía para elegir, empecé a estudiar filosofía, entonces me
gradué en filosofía y en inglés. Yo iba a seguir estudiando filosofía, pero un amigo me convenció
de que no era eso lo que yo quería hacer realmente. Quería algo más empírico y él conocía el
programa de relaciones sociales en Harvard.El programa de relaciones sociales había comenzado
hacía pocos años y éste combinaba antropología, psicología clínica, psicología social y sociología,
una combinación bastante inusual en los Estados Unidos, donde antropología es, por lo general,
antropología cultural, antropología física, lingüística y arqueología. Entonces me inscribí y fui. Y en
efecto tuvo una gran influencia en mí, no solamente porque recibí una educación distinta de la que
estaban recibiendo la mayoría de los antropólogos en esa época. Ahora es distinto, ese tipo de
formación es común, pero en aquel tiempo era muy poco tradicional. Entonces cursé algunas
materias de antropología.En Harvard también había un departamento de antropología tradicional,
pero yo aprendí mucha sociología y psicología social. Empero, más allá de eso, mi primer trabajo
de campo fue en Java, como parte de un proyecto organizado por Harvard y el MIT
(Massachussets Institute of Technology). Estuvo financiado por la Fundación Ford, en 1951. Siete
u ocho de nosotros fuimos a un pequeño pueblo en Java. No teníamos un marco teórico en
particular, lo que había era un ambiente intelectual, y eso tuvo un gran impacto en mí. Después
regresé, fui a Bali y realicé más trabajos de campo. Posteriormente volví a los Estados Unidos y
enseñé durante diez años en la Universidad de Chicago, que era un lugar muy distinto a Harvard;
en ese lugar empecé a pensar mucho más por mi cuenta. No era que en Harvard no pensara por
mí mismo, pero en Chicago empecé a generar mis propias ideas, acerca de la manera como
debía desarrollarse la antropología. Después de esos diez años vine acá. Y aquí he estado desde
entonces, hace veintidós años, en una situación en la cual soy el único antropólogo. Los demás
son economistas, científicos sociales, matemáticos, historiadores. De hecho estoy escribiendo un
libro titulado After the Fact, parte del libro, no su totalidad, es sobre esto. Un capítulo es sobre la
sucesión de los tres lugares que me formaron: Harvard en el programa de Relaciones Sociales, en
los años cincuenta, cómo era en ese tiempo y con esa forma experimental del trabajo
multidisciplinario novedoso en antropología; después en Chicago, donde había un gran fermento
intelectual y el desarrollo de la antropología simbólica e interpretativa (no creo que haya surgido
allí, pero creo que era el centro de eso) y algunos de mis colegas y yo le metimos el “cucharón” a
esos temas; después llegamos aquí en la época posmoderna y lidiamos con el mundo de una
manera más difusa. Es algo interesante, estos tres lugares son muy distintos, creo que la gente
fuera de los Estados Unidos no se da cuenta de lo diverso que es el sistema universitario
americano. Hace una gran diferencia dónde estudió uno. No tanto por el status social, eso
también tiene que ver, pero no es lo principal; el estudio de la antropología en las universidades
de Berkeley, Michigan, Chicago, Harvard o Princeton va a tener aspectos en común, pero también
diferencias.

- Cuando usted estaba en Harvard, ¿fueron importantes en su formación los antropólogos de la


época como Mead, Kroeber, Sapir?- Kroeber estaba en Berkeley, lo conocí un poco cuando se
había retirado. A Margaret Mead la conocí bastante, estaba en Nueva York, en la Universidad de
Columbia y en el American Museum of Natural History. En Harvard el director fue Clyde Kluckhon
en el Departamento de Relaciones Sociales. Pero hubo otras personas que influyeron en mí, en
particular mi directora de tesis, Cora Dubois, una de las primeras mujeres profesoras en Harvard.
Ella había hecho trabajo de campo antes de la guerra en el archipiélago oriental de Indonesia.
Creo que la gente que más me influyó en antropología fueron Cora Dubois y Clyde Kluckhon.
Trabajé muy cerca de Cora. Había también gente joven, que era prácticamente colega, cinco o
seisaños mayor que yo, pero ya estaba enseñando y éramos buenos amigos, como David
Schneider. Además, en otros campos había grandes nombres, el primer año que estuve allí fue
extraordinario, no creo que haya ocurrido desde entonces. Cursé cuatro materias introductorias:
Introducción a la Sociología con Talcott Parsons, Introducción a la Psicología Social con Gordon
Allport y también con Jerome Bruner, Introducción a la Psicología Clínica con Harry Murray –son
todos nombres famosos en sus campos pero ya están muertos casi todos– y también cursé
Antropología con Clyde. No duró mucho tiempo este periodo, fue una especie de cuerno de la
abundancia extraordinario. Cuando regresé ya no era así. Fue una educación fuera de lo común,
no creo que haya habido un grupo de catedráticos de este nivel en las ciencias sociales. También
estaban George Homans y Alex Inkeles.

- Realmente, su formación es distinta de la típica formación en antropología. Cuando usted fue a


hacer trabajo de campo ¿de qué manera le sirvióla formación de Harvard?- Creo que me sirvió de
una manera negativa. Había cosas que hubiera podido aprender en un departamento tradicional,
pero no me molesté en ellas, aunque después escribí sobre parentesco. Pero no estaba
preparado en los aspectos técnicos. Cuando estudiaba filosofía estaba interesado en visiones del
mundo, sistemas religiosos; entonces fui a Harvard y me interesé en religión como un sistema de
ideas en sociedades no occidentales. Después fui a Java, quería hacer un trabajo sobre la ética
weberiana, el equivalente a la ética protestante en el sureste asiático con la influencia del Islam.
Esa era mi propuesta de tesis doctoral, que finalmente versó sobre otro tema, aunque más tarde
escribiera un libro titulado Peddlars and Princes, que aborda esa problemática. Creo que dada mi
formación sociológica y psicológica (en vez de ser exclusivamente antropológica) tuve un
acercamiento más cualitativo al trabajo de campo. Mi mujer y yo vivimos dos años allí y
averiguamos todo lo que pudimos sobre prácticamente todo. En mi caso estaba particularmente
interesado en religión e investigué acerca del Islam y el hinduismo y su influencia en Java, y
también sobre religión folk. Aprendí indonesio y javanés, vivimos dos años en la casa de un
trabajador del ferrocarril en un pueblo, y hablé con ellos, registré lo que decían y después regresé
y escribí una tesis que se convirtió en un libro.

- ¿Considera usted que hacer trabajo de campo en otra cultura, en otro país, es aún importante
para la antropología y para la definición de la disciplina?- Considero que es tremendamente
importante. Realmente no soy un patriota de la antropología, no me preocupa mucho la definición
de la antropología o mantener una fachada. Considero que es muy importante ver y participar en
formas de vida distintas de las propias. Por supuesto que hay antropólogos que no hacen eso y
que hacen trabajo de campo en los Estados Unidos o donde sea que vivan. Pero en mi caso he
hecho mucho trabajo de campo, he pasado gran parte de mi vida como adulto haciendo trabajo de
campo y esto ha sido muy formativo para mi manera de pensar las cosas, que odiaría ver que esto
desapareciera. Es tremendamente importante insertarse y ver una forma de vida diferente de la
propia, porque eso ofrece una perspectiva intelectual. Creo que es una buena idea ir a un lugar
donde todo resulta poco familiar, donde hay que comprender a la gente que uno no cree
comprender. Considero que la etnografía no ha muerto. Creo que es fundamental y que el trabajo
de campo es una parte esencial de la etnografía. Pero eso no significa que no haya otro trabajo
que hacer. La experiencia del trabajo de campo cambia quién eres y qué eres, y es algo que
constituye a la antropología. No estoy tan preocupado por la identidad pública de la antropología,
pero la identidad privada es importante. Somos transformados por el trabajo de campo y me
molestaría ver a la antropología convertida en una versión diluida de la sociología, sería una pena.
No digo que no haya qué hacer en antropología urbana; se ha hecho buen trabajo en ella. Pienso
que se debe ir a vivir a las casas de la gente, a sus barrios. Hace poco estaba leyendo una carta
de Phillipe Bourgeois que enseña en la costa oeste, y que pasó un par de años viviendo en un
gueto de Harlem en situaciones difíciles, peligrosas. La antropología urbana no tiene que ser una
antropología de fin de semana. Es fácil abandonar una situación cuando se torna difícil, pero
cuando esto sucede se pone más interesante.

- ¿Entonces usted cree que aún es posible hacer etnografía?- Sí, desde luego. Es una respuesta
corta a esta pregunta. ¿Por qué no? En primer lugar mucha gente la hace y continuará
haciéndola, y esto no significa que no se pueda criticar, por el contrario, creo que la etnografía
continuará y crecerá en importancia no sólo en antropología sino también en las ciencias sociales:
tendremos etnografía en laboratorios científicos, escuelas, y otros ámbitos. No creo que la
etnografía esté en peligro; por el contrario, creo que está floreciendo. Y las críticas, las buenas
críticas, van a tener que tomarse en consideración y van a conformar la dirección y el modo en el
cual se lleve a cabo. Pero que se desarme la carpa y se regrese a casa me parece poco probable.

