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principal El simbolismo de lo femenino | dossier María Zambrano


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Editor General
Leandro Pinkler
Sección Letras
Editora
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Diseño
Adriana Manfredi - Agustina Zwiener
Producción Editorial
María Eugenia Romero
Impreso en
Gráfica Polar
Buenos Aires, Argentina.
Web Master
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Colaboran en este número Guillermo Sucari, Pablo Maurette, Esteban Ierardo, Olivia
Cattedra, María del Carmen Calvo, María Eugenia Romero, Andrea Paula De Vita,
Valentín Romero, Francisco García Bazán, Bernardo Nante, María Zambrano.

Registro de la propiedad intelectual Nº 537916


www.editorialelhilodeariadna.com.ar
El próximo número estará dedicado a “El libro
rojo de Carl G. Jung”

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Pessoa, y más. Eros y Dioniso (Mitología de las fuerzas vitales).
Por Lic. Leandro Pinkler.
índice
6 editorial
Por Leandro Pinkler

principal / El simbolismo de lo femenino


La presencia de la diosa
12 El culto de la Diosa Madre: un recorrido
por la mitología femenina
Por Guillermo Sucari
32 Una aproximación al mito de Hécate
Por Pablo Maurette
40 Afrodita.Y los poderes de la diosa del amor
Por Esteban Ierardo
54 Saranyû, la impetuosa
Por Olivia Cattedra

Aspectos de lo femenino
70 Con voz de mujer
Por María del Carmen Calvo
80 La amenaza de Lulú. Las fuerzas elementales
del principio femenino en la vida moderna
Por María Eugenia Romero
88 La tradición musulmana y la interpretación de lo femenino
Por Andrea Paula De Vita

El simbolismo de lo femenino en las


tradiciones sagradas y en la literatura
102 Aspectos del anima. Una mirada junguiana
del simbolismo lunar alquímico
Por Valentín Romero
116 La figura de la Sofía gnóstica o el drama del amor en sí
Por Francisco García Bazán
130 Lo Eterno Femenino nos lleva a lo alto. Una reflexión
en torno al Fausto de Goethe
Por Bernardo Nante

thesaurus
144 El rey y el cadáver
Extracto de los cuentos de Heinrich Zimmer
152 El Jefe Seattle

Dossier María Zambrano


158 Eloísa o la existencia de la mujer
Por Leandro Pinkler

editorial

Cada uno de nosotros es un símbolo de ser humano


Platón Banquete

La revista El hilo de Ariadna en el transcurso de siete volúmenes realizados se ha


internado en las profundidades de la foresta de símbolos tradicionales (de la Al-
quimia, del Misticismo, del esoterismo de Dante, del misterio del Grial y de mu-
chas otras visiones) para marcar el camino que decidimos elegir. Porque como
se ha dicho de distintas maneras: Este camino es para los que quieren encontrar en
lugar de seguir buscando. Pues encontrar significa encontrar un camino para buscar;
en cambio seguir buscando no lleva más que a vivir probando cosas sin tomar una
decisión de compromiso. Y el espíritu de la época reclama una decisión.

La realidad actual del mundo globalizado parece presentar un campo de batalla


entre un materialismo sacado de quicio que pretende explotar las provisiones de
toda la tierra en una carrera autodestructiva demencial, y un conjunto cada vez
mayor de gente que está creciendo en su conciencia y percibe la necesidad de
despertar las energías espirituales latentes. La actitud colectiva más difundida se
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despliega en una negación total de la esencia de la vida. Y en tanto la condición


humana sólo encuentra un sustento auténtico en la realidad de lo sagrado, el
desarrollo tecnológico civilizatorio adquiere la forma de una sombra que todo lo
profana. Por el contrario la conciencia que despierta se abre al misterio de la vida,
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de la relación del ser humano con el cosmos y con Dios en las diversas formas
en que las distintas culturas lo han planteado. Y en ese momento, ante el que
tiene una búsqueda sincera de conocimiento, se enciende el milenario tesoro
simbólico de las tradiciones espirituales de Oriente y de Occidente; y se llega
a la certeza de que existe una llama viva del saber como una fuente inagotable.
De otra manera, la mente mecánica se satura en la ingestión de imágenes digi-
talizadas y de información desordenada y queda aturdida, sin espacio para otra
calidad de impresiones.

En todo sentido la intención de El hilo de Ariadna ha sido simplemente la de


construir un puente, de desarrollar una mediación entre el universo de la Sophia
perennis –la llamada Tradición Primordial– y el mundo cotidiano contemporáneo.
Tal mediación –como lo han señalado los investigadores más lúcidos del siglo
XX– se manifiesta en la dimensión simbólica que produce un impacto profundo
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en la psique humana. Porque los símbolos son las manifestaciones en el mundo


visible de la dimensión sutil y eterna, y nos conducen de la aparente falta de
sentido al núcleo de la rueda de donde parten todos los rayos, a la armonía inma-
nifiesta, más poderosa que la manifiesta, según las palabras de Heráclito.
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Ciertamente las tradiciones son antiquísimas y las condiciones materiales han
variado muchísimo pero el encuentro consigo mismo sigue estando sujeto a la
necesidad de encontrar un tiempo para la contemplación, y ese tiempo es cada
vez más huidizo en las situaciones poco naturales creadas por las sociedades
actuales –postmodernas, postindustriales, posthumanas, postergadas– y como
ha dicho el sabio Epicuro mucho antes del stress tecnológico: cada uno muere sin
encontrar serenidad. De tal manera vivimos en estado de fragmentación, aliena-
ción, anhelo insatisfecho que se quiere saciar con cualquier cosa.

En El Banquete de Platón, en uno de los textos más referidos de la filosofía, se


encuentra un mito singular. Cuenta que el ser humano perdió su estado primor-
dial al ser cortado en dos partes por los dioses, y de cómo a resultas de eso surgió
Eros, como deseo de unión. El texto presenta una bella complejidad y habla de
la existencia de tres tipos de seres análogos en su constitución al carácter del
sol, de la tierra y de la luna. Entre estos tres se hallaba el andrógino, la unión
de lo masculino y lo femenino. Todos manifestaban una insolencia orgullosa
–hybris– ante el plano divino y por esa razón estos seres primordiales fueron
cortados, como los pescados son divididos en dos. Y así muestra Platón que el
deseo –eros– nace como un intento de recuperar la integridad perdida. Desde el
momento mismo en que fuimos divididos nos convertimos en seres parciales y
de las maneras más extrañas buscamos la unidad:

Cada uno de nosotros es un símbolo –sýmbolon– de ser humano por haber sido seccio-
nado de uno en dos. ( Platón Banquete 191 d 5 ).

La frase conlleva toda una serie de significados y nos sirve a la vez como una
descripción sintética de lo que la palabra símbolo significa etimológicamente.
Sýmbolon en griego deriva del verbo symbállein : arrojar –bállein– conjuntamente,
por el prefijo sym. Y esta expresión tiene su origen en el hecho concreto de que
para indicar que alguien tenía una función, como una contraseña, se partía un
objeto por la mitad– una tablilla, una cerámica, una vértebra animal –y se daba
cada mitad a dos personas. Al volverse a poner juntas, como la forma de partirse
marca claramente la pertenencia de una a otra, se atestiguaba la autenticidad
de quien la traía. Así al mostrar una parte, el sýmbolon, tiene que unirse con la
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otra para precisar su mutua relación en la unidad que las contiene. Del mismo
modo la imagen platónica muestra que cada ser humano es un sýmbolon del ser
humano primordial en su integridad que fue partido en dos, y por eso tenemos el
deseo de integrarnos eróticamente. El mito del Uno que se convirtió en dos tiene
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muchas versiones –como la del Brihadaranyaka Upanishad en la tradición de la
India– y describe de forma nuclear la esencia de lo simbólico como acto de unión
de lo que está disperso, recordándonos tanto la marca de nuestra fragmentación
constitutiva como nuestro deseo de unidad.

El volumen 8 de El Hilo de Ariadna trata precisamente del simbolismo de lo


femenino y de su más bella epifanía, la mujer. Expresamos nuestro más cálido
agradecimiento para todos los colaboradores, muy en particular para María Eu-
genia Romero y Esteban Ierardo que no han dejado de participar ni un instante
en el camino recorrido. De esta manera El hilo de Ariadna concreta en los núme-
ros publicados una rica reunión de autores en torno de la vida espiritual de los
símbolos. Y todo lo realizado se debe muy especialmente a la colaboración con-
tinua de dos grandes estudiosos con ojos de fuego, que han trascendido su propia
enorme erudición para elegir las profundidades: el Dr. Francisco García Bazán y
el Dr. Bernardo Nante. Gracias a ellos y al compromiso cada vez más intenso de
Soledad Costantini, que ilumina el estilo y la estética de El Hilo de Ariadna, pode-
mos entrar en un horizonte de un más alto alcance que en el próximo volumen
continuará con los estudios simbólicos en EL LIBRO ROJO DE JUNG.

Leandro Pinkler
Abril de 2010

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elhilodeariadna

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La presencia de la diosa

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Guillermo Sucari | Pablo Maurette | Esteban Ierardo | Olivia Cattedra


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Por Guillermo Sucari

El culto de la Diosa Madre:


un recorrido por la mitología femenina
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Guillermo Sucari: Historia (UBA). Miembro del grupo de investigación del Centro
de Estudios Ariadna.
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A la Tierra, Madre Universal, cantaré, la de buenos fundamentos,
primigenia, que alimenta todo cuanto sobre la tierra existe;
tanto lo que por el suelo divino camina como lo que el ponto recorre
y cuanto vuela: todo ello se alimenta de tu riqueza.
Gracias a ti se vuelven los hombres ricos en hijos y frutos, augusta;
de ti depende el darles la prosperidad y el quitársela a los mortales hombres.

Himno Homérico a la Tierra Madre Universal

en el nivel más profundo y más arcaico de los pueblos primitivos una


divinidad predominaba sobre todas: la Diosa Madre, expresión de una creencia
que ya se encontraba generalizada en la última fase del Paleolítico y que luego
persistió en las aldeas neolíticas, cuando la vida de los hombres transcurría en
una cotidiana proximidad con la naturaleza.
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La generosa tierra, inagotable fuente generadora de vida y de sustento, se reve-


laba a los hombres como una teofanía, como una manifestación de lo divino.
Aquellos pueblos vivían bajo el signo de la identidad entre la existencia humana
y los fenómenos de la naturaleza; aprendieron sus secretos, sus ritmos y partici-
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paron del prodigio de sus dones, fundando en ella sus más profundas creencias.
Así es como la religión arcaica echó sus raíces en la tierra y no en el cielo, encon-
trando lo sagrado en la materia y no en el espíritu. El centro de su religiosidad
es el culto a la Diosa Madre: Inana entre los súmeros, Ishtar para los babilonios,
Anat para los cananeos, Astarté para los fenicios, Isis en Egipto, la Cibeles de los
frigios, la Deméter de los griegos. Todos sus nombres son expresión común de
un mismo símbolo sagrado femenino.
Actualmente, a partir del contundente aporte de la arqueología, nadie discute la
preeminencia de las deidades femeninas en el registro más antiguo de la huma-
nidad. Su culto ha llegado hasta nosotros asociado a la fertilidad, pero en verdad
de ese modo se la contempló en un período más tardío. Si rastreamos su ámbito
original, la dimensión simbólica de la Diosa, como divinidad primordial, se nos
presenta con propiedades irreductibles, que no pueden ser limitadas a un solo
principio; si ella daba la vida, también la quitaba; proporcionaba la abundancia,
pero también la escasez, tal como lo expresa el himno que encabeza este artículo,
la Diosa era adorada como la que todo lo da pero también la que todo lo quita.
En los tiempos prehistóricos nuestras fuentes documentales son los hallazgos
arqueológicos. Se han encontrado más de treinta mil miniaturas en barro, hueso,
marfil, piedra, además de gran cantidad de vasijas pintadas e inscripciones en
una vasta región que se extiende desde los Pirineos hasta el Próximo Oriente.
Las estatuillas más antiguas están datadas aproximadamente en el 25.000 a. de
C. y durante milenios han sido el leitmotiv de un arte representativo que expre-
saba una profunda creencia en una divinidad generadora de vida que era objeto
de culto, la Madre Tierra, diosa nutricia, virgen que fecundaba sin intervención
sexual de lo masculino, pues ella en sí misma, era toda potencia creadora.
De este modo el mito de la diosa ha articulado períodos prehistóricos que perci-
bíamos fracturados entre sí: el Paleolítico superior y el Neolítico. Los hallazgos
de piezas prácticamente idénticas en regiones tan alejadas y sin contacto posible
entre sí, dan testimonio de la existencia de una matriz religiosa y cultural común
a los pueblos prehistóricos, un verdadero culto universal. Nos referimos a peque-
ñas figuras femeninas, en general con senos y nalgas exageradamente abultadas,
como la famosa Venus de Willendorf, o aquellas que solo tienen una forma trian-
gular que subraya los órganos generativos femeninos.
Gran cantidad de ellas fueron halladas en el interior de tumbas subterráneas
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colectivas, práctica que era habitual durante el Neolítico. La mayoría de los ente-
rramientos tenían forma de huevo o seguían la figura del triángulo púbico, con
pasillos interiores que salían a patios que dibujan en su recorrido el perfil de una
madre con las piernas abiertas como en posición de parto. Así la tumba era con-
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cebida como la matriz generativa en la que el muerto era colocado en posición
fetal, como quien queda esperando nacer.
En los sepulcros, la Diosa Madre es expresión de la unidad integradora de la
vida y la muerte en un ciclo común de nacimiento, muerte y regeneración, que
el hombre antiguo supo percibir e integrar en un mismo plano cósmico, en el
cual la muerte es preludio de un nacimiento y en el que rige una sola ley: la de la
materia, por la cual todo es perecedero, solo la tierra es eterna.
Para Marija Gimbutas, quien ha dirigido personalmente durante veinte años ex-
cavaciones arqueológicas en buena parte del territorio europeo, la evidencia no
solo está dada por lo hallado, sino también y a veces de modo mucho más signi-
ficativo, por lo no hallado: “No hay huellas en el arte paleolítico de figuras mas-
culinas ni del papel paterno en el proceso de procreación”, afirma la arqueóloga.
Aunque menos concluyentes, encontramos entre los especialistas una opinión
común en tres cuestiones fundamentales: la omnipresencia divina de lo femeni-

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Venus de Willendorf
no, la vasta propagación de su culto y la evidente subordinación de lo masculino
a lo femenino.
En la religión minoica que floreció en Creta durante la Edad de Bronce podemos
constatar este predominio. Antes de la llegada de los griegos a la isla no hallamos
ningún indicio de ciudades amuralladas, ni de armas de ningún tipo. Del mismo
modo las policromáticas imágenes decorativas halladas, en ningún caso repre-
sentan escenas de guerra, por lo contrario, el legado de los exquisitos artistas
minoicos abunda en motivos naturistas. Tampoco encontramos imágenes que
representen deidades masculinas, en cambio se reconoce claramente a la diosa
serpiente y el culto al toro, animales asociados a las fases lunares, a los ciclos de
la vegetación, a la fertilidad de la tierra, en suma, toda una simbología propia del
sistema mitológico de la Diosa Madre. La serpiente al mudar su piel es símbolo
de la continua regeneración de la naturaleza, del permanente ritmo creador de la
vida; a veces representada como ouroboros, la serpiente que se rodea a sí misma
y devora su propia cola, simboliza la eterna rueda de la vida, la continuidad más
allá de la muerte.
En las escenas retratadas predomina de forma notable la presencia de mujeres
en procesiones, sacrificios, danzas, lo que parece otorgar a la civilización creten-
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se todos los rasgos propios de una cultura de tipo matriarcal. Con las evidencias
que contamos no podemos decir mucho más que esto. La carencia de textos de la
época no permite que sea desplazado al ámbito político o social el incuestionable
predominio de lo femenino comprobado en el plano simbólico. Resulta forzado a
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Demeter de luto por Perséfone (fragmento), Evelyn de Morgan.


partir de los hallazgos arqueológicos construir un hecho histórico, tal como sería
argumentar la existencia de un orden inverso al patriarcado, en el que la mujer
ocupara el centro de un sistema social de un modo equivalente al del hombre en
las sociedades patriarcales posteriores, que sí son sociedades históricas.
Por eso llegados a este punto profundizamos nuestro enfoque allí donde pisa-
mos terreno firme: en el plano simbólico, que en absoluto por lo dicho, debemos
asimilar a lo irreal. Aquí sumamos al profuso material que la arqueología ha pro-
porcionado, otro no menos rico y revelador: el mito. En ese “tesoro de imágenes”
se encuentra la memoria de un mundo que solo allí se muestra. El mito es la voz
de lo que ha permanecido callado durante milenios atesorando un saber que si
bien ya no nos pertenece, no por ello debe ser desterrado al reino de la fábula.

Bachofen y la teoría del matriarcado

Tal cual lo advirtieron estudiosos como Walter Otto, Mircea Eliade o Karl Kerén-
yi, todos los acontecimientos del hombre de la antigüedad seguían el curso de
sus más sagradas creencias. Antes que todos ellos, así también lo entendió el
jurista y antropólogo suizo Johann Jacob Bachofen (1815-1887), quien, con sus
estudios basados fundamentalmente en la interpretación de los mitos, acuñó la
teoría del matriarcado en su obra publicada en 1861, Das Mutterrecht, traducido
como El derecho materno, sacando a la luz el lugar que la mujer ocupaba en el
mundo antiguo.
Su lúcida investigación se abrió paso en un camino inexplorado hasta entonces,
dando respuestas a preguntas que en su tiempo aún no habían sido formuladas,
por lo que su particular enfoque encontró reacciones de lo más diversas, desde la
más absoluta indiferencia y rechazo, hasta adhesiones tales como la de Friedrich
Engels en su obra Origen de la familia, la propiedad privada y el estado que reco-
nocía que sus investigaciones eran “una revolución completa” para cualquier
estudio de la historia de la familia.
Como estudioso de la historia de las leyes –era profesor de Historia del Dere-
cho Romano en la Universidad de Basilea, ciudad donde también ejerció como
juez– Bachofen sabía que en el derecho romano se había organizado la jerarquía
patriarcal ya consagrada en Occidente. Pero también advirtió, y en ello radica la
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originalidad de su pensamiento, que el derecho romano, como ley que emanaba


del poder de la razón, no había sido el derecho originario. El derecho primigenio,
muy por el contrario, procedía de la naturaleza, era la ley de la tierra, de la cual
derivó, posteriormente, lo que el llamó la ginecocracia, término de origen griego
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que traducimos como “poder de la mujer”, que en el lenguaje de Bachofen fun-
ciona como un sinónimo de matriarcado. Es por definición un derecho que no
proviene del poder sino de la potencia y es clave entender esta distinción que Ba-
chofen plantea entre potencia, como atributo natural y original anterior al poder,
que es una construcción elaborada a partir de la fuerza y la razón.
Conocedor de las fuentes históricas, Bachofen también supo buscar en los tes-
timonios de Heródoto, Polibio, Estrabón y Plutarco, entre otros, los indicios de
aquel orden arcaico en distintos pueblos de la Antigüedad: egipcios, licios, pue-
blos prehelénicos. En ellos encontró referencias acerca de la vigencia de un linaje
matrilineal, donde el padre no cuenta, es la madre la que transmite el nombre, la
que hereda y transfiere los bienes y finalmente, la que otorga la condición social
a su descendencia.
La investigación de Bachofen siguió un recorrido mito-simbólico, partiendo de
un postulado que orientó toda su investigación: “Solo hay una poderosa palan-
ca de toda civilización: la religión. Toda mejora, todo retroceso de la existencia
humana proceden de un movimiento que se origina en esta región superior. Sin
ella no se comprende ningún aspecto de la vida antigua, la época más primitiva
sería un enigma impenetrable”. Así, al definir a Egipto como la tierra de la gine-
cocracia por excelencia, lo hacía con el conocimiento que tenía sobre la primacía
del culto a la Diosa Madre Isis, símbolo de la tierra fecundada por las crecidas del
Nilo, principio masculino encarnado por Osiris.
Bachofen distinguió dos fases vitales de la existencia femenina: la más arcaica, a
la cual designa con el nombre del hetairismo afrodítico y la posterior, matrimonial
demétrica, tal como él las ha nombrado. En esta última se da lo que Bachofen
describe como la consagración de la ginecocracia, que en muchos casos no fue
obtenida de un modo pacífico, sino, como más adelante se verá, atravesando las
fronteras más extremas del ser femenino: el amazonismo.
Al primitivo hetairismo pertenece el telurismo más profundo, el de las regiones
húmedas que corresponde a la vegetación silvestre y exuberante de los panta-
nos que es autofecundada por la propia Naturaleza, sin intervención alguna del
hombre; en cambio la fase posterior y superadora, la que corresponde a la ins-
tauración del matrimonio, es propia de la región más elevada de la tierra, la de la
organizada vida agrícola.
El paso de una fase a la siguiente, refleja un tránsito en la evolución del hombre.
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La primera se monta sobre pequeñas comunidades de recolectores y cazadores,


que vivían dispersos entre sí en cuevas o chozas de madera y piel. Si siguiéra-
mos la cronología hesiódica pensaríamos en el hombre de la Edad de Oro, que
vive despreocupado, tomando los frutos que la generosa naturaleza pone a su
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disposición. La deidad dominante de este período es Afrodita, la diosa del amor,
del éxtasis, hechicera del amor desenfrenado que no puede quedar atrapada en
ningún vínculo, por eso el matrimonio resulta impensable en sus dominios.
Bachofen ha calificado este momento como de “una confusa promiscuidad”,
marcado por la inexistencia de vínculos formales en la relación entre los sexos.
Podríamos decir que cada mujer pertenece a todos los hombres, contrariamente
al mito que Freud conjetura en su artículo Totem y Tabú, en el que el padre de la
horda primitiva, cual jefe de la manada, poseía él solo a todas las mujeres, hasta
que es asesinado por sus hijos y devorado en el banquete totémico para que ya
nadie pueda ocupar ese lugar.
Continuando la secuencia elaborada por Bachofen, la segunda instancia corres-
ponde a una forma de organización propia de comunidades más numerosas, que
basan su subsistencia en la explotación agrícola y la domesticación de animales.
Se asientan, ya no necesitan seguir la fatigosa ruta de la caza. Aquí los hombres se
han agrupado en viviendas que con el tiempo llegarán a ser poblados. Han apren-
dido a dominar técnicas, como la metalurgia, distribuyen su trabajo, desarrollan
el comercio, tejen, son alfareros y ahora producen y almacenan sus alimentos.
Estamos en el Neolítico, en torno al 10.000/8.000 a. de C., era de descubri-
mientos y realizaciones que cambia la relación del hombre con el medio, y si
bien la tierra sigue siendo la Gran Madre, adquiere otra dimensión simbólica:
ya no es Gea, aquella matriz cósmica que en la Teogonía de Hesíodo había sur-
gido del Caos para engendrar las formas de la naturaleza. Esta tierra es mucho
más próxima al hombre, sigue siendo su fuente de vida y sustento, pero ahora
el hombre al poseerla ha dejado de ser un recolector pasivo y aquella deidad pri-
mordial es transformada en Diosa de la agricultura. La tierra es arada, sembrada
y cosechada; el hombre abre su surco y la fecunda. La tierra a él queda unida,
como quedará la mujer, quién no hace más que imitar a la tierra. Y esa unión
reconoce otro vínculo: el matrimonio, en el que la mujer encuentra una vía de
salida a aquella forma de vida totalmente desorganizada, “a un hetairismo que la
degradaba”, como Bachofen afirma.
El tránsito del hetairismo afrodítico a la ginecocracia de Deméter, es decir del desor-
den primitivo propio del nomadismo a la vida agrícola organizada, no ha seguido
un único curso. Las mujeres han movilizado activamente ese pasaje, ya sea em-
puñando los instrumentos de labranza, cuando aún el trabajo agrícola era recha-
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zado por los hombres, más dedicados a la caza y a la guerra; o también tomando
la definitiva decisión de asentarse y establecerse en un territorio. Abundan los re-
latos míticos con referencias al papel de la mujer poniendo punto final a la forma
de vida nómade. Muchas ciudades deben sus nombres a mujeres que han sido
19
verdaderas heroínas en su fundación; quizás el caso más célebre es el de Roma,
como se llamaba la cautiva troyana que llega hasta las orillas del Tíber integrando
el grupo que desde Troya había partido con Eneas. Cansada de andar errante y
con la firme intención de poner término a su viaje, la joven Roma convence al
resto de las cautivas que prendan fuego a las naves, lo que determinó la perma-
nencia de todos en el monte Palatino, asentamiento original de lo que sería la
ciudad de Roma, que conserva en su nombre el homenaje a su mítica heroína.
En el pasaje de una fase a la siguiente, tuvo lugar la más curiosa y estereoti-
pada figura que dio el fenómeno matriarcal: las Amazonas, quienes a menu-
do son citadas como una formación típica del poder matriarcal, pero por el
contrario, son su desviación extrema, surgidas como consecuencia de aquel
hetairismo, son el resultado de la natural reacción al estado de sometimiento
en que se encontraba la mujer.
El fenómeno amazónico no pertenece a ningún pueblo en particular, es más
bien un hecho histórico que se halla en los orígenes de los pueblos antiguos, sin
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Deméter
tener una exclusiva localización, pues hay testimonios de la existencia de grupos
de amazonas en las montañas del Cáucaso, en Tracia, en Africa, en la región del
Danubio. El nombre griego amazón significa “que no tiene pecho”, nombre que
deriva de la costumbre de cortarle un seno para facilitar el uso del arco. Víctimas
de aquel estado de promiscuidad primitiva, las mujeres sojuzgadas y abusadas
por los hombres, se organizan en bandas armadas. Han alcanzado el extremo
más radical asumiendo la más varonil de las empresas: la guerra, que solo aban-
donarán al reencontrarse con su vocación natural, la maternidad, ahora regulada
bajo el marco protector del matrimonio, que rompe el poder masculino y amplía
los límites del derecho materno hasta constituir un nuevo estado de derecho, el
de la ginecocracia.
Decíamos que la diosa rectora de la fase matriarcal es Deméter, la diosa nutricia
que propicia los granos y enseña a los hombres los secretos de la vida agrícola,
tal como se relata en el Himno a Deméter. La etimología que carga su nombre da
cuentas por sí sola de su naturaleza: métēr, término griego que es traducido por
“madre”, y el primer componente De- se asocia con Gê, que significa “Tierra”.
En torno a la figura de esta Tierra Madre se conforma el culto de misterio más
sagrado del mundo antiguo, que durante más de mil años tuvo su sede en la ciu-
dad de Eleusis, próxima a Atenas. Allí todos los años se evocaba el reencuentro
de Deméter con su hija Perséfone, quién regresaba del inframundo, a donde
había sido raptada por Hades. La reunión de las dos diosas, madre e hija, al
tiempo que era una metáfora de los ciclos anuales de la vegetación, celebraba en
la travesía de Perséfone, la recíproca relación de la vida y la muerte en un eterno
ciclo cósmico.
Los llamados cultos de misterio tienen su fundamento en las prácticas cultuales
relacionadas con la creencia en la Diosa Madre como deidad rectora de la exis-
tencia. Estos rituales han sido los más importantes de la antigüedad y también
los más característicos del paganismo. Desde luego, los de Eleusis no fueron
los únicos. Los más antiguos parecen corresponder a la religión egipcia con los
rituales de iniciación vinculados a Isis y Osiris y también los mitraicos de origen
indoiranio. Todos ellos mantuvieron plena vigencia en tiempos del imperio ro-
mano hasta que el cristianismo, ya firmemente arraigado en Occidente derribó
todos los cultos paganos en el siglo IV.
En la mitología y en la lengua griega advertimos la reunión que convoca a la tie-
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rra, los dioses y las leyes. La misma palabra nómos que viene a designar la “ley”,
también refería a los campos que se repartían para el pastoreo; el término krités
que traducimos por “juez”, de donde deriva “criterio”, proviene de la “criba”,
utensilio para separar los granos. Asimismo, Deméter, la diosa que ha enseñado
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a los hombres el don de la agricultura es también Thesmófora, la diosa legisla-
dora, pues de la tierra no solo brotaron los frutos, también surgió la ley. Todos
los años, durante tres días las esposas de la Hélade celebraban los misterios de
las Thesmoforias, festividades exclusivas para mujeres. Allí se evocaban las bodas
infernales de Perséfone con Hades y en esa ocasión Deméter, la Diosa Madre,
revelaba los thesmoi, los preceptos de la vida civil y el matrimonio, asociados a la
agricultura, pues la semilla que se hunde y al morir entrega su fruto, es metáfora
del descenso de Perséfone, su unión matrimonial, y luego su regreso es la vida
que brota de la tierra. La agricultura y la ley matrimonial surgen del mismo seno
y forman parte del mismo período histórico y cultural. Una no puede ser pensa-
da sin la otra, afirmación que es posible verificar en Aristóteles que nos dice que
la relación matrimonial carecía de un término propio que la nombrara, de hecho
el que él utiliza es sýzeuxis, que alude a los animales sujetados por el mismo yugo
(Política 1253 b).
Aún sin contar en su tiempo con las evidencias arqueológicas que más tarde da-
rían sustento a su investigación, Bachofen comprendió que sin el lenguaje de los
mitos todo el legado del mundo antiguo sería poco menos que incomprensible,
y se valió de ellos para señalar un orden más arcaico donde sitúa los orígenes de
nuestra cultura.
En la lectura particular de dos mitos, Bachofen halla el tránsito del antiguo ma-
triarcado al patriarcado. El primero de ellos es un curioso relato que se remonta
a los tiempos míticos de Cécrope, primer rey de Atenas, que da cuenta de la
disputa de los dioses Atenea y Posidón por el dominio de la ciudad. La diosa
hizo brotar de la tierra un olivo y el dios con su tridente abrió una fuente en la
acrópolis. Había que decidir cual de los dos sería el símbolo a adoptar por la ciu-
dad y en consecuencia qué dios sería su protector. Para dirimir la cuestión, Zeus
designó a los doce dioses olímpicos como árbitros, quienes se inclinaron a favor
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de la diosa. Posidón, desplazado, se enfurece e inunda la ciudad con las aguas


del Egeo. Hasta aquí el mito que hizo de Atenea la diosa protectora de Atenas.
En un escrito de Marco Terencio Varrón (S. I a de C) citado por San Agustín en
La ciudad de Dios (XVIII, 9) el relato presenta otro conflicto: el rey Cécrope re-
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Monedas representando a Ishtar.


úne en asamblea a los ciudadanos atenienses para que ellos hagan su elección.
Las mujeres que superaban en número a los hombres votaron por Atenea. Para
apaciguar la furia del dios vencido, tres castigos recayeron sobre las mujeres: la
pérdida de su derecho a votar, la supresión del nombre materno para sus hijos y
la privación del calificativo de Atenienses para simplemente ser las mujeres de
los ciudadanos. Lo que más destaca este desenlace no es tanto la consagración
de Atenea como patrona de la ciudad, sino la ruptura de un orden preexistente y
la subordinación de las mujeres en el nuevo estado patriarcal.
Este es el curso que sigue la investigación de Bachofen: se ha servido del mito
para esbozar una argumentación histórica. Razonablemente supone que si el
relato da cuenta de la erradicación de costumbres, corresponde entonces juzgar
que las mismas efectivamente existían, es decir si hay una alusión explícita en
el sentido de que se elimina el nombre materno en los hijos, es porque impera-
ba un linaje que era matrilineal, un clan de ascendencia femenina con padres
desconocidos. A partir de esta reflexión Bachofen afirma que Atenas primitiva-
mente conoció un estado de derecho materno, a pesar de la opinión sostenida en
contrario durante mucho tiempo.
El otro mito que Bachofen rescata es el que relata la célebre trilogía trágica de
Esquilo, La Orestía. Un testimonio que nos sitúa en la encrucijada del mundo
arcaico y el nuevo orden de la polis, de la antigua religión telúrica y la joven gene-
ración de dioses olímpicos, del derecho natural y la nueva justicia. A instancias
de Apolo, Orestes ha vengado a su padre dando muerte a su madre, y así se enca-
mina hacia su destino trágico, perseguido por las implacables erinias1, que como
sus oscuros pensamientos ya no le abandonarán hasta darle caza, pues para
ellas el único crimen que debe ser castigado es el matricidio. Clitemnestra había
justificado el regicidio como acto de venganza por la muerte de su hija Ifigenia.
Las erinias no se han levantado ante la muerte del rey, pues el derecho que repre-
sentan permite a la madre vengar a su hija pero no admite que el hijo vengue al
padre. En esta asimetría se advierte el predominio del derecho femenino, por el
cual matar a la madre es violar la ley natural que rige el mundo.
Orestes huye a Delfos para buscar la protección de Apolo, lugar donde comienza
la tercera tragedia, Las Euménides. El juicio se llevará a cabo en el tribunal que
Atenea ha fundado en un lugar para nada casual: la colina de Ares, próxima a
la Acrópolis, exactamente donde en otros tiempos había acampado el ejército de
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las Amazonas derrotado por Teseo. Allí, sobre los despojos del poder femenino
vencido se hunde en el ocaso el antiguo derecho de la tierra.
Apolo y Atenea en la tragedia de Esquilo, representan el mundo olímpico, so-
lar, luminoso y masculino. Son los dioses jóvenes que defienden el derecho del
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padre frente a las primitivas erinias, representantes del derecho materno. Para
ellos Orestes no ha cometido crimen, por el contrario ha obrado en defensa de la
inviolabilidad del nuevo derecho paterno. La diosa Atenea decide con su voto la
sentencia a favor de Orestes.
En La Orestía, se invierten los símbolos y la procreadora vitalidad femenina que-
da subordinada al patriarcado que los dioses consagran, tal como Apolo lo pro-
clama en un pasaje revelador: “No es la que llaman madre la que engendra al
hijo, sino que es solo la nodriza del embrión recién sembrado. Engendra el que
fecunda, mientras que ella solo conserva el brote” (v. 658).
La relación madre-hijo es una relación material, en tanto la madre, como la tie-
rra, es portadora de vida y de alimento. Ella es quien da la vida y el hombre es su
criatura. Esta ley primordial de predominio de lo femenino sobre lo masculino
fue la que naturalmente culminó en la ginecocracia. En cambio la paternidad no
es perceptible desde lo sensorial, su relación con el hijo es netamente espiritual.
Al instaurarse el patriarcado el hombre se aleja de la naturaleza, se libera de la
materia y se proyecta hacia lo trascendente, quizás para disolver el terror que
dejaba al desnudo la fragilidad de la existencia.
Esto es lo que Bachofen considera la consumación apolínea del patriarcado, la
definitiva superación del antiguo derecho telúrico. El principio apolíneo ha con-
frontado aquí con el demétrico y en esta instancia de apogeo olímpico, Apolo
guía hacia una paternidad, que si bien no niega a la madre, acaba por transfor-
mar los lazos filiales, de modo que ahora resulta concebible una figura novedosa:
la adopción2, porque la unión padre-hijo lejos de ser una unión material, resulta
una creación espiritual sujeta a un marco jurídico.
Sin dejar de lado la compleja perspectiva de la historia, podemos afirmar que Occi-
dente, desde sus mismos orígenes, ha asumido la definitiva imposición del patriar-
cado que triunfal se extiende a lo largo de la inmensa variedad del mundo griego,
desde los reinos micénicos de mediados del segundo milenio hasta las singulares
poléis de la época clásica; pasando luego por el cosmopolita helenismo hasta llegar a
Roma, donde encuentra un orden jurídico absoluto en el derecho imperial que pro-
pagó la ley paterna (patria potestas) de un modo riguroso a todos los órdenes de la
existencia, para por fin con el cristianismo, alcanzar la suprema elevación del espí-
ritu que entroniza en el cielo al nuevo soberano del mundo: el Dios Padre celestial.
Definitivamente la sede de la divinidad se elevó de la tierra al éter, del nivel
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más profundo de la existencia al más elevado. En la oscuridad de los tiempos


remotos quedó extraviado aquel mundo del matriarcado, oculto, indescifrable,
inalcanzable para la historia, apenas perceptible, como el sueño que precedió al
despertar de la civilización.
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Perséfone, óleo de Dante Gabriel Rossetti.


De la Diosa Madre a la Virgen María: el eterno retorno de lo sagrado femenino

Pero llegados a este punto cabe preguntarnos ¿cómo se dio semejante transfor-
mación? ¿Surgió del mismo seno de aquellas comunidades de pueblos agrícolas
que durante la primera mitad del Neolítico habían florecido a lo largo del conti-
nente europeo, o fue impuesta desde afuera?
Es posible rastrear históricamente este fenómeno y encontrar respuestas a estas
preguntas. Sucesivas oleadas de pueblos nómades provenientes de los confines
orientales de Europa, a partir del quinto milenio y a lo largo de tres mil años
sacudieron la vida pacífica de estas comunidades. El núcleo originario de esta
migración parece situarse en las estepas rusas que se encuentran entre los ríos
Dniéper y Volga. Son los llamados indoeuropeos, diversos pueblos emparentados
entre sí por una lengua y una cultura en común.
En Oriente podemos rastrear un fenómeno similar. Tribus semíticas provenien-
tes del desierto sirio-arábigo, se fueron desplazando en busca de tierras fértiles
hacia la Mesopotomia, donde se instalaron durante el tercer milenio. Los pri-
meros fueron los acadios quienes con la superioridad bélica que significó el uso
del arco y la flecha, lograron controlar rápidamente la región, integrándose a la
rica cultura sumeria preexistente y llegando a alcanzar, bajo el reinado de Sargón
I, el “Señor de las Cuatro Partes del Mundo”, el control de las ciudades del sur
mesopotámico.
Al considerar el modo impetuoso y concluyente con que se instauró la estructura
social patriarcal –tal como la encontramos hacia mediados del segundo milenio
en los reinos micénicos– se especula con la idea de que esta imposición fue el
fruto de una conquista sobre un sistema anterior que acabó aniquilado. Esta ha
sido la posición sostenida por Gimbutas, para quién la conquista de los indo-
europeos3 fue a tal punto violenta que significó la extinción de las culturas ma-
triarcales. La evidencia para Gimbutas está dada por los hallazgos arqueológicos
de armas, en especial hachas y puñales, que se encontraron a partir de estas
incursiones. Efectivamente los indoeuropeos tenían prácticas guerreras, y la do-
mesticación del caballo junto a la utilización de carros les significó una decisiva
ventaja al tiempo que les permitió una rápida expansión.
Tanto los invasores indoeuropeos como los semitas impusieron sus creencias.
Los conquistadores eran tribus guerreras que rendían culto a dioses celestiales
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que contaban con los poderosos atributos del relámpago, el trueno, el sol, en
fin, una mitología muy distinta a la de los pueblos de agricultores invadidos,
que durante miles de años habían vivido en una estrecha proximidad con la
tierra y la naturaleza.
26
La Edad de Hierro trajo consigo profundos cambios en la vida de aquellas comu-
nidades que se vieron afectadas por la irrupción semita e indoeuropea, que cual
agitada ola se desplaza de este a oeste por Oriente y Europa durante el segundo
milenio. Los hombres descubren su poder en la fuerza de la guerra y se lanzan
a la conquista del mundo que les circunda. A medida que se van sintiendo más
poderosos, advierten que los antiguos cultos de la tierra ya no interpretan su
nuevo destino.
El eje simbólico se desplaza de los niveles más profundos de la naturaleza al
ideal heroico de la guerra, provocando una inversión del sistema mitológico pre-
existente, una verdadera sustitución de cultos: la tierra, el toro lunar y la luna
son símbolos que se derrumban ante las fuerzas del cielo, el león y el sol. El
primitivo toro cretense que en la danza ritual de la fertilidad era montado por
las sacerdotisas de la Diosa Madre,
tal como queda atestiguado en pin-
turas halladas en Cnossos (Creta),
queda destronado por el masculi-
no héroe solar que encarna Teseo y
que da muerte al minotauro en el
centro del laberinto.
Tanto las cosmogonías babilónicas
como el Génesis bíblico completan
una nueva dimensión sagrada que
se remonta al origen, a partir de un
principio ordenador masculino que
crea la vida. En estos relatos la po-
tencia femenina no conduce a una
prolífica divinidad tal como era la
Diosa Madre, sino más bien al caos
indiferenciado y disolvente anterior
a la creación. Es Yahvé venciendo
a la serpiente Ráhab (Libro de Job,
26:12-13) o a la bestia Leviatán (Sal-
mos 74:14), es Marduk dando muer-
te a la monstruosa Tiamat (Enuma
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Elish, tablilla IV).


