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«Esta pandemia hace que la doble conciencia sea extraordinariamente aguda. Por un
lado, nos muestra cómo todos somos interdependientes: lo que sucede en algún lugar de
la tierra, ahora, involucra al mundo. Por otro lado, acentúa las desigualdades: todos
estamos en la misma tormenta, pero no en el mismo barco. Aquellos con barcos más
frágiles se hunden más fácilmente”. Vincenzo Paglia, presidente de la Academia Pontificia
para la Vida.
La aparición de este virus tiene mucho que ver con la irracional actitud
depredatoria de nuestro medio ambiente natural y el despojo absoluto de su valor
intrínseco e importancia en nuestra supervivencia. Basta recordar que la creciente
deforestación obliga a los animales salvajes a acercarse a las zonas urbanas; y la
exagerada demanda de carne en los países del primer mundo, que crea enormes
complejos industriales de cría y explotación de animales, han aumentado
enormemente la posibilidad de que los virus alojados en los animales, se
transmitan a los humanos. Por otra parte, todas las interacciones que hoy son
posibles gracias a la inmediatez de los viajes, pueden, en última instancia,
ocasionar la propagación de un virus a través del transporte internacional, la
movilidad masiva de personas, los viajes de negocios, el turismo, etc. En apenas
un par de meses.
Hoy, una buena cantidad de los fenómenos que ocurren en la naturaleza son el
resultado de la intervención humana. Intervención que ha sido motivada por
intereses muy lejanos a la naturaleza justa y sabia que recibimos hace miles de
años y que tienen que ver con la infinita avaricia financiera de unos pocos y con la
irresponsable autocomplacencia de los estilos de vida definidos por la indulgencia
del consumo y el exceso, de muchos.
Por eso, estamos llamados a reconsiderar nuestra relación con el hábitat natural.
Para reconocer que vivimos en esta tierra como administradores, no como
señores todopoderosos. Siendo así, el COVID 19 es una consecuencia, un
síntoma del malestar de nuestra tierra y de nuestra falta de atención; más aún, un
signo de nuestro propio malestar y pobreza espiritual.
En este último tiempo, hemos sido demasiadas veces, testigos de la cara más
trágica de la muerte, la que está ligada a la soledad y a las palabras que no
alcanzaron a decirse y creo que invariablamente, eso debió llevarnos a reflexionar
acerca de nuestra fragilidad como individuos, reflejos de una muy frágil sociedad.
Creo que la más clara muestra de comunidad que hemos conocido en este año,
ha sido, en la mayoría de los casos, de oídas y a veces, cooperando con algo
material. Me refiero a las “Ollas Comunes”. Fueron la respuesta más pertinente,
rápida, de profundo amor y verdadera solidaridad, que surgió espontáneamente en
los sectores más populares, cuando todo el resto del mundo daba vueltas en
círculo, tratando de crear estrategias que disminuyeran el riesgo de lo propio. Son
una verdadera lección para todos los que creemos ser solidarios, cuando en
realidad, sólo hacemos caridad.
Estamos llamados a una actitud de esperanza, más allá del efecto paralizante de
dos tentaciones opuestas: por un lado, la resignación, que asume pasivamente los
acontecimientos y por otro, la nostalgia de un retorno al pasado, solo anhelando lo
que había antes. En cambio, es hora de imaginar y poner en práctica un proyecto
de convivencia humana que permita un futuro mejor para todos y cada uno. Un
sueño universal, que “integre y promueva a todos sus habitantes para que puedan
consolidar un «buen vivir»”.