- ¿Cuál es la relación entre su concepto de experiencia y el de Victor Turner?- Victor y yo éramos


buenos amigos, y me gusta su obra, no sé a qué se refiere la pregunta.

- Es respecto de su último libro, en el que aborda la antropología como experiencia.- Bueno, yo


escribí el epílogo de ese libro.

- Nos referimos al libro que escribió en 1985.- Sí, cultura y experiencia. Al final de su vida Victor se
estaba metiendo en las bases neurológicas de las cosas, cuestión de la cual soy un poco
precavido, pero fue muy variado al final de su vida, y nunca se metió de lleno como para saber
hacia dónde se dirigía. Pero su trabajo sobre ritual y liminalidad es una contribución permanente.
Siempre existen diferencias, pero entre Victor y yo no había muchas. Victor estuvo aquí (en el
Instituto) por un año, y también estuvo en Chicago cuando yo estaba ahí. El último trabajo sobre
neurología no es que esté mal, sino que está sin terminar. Si hubiera vivido veinte años más
hubiera hecho una contribución mucho mayor. Pero su trabajo sobre ritual y los Ndembu es
excelente y todo el mundo lo admite, casi todo el mundo, excepto aquellos que no creen en ese
tipo de cosas.

- ¿Qué opina usted sobre la discusión acerca del fin de las metanarrativa?- Yo nunca he sido parte
de una metanarrativa, aunque depende de lo que ésta signifique, pero la crítica a las
metanarrativas –ya sean metanarrativas marxistas o lo que sean– comenzó hace tiempo. Las
primeras figuras que recuerdo que atacaron esa noción fueron Isaiah Berlin y Karl Popper. Y
comparto eso, realmente no creo en las metanarrativas, que la historia se esté moviendo hacia
una meta fija, y no fue Lyotard el primero que pensó en eso. Soy muy escéptico de las
metanarrativas, yo sólo quiero narrativas por lo menos, y nada más que de un modo tentativo
metanarrativas. Nunca produje una, entonces soy escéptico sobre ellas, aunque no creo que sea
algo nuevo el temor y la crítica de vastos esquemas sistemáticos que puedan explicar la totalidad
de la historia o de la cultura. Siempre me han resultado un anatema y dada la tradición filosófica
de la cual provengo originalmente el pragmatismo de Dewey, fuertemente influenciado por
Wittgenstein no puedes creer en ellas. Si crees en Wittgenstein, no crees en las metanarrativas.

- En algunos departamentos de antropología están en aumento los estudios de economía política.


¿Considera que éstos pueden convertirse en hegemónicos dentro del campo de la antropología?-
No, no creo. No creo que alguna corriente de pensamiento o escuela, sea simbólica, interpretativa,
economía política o posmodernismo, pueda ser hegemónica. En ese sentido los días de la
hegemonía han pasado. Hablo acerca de la diferenciación en el sistema universitario americano y
no hay posibilidad de que alguien en el campo de la antropología pueda dominar todas las ramas
de la antropología como lo hizo Kroeber en un tiempo, o Boas o Malinowski. Eso ha pasado. No
hay nadie así ahora, ni Victor Turner, Mary Douglas, Marshall Sahlins o Eric Wolf, y
definitivamente tampoco yo, ninguno es hegemónico sobre algo. Si puedes tener algunos pocos
que te presten atención tienes suerte, y la diferenciación y el pluralismo de puntos de vista y
experiencias es la creciente y permanente condición de las cosas. Yo no considero que las cosas
se unan en un vasto megapunto, las veo separarse más y más. Y a diferencia de otros yo soy un
gran creyente en la fragmentación, soy un zorro y no un erizo y a mí me gusta que haya un campo
diferenciado. Así que cualquiera que sueñe una hegemonía en antropología y en las ciencias
sociales hoy en día está fuera de sus cabales. Es imposible de lograr, ya no hay figuras
dominantes y no las habrá.

- Por otra parte, también ha habido un surgimiento del interés por los estudios culturales y la
críticaliteraria. ¿Considera que éstos están ocupando territorios tradicionales de la antropología?-
Sí, creo que ambas cosas están ocurriendo. Creo que algunos aspectos de los estudios literarios
tradicionales, de la filosofía y las humanidades están siendo ocupados por la antropología, así que
es un intercambio. Lo inverso también es cierto, esto es, la influencia de la antropología en otros
campos es mucho mayor de la que existía cuando yo comencé. En esa época era bastante
aislada, había influencia en el psicoanálisis y en otros campos. Pero ahora ha tocado a todo, yo
creo que la configuración de los estudios está cambiando y es difícil decir quién es antropólogo y
quién no lo es. Y eso es algo que a mí me gusta. A mí no me parece que haya dominios fijos y que
la gente esté invadiendo el dominio del otro; yo creo que todo el panorama está cambiando, y
probablemente para mejor, pero tendremos que ver cuál es el resultado.

- La obra de Lévi-Strauss ha tenido un gran impacto en Latinoamérica y aún lo sigue teniendo.


¿Cuál ha sido el impacto de Lévi-Strauss en la antropologíaen los Estados Unidos y qué opina de
su obra?- He escrito mucho sobre su obra, pero para empezar con la cuestión empírica creo que
la época de mayor influencia de Lévi-Strauss fue hace diez o quince años. Eso no significa que ya
no tenga influencia o que haya sido olvidado, pero hubo una época en la que quizá fue el último
hegemónico, o estuvo cerca de serlo, hubo algunos como yo que se resistieron, pero otros no.
Creo que sí fue una figura hegemónica, y creo que será el último de los que veremos o quizá no.
No puedo predecir el futuro, pero para contestar su pregunta no creo que Lévi-Strauss tenga la
posición hegemónica dominante en la antropología americana que tuvo hace una o dos décadas.
Todavía ejerce influencia sobre algunos, además también existe un movimiento postestructuralista
que es una crítica al estructuralismo, y si hay alguna figura que puede considerarse como
hegemónica es la de Foucault, particularmente en la costa oeste de los Estados Unidos. Yo creo
que Lévi-Strauss elevó el nivel intelectual de la antropología considerablemente, aunque nunca
estuve de acuerdo con el racionalismo y formalismo de su obra, y he escrito acerca de eso.
Siempre he estado más orientado hacia lo empírico y he sido crítico de las nociones de mentalité.
Pero eso no significa que Lévi-Strauss no haya aportado enormemente a nuestro aparato
conceptual, acerca de lo que sabemos sobre las cosas. Yo tomo otro camino partiendo de la
posición pragmática, a diferencia de la posición racionalista-formalista de Lévi-Strauss.

- Siguiendo con los franceses, ¿la obra de Ricoeur sigue siendo importante y relevante en su
trabajo?- Seguro. Creo que Ricoeur ha tenido mucha influencia no sólo en mí sino en muchos
otros, y también Gadamer. Toda la tradición hermenéutica es algo de lo cual también podríamos
hablar y que ha influido mucho a antropólogos y científicos sociales. Creo que el trabajo de
Ricoeur sobre historia e interpretación es muy importante. Es más difícil determinar la influencia
de Ricoeur en la antropología, creo que ha aumentado, y creo que tengo algo que ver con eso, ya
que también lo utilicé. En este momento las figuras en boga de Francia parecen ser Foucault y
Bourdieu, aunque tampoco creo que esto dure. Pero Paul Ricoeur todavía sigue escribiendo y
también Gadamer aunque ya debe tener unos 90 años. La diferencia entre los antropólogos
jóvenes de ahora y de cuando yo era un antropólogo, que parece hace una eternidad, es que
aquéllos están leyendo a estos escritores. Hubo una época en que los antropólogos sólo leían a
los antropólogos. Si usted lee la Historia de la Teoría Etnológica de Lowie está llena de oscuros
alemanes a los cuales se les llamaba antropólogos, y por eso los leíamos. Entonces otra gente, y
yo también, empezamos a hacer que se leyera a Weber, Langer y ahora a Gadamer, y creo que la
batalla ha sido ganada. Creo que la mayoría de los buenos antropólogos jóvenes no se confinan
solamente al canon antropológico, leen Malinowski, Evans-Pritchard, pero también leen Ricoeur,
Gadamer, Wittgenstein, Foucault y Bourdieu. De hecho, creo que la antropología se ha vuelto más
cosmopolita y que esto es benéfico, aunque algunos piensan que estamos perdiendo nuestra
alma: yo al menos estoy a favor de la pérdida del alma.

- Siguiendo con Gadamer, qué le parece a usted la idea de Gadamer de la fusión de horizontes,
cree que es útil para la etnografía como analogía o método?- Sí, me parece que lo es. Sí, creo
que lo que estamos tratando de hacer es fusionar nuestros horizontes ctuales con los horizontes
actuales de otros. No los horizontes pasados, como menciona (Johannes) Fabian correctamente.
Pero estamos tratando de mediar entre nuestro sentido de cómo son las cosas y cómo al menos
imaginamos, pensamos, lo que dicen nuestros informantes. Nunca utilicé esta noción
explícitamente, pero considero que la idea de horizontes que se fusionan es lo que estamos
tratando de hacer.