En las nuevas mitologías las anti-
guas potencias telúricas son des-
plazadas por los dioses celestes al
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28

Venus Anadyomene, Jean-August-Dominique Ingres.


tiempo que el orden del patriarcado se afianza con todo su vigor y se impone
sobre el derecho materno. Lo que subyace tras la oposición matriarcado/patriar-
cado es una cosmovisión que enfrenta lo telúrico a lo uránico, la fuerza de la
materia contra la elevación del espíritu, lo nocturno y el culto a la luna a los
aspectos luminosos del ser.
Pero en la sagrada mitología femenina habitaba desde los orígenes una potencia
indestructible que podía transformarse, pero no apagarse. Abundan los pasajes
del Antiguo Testamento, en especial en los libros de Samuel, Reyes y Crónicas, en
los que la ira de Yahvé se desata una y otra vez por el insistente regreso de los
cultos vinculados a la fertilidad y de las estatuas de las diosas en el templo.
Campbell se pregunta en su obra Las Máscaras de Dios “¿Es posible que la Vir-
gen María sea la misma que Venus Afrodita, o que Cibeles, Hathor, Ishtar y las
otras?”. Cuando la diosa Isis se presenta ante su iniciado Lucio, parece responder
a Campbell su pregunta dos mil años antes de que él la formulara. “Aquí me
tienes Lucio; tus ruegos me han conmovido. Soy la madre de la inmensa natura-
leza, la dueña de todos los elementos, el tronco que da origen a las generaciones,
la suprema divinidad, la reina de los Manes, la primera entre los habitantes del
cielo, la encarnación única de dioses y diosas; las luminosas bóvedas del cielo,
los saludables vientos del mar, los silencios desolados de los infiernos, todo está
a merced de mi voluntad; soy la divinidad única a quien venera el mundo entero
bajo múltiples formas, variados ritos y los más diversos nombres” (Apuleyo, El
asno de oro, Libro XI: 5).
Este precioso testimonio de Apuleyo (S. II d. C.) no solo da cuenta de la magnifi-
cencia del poder de la diosa, también nos habla de la continuidad de un culto que
ha surcado toda la mitología pagana y se proyecta más allá de ella.
Cuando la Virgen María es proclamada Theótokos, Madre de Dios, el Concilio que
así lo dictamina en el 431, tuvo lugar en Efeso, ciudad que albergaba el santuario
de la diosa Diana, la Artémis griega que para entonces sintetizaba las antiguas
figuras de la Diosa Madre. Allí, tal como lo imagina Freud en su artículo ¡Grande
es Diana Efesia!, los artesanos del templo, de cara a la nueva fe de los peregrinos,
deben cambiar de ícono en sus trabajos, pero en definitiva y tal como lo venían
haciendo durante siglos, ellos siguieron retratando la sagrada figura femenina.
Desde entonces los nacientes cultos marianos se han nutrido de lo que las an-
tiguas diosas celebraban. Nuevas festividades consagradas a la Virgen se mon-
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taron sobre antiguas fiestas agrarias paganas. La fiesta de las antorchas que se
celebraba a principios de febrero, en tiempos de la siembra, se convirtió a finales
del siglo V en la fiesta de la Candelaria, que todos los 2 de febrero evoca la pre-
sentación en el templo de la Virgen con el niño a cuarenta días de su nacimiento.
29
También la Asunción de la Virgen quedó establecida en el calendario en una
fecha coincidente con las fiestas que en tiempos de cosecha eran consagradas a
Ceres/Deméter. Seguramente en aquellos comienzos resultaba muy difícil dis-
tinguir entre la estatuilla de Isis con el niño Horus en brazos de la figura materna
de la Virgen María. La nueva Madre de Dios era la síntesis de todas las Diosas
Madres precedentes.
Entonces cabe preguntarse, como Campbell lo hace, si tras la gran variedad de
divinidades femeninas acaso sea posible hallar una línea que trazada desde fines
del Paleolítico, haya llegado a través de los milenios, hasta los mismos cultos
marianos de la América conquistada.
No pensamos esto en términos de la evolución histórica que de un sistema re-
ligioso haya conducido a otro sistema religioso, sino más bien como la concu-
rrencia de un complejo entramado simbólico que, desplegado diacrónicamente,
resultó ser un factor multiplicador de encuentros míticos superpuestos.
Arraigado desde los tiempos más remotos, el culto de lo femenino ha sido un
signo recurrente de la historia, un mitema, una figura primordial que se ha des-
plazado de mito en mito adoptando diferentes aspectos y conservando a pesar de
su lejanía, un significado que le ha sido propio, original, y que siempre reencon-
tró a lo largo del tiempo.

Bibliografia

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antiguo según su naturaleza religiosa y jurídica, Madrid, Ediciones Akal, 2005.
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Textos antiguos

Esquilo, La Orestía.
Heródoto, Historia.
Plutarco, Isis y Osiris.
Himnos Homéricos.
Apuleyo, El asno de oro.

1. Las erinias, son las furias aladas con serpientes por cabelleras que provienen de épocas arcaicas y habitan el
inframundo, como servidoras de la diké, la justicia divina, estos demonios femeninos encarnan la venganza y son
el brazo ejecutor y garantes implacables del orden divino en el mundo, tal como lo afirmaba Heráclito: “El sol no
traspasará sus medidas; si no las Erinias, asistentes de Dike [justicia], lo descubrirán”. Vuelven a la tierra únicamen-
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te con el objetivo de dar castigo a los criminales en vida.


2. Para la cuestión de la adopción y de la vía patrilineal, Bachofen cita la tragedia Ion de Eurípides.
3. Gimbutas ha llamado a los pueblos indoeuropeos, kurgánicos. Kurgan era la palabra rusa para designar los tú-
mulos funerarios, es decir promontorios donde se emplazaban las tumbas. Esta forma de enterramiento era una
práctica generalizada entre estos grupos.
31
Por Pablo Maurette
University of North Carolina at Chapel Hill

Una aproximación
al mito de Hécate

Pablo Maurette: (Buenos Aires, 1979). Licenciado en Filosofía por la Universidad de Bue-
nos Aires (2002). Máster en Estudios Bizantinos y de Antigüedad Tardía por la Univer-
sidad de Londres, Royal Holloway College (2005). Actualmente doctorando en Literatura
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Comparada en la Universidad de Carolina del Norte, Chapel Hill. Autor de diversos ar-
tículos sobre neoplatonismo antiguo, medieval y renacentista. Tradujo “El antro de las
ninfas en la Odisea” y “Puntos de partida hacia los inteligibles” de Porfirio (Losada). In-
trodujo “Anatomía de la Melancolía” de Robert Burton (Ed. Winograd).
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33

Hécate en escena de Macbeth, pintura de William Rimmer.


una de las escenas más aterradoras de la historia de la literatura occidental
transcurre en un desolado páramo escocés adónde se dan cita un hombre ciego
de ambición y un aquelarre de brujas. Hablo, por supuesto, de Macbeth. Más
adelante en la obra, cuando el plan de Macbeth ya ha sido concretado, las brujas
que lo asistieron en sus designios siniestros son increpadas por Hécate, diosa
de la noche y patrona de la magia negra, que se presenta: “I the mistress of your
charms, the close contriver of all harms.” Shakespeare escribió y estrenó Macbeth
a comienzos del siglo XVII, la obra transcurre en la alta edad media, pero Hécate
debió recorrer un largo camino para llegar al renacimiento convertida en la en-
carnación misma del mal.
Hay quienes creen que el nombre de Hécate proviene de un epíteto de la dio-
sa Artemisa, “la que dispara de lejos.” Resulta irónico, sin embargo, que uno
de sus atributos más distintivos a lo largo de los siglos fuese su disponibilidad.
Hécate no es una deidad epicúrea que observa el mundo de lejos, Hécate está
cerca, siempre dispuesta a asistir a los hombres, siempre lista para intervenir en
sus asuntos y para oficiar de mediadora entre los mortales y los inmortales. Se
aparece a los hombres en los umbrales, bajo el marco de las puertas, en cruces
de caminos, durante los partos y ante el lecho de muerte; Hécate opera en zonas
de pasaje y de transición, es una diosa liminar que, gracias a su asombrosa ver-
satilidad, acerca mundos que de otro modo estarían demasiado alejados. En la
Teogonía de Hesíodo, poema en el que la diosa hace su primera aparición literaria
(Homero no la menciona nunca), las musas del Helicón instruyen al poeta para
que cante con el debido decoro y la debida sapiencia la asombrosa excepciona-
lidad de Hécate. Hija de Perses, dios luminoso y destructor, y de Asteria, tía de
Apolo y habitante de las tinieblas, Hécate, dice Hesíodo, fue honrada por Zeus
más que ningún otro dios pues recibió en lote la tierra, el cielo y los mares. Hé-
cate es ubicua. En el himno homérico a Deméter la encontramos asistiendo a la
diosa en la búsqueda frenética de su hija Perséfone que ha sido secuestrada por
Hades. El autor anónimo del himno ofrece una imagen de Hécate atravesando la
noche con antorchas como un cometa lento y parsimonioso que se convertiría en
un lugar común de la iconografía literaria y escultórica de la diosa. El poeta Ba-
quílides y el comediógrafo Aristófanes en las Ranas también la presentan como
la diosa que ilumina la oscuridad.
Hacia el siglo V a.C. Hécate aparece afianzada en su carácter de deidad nocturna
elhilodeariadna

y liminar. Los hecateos, pequeños altares en su honor, eran muy comunes y se


alzaban en los umbrales de las casas o en los cruces de caminos. En Riqueza Aris-
tófanes refiere que la gente solía dejar ofrendas alimenticias a la diosa en los he-
cateos y que, en la mayoría de los casos eran los pobres, los perros o los filósofos
34
cínicos quienes daban cuenta de las viandas. Es en la Medea de Eurípides donde
se produce la primera referencia directa a Hécate como patrona de la magia y
ayudante de una bruja. Un siglo más tarde, en la Alejandra, el enigmático poema
profético de Licofrón, se invoca a Hécate triforme, la diosa que aterroriza a los
mortales con sus alaridos desgarrados en lo más oscuro de la noche. Claro que
para los griegos el hecho de que una deidad inspirase terror no significaba que
se tratase de un poder maligno. Basta abrir los poemas homéricos o la Metamor-
fosis de Ovidio para corroborar este terror sacro que inspiraban los dioses en el
hombre antiguo. Aún faltaban varios estadios en la historia del mito de Hécate
para que la diosa se convirtiese en madre del mal.
Hécate llega a la época helenística reverenciada y temida como una presencia
divina de las regiones subterráneas que habita los umbrales, una diosa noctám-
bula y terrorífica. La exquisita poesía helenística ofrece, por cierto, dos de las
más maravillosas representaciones literarias de Hécate en las cuales comienza
a forjarse la reputación maléfica de la diosa que la edad media y el renacimiento
recogerían con morbo y regodeo.
El libro tercero de la Argonáutica de Apolonio de Rodas, aparte de ser un autén-
tico manifiesto estético del arte helenístico, constituye la más completa versión
de la leyenda de Jasón y Medea que nos llegado de la antigüedad. La princesa
Medea es sacerdotisa de Hécate y nunca está en palacio porque pasa la mayor
parte de sus días en el hecateo “atendiendo a sus menesteres.” Jasón y su comiti-
va llegan a estas lejanas costas asiáticas (según se cree hoy, en la actual República
de Georgia) en busca del vellocino de oro. Uno de los argonautas ha oído hablar
de Medea que, versada en las artes mágicas, sabe manipular hierbas para hacer
bálsamos y pociones. Medea ha sido entrenada por la mismísima Hécate en las
artes mágicas y, además de conocer todos los secretos del reino vegetal, es capaz
de controlar las corrientes de los ríos, la órbita de la luna y el errar cansino de los
astros. Pero Medea, sabia y experimentada en las artes mágicas, es aún una don-
cella y en cuestiones del corazón es cándida y vulnerable. Se enamora de Jasón
a primera vista y decide ayudarlo a superar las pruebas a las que lo someterá su
padre, Eetes, antes de darle la codiciada piel dorada del borrego.
A fin de superar las pruebas, Jasón deberá ofrecer un sacrificio a Hécate y Medea
le da precisas instrucciones en las que adivinamos una versión, seguramente
poetizada e hiperbólica, de la liturgia que acompañaba el culto a la diosa. Jasón
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deberá salir a medianoche cubierto con un hábito azul oscuro, darse un baño
purificador en el río y luego, llegado a un sitio secreto que Medea le indica pero
que el poeta no nos revela, tendrá que cavar una fosa poco profunda sobre la cual
derramará la sangre de una oveja negra recién degollada, junto con una libación
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de leche y miel. Acto seguido Jasón escuchará pasos y ladridos de los perros que
acompañan a la diosa en sus macabras teofanías. Jasón deberá evitar cometer el
error curiositatis de Orfeo, o de Pyche, y mantendrá la vista fija en la fosa. Si osare
mirar a la diosa, en vez de recibir su gracia será objeto de su furia desatada. A
diferencia de Jasón, el lector sí presencia el momento cumbre de la aparición. Se
trata de los treinta versos más impactantes de la poesía helenística.
El sol se sumerge detrás de las montañas de Etiopía, la Noche comienza a prepa-
rar sus corceles y Jasón, furtivo como un gato, atraviesa la oscuridad encapucha-
do en un hábito azul. Llega al sitio indicado, realiza el sacrificio y entre los humos
pestíferos del holocausto, espera la epifanía de la diosa que no tarda en llegar.
Escoltada por una jauría de perros que ladran y aúllan, Hécate aparece coronada
de serpientes haciendo temblar la tierra a su paso. Jasón, aterrorizado, contiene
su curiosidad y no se da vuelta. La diosa lo ayudará al día siguiente. Jasón pasa
las pruebas y se lleva consigo de vuelta a Grecia el vellocino y a Medea. El trágico
porvenir del joven matrimonio no tiene cabida en la narrativa de Apolonio, cons-
ciente quizás de que luego de Eurípides poco quedaba para decir acerca del final
demente y filicida de la sacerdotisa de Hécate. Unos siglos más tarde Séneca,
que adolecía de imprudencia estética, produciría una reelaboración de la tragedia
prescindible y redundante.
La Hécate de Apolonio ayuda a Jasón a superar pruebas viriles, la Hécate de
Teócrito, en cambio, asiste en cuestiones de magia erótica. El idilio segundo de
Teócrito cuenta la historia de una mujer despechada que decide acudir a Hécate
para vengarse de un ex amante ingrato. El retrato descarnado y brutal de una mu-
jer que ha enloquecido a causa del rechazo y el abandono de un hombre refiere
soslayadamente, es claro, a la tragedia de Medea. Simaita, la bruja de Teócrito,
se enamora a primera vista de Delfis, un atleta de miembros elásticos y piel
broncínea, y logra iniciar con él una relación tórrida, pero breve, a la que Delfis
pone punto final sin aviso ni explicación. Simaita entonces decide pedir la ayuda
de Hécate para preparar una poción que haga volver a Delfis a sus brazos y lo
enamore para siempre. La diosa acude una vez más en la oscuridad de la noche,
rodeada de perros en un despliegue de terror sacro similar al de la Argonáutica.
La Hécate de Teócrito se revela ante la bruja en el cruce de tres caminos. Ya en
el siglo V a.C. era común encontrar hecateos en cruces de caminos y en trivia, de
aquí la costumbre de representar a la diosa con tres cabezas, o tres cuerpos. Se-
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gún Pausanias fue Alcamene el primer artista en esculpir estas imágenes triples
de Hécate, que los atenienses denominaban “Hécate Epipirgidia.” Las tres caras
de Hécate pueden hacer alusión a las tres regiones sobre las que la diosa tiene
control, según Hesíodo (tierra, cielo y mar), a las tres edades de la mujer de-
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marcadas por la procreación (doncella,
mujer y anciana), o a las tres fases de
la luna (creciente, llena y menguante).
Luego de la teofanía Simaita le confiesa
a su sirvienta que si el hechizo no fun-
ciona recurrirá a otras hierbas nocivas
y envenenará a Delfis. Si bien Hécate
no parece quedar involucrada con el
maléfico plan b de Simaita, queda cla-
ro que la frontera entre magia amorosa
y magia negra es cada vez más difusa.
Pero para apreciar en detalle cómo la
diosa asistente, mediadora, terrorífica
y noctámbula se convirtió en patrona
de las brujas y madre de todos los ma-
les es preciso detenerse en la antigüe-
dad tardía.
En Los Oráculos Caldeos, una enigmáti-
ca obra escrita en el siglo II d.C., según
se cree, por un tal Juliano el Teúrgo, la
figura de Hécate adquiere una serie de
connotaciones por demás novedosas
y cuyo sentido es harto difícil de des-
entrañar. La diosa sigue desempeñan-
do el rol de mediadora entre mundos
disímiles, portadora de las llaves del
mundo de los muertos y del reino de
los cielos, pero en esta nueva narrativa
sincrética y artificiosa Hécate se con-
vierte también en la encarnación del
Alma del Mundo que Platón había in-
troducido como concepto mítico en el
Timeo. Para comprender mejor a qué
se referían estos magos y filósofos de
elhilodeariadna

la antigüedad tardía es preciso prime-


ro recordar que se trataba de hombres
profundamente convencidos de la efectividad de las prácticas teúrgicas.
La teurgia era parte complementaria de la filosofía y se trataba de una práctica
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Escultura romana de Hécate triple, copia de un original griego (Museo Chiaramonti).


fundada sobre una exégesis sincrética
de mitología clásica, astrología caldea y
neoplatonismo. Las prácticas teúrgicas
eran, fundamentalmente, rituales para
invocar a los dioses mediante himnos
o mediante la animación mágica de
estatuas. Por medio de cantos y ofren-
das las estatuas cobraban vida y pro-
nunciaban oráculos; se llamaba a esto
teléstica. Las estatuas de Hécate eran,
sin duda, las preferidas de los teúrgos
que practicaban el arte de la teléstica.
Se cree que Juliano el Apóstata, empe-
rador romano y paladín del paganismo
contra el cristianismo, fue iniciado en
los misterios de Hécate por un famoso
teúrgo, Máximo de Éfeso, a mediados
del siglo IV d.C. En el hecateo de Éfeso,
frente al joven noble y futuro empera-
dor, Máximo hizo que la estatua de la
diosa sonriera y que sus antorchas se encendieran luego de presentar a la diosa
ofrendas de incienso y cereal al son de himnos rituales. Marino, discípulo y bió-
grafo de Proclo, el último gran filósofo platónico que vivió en Atenas en el siglo
V de nuestra era, juraba que su maestro era un experto en las artes teúrgicas y
que había asistido a apariciones lumínicas de la diosa Hécate. Proclo, convencido
de que la teurgia era complemento necesario de la filosofía para acercar el alma
al ámbito inteligible, compuso un himno a Hécate y Jano, la otra divinidad que
custodia las puertas que comunican mundos.
No es de extrañar que los intelectuales cristianos contemporáneos de estas prác-
ticas vieran en la teurgia una clara confirmación de la naturaleza demoníaca del
paganismo. La Praeparatio Evangelica de Eusebio, compuesta durante la primera
mitad del siglo IV d.C., es un minucioso ataque contra el paganismo y sus prác-
ticas nefandas. En el libro V Eusebio cita una obra perdida de Porfirio, discípulo
de Plotino, notorio enemigo del cristianismo y acaso el intelectual pagano más
elhilodeariadna

influyente de toda la antigüedad tardía, en la que la diosa Hécate instruye al teúr-


go sobre cómo animar su propia estatua. Primero se debe cubrir la estatua con
hojas de ruda siria, o hamar (una planta nativa de la cuenca del Mediterráneo) y
llenar sus recovecos de lagartijas vivas y otros adornos. Luego, se debe preparar
38

Hécate, ilustración de Stéphane Mallarmé.


un mejunje de mirra, incienso y eucalipto y pronunciar la oración secreta bajo
la luz de la luna. Si se han seguido las instrucciones al pie de la letra, y si tanto
el alma como el cuerpo del teúrgo han sido purificados de toda mácula, Hécate
cobrará vida, se iluminará y ofrecerá al teúrgo su oráculo. Una vez más, tal y
como en Apolonio y en Teócrito, la invocación mágica de la diosa se da bajo el
manto de la noche e involucra un profundo conocimiento de los misterios de
la botánica. En este caso, quien invoca tiene como objetivo la iluminación es-
piritual, sin embargo esto no tiene importancia para Eusebio. Para el padre de
la iglesia el ritual es satánico y la diosa Hécate, símbolo maléfico de un pasado
blasfemo y desgraciado. En 525 d.C., con el cierre de la Academia de Atenas que
había sido fundada por Platón novecientos años antes, la antigüedad pagana
larga su último suspiro. Los dioses, agonizantes y exhaustos, huyen de los tem-
plos profanados y son condenados a sobrevivir como fantasmas y demonios. No
debe entonces sorprendernos que, más de mil años después, una audiencia en
la Inglaterra jacobina acepte sin problemas que Hécate, “close contriver of all
harms,” patrocine los propósitos homicidas de uno de los personajes más viles
de la tradición literaria de Occidente.
También en Inglaterra, pero durante la primera mitad del siglo XX, un aventu-
rero y antropólogo aficionado, Gerald Brousseau Gardner, comenzó a difundir y
propagar un culto neo-pagano conocido como Wicca (una voz del inglés antiguo
que significa “bruja”) que existe hasta el día de hoy. Los practicantes de esta pe-
culiar afiliación espiritual, afectos al nudismo, el druidismo, y la vida naturista,
creen descender de antiquísimos cultos pre-Cristianos y veneran por sobre todas
las cosas a un dios cornudo y a una diosa triple llamada Hécate. De hecho, otro
nombre para Wicca es Hecatinismo. Esta Hécate new age carece de toda connota-
ción maligna y se asemeja mucho más a la diosa de Hesíodo por su importancia
y por su dominio sobre todo el universo visible. Casi tres milenios después de su
primera aparición en el canon de Occidente el mito de Hécate sigue vivo a través
de generaciones y transformaciones, confirmando aquello que Gérard de Nerval
cantaba en su poema Delfica: “Ils reviendront, ces Dieux que tu pleures toujours!”

K
elhilodeariadna

39
Por Esteban Ierardo

Afrodita.
Y los poderes de la diosa del amor.

Esteban Ierardo: Licenciado en filosofía, UBA. Profesor de la Universidad de Buenos Ai-


res, Profesor de Fundación Centro Psicoanalítico Argentino, y Profesor del Centro de Es-
elhilodeariadna

tudios Ariadna. Ha dictado numerosos cursos sobre filosofía, filosofía del arte, mitología
y literatura. Creador de la página cultural www.temakel.com. Autor de novelas, libros de
poesía y el libro de ensayos: El agua y el trueno. Ensayos sobre arte, naturaleza y filosofía,
Buenos Aires, ed. Prometeo.
40
elhilodeariadna

41
I

el símbolo se comunica por una imagen significativa. y por la dinámica de


la narración. La fecundidad del relato es el comienzo de cualquier interpretación
de las fuerzas que fluyen por el complejo universo de sentido de lo mitológico.
Por el influjo y visita de la Musa, Hesíodo canta el origen de los dioses. La genea-
logía de Zeus y de los olímpicos. Y una diosa de espuma y gracia…
La diosa más arcaica pide a su hijo la venganza por el dolor que le causa su divi-
no consorte. El dios la fecunda. Pero le impide parir. La diosa sufre. Demanda ali-
vio, la reparación de la afrenta. Con un haz letal, Cronos embosca al perpetrador
del sufrimiento, Urano. Urano agresor de Gea. Cronos mutila su cuerpo divino.
Su falo desmembrado se sumerge entre las olas. Allí, se mecen los cabellos espu-
mosos del oleaje. Entonces nace la que flota en el oleaje, la nacida del semen de
un dios. Es Afrodita (la que surge de la espuma, aphros).
La diosa exhala su primer respiro. Emana su primer resplandor. Nace ya adulta.
Núbil. Es la Afrodita que, en bello logro pictórico, representa William-Adolphe
Bouguereau en su El nacimiento de Venus (1879). La larga y libre cabellera prelu-
dia una pasión calurosa.
El viento Céfiro llega hasta su divina presencia. Sopla su ser de encanto y belleza.
La impele primero hasta la isla de Citerea; de ahí uno de sus nombres como Afro-
dita Cipris o Cipria. Luego Chipre, en Pafos, donde se erigirá su principal templo.
Y después la conduce hasta las Horas, divinidades tutelares de las Estaciones.
Ellas la vestirán con flores y plantas para presentarla ante los dioses.
Un hecho de poética plasticidad preanuncia el vínculo de la diosa con el desbor-
de placentero de la vida y la belleza: ahí donde la divinidad griega pisa la tierra,
crecen las flores. Afrodita, diosa en constante conexión con las fuerzas de afirma-
ción de la vida en sus poderes de erotismo y sensualidad.
La penetración en algunos de los plexos simbólicos más numinosos de la diosa
es lo que intentaremos ensayar en estas líneas. Para esto respiraremos en un
lugar de encuentro del mito, el arte y el desciframiento filosófico de lo simbólico.

II
elhilodeariadna

En el universo simbólico del mito y de las creencias antiguas, Afrodita nace en


las aguas. Pero no es diosa del mar. Se la asocia con el océano en tranquilidad. En
una concha navega por las extensiones marinas. Su invocación asegura la feliz
travesía. Es la diosa del regreso a buen puerto. Su protección de los marinos pre-
42
figura su constante don: el encanto de la vida feliz. Como las musas, su conexión
con lo líquido integra la fuente o manantial, que la diosa usa para bañarse en
Beocia; y de ahí su epíteto de Afrodita Acidalia.
El jardín exuberante, impregnado de sosiego, es su recinto arquetípico. Cibeles
o Artemis expresan la naturaleza salvaje, agreste, encerrada en su áspera, indó-
mita y secreta geografía. Acteón paga con su cuerpo desmembrado la osadía de
su incursión en el bosque-santuario de la diosa virgen de la caza. Pero Afrodita
activa la imagen de la naturaleza apacible, ebria en hermosura de pétalos de ro-
sas y fragancias excitantes.
Diosa del jardín de la vida amable. El jardín de Afrodita es afín a la tradición
del locus amoenus, los lugares maravillosos y paradisíacos de la geografía mítica.
Entre la frondosidad vegetal, las flores de la diosa son la rosa y el mirto. Y la man-
zana como fruto apetitoso, signo de liberación del placer erótico y provocador, y
premio para la belleza culmen de la diosa tal como lo narra el mito de El juicio de
Paris. Salvo la Discordia, Eris, todos los dioses son invitados a las nupcias de Pe-
leo y Tetis, padres de Aquiles. Pero Eris se las arregla para introducir en la atmós-
fera festiva su aguijón perturbador al mostrar una manzana dorada, para “la más
hermosa” de las diosas (kallistei). Hera, Atenea y Afrodita reclaman la manzana
para sí. Se pide a Zeus que oficie de juez, pero éste prefiere la neutralidad, y de-
lega el arbitraje en Paris, hijo del rey de Troya. Las diosas entonces proponen sus
dones a guisa de soborno: Hera ofrece al arbitro un reino en Asia Menor; Atenea
la sabiduría y valor en la guerra; y Afrodita lo más tentador: la más hermosa mu-
jer mortal de la tierra, Helena, esposa de Menelao. Paris es cegado por el deseo
amoroso. Rapta a la mujer de la tentación del placer sabroso como el fruto del
manzano. Rapto que, como es sabido, es génesis de la guerra entre troyanos y
aqueos, cuya paridad sólo el ingenio de Ulises logrará desenredar.
El carro de Apolo es movido por cisnes, el de Dioniso por panteras. El de Afro-
dita por palomas. Animal de la concordia. Cada divinidad se rodea de animales
representativos de su esencia. La diosa desparrama el amor conciliador entre los
humanos, pero también conduce al calor de lo amatorio y la procreación en el
mundo animal. Lucrecio lo recuerda en su De rerum natura 1.
Afrodita es pura belleza. Gracia femenina. Lo eternamente joven, lo que no en-
vejece. Como el mar. Es suave y seductora. La acompañan las Gracias (Charites),
y Peito, la persuasión. Las Cárites representan fuerzas de florecimiento; con ellas
elhilodeariadna

baila, la lavan y tejen su vestido. Afrodita es la diosa “amiga de las sonrisas” (phi-
lommeidés). Es la áurea Afrodita porque resplandece con su corona y sus collares
de oro. Hace afables a las personas. Da encanto, endulza y suaviza el carácter.
Y su hechizo no puede ser resistido en su reino más característico: la liberación
43
de la pasión sexual, el impulso erótico, el placer del sexo como fuerza vital ajena
a las convenciones que aprisionan el deseo en límites represivos. La pulsión eró-
tica signada por una restricción continua termina por mutarse en displacer. Pero
la diosa es la preservación del goce y el éxtasis sensual. El amor como experiencia
real y no como cumplimiento de un acuerdo previo. Por eso su amor es lo opues-
to del pacto matrimonial, del afecto estable y monogámico entre conyugues, mo-
delo representado por Hera, esposa de Zeus; es decir: es lo contrario del amor
que, muchas veces, es por compromiso a una norma vincular y no por pasión. Y
la promoción afrodisíaca de lo amoroso no debe ser confundida tampoco con la
modalidad platónica, cristiana o romántica del amor como estado de excelsitud
espiritual. El amor de la diosa siempre se derrama en la sexualidad física como
origen y medio; pero esta mediación corporal, como veremos luego, no supone
en modo alguno la atracción sexual agotada en una dinámica puramente instin-
tiva o biológica.
Y si Afrodita se somete en apariencia al lazo conyugal sólo es para corroerlo con
la osadía de la infidelidad, y la práctica erotizante del amor clandestino. Así se
casa con Hefesto, el dios herrero y cojo. Pero rápido se convierte en amante de
Ares, dios colérico de la guerra, de origen tracio.
Una de las pasiones amorosas más exaltadas de la diosa es la que experimenta
por Adonis. Cuando Mirra es convertida en árbol, de su vientre de madera nace
un bello y divino niño. Afrodita lo recoge. Pero además del desdén por la fide-
lidad matrimonial, también es parte del talante de la diosa la ausencia de todo
celo maternal. Lo entrega entonces a Perséfone. Pero ésta después se niega a
devolverlo. Zeus actúa como juez. Y decreta que el joven permanezca un tercio
de cada año con la esposa de Hades, hija de Deméter, y otros dos tercios con
Afrodita. Malherido por un jabalí, Adonis muere víctima de los celos de Ares.
Los “jardines de Adonis” de gran importancia en el culto oriental, se vinculan
también con la diosa.
Afrodita tiene un lazo esencial con Eros e Hímero. En la versión hesiódica, Eros
es un poder cosmogónico, fuerza primitiva involucrada en la expansión y cohe-
sión del mundo creado. Fuerza de la amplitud cósmica como también lo recuer-
da Erixímaco en su discurso en el Simposium platónico. En la trama mítica de
la diosa, Eros es el deseo amoroso, pulsión deseante que repite la integración
placentera de los sexos. Hímero es el anhelo del ser amado. Pero Afrodita tras-
elhilodeariadna

ciende la dualidad del deseo de la repetición del placer erótico y la aspiración al


amor. Ella no es la que ama, es la que se da como meta del amor. Es lo amado.
Pero cuando así lo decide se entrega plenamente. Con dulzura y pasión embria-

44
gante. En Hesíodo es madre de Harmonía, y ella le sirve en su deseo de unión o
armónica coincidencia de los amantes.
El pensamiento platónico, a través del ya aludido Simposium, interviene para di-
versificar la esencia y destino de la diosa. El filósofo de la Idea del Bien distingue
entre la Afrodita Urania, la nacida del cielo, diosa del amor puro e hija de Dione,
y la Afrodita Pandemo, Afrodita popular, diosa del amor vulgar. Dione es tam-
bién madre de la diosa según lo que canta Homero en el libro V de la Ilíada, una
deidad oracular original en Dódona, donde luego impondrá uno de sus cultos el
Zeus ligado a funciones rituales adivinatorias.
Y la diosa auspicia la extraña simbiosis para el hombre moderno entre prostitu-
ción y lo ritual y sagrado. Píndaro recuerda que Afrodita influye en las hieródu-
las, “siervas sagradas” (eufemismo para prostituta); “las doncellas hospitalarias”,
que entregan la miel de sus cuerpos deseables como acto de tributo religioso al
amor sexual que la diosa propicia. Es el culto a la Afrodita Pandemo en Corinto.
elhilodeariadna

Sobre esta práctica, el poeta observa:


“Vosotras, doncellas hospitalarias servidoras de Peito en Corinto opulento, que
encendéis las rojizas lágrimas del incienso y recordáis a la celeste Afrodita, ma-
dre de los dioses amorosos. Ellas os hace regalar inocentemente el placer de la
45

El renacimiento de Venus, Walter Crane.


fina flor en almohadas deliciosas. Donde manda la necesidad todo está bien” 2.
El culto de la prostitución sagrada o religiosa promovido por la diosa en Grecia
nace a través de la sumeria Inanna y la acadia Isthar y sus posteriores ramifica-
ciones en Babilonia, Palestina, Fenicia (en su figura de Astarté), Siria o la colonia
tiria de Cartago.
La diosa hace así felices a los hombres, aunque no siempre, como en el caso de
Hipólito. La diosa pretende seducir al joven bello. Pero éste la desdeña en favor
de Artemis, cazadora como él. En pos de venganza, Afrodita perturba a Fedra
cono una mórbida pasión por Hipólito, hijo de Teseo. En su recepción y reela-
boración de este momento mítico por Eurípides en su Hipólito, Fedra al ser re-
chazada también por el joven, se suicida dejando una nota donde revela que fue
violentada por éste. Recurso vengativo que Hipólito no desnuda en su falsedad
por su promesa de no revelar el amor de su madrastra por él. Así, es alcanzado
por el castigo fatal, del que Poseidón será vehículo al hacer surgir del mar un toro
que enloquece los caballos que mueven el carro del joven cazador provocando así
su caída y muerte.
Pero Afrodita también lleva la fatalidad a las mujeres cuando les inspira una pa-
sión amorosa que deriva en imprudencia, locura y tragedia. Es el destino final de
las pasiones exaltadas de Helena, Medea, Fedra, Pasifae. Y también puede atacar
a su equivalente femenino por envidia. Es el caso de Psique. El mito de Eros y
Psique es narrado famosamente por Lucio Apuleyo en El asno de oro, en el siglo II
d.C. Afrodita somete a Psique a hechos fatídicos por la envidia que le provoca su
belleza. Pero, luego del enamoramiento del dios por la joven, y la aceptación de
su unión por Zeus, Afrodita baila en la boda. Y de Eros y Psique nacerá el Placer,
la Voluptas romana posterior.
En la Ilíada, Afrodita interviene en la Guerra de Troya a favor de los defensores
de la ciudad asiática. Protege el cuerpo de Héctor. Salva al arquero afeminado
Paris de la furia de Menelao. El Juicio de Paris (antes comentado) explica el favo-
ritismo de la diosa por el hijo de Príamo. Ayuda a Eneas para no ser muerto por
Diomedes. Conserva la raza troyana porque, bajo su protección, Eneas y Julo, y
su padre Anquises, salvan los Penates de Troya. Y escapan de la ciudad en llamas,
en busca de crear una nueva patria. Roma tiene por especial protectora a Afrodita
(en su traducción romana de Venus), la cual pasa por ser la antepasada de los
Julios, los descendientes de Julo. Por eso, Julio César le erige un templo bajo la
elhilodeariadna

invocación de Venus Madre (Venus genetrix).


Como toda divinidad rica y compleja, el derrotero mítico de Afrodita se ramifica
en distintas sendas: diosa del amor, de la sensualidad, el encanto, la seducción,
la paz, y el resurgimiento del impuso de la pasión y atracción erótica; diosa del
46
jardín acogedor, del mar de la serena travesía. En la Odisea es la del “abrazo amo-
roso”. Es la naturaleza floreciente, reverdecida. Y también en ella se agitan fases
oscuras de agresión, partidismo y envidia. Pero los eventuales gestos sombríos
de la divinidad nunca comprometen la exaltación del goce vital, del placer que
reúne a los seres antes heridos por la separación.

