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Diego Rivera

(Guanajuato, 1886 - Ciudad de México, 1957) Muralista


mexicano. Los artistas mexicanos Diego Rivera, David
Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco conforman la
tríada de los máximos representantes del muralismo
mexicano, escuela pictórica que floreció a partir de los años
veinte del pasado siglo.

Diego Rivera

Las características fundamentales de esta tendencia son la


monumentalidad, que apunta a conseguir una mayor gama
de posibilidades comunicativas con las masas populares
(algunos de los gigantescos murales sobrepasan los
cuatrocientos metros cuadrados); la ruptura con la tradición
academicista y la asimilación de las corrientes pictóricas de
la vanguardia europea (cubismo, expresionismo), con las
que los artistas mexicanos tuvieron oportunidad de entrar
en contacto directo, y la integración de la ideología
revolucionaria en la pintura, que según ellos debía expresar
artísticamente los problemas de su tiempo.
No menos importante es el hondo arraigo de su arte en las
tradiciones autóctonas de México: la del grandioso pasado
artístico prehispánico (donde la pintura mural fue una
práctica constante) y la de la estampa popular mexicana
(en la que brilla el legado de José Guadalupe Posada).
Biografía
Formado en la Escuela de Bellas Artes de San Carlos de la
capital mexicana, a la que se había trasladado con su
familia a los seis años de edad, Diego Rivera estudió luego
por espacio de quince años (1907-1922) en varios países
de Europa (en especial, España, Francia e Italia), donde se
interesó por el arte de vanguardia y abandonó el
academicismo. Las obras de este período reflejan, por un
lado, un acusado interés por el cubismo sintético de Juan
Gris (El guerrillero, 1915), asumido en su etapa parisina, y
por otro una gran admiración por los fresquistas italianos
del Quattrocento (y en especial, por Giotto), lo que motivó
su alejamiento de la estética cubista anterior.
Identificado con los ideales revolucionarios de su patria,
Rivera volvió desde tierras italianas a México (1922), en un
momento en que la revolución parecía consolidada. Junto
con David Alfaro Siqueiros se dedicó a estudiar en profundidad
las formas primitivas del arte azteca y de la cultura maya, que
influirían de manera significativa en su obra posterior. En
colaboración con otros destacados artistas mexicanos del
momento (como el propio Siqueiros y José Clemente Orozco),
fundó el sindicato de pintores, del que surgiría el
movimiento muralista mexicano, de profunda raíz
indigenista.
Diego Rivera y Frida Kahlo

Durante la década de los años 20 recibió numerosos


encargos del gobierno de su país para realizar grandes
composiciones murales; en ellas, Rivera abandonó las
corrientes artísticas del momento para crear un estilo
nacional que reflejara la historia del pueblo mexicano,
desde la época precolombina hasta la Revolución, con
escenas de un realismo vigoroso y popular, y de colores
vivos. En este sentido son famosas, por ejemplo, las
escenas que evocan la presencia de Hernán Cortés en tierras
mexicanas (por ejemplo, la llegada del conquistador a las
costas de Veracruz, o su encuentro en Tenochtitlán con el
soberano azteca Moctezuma Xocoyotzin).
La plenitud del muralismo

La obra de Diego Rivera (y la del movimiento muralista


como arte nacional) alcanzó su madurez artística entre
1923 y 1928, cuando realizó los frescos de la Secretaría de
Educación Pública, en Ciudad de México, y los de la Escuela
Nacional de Agricultura de Chapingo. El primero de estos
edificios posee dos patios adyacentes (de dos pisos cada
uno) que el artista cubrió en su totalidad con sus pinturas
murales. El protagonista absoluto de estos frescos es el
pueblo mexicano representado en sus trabajos y en sus
fiestas. Rivera escribió que su intención era reflejar la vida
social de México tal y como él la veía, y por ello dividió la
realidad en dos amplias esferas: la del trabajo y la del ocio,
y las distribuyó en zonas arquitectónicas separadas.
En la serie de murales realizados en 1927 en la Escuela
Nacional de Agricultura de Chapingo, Rivera representó su
particular visión de la revolución agraria de México haciendo
uso de estereotipos extraídos de la pintura religiosa. Esto se
evidencia en la Alianza obrero-campesino, El reparto de
tierras o Revolución-Fructificación, cuyo referente inmediato
son Las exequias de San Francisco que se encuentran en la
catedral florentina. Ambos ciclos murales, el primero de
reivindicación nacionalista, el segundo de carácter
conmemorativo, encarnan la culminación de un nuevo
lenguaje figurativo.
Pero donde verdaderamente Rivera creó una imagen visual
de la identidad mexicana moderna fue en los frescos que, a
partir de 1929, pintó en el Palacio Nacional de México. La
narración, que ilustra la historia del país desde la época
precolombina, ocupa las tres paredes que se localizan
frente a la escalinata principal del edificio. La pared central
recoge el período que va desde la conquista española de
México en 1519 hasta la revolución, representada a través
de sus grandes hitos. En el de la derecha se describe una
visión nostálgica e idealizada del mundo precolombino,
mientras en la izquierda se ofrece la visión de un México
moderno y próspero.
El desembarco de los españoles en Veracruz  (Palacio Nacional de México)