- En las últimas décadas ha habido un surgimiento de la antropología no metropolitana (aquella


que surge de países fuera de los Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia). ¿Cree usted que esta
antropología puede tener impacto en la antropología metropolitana?- Si, creo que sí, y más y más.
Creo que en las áreas metropolitanas muchos antropólogos son de áreas no metropolitanas. No
me gusta el término metropolitano, pero cuatro o cinco de los antropólogos más importantes en los
Estados Unidos son de Sri Lanka y los antropólogos mexicanos también han tenido mucha
influencia. Así que la respuesta a esa pregunta es que sí, y la otra cuestión que también ha
cambiado es que aquellos de nosotros que somos de países metropolitanos –y uso este término
porque usted lo está utilizando pero no me gusta– vamos a países no metropolitanos y
encontramos antropólogos de primer nivel. Y si uno va a la India hay excelentes antropólogos.
Cuando fui por primera vez a Indonesia o Marruecos no había antropólogos, ni buenos ni malos,
simplemente o prácticamente no había, algunos se dedicaban al folklore.

- ¿Esos antropólogos se formaron en países europeos?- Algunos estudiaron en países europeos,


otros en Marruecos, algunos en Francia. Los de Indonesia pasaron algún tiempo en los Estados
Unidos. En la década de los setenta fui a Indonesia contratado por la Fundación Ford para
establecer centros regionales, en los cuales se formaría a científicos sociales sin que tuvieran que
ir a los Estados Unidos. Aún los antropólogos de Sri Lanka que se quedan acá mantienen vínculos
con la universidad de Sri Lanka, y lo mismo ocurre con los antropólogos de la India.
Probablemente la mayoría de los antropólogos de la India hayan pasado algún tiempo en Gran
Bretaña, pero la mayoría se formó en la India.

- ¿La obra de Alfred Schutz y de los etnometodólogos fueron importantes para usted?- Sí, algo.
Schutz más que los etnometodólogos. Al principio Schutz tuvo un gran impacto, hace tiempo que
no leo o pienso mucho en Schutz pero sí al principio, como una forma de salir de la extrema
sistematización y objetivismo de Parsons, aspectos con los cuales yo no estaba de acuerdo, y
Schutz fue muy útil para mí en ese momento. Después escribí ese ensayo Time and Conduct in
Bali que estaba basado directamente en Schutz. Aprendí mucho de él y de los otros integrantes
de esa tradición, Berger y Luckman, y uno que no es etnometodólogo, Erving Goffman, era amigo
mío. Yo aprendí mucho de él aunque no siempre estábamos de acuerdo o compartíamos las
misma ideas. Con los etnometodólogos no he tenido mucho contacto.

- Algunos investigadores clasifican a su obra como parte de la tradición fenomenológica, ¿qué


opina usted al respecto?- Nunca estoy de acuerdo con las clasificaciones que se le dan a mi obra
y eso es instinto natural. Pero es justo decir que he sido influenciado por la fenomenología. El
nombre que se menciona es Merleau-Ponty, y al principio fue influyente. Sí, yo diría que los
fenomenólogos, ya sea Schutz o Merleau-Ponty, han sido importantes en mi trabajo, pero no me
considero un fenomenólogo, y pienso que entro más en la tradición interpretativa que viene de
Gadamer, Charles Taylor, Ricoeur. Esa es la tradición de la cual me considero parte. Si voy a ser
miembro de algún club, probablemente sería de ése, no estoy dispuesto a ser parte de ninguno,
pero ése es el que mejor me acomodaría.

- ¿Cómo respondería usted a la crítica que se ha hecho de que su trabajo no toma en


consideración las nociones de poder, historia y política?- Bueno, me parece difícil de creer. Escribí
un libro sobre el Estado balinés durante el siglo XIX, que es sobre la construcción del poder; una
historia social de un pueblo de Indonesia, que es sobre política y la formación de grupos. Gran
parte de mi trabajo tiene que ver con poder y política. He escrito sobre política de la India y sigo
escribiendo sobre eso. No veo la base de la crítica. Creo que se refiere a que no tomo una línea,
especialmente la línea postestructuralista que viene de Foucault o la tendencia neomarxista, eso
es cierto. Pero eso es una crítica de otro tipo, no quiero parecer defensivo, pero sí he escrito
sobre esos temas.La noción de que no me he involucrado en cuestiones políticas o de poder es
empíricamente falsa. Lo que es verdad es que no he dicho sobre esos temas lo que la gente
quisiera que yo dijese, pero van a seguir defraudados. Lo que ocurre es que no les gusta lo que
digo sobre esos temas, pero para mí no tiene sentido que me digan que no me ocupo de ellos. En
el libro La Interpretación de las Culturas hay un ensayo largo sobre la política de la etnicidad,
podrá no gustar la manera en la que escribo, porque enfatizo el significado, la interpretación y la
comprensión de estos temas.

- Considera usted que algunas de las críticas del posmodernismo hacia su obra lo han
malinterpretado?- Quizás sí. Algunos malinterpretan, a otros no les gusta, y algunos están de
acuerdo. Es difícil decir, a menos que usted sea más específico. He resistido algunas de las
interpretaciones posmodernas más exageradas. Hay cierto aire de polémica, cierta tendencia que
antes no existía, al menos no hasta este punto. Creo que sí he sido mal representado y mal
interpretado pero, ¿a qué se refiere específicamente su pregunta?

- A las críticas del artículo de Crapanzano , por ejemplo.- Sí creo que el trabajo de Crapanzano me
malinterpreta deliberadamente. Pero es mutuo, a mí tampoco me gusta su trabajo y he escrito
acerca de esto. Pero no quiero descartarlo por completo. De hecho, encuentro que parte de su
trabajo es interesante, por lo tanto no es tan simple. Creo que tenemos nuestras diferencias, y
también creo que Vincent Crapanzano ha malinterpretado a mucha gente.

- ¿Qué considera usted que es lo más perdurable de la antropología posmoderna?- Bueno, no


estoy seguro de saber de que trata la antropología posmoderna. A veces se me llama a mí
posmoderno, así que realmente no sé qué significa. Hace tiempo alguien mencionó que el
posmodernismo iba a tener un gran impacto en la antropología pero no iba a ser duradero, y creo
que eso es cierto. El posmodernismo ha generado preguntas, preguntas serias que no fueron
planteadas en los años cincuenta, sesenta o setenta y ochenta sobre el método antropológico, la
interpretación antropológica. Se plantearon problemas serios que algunos antropólogos como yo
mismo y mis sucesores van a tener que responder. Y algunas de las obras me gustan, por ejemplo
la obra de James Clifford. Pero no creo que el posmodernismo sea una actividad continuada que
tenga mucho futuro porque es tan crítico, tan escéptico que es difícil saber cómo se va a sostener
en el tiempo. No creo que sea una buena idea para los estudiantes empezar por el final de la
historia, lo cual no significa que no deban leer acerca de eso, porque lo torna a uno tan escéptico
antes de empezar que uno no se compromete en absoluto. Y por supuesto tiene todo tipo de
dimensiones políticas. Pero no soy hostil porque pienso que por ejemplo lo hecho por Jim Clifford
ha sido muy importante. Algunos de los trabajos de George Marcus son excelentes. No creo que
el pos modernismo tenga mucha continuidad, pero creo que algunas de las ideas que ha aportado
han sido importantes. Si pueden reinventar toda la antropología es cosa de ellos. Pero hasta el
momento no han podido hacerlo.

- ¿Cuando analiza los significados o las estructuras de significado de otras personas, piensa que
el significado o el nivel de comprensión que usted deriva está ubicado en un status distinto que el
de la gente que usted investiga?- Si usted, por ejemplo, toma la pelea de gallos de los balineses,
no es una interpretación que pueda ser dada en esos términos por un balinés monolingüe. Ellos
están haciendo una pelea de gallos, no están discutiendo el simbolismo expresivo, no están
haciendo eso. Es un modo discursivo distinto, es un modo discursivo que surge de la antropología
y es incorporado a la antropología, que no es accesible a la gente que no está en ese marco de
referencia. Hoy en día encontrará balineses que están o poseen ese marco de referencia, pero
cuando yo estuve allí no era así. El trabajo de la antropología no consiste en reproducir las
interpretaciones que la gente da, sino en interpretar las interpretaciones. Dar una segunda, una
doble hermenéutica, un intento de tratar de leer sus textos–como dije una vez– por encima de sus
hombros. Algunos balineses hoy en día discutirían esto pero están más interesados en la pelea de
gallos que en la antropología. Así que no creo que todo el enfoque del tipo desde el punto de vista
del nativo indique que lo que se supone que hay que hacer sea representar el punto de vista de
los nativos. Uno debería encontrar la manera de representarlo para gente de afuera, analizarlo,
interpretarlo y comprender por qué es de esa manera y cuáles son las implicaciones. En ese
sentido, no soy un mero fenomenólogo, no trato de replicar en inglés lo que dijo otra persona.