III

El pintor imagina. Pinta. Respira en Florencia. Aprende primero su arte en el ta-


ller de Fray Filippo Lippi. Luego, cuando abra su propio taller, le enseñará al hijo
de Filippo, Filipino Lippi. Alessandro di Mariano di Vanni Filipepi absorbe las
innovaciones del Giotto: las primeras estrategias de la ilusión tridimensional, la
expresividad del rostro y el gesto humano en primer plano; y continúa el interés
por el detalle decorativo del Gótico tardío. Y Filipepi, apodado Sandro Botticelli,
pinta la Primavera, en 1478, para la casa de Lorenzo di Pierfrancesco de Médici. Y
se sumerge en la profundidad especulativa neoplatónica florentina, y escucha a
Girolamo Savanarola, el predicador fanático de la pureza. Lo escucha con temor,
sabe de su quema de los objetos vanidosos en la Hoguera de las vanidades (Falò
delle vanità), en la que también arden algunas de sus obras. Y no creará nada
de importancia tras los temores al castigo eterno espoleados por el predicador
finalmente quemado en otra hoguera. Pero antes, antes incluso de la Primavera,
el artista que incluye un autorretrato entre los espectadores de su La adoración
de los Reyes, había pintado ya quizá su obra maestra, o su temple sobre lienzo de
mayor gravitación futura en la historia del cruce entre arte, mitología y simbolis-
mo de enjundia filosófica: El nacimiento de Venus (La Nasita di Venere).
En la composición de la imagen se enhebran la gran fuente clásica de la mito-
logía antigua, Las metamorfosis de Ovidio, con los versos del humanista Angelo
Polizano. En el centro, en primer plano, la diosa se alza sobre una concha ma-
rina. Su cabellera arabesca, encrespada y liviana, roza el aire con sensualidad.
Lo oculto o sugerido subraya el magnetismo erótico al cubrir la diosa con una
de sus manos el vello púbico en actitud pudorosa; y con la otra, delicadamente
cubre uno de sus gráciles pechos. El mar y el bosque se extienden en el espacio
en el que acontece la aparición divina. El bosque es de árboles de naranjos en
elhilodeariadna

flor, posible remisión al sagrado jardín de las Hespérides, el jardín como la na-
turaleza de la vida florecida. A un lado, el viento del Oeste, Céfiro, abrazado a la
ninfa de la brisa, Cloris, su esposa (Flora para los romanos), sopla y empuja a la
mujer sagrada para que, luego de su nacimiento de la espuma y entre lluvia de
47
flores, se acerque a sus primeros lugares de culto. Del otro lado, la espera una
de las Horas, ninfas de las estaciones. Esta es la ninfa de la primavera. Viste un
traje floreado. En su cuello pende una guirnalda de mirto, planta emblemática de
la diosa. La ninfa espera a la hija de la espuma para cubrirla con un manto. Los
misterios de Venus deben permanecer ocultos. Su comprensión como sustrato
mítico profundo depende de desciframientos simbólicos, incisivas intuiciones
de significados filosóficos replegados bajo la superficie de la iconografía y el re-
lato mítico.
En una primera interpretación, la Venus botticelliana expresa la Venus huma-
nitas: la síntesis de la unidad en el mundo sensible, y el suprasensible. En el
mundo natural la presencia de la diosa une en armonía la tierra, el cielo y el aire.
Pero desde la preceptiva neoplatónica, paradigma filosófico en Botticelli y la Flo-
rencia del Quatroccento, la belleza visible es cuerda extendida hacia la bella Idea
inteligible. La Idea de lo bello que, a su vez, se conjuga en equilibro con el amor
y la verdad. Amor aquí no de la sensualidad exaltada sino de un influjo puro o
suprasensible. Simbolismo en el que vibra el eco recuperado, por el paganismo
renacentista en las postrimerías de la edad media, del pensamiento platónico
en el que lo bello, el eros y la verdad se compenetran en unidad inescindible. El
modelo del rostro de la diosa pudo ser el de Simonetta Vespucci, de admirada
belleza, retratada por Piero di Cósimo, y exaltada en la Stanze de Poliziano. Pero
lo decisivo es el dejo melancólico de la diosa. Melancolía como invitación velada
a la contemplación intimista de los secretos de la deidad. Y, más allá, el conjunto
del cuerpo púdico y estilizado, la cabellera vital y el rostro apacible y melancólico,
vibra en la gracia. La gracia como manifestación de un pliegue de significado
espiritual no directamente perceptible.
El pudor es motivo iconográfico de la antigüedad pagana que, como un Pathos-
formeln de los estudios iconográficos de Aby Warburg, transmite un pathos dio-
nisiaco, un motivo visual que intensifica una expresión vital. La provocación eró-
tica por el ocultamiento pudoroso. Motivo procedente de una de las expresiones
escultóricas más célebres y prototípicas de la diosa, la Afrodita Cnidea o Afrodita
de Cnido. Obra del escultor Praxíteles tallada en Atenas por el 360 a.C. La diosa
se apresta, o ya ha consumado, el baño ritual de las Eleusiadas. Su epíteto de
Cnidia es por el pedido de los habitantes de esta ciudad de una diosa no abier-
tamente desnuda sino envuelta en un recato púdico y severo. Origen del gesto
elhilodeariadna

delicado que vela la sensualidad erógena del pubis. Además de la lograda fuerza
del erotismo por la sugerencia, Praxíteles recalca las formas curvilíneas del cuer-
po, formas que exhalan una sensación de dinamismo o movimiento en perfil
sinuoso, en “S” (herencia del contrapposto iniciado por Policleto); dinamismo
48
profundizado en la estatuaria helenística (el grupo del Laocoonte de Agesandro,
Polidoro y Atenodoro de Rodas, hacia el 150 a.C., como ejemplo preclaro). El
cuerpo en movimiento es efecto de la sorpresa que nace en la diosa al ser descu-
bierta. Entonces se inclina y caen sus vestiduras sobre una hydria o gran ánfora
para el agua. A lo que sigue el gesto delicado de recato que vela la intimidad. Este
arquetipo de la Venus pudorosa es el comienzo de largas secuencias de variacio-
nes posteriores. En la pintura, la diosa inspira variaciones célebres en El Ticiano,
Giorgione, o Velázquez con su Venus ante al espejo.
Y la diosa no sólo consiente en inmovilizarse en sus duplicados escultóricos,
idealizantes y simbólicos. También preside el proceso contrario: de la estatua
(evocación estática de la vida idealizada) a su efectiva vitalización. Núcleo del pro-
tagonismo de Afrodita en el mito de Pigmalión y Galatea. El escultor se enamora
de la belleza inmóvil de una escultura. Pero la diosa usará un don de la meta-
morfosis para convertir lo inmóvil en prolongación de su belleza viva y graciosa.
Detrás del acto que encastra mito y arte, lo afrodisíaco actúa como poder que
hechiza y devuelve a lo masculino (o lo femenino) al placer erótico como pasión
sensual. Pasión que reanima la vida.

IV

Toda mitología se transforma en fuerza (y no sólo concepto o información) cuan-


do su dimensión simbólica incita la percepción de lo vivo (y en lo mítico, lo
muerto es integrado siempre en una vida mayor de regeneración y renacimien-
to). La experiencia de la vida en devenir y transformación es múltiple, un candil
de muchas llamas. Cada dios activa alguna llama particular de la radiación vital.
Desde lo especulativo, tratemos de explorar algunas de las formas de excitación
vital específicas de la Diosa del Amor...
El amor convoca primero el eros humano, las corrientes de afectividad y deseo
entre los sexos. Pero originalmente Eros expresa un impulso primitivo y cosmo-
lógico. El amor como potencia universal que reúne las partes o perfiles distintos
de la vida. Tal dimensión fue captada claramente por Empédocles en su cos-
mología inscripta en el horizonte del hilozoísmo presocrático; y la potencia de
re-unión de Eros se traslada a la diosa. “Para Empédocles Afrodita es la misma
elhilodeariadna

diosa que pone el amor en los corazones humanos y que produce la perfecta ar-
monía y unidad en los grandes periodos mundiales” 3. En un gran movimiento
circular y gradual del universo, Amor o Afrodita es la etapa o periodo en el que
prevalece la fuerza de la reunificación de lo que separa desde la discordia, desde
49
las disgregaciones tanáticas, incitadas por Ares, dios de la guerra, la violencia y la
destructividad por tanto. La unidad del Amor, desde la contradicción u oposición,
con la discordia que separa. La unidad de los opuestos Afrodita-Ares. Boticelli
también plasmó pictóricamente este encuentro en su Venus y Marte (1483), don-
de el dios de la guerra duerme y la diosa despierta parece dominar con su mirada
la integración o conciliación con su contrario.
Si la diosa del amor puede actuar en lo cosmológico (y no sólo en la interacción
humana como suele entenderse), y re-unir a través de su complementación con su
opuesto Ares, es porque la diosa no se encierra en la pureza del bien que afirma
la vida sin contaminarse con sus opuestos. Afrodita es ambivalente. Y su ambiva-
lencia la entrega a la contaminación de lo más puro de sí. Sus momentos de amor,
paz, ternura y goce liberador se mezclan o contaminan con la envidia (hacia la
belleza de Psique), la destrucción o venganza del que no atiende a su deseo (Hi-
pólito); su influencia nefasta sobre mujeres trágicas (Helena, Medea, Fedra); o su
contaminación con los conflictos que destruyen la armonía por su partidismo en la
Guerra de Troya, o su puja con Perséfone por la retención de Adonis.
El amor de Afrodita como poder intensificador de la atracción y re-unión entre
los seres aumenta su fuerza, precisamente, porque la diosa atraviesa y supera su
opuesto dentro de sí, sus propias actitudes destructivas de desamor.
Afrodita se identifica con plantas arquetípicas de su culto: la rosa, el mirto, la
mirra (en razón a su protagonismo en el mito de Adonis). Adonis morirá, pero
para luego renacer. Una indicación de la identificación de la diosa con lo terrestre
de la renovación cíclica y estacional de la vida. La forma arcaica de intuición de
la vida como renacimiento y superación de la muerte es el eterno retorno de la
primavera. Y en ciertas costumbres de los griegos antiguos, el mirto, planta de
la diosa, como señala Robert Graves, testimonia la gravitación de Afrodita en los
ciclos de reinicio sin fin de la vida: “Los emigrantes griegos llevaban ramas de
mirto cuando se proponían una nueva colonia, como para decir: ‘El viejo ciclo ha
terminado; esperamos iniciar uno nuevo con el furor de la diosa del Amor, que
gobierna el mar’ ” 4.
Los dioses enlazados desde su narratividad mítica con la vegetación pertenecen
al simbolismo universal del renacimiento. De la vida restaurada tras los ciclos
estacionales en los que otoño e invierno suponen muerte y retracción, y la prima-
vera el nuevo comienzo. Precisamente en la pintura emblemática de Botticelli la
elhilodeariadna

diosa es cubierta por el manto en el que la envuelve una de las Horas, la ninfa de
la primavera. Confirmación en la intersección de mito e imagen pictórica de la
diosa del Amor como aliada de la restauración cíclica de lo vivo (como Perséfone-
Deméter, Cibeles, Isis-Osiris, o Dioniso).
50
El amor de la diosa asegura la unidad desde los contrarios como observamos a
propósito de Empédocles. Pero también, de forma velada, reconcilia el cuerpo y
sus sentidos y órganos de placer, la piel y la caricia, las zonas erógenas, con el
amor erótico como universalidad espiritual. Espiritualidad es la conciencia abierta
a lo universal. El placer como afirmación universal de la vida es la espiritualidad
por el goce y el eros, no por la adoración de una deidad sin cuerpo e inmaterial.
El placer primero sensual que enciende la diosa entonces, se reconcilia y con-
funde con el placer elevado a una vida universal que trasciende el vínculo sexual
y físico como tal. Nuevamente, en el simbolismo pagano de Botticcelli, la diosa
se mueve hacia sus lugares de adoración, atraviesa el mar, y finalmente absorbe
el poder vegetal y regenerador a través del manto de la ninfa de la primavera. Y
todo este proceso es movido por el soplido de Céfiro y Cloris. Divinidades unidas
elhilodeariadna

en su diferencia por su abrazo. Céfiro, lo masculino, el aire, lo celeste, el espíri-


tu, uniéndose con lo femenino, la materia. Unión del cuerpo en lo pesado de la
materia terrestre con la expansión libre del soplido del viento-aire, símbolo del
espíritu que todo lo abarca y alcanza. El amor de la diosa beneficiada por ese so-
51

El espejo de Venus (fragmento), Sir Edward Burne-Jones.


plo es posible síntesis entonces entre el componente uránico, celeste, espiritual,
y lo terrestre y físico. Afrodita afirma el eros como atracción sexual no sólo por
el abrazo gozoso de los seres, sino también por la elevación del placer físico a la
radiación de un goce universal. Tierra-cuerpo, viento-aire-espíritu se correspon-
den así en una circularidad donde el verdadero amor de Afrodita no es sólo la
excitación física del deseo sino también el amor que, a través del placer corpóreo,
se espiritualiza. Trepa a la amplitud universal.
Y la diosa del amor “gobierna el mar”, como afirma Graves. El mar es agua como
origen, como fuente indestructible del nacimiento. Y es también agua como in-
tuición de la atemporalidad y la juventud renovada. Por el tiempo de cronos,
por la temporalidad como desgaste, el hombre nace y envejece. La luz de su
frente termina por desmadejarse en cenizas y sepulcros. Pero entre el mar de
hace un millón de años y el de ahora, lo que se muestra es el mismo mar. Mar
ajeno a los cambios en la superficie y la apariencia de los paisajes terrestres que
mutan, cambian según el paso del tiempo geológico. Por el elemento agua, el
mar expresa la atemporalidad como presente continuo en el que la juventud no
decrece, no enferma ni envejece. La juventud preservada es el placer que nada
en la excitación sin fin.
Por el amor de la diosa nacida de la espuma y el mar, el cuerpo se acerca, aunque
sea en breves y discontinuas tempestades, a la vida que se re-vive como exalta-
ción. Goce que se desborda desde el último placer erótico hacia el amor como
fuerza universal. Un poder que reaviva.
En la existencia veloz sin un demorarse en la sacralidad de la vida y sus fuer-
zas, muchas veces, el hombre contemporáneo se predispone al placer amoroso
sólo como fuga desesperada del tedio. Predisposición que, al convertirse en acto,
suele repetir prácticas de lo afrodisíaco vacío, sin vínculos ni saltos hacia nada
universal.
El amor de Afrodita, como todo lo pagano, sólo es el eco de una potencia lejana
para el hombre moderno. Para el habitante de las aceleraciones urbanas, no toca-
do por el llamado de la diosa.
Sin embargo, su hechizo no se disuelve.

K
elhilodeariadna

52
Bibliografía

ROBERT GRAVES, La diosa blanca. Historia comparada del mito poético, Buenos
Aires, ed. Losada.
R. GRAVES, Los mitos griegos, Madrid, ed. Alianza.
HOMERO, Ilíada, Barcelona, ed. Cátedra.
HESÍODO, La teogonía. Los trabajo y los días, Madrid, ed. Gredos.
LUCIO APULEYO, El asno de oro, Los clásicos de Grecia y Roma, ed. Planeta-
Agostini.
CARLO GARCÍA GUAL, Introducción a la mitología griega, Madrid, Alianza.
Los presocráticos, compilación Juan David García-Bacca, Fondo de Cultura Eco-
nómica.
BARBARA DEIMLING, Boticelli, Colonia, ed. Taschen.
W. OTTO, Los dioses de Grecia. La imagen de lo divino a la luz del espíritu griego,
Buenos Aires, Eudeba.
LUCRECIO, De rerum natura, edición bilingüe, traducción de Lisandro Alvarado y
estudio preliminar de Ángel Cappelletti, Caracas-Venezuela, Universidad Simón
Bolívar.

1. “Cuando los días primaverales despiertan y el fructífero hálito del Céfiro nace nuevamente, primero las aves del
día anuncian, oh diosa, tu llegada, emocionadas de tu poder. Las fuerzas saltan en exuberantes pastos y atraviesan
nadando veloces ríos. Cada una te sigue a donde lo llevas, presa del encanto. En el mar, en las montañas, en ríos
indómitos, en las frondosas mansiones de los pájaros, en el verdor de los campos, tú colmas el corazón de todas con
elhilodeariadna

dulce amor y consigues que se procreen ardientemente”, Lucrecio, De rerum natura (1,10 y sigs.), citado en Walter
Otto, Los dioses de Grecia. La imagen de lo divino a la luz del espíritu griego, Buenos Aires, Eudeba, p. 79.
2. Píndaro, Fragmento 122, citado en W. Otto, Los dioses de Grecia….op.cit., p. 82.
3. W. Otto, Los dioses de Grecia…, op. cit, p. 85.
4. Robert Graves, La diosa blanca. Historia comparada del mito poético, Buenos Aires, Losada, p. 333.
53
Por Olivia Cattedra1

Saranyû,
la impetuosa

“La dualidad es el precio de la existencia”2


elhilodeariadna

1. Investigadora de CONICET.
54
elhilodeariadna

55
a partir de la maduración del hinduismo como tal, es posible realizar una
lectura metafísica clásica3 del símbolo de la Trimurti; ésta tendrá que ver con el
aspecto concreto, por así decir, personal, de la Realidad Absoluta: Brahman sa-
guna o Ishvara. El Absoluto, llamado saguna implica la noción de posee gunas o
cualidades, es decir, ya indica un nivel de ser del cual se puede predicar, describir
y definir. En cuanto a sus cualidades, ellas expresan su función de crear, sostener
y transformar el mundo.
Para las reflexiones que continuaran esta exposición, será conveniente repasar
los distintos planos de interpretación que ofrece la tradición india en su conjun-
to. Brahman saguna se corresponde en el plano devocional con el Señor, Ishvara.
Para la hermenéutica del advaita, derivada de Gaudapâda, la devoción constituye
un camino de realización inferior4.
Aun así y, bajo una interpretación “inclusivista”5 de la tradición india, exégesis que
contempla considerar los puntos de vista en su conjunto y complementariamente,
resulta que, al asimilar, por así decir, datos o elementos de las escuelas sâmkhya6
con su clasificación del Ser en el principio masculino (purusa) como conciencia y
el femenino (prakriti) como actividad, esta triple forma de lo divino, considerada
“masculina” poseerá una contraparte femenina7. La misma cubre todas las formas
posibles de consideración de la ecuación prakriti-mâyâ9.el principio del Señor, se-
cundario, cual díada, respecto del Brahman Nirguna y preñado en si mismo de la
dualidad purusa-prakriti, reconoce en este segundo termino una dinámica triple.
Tal complejidad queda indicada en los mitos y explicitada en la filosofía.
Particularmente, en la exposición clásica del Vedânta. Sobre esta tradición el Dr.
García Bazán observa cuan versátil, elusiva y atrapante es la recurrente presencia
de la noción de mâyâ en Sankara, y por consiguiente explica: “Hay, en efecto, en
el conjunto de escritos de nuestro autor una mâyâ avyakta, pero tambien vyakta;
hay una mâyâ que es ajñâna y avidyâ, pero también otra que es ilusión y que es
“poder divino”. Existen también los poderes que se le asignan, la vikshepa-shakti
y la âvriti-shakti, los tres guna y el “misterio de mâyâ”, como una totalidad que
envuelve e inquieta al hombre. ¿Cómo se podrá introducir un orden lógico en
tan variado vocabulario sobre un mismo tema, pero que al mismo tiempo tenga
relación con nuestras categorías de pensamiento…?”10. Naturalmente, la respues-
ta se encuentra en el mito y en el símbolo, y aquí trataremos de ejemplificarlo a
través del ciclo de Saranyû.
elhilodeariadna

Retomando el devenir del símbolo, y a partir de la escisión del ser en masculino


y femenino, éste principio reaparece través de las diosas como las consortes, y
mediante ellas, el movimiento activo de las fuerzas que la Trimurti representa.
Así de Brahma, el dios creador que moviliza la energía como rajas, el poder cen-
56
trífugo de la acción. Debido a su intenso poder refleja una sexualidad espontá-
nea, versátil, y rica que no se deja encasillar en funciones de ahí que aparezca
como hija y consorte; hermana y consorte. La clásica esposa de Brahma es la dio-
sa de la sabiduría, aquella que fluye: Sarasvatî. Esta diosa es la tercera expresión
de una antigua diosa védica que, en sí misma, construye todo un ciclo mítico:
Saranyû: “ todos son símbolos de la Díada libre de toda voluntad, emociones o
gestos. En el umbral de la creación que está pronta a emerger, hallamos potentes
imágenes de la Totalidad, desgarrada en su corazon y lista para la transforma-

elhilodeariadna

57

Diosa Sarasvati
ción…”11. El mito de las diosas “SAR” es substancial para insistir en la idea de lo
femenino como el ingreso de la dualidad creativa12 Veremos el despliegue de este
mito, en una relectura de la clásica exposición de Kramrisch13, que a continua-
ción resumiremos y comentaremos.
Saranyû o Saranya, como la nombra Wilkins14, es una diosa indoeuropea. Para
Kinsley15, se trata de una diosa menor. Su ciclo mítico nos introduce en los temas
del descenso, la dualidad, la experiencia autoprovocada, la humanidad, la muerte
y la sombra. Su analogía con la Sita del Râmâyâna y Helena de Troya fue amplia-
mente estudiada16. Ambas, Saranyû y Helena, son madres o hermanas de los
Asvins o Dioscuros. Saranyû es la que corre, por el cielo brillante (svar). Cuando
ya no soporta a su esposo, huye y deja a su sombra: Saramâ17. El mito de Saranyû
derivará en una reiterada presentación de la triple Diosa: la misma Saranyû, su
sombra Saramâ y Sarasvatî, la consorte de Brahma. Con sus tres formas, la diosa
nos confronta movilizándonos, actuando con grandeza y velocidad. Una de sus
formas, corre a la existencia desde el Creador, desde la misma fuente, sólo para
retornar y ser aceptada nuevamente entre los dioses.
El nombre Saranyû, de la raíz SAR, aquella que corre. La raíz también sugiere
fluidez, velocidad y poder.
No tiene imágenes, no se la describe y no se evoca su forma, acaso porque esen-
cialmente es la matriz informe de todas las formas. Ella es aquello que hace,
diosa prístina, sin encarnación. Pura fuerza y diligencia insinúa un poder sin
paralelos que la zambulle dentro de las situaciones que ella misma crea. En este
sentido, y en el plano humano, sugiere la auto encarnación constante y particula-
rizada de las propias vivencias autogeneradas18. Es fundamental aclarar que tales
vivencias o experiencias tienen la función de liberar la acumulación kármica19
bajo la forma de una apertura que permite concretar el conocimiento.
En ocasiones, la diosa aparenta adquirir forma humana, la de una joven mujer,
forma que desde luego y en tanto apariencia, no retiene o que bien cambia en el
curso de su historia.
El Rig Veda la asimila a Saramâ, su sombra de quien se dice que es la consorte
irregular de Indra y la madre de los perros. Saranyû y Saramâ posee una pre-
sencia controvertida en los himnos del Rig Veda; y a ellas se les suma la tercera,
Sarasvatî. La consorte de Brahma es conocida primero como un río del cielo y
de la tierra. En tanto río, es femenino y corre, retomando el significado de la raíz
elhilodeariadna

SAR. Conecta el cielo y la tierra, pero al igual que la sabiduría que simboliza,
se desvanece en el plano terrestre. Sarasvatî, la diosa río, fluye desde los Vedas
dentro de los Purânas y hasta el día presente de la realización espiritual. En una
dimensión más concreta el culto de Sarasvatî da señales tempranas y claras del
58
establecimiento de los indoeuropeos
en una particular zona geográfica al
norte del Punjab20. Sin embargo, en
la actualidad, es curioso observar que
en el nivel de la tierra, en el Punjab,
el mismísimo río Sarasvatî, tal el caso
de la sabiduría en la edad oscura, ha
perdido su potencia: desapareció en el
desierto.
Como primer aspecto, se dice que la
misma Saranyû es hija de Tavistri21, el
dios-arquitecto que moldea el cosmos
y los seres vivientes.
Su hermano es Visvarûpâ, probable-
mente su gemelo23; éste, así como lo
indica su nombre, posee todas las for-
mas. El simbolismo de la pareja no
escatima implicancias y mientras que Saranyû representa el flujo infinito de la
energía disponible, su hermano esposo otorga forma y delimitación. El dios tie-
ne tres cabezas que lo habrían destinado a regir sobre los tres reinos del cosmos:
cielo, tierra y espacio intermedio. Sin embargo, comienzan los problemas del
juego del mundo. Aunque el dios es perfecto y completo, tal como era en forma,
guarda para sí todo su poder. No lo comunica ni propaga incurriendo de este
modo en el estancamiento y en el delito de acumulación, que vulnera y ofende
el principio de interdependencia y circulación de la vida, reiterando la dificultad
planteada por Vrtra, el dragón que retiene las aguas en las nubes, clásico enemi-
go de Indra.
La ofensa es grave pues al guardarse su poder, privó al cosmos de sostén.
Justamente su capacidad para alcanzar la perfección de todas las formas, y no
ofrendarla, le acarrea su derrota.
En este detalle se esconde otra enseñanza constante de la espiritualidad hindú: lo
que alcanza su perfección, debe donarla, no puede guardarla para sí24.
Un nuevo combate de Indra, el nuevo dios creador, abierto a repartir todos los te-
soros escondidos, para que el mundo pudiera compartir y gozarlos, provoca que
elhilodeariadna

el rey del cielo arroje al caos la triple cabeza de Visvarûpâ, desarmando su forma
perfecta aunque detenida y estática. Prosigue refiriendo Kramrish25
Saranyû, la hermana de Visvarûpâ, muestra una naturaleza claramente diferente.
Aquí, la dualidad marca la oposición. La diosa no se detiene ni acumula: corre y
59

Indra
fluye, de la fuente –su padre– a la creación –el mundo–. El mito prosigue rela-
tando como en uno de sus avances, se zambulle en el matrimonio.
La boda fue dirigida por Tvastr. “El momento elegido para la ceremonia coincidió
con el amanecer de la creación, y todo el mundo fue invitado para la ocasión. Su
esposo sería Vivasvat, el Radiante”26. Este dios, luminoso e iluminado, represen-
ta el fuego de la mente, el poeta arquetípico: a través de sus mensajeros envió el
fuego al hombre. La irradiación de Vivasvat proviene del Cielo pero ilumina la
Tierra. Análogamente, la luz de la mente proviene del mundo espiritual y debe-
ría iluminar la acción terrena.
“Él, es inmortal por naturaleza, y retiene su naturaleza inmortal en la tierra
siempre y cuando actúe como sacerdote”27. Es decir, en la medida en que su
acción perpetúe el orden ritual, justo y sagrado.
“Al casarse con el Saranyû, Vivasvat ingresó en la luz de la creación tal como ésta
brilla en el cielo y en la tierra. Sus primeros hijos fueron, otra vez, gemelos….La
fraternidad gemela es un índice que tiende a representar las dos posibilidades
que surgen dentro de toda existencia: una tiene por forma la perfección, comple-
tamente finiquitada, un fin en sí misma, sin futuro, y por lo tanto, condenada.
La única posibilidad para esta forma finiquitada es retornar al caos”28. Este fue el
elhilodeariadna

destino de Visvarûpâ, su hermano. La otra posibilidad es seguir adelante con el


flujo y la transformación.
El mito describe cómo Saranyû se sumergió en la luz de la creación que se ex-
tiende del cielo hacia la tierra y allí nacieron sus primeros hijos, también geme-
60
los. Estos fueron Yama y Yamî, varón y mujer, y una vez más, estamos ante la
presencia de la dualidad de la naturaleza. Además, estos gemelos portarán en su
dualidad la polaridad inmortalidad y mortalidad. Esta dicotomía la heredaban
de su padre, Vivasvat: inmortal por naturaleza, que según ya se señaló mantenía
su inmortalidad cuando actuaba como sacerdote, perpetuando el orden ideal y
celeste; de lo contrario, la finitud de la tierra le quitaba su inmortalidad.
Los primeros gemelos presentarán el símbolo de la elección que rige la libertad
humana en el marco del fuego, el amor y la muerte.
Continua describiendo Kramrisch que Yama, el varón, nacido en la tierra, conocía
las posibilidades intrínsecas a su naturaleza y función. El estaba en la creación,
en la cual su madre se había lanzado. La creación es infinita aunque limitada,
por tanto, conlleva la elección siempre excluyente. Yama sabía que debía elegir
cuando actuaba: estar en la creación, permanecer aquí significaba propagarse tal
como las criaturas hacen.
Su hermana lo confrontó y tentó, ofreciéndose a sí misma. El rehusó, prefirió
no procrear y así, eligió morir. La primera enseñanza de Yama es la elección, la
cual implica además, cual será el punto de apoyo del hombre multidimensional,
elegir y decidir cual de estas dimensión hará predominar, según los valores que
guíen su devenir: la finita terrestre y mortal, o la infinita, celeste y eterna
De este modo, Yama, el futuro rey de los muertos que encontraremos en la lite-
ratura posterior, pasó a ser el primer mortal y por esta muerte, él, el dios, dejó el
mundo de la mortalidad junto con su cuerpo como una señal: por el beneficio de
los dioses, él, Yama, eligió la muerte. Y fundó para los hombres el camino hacia
el más allá. Entonces, Yama, que al morir recupera su inmortalidad, bebió con
los dioses, en un próximo receso, bajo el árbol de hojas benditas.
La forma femenina, Yamî, inauguró la pasión y el sufrimiento. La pasión de
Yamî por Yama el inmortal permaneció sin satisfacer. La humanidad no nació
de aquél que había traído la muerte al mundo para retornar luego a los dioses,
sino de la radiación (Vivasvat) arrojada en la sombra (Saramâ), como veremos
seguidamente y como un fuerte adelanto de la doctrina del reflejo ontológico
(pratibimba)29
Por su decisión de trasformarse en mortal, él redimió su naturaleza inmortal y le
mostró al hombre el camino hacia su reino. Abrió las puertas que conducen más
allá de la existencia, el camino de retorno a la fuente.
elhilodeariadna

Pero la pasión de Yamî era pasión sensible, y así se dirigía al aspecto mortal y
finito de Yama.
Ella no aceptó su otra naturaleza, la inmortal, representada por el fuego de la
creación. En efecto, Yama es también y al mismo tiempo, Agni el fuego: un
61
fuego que consume y que no puede ser consumido, recuperando en esta doble
significación al fuego de la muerte y fuego del amor; de ahí que arda en ambas
puertas de la vida30; en la entrada como la pasión que une. En el simbolismo
de la pira funeraria, que sólo consume lo transitorio donde Yama retiene su
inmortalidad divina.
Poco más se sabe de Yamî, presa de una profunda amargura cuando su pasión
carnal no tuvo respuesta, convoca como herencia para la humanidad la desazón
la locura del sinsentido cuando se busca lo que no es. De este modo, Yama y Yamî
no llegaron a ser los padres de la raza humana, asombroso honor que quedo en
manos de Vivasvat, quien se une a la sombra31 de Saranyû: Saramâ. El dios creyó
que Saramâ era Saranyû y se unió a ella. De aquí nació Manu.
Entretanto Saranyû volvió a engendrar. Nuevamente gemelos. Como ya se señaló
y es clave reiterar, he aquí la reiteración del símbolo de la duplicidad incesante
que desciende en juegos de dualidades infinitas hacia la multiplicidad.
Los dioses alejaron y escondieron a Saranyû por protección frente a Vivasvat, cuyo
resplandor ya no podía tolerar, de modo que la diosa pudiera completar su designio
y retornar a la fuente de su ser, y es en este ascenso, que era también un camino de
retorno, donde da la luz a los médicos del cielo: los Asvins. Uno nació en la tierra,
el otro en el cielo. En esta nueva y superior otra instancia, la generación de los sana-
dores ultima su función y corona su mito “…luego de esto, los dioses la apartaron y
ya no se supo nada más de la diosa del conocimiento y la compasión…”32
Luminosos, los dioses de la medicina reiteran el recorrido vertical del espacio
intermedio para sanar y salvar a la futura humanidad.
Tal como expresa Kramrisch, el amanecer de la creación se abre con fallas, de-
cepciones, rechazos, y repliegues. “…De los dos hijos de Tavistri, el que da forma
a todos los seres, su hijo Visvarûpâ en la perfección de su forma encontró el fin.
Su triple cabeza decapitada fue arrojada por Indra, un dios creador más joven.
Saranyû otorga su impetuosidad y velocidad a su hija Yamî que traslada estas
urgencias a la carne y a la sangre: no hay liberación para ella, sólo asombro y
sufrimiento. Yama muere, pero deja su cuerpo mortal en la tierra, mientras él se
eleva en una radiación dorada y verde del árbol que hay en el descanso del cielo.
Saranyû vive a través de la agonía de Yamî y la elección de Yama. Ella debió com-
prender que el sufrimiento es parte de la pasión y que la muerte es el precio de la
inmortalidad. Pero esta lección es demasiado fuerte para que los dioses permitan
elhilodeariadna

que una diosa la aprenda…”33


Saranyû dio nacimiento a la muerte y a la pasión y con estos a la facultad de
elegir y al conocimiento de cómo liberarse. Saranyû recorrió su camino a través
de todas estas dualidades, no por su propia voluntad sino por la voluntad de los
62
dioses. Como encarnación de la inte-
ligencia celestial se esperaba que ella
aprendiera a revertir su dirección, y re-
cuperara el retorno al cielo, superando
los límites de la dualidad, el dolor y la
muerte.
“…Al arrojarse a la creación, Saranyû
fijó el patrón para la vida del hombre
en la tierra. De mente singular y fuer-
te, la diosa de la voluntad creadora fue
captada por la misma corriente de su
propio hacer. Ella fue salvada por los
dioses en su ascensión y en ese mo-
mento da a luz a los salvadores. Estos
habrían de sanar las calamidades del
mundo del cual la progenie de su sus-
tituta, caería victima. De este modo
también protege la progenie de Vivas-
vat, su esposo, a quien deja en la tierra
abrazado a su similitud…”34.
En cuanto a Saramâ no se dice de quien nace. Otto la comprende como la som-
bra. Tiene hijos por si misma, los Sarameyas, dos perros de color variado; mítica-
mente era una perra de los dioses35. El Rig Veda dice que ha sido la mensajera de
Indra. Un nuevo paso en el descenso de la creación o manifestación, la encuen-
tra como esposa, concubina o amante de Indra, dios creador más joven.
La nueva generación representa un claro descenso en lo ontológico.
En el himno 3.31.6 del Rig Veda36, se menciona a Sarama, aunque con un rol
demasiado cercano a Saranyû; este himno relata el mito que expresa la prisión
de las Vâcas en las cuevas de las montañas revela tanto las exitosas corridas de
ganado de los indoeuropeos ante los nativos como el proceso de nacimiento, y
la liberación de las aguas, “si Sarama encuentra las grietas de las montañas, que
completará su hallazgo previo. La diosa de pies veloces condujo al guía de la síla-
bas eternas, y puesto que conocía el camino, ella fue la primera en ir al encuentro
de los quejidos” Las sílabas eternas están representadas, en el mito, por las Vâcas,
elhilodeariadna

y además se vincula claramente con la posterior diosa del habla, Vâc, quien será,
tardíamente, identificada con Sarasvatî, la tercera forma de esta diosa triple.
Un nuevo dato nos informa que, en su camino, Saramâ, diosa de la sombra atra-
viesa el río Rasâ nacido del cielo. La imagen es muy sugestiva, dado que este río,
63
cuyo nombre sugiere el ámbito sensorial37, es un río que circunvala el cielo y la
tierra, separando el mundo de los hombres y dioses por un lado del “no-espacio”
o “inexistencia” del mundo demoníaco38. Dicho de otro modo, la sombra cruza el
plano sensorial y sensitivo e ingresa en el no ser.
La tercera forma, Sarasvatî, sentada sobre un loto blanco, a veces con dos y
otras con ocho brazos37, muestra la síntesis conciente y luminosa de las formas
presenta la unión del poder y de la inteligencia que presiden el surgimiento
de la creación organizada. Bajo este aspecto se la entiende como la consorte,
shakti, del dios creador: Brahmâ. Por esto mismo, rige sobre el conocimiento,
las artes y la música. Su función es inspirar y enseñar. Desde luego y como ya
se ha destacado, la etimología del nombre Sarasvatî recurre al símbolo de la
raíz SAR y el sustantivo saras, que significa fluir. He aquí la principal función
de la sabiduría: el fluir.
Sarasvatî se presenta relacionada don la limpieza y fertilidad que aportan las
aguas así como el poder sacral de las mismas. La abundancia y la limpieza que
estas conllevan siempre resulta sanadora, de ahí la relación de Sarasvatî con las
antiguas técnicas de sanación sin olvidar, naturalmente, que la sabiduría es la
mejor medicina, y por eso, se la relaciona además con los Asvins, los médicos
celestes, a quien ya habíamos contemplado como hijos de Saranyû.
En los días consagrados a Sarasvatî no se leen libros ni se toca música, estos
son depositados en el altar como descanso y, a la vez, ofrenda. Sarasvatî es fre-
cuentemente representada sobre un cisne, animal que es su soporte y, que a la
vez, representa el poder del discernimiento, debido que gracias a su contextura y
particular forma de sorber el líquido al alimentarse, puede distinguir las gotas de
agua pura o de leche presentes en las aguas contaminadas.
El ciclo especifico de Sarasvatî reconoce diversas etapas, al menos la védica y la
posterior, en pleno apogeo del hinduismo medieval donde Sarasvatî ha dejando
atrás el ciclo de Saranyû. En esta época encontramos a Brahmâ el dios que re-
presenta la creación con una segunda consorte, y se trata de Vâc, la diosa de la
palabra, antigua conocida del Rig Veda. Ella es el vehiculo del conocimiento y una
de sus formas es el Himno Triple o Himno al sol, el Gayatri.
Ambas consortes son, en muchos momentos, identificadas, lo cual queda claro
dentro de las implicancias simbólicas pues, en ambos casos, tanto Sarasvatî y
Vâc, la sabiduría y la palabra, deben acompañar el acto creador o mejor dicho,
elhilodeariadna

el principio de la creación se manifiesta en la acción como sabiduría y palabra:


estas fuerzas –shakti– son las creadoras de todas y cada una de las formas de la
creación, tanto en el universo como en el individuo. Aun más, si por un lado
acompañan a través del acto creador, las fuerzas descendentes y dispersantes,
64
representadas por la guna rajas, la sabiduría y la palabra ritual exacta, revierten
tal descenso y habilitan el ascenso que recupera las fuentes con una dinámica
elevante y ascendente, ya sugerida por la guna sattva.
Tal como hemos ido relatando, las distintas formas de la diosa SAR, expresan en
clave mítica y simbólica el misterio de la mâyâ, tanto en su poder proyector, (Sa-
ranyû) en su poder sombrío, obnubilado, elusivo y engañoso (Saramâ) y mientras
que ambas diosas fluyen y duplican el reflejo de la manifestación, el otro lado del
símbolo, representado por Sarasvatî-Vâc recupera la totalidad del Ser, mediante
la restauración del regreso desgarrado de Saranyû. Ante el suspenso que marca
la instancia de posibilidad del parto aeroe de los medicos del cielo, estas diosas de
la palabra y la sabiduría completan y concretan el retorno evocando el poder de
la Totalidad mediante el sonido, la inspiración y el discernimiento.