La reconstrucción épica que Rivera hace de la historia


nacional se basa en la heroica lucha de liberación colonial, y
las imágenes poseen un mensaje inequívoco en el que se
pone de relieve la opresión de la población indígena y
campesina, a la par que se satiriza con dureza a las clases
dominantes. La idealización deliberada del mundo
prehispánico, poniendo énfasis en la figura del indígena
como representación simbólica de las virtudes nacionales,
contrasta con el mundo de los colonizadores europeos, con
el objetivo de exaltar la singularidad de la identidad
mexicana tanto frente a los extranjeros como frente a los
dictadores internos.
Últimos años
Rivera reflejaba así su adhesión a la causa socialista en sus
realizaciones murales; de hecho, reafirmó siempre su
condición de artista comprometido políticamente, y fue uno
de los fundadores del Partido Comunista Mexicano. Visitó la
Unión Soviética en 1927-28, y, de nuevo en México, se casó
con la pintora Frida Kahlo, que había sido su modelo. Fue una
relación tempestuosa a causa de la irrefrenable afición de
Rivera a las mujeres (llegó a tener como amante a Cristina
Kahlo, la hermana menor de Frida), pero la compenetración
entre ambos dio lugar también a etapas de paz y
creatividad, y la casa de la pareja en Coyoacán se
convertiría en centro de singulares tertulias políticas y
artísticas.

El hombre controlador del universo  (1934), reelaboración del mural El hombre en la


encrucijada del Centro Rockefeller de Nueva York, que fue destruido.
Entre 1930 y 1934 Rivera residió en Estados Unidos. Entre
las obras que realizó en este período merece ser destacado
el conjunto que pintó en el patio interior del Instituto de las
Artes de Detroit (1932-1933), donde hizo un exaltado
elogio de la producción industrial. Concluidos estos frescos,
comenzó la elaboración de un gran mural para el
Rockefeller Center de Nueva York. Bajo el lema El hombre en
la encrucijada, Rivera pintó una alegoría en la que ciencia y
técnica otorgan sus dádivas a la agricultura, la industria y la
medicina, pero la inclusión de la figura de Lenin en un lugar
destacado entre los representantes del pueblo provocó una
violenta polémica en la prensa norteamericana.
Ante la negativa de Rivera de suprimir la figura del líder
soviético, la controversia se zanjó con la destrucción del
fresco. Con algunas modificaciones y un nuevo título (El
hombre controlador del universo), Rivera volvería a pintar el
mismo tema en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de
México en 1934. De 1936 a 1940 Rivera se dedicó
especialmente a la pintura de paisajes y retratos. Ensayista
y polémico, publicó junto a André Breton un Manifeste pour l'Art
Révolutionnaire (1938).

Detalle del mural Sueño de una tarde dominical en la alameda  (1947)


En la década de los cuarenta continuó desarrollando su
actividad de muralista en diversos sitios públicos, y sus
obras siguieron provocando polémicas; la más famosa de
ellas fue Sueño de una tarde dominical en la alameda (1947), retrato
de un paseo imaginario en que el que coinciden personajes
destacados de la historia mexicana, desde el periodo
colonial hasta la revolución. En este mural colocó la frase
"Dios no existe" en un cartel sostenido por el escritor ateo
del siglo XIX Ignacio Ramírez el Nigromante, hecho que generó
virulentas reacciones entre los sectores religiosos del país.
El pintor mexicano legó a su país sus obras y colecciones:
donó al pueblo un edificio construido por él, la Casa-Museo
Anahuacalli, donde se conservan sus colecciones de arte
precolombino, y su casa en México D.F. fue convertida en el
Museo Estudio Diego Rivera, que alberga obras y dibujos
suyos, así como su colección de arte popular.

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