- En este aspecto, ¿comparte usted la crítica de Clifford a la antropología tradicional en términos


de la autoría y el poder de la autoría como una representación naturalística de otras culturas?- A
mí me gusta el trabajo de Jim (Clifford) pero tenemos nuestras diferencias. Creo que es muy
difícil, y esto va contra el pensamiento posmoderno, sacar la autoría por completo de la obra
antropológica. Es un simple hecho actual que yo escribo libros y ellos no. Y como he dicho
muchas veces, ya hemos hecho bastantes cosas malas a otra gente como para cargarlos con
nuestros libros. Creo que hay una mala representación de lo que hacemos si decimos que las
interpretaciones no son nuestras, creo que es más honesto y directo decir que son nuestras. Así,
con lo que ya he dicho sobre el posmodernismo, creo que Jim Clifford hizo importantes
cuestionamientos sobre la naturaleza de la autoría pero ni él ni yo hemos respondido a todos.
Como crítica a las respuestas tradicionales, creo que su trabajo es excelente. No estoy tan
convencido de que necesitemos textos multivocales. Es decir, soy escéptico, todavía estamos en
el proceso de entender estas cosas. Creo que es mejor decir: éste es mi punto de vista sobre lo
que está ocurriendo y, si tiene alguna queja, diríjala a mí y a nadie más. Pero creo que Clifford
tiene razón cuando dice que frecuentemente hemos oscurecido las otras voces en nuestro trabajo.
Creo que no nos hemos incluido en el texto como lo debiéramos haber hecho. En el libro que
estoy escribiendo, estoy tratando de corregir esto. Así que las críticas, algunas de ellas, son bien
recibidas y deben ser respondidas. Pero no estoy convencido de las respuestas que se han dado.
Creo que el trabajo de Jim Clifford es astuto, construido como cualquier otra cosa, pero es
constructivo de una manera distinta, y es innovador porque revela su posición y la de la gente
sobre la cual está escribiendo, y deja que sean escuchados; yo estoy a favor de esto. Algunas de
las soluciones, no de Jim pero sí de otros, son demasiado fáciles. No considero que mi noción de
la antropología implique una enorme preocupación por el estado de nuestra alma en vez de la
gente de la cual estamos escribiendo.

- ¿Cómo llegó al Instituto de Estudios Avanzados?- Me pidieron que viniera. No había ninguna
escuela de ciencias sociales en 1970, el director de entonces me preguntó si yo quería ser el
primer profesor de ciencias sociales para ayudar a formar la escuela. Entonces viene en 1970 y,
cuatro años más tarde, nominé a Albert Hirschman, quien fue aceptado y después a Michael
Walzer, que es politólogo y, después, los tres nominamos a Joan Scott, y acá estamos. Yo estaba
en Chicago, me pidieron que viniera, pero no quería porque me gustaba Chicago, aunque era una
oportunidad muy grande para desaprovecharla. Hoy en día en la vida académica o intelectual uno
no consigue una página en blanco en la cual escribir. A pesar de todas las dificultades, que han
sido muchas, fue un gran desafío y respondimos.

− Una última pregunta (para regresar al principio), ¿en qué está trabajando
ahora?- Estoy escribiendo un libro que se titula After the Fact. Se supone que
es un juego de palabras. Tras el hecho, después del hecho, pero también
después de que la noción de hecho ha sido deconstruida. Y el subtítulo es algo
así como “Un antropólogo, dos países, cuatro décadas, cuarenta años”. Es un
intento, no una memoria –aunque suena como una memoria– de discutir mi
trabajo de campo, la clase de preguntas que ustedes me han estado haciendo,
pero de una manera más sistemática y colocándome en el texto. No es una
autobiografía, pero es un intento de decir lo que he estado haciendo, cómo
llegué a donde estoy ahora, cómo fueron estas experiencias. Dí algunas
conferencias sobre el tema en Jerusalén, hace cuatro años, pero el libro está
atrasado y aún no lo he terminado. Consiste en una serie de capítulos sobre
diferentes temas en vez de una narrativa lineal: capítulos sobre el concepto de
cultura, la noción de poder, mi trabajo de campo, mi historia académica. Hablo
de la modernidad, de la interpretación. Intento hacer un comentario general en
términos del trabajo de campo en Marruecos e Indonesia en estas cuatro
décadas.

Clifford Geertz, Reflexiones antropológicas sobre temas filosóficos, trad. de Nicolás


Sánchez Durá y Gloria Llorens, Paidós, Barcelona, 2002, 276 páginas.