elhilodeariadna

65
2. Stella Kramrisch
3. Es decir, vedânta.
4. Cf. GK III.16
5. Clásicamente atribuida a P. Hacker y continuada por S. Radhakrishnan, y muchos otros autores. Radhakrish-
nan sostiene la presencia de una religión universal dentro o por debajo de cada religión particular y se entiende
que tal religión sale a la vista como consecuencia del estudio de las religiones y filosofías particulares. Mientras
que el potencial para tal universalidad esta reconocido en todas las tradiciones, realmente es el Hinduismo y
dentro de él, el Advaita Vedânta, es la tradición que ofrece un marco de pensamiento que esta realmente capaci-
tado para albergar dentro de si la convergencia ultima de todas las enseñanzas religiosas y filosóficas centrales.,
proveyendo de este modo una base y contexto ejemplar para los trabajos de orden comparado y o síntesis religio-
sas. Esta misma idea es la que conducirá a Hacker a establecer el criterio de inclusividad del pensamiento indio.
Ahora bien, el tema es cómo y desde dónde se estudia el pensamiento de la India. Cf. W. Halbfass, “India and the
Comparative Method”, en Philosophy East and West, Vol. 35, No. 1, Jan. 985, pp. 3 -15
6. Recordemos que ya estamos en plena época de la síntesis escolástica de las darsana.
7. Considerar paralelamente a Krishna medieval de los pûrana que, cuando se identifica con el Absoluto, se
divide a si mismo en masculino y femenino, purusa y prakriti, cf. Kinsley, David Kinsley, Hindu Goddesses, Univ.
opf California Press, California, 1988
p. 58
8. Cf. Stella Kramrisch, “The Indian Great goddess”, en History of Religions, Vol. 14, num.4, (May, 1973), pp.
235-265.
9. Cf. F. García Bazán, Neoplatonismo y Vedânta I, la doctrina de la materia en Plotino y Sankara, De Palma, Bs. As.
1982; particularmente p. 138 n. 26; estos términos se refieren a mâyâ (aspecto cósmico) idéntico a avidyâ (aspecto
subjetivo), comprendidas ambas en su función de causa material del mundo, particularmente, en su estado
potencial causal no manifiesto, de ahí, avyakta; este poder se despliega “proyectivamente” , en el ámbito cósmico
como el poder divino del Señor tal como la ilusión ofrecida por el gran Mago o Ilusionista; y que justamente al
proyectarse se diferencia (vikshepa) en sus tres grandes modalidades (guna)
10. Cf. Stella Kramrisch, o.c.
11. La particular relación del ciclo de Saranyû con el tema de la dualidad puede verse en el articulo de Wendy
Doniger dedicado especialmente a explorar los diversos aspectos de la dualidad a través de Saranyû a quien pre-
senta tanto como antecesora y como derivada de los arquetipos de Sita y Helena, ambas proyectoras de sombras,
fantasmas y reflejos, aunque en el caso de sita para preservar su integridad y pureza, y en el caso de Helena para
disimular su trasgresión y adulterio. Es notable también la relación de Saranyû y de Helena vía el símbolo de los
gemelos, ya que recordemos, Helena es hermana de Castor y Pólux, los Dióscuros del mundo griego, paralelos
a los Asvins. Cf. Wendy Doniger “Sita and Helen, Ahalya and Alemena, a comparative study,” in History of Reli-
gion, Vol. 37, no. 1, Ag. 1997, pp. 21-49. Valga la siguiente acotación: Wendy Doniger y Wendy D. O’Flaherty es la
misma autora, que ha firmado sus trabajos de modo distinto en diversos momentos.
12. Cf. Stella Kramrisch, o.c.p. 255
13. Cf. Mitologia Hindú, ed. en castellano por Edicomunicaciones, Barcelona 1998, primera edición en inglés
1900
14. Cf. David Kinsley, Hindu Goddesses, Univ. opf California Press, California, 1988
15. Cf. Otto Skutsch, “Helen, Her Name and Nature”, en Journal of Hellenistic Studies, Vol. 107, (1987), pp. 188-193
16. La consorte irregular de Indra, y diosa de los perros, muchas veces colabora con Indra y aparece en varios de
sus himnos, Cf. La edición de W. O Flaherty, Penguin Books, Great Britain 1981, The Rig Veda, p. 44, 45, 155, 245,
donde aparecen los perros de Saramâ en el himno funerario de Yama y los Ancestros, custodios de las puertas
infernales y en un rol paralelo al del Cancerbero (10.14.10), y luego en el himno 3.31.6 del Rig Veda, donde Sara-
elhilodeariadna

mâ es la que encuentra y abre caminos y en 10.108 como ayudante de Indra para vencer a los Panis y finalmente
en 7.55 con el hechizo del sueño.
17. Coincidimos en este caso con la explicación de Zimmer en cuanto a la dinámica de los enigmas propuestos
por el espectro en el relato medieval El Rey y el Cadáver, ed. Marymar, Buenos Aires, 1980

66
18. Prârabhda karma
19. Cf. Kinsley op. cit. p. 55ss.
20. Tambien llamado visvakarma, según Wilkins, op. cit. p. 66; literalmente, el que hace (karma) todo (visva).
21. Como se advierte, el tema de los gemelos, reiterado a lo largo de todo el ciclo mítico, está mostrando el ingre-
so de la dualidad, que en su descenso y progresión multiplicadora, pasa de dualidad a multiplicidad en el plano
de las formas y de lo múltiple.
22. Justamente ésta es luna de las enseñanzas implícitas en el símbolo en la diosa tántrica Chinnamastâ, la
descabezada.
23. Cf. Kramrisch, o.c. p. 235
24. Cf. Kramrisch o.c. p.237
25. Ib. P. 238
26. IB. p.238
27. Cf. F. García Bazán F. García Bazán, Neoplatonismo y Vedânta, Ed. Depalma Bs. As. 1982, p. 161 n; coinciden-
temente véase Píndaro: “¿Qué es el hombre?, la sombra de un sueño…”
28. Vg. Kramrisch , op. cit. p. 238
29. Cf. I. Culianu, “La femme céleste et son ombre: contribution a l’Etude d’un mythologéme gnostique”, en
Numen, Vol 23., Fasc. 1, (1976), pp. 191-209 ; O. Skutsch, op. Cit.; el aspecto metafísico de la sombra o reflejo apa-
rece en el vedânta, ver Upadesasâhasrî, II.18; 29-49. La noción metafísica está incluida en los términos âbhâsa,
praticchâyâ y châyâ; cf. F. García Bazán, op. cit. , p. 161 n.
30. Ib.
31. Cf. Kramrisch, op. cit. p. 238-9
32. Ib.p. 240
33. Cf. O’Flaherty, The origin of evil in Hindu Mythology, Delhi reim. 1988
34. Edición de O Flaherty, ya citada, p. 151
35. Cf. Monier Williams, op. Cit. p. 869
36. Cf. Wendy O’Flaherty, The Rig Veda,op.cit. , en el himno X.121 y sus anotaciones, en op.cit. p. 28 y 29; tam-
bién aparece el simbolismo del rio Rasâ en Rig Veda, 10.108.2
37. Como es sabido, la multiplicidad de brazos en las divinidades hindúes sugieren la omnipotencia del dios o la
diosa descripto; en este caso, el numero ocho es significativo y se relaciona con el ámbito del mundo intermedio,
que en el hombre implica el cuerpo sutil y toda la dimensión psíquica. Es esta la que debe sostener la mayor
intensidad del trabajo espiritual justamente por estar influida tanto por las fuerzas celestes como la terrestre.
Por otra parte, el nacimiento de los Asvins ocurre, justamente, en este espacio intermedio quedando como se
ha dicho, uno en el cielo y otro en la tierra, de ahí que haya medicinas celestes y terrestres así como sanaciones
anímicas “terrestres” o físicas y otras “sutiles” o espirituales. En forma semejante se despliega el simbolismo
de Cástor y Pólux. El simbolismo del ocho en relación al espacio intermedio ha sido estudiado por R. Guénon y
otros autores y es un simbolismo frecuente y recurrente en las mitologías de las diversas tradiciones, como por
ejemplo, en las ocho dakinis del budismo o las ocho columnas de los templos y catedrales.
38. A. Danielou, Hindu Polytheism, ed. New York, 1964.
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elhilodeariadna

68
Aspectos de lo femenino

elhilodeariadna

María del Carmen Calvo | María Eugenia Romero | Andrea Paula De Vita
69
Por María del Carmen Calvo

Con voz de mujer

María del Carmen Calvo: psicóloga. Fue profesora de la carrera de Psicología (UBA) y
actualmente tiene a su cargo el Posgrado sobre “Mapas Complejos de la Subjetividad”
elhilodeariadna

para el estudio de la interdisciplina en la misma Universidad. Coordina diversos grupos


de estudio sobre Psicopatología y Pensamiento Complejo en Ciencias Humanas. Ha pu-
blicado Del espejo al doble: lenguajes del ser (Ediciones El otro, Bs. As. 1997); Ruedas de la
Vida (Ediciones Escritores Argentinos de Hoy, Bs. As., 2004); La complejidad de la Vida,
70 (Ediciones Pasco, Bs. As., 2006).
misterio y profundidad. abismo y salvación. es tierra de nadie y es madre
tierra. La mujer, mito y leyenda, fábula presente, se abre día a día a su misterio,
elhilodeariadna

se hunde en la cultura de su época y a veces, sobrevuela la atadura de su circuns-


tancia y por encima de su propia realidad, escapa de mitos y leyendas y roza ese
fondo sagrado que la hace, matriz generativa de lo humano, díscola embarazada
de la vida, afirmada en su tierra y en su esfuerzo. A veces, con garras de águila y
71
mantillas de seda, se vuelve fecunda y remonta su vuelo, por una nueva vida, por
un nuevo mundo, por una nueva tierra.

“Aquella criatura del sexo femenino, ya apresada entre las coordenadas de la era
cristiana y de la Europa del siglo XX, aquel pedacito de carne color de rosa que
lloraba dentro de una cuna azul, me obliga a plantearme una serie de preguntas
tanto más temibles cuanto que parecen banales…”1

Siendo niña clava sus ojos curiosos en el rostro de su madre, sacando de su fondo
una identidad que remodelará durante la vida entera. Tendrá que ir hacia sus entra-
ñas tatuadas por siglos de dolor, sometimiento y renuncia. Tendrá que entrar en su
época actual y sentir la rebeldía ciega, el capricho ofendido y la crispada impotencia
de sus años, hasta surgir de sus propias cenizas, si es que el cielo la asiste. “Madre,
madre, vuelve a erigir la casa y bordemos la historia, vuelve a contar mi vida”2.
Será primero a imagen de su madre y sabrá llevar el saber de sus deudas, sus
traiciones y sus venganzas. Aunque nadie lo vea, sus células cantarán el eco de
un lejano cautiverio, deslizado en las nanas que mecieron su cuna. “Alguien can-
ta una canción del color del nacimiento: / por el estribillo pasa la loca con su corona
plateada. / Yo no miro nunca el interior de los cantos. / Siempre en el fondo, hay una
reina muerta”3.
Cuando florezcan sus racimos se tentará sin rumbo por otro mundo. Aún sin
saberlo, cada mañana estirará la mano hacia un padre siempre extraño, lejano
y huidizo, pues no está hecho de leche materna ni de nidos de mujer. Viajará
detrás del padre y encontrará su rostro en algunos tramos, para equivocar luego
su inteligencia en falsas pistas y en peores señales. “Como una textura de luz en la
mano que se hundía, como en la blanca tierra… padre mío de ojos azules!...”4 Cami-
nará un desierto para seguir buscándolo como toda hija, como nuestra Electra,
como nuestra madre, como nosotras mismas. Y lo irá encontrando, al mismo
paso en que descubrirá los mundos que la separaron de él.
“Es una vieja historia… la nuestra. La de mi padre y la mía. Amor, amor-odio son la
más común y más universal de las experiencias. Pero nunca hay dos iguales, cada una
es como una huella dactilar de la vida… Todo él, todo… Me he imaginado, a través de
su engaño, de la frustración de la ausencia, del dolor de conocer demasiado bien, lo que
otros estarían haciendo, diciendo y sintiendo en los vacíos de mi testimonio… Pero yo
elhilodeariadna

soy joven y mi tiempo ha llegado…”5


Correrá un día para ser bendecida por el amor de un hombre, con el que soñará
castillos para su dicha y a veces, espumas rosas para sus retoños. Si el cielo la
asiste y receptiva deviene: amará de múltiples modos.
72
Transformada en una Julieta florecida dirá con viva fe, “…Y sin embargo, sólo deseo
lo que tengo: mi generosidad es ilimitada como el mar, y mi amor tan hondo como él:
cuánto más te doy, más tengo, pues mi amor es infinito”6. Y ya al paso maduro de los
años, contestará su atardecer: “Nunca seré vencida. Sólo a fuerza de vencer. Puesto
que cada una de las trampas que sorteo me encierran en el amor, que acabará por ser
mi tumba, terminaré mi vida en un calabozo de victorias. Sólo la derrota encuentra
llaves y abre puertas”7.
Cuando su edad la acerque a la geometría sagrada de su ser, el destino lanzará el
primer juego de su azar8. No hay quien siendo mujer llegue al cielo en la primera
tirada, ni se ve el secreto cuando el movimiento es naciente9. Entre zozobras y
angustias, esa niña florecida comprenderá de un brinco que el cielo puede ser
tan lejano como hundida puede ser la tierra. Llegada a su propia vida, aprenderá
a bucear hasta hacer emerger su existencia. Y si decidiese obviar la cara desafian-
te del destino, el letargo con su bao dormirá su fuerza por interminable tiempo.
“Hemos consentido visiones y aceptado figuras presentidas según los temores y deseos
del momento y me han dicho tanto sobre cómo vivir que la muerte planea sobre mi en
este momento en que busco la salida”10.
Borges lo dirá así: “Acosarán interminablemente / los recuerdos sagrados y triviales /
que son nuestro destino, esas mortales / memorias vastas como un continente”11.
Si es que el cielo la expulsa, la recibirá el infierno y desde allí con lanzas y pu-
ñales querrá dominar a caprichos, poseer con tretas, evadirse con la seducción
y seducir para traicionar, hasta que al fin, “¡Espíritus, venid!... ¡Venid hasta mis
pechos de mujer y transformad mi leche en hiel, espíritus de muerte, que por doquiera
estáis…!”12. Ahí instalada, derrotada por su propio error, caerá vencida un día.
O tal vez, una gran lucidez como mar de fondo que la ha acechado desde la ni-
ñez, la llevará hacia la superficie y sabia avanzará por su camino, accederá a su
propia voz y se la oirá descifrar misterios y laberintos del alma. “Pero el vacío tiene
el valor de lo pleno y se asemeja a ello. Un medio de obtener es no buscar, un medio de
tener es no pedir y sólo creer que el silencio que forjo en mí es respuesta a mi…, a mi
misterio….Quién no se ha preguntado: soy un monstruo o esto es ser una persona?...
Sí, mi fuerza está en la soledad. No temo ni a las lluvias intempestivas ni a los gran-
des vientos desatados, porque yo también soy la oscuridad de la noche. ..También yo,
de fracaso en fracaso, me reduje a mí misma, pero por lo menos quiero encontrar el
mundo y su Dios”13.
elhilodeariadna

Por el medio del camino florecido, pomposa irá ella de fuerza juvenil. Su matriz
generativa incesante e insistente, buscará realizarse en un hijo o en todas las
pasiones que la embaracen. “Y sin embargo es extraño pero apenas anhelo tener
hijos. Esta insaciable necesidad de escribir algo antes de morir, este sentido de la breve-
73
dad, de la febrilidad de la vida que me devora, que hace que me agarre desesperada-
mente al acantilado, a mi ancla… Y entonces siento el dolor, un dolor como de parto
que fue remitiendo lentamente mientras yo seguía allí, echada, presidiendo como una
luz vacilante, como una madre llena de solicitud, por encima de los fragmentos dis-
persos de mi cuerpo”.14 Marguerite Duras se sumará al camino, “en la vida llega un
momento y creo que es fatal, al que no se puede escapar, en que todo se pone en duda:
el matrimonio, los amigos, sobre todo los amigos de la pareja. El hijo, no. El hijo nunca
se pone en duda.”15
Parturienta y puérpera una y mil veces, si su psiquis no se lanza a labrar la arcilla
de la vida para que crezcan retoños en su este y en su oeste, se embota y agota, se
cierra y se atasca, se carcome por no saber quién es: germinal por triunfo y por
destino. Sabiduría que se amasa con los años, sólo su visión retrospectiva podrá
sostener su luz incesante para crear el porvenir, como lúcida avanzó Marguerite
Duras sobre sí misma, “muy pronto en mi vida fue demasiado tarde. A los dieciocho
años ya era demasiado tarde. Entre los dieciocho y los veinticinco años mi rostro em-
prendió un camino imprevisto. A los dieciocho años envejecí…Ese envejecimiento fue
brutal. Vi cómo se apoderaba de mis rasgos uno a uno…En lugar de horrorizarme seguí
la evolución de ese envejecimiento…Sabía, también, que no me equivocaba, que un día
aminoraría y emprendería su curso normal…Tengo un rostro destruido”16.
De no avanzar sobre su luz, se marchitará mucho antes del final y marchitada
elhilodeariadna

avanzará, con resentimiento y furias, con caprichos y reclamos, arrancando de la


vida los brotes que ella estaba destinada a hacer florecer. Ella, que sabrá desde el
fondo del alma que no hay compañía posible sin soledad soportable. “El amor es
un castigo. Somos castigados por no haber podido quedarnos solos.17
74
No hay mito que la nombre sin anunciarnos estos vaivenes de su vida y nosotros,
sorprendidos como niños ante un cuento trasnochado, viviremos sus desventu-
ras cuando el mito la retorne prisionera, enajenada, pura, criminal, santa o pro-
tectora. Será Lilith con su sombra maligna, Eva y su talento culpable, Heras y su
ofuscada enfermedad, Atenea combativa, Casandra profética, Circe hechicera o
Medea matricida. Y estarán las Yocastas suicidas de dolor, las Antígonas heroicas
cuidando del honor familiar o las Ledas ingenuas sentadas en el sillón del hogar.
Asistirá Safo inspiradora, las Moiras con su destino y María desde la piedad al
trono con sus vírgenes milagrosas.
Por uno y mil rostros camina su devenir desde el comienzo de los tiempos. El
cielo fue su domicilio y el infierno su lugar de arribo cada vez que no sostuvo el
hilo de la malla que la hace ser araña y telaraña a la vez. Su matriz germinal18 es
lo que la define en el fondo de su entraña. Devenir receptivo y hacedor, devenir
generativo, manos que impulsan al pujo libre de la vida desde la semilla a la flor.
Su riesgo es proporcional a la potencia de su trama: fecundada por Dios y visitada
por Satanás, potencia iluminada y diabólica, esa es su pasta y el dilema de su pujo.
¿Cómo escuchar el fondo de su entraña? ¿Cómo saber de su naturaleza originaria,
si sus rostros, como nuestra Alicia, la deslizarán mareada por el hoyo del conejo
y los espejos le devolverán una y mil imágenes equívocas hasta que logre atra-
vesarlos en el justo lugar y a la hora exacta, para verse tal cual es? “Supongamos
elhilodeariadna

que existe una manera de atravesar el espejo, Kitty. Supongamos que el cristal se volvió
tenue como la gasa, de manera que podemos pasar a través de él. ¡Si ahora mismo se
está convirtiendo en una especie de niebla! Será bastante fácil atravesarlo…. ¡Oh, qué
divertido va a ser cuando me vean aquí a través del espejo y no puedan agarrarme!19
75
¿Cómo volver a su fuente, cuando el
laberinto del infierno trama su ira y la
hace hablarnos en la voz de lady Ma-
cbeth? ¿La reconoceremos en el tan
lejano eco de nuestra Julieta buscando
a su Romeo? ¿Y la veremos ser la Eva
que inocula un saber desorbitado o una
María que sostiene con sus ojos tanto
el dolor como la cruz? Sagrado instante
en que lo femenino, suelta un hijo al
mundo y vela su sueño hasta el final.
Primero con su vientre, luego con sus
pechos, también con sus manos, más
tarde con sus palabras y después con su
anhelo y su recuerdo.
¿Y cuándo su voz toma el rostro de
Odette y arrastra a su hombre hacia el
letargo y la desesperación? Lejana apa-
rece nuestra Beatriz que conduce con
su amor florentino, el hilo del infierno
de quien por ella muere. Y más lejos, es desde el alma femenina que Madame
Edouarda de Bataille, en la cima de su deseo maltrecho, lo lleva hacia las puertas
de Dios. Como Lolita llevará a su hombre hacia la degradación enfermiza. O
Emma deshace sus sueños en insatisfacción desvariada.
Por si sus palabras quedaran sin imágenes, la hemos visto en el rostro de la
Piedad de Miguel Ángel, en esa mirada que le supo pintar Leonardo, en la pre-
sencia que le dio Rembrandt y cada uno y todos, hasta Picasso geométrico con
ella y Kupka entre sus verticales sutiles. Ni qué decir florecida en el amor de Dalí
a Gala, reluciente y adornada con Klimt, partida de dolor con Schiele; sagrada
siempre, infernal muchas veces, golpeada y sufriente otras, con Frida Kahlo para
no olvidarnos.
Si su esencia fuese imperceptible, la música nos la trae gloriosa siendo Aída,
Madame Butterfly, Coppelia, Carmen o la Reina de la Noche y su hija Pamina.
¿Qué diríamos hoy que ya no fue dicho, que no fue retratado o que no se hizo
elhilodeariadna

melodía sagrada? Tan solo nos queda seguir cosiendo sus voces y sus rostros para
volver a dar a luz en la diversidad de ellas, a un mismo rostro y a una misma voz20.
Su naturaleza está conformada por hebras sagradas. Conserva la gran sabiduría
de todas sus fibras de ancestros, más una zona matricial que la vuelve construc-
76
tora de vida, ángel de la existencia,
asistente de todo lo que crece, labra-
dora de maravillosas cocciones. Mien-
tras se mantenga en su ser, mientras
tenga la lealtad a su naturaleza, podrá
devenir en la mujer que es, por don y
destino de sus entrañas.
Ser voraz la enferma, ser posesiva la
derrota, ser egocéntrica humilla su na-
turaleza, ser ciega y perezosa respecto
del conocimiento degrada la inteligen-
cia potencial de su matricial naturale-
za, no dar le resta identidad femenina,
no tejer lazos generosamente le quita
sentido a su existencia. Hacerse devo-
rar la pierde y permitir que la humillen
o la degraden a estas horas del mundo,
le roba misión a su existencia.
La tierra grita hoy por su presencia or-
denadora y ella se esconde, por su ca-
pricho ignorante, por su sometimiento milenario y por las traiciones a su natu-
raleza receptiva y germinal. Pasiva sin sentido a veces, como guerrera impulsiva
otras, su camino se pierde. Un único riesgo debe correr: ser quien es21. Devenir
mujer y para ello, conectarse con decisión a todas las mujeres que huyeron de los
mitos que podían catapultarlas a una santidad que está muy lejos o a un infierno
que fue su eterno calvario.
Saber quiénes la precedieron y libraron las batallas de su época para que ella
suba en esa estela y se sostenga receptiva y activa en ese fluido existencial, que la
volverá día a día más digna consigo misma. “Os he dicho durante el transcurso de
esta conferencia que Shakespeare tenía una hermana… Vive, porque los grandes poetas
no mueren; son presencias continuas, sólo necesitan la oportunidad de andar entre
nosotros hechos carne. Porque yo creo que si vivimos aproximadamente otro siglo, me
refiero a la vida común, que es la vida verdadera, no a las pequeñas vidas separadas
que vivimos como individuos, y si cada una de nosotras tiene quinientas libras al año
elhilodeariadna

y una habitación propia, si nos hemos acostumbrado a la libertad y tenemos el valor


de escribir exactamente lo que pensamos… si nos enfrentamos con el hecho, porque es
un hecho, de que no tenemos ningún brazo al que aferrarnos, sino que estamos solas…
entonces llegará la oportunidad y la poetiza muerta que fue la hermana de Shakes-
77
peare recobrará el cuerpo… En cuanto a que venga si nosotras no nos preparamos,
no nos esforzamos, si no estamos decididas… es imposible… Yo sostengo que vendrá si
trabajamos por ella y que hacer este trabajo aún en la pobreza y la oscuridad, merece
la pena.”22
He recorrido pequeños fragmentos de expresión femenina y he sumado una
gran deuda con muchas otras que no deben ser olvidadas, porque todas fueron
mujeres de valentía y arrojo. No olvidemos que cada vida late en mitos, hace le-
yendas pero sobre todo plasma un modo de existencia. Y es con esas existencias
plasmadas con las que cada una de nosotras, construye su mundo y el mundo.
Y siempre hay que mantener un punto vivo, una llama encendida, una puerta
de huída de lo que ya se ha constituido. Huir para nosotras es buscar un plus
que nos devuelva a una vida más determinante y generativa, pues esa es nuestra
naturaleza y nuestro Dios cotidiano nos asiste en esa matriz. Huir hacia la vida,
cada día más, para traer más vida, más libertad, más determinación y alegría. To-
das ellas lo hicieron y son ellas las que nos llaman en nuestras noches desveladas
y en nuestros desasosiegos diarios.
Nos piden continuarlas, superarlas y llevarlas hacia su mayor esplendor de nues-
tra mano. Para no ser mito, para ser existencia, para hacer más noble la lucha
por instalar ese reino femenino receptivo y cálido, firme y sereno, intensamente
generativo de vida.
No podríamos irnos de éstas notas sin la pasión creadora con la que Simone de
Beauvoir, plasmó su vida y selló la nuestra. El amor enhebró cada tramo de su
estela. Con su conmovedora despedida de Sartre en La ceremonia del adiós, ella se
retiró y dejó a cada mujer del porvenir el signo del amor como fluido esencial de
las tramas nobles. “He aquí el primero de mis libros –sin duda el único– que usted no
habrá leído antes de ser impreso. Le está completamente consagrado, pero no le atañe.
Cuando éramos jóvenes y al término de una discusión apasionada uno de los dos triun-
faba con brillantez y le decía al otro: “¡Lo tengo en la cajita!”. Usted está ahora en la
cajita; no saldrá de ella y no me reuniré con usted: aunque me entierren a su lado, de
sus cenizas a mis restos no habrá ningún pasadizo”.

K
elhilodeariadna

78
1. Yourcenar, M: Recordatorios., Alfaguara, España, 2002, Pág. 15.
2. Orozco, O: Relámpagos de lo Invisible. Antología, FCE, Argentina, 1997
3. Pizarnik, A: “Ojos Primitivos”, en: Textos de Sombra y Últimos Poemas., Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1985.
4. Pizarnik, A.: Ibidem.
5. Gordimer, N: El nombre de mi Hijo. Ed. Norma, Colombia, 1991.
6. Shakespeare, W.: “Romeo y Julieta. Acto Segundo, escena 2, voz de Julieta”, en: Tragedias, RBA editores, Barce-
lona, 1994.
7. Yourcenar, M.: Fuegos. Alfaguara, México, 1992, p. 31.
8. Calvo, M: “La vida es un juego”, en: Un viaje hacia el espíritu. Ed. De A, Buenos Aires, 2008, p. 73.
9. Estamos haciendo referencia al concepto de orden plegado, en referencia a las mónadas de Leibniz. Se puede
consultar el tema en: Deleuze, G.: El pliegue. Leibniz y el Barroco. Ed. Paidós, Barcelona, 1989.
10. Pizarnik, A.: “Tangible Ausencia”, en: Ob. cit.
11. Borges, J.L.: “El fin”, en: La Moneda de Hierro. Obras Completas. Emecé, Buenos Aires, 1996.
12. Shakespeare, W.: “Acto I. Escena tercera, la voz de lady Macbeth”, en: Macbeth. Ed. Cátedra, Madrid, 1992.
13. Lispector, C.: La hora de la estrella. Siruela, Madrid, 2000, pp. 18-23.
14. Forrester, V.: Virginia Woolf: El vicio absurdo. Ed. Ultramar, Barcelona, 1988, p. 108.
15. Duras, M.: Escribir. Tusquets, Barcelona, 2000, p. 23.
16. Duras, M.: El Amante. Tusquets, Buenos Aires, 2004.
17. Yourcenar, M.: Fuegos. Ob. cit., p. 100.
18. El concepto está desarrollado como “matriz germinal”. Seminarios de M. Calvo. Septiembre, 2009.
En: www.ruedasdelavida.com
19. Carroll, L: Alicia en el País de las Maravillas. Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 2000, p 126-127.
20. Deleuze, G.: Repetición y Diferencia. Amorrortu, Buenos Aires, 2002. . Del mismo autor y Guattari, F.: Mil
Mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. Ed. Pre-textos, España, 1994, Cap.10.
21. Guattari, F.: Caosmosis. Manantial, Buenos Aires, 1996.
22. Woolf, V.: Un cuarto propio. Ediciones de Bolsillo, España, 1997.

elhilodeariadna

79
Por María Eugenia Romero

La amenaza de Lulú. Las fuerzas elementales


del principio femenino en la vida moderna
elhilodeariadna

María Eugenia Romero es Licenciada en Letras. Dirige la editorial


independiente de literatura Letranómada. www.letranomada.com
Editora de la Revista El Hilo de Ariadna.
80
uno de los aspectos antropológicos más inquietantes de la cultura
capitalista burguesa es su imposibilidad de conciliar la antinomia estructural
entre los principios masculino y femenino. Si existe en la modernidad una obra
dramática que de cuenta de esta absoluta divergencia es Lulú1 de Wedekind2 a la
elhilodeariadna

que nos referiremos a continuación. No encontramos dentro de la cultura mo-


derna una figura que lleve tan al extremo y encarne tan crudamente el principio
de lo femenino, en su aspecto más “negativo” de amenaza, peligro y destrucción.
Para Jung los dos arquetipos femeninos principales son el de la madre y el ánima.
81
Si la madre humana se explicó en las primeras formas religiosas como imagen
de la tierra fértil, es a la vez la creadora y el lugar del origen pero también la tum-
ba. Ambos aspectos se unen en el ciclo de la vida. La madre es, desde el punto de
vista simbólico, además del alimento, la protección, la sabiduría y la transforma-
ción, lo secreto, lo tenebroso y el abismo. La madre es el mundo de los muertos,
lo que devora, lo que seduce y lo que envenena. En suma, también lo angustioso
y lo inevitable.
Para conocer entonces el arquetipo de la madre, hay que explorar tanto sus con-
notaciones positivas como las negativas, así como para explicar el arquetipo del
ánima, hay que hacer referencia al arquetipo del ánimus3.

La tragedia de Lulú, de Frank Wedekind, Espíritu de la tierra y La caja de Pandora


(1892/94 ss.) es a la vez la supresión y la reposición del género en una época en
la que lo trágico ya no tiene cabida.
La obra aborda de lleno el tema de la sexualidad. Contrapone irreconciliablemen-
te la esfera del deseo y la sexualidad con la esfera de la cultura burguesa.
Un empresario maduro y dueño de un importante diario recoge de la calle a
una niña de 12 años y la inicia en un camino hacia distintos maridos y amantes,
incluido él mismo, a los que provoca la muerte.
Lulú, un “animal inhumano, salvaje y bello” es vista en la obra como lo entera-
mente instintivo, la pura naturaleza, lo completamente separado de la esfera de
lo masculino.
Si los principios femenino y masculino se excluyen nunca se integrarán como
suzugia, la pareja primordial. No habrá seres completos ni pareja humana.

Lulú, lo radicalmente otro, es siempre definida en el texto por lo que no es.


“Llamativo en la tragedia de Lulú es primeramente el hecho de que aquí, en me-
dio de una realidad social claramente vertebrada, moderna y delimitada, aparece
un ser que en modo alguno es determinable: Lulú no tiene apellido alguno, no
conoce al padre y a la madre, y cada hombre la llama de manera diferente. (…)
Pasa por todas las gradas de la sociedad, sin ligarse a ninguna. (…)
Ella parece, pues, representar una esfera incondicional que no se deja apresar
en ninguna realidad condicionada y en ningún mundo delimitado de nociones
humanas. Más aún. Encarna no solamente la “naturaleza” vital-elemental, no so-
elhilodeariadna

lamente un ser más alto, sobrehumano, sino que manifiesta, más aún, vive una
exigencia moral incondicional.”4
La vitalidad irrefrenable que es Lulú provoca un choque con los valores huma-
nos y sociales burgueses. Para Lulú no hay valor universalmente obligatorio y la
82
incondicionalidad de su pretensión no está ligada a ninguna idea. El postulado
moral es ella misma, su “naturaleza”, indefinible. Lulú es entonces una protesta
viviente contra las inversiones de la moral objetivada predicada en inmoralidad.
Wedekind vuelve esta “extrañeza” mucho más eficaz al rechazar el modelo na-
turalista en favor de un tratamiento simbolista de la tragedia. No hay en la obra
“ni psicología palpable, ni diálogos discursivos que pretendan aclarar un suceso,
ni el enredo planificado de las tradicionales cábalas e intrigas. Los diálogos de
Wedekind van a contrapelo; todos hablan a todos. Los personajes son instintivos,
no calculadores. Y donde existe un plan, como en el caso del Dr Schön, todos los
cálculos quedan aniquilados ante la sola corporalidad de Lulú ...”5
No se puede comprender esta obra bajo un concepto naturalista psicológico que
siga la carrera de Lulú sino que el drama se estructura en base a dos principios
antagónicos –el deseo crudo y abisal frente a la moral burguesa– . Siempre un
polo tiene que fracasar.
La obra se compone, como dijimos, de dos partes.
En la primera, Espíritu de la tierra, cada acto termina con la muerte de un hom-
bre (o con su retirada de escena en el caso de Escerny) y la victoria de Lulú. Sin
embargo vemos a Lulú frente al deseo desde la perspectiva masculina individual
encarnada por los maridos de Lulú que proyectan en ella su propio deseo: Goll,
el médico impotente voyeur, Schwarz, el pintor romántico ilusionista, Escerny el
príncipe autoritario y masoquista, Schön el empresario cínico inmoral.
En la segunda parte, La Caja de Pandora Lulú se enfrenta al deseo desde una
perspectiva social, dentro del marco de la producción capitalista: explotación pro-
ductiva de la fuerza sexual del trabajo de Lulú en el teatro –Alwa que la obliga a
bailar–, o al final, como prostituta en el burdel. Y como absoluta objetivación de
la sexualidad pura por la ciencia.
La referencia a Pandora, la figura mitológica que entrega a los hombres, en su
caja –en relación simbólica con la sexualidad– todos los males del mundo da
cuenta de este aspecto social. Lulú muere al final de la obra en manos de Jack the
Ripper, figura histórica, asesino y violador serial, que justifica sus crímenes por
la “investigación” científica de la sexualidad. La fuerza femenina de Lulú es final-
mente vencida –o vengada– por el hombre. Jack es el único que logra dominar
este principio femenino matándolo y destruyéndolo, y en otro nivel de sentido,
es el que salva a los hombres de los males que surgen de la sexualidad femenina,
elhilodeariadna

precisamente destruyendo el órgano sexual de Lulú (los males desprendidos de


la caja de Pandora).
Sin embargo, Jack tiene en el drama una connotación negativa. Su venganza no
es la superación del problema sino la evidencia de una carencia en la sociedad
83
moderna. Si Lulú domina y destruye a los hombres en serie, Jack es el profesor
de anatomía que mata a las mujeres en serie para satisfacer su propia estructura
masculina perversa. Las mata para clasificarlas y estudiarlas científicamente. La
sexualidad está relegada a objeto de estudio, no conciliada.
La tragedia de Lulú es entonces la imposibilidad de la sociedad capitalista-bur-
guesa de integrar a su vida una sexualidad incondicionada. En ese sentido Lulú
representa los poderes del origen, es Gea, absoluta naturaleza opuesta a la so-
ciedad capitalista-burguesa que siente esta potencia como terrible amenaza y la
relega al plano del matrimonio, la prostitución o la ciencia.
No es casual que el título de la primera parte de nuestra obra, El espíritu de la
tierra (Erdgeist) que refiere al Fausto de Goethe, sea el espíritu ante el cual Fausto
sucumbe al comienzo de la primera parte (“¡Ay de mí!, ¿no puedo soportarte!” v
485). Símbolo de las fuerzas vitales más elementales que el hombre moderno ya
no resiste, Erdgeist-Lulú puede leerse como evidencia de la derrota del hombre
como superhombre.
Convocado por Fausto, en la obra de Goethe, el Erdgeist6 aparece:

Fausto: ¡Ay de mí!, ¡no puedo soportarte!


Genio: Suplicas jadeante por verme,/por oír mi voz, mi rostro contem-
plar;/ me inclina la poderosa súplica de tu alma.”/¡Aquí estoy! ¿Qué las-
timero espanto/ se apodera, superhombre, de ti? ¿Dónde está el grito del
alma?/¿Dónde está el pecho que un mundo en sí creó,/ y lo llevó y lo
cobijó, y que temblando de alegría/ se hinchó, alzándose, hasta igualarse
a nosotros, los espíritus?/ ¿Dónde estás, Fausto, de cuya voz oí el sonido,/
ese que, con todas sus fuerzas, se afanaba por llegar a mí?/ ¿Eres tú ese
que, animado por mi hálito,/ hasta en lo más recóndito de su alma tiem-
bla,/un medroso gusano retorcido?”
Fausto: ¿Y he de retroceder ante ti, quimera de las llamas?/ ¿Yo soy ése,
soy Fausto, soy de tu condición!
Genio: En el océano de la vida, en las tormentas de la acción,/¿hiervo y
me congelo en arrebatos,/ tramo y urdo aquí y allá!/ Cuna y tumba,/ eter-
no mar,/ trama cambiante,/ vida bullente;/ así obro en el zumbante telar
del tiempo/ y tejo el traje vivo de la Divinidad.
Fausto: Tú que recorres el ancho mundo,/ espíritu agitado, ¡cuán cercano
elhilodeariadna

me siento de ti!
Genio: Tú te igualas al espíritu al que entiendes,/ ¡no a mí! (Desaparece)
(vs 485-513)7.

