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Criminal

Gabriela Cabezón Cámara

Lo que se ve es una bolsa, transparente pero empañada. Respira. Se escucha eso, una
aspiración esforzada, la bolsa queda pegada como un chicle explotado a algo que parece
una cara, y enseguida la espiración, el globo. Si solo hubiera sonido podría pensarse en
un ejercicio de meditación. Pero está la imagen, la bolsa que se infla y se desinfla
tapizada de gotas microscópicas. 
—Dejalo así. 
Se aleja la cámara, y entran más cosas. Es un chico aspirando pegamento. Está sentado
en unos escalones. Un poco sucio, con las zapatillas rotas, la ropa que le queda grande,
un perrito que le lame la cara cuando se desvanece, o eso parece, acostado en la
escalera. El animal gime y lo sigue lamiendo. Parece asustado. 
—Esto entra. Poné el arma adelante. 
En un ángulo mal iluminado estaba. Así, en primer plano, el arma es gigante al lado del
pie del chico, que debe tener unos diez, a lo mejor más pero con estos pibes nunca se
sabe, no crecen bien. El perro se acuesta arriba del cuerpito como si quisiera darle calor.
Le está dando calor. Es un animal flaco también, costilludo, orejón y dorado. El pibe
respira con dificultad pero poco a poco va recuperando un ritmo tranquilo, como si el
corazón del perro se lo marcara. 
—Que no se le vea la cara todavía. 
Se lo marcaría el corazón del perro porque la vuelta a la conciencia del pibe se aprecia
primero en la cola del animal, que se mueve entusiasta. Alegre incluso. Se para y le lame
la cara con énfasis. El chico se tapa y se ríe. Colita, le dice, pará, Colita, mientras abraza
al animal. Recién cuando se incorpora, se acuerda de que hay gente ahí con él, hay una
cámara. Se pone serio y agarra el revólver. 
—Casi te llevamos al hospital. 
—No, al hospital no me llevás ni ahí o te cueteo. 
Agarra el arma y casi inmediatamente se le cae. Es pesada y él todavía no recuperó toda
su fuerza. Se escuchan ruidos. 
—Tené cuidado con eso. 
—¿Qué, tenés miedo vos, puto? 
—Sacá la voz de Lolo, dejalo al pibe hablando solo. 
Pasa la secuencia editada. Se ve la cara del pibe en primer plano. Se le caen los mocos,
está agitado, tiene los ojos redondos, los pelos negros parados, las mejillas sucias,
serruchito en las puntas de los dientes. Algunos le faltan. Todavía no le crecieron, o los
perdió. Corte. Está parado, con el arma en la mano. Dice: “No, al hospital no me llevás ni
ahí o te cueteo. ¿Qué, tenés miedo vos, puto?”. 
—Quedó bien. Dale, poné toda la carne que nos quedan quince minutos. 
Las imágenes se suceden con vértigo, parecen de videojuego. Se ve al pibe caminando
por las calles sucias de un barrio precario como un pac-man avanzando un laberinto
enloquecido, de pasillos angostos bordeados de chapas y paredes a medias de ladrillos y
a medias de cualquier cosa. La cámara lo toma de espaldas. Como señales de tránsito a
toda velocidad se ven manos que sales de las casillas agitando saludos. Apenas visibles,
entran y salen de cuadro los azules de los uniformes de la policía y el gris de un traje de
un tipo de traje. Llegan a una esquina. 
—Pará, pará. 
Otra vez la cara del pibe que mira a la cámara y a los que están atrás como no sabiendo
qué hacer, como perdido. El perrito no se le separa, está parado a su lado pero no está
perdido, está tenso, como amenazado. Se ve una mano con anillos grandes, la de Lolo,
alcanzarle una hamburguesa y una Coca al pibe, otra hamburguesa para el animal. El
nene se la come medio desesperado, con la boca abierta, se ven los pedazos de pan y de
carne dándole vueltas entre la legua y los dientes. El perro desconfía, huele con
insistencia lo que le tiraron, pero al final gana el hambre y se la come. 
—Contame otra vez lo que me dijiste antes, lo del transa, ¿te animás? 
—Claro que me animo. Yo no le tengo miedo a nada. Maté a uno pero no me hicieron la
denuncia porque era un transa. No me quiso regalar una bolsita de droga y se lo di en la
boca. Le di un tiro por acá, que le salió por acá. 
—¿Y robaste? ¿Por qué robaste? 
—Porque estaba aburrido. 
El perrito sigue inquieto, da vueltas alrededor del pibe. En un costado está estacionado un
patrullero. Sigue hablando el chico. El de las hamburguesas le pregunta si no le tiene
miedo a la policía. 
—No lo tengo miedo a nada, ya te dije. Yo tengo más años que lo que entrenaron ellos,
no saben manejar una pistola. Yo sí sé, ya la viste a la mía, es una Bersa Thunder, con
regulación automática, para que no te tire para atrás. 
—Sacá lo de la comida, sacá la voz de Lolo, blureale la cara al pibito y dejá lo demás
hasta la pistola y ahí cortamos. En cinco nos dan aire. 
El técnico hace lo que le dicen y se van de la cabina de edición. La película sigue sin que
nadie la mire. El chico termina de hablar y se desinfla, como la bolsita que aspiraba al
principio. Lolo se le acerca con otra botella de Coca. El perro se decide, le salta y le
muerde un hombro. El tipo le pega dos patadas y el animal queda hecho un bollo. El chico
llora con el revólver en la mano. Lo apoya en el piso para abrazar al perrito que gime. La
pantalla se pone negra. 

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