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La santidad como culminación de los deseos del hombre, como culminación de sus

anhelos interiores. Munilla

Juan XXIII decía: "Consulta a tus sueños, no a tus miedos...no pienses en tus frustraciones
sino en tu potencial sin explorar... que no te inquiete lo que has intentado y no has
conseguido si no lo que todavía puedes hacer"

Esta expresión de Juan XXIII viene a sugerirnos que tenemos dentro de nosotros unas
grandes potencialidades que tenemos que explorar para nuestra vida espiritual. 

Malo será confundir la esperanza con los deseos devaluados, deseos de volar muy bajo. Los
auténticos deseos que anidan en el corazón del hombre son deseos de plenitud que Dios nos
ha dado.

No hay nada malo, sino todo lo contrario en tener grandes deseos. De hecho, dice el Salmo
37: "Sea el Señor tu delicia y Él te dará lo que desea tu corazón".

La santidad cristiana no consiste en renunciar a todos los deseos, sino a educarlos.

Hay que distinguir lo que Dios sembró como deseo de plenitud de lo que el demonio ha
convertido en tendencia pecaminosa. San Agustín dice que el demonio se ha servido de lo
que Dios ha puesto en el corazón humano para desviarlos y convertirlos en pecados. Dice
también en uno de sus sermones: Si pisoteamos nuestros vicios, nos sirven para hacernos
una escalera que nos remonta a las alturas.

Cristo quiere enseñarnos que, si nuestros deseos naturales van unidos a su gracia y se dejan
purificar e iluminar, pueden servirnos como un vehículo para alcanzar la santidad. La
fuerza de los deseos fue utilizada por Satanás para conducirnos al pecado y debe ser ahora
habitada por la gracia del Espíritu Santo para catapultarnos hacia Dios.

Abundancia versus Soberbia

Dios ha puesto el deseo de abundancia: Dice Juan 10,10: "Yo he venido para que tengan
vida y la tengan en abundancia". No nos caracterizamos por conformarnos con poquito.  El
hombre ha sido creado para una felicidad plena y absoluta. Uno no dice: "yo quiero ser un
poco feliz". No tenemos sueños baratos. El deseo de abundancia se traduce en un deseo de
totalidad. Dios ha estructurado nuestro cuerpo y nuestra psicología para desear la
abundancia. Eso nos hace crecer. 

La soberbia corrompe ese deseo natural. Lleva al hombre a confiar en su propio poder para
alcanzar la abundancia. Es como si yo no necesitara a Dios ni a nadie ára alcanzar esa
abundancia. "Abre la boca, yo quiero alimentarte"... pero uno dice: "Yo solito". 

La humildad es el antídoto hacia esa soberbia. Nos hace receptivos hacia los demás, para
que podamos recibir en abundancia. Por la humildad, lo que nos rodea, nos suma para
saciar nuestro deseo de abundancia. Sin embargo, el que tiene soberbia, todo resta.
Únicamente lo que salga de él, le da abundancia.

Estar lleno de ilusiones sanamente ambiciosas es una buena señal. Lo contrario es un signo
de que nos hemos aletargado. La abundancia ejerce como un motor de búsqueda de
plenitud dentro de nosotros.

Dignidad versus envidia

Un segundo deseo natural divino es el de dignidad, que es el correlativo con el pecado


capital de envidia. El hombre necesita tener una autoestima. Estamos llamados a tener una
autoestima. Nuestra dignidad no reside en nuestros triunfos o reconocimientos, sino en
sabernos amados.

Dios ha creado al hombre como la cumbre de su creación, le ha dado dignidad. Somos


porque hemos sido amados, porque participamos de la filiación divina. Somos hijos en el
Hijo. El papa suele repetir esta frase: No tenemos derecho a sentirnos huérfanos y
autodespreciarnos.

La envidia es el pecado capital que corrompe el deseo de dignidad. Convierte la vida en una
competición con los demás, para ser valorado por encima de los otros. Parece que, para
tener una autoestima, una dignidad, se tiene que estar por encima del otro. Si no soy por
encima del otro, yo no soy nadie. El pecado de envidia consiste en desear en el fondo y
conformarse con menos de lo que Dios quiere darte, pero el caso es que sea por encima de
otro. Y si la soberbia nos lleva a convencernos de que no necesitamos de nadie para la
felicidad, la envidia nos lleva a temer a los demás, a tomar distancia frente a las personas
que podrían ayudarte a la plenitud de la vida. La soberbia te dice: no te dejes ayudar y la
envidia sale corriendo de las personas que podrían ayudar.