84
Este fracaso de Fausto ante el Espíritu de la Tierra se relaciona con el mito del
matriarcado (das Mutterecht). Cuando el Emperador le pide a Fausto y Mefis-
tófeles que le presente a Paris y Helena, pareja que representa al amor como
principio en sí, Mefistófeles se excusa alegando ser un demonio cristiano (en
una sociedad patriarcal), mientras que ellos pertenecen a otro infierno y para
presentarlos necesitaría descender a las “madres”.
El matriarcado es un tipo de sociedad original, no jerárquica, previa a las ins-
tituciones y a la ley, cuya sexualidad comprende el hetarismo. Esto alude a un
principio femenino telúrico, creador que integra y que pone en movimiento a
las fuerzas vitales más elementales. Este aspecto será retomado en Lulú aunque
resulte escandaloso para el siglo XIX, sociedad capitalista y patriarcal basada en
el orden de la ley.
El Espíritu de la tierra aparece también en “El Canto de la danza” en Así habló
Zarathustra de Nietzsche, otra de las fuentes de Wedekind, especialmente para
La caja de Pandora. Aquí Zarathustra, que canta mientras danzan Cupido y las
jóvenes, es capaz de ver a la Vida a los ojos. Es decir, puede respetar, celebrar e
integrar a su propia vida el principio vital elemental. Esta es la capacidad sobre-
humana que Nietzsche espera de las generaciones futuras. Wedekind parte de
esta idea y la desarrolla. Apela entre otras cosas a la danza, siempre presente en
la obra (los hombres siempre le piden a Lulú que baile) pero muestra hombres
limitados en la sociedad de fin del siglo XIX donde no son ni pueden ser super-
hombres.
Otros elementos que marcan esta dirección son la presencia del circo y el disfraz
de Lulú de Arlequín.
El circo pertenece a la baja cultura y era muy popular en la época. Representa un
espectáculo ligado al placer corporal: hay cuerpos, músculos, fuerza, animales.
En fin, vida y cuerpos reales.
En el prólogo del Espíritu de la tierra se presenta un domador de animales que
habla de los personajes del drama comparándolos a cada uno con un animal.
Goll es un oso, Lulú, una serpiente, Schön un tigre. Wedekind, incorporando
elementos que copian lingüística y estructuralmente los números del circo de
varieté, logra llevar más vida al teatro, mientras socaba al naturalismo, mostran-
do al mismo tiempo el artificio de la representación y acercándose al deseo del
pueblo de divertirse en el teatro.
elhilodeariadna

El retrato de Lulú vestida de Arlequín es una elección conciente de Wedekind.


La representa en toda su belleza de juventud y se mantiene hasta el final de la
obra, aún cuando al ser asesinada su juventud había declinado. En este retrato
encontramos la idea de la representación reforzada con la referencia al personaje
85
campesino, a la vez medio tonto, aunque con una cierta viveza de la Commedia
Italiana que retoma Watteau para pintar a los actores de la Comedia francesa. Cu-
riosamente es un traje que no destaca los atributos físicos de la mujer sino que
por el contrario los esconde. El texto dice que Lulú parecía haber nacido en ese
traje, de una sola pieza, blanco, como marcando un cuerpo indefinido, ambiguo,
a la vez inquietante e inocente. Muestra entonces la faceta engañosa, caótica y sin
culpa de lo elemental devenido acá principio, representación.
Lulú es la prueba del fracaso del hombre moderno de enfrentar la vida y vivirla
plenamente conciliando los dos principios femenino-masculino, en todos sus
aspectos.

En el prólogo a La Caja de Pandora Wedekind expresa que la obra trata de la dife-


rencia entre la moral burguesa, para cuya protección ha sido nombrado el juez, y
la moral humana que se sustrae a toda justicia terrenal (a la que, por otra parte,
el dramaturgo tuvo que enfrentar). Y si la moral humana quiere estar por encima
de la moral burguesa, entonces tiene que estar fundada ciertamente en un co-
nocimiento más profundo y más amplio de la esencia del mundo y del hombre.
Una sociedad que empezaba a revalorizar el rol de la mujer mientras que las ac-
ciones tomadas por ellas desestabilizaban la estructura psíquica de los hombres
provocando una debilitación del concepto patriarcal en los hombres mismos no
supera el conflicto y encuentra su representación dramática en esta obra que no
puede desembocar más que en la muerte atroz, grotesca y absurda de Lulú. Deja
en evidencia que el conocimiento al que refería Wedekind está muy lejos aún, en
este contexto, siendo imposible toda conciliación entre los sexos, toda celebra-
ción de vida. No hay entonces tragedia mayor.

K
elhilodeariadna

86
Bibliografía

WEDEKIND, FRANK, Lulú. Espíritu de la tierra y La caja de Pandora, Madrid, Ed.


Cátedra, 1993, Traducción y Edición a cargo de Juan Andrés Requena.
GOETHE,J.W, Fausto. Barcelona, Ed. Bruguera, 1984, trad. De Pedro Gálvez.
MAYER HANS, “Dalila como vamp burguesa”. En: Historia maldita de la literatu-
ra, Madrid, Ed. Tauru,1977.
EMRICH, WILHELM. “Frank Wedekind: La tragedia de Lulú”. En: Protesta y Pro-
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BACHOFEN, J.J, El Matriarcado, Buenos Aires, Ed Akal, 2009.
ELIADE, MIRCEA. (1976/1999). Historia de las creencias y las ideas religiosas. Vol
I. Barcelona: Paidós.
ELIADE, MIRCEA. (1981). Tratado de historia de las religiones: morfología y dialéctica
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G. Jung. (2002). Los arquetipos y lo inconsciente colectivo. OC. 9. Barcelona: Trotta.
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9. Barcelona: Trotta.
JUNG, CARL. G. (1954b). Los aspectos psicológicos del arquetipo de la madre.
En C. G. Jung. (2002). Los arquetipos y lo inconsciente colectivo. OC. 9. Barcelona:
Trotta.
NIETZSCHE, FRIEDRICH. Así habló Zarathustra, Madrid, Alianza Editorial,1972,
Introducción, traducción y notas de Andrés Sánchez Pascual.

1. Todas las referencias de esta obra pertenecen a: Wedekind, Frank, Lulú. Espíritu de la tierra y La caja de Pandora,
Ed. Cátedra, Madrid, 1993, Traducción y Edición a cargo de Juan Andrés Requena.
2. Dramaturgo alemán, 1864-1918
3. En la teoría junguiana el ánima representa la parte femenina del varón mientras que el ánimus es la parte mas-
culina de la mujer
elhilodeariadna

4. Emrich, Wilhelm. “Frank Wedekind: La tragedia de Lulú”. En: Protesta y Promesa, Ed. Alfa, Barcelona 1985, pp
155-156.
5. Mayer Hans, “Dalila como vamp burguesa”. En: Historia maldita de la literatura, Ed. Taurus, Madrid,1977, p. 121.
6. En nuestra versión castellana traducido por “Genio”.
7. Goethe,J.W, Fausto. Barcelona, Ed. Bruguera, 1984, trad. De Pedro Gálvez, p 26-28
87
Por Andrea Paula De Vita

La tradición musulmana
y la interpretación de lo femenino
elhilodeariadna

Andrea Paula De Vita: doctora en filosofía, especialista en cultura islámica y Directora


General del Registro Nacional de Cultos de la Cancillería argentina.
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elhilodeariadna

89
La mujer en la tradición coránica

El Corán, libro sagrado de la comunidad musulmana, recoge la Revelación co-


municada por el arcángel Gabriel al profeta Muhammad. Basado en materiales
elaborados en vida del profeta, el texto coránico fue fijado hacia el año 653 y su
unificación obligó a una selección de los mismos, optando por agrupar los 6.226
versículos escogidos en un orden no cronológico. Siete son las variantes canóni-
cas que presenta su lectura, prevaleciendo actualmente la consignada en la edi-
ción de El Cairo de 1923. Discontinuo y reiterativo, el Corán contiene estilos muy
diversos y su amplia tradición exegética, propiciada por su estudio filológico,
teológico, jurídico, histórico y simbólico conoció su apogeo entre los siglos VIII
y XV. Para la comunidad musulmana es el libro que contiene la Palabra eterna e
increada de Allah. Es único, irrepetible, inimitable e intraducible y, por lo tanto,
la guía por excelencia que regula la vida entera de las personas tanto individual
como colectiva1. Los musulmanes de hoy, como los de ayer, tienen la convicción
de pertenecer a un mismo y único hogar, la umma, la comunidad universal de
los creyentes, instituido por Dios a través de su Profeta. Engloba así a todos, en la
cual cada musulmán se reconoce y siente como ciudadano, viva solo o en grupo,
sea nómade o sedentario, ciudadano o campesino, sea hombre o mujer.
El Corán, en tanto guía, dirigido a los creyentes de ambos sexos que participan
en conjunto aunque diversamente en la vida comunitaria y que son, en conse-
cuencia, sujetos en ella de derechos y obligaciones los unos tanto como los otros,
habla de la mujer en cuanto compañera del hombre y deleite de éste en la vida
presente y en la próxima. Pero también advierte que “os están prohibidas vuestras
madres, vuestras hijas, vuestras hermanas, vuestras tías paternas y maternas, las hijas
de vuestros hermanos y hermanas, las madres de vuestras esposas, vuestras protegidas
(esto es) las hijas de aquellas de entre vuestras esposas con las que hayáis consumado el
matrimonio y que vivan en vuestras casas, de lo contrario, no cometéis falta alguna…
Pero sabed, no obstante que Allah es indulgente, muy compasivo” (4:23). En este con-
texto, aparece, y debe notarse, el carácter matricial y, en consecuencia femenino
de Dios, a través de sus dos nombres principales, como indica el texto citado2.
Pero volviendo al plano textual y, contrariamente a lo que se piensa y asume, sor-
prende la actitud que el texto coránico sostiene respecto de la mujer.
De la situación de incapacidad, vergüenza, oprobio y deshonor, en un mundo
elhilodeariadna

donde las mujeres no eran más que objetos de uso e intercambio y, en un tiempo
en el cual los círculos religiosos alegaban sobre si la mujer era un ser humano
con alma propia o no, el Islam proclamó: “Oh, humanidad! Nosotros los creamos a
partir de un solo par, de un hombre y de una mujer” (Corán 49:13). Otra asora afir-
90
ma: “Y El creó las parejas, el macho y la hembra. De una gota de esperma eyaculada”
(53: 45-46) y, “¿Piensa acaso el hombre que será dejado libre? No fue en su origen una
gota de esperma eyaculada? Que luego se convirtió en coágulo del cual Dios lo creó y lo
perfeccionó: del cual hizo los sexos, el macho y la hembra” (75: 36-39). Mujer y varón,
dos seres humanos sexualmente diferenciados, creados por Dios de una única
fuente, están ligados entre sí, no sólo en virtud de su mismo origen sino también
a raíz de su correlatividad e interdependencia sexual, según se afirma en varios
versos del Corán, que determinan que la intención de Dios fue la creación de
una dualidad complementaria. Un vivo sentido de esta interdependencia se re-
conoce en las sociedades islámicas a través del rol determinante de la mujer para
mantener el bienestar físico, emocional, moral y espiritual de la umma. Para la
tradición islámica la sexualidad es un signo de la bondad y gracia de Dios con la
humanidad, como lo muestra el siguiente pasaje coránico: “Y entre sus signos está
el de haberos creado esposas, de vuestra misma especie, para que conviviéseis con ellas
y os vinculó con el amor y la piedad. Por cierto hay signos para los sensatos” (30:21).
Para reafirmar lo precedente, debe tenerse presente que en el contexto de la
creación humana, encontramos la utilización del sustantivo zaujj para describir
el vínculo entre varón y mujer, esto es, compañero/a de cada uno. Este término
refiere en lo cotidiano al par, por ejemplo “un par de zapatos”. Es decir, no sólo

elhilodeariadna

91
ambas partes son necesarias para completarse, sino que el perfecto funciona-
miento de cada una de ellas requiere la presencia de la otra. Si bien el término
azwaj (plural de zauj) empleado en el texto sagrado para referirse a los esposos
y esposas es bien conocido en las sociedades musulmanas, se emplea también
el término zaujain (forma dual de zauj) para el hombre y la mujer al describir el
proceso de la creación3.
En el Corán existen muchos preceptos relacionados con la regulación de la rela-
ción hombre-mujer en tanto pares. La suposición que sustenta estos preceptos
es que si la mujer y el hombre pueden lograr justicia en su relación matrimonial,
que es la base de la familia, entonces también pueden lograr justicia dentro de la
umma y por tanto, en el mundo. Casi todos admiten que el texto de la sura 4:34
está dirigido a los esposos, pero hay que señalar que está dirigido a los ar-rijal”
(los hombres) y a las an-nisa (mujeres). El versículo se refiere a todos los hom-
bres y mujeres de la comunidad islámica, indicado más claramente cuando se
hace referencia a las acciones que se deben cumplir. Se encuentra la forma plural
y no la dual, que pone de manifiesto que estos deberes y funciones tienen que ver
con la función de la umma. La palabra clave de este texto es qawwamun que ha
tenido diversas traducciones como “protector”, “amo”, “señor” o “encargado de
la mujer”. Sin embargo qawwamun quiere decir “el que gana el pan” o “aquel que
provee un medio para la subsistencia”. Por ello podríamos pensar que el hombre
debe tener la capacidad para proveer lo necesario y es, en todo caso, una declara-
elhilodeariadna

92
ción normativa que pertenece al concepto islámico de la división del trabajo en
una estructura familiar.
Como muy bien lo describe Riffat Hassan en el artículo señalado, el pasaje si-
guiente comienza con un “por lo tanto”. Si el hombre cumple con la función
que se le ha asignado, esto es la de ser proveedor, la mujer entonces cumplirá
también con sus obligaciones. La mayoría de las traducciones describen esta
obligación como “obediencia al esposo”. La palabra salihat que se traduce como
“virtuosamente obediente” está relacionada con la palabra salahiat “capacidad”
o “potencialidad” y no “obediencia”. La palabra qanitat que sigue a salihat que es
también traducida como “obediente” se relaciona con una bolsa para llevar agua
de un lugar a otro sin derramarla. Si la especial capacidad de la mujer es la de
tener hijos, es entonces como una bolsa con agua que debe llegar sin pérdida
alguna a su destino. Son dos funciones complementarias, necesarias para man-
tener el balance en cualquier sociedad. Como solo la mujer puede tener hijos
–función cuya importancia en la supervivencia de cualquier comunidad no pue-
de cuestionarse– ella no debe tener la obligación de ganarse el pan, sino que esta
función, dentro de la umma, le corresponde al varón, aunque no sea su esposo.
Sin embargo, cuando se abordan y se discuten temas relacionados con la mujer,
se advierten notables divergencias no sólo entre el Islam normativo y la práctica
islámica, sino también entre las enseñanzas coránicas y la propia tradición. En
este punto no podemos dejar de mencionar que estas contradicciones emergie-
ron y persisten por la aceptación de que la primera creación de Dios fue el varón
y no la mujer y que fue ésta el agente principal de la pérdida del paraíso. Rápida-
mente el lector advertirá que esta última frase, se corresponde con el Génesis y
no con el Corán que, como hemos visto muy brevemente, se expresa en términos
de paridad. No obstante, el verso coránico “Él es quien os creó a partir de una única
persona! Y de ella sacó a su pareja para descanso para ella!” (7:39:189), del que pa-
recería inferirse que el varón es creado en primer lugar y de él, posteriormente
la mujer, es el texto cuya lectura y exégesis ha suscitado polémicas históricas y
posiciones inflexibles respecto de la supuesta inferioridad femenina. El conoci-
miento de Génesis 2 (entre otros textos de la tradición judeo-cristiana) en este
caso referente a la creación de la mujer, formó parte y tuvo un impacto formativo
a través de los canales de penetración cultural que se conocen suficientemente4.
Podemos observar que se superponen en el texto los dos relatos bíblicos respecto
elhilodeariadna

de la creación, que el Corán hizo suyo, aunque con variantes dignas de destacar.
De entre ellas, una de las más significativas en relación con el Génesis 3:6, que
relata el diálogo entre la serpiente y Eva en el jardín del Edén, que precede a la
acción de comer la fruta prohibida por la pareja en el jardín del Eden, en el Co-
93
rán Shaitán (Satanás) no tiene un diálogo exclusivo con la compañera de Adán,
ya que en dos de los tres pasajes que se refieren a este episodio, principalmente
en la sura 2:35 -39 y en la 7:19-25, se asevera que fue Shaitán, el que insistió en
desobedecer la recomendación divina de no comer la fruta prohibida. Este acto
de desobediencia de la pareja transcurre en el jardín (al-jannah) como un acto
conjunto sin ningún tipo de referencia o de responsabilidad exclusiva de uno
sobre el otro. Claramente el relato coránico de la desobediencia, y no caída, di-
fiere significativamente del relato bíblico determinando importantes diferencias
teológicas y doctrinales en relación con la tradición judeo-cristiana, a pesar de
pertenecer al mismo tronco abrahámico. El rechazo de Shaitán a obedecer el
mandato de Dios de inclinarse en sumisión frente a Adán se debe a que, como
él, es una criatura de fuego y es elementalmente superior a Adán, que es de ba-
rro (7:11ss). Cuando Dios lo condena por su arrogancia y le ordena partir en un
estado de deshonra, Shaitán desafía a Dios: él le probará que Adán y su progenie
son indignos del honor y la preferencia de Dios, siendo desagradecidos, débiles y
fáciles de tentar. Shaitán solicita a Dios la suspensión de su castigo hasta el “día
del juicio final”. No solo le es otorgada esta suspensión sino que Dios le pide que
utilice toda su astucia y su fuerza para tentar a los seres humanos y comprobar si
éstos lo siguen. Comienza así un drama cósmico, que implica la oposición entre
los principios del bien y del mal, oposición que los hombres deberán elegir ejer-
ciendo su autonomía. La narración coránica, en la que no vamos a detenernos
aquí, se concentra en la elección que debe hacer la humanidad al confrontar las
alternativas presentadas por Dios y por Shaitán, ya que el relato coránico de la
desobediencia no tiene que ver con la aparición del primer hombre en la tierra,
sino con el pasaje o transición de un estado a otro de conciencia: la de ser libre.
Su primer acto de desobediencia fue su primer acto de libre elección.

La experiencia sufí

Cada discurso esculpe y recrea el mundo según sus prioridades, sus fines y sus
intereses. Cada discurso recrea los cuerpos, femenino y masculino, los sacra-
liza o los devasta, los condena y los redime. Así, la teología se vio confrontada
con aquellas experiencias de los sufíes. Para ellos, la distinción entre humano
elhilodeariadna

y divino o masculino y femenino, no constituye de ningún modo una barrera


divisoria, sino alternativas que han de explorarse. El descubrimiento del otro
distinto es la prueba y el privilegio de lo humano, en tanto creación de Dios. Se
comprende por qué los sufíes, a pesar de las persecuciones de las que fueron
94
objeto, nunca han perdido su presencia en la tradición musulmana, en la que
la memoria colectiva y la oficial pocas veces han coincidido. El discurso y, sobre
todo la experiencia sufí, es una larga y apasionada búsqueda del Dios amor. Un
Dios generoso que se vincula con sus creaturas a través de las deslumbrantes
pasarelas del amor: “Sabe –y que Dios te sea favorable– que el amor es un estado
divino. Dios se calificó así mismo como el infinitamente amable y amante… El amor se
menciona en el Corán y en la Sunna como privilegio de Dios y de sus creaturas”. Así,
Ibn Arabi, uno de los místicos más célebres de la España andalusí (1165-1240)
conocido como el “sultán de los gnósticos”, relata lo que para él es la experiencia es-
piritual por excelencia, esto es, el amor como fundamento del cosmos y meta de
la vida humana. “Sabe –declama Ibn Arabi en el Tratado del amor– que la morada
del amor es una elevada distinción y que el amor es el principio de la existencia univer-
sal. Venimos del amor. Según el amor estamos hechos. Hacia el amor tendemos. Y al
amor nos abandonamos” 5. Y el amor del que nos habla el autor a través de toda su
obra comprende y contiene a toda la naturaleza, incluida las mujeres. Ibn Arabi
no puede dejar de describir su emoción ante una hermosa joven que encontró
y de quien se enamoró, durante su viaje iniciático a la ciudad de La Meca, cuna
del Profeta y horizonte de sus visiones que inmortalizó en uno de los más bellos
poemas místico-erótico de la literatura sufí conocido como Intérprete de los deseos
ardientes: “Se llamaba Nizam (Armonía) y la apodaban Ojo del Sol. Era religiosa,
cultivada, ascética y sabia entre los sabios de los santos lugares”6. Nizam, esa mujer-
armonía que se cruza en su camino, partícipe de la verdad divina que confronta y
cuestiona, a partir de su figura y función, con la mujer esclava, sedienta y dadora
de placer y con aquella creyente oculta y sumisa, impuestas por teólogos, juristas
y califas de distintas épocas, alimentados también a partir de los estereotipos que
cultivó occidente.

De cautiva a liberadora, la experiencia de Sherezade

Además de la literatura religiosa oriental, nos encontramos con relatos y cuentos


populares, rescatados por la memoria colectiva, alejados del saber codificado. En
ellos, las mujeres escapan de sus papeles tradicionales y a pesar de los muros
de los palacios, de los eunucos maquiavélicos y de los tupidos velos, no son ni
elhilodeariadna

silenciosas, ni sumisas, ni inmóviles. Nos referimos, en este caso, a la célebre


obra Las mil noches y una y a su fascinante narradora, Sherezade. Es una historia
conocida por todos pero en este contexto, conviene recordarla.
Cuéntase que hace mucho tiempo Shahzenan, rey de Samarcanda fue invitado
95
por su hermano Shahriar, rey de la India y de la China. Antes de salir de la ciudad
vuelve de improviso al palacio a despedirse de su esposa a la que amaba mucho
y la sorprende en brazos de un amante. Poseído de ira, asesina a ambos, se rein-
corpora finalmente a la caravana y llega al palacio de su hermano. Su aflicción lo
consume hasta el día en que ve por la ventana a la esposa de su hermano entre-
garse al libertinaje junto con sus esclavas y sus acompañantes. En este punto del
relato, Shahzenan y Shahriar deciden retirarse del mundo y abandonar la ciudad.
Al llegar a la orilla del mar encuentran a un genio que hace salir de un arca de
cristal a una joven muy bella que, una vez dormido aquel, les ofrece sus favores y
agrega sus dos anillos a los noventa y ocho que ya había obtenido de sus amantes.
Shahriar que consideró que el genio era más desgraciado que él, decide volver
a su ciudad para vengarse no solamente de la reina sino de todas las mujeres:
desposará una cada noche y la hará decapitar al día siguiente.
El decreto se cumple, el luto ensombrece a todo el país y nada hay que parezca
saciar la sed de venganza del sultán. Es entonces cuando Sherezade, la hija del
visir, decide poner término a la matanza entregándose ella misma a las manos de
Shahriar. Según el relato, lleva consigo a su hermana menor, Dinarzade quien,
elhilodeariadna

al acercarse el alba, le ruega que le cuente un cuento porque tal vez ese día sea la
última vez que lo pueda escuchar. Esa “última vez” será propuesta noche tras no-
che, mil y una veces, gracias al talento de la narradora y a su arte de interrumpir
el relato en el momento oportuno para demorar su pena de muerte. En la milési-
96

Ilustración del libro Las mil y una noches.


ma primera noche, Sherazade obtiene del sultán permiso para presentarle a los
tres hijos que concibió con él. El rey llora arrepentido y estrechando a los niños
contra su pecho confiesa su perdón y su amor. Sherezade sale de su combate a
muerte no solamente viva, sino triunfadora. Porque si durante mil y una noches
se eclipsa detrás de su propio relato, el lector no habrá olvidado que en todo ese
tiempo no había entre ella y la muerte, sino el espesor de un cuento.
Pero Sherezade no nació heroica, se decidió a serlo cuando ya no pudo actuar
de otra manera. Ante todo supo proceder en el momento preciso, ni demasia-
do pronto, lo cual habría sido temerario; ni demasiado tarde, porque entonces
hubiera precipitado el final no deseado. Contó cada una de las muchachas que
morían día tras día, pero comprendió también que no podía utilizar la fuerza,
porque no quería morir; ni la bondad, porque no sería motivo de risa, ni la se-
ducción ya que todas las jóvenes decapitadas eran hermosas. Quedaba un último
recurso y el único, la estrategia. Atrajo entonces a su enemigo fuera del campo
habitual de su batalla: el hombre en el mundo de la mujer. Después, lo sorpren-
dió antes de que se recuperase e, inmediatamente, aguijoneó su curiosidad de
modo que creyera que es él quien toma la iniciativa y tiene la última palabra:
“Por Allah, no la mataré hasta que no me cuente la historia del mendigo!!”. Luego, lo
mantuvo en un estado de admiración hasta que se olvidara el sabor amargo de
su causa cotidiana (su odio a las mujeres) y, finalmente hizo de él un cómplice
de modo que, cada noche, vuelva a enamorarse para siempre de esa mujer que
le descubre cotidianamente otro lado de la vida. Este es el secreto de Sherezade.
Había un misterio y ella lo descubrió. Porque lo más maravilloso del cuento
no es solo que tuviera “en un hilo” durante tantas noches a su enamorado y
verdugo, sino que lo fascinante del cuento es que nosotros lo creemos y que la
narradora lejos de sentirse extraña en nuestro occidente y nuestro siglo XXI, nos
ha obligado a extrañarnos y a sorprendernos.
Sherezade, de cautiva a liberadora, hace justicia a las tradiciones que hemos
comentado brevemente, contraponiéndose a las viejas, pero aún vigentes, estruc-
turas solidificadas. Esta mujer, que identifica tal vez lo puramente femenino, no
habría llegado jamás hasta nosotros sino hubiera sido traída por el mundo que
ella llevaba en sí; y ese mundo no la habría portado si no hubiera encontrado
en ella su coherencia y su ritmo. Porque Sherezade y Nizam representan, ante
todo, una cultura plural, móvil y reflexiva suficientemente capaz de mostrarnos,
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a través de la literatura religiosa, popular y mística, la diversidad interpretativa


de sus relatos.

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1. Para más detalles sobre la formación del texto coránica véase mi artículo “la tradición textual en el Islam: el Corán
y la sunna”, en Cuadernos de Teología, vol. XXV (2006), pp 179-187.
2. Cada una de las azoras o capítulos del texto coránico comienza con la invocación inicial y ritual conocida como
basmala: “En el nombre de Dios, el compasivo, el muy compasivo/misericordioso“, mediante la apelación de dos
de sus nombres ar-Rahman ar-Rahim. Con ello se subraya que, cualquiera que sea la importancia de las leyes y re-
comendaciones reveladas por Él o promulgadas en su Nombre, Él perdonará a quien no transgreda sus órdenes. El
Dios del Islam, el Dios de Abraham, Moisés y Jacob es un Dios de la compasión y la misericordia, lo que no siempre
ha de recordarse convenientemente aún cuando Él sea también, según el Corán, severo a la hora de castigar. Y en
su compasión actúa como lo haría no un padre, sino una madre, lo que queda perfectamente puesto de relieve por
la raíz verbal que subyace a estos nombres y que comparten (rhm), a la que es inherente el significado de compa-
sión maternal (rahim, que designa el útero materno) ya sea genérica (en el primer caso) o puntual (en el segundo).
3. Al respecto véase el muy interesente análisis exegético que hace Riffat Hassan que nosotros seguimos en “Pers-
pectiva islámica” en Mujer, religión y sexualidad, págs. 105-140. Cf. También Nagel, T., The History of Islamic Theology
26ss. y Busse, H., Islam, Judaism and Christianity. Theological and Historical Affiliations,46ss.
4. Recuérdese que esta región no estaba al margen del mundo civilizado conocido. Persia y Bizancio, los dos gran-
des imperios que en ese entonces se disputaban su dominio, no podían permitir el surgimiento de un nuevo
competidor independiente que, en alguna forma, pudiera afectar sus intereses. El control de las rutas caravaneras
y su flujo de mercancías entre el Lejano Oriente así como en Europa, era el objetivo de estos imperios. Dada, sin
embargo, la impenetrabilidad del desierto y el alto riesgo de que ejércitos no habituados a él pudieran ser fácil-
mente aniquilados por la belicosidad beduina, el control de estas rutas se dejaba en manos de aliados estratégicos
especialmente contratados para ello. Recuérdense, por ejemplo, los llamados “estados tapones” de los lajmíes y los
gazaníes en el norte de la Península Arábiga, representantes de los intereses persas y bizantinos respectivamente.
En este punto, debe destacarse que los gazaníes, cristianos monofisitas y los lajmíes, cristianos nestorianos, fueron
el canal de penetración no solo político, sino también religioso a través de los cuales el Islam tomó contacto con las
tradiciones vetero y neotestamentaria.
5. En W. J. Austin, Soufis d’Andalousie (Ruh al-Quds) de Ibn Arabi, París, Sindbad, 1979, p. 31.
6. En W. J. Austin, p. 39s.
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100
El simbolismo de lo femenino
en las tradiciones sagradas
y en la literatura

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Valentín Romero | Francisco García Bazán | Bernando Nante


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Por Valentín Romero

Aspectos del anima


Una mirada junguiana
del simbolismo lunar alquímico
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Lic. Valentín Romero, psicólogo (UAJFK). Actualmente realiza su tesis doctoral en la


UCA sobre la Imaginación en relación al texto de Alquimia latina medieval Aurora
Consurgens y su abordaje desde la perspectiva junguiana. El conicet le otorgó en el
2009 una beca para dicho doctorado.
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¡Suprema señora del mundo,
Déjame en la azul
Bóveda del cielo extendida
Contemplar tu misterio!
Acoge lo que el pecho del hombre
Conmueve grave y tiernamente
Y con santo placer amoroso
Lo lleva a tu encuentro.

Goethe, Fausto II

jung utiliza la palabra latina anima para señalar un fenómeno psíquico


que a medida que se lo sondea se vuelve más difícil conceptualizar. En principio,
como sostiene en Arquetipos e Inconsciente Colectivo, no se trata de un concepto
abstracto sino empírico, inseparable de la forma simbólica con la cual aparece
y configurador de las manifestaciones de la psique, cuya realidad es efectiva.
Además de ser un concepto anima es un término simbólico o, como él mismo
dice en Aión, un “concepto intuitivo”, ya que como arquetipo de lo femenino su
naturaleza sigue resultándonos enigmática.
Si bien es un arquetipo entre muchos otros, se trata de uno de fundamental
importancia. Una forma simple de entender al anima es pensarla como la ac-
titud, el carácter que tiene el yo respecto de sus propios procesos internos. Se
comprenderá mejor si le oponemos su contraparte, el concepto de persona (eti-
mológicamente “sonar a través de”), llamado también máscara: aquella actitud
que tiene el yo respecto de su mundo externo, su carácter externo. El anima es
la personificación de lo inconsciente en la psique del varón, o más bien, uno de
sus aspectos. En la psique de la mujer el equivalente es el animus. En tanto per-
sonificación es un complejo funcional determinado y circunscripto que adquiere
representabilidad y se manifiesta como imagen con autonomía propia en la psi-
que. De ahí que el anima se corresponda directamente con el alma humana. “El
alma, de un modo astuto y juguetón, seduce a la materia inerte, que no quiere
vivir, y le insufla vida. Ella convence de cosas no dignas de crédito, para que la
vida sea vivida. Está llena de trampas y cepos, para que el hombre caiga, toque
tierra, se enrede allí y quede atrapado, para que sea vivida la vida; del mismo
elhilodeariadna

modo que Eva, en el paraíso, no pudo dejar de convencer a Adán de la excelencia


de la manzana prohibida.”1 Con estas sugestivas palabras Jung hace explícita su
función tentadora. Sin embargo, ella no es sólo impulso anímico que motiva al
hombre a vivir su vida. Paradójicamente, en notable oposición a su naturaleza no
103
elhilodeariadna

104
racional, ella encierra en sí una sabiduría oculta. Pero para que esta sabiduría se
nos revele y pierda así su carácter impulsivo y compulsivo, es necesario entablar
un diálogo con ella. Este arduo trabajo es el que permite vislumbrar la secreta
intención de la vida que se nos muestra –como dice en el Libro Rojo– cuando
el sentido del espíritu de los tiempos y el sinsentido de la no racionalidad de la
profundidad convergen y se integran creando otro orden conforme a un supra-
sentido que trasciende a ambos.
En última instancia, al tratarse de un arquetipo, estamos hablando de un princi-
pio femenino cosmológico en la psique humana, del cual ésta participa. De ahí
que sea a su vez principio psíquico. Es sobre todo un arquetipo de relación, con
lo cual hacemos explícita su naturaleza erótica correspondiente, como veremos,
a varios niveles. Es la que mueve a lo desconocido y por ello lleva a la salvación
o a la perdición. Es la posibilidad redentora dentro de la psique humana que se
abre al misterio.
Como buen hermeneuta simbólico nos ofrece varios contextos para comprender
de qué se trata el concepto que nos ocupa: In somnium Scipionis de Macrobio, la
filosofía clásica china (anima = p’o o gui), la historia de la literatura (Fausto, La
Divina Comedia, Sueño de Polifilio, etc.), y también conformando la parte femeni-
na de las syzygias divinas, parejas andróginas de dioses: mitologías primitivas,
gnosticismo, principios yin y yang, etc., y lo que nos interesa puntualmente: en
la alquimia como sol y luna.
Podemos establecer entonces, –mutatis mutandis– algunas correspondencias
simbólicas considerando dos de estos contextos. Uno de ellos es el Fausto de
Goethe y el otro el gnosticismo. Lo que sigue es un intento de comprenderla
mediante los diferentes grados en que se personifica. Margarita correspondería
a Eva (grado de relación impulsiva: instintivo, biológico, maternal, de fertilidad).
Helena, aunque con cierta salvedad, (grado de relación romántica, sexual, estéti-
ca e individual). María (grado de relación celestial, espiritual y devocional) y por
último Sofía –que Goethe denomina ewige Weibe, lo eterno femenino– (expre-
sión de la sapientia Dei).
Históricamente, el culto a la mujer –como vimos ya respecto de lo femenino en
el Fausto de Goethe o como puede verse en la Beatrice de Dante– es el intento
moderno de unificación de los opuestos, como en el cristianismo el culto de Dios
y en el budismo el culto del sí-mismo, pero fundamentado en un polidemonis-
elhilodeariadna

mo primitivo, es decir, en una multiplicidad de imágenes simbólicas arcaicas. En


definitiva, se trata de un símbolo del culto del alma que halla su expresión con-
forme a la mutua influencia del desarrollo histórico-espiritual humano y la dis-
posición de la consciencia actual. En ese sentido la acción que ejerce la imagen
105
del anima sobre la consciencia es la de un vaso devocional, forma sólida (punto
fijo inconmovible), fuente de sabiduría y renovación, cuya determinación atrae
inexorablemente a realizar. Es prácticamente explícita la referencia al símbolo
del Santo Grial como representante idóneo.
Ahora bien, ¿cómo se produce este “entrar en términos” con el anima? El desa-
rrollo de la personalidad está signado en todo su proceso por la coniunctio, por la
conjunción de opuestos que Jung denominó proceso de individuación. La sucesión
de confrontaciones entre dichos opuestos va adquiriendo diferente valor y sen-
tido a partir de sus respectivas configuraciones y transformaciones, es decir, las
cualidades de los opuestos, sus características, cambian a medida que el proceso
se desenvuelve. Sin embargo, de fondo la oposición es siempre la misma. En
definitiva la coniunctio siempre se realiza entre la oposición consciente-incons-
ciente, y más precisamente entre el yo y el sí-mismo.
Al constelarse en la psique, al configurarse un símbolo que representa al ani-
ma, se le opone el principio masculino correspondiente. Así, la conjunción de
opuestos se da en términos sexuales en sentido lato, no reducible a la sexualidad
humana exclusivamente, como quiso ver el freudismo para todo acontecer psí-
quico. Cabe preguntarse, ¿cómo aparece este arquetipo en la psique? Se puede
constatar empíricamente que el anima aparece en el proceso de individuación en
primera instancia en su aspecto oscuro, indiferenciado, hasta terrorífico. Dicho
proceso comienza por un encuentro con el primer gran arquetipo, la sombra,
es decir, aquellos aspectos no sólo rechazados y reprimidos, sino también que
no han recibido la atención adecuada por parte del yo y han quedado sin desa-
rrollarse. Esto sucede como consecuencia de la unilateralidad con que se desa-
rrolla la consciencia humana. Al ir incorporando e integrando estos contenidos
“sombríos” la psique se fortalece y logra cierto equilibrio que le permite ir en
pos de un desafío mayor: encontrarse con su verdadera contracara: el anima.
Se entiende entonces, que las primeras aproximaciones sean desconcertantes,
impactantes, que lo femenino en el alma del hombre despierte aversión, ya que
va a confrontarlo con contenidos autónomos que nunca aceptó como propios.
Pero en la medida en que el yo se abra a este llamado interior, a ser quien ver-
daderamente es, la relación cambia, se produce una mutación ontológica, y el
anima en lugar de interferir y dificultar la vida se convierte en su mejor aliado, ya
que guiará la individuación –“guiará tus pasos”, dice un alquimista–. Sólo así la
elhilodeariadna

conjunción es en verdad posible.