POR QUÉ HAY QUE LEER A CLIFFORD GEERTZ


Justo Serna

Desde hace años, desde hace un par de décadas al menos, el antropólogo


Clifford Geertz es muy conocido entre el público culto y entre destinatarios muy
distintos: su influencia y su reputación parecen agigantarse justificadamente y sus
usos se multiplican. Su caso sería semejante al que él atribuye a Thomas S. Kuhn:
ha tenido que sobrevivir a los efectos posteriores de un terremoto a cuyo temblor
original ha contribuido él mismo. Que la audiencia de Geertz sea amplia no es un
logro menor ni objetable, como tantos académicos suelen pensar. Llegar a un
público vasto es una auténtica proeza porque también es creciente el número de los
lectores inquietos y cultivados que saben oponer resistencia a la avalancha de los
libros, individuos que no se dejan impresionar fácilmente por los reclamos de la
industria cultural. Se edita mucho, un volumen desplaza a otro volumen y la
publicidad multiplica la suma de las obras aparentemente maestras o decisivas.
Decir de Geertz, como rezan los paratextos editoriales, que es “el antropólogo
norteamericano más relevante de las últimas décadas” o que es “uno de los
antropólogos más influyentes de nuestro tiempo” puede parecer hiperbólico, otra
exageración más que añadir a lista de reclamos mercantiles. Y, sin embargo, no es
así y su celebridad y ese dictamen están perfectamente justificados.
Se le cita como exponente, como interlocutor privilegiado o como inspirador
del giro interpretativo de las ciencias sociales, como portavoz reciente de
la Verstehen; se comentan sus obras subrayando su condición interdisciplinaria o
transdisciplinaria, obras confeccionadas a partir de un patrimonio cultural vasto y
variado, un repertorio de fuentes plurales que se dan cita en sus textos con toda
fertilidad; se admira su prosa, tan brillante, tan elaborada aunque aparentemente
desenvuelta, tan poblada de metáforas con las que ilustrar ideas, intuiciones,
logros del pensamiento; se mencionan con frecuencia algunos de sus hallazgos
más afortunados, la descripción densa o los géneros confusos, fórmulas que se
emplean para fines diversos y en disciplinas distantes; se toman ciertos casos
estudiados por el antropólogo, su análisis sobre las peleas de gallos en Bali, por
ejemplo, como fuente explícita, más o menos remota, de los estudios
microanalíticos que han proliferado, como muestra en la que inspirarse para tratar
la dramaturgia cotidiana de los actores sociales. Andando el tiempo y como
consecuencia de ese éxito intelectual, a Geertz lo han convertido en referente
ineludible, en autor justificadamente decisivo, entrevistado aquí y allá y reclamado
para dar opiniones, para pronunciarse, para conferenciar. Se interesan por él, por
sus obras y por sus ideas, no sólo quienes comparten su misma disciplina, sino
también esa vasta comunidad de lectores a la que aludíamos, muchos de ellos
ajenos en principio al quehacer del etnólogo, pero motivados por su particular
modo de decir y de tratar las cosas, cosas a la vez universales y concretas, propias
de los seres humanos y características de ciertos pueblos. Pongamos sólo dos
casos, geográfica y cronológicamente distantes, que nos sirvan de indicio
suficiente, que nos muestren un par de ejemplos de esa fortuna académica
alcanzada más allá de la antropología. El primero hace referencia a los
historiadores y a la influencia temprana que este etnólogo habría empezado a tener
entre aquéllos, según un diagnóstico italiano hecho en los ochenta; el segundo lo
tomamos de un diccionario norteamericano de estudios culturales de los noventa.
Angelo Torre, en un ensayo titulado “Antropologia sociale e ricerca storica”,
publicado en un volumen colectivo editado en 1987 por Pietro Rossi y titulado La
storiografia contemporanea. Indirizzi e problemi señalaba el peso creciente de la
etnología entre los historiadores. El asunto es conocido: superada la fase de
influencia de la economía y de la sociología, serían ciertos antropólogos quienes
resultarían más apreciados. Primero habría sido Claude Lévi-Strauss, autor
decisivo para los historiadores estructurales, ocupados de abordar fenómenos
propios de la longue durée. El peso del modelo instituido por Fernand Braudel
habría convertido a su viejo amigo y colega en referente con el que polemizar. La
crisis de las investigaciones estructurales, el nuevo aprecio dispensado a la
dimensión micro, el relieve dado a la acción de los actores, la pregunta acerca del
significado habrían acercado a los historiadores a Clifford Geertz. Al margen de sus
usos, aparte de su modo de empleo, lo cierto es que fueron Natalie Zemon Davis o
Robert Darnton quienes primero se aproximaron a las maneras y a las nociones del
antropólogo. Sus investigaciones sobre la religión católica como sistema de
significados o sus estudios sobre la lógica expresiva de prácticas culturales del
pasado aparentemente irracionales sería ejemplos de dicha influencia. Estamos
hablando de finales de los años setenta y comienzos de los ochenta. El otro caso
que quería proponer como noticia de la fortuna académica lograda por Geertz lo
tomo nuevamente de un volumen colectivo: A Dictionary of Cultural and Critical
Theory, una obra de consulta editada en 1997, es decir, diez años después del libro
italiano, una obra que rebasa las fronteras de la antropología y que presenta voces
propias de los estudios culturales. Michael Payne, que es su responsable, hace un
atinada introducción en donde detalla los autores básicos precisando las nociones
de cultura. Así, en buena medida, ese texto inicial serviría para aludir con algún
pormenor a esos contemporáneos esenciales que habrían devenido fuente o
estímulo de dichos estudios. Junto a Raymond Williams, E.P. Thompson o Michel
Foucault, entre otros, destaca la labor y la presencia de Clifford Geertz, nombre
clave y decisivo en la difusión de un concepto semiótico de cultura. Si dicho
antropólogo, anota Payne, resulta tan influyente es por haber concebido la acción
humana en el seno de redes complejas de significación, una idea que desarrollaría
intuiciones explícitamente weberianas. Etcétera, etcétera. Los casos citados no son
suficientes, son externos al autor y a la obra y, por tanto, deberemos ahondar en el
propio Geertz, en su contribución textual interrogándonos por qué tantos lo leen,
qué encuentran en su manera de decir las cosas y qué objetos tratados y de qué
modo son los que tanto interés despiertan.
Las posibilidades de acceso y de análisis son múltiples, dependiendo del
comentarista y de los libros, dependiendo de la autoridad que se conceda a quien
ahora escribe y del tipo de volumen que aborde. Vayamos a lo primero. Soy
historiador y cometo la imprudencia de hablar de un antropólogo, lo cual no es la
primera vez que sucede. No es obvio que esto tenga que ser así, que haya que
aproximarse a la etnología esperando de ella alguna ventaja: un historiador
español, Juan José Carreras, habitualmente sagaz en sus análisis, se pronunciaba
en Razón de historia contra estos préstamos y contra estos matrimonios de
conveniencia entre disciplinas, deplorando particularmente los rendimientos que
nos reportaría la asociación con Geertz al suponer que éste propone pensar como
un nativo, adoptar el punto de vista del nativo. No discutiré ahora su presentación
del problema ni la justeza de sus palabras, simplemente lo señalo como ejemplo de
que no es raro que los historiadores hablen de antropología y que esto sea objeto
de debate. Ahora bien, que esto haya sido más o menos frecuente no me permite
tratar a Geertz como lo haría un experto ni hablar con lenguaje de especialista.
Sencillamente carezco de la competencia que me podría autorizar a hacerlo así.
Pero también por otra razón: por considerar que el especialismo no ayuda a
entender a Geertz, libre, libérrimo, capaz de desanudar los corsés de su disciplina y
de interesar a los historiadores, por ejemplo. Por eso lo he leído y lo comento sin
emplear el lenguaje fatigosamente experto al que parecen resignarse tantos
estudiosos y exégetas, aquejados de ese vicio tan común que, lejos de ser
precisión filológica, es simple adhesión o mera fidelidad. Pero ahora que me doy
cuenta, con todo ello, con estos circunloquios, ya estoy hablando de sus libros, de
nuestro autor, de su estilo, de ese procedimiento plural, metarreflexivo y
fragmentario que le es característico y que se da en sus diferentes volúmenes.
¿Pero qué libro podría servirnos para abordarlo? Podríamos tomar alguno de
los grandes libros que le han dado fama: Negara, por ejemplo, cuya edición original
data de 1980. Pero quizá ese modo de obrar sea demasiado recto y predecible.
Podríamos, por el contrario, acometer dicha tarea de otra forma, de una forma algo
temeraria, quizá lateral, una manera distinta de abordar a un autor. “Todos los
auténticos saltos se realizan lateralmente, como los saltos del caballo en el ajedrez.
Lo que se desarrolla en línea recta y es predecible resulta irrelevante”, apostillaba
Elias Canetti. Pues bien, lo que propongo es abordar a Geertz de un modo torcido,
lateral, tomando un texto aparentemente menor o circunstancial, de reducidas
dimensiones, hecho de retales de diferente origen y de difícil casación, hecho con
trozos dispersos y de arduo ensamblaje, unos de índole autobiográfica, otros
analíticos y otros, en fin, tributarios: Reflexiones antropológicas sobre temas
filosóficos.
Aunque, tal vez, tomar una obra de estas características no sea tan discutible
o audaz de mi parte: muchos de los volúmenes de Geertz están concebidos así, a
partir de trozos previamente publicados que ahora se avecindan y adquieren nueva
forma y ulterior sentido al reunirlos en un libro. Que tantos de sus volúmenes estén
confeccionados así no es sólo un modo alimenticio de dar salida al esfuerzo menor,
efímero o circunstancial, ni es necesariamente prueba de incapacidad para la gran
obra. Los libros de Geertz suelen ser un compendio de sus investigaciones
microscópicas, hechas en geografías distantes o inspiradas por libros de colegas, y
son así porque nuestro antropólogo desconfía de la idea misma de totalidad, que
tanta sugestión despierta a los investigadores. Es el suyo, como dice él mismo de
un colega prestigioso, un esprit de finesse más que un esprit de système. Desde
este punto de vista, sus obras suelen ser libros de ocasión, de situación, en el
mejor sentido que podemos dar a esta voz: textos que reúnen episodios,
intuiciones, comentarios, cachitos de la realidad sobre los que él se pronuncia,
enjuicia o analiza observando qué papel desempeñan los actores que intervienen.
En alguna ocasión, en La interpretación de las culturas por ejemplo, ha citado a
Erving Goffman y lo ha mencionado como su par, como aquel que emprendiera
análisis de situación para hacer ver lo que por arrogancia o por distancia no vemos,
esos trozos de vida en los que desempeñamos funciones o roles y a partir de los
que establecemos interacciones, trozos que encierran un significado profundo. Y ya
que citábamos a Canetti, igual que la literatura aforística no es síntoma de
incapacidad, sino de condensación y de iluminación, los volúmenes de Geertz son
una mezcla de lo episódico, de lo vario, de lo plural, de lo irremisiblemente
fragmentario que es el mundo. Por tanto, que me detenga en una obra hecha de
aleaciones, de yuxtaposiciones y añadidos no es en el fondo tan temerario y se
acomoda bien al proceder de nuestro antropólogo. Tomo, además, una versión
traducida, una edición en español, lo que en principio parece filológicamente
inaceptable por entorpecer el acceso directo, en la lengua original, al autor
norteamericano. Sin embargo, lo hago así porque esa versión castellana me permite
tratar no sólo a Geertz sino también apreciar su peculiar difusión entre nosotros,
las formas en que los últimos ensayos de este pensador nos llegan y son
asimilados.
Reflexiones antropológicas sobre temas filosóficos es una obra editada por
Paidós y eficazmente traducida por Nicolás Sánchez Durá y Gloria Llorens. Este
libro es un caso raro que nos obliga a extendernos sobre avatares editoriales que,
lejos de ser un dato externo, condicionan sus contenidos. Es un volumen que
carece de equivalente en inglés, un volumen, por tanto, que tiene algo de fantasmal,
de equívoco, y que nos obliga a informar y a pensar sobre los modos de producción
del propio Geertz, sobre las formas de edición y sobre los modos de aleación que
hay entre sus partes. ¿Por qué esta rareza, la de una obra sin su correspondiente
inglesa? Paidós, en la imprescindible colección de Pensamiento Contemporáneo
que dirige Manuel Cruz, y Nicolás Sánchez Durá, su irónico editor e introductor en
español, cometieron una audacia: se adelantaron a Clifford Geertz confeccionando
en 1996 un librito titulado Los usos de la diversidad. Allí se reunían textos breves de
este antropólogo que resumían y desarrollaban algunos de los asuntos decisivos