La virtud contraria a la de la envidia es la caridad, la amabilidad, que nos ayuda a dar la


espalda a todo tipo de envidia y entender que Dios quiere que sumemos y no restemos los
bienes de los demás. Mi dignidad no entra en competencia con la dignidad de los demás.

El deseo de dignidad, ese deseo de ser alguien, de autoestima es maravilloso. Uno no tiene
que ser confundir humildad con no tener la autoestima debida, cuando se busca
correctamente. Cuando uno no siente la dignidad del prójimo, compite como si me hiciese
sombra a mí mismo. Es muy bueno en nuestra vida espiritual, afianzarnos en la gratitud
delante de Dios. "Te doy infinitas gracias, Señor, porque me siento amado, porque me
siento digno." Porque Dios no hace basura, luego yo no soy basura. Si yo he sido motivo
por el cual Dios se entregó por mí, cómo yo no voy a valorarme y estimarme a mí mismo.

Justicia versus ira

El deseo natural divino de Justicia el demonio manipula con la ira. Todos damos por hecho
de que el mundo debe de funcionar mejor de lo que funciona. Todos tenemos un deseo de
justicia, queremos ver cumplido el deseo de justicia. Hay personas que desean el cielo por
desear la justicia: "que venga Dios y que haga justicia". Es un deseo muy íntimo en
nosotros que nos da añoranza del paraíso y nos recuerda que lo que Dios ha hecho es
prometer que iba a restaurar la justicia.

La indignación a veces estalla en ira. Pero, dice San Ambrosio, nadie se cura a sí mismo
hiriendo al prójimo. La ira, por motivos de deseo de Justicia, es un engaño absoluto. La
paciencia, sin embargo, es totalmente necesaria para que la justicia sea correctamente o
equilibradamente deseada, y para contrastar la ira en una respuesta respetuosa y
proporcionada. 

No es bueno dejar de soñar en la justicia. A veces, de jóvenes somos idealistas y soñamos


en la justicia y luego cuando uno ya alcanza cierta edad, piensa que los anhelos de justicia
son sueños de juventud. Y eso es un mal y un cáncer para la vida espiritual. El
aburguesamiento viene cuando ese deseo de justicia lo dejamos en segundo, tercero, cuarto
y quinto lugar, después de los anhelos de bienestar. 

Paz versus pereza

El deseo de paz anida en nuestro corazón. En medio de conflictos y de problemas,


Jesucristo se nos presenta como el dador de paz y el corazón del hombre está hecho para ser
instrumento de paz. El deseo de paz hay que vivirlo, compaginándolo con la lucha por la
justicia. 

Algunos por entender mal la paz renuncian a luchar por la justicia. Nuestro deseo de paz no
es un falso pacifismo., una indolencia. Es compatible con mantener encendida la lámpara
por el deseo de la Justicia del mundo.

Jesús no nos ha traído una paz que es ausencia de problemas, sino la capacidad de vivir
interiormente en paz en medio de muchos líos.

La pereza es el pecado capital que corrompe el deseo de la paz, esconde el pecado de la


indiferencia. Para tener paz, me hago indiferente y así no sufro a lo que ocurre alrededor
mío. Esa es una falsa paz. Maximiliano María Kolbe decía que el veneno más mortal de
nuestros tiempos es la indiferencia. Es la falsa paz de Satanás.

Nuestro anhelo cristiano de paz incluye el tener que meterse en problemas. No se puede
renunciar a los problemas. Hay una paz que está más del fondo de los problemas.
Los problemas, si no se viven desde el amor propio sino desde el amor de Dios, no
te desequilibran. 

Confianza versus avaricia

¡Qué felices seríamos si fuésemos capaces de confiar! El hombre tiene un deseo natural de
confianza. Cuando confía y lo traicionan, queda totalmente frustrado, porque le han fallado.
Y tiende a decir: Todo el mundo es igual, te quiere por interés.
El deseo natural de confianza choca con tus miedos. Hay una pugna entre mi deseo de
confiar y los miedos. Jesús nos pide que confiemos pero existen las experiencias de tu vida
y los miedos del futuro que son un auténtico enemigo. 

El pecado capital que distorsiona la confianza es la avaricia. La avaricia consiste en 


agarrarte a cosas que calme tus angustias y tus temores. No confío en el futuro pero me
agarro a la cuenta corriente, como el niño que se agarran a un osito de peluche.