Un punto crucial para entender de qué se trata este llamado a conciliar los opues-
tos es el tema del incesto y su prohibición. Es sabido que la única prohibición
universal, como bien lo demostró C. Levi-Strauss, es justamente la del inces-
106
107
elhilodeariadna
to. Desde el punto de vista psico-energético podemos hacer una ecuación, una
equivalencia de valores energéticos: si algo ha de prohibirse con vehemencia es
porque existe una contracarga semejante que pugna por realizarse. Esto es fácil-
mente constatable y aplicable con cierta generalidad. Ahora bien, que el incesto
responda sólo a un instinto sexual y no a una realización simbólica como con-
junción anímico-espiritual es una perspectiva que extirpa el verdadero trasfondo
de la cuestión, oblitera su aspecto pneumático. Que el incesto sea una tenden-
cia intrapsíquica primordial, que quiere unir lo que está desunido y en estricta
oposición, es decir lo masculino y lo femenino, polos de una íntima ligazón,
elhilodeariadna

es evidentemente una paradoja. Mas semejante paradoja sólo está permitida y


es verdadera si a la vez se considera la unificación de los opuestos en un plano
superior. Por eso es que la integración de opuestos debe entenderse en el incesto
conforme a los diferentes grados del anima antes descriptos. Entre el incesto
108
concreto y la concidentia opositorum –coincidencia de los opuestos– encontramos
el mismo abismo que separa el deseo de Fausto por Margarita y su redención en
lo eterno femenino.
Lo dicho es la descripción que hace la psicología moderna de algo que se viene
dando desde tiempos inmemoriales, cierto que con las características peculiares
del hombre actual. Jung pudo constatarlo en muchas tradiciones pero fue la Al-
quimia la que más lo interesó por motivos puntuales. En Psicología y Alquimia,
Jung explica en principio de qué se trata la Alquimia como proceso en sí y cómo
puede entendérsela. Dicho rápidamente, los alquimistas proyectaban en sus la-
boratorios procesos psíquicos inconscientes arquetípicos, sus propios procesos
personales pero cuya índole trascendía lo meramente subjetivo. Es decir, estos
símbolos surgían de los niveles psíquicos más profundos, de lo inconsciente
colectivo, por eso, en esa búsqueda química de la piedra filosofal, había de tras-
fondo una búsqueda espiritual, un intento de integración de opuestos, que Jung
llamó en el ámbito psicológico proceso de individuación. Entonces, mediante pro-
yecciones e introyecciones entre el alquimista y la materia en transformación
con la que trabajaba en su laboratorio, se iba produciendo la asimilación de tales
contenidos arquetípicos. En definitiva, se trataba de procesos imaginativos de
gran intensidad y compromiso que intentaban la transmutación del cosmos, del
cual el hombre participa como un fractal en sentido simbólico.
“Bodas químicas” denomina la alquimia a todo este proceso, incesto “regio”, acto
de unión supremo que corona la obra. La oposición de lo masculino y lo feme-
nino es la última y más fuerte oposición. En el cristianismo esta oposición apa-
rece elevada como bodas místicas entre el sponsus (Christus) y la sponsa (Ecclesia),
mientras que en la alquimia, en cambio, aparece situada en la physis como co-
niunctio solis et lunae –conjunción del sol y la luna. En el primero, sostiene Jung,
la oposición se desplaza exclusivamente al ámbito espiritual, en la segunda se
proyecta en la materia, pero ninguna de las orientaciones coloca definitivamente
el problema en donde surge: en la psique humana. El desarrollo de la conscien-
cia del hombre actual impone la tarea de resolver la cuestión dentro de dicho
ámbito (de ahí que hayamos señalado la importancia de lo que va determinando
la relación de lo histórico-espiritual y la ampliación de la consciencia).
Antes de entrar de lleno en el simbolismo lunar alquímico conviene realizar una
descripción somera de la luna en la simbólica universal. Esto nos servirá para
elhilodeariadna

anticipar un contexto desde donde pensar más ampliamente su sentido y dejar


señalado los diversos caminos hacia los que puede conducir.
En principio, uno estaría tentado a identificar el dominio simbólico de la luna
como imagen arquetípica femenina, es decir, adjudicarle un carácter femenino
109
por completo. Pero sólo quien nunca haya explorado en profundidad los sím-
bolos podría suponer que las cosas son tan simples. El pensamiento analítico,
dicotómico, que se apura en recortar lo mentado es inoperante en este ámbito. El
anima no puede concebirse sin su opuesto masculino: el animus. Así uno y otro
pueden compartir la forma de expresión en su epifanía simbólica. El símbolo,
si ha de comprenderse, debe ser captado, intuido, en su doble aspecto, ya que
todo símbolo porta consigo su contraparte. Por cierto, uno podría preguntarse
¿cómo es posible que la luna como símbolo femenino tenga una relación con lo
erótico si es blanca, fría y pasiva? Las características del símbolo se definen según
el contexto y lo que busca hacer comprender. Por ejemplo, en el Hermetismo
encontramos que la luna es femenina y se opone al sol que es masculino. La luz
de la primera es refleja, sin fuego y equivale a la psique. Al espíritu equivale la
luz directa del fuego no ardiente –non urens– del sol. Lo ardiente como sed ar-
diente, deseo, hambre, impulso de placer ciego, está del lado de lo femenino pero
la luna no alcanza a simbolizarlo –en realidad todos los valores coexisten en el
símbolo, aunque aparentemente funcionen alguno de ellos– con lo cual hay que
recurrir a otro símbolo como el del dragón, de naturaleza viscosa, principio de
identificación y ensimismamiento. Este es, según J. Evola, “el secreto del mundo
sub-lunar de los cambios y del devenir frente a la región uránica del ser, frente a
elhilodeariadna

la estabilidad desencarnada de las naturalezas celestes que reflejan el mundo de


la pura virilidad espiritual.”2 Por cierto, Sophia, el más alto grado del eros, tiene
naturaleza lunar en cuanto que su luz, su sabiduría, es reflejo del principio solar.
Por otro lado, con la figura del Mercurius duplex la alquimia representa a la vez el
110
par sol-luna. Éstos, según el estado en que se encuentra la obra, pueden cambiar
de signo: en la mortificatio del dragón, o sea en el primer estadio, peligroso y ve-
nenoso, del anima liberada de su prisión en la materia prima, se la identifica –al
anima– con el sol.3 Es notable la libertad con que los alquimistas se manejaban
para representar los estadios de la obra, por eso, como vemos, seguir la dinámica
simbólica es un arduo trabajo. Así mismo, que la luna tenga un aspecto mascu-
lino puede comprobarse claramente en varias lenguas indoeuropeas, como por
ejemplo el alemán que utiliza el artículo masculino der para luna y el femenino
die para sol. Recuérdese que el lenguaje originalmente es simbólico en el sentido
que venimos hablando. Suponer que es “sólo” un mero instrumento de expre-
sión, un simulacro, es una concepción ingenua y estrechísima, lamentablemen-
te muy en boga en la actualidad.
A diferencia del sol, la luna cambia, tiene un devenir creciente y menguante,
hasta su completa desaparición por tres días. Está sujeta a la ley universal del
nacimiento y la muerte para volver a renacer. Esta periodicidad la convierte en
el astro por excelencia de los ritmos de vida: agua, lluvia, vegetación y fertilidad.
Sus fases revelaron al hombre el tiempo concreto permitiendo medirlo. De he-
cho proviene de la raíz indoeuropea me que encontramos en varias palabras que
tienen que ver con medir –sáncrito mâmi: yo mido, latín mensis: mes, griego
mén: mes, méne: luna, etc. Según M. Eliade, si quisiéramos resumir en una sola
fórmula la multiplicidad de las hierofa-
nías lunares, deberíamos decir que re-
velan la vida que se repite rítmicamen-
te. Antropológicamente corresponde al
alma, como el espíritu al sol y el cuerpo
a la tierra. “El hombre muere dos veces,
escribe Plutarco: una en la tierra, en la
morada de Deméter, cuando el cuerpo
se separa del grupo psique-nous y vuelve
a convertirse en polvo; otra en la luna,
en la morada de Perséfone, cuando la
psique se separa del nous y se reabsorbe
en la sustancia lunar. El alma (psique) se
queda en la luna y durante algún tiem-
elhilodeariadna

po conserva los sueños y los recuerdos


de la vida.”4 Es el nivel intermedio por
donde ha de pasarse para que el nous
pueda ser recibido por el sol. Es nota-
111
ble que se precise justamente la actividad imaginativa persistiendo en el plano
lunar, formando la correspondencia luna-psique-imaginación.
Específicamente dentro del contexto alquímico la luna es, como ya dijimos, la
contraparte del sol, por eso es fría, húmeda, femenina, corporal, pasiva, de luz
tenue hasta la oscuridad, etc. Es la compañera en la unión, hermana y novia,
madre y esposa del sol. Es el receptáculo de todas las cosas y sobre todo del sol.
Se la llama también “embudo de la Tierra”, ya que recibe de Helios en lo alto los
principios de generación –gennetikás archás– que envía y disemina. Obtiene de
él, según Dorn, como de una fuente “la forma universal y la vida natural”.
A la evidente relación sol-fuego se opone la de luna-agua. No vamos a abocarnos
en el estrecho vínculo de estos dos símbolos, harto documentado. Volvemos a en-
contrar la dirección hacia abajo, de caída, indicada por el jeroglífico alquímico del
principio Agua ▼. Jung señala que en el Aurora Consurgens II ella es el agua, es
“nodriza generosa del rocío”, emana una luz que es a la vez rocío, que humedece
y empapa los cuerpos. Un tratado del Museum Hermeticum (1678) dice: “Esta
Luna es un jugo del agua de la vida (succus aquae vitae) escondida en Mercurius”.
Este principio activo lunar se lo llama también sulphur blanco y aparece atesti-
guado en la temprana alquimia griega como esencia de la luna (tén tês selénes
ousían) cuya influencia se debe en parte a los Padres de la Iglesia que usaban la
metáfora del rocío lunar como la gracia en los sacramentos eclesiásticos. Este
agua mercurial de la Luna, “agua maravillosa”, extrae las almas de los cuerpos o
les concede vida y alma. “Como agua de ablución cae el rocío del cielo, purifica
al cuerpo y lo prepara para recibir de nuevo el alma, es decir, efectúa la albedo,
el estado blanco de la inocencia, que a la manera de la Luna y de la novia, espera
al sponsus.”5 Esta ablutio o mundificatio aparece claramente en las imágenes del
Rosarium Philosophorum, donde puede apreciarse luego de la impregnatio, de la
extracción del alma, a un andrógino que yace en el vaso hermético y recibe de las
nubes en lo alto el agua en forma de rocío, produciéndose la purificación. Gran
parte de este texto alquímico Jung lo estudia en Psicología de la Transferencia y
refiriéndose a esta etapa dice: “El rocío que cae es un presagio del futuro naci-
miento divino.”6 El agua es el aqua sapientiae y el rocío que cae del cielo es el don
de la iluminación y de la sabiduría. Y más adelante aclara que esta mundificatio
(purificación) significa quitar lo superfluo a todos los meros productos naturales
y en especial a los contenidos simbólicos de lo inconsciente, para que el alma
elhilodeariadna

pueda retornar del cielo y reanimar el cuerpo sin vida.


Muchos alquimistas eran a la vez médicos. Es curioso el hecho que le adju-
dicaran a la Luna la responsabilidad por todos los cambios corporales en la
enfermedad y en la salud y la determinación del pronóstico según su aspecto.
112
Es como si hubieran podido intuir el factor anímico operante posibilitado por
la proyección del anima.
Jung afirma que la Luna tiene una secreta relación con el espíritu humano, por
lo que es un símbolo apreciado para ciertos aspectos de lo inconsciente, aunque
eso ocurre sólo en el varón, ya que en la mujer la Luna corresponde a la conscien-
cia y el Sol a lo inconsciente. En este sentido, cita a Pico Della Mirandola cuando
señala que el sol correspondería a la diánoia (entendimiento) y la Luna a la dóxa
(opinión), que sería la misma diferencia entre scientia y opinio o entre entendi-
miento en acto y en potencia. Justamente, el conocimiento de lo inconsciente
es en definitiva un tipo de conocimiento oscuro, en el sentido que requiere de
una interpretación y asimilación de la consciencia. A veces puede captarse de
inmediato el sentido de los símbolos que aparecen, pero en general sucede lo
contrario. Ejemplo patente son nuestros propios sueños. Es que, como vemos,
el encuentro con lo inconsciente es en el varón el encuentro con la Luna, con el
opuesto solar-consciente. De ahí la dificultad de entrar en términos con ella y
de lograr la conjunción. Pero también es cierto que necesariamente tienen una
raíz imaginal común, de lo contrario sería imposible diálogo alguno. El espíritu
del hombre tiene que descender a las aquas inferiores y ocuparse de las potencias
sensibles “de las que contrae una mancha de infección”, de ahí que se le llame
Luna. Esto plantea la cuestión de las tinieblas espirituales y la oscura cerrazón
del mundo sublunar en que vive el ser humano, de la ignorancia de su condición
elhilodeariadna

y de la tenue pero maravillosa luz que es su propia consciencia.


Con el intento realizado de estudiar brevemente el anima y el simbolismo lunar
alquímico hemos propuesto al menos dos cuestiones fundamentales que se fue-
ron dando más o menos juntas. Una de orden más bien epistemológico respecto
113
de la complejidad que implica el abordaje de los símbolos, creyéndola necesaria
para instrumentar el acercamiento adecuado. La otra, la interpretación de la luna
como símbolo alquímico en sí y su relación con el arquetipo femenino. Fue ne-
cesario recurrir a otros símbolos y dejar varios afuera para poder intentar dar
una idea clara de su sentido, separándola en la medida de lo posible de su parte
masculina, pero sobre todo caracterizándola en correspondencia con la psique
humana, como fuente de imágenes según su singular naturaleza y como media-
tizadora efectiva entre la consciencia y el inconsciente.

Bibliografía

JUNG, C.G.: OC 5 Símbolos de Transformación. OC 6 Tipos Psicológicos. OC 10


Civilización en Transición. OC 9/1 Arquetipos y lo Inconsciente Colectivo. OC 12
Psicología y Alquimia. OC 14 Mysterium Coniunctionis. OC 16 La Práctica de la
Psicoterapia. Trotta. Madrid.
JUNG, C. G.: Aión. Paidós. Barcelona. 1992
EVOLA, J.: La Tradición Hermética. Martínez Roca. Barcelona. 1975.
ELIADE, M.: Tratado de Historia de las Religiones. Cristiandad. Madrid. 1981.

1. Jung C.G.: “Sobre los Arquetipos de lo Inconsciente Colectivo” en Los Arquetipos y lo Inconsciente Colectivo, vol
9/I, Madrid, Trotta, 2002, # 56.
2. Evola, J.: “La Separación Sol y Luna” en La Tradición Hermética, Martínez Roca, Barcelona, 1975, p. 57.
3. Jung, C.G.: “Las personificaciones de los opuestos” en Mysterium Coniunctionis, vol 14, Trotta, Madrid, 2002,
elhilodeariadna

#163. Aquí cita Jung en la nota 244 la declaración del alquimista Mylius: “Nosotros colocamos el alma del mundo
principalmente en el Sol.”
4. Eliade, M.: “La Luna y la Mística Lunar” en Tratado de Historia de las Religiones, Cristiandad, Madrid, 1981, p. 279.
5. Jung, C.G.: “Las Personificaciones de los Opuestos” en Mysterium Coniunctionis, op. cit., #150.
6. Jung, C.G.: “Psicología de la Transferencia” en La Práctica de la Psicoterapia, vol 16, Trotta, Madrid, 2006, #483.
114
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?
Por Francisco García Bazán (CONICET-UK)

La figura de la sofía gnóstica


o el drama del amor en sí

Francisco García Bazán: Doctor en Filosofía, Investigador Superior del CONICET, y


director del Centro de Investigaciones en Filosofía e Historia de las Religiones de la
Universidad Argentina J.F. Kennedy. Especialista en gnosticismo, fenomenología de las
religiones y neoplatonismo internacionalmente reconocido, y autor de numerosas obras
y traducciones de lenguas antiguas, ha recibido el Premio Bernardo Houssay al Investi-
elhilodeariadna

gador Científico de la Secretaría de la Nación de Ciencia y Técnica. Obra reciente: La con-


cepción pitagórica del número y sus proyecciones, Jesús el nazareno y los primeros cristianos,
Judas Evangelio y Biografía. La gnosis eterna II, Antología de textos gnósticos, griegos, latinos
y coptos. Pístis Sophía / Fe Sabiduría.
116
I. El fondo bíblico de Sofía/sabiduría

Para comprender el significado, la importancia axial y los límites de la presencia


de Sofía (=Sabiduría) en el marco de la concepción gnóstica un símbolo que al-
canza un relieve particular dentro de las exposiciones de la escuela de Valentín,
pero que está presente en las distintas orientaciones del gnosticismo, bien sea de
naturaleza mitológica o filosófica es necesario en primer lugar recurrir al terreno
histórico-religioso de exégesis escrituraria desde el que se ha originado.
Dice Génesis 1,1: «En el principio creó Dios los cielos y la tierra» (bere§it bara
Elohim het pa§amaim whet pahares), líneas que en la posterior paráfrasis en ara-
meo del Targum Palestinense de comienzos del siglo I, se interpretan como: «Con
la Sabiduría (hukmeta) [y a veces “con la Palabra” –memra–] Dios creó los cielos y
la tierra». Pero de inmediato continúa Gn 1,2: «La tierra era algo caótico y vacío,
y tinieblas cubrían la superficie del abismo…». Esta frase muestra claramente
que los primeros versículos del Gn no constituyen una construcción hímnica, ya
que este segundo versículo constituye una explicación homilética que se inter-
cala con algunas palabras aclaratorias entre el primer versículo y el tercero, que
prosigue con coherencia literaria iniciando la enumeración de las obras creadas
por la palabra: «Dijo Dios: “Haya luz”, y hubo luz». La interpretación targúmica
basada en un midra§ tradidicional sobre Gn 1-5, es plenamente razonable pues-
to que era exégesis judía habitual después del exilio babilónico que a Gn 1,1 se
le adjuntara el pasaje de Proverbios 8, 22: «Y el Señor me creó, primicia de su
camino», el que venía mediado a menudo por el Salmo 111, 10: «El Principio de
Sabiduría es el temor del Señor». Esta interpretación familiar y rutinaria de los
rabinos que identifican la Palabra creadora con la Sabiduría como instrumentos
inmediatos de Dios (Dabar/Jokmat/Memrâ) –si bien a “Palabra” le corresponde
el género masculino y a “Sabiduría” el femenino–, es la comprensión inmediata
que subyace en la formulación del conocido comienzo del Evangelio de Juan de
la misma época que el Targum Palestinense y que construido en paralelo con Gn
1,1, tampoco es un himno: «En el Principio era la Palabra y la Palabra estaba con
Dios y la Palabra era Dios». O sea, que la Palabra (Lógos) existía en la intimidad
de Dios; residía, por lo tanto junto a Él y como Él era de naturaleza divina.
En el Pensamiento trimorfo perteneciente al códice XIII de la biblioteca gnósti-
ca de Nag Hammadi, esta lectura del prólogo del Evangelio de Juan como una
elhilodeariadna

pieza literaría que no es hímnica, igualmente se confirma, aunque aparece con


una presentación diferente, pues la Palabra/Sabiduría no desciende sólo una vez
para asumir la corporidad humana del Cristo, sino que se “encarna” descendien-
do tres veces como Sonido, Voz y Palabra. Una característica que es propiamente
117
gnóstica y bien antigua, como lo ratifica una de las versiones extensas del Libro
secreto de Juan que ha llegado hasta nosotros al mostrar en un resumen lapidario
que es la Palabra/Madre o Prepensamiento (Prónoia) la que desciende tres veces
para rescatar a sus vástagos espirituales:
«30…Yo, Providencia (Prónoia) perfecta del Todo, me transformo en mi simiente.
Yo preexisto y voy por todos los caminos. Yo soy la abundancia de luz y el recuer-
do del Pleroma. Yo he penetrado en la magnitud de la oscuridad y he resistido
hasta ponerme en medio de la cárcel. Y los fundamentos del caos retemblaron y
yo me escondí de ellos a causa de su perversidad, y ellos no me conocieron. Volví
por segunda vez. Me puse en camino apartándome de los seres luminosos –yo
soy el recuerdo de la Providencia y penetré hasta el fondo de la oscuridad y hasta
el interior del Hades para ocuparme de mi designio. Y los fundamentos del caos
retemblaron para precipitarse sobre los que se hallan en el caos y aniquilarlos. Y
de nuevo me remonté hacia mi raíz luminosa a fin de evitar que fueran destrui-
dos a destiempo. Por tercera vez me puse en camino –yo soy la luz en la luz, yo
soy el recuerdo de la Providencia– para descender hasta el fondo de la oscuridad
y hasta 31 el interior del Hades. Llené mi rostro con la luz del cumplimiento del
Eón y penetré hasta el fondo de la cárcel de aquéllos –que es la cárcel del cuerpo–
y dije: “Quien me oiga que se levante del sueño profundo”. Entonces él lloró y
vertió muchas lágrimas. Se restregó los ojos y dijo: “¿Quién es el que pronuncia
mi nombre y de dónde procede esta esperanza para mí, mientras estoy encadena-
do a mi cárcel?”. Yo le dije: “Yo soy la Providencia de la pura luz; yo soy el pensa-
miento del Espíritu virginal, el que te eleva hasta el lugar del honor. Levántate y
piensa que tú eres el que ha escuchado. Sigue a tu raíz; yo soy el misericordioso.
Guárdate de los ángeles de la indigencia y de los demonios del caos y de todo lo
que llevas adherido. Evita el sueño profundo y el lugar abismal del Hades”. Yo
lo he despertado y lo he sellado en la luz del agua con cinco sellos, a fin de que a
partir de ahora la muerte ya no tenga poder sobre él. Y he aquí que ahora regreso
al eón perfecto. He terminado de decirte todo lo que tenías que escuchar. Te he
dicho todas estas cosas para que las conozcas y las transmitas secretamente a los
que participan del mismo espíritu: éste es el misterio de la raza inconmovible»
(30, 12- 31, 32, 9, J. Montserrat Torrents, I, 235-236, con pequeñas modificaciones
siguiendo la ed. de M. Waldstein y F. Wisse).
elhilodeariadna

118
119
elhilodeariadna
II. La gnosis de los gnósticos y la aventura dramática de Sofía.

Con el texto traducido se ha proporcionado una descripción arcaica y com-


pleja de la persona de la Sabiduría actuando tanto en el plano superior como
Providencia o Prepensamiento paterno, como en su función inferior cum-
pliendo su actividad redentora en el mundo. Con el ejercicio inseparable de
ambos niveles de ejecución se ilustra en una síntesis vibrante junto con la
necesaria y comprometida función redentora esbozada desde el origen de su
aventura en el mundo, un aspecto que es esencial en el relato del mito gnós-
tico y que su simbolismo incorpora. Efectivamente es cada uno de los tipos
figurativos que integran la historia narrada en el mito gnóstico, los que escla-
recen para el mismo creyente la experiencia de la gnosis del gnóstico, la que
saca a la luz la vivencia directa del tránsito de la ignorancia al saber y, por lo
tanto, el conocimiento sin intermediarios e inmediato del espíritu divino que
se revela o ilumina en la oscuridad a través del mito primordial que narra su
actual situación cósmica, el origen de tal estado de encierro y la posibilidad de
la actualización gradual de su liberación, con el retorno al estado de libertad
natural como residía en el seno de Dios Padre.
En el conjunto de la peripecia mítica contada, la figura de Sofía es el eje maestro
del descenso y el ascenso pneumáticos y sobre su historia sobrenatural gira el
conjunto de desventuras que agobian al hombre espiritual o pneumático y las
posibilidades del desvaneciendo de ellas.
El maestro gnóstico Valentín (primera mitad del siglo II) ha enseñado al respecto
una doctrina completa y sugestiva en la homilia titulada Evangelio de la Verdad
(NHC I,3), pronunciada en un círculo esotérico alejandrino, y sus discípulos Pto-
lomeo (Ireneo de Lión, Contra las herejías I, 2, 1- 6) y el anónimo redactor del Tra-
tado tripartito (NHC I,5), le han agregado a su pintura perspectivas magistrales.
Dios Padre convive con la Madre o Espíritu Santo en eterno Silencio y en este
seno de serena suavidad coexiste el Hijo sempiterno. En la circularidad del amor
recíproco Padre/Hijo es el Espíritu/Madre la que inspira y es instrumento sin
mutabilidad de la mutua entrega. Un reflejo de esta actividad inalterable es la
Plenitud, el Pleroma de las eternidades que son siempre y entonan la gloria, la
imagen sin sombra de la Divinidad, una y trina. Por eso el “Nombre del Padre es
el Hijo” (Evangelium Veriatis 38, 5- 41, 3) y en él se ostentan la totalidad simultá-
elhilodeariadna

nea de sus atributos. Tampoco es posible que la imagen transparente del Padre se
oscurezca, es Totalidad única de luz y si alguno de sus aspectos se debilitara sus
consecuencias abarcarían a la Plenitud toda, ya que en cada característica reside
la totalidad bajo un punto de vista parcial. Se trata de la norma natural del uno-
120
todo invadido por la libertad de que gozan los seres pleromáticos, personales y
eternos, comunicados o abiertos entre sí, como las tres divinas personas supre-
mas, en las que se integran por el Hijo.

III. El traspié de Sofía.

Pero el más joven y periférico de los Eones, Sofía, ha querido voluntariamente


elevar su palabra de amor, de entrega de sí, al Padre, sin la consulta ni el con-
sentimiento de su connatural pareja masculina (syzygía), su consorte Deseado,
de este modo ha detenido su actividad amorosa espontánea colectiva (Pístis So-
phía), su libre propósito (proaíresis) de ascender amorosamente hacia el Padre no
podía incluir una mala intención, pero sí una falta de prudencia, un exceso de
confianza en sí misma que iba a traer inesperadas consecuencias, la ruptura del
equilibrio de la entrega pleromática y de este modo el enfriamiento o deficiencia
amorosa hacia su consorte por un exceso de amor imprevisto y frustrado hacia
el Padre –pues se sobreentiende que el Amor paterno pleno y sin accidentes
corresponde a la Madre superior–, ya que:
«Actuó irreflexivamente, con un amor (agápe) desbordante, y avanzó hacia lo que
rodea a la gloria perfecta, porque no fue contra la voluntad del Padre que este
Logos fue engendrado, es decir, que tampoco contra ella iba a avanzar» (Trata-
do tripartito 76. 19- 25, Textos gnósticos I, p. 161). La decisión imprudente traerá
aparejada consecuencias irreparables y la primera será la invasión de lo ilógico
o irrazonable en el Pleroma, motivada por la pronunciación de una palabra que
oculta la imagen, porque no es reflejo, sino capricho. Surge así el desconcierto
que es una sombra sobre la Plenitud. Y que analíticamente se desarrolla del
siguiente modo: primero la perturbación acaece en la idiosincrasia de Sofía, por-
que con su actividad amorosa carente de mesura ha enturbiado el conocimiento,
de esta manera no puede sostener la visión de la Luz y debe descender. Mira
al seno de Dios que igualmente es indiscernible e incompatible con su amor
pleromático individual. Sola e insegura, duda. Pero la duda implica división y
separación de sí, y de aquí nacen el olvido y la ignorancia de ella misma. La mis-
midad, lo que Sofía es, permanece sin cambio siendo un Eón, pero su impotente
elevación la cubre de debilidades, que son los productos relajantes del desencan-
elhilodeariadna

to y que la persiguen y oprimen mientras está alejada de sí. Ninguna de estas


pasiones podían residir en el Pleroma, por eso la sustancia espiritual o agapética
comprometida de ella envuelta por las pasiones originadas en su impulso incon-
veniente han salido expulsadas de él y se encuentra necesitada de purificación.
121
En otros términos, lo propio de Sofía que para poder volver a la Plenitud debe
estar en esencia resplandeciente.
Lo que se ha descripto y que el autor del Tratado tripartito enseña bajo el nombre
de Lógos –confirmando de este modo lo fácil que era para un intérprete cristiano-
gnóstico de formación judía adaptar el lenguaje de la cultura religiosa judeo-
helenística a las categorías reflexivas de la filosofía gentil, lo que irritaba a Plotino
al cotejar este vocabulario con la tersura lingüística de su tradición platónica–,
Ireneo de Lión, lo transmite del siguiente modo, habiendo leído una fuente gnós-
tica proveniente de Ptolomeo :
«No siéndole (a Sabiduría) posible superar el Límite a causa de estar mezclada
con la pasión y quedando sola separada afuera, ha caído bajo la acción total de la
pasión, que es multiforme y variada, y padece aflicción, puesto que no ha com-
prendido; miedo porque teme perder la vida al igual que la luz; estupor sobre
estas cosas, y todo en la ignorancia…dicen que así surge la estructura y sustancia
de la materia, desde la que se establece este mundo. Efectivamente de la conver-
sión el alma total del cosmos y el demiurgo han tomado el origen, y del temor
y de la aflicción toma el principio lo demás, ya que de sus lágrimas ha nacido la
sustancia húmeda; de su risa la luminosa; de la aflicción y del estupor, los ele-
mentos corporales del cosmos. Pues, como dicen, en ocasiones lloraba y sentía
aflicción, porque se encontraba sola abandonada en la tiniebla y el vacío, pero en
otras viniéndole el pensamiento de la luz que la había abandonado se reanimaba
y reía. Pero luego de nuevo temía. Y nuevamente sentía aflicción y estupor» (Adv.
Haer. I, 4, 1-2, García Bazán, La gnosis eterna I, p 174).
Pero muy pronto se cumplirá el requisito de la purificación iniciada por la misma
Sofía, pues desviada de la Plenitud se convierte o vuelve hacia sí misma (epistro-
phé) y conociéndose en su propia esencia se arrepiente (metánoia) por lo que no
es, pero de su error y de su arrepentimiento ha surgido el creador o demiurgo,
de naturaleza psíquica, mientras que del simple tropiezo se han originado las pa-
siones, que se han materializado. Es de nuevo Ireneo de Lión, el que nos entrega
la correspondiente noticia:
«Por consiguiente ahora existían según ellos estos tres sustratos: uno a partir
de las pasiones, que era la materia; otro a partir de la conversión, que era lo
psíquico, y el que ha sido dado a luz, es decir lo espiritual…Pues bien, dicen des-
pués que la sustancia material se ha constituido de tres pasiones, miedo (phóbos),
elhilodeariadna

aflicción (lýpes) y estupor (ekpléxis). A partir del temor y de la conversión se han


constituido los psíquicos. De la conversión pretenden que ha tomado nacimiento
el demiurgo, pero del temor toda la restante realidad psíquica, como las almas de
los animales sin razón, de las fieras y de los hombres…Enseñan que de la aflic-
122
ción proceden los “espíritus de la maldad” (Ef 6,12), de donde también ha tenido
lugar el nacimiento del diablo (diábolos) al que también llaman “dominador del
mundo” (kosmokrátor), los demonios y toda la realidad espiritual de la maldad.
Dicen, sin embargo, que el demiurgo es el hijo psíquico de la madre de ellos,
pero el dominador del mundo, una criatura del demiurgo. Además, que el domi-
nador del mundo conoce lo que está sobre él, ya que es un espíritu de maldad,
mientras que el demiurgo lo ignora, precisamente porque es psíquico. Su madre
habita en el lugar supraceleste, es decir, en el intermedio, pero el demiurgo en
el celeste, es decir, en la Hebdómada, y el dominador del mundo en nuestro
mundo. Y del impacto y el estupor, como se ha dicho, surgen los elementos cor-
póreos del cosmos, como desde lo más denso: la tierra de acuerdo con el impacto
es la fijeza, el agua, según el temor, el movimiento, y el aire, según la aflicción,
el ajustamiento; pero enseñan que para todos éstos el fuego engendra muerte y
corrupción y que la ignorancia se oculta en las tres pasiones» (Adv. Haer. I, 5, 1-4,
La gnosis eterna I, 175-177).
Y mientras que ella como Sabiduría (Jokmat) rápidamente ha vuelto al Pleroma
elhilodeariadna

en su aspecto esencial o “sustancia”, en el otro, el progresivo y de la “formación


por el conocimiento”, y el correspondiente al arrepentimiento, ha quedado en el
cielo más alto, en la Ogdóada, para ir atrayendo hacia sí como Madre inferior a to-
dos los vástagos que le son propios para transportarlos al Pleroma y cuando todos
123
elhilodeariadna

124
estos miembros suyos hayan sido rescatados y reunidos, será el fin del mundo
–por este motivo en este plano de la economía liberadora cósmica dice Ireneo que
llaman a la madre Sofía Ajamoth, es decir, en plural, puesto que se ocupa de to-
das sus parcelas espirituales que tiene que reunir–. Pero este diseño providencial
inferior reflejo del de la Madre superior, Amor o seno del Padre, involucra una
tarea compleja que implica la creación del mundo y del hombre por el artesano
demiurgo y la desaparición del mal, que aleja de la divinidad una y trina.
Será el demiurgo –hijo ocultado y separado de sí por su madre Sofía, porque
como vástago prematuro la avergüenza–, creador fatuo e ignorante, el que se
dedicará a la tarea de crear un mundo. Un producto delirante que es el resultado
de la actividad de una mente vacua, necia y prepotente. Un mundo que proviene
del vacío y retornará a la nada. En esta instancia del mito nuevamente la inter-
vención de Sofía actuando como providencia inferior dirigirá el designio univer-
sal en un doble plano: a) orientando inconscientemente al demiurgo para que
conforme su obra viviente espaciotemporal y material a un modelo superior que
le permitirá que el desarrollo cósmico esté al servicio de la salvación de cuanto
hay de espiritual escondido en el universo constituido de materia pasional y ele-
mental, el que desafía a la liberación y b) de manera más activa, para que intervi-
niendo directamente en la plasmación del hombre en el Paraíso a los materiales
burdos y sutiles aportados por los ángeles o servidores del demiurgo, de natura-
leza material (hílica) y animal (psíquica), que permiten que el hombre se mueva,
pero no se yerga, le insufle el soplo o hálito de vida amorosa que encerraba en su
interior. Por el súbito resplandor y la palabra articulada la obra humana formada,
los ángeles quedarán admirados y su jefe por envidia ideará el pretexto de la ten-
tación de Eva por la serpiente, con el fin de que el demiurgo obtuso y prepotente
al ver desobedecidos sus mandatos, los arroje de sus dominios celestiales, así el
verdadero “príncipe de este mundo” imagina con su ardid que su imperio sobre
el hombre y su universo mundanal no tendrá conclusión, pues mientras haya
espíritu preso en el cosmos, gran animal viviente, él persistirá con su maligna y
hegemónica arrogancia. Pretensión inútil del “dominador del cosmos”, pues la
Sofía primera desde la altura infinita del seno paterno, como Providencia supe-
rior estará animando en la Ogdóada a su aspecto de Sabiduría inferior para que
los vástagos dispersos, las chispas de Amor, retornen a ella, completen el cuerpo
de luz total y entren todos juntos en el Pleroma, produciendo la disolución del
elhilodeariadna

mundo por el repliegue de lo oculto a lo Inmanifestable en sí mismo.


En este caso señalado las operaciones de Sofía son mucho más directas en rela-
ción con el gnóstico. Opera como señora del tiempo y de la historia, puesto que
a la pasión erótica o generativa infiltrada por “el príncipe de este mundo” en la
125
naturaleza y en sus diversos modos de “frotamiento impuro” –y en tanto que los
seres humanos participan de ella– para lograr así su perpetuación específica y de
esta manera el encarcelamiento indefinido del pneuma, Sofía responde solícita-
mente con su cuidado providencial de manera que la historia y el tiempo estén
a su servicio y que a la historia profana subyazca la sagrada que gradualmente
conduce hacia la liberación de todo el género espiritual.
En última instancia es la Madre Sofía primera la que en paz como la intimidad
amorosa del Padre actúa para que el Hijo, Hombre Celeste o Primordial, el Cris-
to superior, después de haber dispersado sus miembros en el cosmos ilusorio o
inferior, se recupere y el conjunto de sus vástagos eónicos y andróginos canten
la gloria del Padre como la asamblea preexistente a los Eones o anterior a las
edades, por eso el Cristo Salvador fue enviado como el fruto de todos los eones
del Pleroma.

IV. Origen del mito de Sofía. Su vínculo inseparable con la exégesis


bíblica tradicional y su relación con la concepción del amor religioso.

El mundo en el que el gnóstico se “encuentra arrojado” no se puede entender


sin incluir en su horizonte una nota imprescimble de él, la Sagrada Escritura y
la interpretación que la acompaña. No existe en la “precomprensión del mundo”
gnóstica una imagen en relación con la existencia humana (Dasein) que pueda
excluir o reemplazar a la nota de la tradición sagrada. Por lo tanto, las tentati-
vas de “desobjetivación” o “desmitologización” proyectadas sobre la concepción
gnóstica como lo trató de llevar a cabo H. Jonas bajo la doble influencia de M.
Heidegger y R. Bultmann estaban desde el comienzo condenadas al fracaso a
causa de su óptica limitada de visión.. Lo mismo sucede con la injustificada in-
sistencia de Jonas en el antijudaísmo gnóstico, basada en una interpretación in-
cierta y sesgada de la naturaleza del Demiurgo/Yahvé y el desconocimiento de
la diversidad de corrientes de interpretación bíblicas anteriores a la tendencia
rabínica de la Academia de Jamnia.
En el caso de la figura de Sofía esencial en la configuración del relato gnóstico, el
primer versículo de Génesis acompañada de una constante reflexión hermenéu-
tica, más que secular, milenaria, que ha concitado, es una muestra irrefutable
elhilodeariadna

de lo que se acaba de escribir: «En el comienzo Dios (los dioses) creó los cielos
y la tierra». La expresión “creó” (bará) incluye la potencia productora de una
Divinidad que encierra en su interioridad, “en el principio” (be-re§it), la Palabra
que crea. Se trata de tres principios personales en unidad, no de tres moda-
126
lidades –concepción modalista– de un Uno. El funcionamiento autónomo de
cada uno de los principios lo confirma. Por eso con familiaridad en las exégesis
judías de su época y superando las polémicas sobre los “dos poderes en el cielo”
que las posteriores exégesis rabínicas han acallado, en defensa canónica del mo-
noteísmo, el prólogo juanino sostiene: «En el principio (en arkhé) era la Palabra
(Lógos) y la Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios (theós)… Y sin ella nada
se produjo» (Jn 1, 1-3).
En el mismo comienzo de las múltiples exégesis concurrentes se denuncia la
riqueza del pasaje y con ella la ambigüedad que delata la naturaleza de la Palabra-
Logos/Sabiduría-Sophía, porque su naturaleza intermediaria, el lazo del Amor,
por una parte, en el seno paterno está con Dios; pero por otra, está nutriendo a la
Palabra para que esté junto a Dios sosteniendo la convivencia interiormente, con
la totalidad de su potencia, pero no proyectándola hacia fuera. Esta ambivalencia
saca a la economía divina de sus relaciones completas en el núcleo familiar y la
arroja a una aventura inesperada, la expansión creadora.
Las consecuencias de la fuga del centro de lo inmanifestable y distinto – que
clama en la naturaleza del hombre y que es a lo que aspira íntimamente –ha
quedado acuñado como la aventura de Sofía y la desventura paralela del hombre
pneumático en la literatura religiosa de Occidente–. Porque se trata en general
del espacio que se abre entre el amor falso y el verdadero amor y las consecuen-
cias que desata su confusión: alejamiento de lo divino y doloroso peregrinaje en
la oscuridad.
Si la Palabra/Sabiduría plena de amor hubiera seguido espontáneamente cum-
pliendo su rito de entrega total al Padre como una parte del Pleroma en concierto
matrimonial de acuerdo con su peculiaridad andrógina, el Amor/Vida/Espíritu
insuflado completamente en la existencia paterna y filial, no hubiera tenido mo-
dificación. Pero la detención de Sofía en el ejercicio amoroso normal la llevó a
querer modificar la condición de la agápe, como se ofrece en la divinidad Padre y
en la divinidad Hijo, inseparables en tal sentido de la divinidad Madre/Espíritu.
Porque como reflejo libre, pero andrógino, de esta última en el Hijo se alejó de lo
divino, originó el mal que es lo opuesto al bien –bien es aquello hacia lo que todo
tiende y, por oposición, mal aquello de lo que todo se aleja–, generó las pasiones,
trastornó al Pleroma, originó la posibilidad del mundo inseguro, atomizado y
transitorio y comenzó el sufrimiento humano de la búsqueda insaciable de la
elhilodeariadna

Plenitud, al haberse perdido. El clamor prototípico de la Sofía inferior desde el


cosmos abarca el anhelo profundo de todo el género de los hombres del Espíritu,
cuya naturaleza femenina hundida en los lugares inferiores aspira sin descanso a
ser completada por la Madre/Vida, la Sofía, seno del Padre, amor sin decaimien-
127
to entre el Padre y el Hijo, de manera que alcanzado su lugar filial en la gloria del
Hijo, invadida por el Amor perenne, no vuelva a caer enredada en las vanidades
de lo manifiesto e inestable.