por los que es conocido. Ese libro español fue el esbozo, el embrión, de un
volumen mayor y norteamericano. En efecto, en 2000, Geertz completaba una obra
nueva y añadía a esos artículos y en ese mismo orden otros de similar tenor, de
inspiración parecida –insisto: autobiográficos, analíticos y tributarios— para
finalmente publicar una recopilación más amplia: la que lleva por título Avalaible
Light. Anthropological Reflections on Philosophical Topics. Las Reflexiones
antropológicas sobre temas filosóficos responden, pues, al subtítulo del original
norteamericano ahora se edita y son esa segunda parte que Geertz añadió a los
textos que formaban Los usos de la diversidad. Pero olvidemos esta circunstancia
y reparemos en sus atendibles ideas y en sus peculiares formas de expresión, en
esos contenidos que encumbran a su autor.
Reflexiones es un volumen que reúne las mejores virtudes del antropólogo,
esa manera peculiar de decir las cosas. Apreciamos en este pensador su expresión
metafórica e irónica, su habilidad para transmitir sus ideas. Muchos le han
censurado por esto, por sacrificar presuntamente la complejidad al logro verbal, por
acoplar el análisis a la metáfora eficaz, por adoptar, en fin, un estilo brillante. Es un
reproche envidioso que censura una cualidad particular, una cualidad que
deberíamos enjuiciarla en lo que vale, que es mucho, puesto que la superstición
contemporánea del especialismo y la expresión roma de tanto experto suelen
dificultar la comunicación, que se frustra con una prosa envarada. Muchos
investigadores parecen resignarse a que sólo sus colegas más próximos y
abnegados lean sus obras, abandonándose con ello a una suerte de autismo
intelectual, entregándose a la jerga, valiéndose de una verborragia abstrusa. Esta
censura hecha a los expertos que descuidan los modos de comunicación no
significa, sin embargo, que apreciemos demagógicamente el hablar llano ni que en
Geertz se dé esa circunstancia. Nuestro antropólogo no escribe fácil ni para todos,
ya que sus obras adoptan estrategias retóricas complejas y en su prosa abundan
referencias múltiples que exigen una cultura vastísima y metáforas explícitas que
ilustran y abrevian una idea. Además, sus ensayos se dirigen a esos lectores
inquietos y cultivados a quienes aludíamos al principio, preocupados por lo
distante y por lo cercano, por lo extraño y por lo familiar, por lo analítico y por lo
autorreflexivo. Más aún, sus volúmenes nos elevan hasta la complejidad misma,
hasta esa iluminación que ignorábamos, hasta ese espacio del pensamiento en que
descubrimos la mezcla de dichos opuestos, esa epifanía en que vemos lo extraño
en lo que suponíamos familiar o ese momento de revelación en que averiguamos
qué hay de semejante en aquello que sospechábamos ajeno. Geertz exige de sus
destinatarios esfuerzo, capacidad, apertura intelectual y cooperación interpretativa.
En efecto, sus libros, desde The Interpretation of Cultures (1973) hasta Available
Lignt (2000) –o, en este caso, hasta Reflexiones antropológicas sobre temas
filosóficos-- tienen refinamiento léxico, tratan variados objetos, yuxtapuestos pero
finalmente congruentes, y son un collage de recursos innumerables.
En este último volumen, que jalona una fértil carrera de observador sutil,
vemos la mano firme del académico, la de quien dispone el material y los útiles que
ha recibido de sus colegas, de sus pares (Taylor, Kuhn, Bruner, entre otros), a los
que rinde tributo de admiración y con quienes dialoga y polemiza para matizar sus
propias ideas. Algunos de esos textos son largas reseñas o necrológicas, textos
aparentemente circunstanciales o alimenticios, pero sobre todo son ejercicios de
interlocución. Entre nosotros son muchos los que los consideran piezas menores
de la actividad académica, dado que la teoría y la reflexión de altura se darían fuera
del homenaje o de la recensión. Sin embargo, en el ámbito anglosajón se da un
aprecio por estos géneros, un tipo escritura que tiene sus grandes maestros, Isaiah
Berlin o George Steiner, por ejemplo. Las reseñas de Geertz no son menos
significativas y reflejan un esfuerzo de la inteligencia y del análisis, el esfuerzo de
quien toma a sus pares como interlocutores que le obligan a precisar más
sofisticadamente sus enfoques. Son, pues, capítulos en los que se expresa el
académico que trata a otros colegas, responsables de ideas decisivas o polemistas
de debates esenciales. Piénsese, por ejemplo, en los comentarios que dedica a
Tomas S. Kuhn y a Jerome Bruner: al hablar de ellos, al tratar La estructura de las
revoluciones científicas o Actos de significado, Geertz se pronuncia sobre sus
hallazgos más difundidos (los paradigmas o la construcción del significado,
respectivamente), aunque rastrea también el papel que los grandes creadores
tienen en la sociedad actual. Es decir, hace exégesis y hace etnografía del
académico y del intelectual, averiguando qué papel desempeñan y cuál es la figura
que encarnan en la dramaturgia del pensamiento. Pero en Reflexiones y en estos
homenajes vemos también la ironía del sabio humorista –la “ironía antropológica”
la llamaba en su ensayo El pensar en cuanto acto moral-- que se sabe
irreparablemente limitado y que a la vez se permite unos juegos de lenguaje
transdisciplinarios y metarreferenciales. Sin embargo, esa sofisticación no es
pedantería incurable ni arrogancia de connaisseur: expresa la calidad, la hondura o
el ruido que hace esa inteligencia cuando está en funcionamiento, simultáneamente
analítica y autorreflexiva. Por eso, frecuentar los ensayos de Clifford Geertz es
siempre reparador, tonificante y productivo porque sus textos revientan las
costuras léxicas de su profesión y llevan a sus destinatarios más allá de las rutinas,
de las perezas o de las fronteras verbales que las disciplinas han levantado.
Pero a un analista no se le suele leer únicamente por la riqueza, por la ironía y
por la originalidad de su lenguaje, por la calidad expresiva y precisa de su prosa
auto y metarreferencial. A un observador sagaz se le lee, además, por la agudeza de
sus intuiciones, por la calidad de sus apreciaciones sobre el mundo que nos rodea.
A un pensador, en fin, se le admira o se le frecuenta por el modo de tratar y de
designar los problemas, por haber sabido plantear centralmente las cuestiones que
importan, aquellos asuntos perentorios o permanentes de los que no podemos
desprendernos. Desde este punto de vista, Clifford Geertz es y ha sido uno de los
autores capitales de nuestro tiempo, el descubrimiento intelectualmente decisivo de
un par de generaciones de estudiosos inquietos que le han visto como aquel que ha
sabido formular en términos actuales interrogantes clásicos y urgencias nuevas.
Algunos de sus díscolos discípulos, Paul Rabinow y otros investigadores que se
dieron cita en el Seminario de Santa Fe a comienzos de los ochenta, lo tomaron
como el último pensador moderno: aquel que habría planteado la hermenéutica
para las ciencias sociales de hoy y aquel que habría puesto en cuestión la evidencia
de los hechos de estirpe vagamente positivista, sin por ello interrogarse sobre la
autoridad etnográfica. Eso, al menos, le reprochaban. Otros, por el contrario, como
Ernest Gellner, lo tomaron como padre putativo de los posmodernos, aquel que
habría dado origen al giro textual de la antropología y aquel que habría sentado las
bases para que sus aventajados alumnos pusieran en cuestión esa autoridad del
observador. No me interesa discutir esas clasificaciones, tan debatidas en los
ochenta y a comienzos de los noventa, sino rastrear brevemente una parte de esos
problemas (la comprensión, los hechos y el mundo, los textos y la autoridad) que
llegan hasta nosotros y que son la base de estas Reflexiones que ahora se
publican. Desde este punto de vista, el libro que comentamos es un repertorio
exacto, bien exacto, de esos interrogantes de estirpe netamente antropológica.
Precisemos algo más.
La antropología es una materia que suele suscitar, desde hace unas décadas,
un interés creciente. Tal vez –podemos pensar— porque capacitaría a sus oficiantes
para abordar problemas transversales, para plantear cuestiones tales como el
parentesco, los mitos, la cultura, en fin. Todos podríamos contemplarnos como
portadores de la alteridad y como actores que aprenden normas y que ejecutan
roles sin saber cuál es el entero al que pertenecemos, sin saber exactamente qué es
propio y qué es prestado. Vivir –nos ha dicho una y otra vez Geertz— es construir el
significado dentro de una cultura, dentro de un repertorio de referentes y de
recursos de los que consciente o inconscientemente nos servimos. Pero esa
cultura, lejos de ser una mónada semántica, un espacio autosuficiente y cerrado,
está sometido a todo tipo de influencias, de contagios y de hibridaciones. Son éstas
dos lecciones decisivas cuya aceptación no es sencilla y a las que Geertz ha
dedicado la mayor parte de sus esfuerzos realizados como antropólogo: por un
lado, entender la vida como una laboriosa construcción sometida a las
restricciones perceptivas y significativas que nuestro mundo nos impone; por otro,
admitir la cultura propia, la nuestra, la de este tiempo, como un collage creciente,
como una aleación de referencias distantes y variadas cuyos ecos y orígenes no
son fáciles de distinguir. ¿Es esto lo que habrían dicho siempre los antropólogos?
¿Es esto lo que habrían hecho convencionalmente los viejos colegas de Geertz?
Como se sabe y sobre ello se extiende en bastantes páginas nuestro autor, la
ortodoxia etnológica obligaba a los oficiantes a llevar a cabo un trabajo de campo,
consistente en el estudio de culturas ajenas, ágrafas, primitivas: de allí, de la jungla,
extraerían los antropólogos la función acreditativa de su experiencia. Para ello
debían trasladarse a tribus distantes permaneciendo entre los nativos durante una
larga temporada, haciendo observación participante, convirtiéndose ellos mismos
en mirada y en registro, dotándose, en fin, de un informante ducho, hábil, capaz de
trasmitir datos y más datos del universo cultural al que accedían esos extranjeros
inquisitivos y objetivos. Transcurrido dicho plazo, regresaban a la metrópoli y
convertían aquellas informaciones etnográficas en material etnológico, un análisis y
especulación acerca de los modos de vida de los salvajes. Ese tiempo, el de la
antropología clásica, ha pasado, como ha pasado también el modelo hierático y
grave del investigador frío y distanciado, como ha pasado la prosa apodíctica,
severa y defensiva con que se revestían los investigadores. Eso mismo lo admitía
hace años el propio Geertz en El antropólogo como autor.
Por un lado, es ya común y repetido insistir en el escándalo que supuso en
1967 la aparición de los Diarios de Malinowski (A Diary in the Strict Sense of the
Term): aquel que encarnara mejor e idealmente la imagen precisa del observador
participante desmentía punto por punto, en la intimidad llorona y desgarrada de su
dietario, la corrección discursiva y la ortodoxia sentimental que se suponían
virtudes del antropólogo. Por otro, ya es obvio y reiterado advertir acerca de la
desaparición del tradicional objeto etnográfico: en efecto, al menos desde la última
posguerra mundial, insiste Geertz, los antropólogos habrían visto desaparecer su
objeto, los salvajes en extinción, un objeto sometido a la contaminación, a la
homogeneización, a la globalización crecientes de los hábitos y de los recursos
culturales. Ante estos problemas, que llamaremos la intimidad de Malinowski y la
contaminación del primitivo, deberíamos preguntarnos cuáles han sido las
soluciones adoptadas. ¿Cómo se ha salido de este atolladero epistemológico, el de
la mirada y el del sentimiento inconsciente o reservadamente etnocéntricos? ¿Y
cuáles han sido los nuevos objetos que han reemplazado o se han añadido a los
salvajes impuros? Las soluciones adoptadas por Clifford Geertz no son dos ni se
dan separadamente, sino que se aprecian en su obra temprana y madura, en sus
primeros libros y en las Reflexiones. Con toda probabilidad, lo que para tantos
antropólogos fueron problemas u obstáculos de una fase crítica de su disciplina,
para Geertz fueron estímulos y acicates intelectuales, para sí y para hacer más
compleja la investigación etnológica. Como ha repetido insistentemente, la
respuesta dada a la crisis del objeto etnográfico fue la de multiplicarlo y la de
aceptarlo en lo que tenía de híbrido y contaminado, contrastándolo con lo cercano
o incluso lo propio como dominios en los que también se aloja la alteridad. En esta
tarea, la labor del antropólogo ya no es, ya no puede ser, el trabajo de quien tiene
toda la autoridad y todo el saber para revelar lo que es opaco al etnografiado. En el
etnólogo de Geertz y en el ciudadano frágil y liberal que él asume, reivindica y
expresa, hay la figura del saber tentativo, la figura de quien debe emprender un