Detrás de la avaricia se esconde un ansia por controlar porque no se confía. Para ejercitarse
en la confianza frente a la avaricia, uno tiene que desarrollar la generosidad. Porque cuando
uno se desprende de cosas, aprende a no dejarse dominar por la avaricia y aprende a confiar
en Dios. El proveerá. La confianza se consigue haciendo ejercicios concretos de
generosidad, poniéndola en práctica, ejercitándose en el desprendimiento.

Bienestar versus gula

El deseo del bienestar es la satisfacción en todos los aspectos: en el aspecto físico,


psicológicos, social, material. Es muy normal que alguien que está enfermo tenga un deseo
de sanación. Otra cosa es cómo encause ese deseo, pero que tenga un deseo de sanación es
totalmente natural. Jesús nunca dijo a alguien que le pedía la sanación: Más te valdría
desear otras cosas. 

El pecado capital de la gula intenta corromper ese deseo que tenemos de satisfacción en lo
físico, en lo psicológico, en lo social, en lo material. Termina sustituyendo el cuidado de
nosotros mismos por la autocomplacencia. Pero una cosa es el sano deseo de bienestar y
otra cosa es hacer de eso la autocomplacencia, la meta de mi vida. La gula esconde un
intento de saciar nuestra hambre emocional psicológica relacional espiritual. Cuando
alguien tiene una ansiedad que está yendo continuamente la heladera, hay que ver qué estás
buscando detrás. ¿Qué tipo de deseo estoy intentando compensar con esa gula?

El culto al cuerpo, la obsesión por los regímenes alimenticios son versiones nuevas de la
gula. Existe hoy en día la ortorexia: la relación obsesiva y desordenada con la comida sana.
Todo esto forma parte de ese desequilibrio entre tu deseo de satisfacción y sin embargo la
deformación que hace de ello Satanás con el pecado de la gula.

La templanza sin embargo es la virtud que reconduce el pecado de gula, para que sea
verdaderamente un deseo equilibrado de bienestar y no más y no menos, para que uno
pueda disfrutar de las cosas sanamente. Es un signo de equilibrio espiritual que alguien
sepa disfrutar de una buena comida, o disfrutar de un paisaje, de un día de descanso en el
campo, de unas vacaciones. Eso es signo de equilibrio espiritual. Si cuando a alguien le
llega un día de descanso en verano y no sepa qué hacer y se ponga nervioso es un mal
signo.

Es muy importante quererse a sí mismo y saber disfrutar sanamente de la vida. Eso es un


preámbulo de la vida eterna. 
Comunión versus lujuria

El demonio se encarga de desquiciar el deseo de comunión y lo lleva a la lujuria. Tenemos


inscrito por Dios en nosotros el deseo de unión con los demás: de amar y ser amados.
Existimos en comunión con los otros.

La soledad y el sentimiento de no ser querido son la mayor pobreza, decía la Madre Teresa.
La forma más habitual de encauzar ese deseo de amar y ser queridos es el matrimonio, pero
hay otras obviamente. Nuestro cuerpo tiene una sacramentalidad que expresa su significado
nupcial. El Génesis dice: No es bueno que el hombre esté solo. El acto amoroso es la
expresión cumbre de la vocación a la comunión, llegando a ser una sola carne. Pero la
atracción del hombre y de la mujer es un reflejo de la vocación a la comunión. Dios nos ha
dado a todos una vocación a la comunión. 

La lujuria es el pecado capital que distorsiona ese deseo de Dios de la comunión,


haciéndonos creer que el mero contacto físico lo va a colmar. El pecado de lujuria consiste
en tratar a las personas como objetos de placer, de modo que se separa de modo antinatural
el cuerpo del alma. 

El demonio tiene la capacidad de distorsionar el deseo de comunión y de intentar buscar


compensaciones: ya que no vives la comunión por lo menos compensate, intenta poseer a
una persona. 

La castidad es la virtud necesaria para guardar la integridad de la persona y para poder


quererla en su integridad.

En resumen, estamos llamados a cultivar nuestra comunión con el hombre y la mujer sin
utilizarnos porque lo opuesto al amor no es el odio; la antítesis del amor es la utilización. 

Cuando vivimos ese deseo de comunión en forma casta, somos capaces de descubrir y
desarrollar la vocación al amor para la que hemos sido creados.

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