Bibliografia

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elhilodeariadna

129
Por Bernardo Nante

Lo Eterno Femenino nos lleva a lo alto


Una reflexión en torno al Fausto de Goethe

Bernardo Nante: Doctor en Filosofía. Profesor titular en las Cátedras de Mitología General
y Comparada, Escuela de Estudios Orientales; Filosofía de la Religión, Facultad de Filoso-
elhilodeariadna

fía; Universidad del Salvador. Profesor Investigador en áreas vinculadas al estudio de las
religiones, filosofía comparada de Oriente y Occidente y de la articulación entre psicolo-
gía, religión y filosofía. Disertante en numerosos seminarios nacionales e internaciona-
les. Presidente de la Fundación para la Vocación Humana (www.vocacionhumana.org).
130
“Todo lo transitorio
No es más que símbolo;
Lo Imperfecto
Aquí halla su acabamiento;
Lo inefable,
Aquí se torna acto;
Lo Eterno Femenino
Nos lleva a lo alto”.

Goethe, Fausto II, in fine1

El Fausto de Goethe, en tanto obra iniciática, es decir, en tanto obra que


apela a la muerte de un estado profano para renacer a un estado sagrado, torna
estéril una aproximación meramente literaria al texto.
Una tradición hermenéutica apreciable reconoce en los célebres versos finales
del Fausto II, citados en el epígrafe, la redención de todas las fuerzas que operan
en los más de doce mil versos que los preceden. No se trata de una suerte de deus
ex machina que resuelve arbitrariamente un enredo argumental o de un recurso
vanamente piadoso que salva al réprobo Fausto mediante un tour de force cató-
lico que puede prescindir de todo el desarrollo anterior; vasto conglomerado de
mitologías clásicas, germánicas, herméticas. Por el contrario, tales versos finales
resuelven el argumento pero ahondan el misterio.
El contexto es conocido; el Chorus mysticus cierra la escena final que, según el
propio Goethe,2 describe espacialmente una experiencia espiritual inefable. Al
modo de un oratorio donde los coros alternan con los solos, los personajes y sus
voces despliegan un ascenso que tácitamente es el del alma del propio Fausto,
desde las altas montañas, pasando por las zonas etéreas intermedias hasta llegar
a los cielos. Así, los santos anacoretas esparcidos por las montañas y aún los
Santos Padres sólo alcanzan una visión que en cambio será acontecimiento, ver-
dadero vislumbre de realización para los niños bienaventurados, las penitentes
(incluida la misma Margarita) y, por ende, para el propio Fausto.
En breves y modestos trazos intentaré sugerir que el “eterno femenino” (Ewig-
Weibliche) nos ayuda a ahondar en el misterio del Fausto, reflejo de ese otro Mis-
elhilodeariadna

terio, el Innominable, Único y Múltiple.


Basta advertir, para ello, como ya fue señalado tantas veces, que los dos últimos
versos (El eterno femenino/ nos lleva a lo alto) rematan los seis primeros referidos
al símbolo. Sin desconocer la deuda de una vastísima tradición hermenéutica,
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primero me detendré en la caracterización goetheana del símbolo y luego esta-
bleceré su relación con lo femenino.
En palabras de Harold Jantz, los mencionados seis versos señalan que: “Todo lo
que sabemos en la vida no es más que símbolo, metáfora de la última verdad, inadecua-
da representación de aquello que contemplamos en su integridad cuando aquello que
es indescifrable en la tierra (que sólo puede ser avizorado) será rechazado y tornado
acontecimiento en nosotros”.3
Una tradición erudita suele admitir que la implícita concepción del símbolo en el
Fausto corresponde en buena medida a la del propio Goethe en su vasta obra teóri-
ca. Pero el Fausto no se limita a ilustrar una teoría simbólica, sino que él mismo in-
tenta ser un testimonio de la ardua pervivencia del símbolo en el mundo moderno.
Me limito a consignar tres definiciones tomadas de la obra teórica del propio
Goethe:

“Esto es verdadero simbolismo, donde lo particular representa lo más general, no


un mero sueño o sombra, sino una revelación viviente, perceptible e instantánea
de lo insondable”.
“El simbolismo transforma un fenómeno en una idea, la idea en una imagen, de
tal manera que la idea en la imagen siempre permanece eternamente activa e in-
asible y, aunque expresada en toda lengua, sin embargo permanece inexpresable”.
“La verdad, idéntica a la divinidad, nunca puede ser aprehendida directamente
por nosotros; la vemos siempre en el reflejo, en el ejemplo, en el símbolo”.4

En efecto, los versos del Fausto, en poético acuerdo con lo anterior, dan a enten-
der no sólo que en el símbolo se comprende aquello que en la vida transitoria
sucede, por así decirlo, “ciegamente”, sino que el símbolo proporciona la clave
de aquello que perfecciona lo imperfecto. En otras palabras, el símbolo no es
sólo “cifra”, clave que desentraña lo que está oculto, sino también o, por ello mis-
mo, dynamis, potencia de realización, fuerza eficiente y transformadora. Pero hay
más; pues paradójicamente el símbolo es o radica en lo transitorio mismo; el se-
creto de una verdadera sabiduría consiste en ver en lo transitorio, en lo efímero,
el símbolo. En este sentido, puede afirmarse que el Fausto mismo es un sugestivo
sistema simbólico; en definitiva, un “mito” que intenta mostrar el símbolo en lo
transitorio y, más aún, que allí en donde su dynamis se torna evidente, en donde
elhilodeariadna

se despliega su fuerza, es en lo femenino que orienta a través de insólitos cami-


nos. Lo femenino es, por ende, el lugar privilegiado de manifestación del sím-
bolo. Es indudable que en nuestro autor, más allá de sus manifiestas influencias
neoplatónico-renacentistas y sus tonalidades románticas, el símbolo posee un
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claro sello hermético-alquímico, lo cual explica que las polaridades más extremas
se tensionan en él, para así posibilitar un salto cualitativo. Por ello, lo más abyec-
elhilodeariadna

to puede dar lugar a lo más Alto y, acaso, el acceso a lo más Alto requiere de un
paso consciente y doloroso por lo más bajo.
Por cierto, detenerse en el alcance de estas influencias que tanta literatura críti-
ca –no pocas veces contradictoria– ha producido, es una tarea imposible y acaso
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estéril. No obstante, a modo de esquema didáctico obsérvese que, malgré Goethe,
un cierto romanticismo, aunque irónicamente matizado, se advierte, por ejem-
plo, en el estado de ánimo que caracteriza inicialmente a Fausto que podría re-
sumirse con el término “Weltschmerz”. Aunque acuñado recién en 1827 por Jean
Paul quien se inspiró en Byron, Weltschmerz entendido como “dolor del mundo”
expresa el pesimismo y el sentimiento de melancolía que una persona experi-
menta al entender que el mundo físico real nunca podrá equipararse al mundo
anhelado. Pero en Goethe tal melancolía manifiesta, por una parte, un trasfondo
antiguo y hermético; se trata del temple de ánimo de raigambre metafísico que
excede el encierro de una neurosis subjetivista y una mirada nihilista, pues tal
melancolía, sabiamente asumida, puede poner en movimiento un camino de
reintegración espiritual.
Tal dolor de Fausto lo lleva a tensarse en un doble camino que lo impulsa hacia
el cielo y hacia la tierra por igual; por ello, el Señor confía que la tentación de Me-
fistófeles fracasará en su propósito último, pues según sus palabras: “un hombre
bueno en su oscuro impulso/permanece consciente del recto camino” (Fausto I 328 y 9).5
Pero, por otro lado, en algún sentido tal estado anímico es “moderno”, pues aquí
y allá se advierte una distancia crítica, que se evidencia en una mirada humorís-
tica o al menos irónica hacia los mismos saberes que nos abren al misterio. Así
el “Prólogo en el Cielo”, de donde hemos extraído la cita anterior, aunque pleno
de gravedad, no está exento de ironía; el aprecio recíproco entre el Señor y Mefis-
tófeles sugiere la más extrema coincidentia oppositorum, la conciliación de lo más
Alto y de lo más bajo, aunque está expresado en un tono sutilmente humorístico.
Basta como ejemplo el breve monólogo de Mefistófeles, quien luego de visitar
al Señor reconoce que de tanto en tanto le causa placer ver “al Viejo” y por ello
se guarda bien de romper con Él. La intensidad y seriedad no es disminuida por
el humor, sino que profundiza la mirada simbólica. El humor se anticipa al es-
cepticismo del hombre moderno reacio e incapaz ante la gravedad del misterio
simbólico, pues el humor da satisfacción al ridículo de toda visión concretista de
lo simbólico y da a entender que la ficción es “historia verdadera” si se la sabe
leer más allá de su literalidad, e incluso más allá de su carácter meramente litera-
rio. No se olvide que para Goethe el arte verdadero permite que lo ideal se torne
realidad perceptible. El propio “Preludio en el Teatro”, a través de los tres puntos
de vista representados por el Director, el Poeta y el Bufón muestran, entre otras
elhilodeariadna

cuestiones, que lo que se desarrollará seguidamente, puede ser imaginado con


inspiración o vivirse como mera parodia.
La magia y las artes asociadas a lo oculto dan siempre la clave en el Fausto; hacen
progresar la trama secreta de la obra, pero asimismo merecen de tanto en tanto
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una mirada humorística. El propio Goethe demostró gran interés por la alquimia
y a la vez grandes reservas por su utilización acrítica. En algunos casos, su crítica
a la magia fue devastadora, como ocurrió en su obra temprana El Gran Cophta.
En el Fausto hay burlas de las artes mágicas, del mundo de las brujas y hasta una
aproximación humorística a la alquimia, como es el caso del Homúnculo, “hijo
de los filósofos” de personalidad paródica.
Sin embargo, la magia –y más claramente lo será la alquimia– es el saber en
donde el símbolo se redime.6 Decepcionado de los saberes universitarios de la
época; filosofía, jurisprudencia, medicina y teología, Fausto se dio a la magia
con el propósito de “…conocer lo que en lo más íntimo mantiene unido al universo,
contemplar toda fuerza activa y todo germen, no viéndome así precisado a hacer más
tráfico de huecas palabras” (Fausto I 382-85). Estas huecas palabras, estas palabras
desechables, son las que guían la cultura oficial a la que se abocó durante largos
años y que lo mantuvo confinado entre libros y papeles.7 Por ello, será el libro
de Nostradamus, al que acudirá en busca de algún signo sagrado (die heil’gen
Zeichen) que le revele los trabajos íntimos de la naturaleza.8 Pero estos signos
mágicos despliegan lo femenino; si el caso del Espíritu de la Tierra es evidente;
más aún lo será el signo del macrocosmo que se presenta como una Naturaleza
infinita con pechos que son manantiales de toda vida y, por ende, de índole fe-
menino –materno, propios de una mater– nutrix.9 Sin duda, ésta es la primera
aparición de lo femenino en el Fausto, un femenino primordial, inasible, que
será retomado en innumerables claves. Y el Fausto torna explícito que el símbolo
deberá ser asido en la acción misma; en el ensayo de traducción del Evangelio de
San Juan, Fausto vacila y aunque prueba varias traducciones del término Lógos
o Palabra (Wort); finalmente elige “Acción” (Tat), acaso porque la “acción” es el
modo en que el hombre moderno puede expresar el Lógos.10
En cuanto a la magia, ésta no solo se nutre de una fuente femenina, sino que
ejerce su acción a través de lo femenino. Y si lo femenino lleva a lo Alto, sin
duda lo hace atravesando todas las oscuridades y las luces de la vida. Tal es la
acción que desplegará el Lógos, que develará de a poco la verdad; la oscura busca
de Fausto lo obliga a atravesar lo más bajo, sea en profundidad o en banalidad,
para que la obra de transmutación abarque toda la realidad. Dante, en la Divina
Comedia atraviesa el Infierno y el Purgatorio, pero ya Beatrice, sólo accesible en
las Alturas lo protege y guía vicariamente, por ejemplo, con la intervención de
elhilodeariadna

Virgilio. En el Fausto, en cambio, nuestro protagonista hace su proceso de mano


de la oscuridad misma, es decir, asistido por Mefistófeles, aunque en su interior
anide otra guía oculta; un anhelo impulsado por las formas de lo femenino.
Lo femenino lleva a otra realidad, a otra condición. Lo femenino opera como la
135
fuerza iniciática, pues conduce produciendo una mutación ontológica. El anhelo
de unión de Fausto con la Helena real en el Acto II del Fausto II, es en algún
sentido paralelo y convergente con la búsqueda del homúnculo de un cuerpo
y la de Mefistófeles que, para lograr el cometido de Fausto, toma el espantable
cuerpo femenino de una Fórcida. Además de los ejemplos antes señalados, pue-
de recordarse que las Esfinges orientan a Fausto en la búsqueda de Helena; ellas
le sugieren que vaya a Quirón, quien le indica otra figura femenina, Manto, hija
de Esculapio quien a su vez da la clave a Fausto para ir al Reino de Perséfone.11
Lo dicho anteriormente permite descartar que Goethe haya utilizado de modo
unilateral, como lo hicieron algunos de sus coetáneos, el concepto antiguo de
kalokagathía, según el cual, para decirlo con Jaeger; en su pureza significa que “lo
bello y lo bueno no son más que dos aspectos gemelos de una misma realidad…”.12 Sin
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embargo, lo “eterno femenino” no deja de manifestarse en las formas oscuras.
Por cierto, en el estudio de Goethe sobre las pinturas de Polignoto en la Lesché
de Delfos, leemos el siguiente texto referido a Helena:
“Desde su juventud, objeto de veneración y de deseo, ella excita las más violentas pa-
siones en el mundo heroico, impone a sus pretendientes una eterna sumisión; ella es
tomada, desposada, raptada y reconquistada. Encanta y a la vez hace perecer, seduce
a la vejez y a la juventud, desarma a su esposo ávido de venganza; primero objeto de
una guerra mortal, aparece ahora como el más bello premio de la victoria (…). Los
griegos parecen haber estado encantados por el recuerdo de Helena. E incluso cuando
de tanto en tanto el sentimiento de legítima reprobación que suscitaba la inmoralidad
de su conducta daba nacimiento a relatos que le eran desfavorables, la mostraban mal-
tratada por su esposo o padeciendo el suplicio reservado a los más infames canallas; la
hallamos sin embargo, ya en Homero, en la situación de feliz esposa y ama de casa. Y
así, luego de largos años de controversias, Eurípides merece el reconocimiento de todos
los griegos cuando la representa como justificada, incluso como del todo inocente y da
así satisfacción a esa exigencia ineluctable de la conciencia civilizada que reclama el
acuerdo de la belleza y la moralidad”.13
El “alma bella” como personificación de la moral más elevada y de las cualida-
des estéticas, no es una idea ausente en el Fausto. Como bien señaló Norton,14
la idea de “alma bella” que ejemplifica la búsqueda secularizada de un modelo
ético ajeno a una moralidad teocéntrica atraviesa todo el siglo xviii, manifiesta sus
antecedentes modernos en Shaftesbury (1671 – 1713) y desemboca en el ciclo de
ensayos de Schiller sobre la educación estética. Pero Goethe no ha secularizado lo
espiritual, sino que aspiró a sacralizar el arte. El “alma bella” mueve, como dice el
texto, las más violentas pasiones; la historia de Margarita comienza en la cocina
de la bruja; allí ve la belleza femenina ideal que es Helena (Fausto I, 2429-40).
Puede verse entonces que el camino ascendente no tiene la forma de una escalera
recta, sino que pasa por extremas polaridades, por vaivenes que hacen peligrar
la obra pues en la materia todo puede confundirse. Fausto es movido por un alto
amor, pero su abordaje y los medios de los que toma mano son oscuros, de allí
que su propio anhelo se prostituya. Más adelante se queja de que esa imagen
bella lo distrajo de su verdadera búsqueda (Fausto I 3220-42) y de que lo llevó a lo
bajo. Pero Margarita como tal no es ni una simple pecadora, una mera “Eva”, ni
tampoco una doncella ingenua seducida por un canalla; tema este último tratado
elhilodeariadna

previamente por Goethe y que interesó marcadamente a Sturm und Drang.


Más allá del ambiente mediocre en donde creció, propio de una mentalidad al-
deana teñida de una religiosidad reducida a rígidas fórmulas catequísticas, Mar-
garita siente un profundo anhelo por la Naturaleza que trasciende las ataduras
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de las formas y las costumbres, que le permite vislumbrar en el amor de Fausto
atisbos de un amor eterno. El amor de Fausto no es falso, es impuro; no es me-
diocre, es ilimitado, y su engaño facilitado por las artimañas de Mefistófeles,
consiste en encubrir su verdadera identidad y la intención mezquina y hedónica
que enturbia y trastoca un genuino movimiento de su alma hacia lo absoluto. Ese
anhelo de lo infinito, de lo absoluto, se ha transpuesto a lo finito, a lo relativo y
Fausto espera poder decir de un instante “Deténte, eres tan bello” (Fausto I, 1700 &
Fausto II,11582). Por cierto, es fundamentalmente en la mujer o, mejor aún, en
las sucesivas formas de lo femenino, en las cambiantes imágenes y fuerzas, sean
malignas brujas, enigmáticas esfinges, abismales sirenas o altísimas vírgenes en
donde parece vislumbrarse, cual huidizo fantasma, esa meta imposible.
Como señaló Flax, la presencia de estas imágenes que anuncian o anteceden a
una aparición definitiva de lo femenino aparentemente es promesa de un contac-
to celestial que, paradójicamente, terminan por impedir.15 Por cierto, la razón es
evidente; según lo dicho la aspiración hacia lo Alto moviliza hacia lo bajo porque
Fausto sigue dos direcciones opuestas a la vez, lo celestial y lo terrenal.
Esto lleva no sólo a las más terribles oscuridades, sino a las más frívolas bana-
lidades.
Ejemplo de lo primero es la Noche de Walpurgis en donde todas las fuerzas os-
curas, pero sobre todo las brujas en tenebroso aquelarre, se reúnen para honrar
a Satán, aunque este punto culminante Goethe haya decidido omitirlo y, en vez,
termine con la terrible visión que Fausto tiene de Margarita, si bien Mefistófeles
quiere hacerle creer que se trata de la Medusa.
Ejemplo de lo segundo son las mujeres que inicialmente aparecen en la taberna
en Fausto I, la banalidad de la jardinera madre en Fausto II, Acto I, que sólo espe-
ra casar a su hija o, más aún, las frívolas opiniones de las damas ante la aparición
de Paris y de Helena al final de ese mismo Acto. Máximamente, puede advertirse
en toda la parafernalia de las tres entradas mitológicas en la mascarada carna-
valesca de las Gracias, Parcas y Furias. Sabemos que Goethe se inspiró en los
cortejos del Renacimiento, sobre todo en Grazzini, en el Trionfo delle tre Parche e
delle Furie que alivianan las formas mitológicas. Así, por ejemplo, tales Furias –a
diferencia de las clásicas– se limitan a cuestiones de alcoba; Alekto siembra dis-
cordia entre novios, Megera entre los esposos y Tisifone castiga a los adúlteros.
Sin duda, es lo masculino el correlato simbólico del “eterno femenino” que “nos
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lleva a lo Alto”. Ese correlato, más allá de tal banalización, hace del matrimonio
la expresión simbólica más evidente de la conciliación de opuestos en donde ello
se torna posible. Cuando Wagner, en el laboratorio alquímico, ante la aparición
del homúnculo, ser espiritual carente de cuerpo grosero, se pregunta cómo es
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posible que pese a la estrecha unión entre alma y cuerpo, éstos se amargan la
vida entre sí sin cesar; Mefistófeles parece desviar la atención diciendo: “¡Alto
ahí! Yo quisiera mejor preguntar:¿por qué marido y mujer se llevan tan mal?”.16
Más allá de la ironía, Mefistófeles está dando una clave simbólica, la dificultosa
unión de los opuestos, se debe abordar desde la unión del hombre y la mujer;
por ello, el homúnculo buscará su cuerpo en una infructuosa unión con lo fe-
menino. Y el matrimonio alquímico tiene como propósito engendrar el “filius
philosophorum”, el “hijo de los filósofos”. Pero en el Fausto, como es de esperar,
tales frutos matrimoniales fracasan. Si con Margarita el fruto de su unión con
Fausto terminó en un abominable asesinato, con Helena la inmadurez de la
unión generará una muerte temprana. Euphorion, hijo de la unión entre Fausto
y Helena, morirá por su arrebatado deseo de unión erótica y tal desgracia devol-
verá a Helena al Hades, de donde Fausto la rescató. Pero aún antes de evocar el
fantasma de Helena, muere incendiado el “mancebo conductor” (Knabe Lenker)
que Goethe consideraba equivalente a Euphorion, pues tal puer eternus, tal re-
presentación de la Poesía romántica, creativa e imberbe, aspira a vivir más allá
del tiempo y del espacio. No obstante, tal forma de vida no puede encarnarse
pues no halla la unión madura que ello requiere. El propio homúnculo, aunque
llame a Wagner “papá”, es una suerte de hijo de esa unión fallida con el fantas-
ma de Helena.Como puede observarse, con el transcurso del texto, el impulso
hacia lo insondable, terrenal y celestial, va tornándose en Fausto unilateralmente
mundano, hasta convertirse en materialista. Su inconsciencia lo hace cómplice
o acaso instigador involuntario del crimen de Philemon y Baucis. Baucis, voz de
lo femenino, sabe del ansia de poder de Fausto, aunque Philemon ve la obra de
Fausto con admiración.
Al final del Acto V del Fausto II, con motivo del crimen, se presentan las cuatro
mujeres canosas que son flagelo (Escasez, Deuda, Inquietud y Miseria), pero
Fausto, por ser poderoso, sólo se ve afectado por La Inquietud, Sorge, quien lo
atormentará y dejará ciego. Y en esa ceguera surge la luz y así Fausto decide
llevar a cabo su obra, aunque esta vez, parece concebirla en beneficio de una hu-
manidad que ansía la libertad. Tal entrega le procura la felicidad de un momento
fugaz y lo lleva a decir antes de morir “Detente, pues ¡eres tan bello!”, lo que hace
suponer erróneamente a Mefistófeles que ha ganado la apuesta y que puede lle-
var el alma de Fausto al Infierno.
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La salvación de Fausto por obra de la Gracia divina, con la intercesión de las


mujeres penitentes (María Magdalena, Mujer Samaritana, María Aegyptiaca) y,
en definitiva, de la propia Margarita, ya penitente en avanzada purgación de su
alma, ha sido visto muchas veces –como dije inicialmente– como un final artifi-
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cioso, que pone un manto de piedad católico, basado en una Gracia santificante,
sin justificarse en un proceso de maduración del personaje. Sin embargo, Fausto
en ese giro final, en esa extraordinaria entrega, expresada en términos terrenos,
ha dado vuelta el sentido maligno de toda su gesta anterior.
Pongo un ejemplo. Al final del Acto I del Fausto II; Fausto, para buscar el fan-
tasma de Helena, se atrevió a ir al Reino de las Madres, misteriosos y temibles
seres ctónicos que viven más allá del tiempo y del espacio, espíritus creadores,
principio y sostén de cuanto en la Tierra tiene forma y vida. Pero, detrás del
interés mezquino de Fausto, que consistía en ganar el favor del Emperador que
deseaba conocer el modelo ideal de hombre y de mujer, latía –parafraseando al
Señor– ese anhelo oscuro de absoluto.
Y así, los sucesivos fantasmas de lo femenino, fueron llevando su enorme fuerza
a una identificación con la materia y, por ende, a ser absorbido por el mal. Bastó
esa toma de conciencia para que lo Alto Femenino, la Mater Gloriosa, contrapar-
te de las Madres Abismales, recogiera en su visión iluminada lo más Alto.
Eso sugiere el máximo servidor, el Doctor Marianus, que exhorta a alzar los ojos
hacia la mirada salvífica y que ruega que cada sentido purificado esté pronto para
Su servicio (Cfr. Fausto II, in fine). Y así, Fausto mismo muere y renace en el más
allá; él mismo es ese hijo inmaduro, ese prematuro “hijo de los filósofos” gesta-
do en lo más profundo de la tierra, en el seno de las innumerables formas de lo
femenino, y renacido en lo más alto de los cielos.

K
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1. Alles Vergängliche / Ist nur ein Gleichnis;/ Das Unzulängliche/ Hier wird’s Ereignis;/Das Unbeschreibliche,/ Hier ist’s
getan;/ Das Ewig-Weibliche/ Zieht uns hinan. (12104-12111). Consigo mi traducción del texto aunque soy consciente
de que ninguna de las variantes “aceptables” es satisfactoria.
2. Tal es la explicación que Goethe da a Eckermann el 6 de junio de 1831.
3. Harold Jantz, “The Place of the ‘Eternal-womanly” in Goethe’s Faust Drama”, PMLA Modern Language Associa-
tion, Vol. 68, nr. 4 (sep. 1953), pág. 791.
4. Goethe, J.W. von, Werke, ed. Erich Trunz, Hamburger Ausgabe, Hamburg: Wegner, 1948 – 64,, vol 12, pág. 471y
470: vol. 13 pág. 305.
5. Cuando no indiquemos lo contrario, citamos los textos correspondientes de la edición castellana de Fausto, trad.
José Roviralta, Madrid, Cátedra, 1998. Aunque los contrastamos con el original alemán y consignamos la nume-
ración canónica.
6. No es el lugar para justificar esta cuestión. Pese a que no es el abordaje habitual a la obra de Goethe, existe una
apreciable bibliografía sobre el tema. Basta mencionar el ya clásico estudio de Ronald D. Gray, Goethe the Alchemist.
A study of alchemical symbolism in Goethe’ s literary and scientific Works. Cambridge,Cambridge University Press,
1952.
7. Cfr. Fausto I 402.
8. Fausto I 427. Por cierto no trataré aquí las importantes cuestiones terminológicas relacionadas con el uso que
Goethe le da a los diversos términos para ‘imagen’, ‘signo’, ‘símbolo’, etc.
9. Harold Jantz, Op. Cit., pág. 793. Cfr. Fausto I, 455- 459.
10. Fausto I, 1236.
11. Por cierto, Goethe recrea libremente los personajes mitológicos. Téngase en cuenta que no puedo presentar
todas las figuras de lo femenino en el Fausto y tampoco señalar los sutiles aportes de cada una al “eterno femenino”.
12. Jaeger, Werner, Paideia: los ideales dela cultura griega, México, FCE, 1974, pág. 585. Plotino escribió: “la
belleza es asimismo el bien” Enn., I, vi, 6.
13. Citado por Henri Lichtenberger en Goethe, Faust, Paris, Ed. Montaigne, 1932, vol II, pág. xxv.
14. Robert E.Norton, The Beautiful Soul: Aesthetic Morality in theEighteenth Century, London: Cornell Univ. Press,
1995, passim.
15. Neil M. Flax, “The Presence of the Sign in Goethe’ s Faust” , PMLA Modern Language Association, Vol. 98, No.
2 (Mar., 1983), pág. 190
16. Fausto II, 6898 – 9.

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thesaurus
El rey y el cadáver
Extracto de los cuentos de Heinrich Zimmer
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el rey había salido con un pequeño séquito de sus jóvenes caballeros para
dedicar un día a la caza en el bosque; sir Gawain estaba entre ellos. El terreno
les era familiar, y no tenían ninguna expectativa de acontecimientos milagrosos.
Entonces el rey picó espuelas y se adelantó un corto trecho, y de pronto levantó
un corpulento ciervo. Se lanzó tras él, y cuando había cabalgado apenas media
milla lo abatió. Desmontó, ató el caballo a un árbol, desenvainó su cuchillo de
caza y comenzó a preparar la pieza. Pero cuando estaba agachado sobre su presa
en un pequeño parche de musgo, se percató de que alguien lo estaba observan-
do; y cuando levantó los ojos advirtió delante de él un bien armado caballero de
aspecto repulsivo, “en gran manera recio y de grande fuerza”.
“Sed bien hallado, rey Arturo”, dijo el hombre corpulento, hicísteisme afrenta
muchos años ha, y cumplidamente he de vengarla; vuestros días son contados”.
Amenazado así de muerte inmediata, el rey respondió prestamente con el repro-
che de que el otro no ganaría mucho honor con tal hazaña. “Vos estáis armado,
y yo sólo vestido de verde”. Pidió conocer el nombre del retador.
“Mi nombre”, dijo el hombre, “es Gromer Somer Jouner”. Ese nombre nada
significó para el rey.
El argumento del rey, empero, había tocado un punto delicado del honor caba-
lleresco, y por eso el hombrón armado se vio forzado a ceder un poco, no por
completo, pero sí algo. Y la condición que impuso para dejar marcharse al rey
constituye el tema y la trama de este grotesco romance.
Sir Gromer Somer Jouner exigió que su indefensa víctima jurara regresar el mis-
mo lugar el mismo día del año siguiente, desarmado como ahora –vestido sólo
con su jubón verde de cazador– y trayendo como rescate por su vida la respuesta
a la siguiente adivinanza: “¿Qué es lo que una mujer más desea en el mundo?”
El rey dio su palabra, y regresó muy abatido a reunirse con sus caballeros. Sir
Gawain, su sobrino, advirtió la pena de su rostro y lo llevó aparte para pregun-
tarle qué había sucedido. El rey le explicó su secreto. Deliberaron juntos, mien-
tras cabalgaban un poco alejados del resto, y pronto Gawain hizo una respuesta
excelente.
“Haced que apresten vuestro caballo para un viaje por países extraños, y a quien-
quiera que encontrareis, hombre o mujer, preguntadle qué piensa del enigma.
Y yo cabalgaré en otra dirección e indagaré a todo hombre y mujer y veré qué
obtengo, y anotaré todas las respuestas en un libro”.
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El rey tomó un camino, y Gawain tomó otro,


Y preguntaron a hombres, mujeres y a otros,
Qué es lo que las mujeres desean con más afán.
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Algunos dijeron que les gusta estar bien adornadas,
Algunos dijeron que les gusta que las alaben galantemente;
Algunos dijeron que les gusta un hombre rijoso,
Que las tome en sus brazos y que las beso luego;
Algunos dijeron una cosa; algunos dijeron otra;
Y así Gawain hubo muchas respuestas.

Sir Gawain hubo tantas respuestas,


Que escribió un libro grande, e ingenioso;
A la corte tornose luego
Mas entonces volvía el rey con su libro
Y cada uno miró lo compuesto por el otro.
“Esto no puede fallar”, dijo Gawain.
“Por Dios”, dijo el rey, “temo que no sea suficiente,
Quiero buscar un poco más”.

Faltaba todavía un mes. El rey, inquieto a pesar del número de respuestas reuni-
das, picó espuelas otra vez, y se aventuró en el bosque de Inglewood, y allí se
encontró con la bruja más fea que la humanidad había visto nunca: cara berme-
ja, nariz llena de mocos, boca ancha, dientes amarillo y que asomaban sobre el
labio, un pescuezo largo y flaco, tetas pesadas y caídas. Llevaba sobre la espalda
un laúd y montaba un palafrén ricamente ensillado. Era un espectáculo invero-
símil ver un ser tan horroroso cabalgando tan donosamente.
Enderezó directamente su caballo hacia el rey, le dio la bienvenida y le dijo sin
rodeos que ninguna de las respuestas que él y Gawain habían encontrado le se-
ría de ayuda. “Si no os ayudo, teneos por muerto.”, dijo. “Concededme sólo una
cosa, oh rey, y yo garantizaré vuestra vida; de lo contrario, perderéis la cabeza”.
“¿Qué queréis decir, señora?”, preguntó el rey. “Decidme a qué os referís y por
qué está mi vida en vuestras manos, y os prometo lo que queráis”. “Vive Dios
que tenéis que darme uno de vuestros caballeros para que se case conmigo; su
nombre es sir Gawain. Os propongo un pacto; si mi respuesta no os salva la vida,
mi deseo será vano; pero si mi respuesta os salva, me concederéis ser la esposa
de Gawain. Elegid ya, y pronto, porque así tiene que ser. O muerto sois”. “¡Santa
María!” dijo el rey, “no puedo, otorgaros el ordenar a sir Gawain que se case con
elhilodeariadna

vos. Eso depende sólo de él”. “Bueno”, dijo ella, “volved ahora a vuestro palacio y
hablad palabras persuasivas a sir Gawain. Aunque fea, soy alegre”. “¡Ay de mí!”,
dijo él, “la desgracia pende sobre mí”.

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El rey Arturo regresó a su castillo, y su sobrino Gawain respondió cortésmente.
“De buena gana elegiría estar muerto yo y no vos. Me casaré con ella, y volveré a
casarme, aunque fuera un demonio tan feo como Belcebú; de otra guisa, no sería
vuestro amigo”. “¡Vive Dios, Gawain!”, dijo entonces el rey Arturo, “de todos los
caballeros que jamás vi, vos sois la flor”.
Doña Ragnell era el nombre de la bruja. Cuando el rey Arturo volvió y le comu-
nicó su promesa y la de su sobrino, replicó: “Señor, ahora sabréis lo que las mu-
jeres más desean de cuanto existe; respecto de los hombres deseamos, más que
cualquier cosa, tener la soberanía”.
Y luego dijo al rey que el descomunal caballero se encolerizaría cuando oyera
esto. “Y maldecirá a la que te enseñó esto, porque habrá perdido su tiempo.”
El rey Arturo galopó a través del cieno, el yermo y los marjales para llegar a su
cita con sir Gromer Somer Joure; y en el momento en que llegó al lugar señalado,
encontró al otro ante sí.
“Venid, oh rey”, dijo el retador armado, “veamos ahora cuál será vuestra respuesta”.
El rey Arturo sacó sus dos libros y los presentó, con la esperanza de que alguna
de las respuestas conseguidas fuera suficiente y él y su sobrino quedaran libera-
dos del desagradable compromiso.
Sir Gromer revisó las respuestas, una a una. “A fe, rey”, dijo “que sois hombre
muerto”.
“Aguardad, sir Gromer”, dijo el rey, “tengo una respuesta más”. Sir Gromer se
detuvo para escuchar. “Por sobre todas las cosas”, dijo el rey, “las mujeres desean
la soberanía, porque eso es lo que les place, y eso es lo que más desean”.
“Y a la que os lo contó, sir Arturo, pido a Dios que la pueda ver ardiendo en
una hoguera, porque fue mi hermana, doña Ragnell, esa vieja hechicera, Dios
la confunda… pues de lo contrario yo habría podido sojuzgaros… Tened muy
buenos días”. El excéntrico caballero venía albergando desde mucho tiempo este
rencor contra el rey Arturo porque éste le había despojado otrora de sus tierras y
se las había dado “con grande afrenta” a sir Gawain. Pero ahora había perdido la
oportunidad para vengarse, de modo que se retiró airado, ya que nunca volverá a
tener la suerte de encontrar desarmado a su enemigo.
El rey Arturo encaminó su caballo hacia la llanura, y pronto se encontró otra vez
con doña Ragnell. “Rey, me alegro de que os haya ido bien: yo os dije lo que su-
cedería. Y ahora, puesto que os salvé la vida, Gawain tiene que casarse conmigo.
elhilodeariadna

Es un caballero cabal y gentil. Tengo que quedar casada públicamente antes de


dejaros que os separéis de mí. Cabalgad delante de mí, y yo os seguiré a vuestra
corte, oh rey Arturo.”

148
Y el rey tenía gran vergüenza por ella; pero cuando llegaron a la corte y todos se
preguntaban con mucho asombro de dónde había salido un ser tan feo, el caba-
llero sir Gawain se adelantó sin señal ninguna de rechazo y virilmente se prestó
a los esponsales.

“¡Loado sea Dios!”, dijo entonces doña Ragnell,


“Por consideración a ti quisiera ser una mujer hermosa,
Porque tu voluntad es muy buena.”

Todas las damas de la corte y todos los caballeros estaban muy apenados por sir
Gawain; y las damas lloraban en sus cámaras porque él tuviera que casarse con
semejante esperpento; tan fea y horrible era. Tenía dos dientes que eran como
colmillos de jabalí, de ambos lados de la boca, largos como de un palmo grande,
y un colmillo apuntaba hacia arriba y el otro hacia abajo; y tenía una boca ancha y
cercada de espesas cerdas. Tampoco se conformaba con una boda modesta y sin
solemnidades (como quería la reina), sino que insistió en una misa solemne de
esponsales y un gran banquete en el gran salón de la corte, con todo el mundo
presente. En el banquete se despachó tres capones, otros tantos chorlitos y varios
platos distintos de carne de vaca, desgarrándolos a todos con sus largos colmillos
y uñas, hasta que sólo quedaron los huesos. Sir Kay, el compañero de sir Gawain,
comentó: “Quienquiera que bese a esta dama, debe temer que se lo devuelva”. Y
la novia siguió engullendo así hasta que se acabó la carne.
Esa noche, en el lecho, sir Gawain no pudo al principio decidirse a dar vuelta su
rostro para quedar frente al hocico poco apetitoso de su consorte. Pero después
de un rato ella dijo: “¡Ah, sir Gawain, puesto que soy casada con vos, mostradme
vuestra cortesía en el lecho. Si yo hubiera sido hermosa, no os comportarías de
esta manera; no hacéis cuenta ninguna del lazo conyugal. Por consideración a
Arturo, besadme por lo menos; os lo ruego, hacedlo por mí. ¡Vamos, mostrad lo
apasionado que podéis ser!”
El cumplido caballero y leal sobrino del rey apeló a todo su coraje y gentile-
za. “Haré más”, dijo con toda amabilidad, “haré más que besaros simplemente,
¡voto a Dios!” Y se dio vuelta hacia ella. Y vio que era la mujer más soberanamen-
te hermosa que jamás había visto nadie.
Ella dijo: “¿Cuál es vuestro deseo?”
elhilodeariadna

“¡Por Jesucristo!”, dijo él, “¿Quién sois?”


“Señor, soy vuestra esposa, sin lugar a duda; ¿por qué os mostráis tan poco
amable?”

149
“¡Ah, señora mía! Soy muy digno de reproche; no caí en la cuenta. Ahora os mos-
tráis hermosa ante mis ojos, en tanto que hoy fuiste la alimaña más fea que mis
ojos jamás contemplaron. Que seáis así, señora, me agrada mucho”.
“Señor”, dijo ella, “mi belleza no durará. Podéis tenerme así, pero tan sólo la
mitad del espacio del día. Y por eso es un engorro, y vos debéis elegir si preferís
tenerme hermosa de noche y fea de día ante los ojos de todos los hombres, o
hermosa de día y fea de noche”.
“¡Ay!”, replicó Gawain, “la elección es difícil. Teneros hermosa de noche y sólo
entonces, apenará mi corazón; pero si decidiera teneros hermosa de día, enton-
ces, de noche, tendré un lecho de pedernal. Quisiera elegir lo mejor; sin embar-
go, no sé que decir. Querida señora, que sea como vos más lo deseéis; dejo la
elección en vuestras manos. Mi cuerpo y mis bienes, mi corazón y todo lo demás,
son vuestros, para hacer de ellos lo que queráis, tomarlos o dejarlos; ¡así lo juro
ante Dios!”
“¡Ah, loado sea Dios, cortés caballero!”, dijo la dama, “Bienhadado seáis entre
todos los caballeros del mundo, porque ahora quedo libre de mi encantamiento,
y me tendréis hermosa y atrayente de día y de noche”.
Y entonces refirió a su deleitado esposo cómo su madrastra (¡Dios tenga piedad
de su alma!) la había encantado mediante sus artes nigrománticas; y cómo había
sido condenada a permanecer bajo esa figura repugnante hasta que el mejor
caballero de Inglaterra se casara con ella y le transfiera la soberanía de todo su
cuerpo y sus bienes. “Así fue cómo se me deformó”, dijo. “Y vos, señor y caba-
llero, cortesano Gawain, me habéis dado sin condiciones la soberanía. Besadme,
caballero, ahora mismo, os lo ruego; alegraos y holgaos”. Y entonces se gozaron
ambos de muy buen grado.