costoso proceso de averiguación y de interpretación. Es éste un saber que está
inscrito en el analizado y en el analista y que el antropólogo deberá traducir. El
tránsito de uno a otros es, en efecto, un ejercicio de traducción, una tarea
propiamente translaticia, una labor de captación interna que obliga a una
inteligibilidad émic (la perspectiva del analizado) que concluirá con una
transposición étic (el enfoque del analista). Precisemos algo más.
El trabajo de campo de Geertz se repartió desde los años sesenta entre Java,
Bali y Marruecos, como él mismo nos recuerda al principio de Reflexiones. En
dichos lugares apreció los modos de organización social, las formas de
representación, de designación y de reglamentación cultural del nativo, un nativo
que ya no aparece en sus libros como ese otro radicalmente extraño, sino como un
tipo particular que recibe esquemas perceptivos, normas y tradiciones y que aplica
consciente o inconscientemente para salir airoso de la prueba que es siempre vivir.
La antropología, contemplada desde esta perspectiva, ya no es la exégesis de la
alteridad ignota, inefable, inaudita, sino la interpretación de cada una de las formas
de acción que están reguladas culturalmente. Por eso, Java, Bali o Marruecos no
son un destino exótico y distante, un lugar alejado en el que no nos reconocemos,
sino un espejo deformante en el que apreciamos conductas humanas, soluciones
humanas, prácticas humanas, un banco de pruebas en el que confrontar la
existencia propia. Si las hormas con que los otros regulan su vida pueden ser
analizadas, también la nuestra podrá ser interpretada y revelada. Por tanto, el objeto
de la antropología ya no es el nativo peculiar, irrepetible y extraño. Y eso, al menos,
por dos razones: porque ya no hay ese salvaje añorado, temido y descrito
idealmente en la fase clásica de la etnología, aquejada del pecado colonialista y
etnocéntrico, y, en fin, porque la multiplicación de las comunicaciones y de la
hibridación nos hacen a todos interpretables, observables. Geertz aprecia en los
otros su lógica, sus formas de conducta, su modos de existencia, sus hormas
culturales, pero de esta investigación extrae una enseñanza más general: también
lo propio puede ser objeto de una hermenéutica.
Decía Flaubert que cualquier cosa observada atentamente comienza a ser
interesante, extraña incluso. Es decir, deberíamos hacer propia una actitud de
prudente extrañamiento no tomando como evidentes asuntos que creemos
familiares ni concibiendo como inabordables manifestaciones que nos chocan. Lo
que suponemos cercano o distante, lo que juzgamos conocido o ajeno, forman una
red que exige un esfuerzo interpretativo cuyo acierto no está dado de una vez para
siempre. Observar así las cosas es –decía Geertz en un pasaje muy conocido de
una obra anterior— como leer una especie de “manuscrito extranjero, borroso,
plagado de elipsis, de incoherencias, sospechosas enmiendas y de comentarios
tendenciosos”. Por eso, la cultura propia que rige nuestra existencia y que se
manifiesta y se materializa en distintos productos y elaboraciones, no es obvia y
puede ser atentamente apreciada, distinguida, analizada. Más aún: de lo que se
trata es de averiguar cómo construimos las cosas y los actos, cómo emprendemos
esa tarea trivial pero decisiva que es dispensar sentido, porque la acción sólo se
acomete cuando los objetos y las personas tienen un significado, como ya
admitiera Geertz citando a Max Weber en La interpretación de las culturas. Esa
vertiente hermenéutica está presente en la obra temprana, vasta y plural de nuestro
autor, pero su mirada, la comprensión a que se compromete, no acaba en la
captación del lenguaje y del sentido del observado, sino que se lleva más allá.
Vemos, distinguimos, apreciamos, damos con el sentido, pero luego,
inmediatamente, traducimos, trasladamos ese repertorio de instrumentos
culturales, ese texto que es la cultura, a otro texto que es nuestra propia
concepción del mundo. Lo que Geertz nos enseña, pues, es que la tarea etnológica
no acaba con la recopilación etnográfica, sino que –como indicábamos-- el
antropólogo prosigue su labor llevando a cabo un empresa translaticia, una
transposición que acerque aquellos significados a la cosmovisión propia y a la de
sus destinatarios. Es, por tanto, un trabajo de conversión que permita transitar de
una cultura local a otra cultura que también es local.
Para Geertz, en una acepción remotamente aristotélica, el hombre, desde
niño, es un ser con capacidades abiertas, con posibilidades que se actualizarán o
no, que se ejecutarán de un modo u otro, de acuerdo con sistemas simbólicos o
estructuras de significado. A esos sistemas o estructuras los llamamos cultura y las
culturas son defensas humanas contra la naturaleza, contra la incertidumbre y
contra el caos, modos de ordenar la vida, de oponer resistencia a la
equiprobabilidad de los sentidos. No podemos vivir solos, sin cualidades culturales
prestadas por la sociedad que nos acoge. La incomunicación, el silencio, el
aislamiento, si tales cosas fueran posibles, nos hundirían en el delirio, en efecto.
Nadie escapa ni puede escapar a esa gramática que nos regula y que nos impone
un limitado repertorio de conductas posibles. Permítaseme un breve excursus que
sirva para ilustrar con sencillez y con útiles propios lo que Geertz nos dice a
propósito de la cultura como sistema de significaciones en el que crecemos y nos
actualizamos. De todos los casos posibles, propongo el de los relatos infantiles,
asunto que sólo trata marginalmente nuestro antropólogo al abordar la dimensión
narrativa en la psicología de Jerome Bruner. Este asunto, sin embargo, es
coherente con su análisis y es precisamente decisivo, incluso subversivo –dice
Geertz-- para entender el comportamiento humano más allá de la analogía mente-
ordenador que el cognitivismo temprano propuso. Haré un híbrido probablemente
imperdonable para los especialistas, para los expertos, dado que esta versión de lo
que es el cuento mezcla de manera expresa referentes varios. Con ello, no creo ni
deseo decir nada original ni creo tampoco traicionar a los autores en quienes me
inspiro y, además, lo hago al modo de Geertz, que trata un asunto y se sirve de las
teorías como si de una caja de herramientas se tratara o, mejor aún, como si su
tarea fuera la de componer un inmenso collage cultural en donde mezclar con
deliberada confusión restos, trozos y retales.
El cuento infantil apacigua, retiene al niño en su lecho y le adormece. La
expresión, el tono monocorde, una prosodia adecuada tienen ese objetivo:
aquietarlo, tranquilizarlo, sosegarlo. La voz es aquí una suerte de salmodia o
adormidera que lenta o rápidamente va provocando sus efectos. Pero un cuento no
es sólo la ley a que está obligado cada noche el niño o la palabra que siempre se le
repite por la figura benevolente o acogedora que se ocupa de él, es también la
Palabra, la Ley, una de las vías de ingreso de ese ser en la humanidad que le rodea.
La Palabra es, desde luego, el momento de acceso a la cultura, un momento o
proceso que nos aparta definitivamente de la relación fusional con la madre
originaria. Reparemos en un tipo especial de cuentos, en aquellos en que los
relatos infantiles presentan una circunstancia excepcional, la ruptura de un orden,
la quiebra de un mundo en el que nadie estaba en principio obligado a comportarse
como un tipo corajudo. Un tesoro arrebatado o cualquier otro latrocinio, una
princesa injustamente secuestrada, un crimen o cualquier otro delito por el que
hacer reparar la ofensa, son las causas de esa excepcionalidad, de ese desorden, la
razón que el héroe se da para abandonar la casa familiar, para viajar, para apoyarse
en donantes generosos, para evitar a ayudantes mendaces, para enfrentarse a un
adversario feroz. Ese héroe aprende a serlo, pero sobre todo aprende a sacar de su
interior el conjunto de cualidades que lo embellecen y que hacen de él un individuo
valiente, las virtudes que lo ennoblecen y que son la expresión de la rectitud, de la
corrección, de lo necesario. El niño se adormece con los cuentos, pero sobre todo,
con la resolución del enigma o del misterio o con la restauración del orden, recibe
una lección y un repertorio de significados sobre lo valioso, sobre lo apreciado,
sobre lo que hay que hacer. Los relatos infantiles, como tantos otros elementos o
útiles de las sociedades, son así un recurso cultural de que disponemos para
transmitir sentido a las cosas posibles que nos acaecen. Desde niños, somos pura
posibilidad en espera de ser actualizada, limitada por nuestro equipaje genético y
constreñida por el medio en el que nos desenvolvemos. Pero somos copartícipes
de ese sistema que nos moldea, lectores u oyentes de un repertorio de textos que, a
su vez, constituyen un gran texto que es nuestra cultura. Pero, quizá, el ejemplo de
los cuentos infantiles, que es útil para entender lo que la cultura empieza haciendo
por nosotros, no sea a la postre muy pertinente para entender la posición final del
etnólogo Geertz. Veamos por qué.
Si las culturas, dice Geertz, son sistemas o estructuras es porque sus partes
están trabadas entre sí por una red de relaciones, y porque esa urdimbre no es
azarosa, sino que está sometida a unas reglas, a una gramática. Pero esa cultura,
que hoy es un repertorio de hibridaciones, no es ya ni puede ser un todo coherente.
Los cuentos –como otros artefactos consoladores que han generado las culturas
del pasado-- nos daban una imagen estable del mundo, un mundo ya desaparecido
y hecho de áreas internamente congruentes. Del estado de cosas actual y, sobre
todo, de los relatos del antropólogo, no puede extraerse nada parecido, ya que el
diagnóstico revela y pregona el desorden, la variedad, la diferencia y la pluralidad
interculturales e intraculturales, “una era de enredos dispersos”, apostilla. Vivimos,
dice Geertz, en un mundo hecho pedazos, sin estabilidad ni coherencia, y ello no
tiene reparación. No es posible ni deseable la supeditación de los individuos a los
atributos que los atan real o presuntamente a la comunidad de pertenencia. Hacerlo
es atentar contra aquéllos en la medida en que los unifican y los reúnen bajo un
mismo perfil, en la medida en que los hacen copartícipes voluntarios o
involuntarios de unos mismos lazos, unos rasgos predefinidos que tapan u ocultan
la diversidad, unos rasgos primarios irrevocables que impiden la diferencia. Los
individuos tienen múltiples identidades e incluso identidades en conflicto,
identidades en liza y de difícil acomodo interior; los individuos crecen, maduran y
se socializan acogiéndose a numerosas definiciones de sí mismos que se suceden
o que se expresan simultáneamente. Ése es el mundo hecho pedazos de Geertz.
Hay una pluralidad lingüística y cultural en el mundo, pero hay sobre todo
una pluralidad lingüística y cultural dentro de mí. No me pidan que sea sólo de un
sitio, porque cada uno de nosotros reproduce sabiéndolo o sin saberlo un
repertorio de diferencias, de voces, de pertenencias, de adhesiones, de fidelidades
que lo hacen distinto y disidente de aquellos que cree sus iguales. Los otros son
portadores de atributos y de rasgos que me desmienten, y mis cualidades, que no
casan bien y de una vez para siempre, me cambian y los desmienten a ellos. Habrá
que idear marcos de convivencia en el que dar cabida a las diferencias individuales
que son resultado de diferencias culturales plurales sin exigir de cada uno que sea
idéntico a sí mismo con una sola definición. La clave no es la comodidad
indiscutida conmigo mismo o con aquellos que llamo mis iguales, la de quien
permanece ciego a lo que le es vecino y le desmiente, sino la incomodidad
universal, el reconocimiento de la inquietante extranjeridad que me habita, la
globalización efectiva que me atraviesa y sobre la que yo mismo emprendo
averiguaciones. Por eso, el resultado es, para nuestro antropólogo, la comprensión
de la cultura como un repertorio de interpretaciones; y al decirlo así, señala lo
importante, lo decisivo, aquello que forma parte de nuestro debate contemporáneo,
de ese mundo hecho pedazos, fragmentos, discursos, elaboraciones que fluctúan y
que se contaminan. ¿Cómo no ser liberal después de esa conclusión? ¿Cómo no
profesar los principios de la tolerancia liberal, esos principios que –a juicio de
Geertz—“son todavía nuestra mejor guía”? Hay que seguir defendiendo “su
resuelto individualismo, su énfasis en la libertad, en el procedimiento, en la
universalidad de los derechos humanos y (...) su preocupación por la distribución
equitativa de las posibilidades de vida”. Pero no se engaña. Hay mucho que
transitar aún, pues es preciso, apostilla Geertz, “el desarrollo de un liberalismo con
el coraje y la capacidad de comprometerse con un mundo diferenciado, uno en el
que sus principios ni están bien comprendidos ni son ampliamente mantenidos”.