Así siguieron hasta el mediodía.


“Caballeros”, dijo el rey, “vayamos y veamos
Si sir Gawain está con vida;
Temo por sir Gawain,
Que el endriago no le haya dado muerte,
Quisiera saberlo ahora.
Vayamos ahora”, dijo Arturo el rey.
“Iremos a ver su despertar,
elhilodeariadna

Cómo pasó la noche”.


Llegaron a la cámara, todos de consuno.
“Levantaos”, dijo el rey a sir Gawain,
“¿Por qué dormís tanto tiempo en el lecho?”
150
“¡Madre de Dios!”, dijo Gawain, rey y señor mío, por cierto
Que más me pluguiera, y vos deberíais dejarme,
Porque estoy bien satisfecho;
Aguardad, veréis que abro la puerta,
Y creo que juzgaréis que estoy en buena guisa,
Ya tengo gana de levantarme”.
Sir Gawain se levantó, y de la mano trujo
A su hermosa dama, y hasta la puerta,
Ella se paró, vestida con su camisa, delante del fuego,
El cabello llegaba a sus rodillas, rojo como hilos de oro.
“Catad, esta es mi recompensa”,
Dijo entonces Gawain a Arturo,
“Señor, ésta es mi esposa, doña Ragnell,
Que otrora salvó vuestra vida”.

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151
El Jefe Seattle
Carta
elhilodeariadna

152
El Jefe Seattle fue uno de los voceros de los últimos portavoces del orden moral Pa-
leolítico. Alrededor de 1852, el gobierno de Estados Unidos mostró interés en comprar
tierras tribales para ciudadanos que querían asentarse, y Jefe Seattle escribió una
maravillosa carta en respuesta.

El Presidente en Washington dice que quiere comprar nuestra tierra. Pero, ¿cómo
se puede comprar o vender el cielo? ¿O la tierra? La idea nos resulta extraña. Si no so-
mos dueños de la frescura del aire o el brillo del agua, ¿cómo podríais comprarlos?
Para mi pueblo, cada parte de esta tierra es sagrada. Cada brillante aguja de pino,
cada costa arenosa, cada niebla en el bosque oscuro, cada arroyo, cada insecto
que zumba. Todos son sagrados en la memoria y la experiencia de mi pueblo.
Conocemos la savia que corre por los árboles como conocemos la sangre que
corre por nuestras venas. Somos parte de la tierra y ella es parte de nosotros.
Las flores perfumadas son nuestras hermanas. El oso, el venado, el gran águila,
son nuestros hermanos. Las rocas, la hierba del prado, el calor en el cuerpo del
caballo, y el hombre, todo pertenece a la misma familia.
El agua resplandeciente que corre en arroyos y ríos no es sólo agua, sino san-
elhilodeariadna

gre de nuestros antepasados. Si os vendemos nuestra tierra, debéis recordar


que es sagrada.
Cada reflejo fantasmal en las aguas claras de los lagos habla de hechos y recuer-
dos en la vida de mi pueblo. El murmullo del agua es la voz del padre de mi padre.
153
Los ríos son nuestros hermanos. Sacian nuestra sed. Transportan las canoas y
alimentan a nuestros hijos. De modo que debéis dar a los ríos el cariño que le
daríais a un hermano.
Si os vendemos nuestra tierra, recordad que el aire es precioso para nosotros,
que el aire comparte su espíritu con toda la vida que nutre. El viento que le dio
nuestro abuelo su primer respiro, también recibe su último suspiro. El viento les
da a nuestros hijos el espíritu de la vida. De modo que si os vendemos nuestra
tierra, debéis mantenerla aparte y consagrada, como un lugar donde el hombre
puede ir a saborear el viento endulzado por las flores del prado.
¿Les enseñaréis a vuestros hijos lo que nosotros les enseñamos a los nuestros?
¿Que la tierra es nuestra madre? Lo que le sucede a la tierra les sucede a todos
los hijos de la tierra.
Esto sabemos: la tierra no pertenece al hombre, el hombre pertenece a la tierra.
Todas las cosas están conectadas como la sangre que nos une a todos. El hombre
no tejió la trama de la vida, es apenas una hebra en ella. Todo lo que le haga a la
trama, se lo hace a sí mismo.
Una cosa sabemos: nuestro Dios es también el vuestro. La tierra es preciosa a
sus ojos y dañar la tierra es despreciar a su creador.
Vuestro destino es un misterio para nosotros. ¿Qué pasará cuando todos los búfa-
los hayan sido exterminados? ¿Cuando estén domados todos los caballos salvajes?
¿Qué pasará cuando los rincones secretos de la selva estén cargados con el olor de
muchos hombres y la visión de las colinas interrumpida por los cables que hablan?
¿Dónde estará el matorral? ¡Desaparecido! ¿Dónde estará el águila? ¡Desapareci-
da! ¿Y qué significa decirle adiós al caballo rápido y a la caza? El fin de la vida y
comienzo de la supervivencia.
Cuando el último Hombre Rojo se haya desvanecido junto con su territorio, y su
recuerdo sea sólo la sombra de una nube pasando por la pradera, ¿seguirán aquí
estas costas y bosques? ¿Quedará algo del espíritu de mi pueblo?
Amamos esta tierra como un recién nacido ama el latido del corazón de su ma-
dre. Entonces, si os vendemos nuestra tierra, amadla como nosotros la hemos
amado. Cuidadla como nosotros la hemos cuidado. Guardad el recuerdo de la
tierra tal como está cuando la recibís. Preservad la tierra para todos los niños, y
amadla, como Dios nos ama a nosotros.
Como nosotros somos parte de la tierra, así vosotros sois parte de la tierra tam-
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bién. Esta tierra es preciosa para nosotros. Una cosa sabemos: sólo hay un Dios.
Ningún hombre, sea hombre Rojo o Blanco, puede apartarse, permanecer indi-
ferente. Después de todo, somos hermanos.

154

K
155
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?
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156
dossier María Zambrano

elhilodeariadna

157
Por María Zambrano

Eloísa o la existencia de la mujer


elhilodeariadna

158
el viernes 13 de noviembre de 2009 se realizó en el malba literatura,
en el ámbito de actividades del Centro de Estudios Ariadna, unas jornadas de-
dicadas a la obra de la pensadora española María Zambrano, (1904- 1991,Vélez
Málaga). En esa oportunidad estuvieron presentes Juan Fernando Ortega Muñoz
(de la Fundación María Zambrano de Vélez Málaga), Francisco García Bazán,
Mercedes Gómez Blesa, Sara Sánchez Riva y otros investigadores que han ex-
puesto diversos aspectos de la obra de Zambrano.
La autora, discípula de Ortega y Gasset y de Xavier Zubiri, logró desarrollar un
pensamiento singular que ha trascendido los límites de la filosofía académica
convencional para internarse en la dimensión profunda de la experiencia viven-
cial de lo sagrado. En términos del Dr. Francisco García Bazán:
Maria Zambrano ha podido realizar una amplia trayectoria que lanzada desde el
agotamiento de la filosofía occidental concretada en una filosofía sierva del intelecto
en el Medioevo y de la razón en los tiempos modernos, hasta caer en la sinrazón de los
positivismos varios, ha llegado a rescatar un horizonte de pensamiento integrador que
permitió en algún momento el diálogo de las filosofías de Oriente y Occidente viniendo
a incorporarse en la cadena de los pensadores contemporáneos que podemos denominar
esotéricos y tradicionalistas (René Guénon, Mircea Eliade, C.G. Jung, Elémire Zolla)….
(v. “La mirada poética de María Zambrano: calas pitagóricas, neoplatónicas y
gnósticas” ponencia en las Jornadas María Zambrano del Malba Literatura).

De tal manera presentamos este texto en este volumen como un homenaje a una
mujer que se ha consagrado al pensamiento. En estas páginas, conforme a la
elhilodeariadna

temática de este número, se puede encontrar una perspectiva original acerca de


una transformación de la mujer en la historia.

159
Una cosmogonía moderna

Un poeta de nuestro tiempo, una de esas figuras en que el espirítu órfico cumple
su piadosa tarea terrestre, Rainer María Rilke, ha mantenido, a lo largo de su no
larga pero plural vida, un culto ardiente a la doncellez. Culto a la virginidad, a
la muchacha muerta sin ascender a mujer y que halla su complemento en otro
culto dirigido con igual constancia a las “amantes”. Doncellas muertas, amantes
desgraciadas; tal es el aspecto con que la mujer se ofrece a un Orfeo moderno,
encargado de salvar la unidad del mundo.
Rilke cree en la muerte más que en la vida, lo cual quiere decir que siente la vida
como parte de la unidad que se integra con la muerte y no sabemos si con algo
más. Vida es instante, tiempo roto y disperso, superficie del misterio; muerte,
adentramiento en ese misterio, revelación de espacios indefinidos y de seres y
criaturas transustanciados. La muerte es la transustanciación, la transfiguración
de la vida. Rilke es uno de los representantes, quizá el más brillante por ser el
más puro, de esa rara especie portadora de una fe que solo en la poesía ha en-
contrado su forma. Fe que durante siglos vivió enlazada con el Cristianismo y
que tras de esfuerzos dolorosos se ha mostrado con figura propia en los últimos
tiempos de la madura Europa. Fe en la transformación, metamorfosis o transfi-
guración en que renacen las poéticas creencias de algunas religiones orientales y
de ciertos mitos griegos, como el mismo de Orfeo que al fin descubriera el poeta,
espejo salvador de su soledad sin descanso.
Si esta fe en la metamorfosis, o transfiguración, que ha corrido la suerte de andar
en varias diferentes religiones y mitos poéticos para al fin asomar tímida y dolo-
rosamente en estos últimos tiempos, ha llegado ha constituirse en fe separada,
es cosa por demás problemática. Quizá ande rondando con la Filosofía de la
Existencia, quizá con la Razón Histórica, quizá aceche a la Filosofía de la Perso-
na y hasta a la Teoría de los Valores. Quizá el gran parto del tiempo nuevo sea
llevar al primer piano del saber y de la conciencia esa fe implícita en toda gran
religión y poesía. Y a su cuenta deban ponerse parte del éxito de doctrinas tales
como marxismo y freudismo, y aun historicismo, que parecen haber cobrado
su aliento en una esperanza de transformación o metamorfosis. Transformar el
mundo real, las condiciones objetivas de la vida, es la promesa y exigencia del
marxismo frente a todo “idealismo” que –según su aseveración– pretende sola-
elhilodeariadna

padamente encubrirlas. Transformar la psique es el intento del psicoanálisis; y


aquí la transformación anda ya más cerca de la metamorfosis por ser la psique
algo cuyo crecimiento, purificación y renacimiento parece haberse dado siempre
a través de la metamorfosis. Y así desde que el aliento poético griego abandona
160
el mundo, psique y amor parecen llevar una vida asaz incómoda, torturada y
precaria, como si las teorías y visiones inventadas después fueran bárbaros des-
elhilodeariadna

acuerdos, insólitas torres, en ocasiones doradas y marfileñas, para tan delicado


huésped que moría de tedio, o huía invisiblemente, según su volátil condición.
Psique y amor deben andar muy aburridos de este mundo desde que los Mitos
inspirados por la metamorfosis desaparecieron; sólo los poetas que se atreven a
161
mirarse en el espejo de Orfeo los atraen momentaneamente. Uno de ellos, el más
ardiente en esta fe, en estos amargos días que llamamos actualidad, mantiene la
condenación de la mujer. Y dado lo que la mujer fue para él, cabe pensar que
para el alma y el amor. Tan ausentes andan estas entidades, que hasta la fe más
adecuada a su azarosa existencia prefiere su temprana muerte como garantía
única de que la esencia sea conservada sin derramarse, de que el misterio no sea
hollado y abierta la rosa en la banalidad de un vientecillo que deshoja sin poseer.
En la cosmogonía rilkeana, que no llega a cristalizar en mito, ni en religión –ya
está frío el planeta para nuevas religiones– la muerte es la única transformación
posible a que el ser de la mujer, alma y amor, puede llegar. Vírgenes intactas,
amantes sin amor, con el amor enterrado vivo en la urna de su corazón. Imposi-
ble cristalización de la mujer en la vida, perdida en una desdichada maternidad o
en un banal intento de independencia. En qué regiones de la muerte tal ser haya
de cristalizarse, no lo dice Rilke; los únicos seres enteros, las criaturas íntegras
de su cosmogonía, son los ángeles terribles y ardientes, espíritus asexuados de la
virilidad, del “espíritu”, siempre varonil. Nada sabemos de la ulterior transfigura-
ción de estas mujeres, esencia de la femineidad. Tan sólo alusiones a la música,
tan sólo sus cantos, sus dolientes voces mezcladas con el viento; lamentos desli-
zados en los lamentos cósmicos. Diríase que la mujer, sin lugar en la vida, no lo
halla tampoco en la muerte, quedando así en ese confuso límite entre ambas; la
lamentación, el quejido débil e ininterrumpido; la vida de un sollozo y la eterni-
dad de una lágrima que rueda por una mejilla inexistente; sonido de una voz sin
palabra y sin garganta.
Y lo que tal cosmogonía nos presenta es algo que viene de antiguo y ante el
cual nada es ni vale el moderno feminismo; nada. Es la cuestión de la existencia
metafísica u ontológica como se prefiera o sea necesario decir, de la mujer. Su
existencia poética está asegurada desde el instante en que la poesía ofrece asiento
a todos los medios seres y conatos de ser; a todo aquello que no puede franquear
el nivel que lleva a la realidad de la existencia o a la idealidad del concepto.
Todo parece indicar que la objetividad, en sus múltiples formas, ha sido conquis-
ta del varón. La mujer, sumergida en la vida, no ha alcanzado más que la per-
durabilidad subterránea; su acción es imperceptible por confundirse con la vida
misma, con cuyas fuentes ha mantenido siempre secreta alianza. La Historia es
una forma de objetividad, y por tanto de desprendimiento de la vida; es ya una
elhilodeariadna

cierta muerte, como lo es toda forma de objetividad. La mujer la ha rehusado o


no puede alcanzarla; parece vivir identificándose con la realidad más misteriosa y
reacia a ser declarada por el “logos” en cualquiera de sus formas. Vida misteriosa
de las entrañas, que se consume sin alcanzar la objetividad.
162
Y esta situación errabunda de la mujer es la que canta el poeta. Realidad fan-
tasmal, que los pueblos de todas las épocas han dramatizado en esas figuras
femeninas indecisas y errantes, que traen el maleficio al mortal que se atreve
a mirarlas. Y es la voz doliente que suena en el gemir del viento y el llanto que
corre entremezclado con la lluvia. Existencia fantasmagórica de lo que no ha
conseguido su ser y no está ni en la vida ni en la muerte.
El Cristianismo católico ofrece la imagen radiante de la Inmaculada Concepción,
en que Rilke cree a su manera. La amante desdichada es a su modo virgen tam-
bién, el modo en que la doncellez de la mujer arde en su propia llama. Amor
puro porque es amor sin realización; amor que se mantiene en y de si mismo
como llama que sólo de su luz se alimenta. La amante desdichada no desmiente
a la Inmaculada Concepción.
Pero Rilke no acoge la imagen portadora de la suprema pureza de la mujer, de la
asunción de la virginidad al cielo de lo inmutable en la identidad perfecta de la In-
maculada, reina de todo lo creado por un instante aparte, que la hace criatura ex-
traordinaria, engendrada por Dios sin que la sombra del pecado pueda manchar-
la, sin que el orden natural la haya tornado dentro de sí; en órbita y esfera distinta.
En esta fe de la metamorfosis no hay lugar para esa pura identidad; nada quizás la
tiene, a no ser esos ángeles terribles de luz y fuego cuyo contacto destruye.
Nada extraña resulta tal conclusión en la cosmogonía del poeta. Viene a conti-
nuar la imagen y condición que la mujer ha tenido, a pesar de todo, en la cultura
de Occidente. Y este “a pesar de” se refiere al Cristianismo, cuya fe es portadora
de la máxima realidad otorgada y exigida a lo humano. Entremezclada con la fe
cristiana, parece haber persistido con singular terquedad la imagen de la mujer
enajenada; criatura extraña en los linderos de lo humano. “Lo humano” es el con-
tenido de la definición del hombre, y la mujer quedaba siempre en los límites,
desterrada y, como toda realidad, rechazada, infinitamente temible. Sólo en su
dependencia al varón, su vida cobraba ser y sentido; más en cuanto asomaba en
ella el conato del propio destino, quedaba convertida en un extraño ser sin sede
posible. Era la posesa o hechizada que, vengadora, se transformaba en hechicera.
El secular rencor de la mujer parece estar alimentado en esta falta de sede para
lograr su ser. Alma y sólo alma; mientras el hombre se aleja en la carrera de la
historia, comprometido en aventuras cada vez más decisivas, ella queda atrás sin
participación. Mas ¿cómo participar en el destino del varón, la que al más tími-
elhilodeariadna

do intento de libertad queda endemoniada para siempre, errante y perdida? La


cosmogonáa de Rilke canta todavía el destino de esa criatura de perdición, cuya
realización más bella es morir en la doncellez, en la plenitud de la posibilidad,
sin alcanzar jamás la actualidad. La amante no correspondida vive la vida cerrada
163
de su posibilidad, sin despliegue, como un capullo que cerrado muere. Es la vida
silenciosa del alma solitaria.
La vida de la mujer es la vida del alma. El hombre comenzó su historia hace
tiempo; la historia en que trata de alcanzar la libertad lejos del alma o despren-
diéndose de ella, en una especie de pacto. ¿Habrá alguna manera de que la mujer
encuentre su modo de vida participante en la aventura varonil de la libertad, sin
dejar de ser alma? ¿Habrá existido alguna mujer, que a través de una pasión dolo-
rosa y fecunda haya logrado servir a la libertad en que el hombre quiere adentrar-
se? Si la ha habido, su ser estará logrado, y no será ya ni hechizada, ni hechicera.
El nombre de esta mujer es Eloísa. Quizá se trate como nombre histórico de
una especie que haya alcanzado, merced a la pasión de su más glorioso indivi-
duo, el derecho a la existencia. El poeta ha pasado a su lado sin detenerse. No
es propiamente un amante infeliz; vivió su amor en la plenitud, aunque de una
breve hora. Y sin embargo, compartió la suerte de las amantes que Rilke canta;
en soledad atesoró su amor sufriendo todas las metamorfosis necesarias para
hacerle inmortal. Con su amor ella misma sufrió todas las metamorfosis lentas
y dolorosas para llegar a ser la mujer. Ni hechicera, ni hechizada, hundida en su
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propia sede, en la realidad de su alma que salvó de su terrible aventura. Ya que


el alma requiere, antes de ser realidad plena, ser rescatada de alguna manera,
transformándose así de su espontánea realidad perdidiza y perdurable, en otra
cristalina, idéntica de sí misma.
164
Eloísa

Eloísa. Tal es el nombre de una hazaña y de una especie; hay hazañas que con-
quistan un modo de ser. Bajo los nombres esclarecidos pululan criaturas os-
curas, anónimos seres que cobran nombre por la gracia de quien supo llevar
a cabo la hazaña. Ningún héroe combate para sí solo; su pasión sería entonces
declinable, y no lo es. El héroe que no inventa su pasión tiene que aceptarla, for-
zado siempre por una exigencia que llamamos fatal, porque excede del término
de una vida humana; es lo humano en algunos de sus aspectos o necesidades que
impele a ser realizado. Las hazañas históricas solo tienen sentido como nudos
que se desatan para todos, dejando modos de ser libres, haciendo asequible para
muchos lo antes cerrado, en virtud de la pasión de alguno. Así Eloísa padeció un
destino, al que acabó venciendo.
Mucho y largamente gimió bajo su peso. Eloísa sintió de modo muy agudo lo
incomprensible de su destino. Parece haber sucedido así casi siempre. Cuando
más profundo es el destino que pesa sobre una vida humana, la conciencia lo
encuentra más indescifrable y ha de aceptarlo como un misterio. El conocimien-
to del destino adviene después de que se consume. Entonces, desatado el nudo
terrible por el padecer, salta de pronto el sentido íntimo; se hace visible, se ha
transformado en conciencia. Mas quien lo condujo por su vida hasta la concien-
cia lo apuró en el padecer oscuro, atravesado, eso si, por presentimientos. El
destino jamás se hace visible del todo para quien lo padece. Es el ángel con quien
Jacob lucha toda la noche y que sólo consiente ser visto a la madrugada.
¿Y por qué yo? –se pregunta el elegido–. La historia traza su cárcel de circunstan-
cias; ellas son las que exigen el cumplimiento de determinadas hazañas liberta-
doras. Pero la determinación histórica resulta mucho más amplia y menos deter-
minada de lo necesario para que la designación individual sea explicada. Y esta
elección del destino es más enigmática cuando la pasión no excede de la intimidad
y dentro de ella se consuma el drama y la libertad subsiguiente. De ahí, también,
lo oculto de los padeceres y logros de la mujer; no han trascendido los linderos
de lo meramente íntimo y personal; no han llegado, a lo histórico ni a lo objetivo.
Así Eloísa se muestra sin consuelo en su padecer de tantos días iguales. Su
martirio fue en esto también típicamente femenino, por la paciencia que hubo
de desplegar como si la paciencia hubiera sido desde siempre el heroismo es-
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pecífico de la mujer.
¿Cuál fue la hazaña de Eloísa, la que le da nombre perdurable y conquista sede
para un modo femenino de ser? Fue la mujer que sin desprenderse de su alma, la
salvó entregándola a lo que parece ser su contrario: la libertad. El alma solamente
165
se salva entregándose; tal parece ser su destino desde siempre. Mas el ser humano
persigue la libertad, y su progreso efectivo es el que se verifica adentrándose en
ella. Y sucede que una de las resistencias más duras en este adentramiento en la
libertad es el que le pone el alma con un modo de ser propio, que es esclavitud. Y
de ahí el drama de la cultura de Occidente, donde el hombre ha tenido más clara
y visible la imagen de la libertad. Eloísa en su pasión vive este drama y ofrece por
su hazaña un modo de ser mujer sumamente fascinante e infinitamente noble:
se ha entregado a la libertad por la esclavitud. Ella lo sabe cuanto es posible: sabe
único su amor, siente único a su amado y su amante, singular personaje en quien
podrían descubrirse todos los heroismos y las torpezas del varón occidental.

La existencia de la mujer en Occidente

Aparece claro que el destino que hizo de Eloísa una protagonista de la historia
de la mujer y del amor, se verificara en ese tiempo. El desarrollo de la cultura
occidental había llegado al punto de madurez en que tal drama tenía que mani-
festarse, tomando cuerpo el conflicto que latía en sus entrañas.
La cultura occidental lleva como impulso supremo la decisión del hombre que se
lanza a serlo, adentrándose en la libertad. Audacia metafísica bien singular. La fe
cristiana, revelación de la libertad, apoyada en el pensamiento griego, permite este
intento del máximo humanismo. El hombre creado a imagen y semejanza de Dios,
directamente salido de su mano, tenía el derecho de existir como hombre, que nin-
guna otra religión le había conferido. Religiones todas de la metamorfosis o de la
aniquilación en que lo humano quedaba sin existencia verdadera. El cristianismo
ofrece una imagen del primer hombre, un hombre originario que ha recibido su
ser de Dios, a diferencia de todas las genealogías de los relatos sagrados y poéticos
de las religiones orientales. Según ellas el hombre es un ser híbrido, ambiguo
producto sin pureza de seres extrahumanos. Jehová era el Dios que ha conferido al
hombre su ser puro, originario, y Cristo, al adquirir figura y padecer humanos, fija
definitivamente esta ambigua y huidiza condición de la extraña criatura.
Y así, en la civilización nacida bajo las creencias cristianas, el hombre se lanza
frenéticamente hacia su libertad, como si por primera vez en el mundo todo el
caudal de su esperanza quedara al descubierto. La soledad no era ya desamparo,
elhilodeariadna

como al final del Mundo antiguo, sino soledad creadora, imagen de la nada de
donde Dios creó el mundo. El hombre se lanzó a la creación desde su nada; nun-
ca la nihilidad ha sido tan fecunda, fuente de mayor ímpetu de existencia.
Pero es el hombre solamente quien así vive. A pesar de que la Iglesia Católica, en
166
uno de sus primeros Concilios, decidiera –por mayoría de votos– la posesión de
un alma por la mujer, la igualdad metafísica no se verificó. Diríase que, en efec-
to, la mujer se supo dueña de un alma y se identificó con ella, pero no se supo
espíritu, afán creador. No participó de la furia varonil por la existencia, ni, por
lo tanto, de su soledad. El alma nunca está sola. Por el contrario, ya Aristóteles
dice que “el alma es en cierto modo todas las cosas” y “que es como una mano”.
Espacio de límites desconocidos donde pueden entrar todas las clases de seres,
los diferentes géneros de realidad, en contacto con todas las cosas a condición de
no lanzarse como el espíritu, o el “animus”, a buscar la libertad.
El hombre estaba solo y a su lado la mujer era el signo más claro e insoslayable
de la persistencia de ese mundo del alma y de las realidades que no viven en la
libertad. Si el espíritu creador es divino, el mundo del alma –de la mujer– es
sagrado, es decir no revelado. Mundo anterior al “logos”, entra en contacto con
el “logos” mediante el ofrecimiento de sus entrañas para que en ellas se realice;
se haga corpórea realidad; carne y alma.
La mujer no participaba en la libertad del varón medieval; tampoco había partici-
pado en el descubrimiento del “logos” que la Filosofía hiciera en Grecia; ajena al
mundo del “logos”, llevaba la perduración del mundo anterior y tendría que ser
la máxima resistencia para la masculina libertad y su infinito anhelo de existir.
Así el varón ha de crear también a la mujer, poniéndola al servicio de su volun-
tad. Beatriz, la mediadora, la más clara imagen de la “dama”, es una idea para la
que sirvió de “materia” la Beatriz real. Bajo el amor platónico del caballero y de
la poesia medieval, se deja sentir que la mujer es sólo el símbolo del querer mas-
culino; la unidad ideal que el ánimo varonil necesita para desplegar su ímpetu.
La dama lejana e inasequible unifica los tumultuosos instintos y ofrece un objeto
en cuyo nombre el varón se atreverá a querer lo que de modo directo tal vez no
podría. Imagen que por su atracción pone “fuera de sí” al varón, que se lanza a
existir. El amor de la dama sostiene la voluntad metafísica del varón.
La mujer queda encerrada por el hombre dentro de una imagen sagrada. En ella
se aparta, y se conserva a un tiempo, esa realidad persistente indefinible y reacia.
Una manera, quizá la más bella y creadora que tiene el hombre de tratar con lo
sagrado –extraño e indefinible– es reducirlo a una imagen... El proyectar una
realidad en imagen es una manera de preservarse de ella, alejándola. Pero con
esa ambivalencia propia de lo sagrado, la imagen que lo aleja mantiene al mismo
elhilodeariadna

tiempo su contacto. Y así el varón medioeval, al crear, la “imagen sagrada” de la


mujer, se preserva de ella, asegurándose su presencia; la confina y la mantiene
en todo el esplendor de su belleza, de tal manera que la antigua resistencia se
convierte en instrumento de su querer.
167
La realidad que no es apresable en con-
cepto, puede, sin embargo, apresarse
en imágenes. La imagen es más activa,
más eficiente que el concepto, como si
fuese la forma adecuada para esa reali-
dad infinitamente activa, no sometida
al “logos” y, por tanto, de la que todo
puede esperarse y todo puede temer-
se. Las imágenes revelan esa realidad
manteniéndola dentro de unos límites
dóciles, en cierto modo, al querer del
hombre que ante ellas se postra. Y al
adorarlas y contemplarlas se alimenta
de su fuerza, sin entrar en litigio; sin
ofrecerle cosa distinta de lo que pue-
de. La imagen preserva al hombre de
ser destruído por la realidad que, sin
ella, le acometería siguiendo su ley y
apetencia propia. Y así lo sagrado se
ha vertido siempre en imágenes, trans-
formándose en protectora presencia.
Al objetivarse la temible y atrayente
realidad, deja espacio para la existencia
de su adorador, que conquista, con su
adoración, su independencia.
Tal parece ser la verdadera situación en-
tre el hombre y la mujer cuando Eloísa
viene al mundo; y ella no la aceptó, re-
basándola por su pasión. La mujer real
que era el soporte de la “dama” tenía
unas virtudes muy simples que cumplir; tan sólo no desmentir la imagen con su
realidad; no destruír la identidad de la imagen con el suceso de su vida. En suma,
permanecer quieta. La quietud ha sido la exigencia que el varón ha ejercido sobre
la mujer en su activa vida. Quietud que traducida a la moral es honestidad y, en su
elhilodeariadna

realidad metafísica que envuelve la estética, pureza.

168
Eloísa, mujer real

Eloísa realizó la hazaña de evadirse de esa imagen sagrada. Se escapó de la cárcel


de la objetividad para vivir y ser sujeto de su pasión. Se atrevió a existir.
“Tu me elevaste por encima de mi sexo” dice a su amante, cuando, ya lejos de
la felicidad, le escribe obstinada en la nostalgia. Sintió claramente que se había
librado de la pasividad de la mujer para existir, a la manera masculina, con figura
y vida propias. Y como tal existencia se la debe al amor y no a sus estudios de
Filosofía, percibimos en su amor por Abelardo cierta filialidad. Filialidad que
estrecha el lazo indisoluble, y que quizá sea la esencia de la inseparabilidad de
ciertos amantes; circulo mágico que crea en los grandes amores la ligazón que
ningún destino puede deshacer, remedo del cual son los conjuros, filtros, y he-
chicerías en que, a veces, ha entrado la sangre. Pues la sangre es señal de vida;
de nacimiento y muerte.
En las profundidades de los grandes amores, siente el amante haber sido en-
gendrado en el amor del otro; filialidad y hermandad a la vez que hace creer
la propia existencia dependiente del otro, intrincada en él, sin libertad, sin
espacio. Y asé Eloísa: era real, tenía vida y ser; pero los tenía por el amor de
Abelardo.
Reproduce esta vinculación el acto divino en el cual Eva fue creada por Dios,
según nos cuenta el Génesis; Eva es hija del sueño de Adán. Y quizá ningún
hombre nacido bajo las religiones que encierran tal relato sagrado pueda sentir
jamás a la mujer de una manera que lo contradiga; pueda dejar de verla y sen-
tirla como engendrada por su anhelo. Criatura de sus sueños y no, como él, hija
directa de la divinidad.
Y quizá la belleza que emana inalterable de la figura de Eloísa proviene, en primer
término, de esa su identificación con la mujer primera, con la Eva virginal de la
pareja originaria. Toda mujer ha de reproducir, de algún modo, a la mujer prime-
ra; como todo varón, al varón primero. Pero en esto hay una profunda diferencia.
Porque también aquí vemos que la mujer ha padecido menos soledad que el
hombre. Menos sumergida en la historia, ha permanecido más cercana de la
mujer originaria. La etema Eva ha sido más real y más cercana que el vacilante
y nebuloso Adán. En Adán parece contenerse más posibilidad y, por ende, más
trabajo para los hombres, sus hijos y hermanos; su herencia fue el trabajo en
elhilodeariadna

busca de la libertad. Eva contiene más determinación; Eva, la voluntariosa, que


fijó por su capricho la suerte de la especie. Diríase que se le debe cuanto hay de
fatalidad en el destino humano, cuanto de determinación, cuanto de inexorable.
La eterna Eva es la figura de la inexorable justicia que, por serlo, es de cada día.
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Y las mujeres que la reproducen simplemente, mantienen la fatalidad y encade-
namiento de la vida. La mujer dentro del área de la libertad cristiana ¿habrá de
seguir siendo Eva, nada más? ¿No habrá de realizar alguna acción libertadora de
sí misma y del hombre que gime por su hechizo? La “imagen sagrada” del amor
medioeval es un intento “masculino” de liberarse de la fatalidad de Eva, en que
la mujer no ha tornado parte.
Las imprecaciones medievales dirigidas contra la mujer expresan el rencor hacia
Eva en el momento en que el eterno Adán entraba en una de sus posibilidades
más contrarias al momento fatal que determine la salida del encadenado jardín y la
entrada en la Historia; el momento en que con mayor nostalgia se quería apresurar
el retomo a la Patria celestial perdida. La mujer era el eterno obstáculo, no de la
historia, sino de la vuelta al lugar donde no la hay; la eterna causante del destierro.
Y así, para no ser extraña a este anhelo, la mujer tuvo que ser creada por el varón,
encerrada dentro de la “imagen sagrada” de la amada de la dama, de la Beatriz
divina y mediadora.
Más había sucedido en la historia de la mujer un acontecimiento decisivo. Fue la
entrada de la mujer en el drama humano, la aparición de la mujer llena de gracia,
vencedora de la fatalidad de la eterna Eva, poseída de la serpiente terrestre. Es el
suceso de la ascensión de la mujer desde el valle de Eva a una altura por encima
de las más altas cimas de lo humano. Su transformación en criatura de la libertad
y de la gracia había tenido lugar desde la esclavitud.
Pero en la entrada del hombre occidental en la historia siempre será visible esa
anchura mayor, ese mayor territorio de posibilidad que el hombre tiene que re-
correr empujado por la indeterminación de Adán, frente a la determinación de
la mujer, siempre bajo la imagen de Eva. El hombre la libertó, llevándola como
imagen, signo de su voluntad, signo también de su victoria, pues en ella quedaba
confinado todo lo no humano. En la imagen de la mujer, el varón había encerra-
do todo lo inescrutable de la suerte, lo permanente de la naturaleza y lo azaroso
del destino, todo lo inexpugnable a su razón. Y por eso, al vencer por su amada,
salía vencedor de lo no humano: misterio de la naturaleza, misterio del destino,
lo sagrado encerrado en la figura siempre ambigua de la mujer.
La mujer conservaba siempre de la Eva la ambigüedad, esa especie de alianza con
todo lo irrevelado, con todo lo reacio ante el “logos”, y ante la libertad de la fe tam-
bién; cifra de todas las resistencias. Y por ello, mediadora. Nunca igual al hombre;
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esclava y libertadora, misterio natural y ángel sobrenatural; definitivo escollo y


guía de viaje más audaz por los abismos del infierno y las alturas celestes.
Eloísa es la mujer real en quien el apartamiento histórico de Eva se cumple. Su
amor por Abelardo tiene todos los signos de una alianza con el hombre como
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nunca se había llevado a cabo. No es la mujer especie, fatalidad y condena de la
inocencia del hombre, sino su amiga, su aliada: casi su cómplice.
Fue, sin duda, lo que levantó la hoguera demoníaca de odio de su tio el canónigo
contra Abelardo: la percepción certera que debió de tener mezclada con turbios
sentimientos y escrúpulos morales; las percepciones de una alianza inusitada
con el hombre, tanto que, aún durante muchos siglos, no será nada común.
Y así Eloísa se encontró “levantada por encima de su sexo”, a causa de su parti-
cipación en la voluntad del amante, pues Abelardo representa el hombre de su
hora, es el ápice de su inmensa aventura, viviéndola con lucidez y pasión. Es el
hombre sobre cuya espalda se deja sentir la carga de los trabajos y padeceres
en el correspondiente acto del drama de la historia universal. Preciosa tuvo que
serle la alianza de Eloísa como certidumbre íntima, pues su relación con ella es
de índole muy diferente de la vivida por los amadores de su siglo.
Mientras los demás hombres amaban a la mujer “idea” y convivían con la mujer
más o menos imagen de la eterna Eva, Abelardo tuvo mujer en quien la amante
se identificó con la amada: raro y precioso suceso en que la mujer entra en la
plenitud de su existencia. Existencia es identidad de posibilidad y realidad; po-
sibilidad que estaba encerrada en la “imagen sagrada” como sucede siempre.
Identidad de la amada y de la amante fue lo que hizo de Eloísa la mujer real,
elevada sobre las demás que solamente eran sombra de su imagen. Eloísa coin-
cidía con su imagen, privilegio que ella percibió agudamente, según aparece en
sus cartas, aunque nublado por la terrible nostalgia. Si las cartas en la versión
llegada a nuestros días son auténticas, podemos creer que el sentimiento de esa
su existencia real debió de serle sumamente claro. Es la realidad de su vida que
se abre paso en esa alucinación constante que su clausura le trajo en sustitución
de las horas de amor pasadas para siempre.
Es el grito de un triunfo que rasga la desolación. Y la vemos aferrarse a la terrible
nostalgia como venganza, en ese “no me podrán quitar el dolorido sentir” con
que el amor se rebela ante la resignación y ante la impasibilidad. Y también,
porque en la nostalgia encuentra la certidumbre de su raro privilegio.
Era la mujer quien aparecía en la plenitud de su existencia, más allá de los sue-
ños del varón. Más su ser respondía a ese sueño; era el contenido de la “imagen
sagrada” transformada en vida. Era la liberación de la encantada esencia –posibi-
lidad– para fijarla en su realidad, mediante la pasión.
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La vida humana se alimenta durante épocas enteras de “imágenes sagradas”


que encierran lo inasequible por el momento. Porque la imagen sagrada contie-
ne una fuerza que el hombre no siempre puede soportar. Y el verdadero creci-
miento histórico es aquel que forja una imagen sagrada o aquel que la destruye,
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liberando la fuerza en ella contenida; revelando lo que yacía oculto para llevarlo
a existencia, a realidad.
Y tal liberación de la esencia oculta en la imagen sagrada sólo se realiza por la pa-
sión, por el padecimiento de alguien que, sin saberlo, se atreve a vivir esa imagen
a serla, verificando la identidad de su esencia. Toda encamación de una esencia
en humanas entrañas es siempre un glorioso y terrible padecimiento. Eloísa lo
soportó a lo largo de su vida.

K
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María Zambrano recostada, dibujo de Luis Fernández


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Fundación Arte Vivo

Misión: "Alentar y potenciar el desarrollo de la investigación y difusión


de diversas expresiones artísticas, culturales y educativas en todo el
país, con un acento en el terreno audiovisual, el cine y el teatro."
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