− bra indispensable para el estudio antropológico.
Sobre el autor

Vida

Después de servir en la Marina de los Estados Unidos durante la Segunda Guerra


Mundial (1943-45), Geertz estudió en el Antioch College, donde obtuvo el grado de
bachiller en 1950; más tarde se doctoró en Harvard como doctor en Filosofía en 1956.
Pasó por varias escuelas antes de formar parte del equipo de antropólogos de la
Universidad de Chicago (1960-70); posteriormente se convirtió en profesor de ciencias
sociales del Institute for Advanced Study en Princeton de 1970-2000, donde fue emérito
hasta su muerte, el 30 de octubre de 2006. Recibió un doctorado honorífico del Bates
College en 1980.

Pensamiento y obra

En la Universidad de Chicago, Geertz se convirtió en el "campeón de la antropología


simbólica", que pone particular atención al papel del imaginario (o 'símbolos') en
la sociedad. Los símbolos son el marco de la actuación social. La cultura, según la define
Geertz en su famoso libro La interpretación de las culturas (1973), es un "sistema de
concepciones expresadas en formas simbólicas por medio de las cuales la gente se
comunica, perpetúa y desarrolla su conocimiento sobre las actitudes hacia la vida." La
función de la cultura es dotar de sentido al mundo y hacerlo comprensible. El papel de
los antropólogos, por tanto, es intentar (pues la comprensión total de los hechos
sociales no es posible) interpretar los símbolos clave de cada cultura (a esto
se llama descripción densa).

Geertz sostenía que para estudiar la cultura desde un punto de vista antropológico, es
imposible aplicar una ley o una teoría determinada, la única manera de estudiar las
conductas humanas dentro del contexto cultural al cual pertenecen, es a través de la
experiencia y de la observación del investigador, de esta manera las manifestaciones
de cada cultura, según Geertz, deben ser estudiadas de la misma manera que la
arqueología estudia el suelo, “capa por capa”, desde la más externa, es decir desde
aquella en donde los símbolos culturales se manifiestan de manera más clara, hasta la
capa más profunda, donde se encuentra la matriz de estos símbolos a los cuales hay
que identificarles el significado, dejando de lado los aspectos ontológicos del mismo.

Geertz condujo numerosas investigaciones etnográficas en el Sudeste asiático y África


del Norte. Además ha realizado importantes aportaciones a la teoría social y cultural, y
continúa como una voz importante en el giro del interés antropológico hacia los marcos
simbólicos en los que los pueblos viven sus propias vidas. Ha trabajado sobre religión,
especialmente sobre el Islam, sobre los bazares comerciales tradicionales, ha indagado
en el desarrollo económico y en la estructura política; así como en la vida aldeana y
familiar. Hasta su muerte estuvo trabajando de manera general en la cuestión de la
diversidad étnica y sus implicaciones en el mundo moderno.

Publicaciones

The Religion of Java (1960)


Pedlars and Princes (1963)
Agricultural Involution: the process of ecological change in Indonesia (1964)
Islam Observed, Religious Development in Morocco and Indonesia (1968)
The Interpretation of Cultures (1973)
Negara: The Theater State in Nineteenth Century Bali (1980)
Local Knowledge. Further Essay in Interpretative Anthropology (1983)
Works and Lives: The Anthropologist as Author (1988)

Ediciones en español

(2002) Reflexiones antropológicas sobre temas filosóficos, Paidós Ibérica. ISBN 978-84-
493-1174-1.
(1999) Negara: el Estado-teatro en el Bali del siglo XIX, Paidós Ibérica. ISBN 978-84-493-
0806-2.
con Clifford, James (1998). El surgimiento de la antropología posmoderna, Gedisa. ISBN
978-84-7432-447-1.
(1997) El antropólogo como autor, Paidós Ibérica. ISBN 978-84-7509-524-0.
(1996) Tras los hechos: dos países, cuatro décadas y un antropólogo, Paidós Ibérica.
ISBN 978-84-493-0250-3.
(1996) Los usos de la diversidad, Paidós Ibérica. ISBN 978-84-493-0233-6.
(1994) Conocimiento local: ensayos sobre la interpretación de las culturas, Paidós
Ibérica. ISBN 978-84-493-0026-4.
(1994) Observando el Islam, Paidós Ibérica. ISBN 978-84-7509-978-1.
(1988) Interpretación de las culturas, Gedisa. ISBN 978-84-7432-333-7.

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