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Los derechos de esta obra son administrados por Silvia Bastos, S.L., agencia
literaria, junto con Anne Edelstein Literary Agency LLC
ANTONIO MACHADO
Hay un cuento popular que dice que un hombre tenía tanto miedo a
su propia sombra que intentó huir de ella. Creía que solo podría ser
feliz si la dejaba atrás. El hombre se angustiaba cada vez más al ver
que por mucho que corría no era capaz de huir de su sombra. Sin
querer rendirse, corrió más y más hasta que por fin se murió de
agotamiento. Le habría bastado sentarse a descansar a la sombra de
los árboles para que se hubiera desvanecido su sombra.
Nuestra sombra personal está compuesta de las partes de nuestro
ser que nosotros percibimos como inaceptables. Nuestra familia y
nuestra cultura nos hacen saber desde una edad temprana cuáles son
las cualidades de la naturaleza humana que se valoran y cuáles son
las que están mal vistas. Como lo que queremos nosotros es que nos
acepten y nos valoren, intentamos moldear y presentar un yo que
resulte atractivo para los demás y que nos garantice la integración.
Pero acabamos expresando, inevitablemente, nuestra agresividad,
nuestra necesidad de amor o nuestro miedo naturales, unas partes de
nuestro combinado emocional que suelen estarnos prohibidas, y las
personas más importantes en nuestras vidas reaccionan en
consecuencia.
La sombra se convierte en una fuerza activa en nuestra psique, y
nos dedicamos a expulsar aquellas de nuestras emociones que podrían
inspirar rechazo por parte de los demás. Puede que enterremos y
olvidemos nuestra ilusión infantil, que dejemos de lado nuestra ira
hasta que se convierta en nudos de tensión en nuestro cuerpo, que
ocultemos nuestros miedos con autocríticas y sentimientos de
culpabilidad interminables. Nuestra sombra está arraigada en la
vergüenza, está ceñida por nuestro concepto de que somos
eminentemente defectuosos.
Cuanto más profundamente nos creamos defectuosos e indignos de
ser amados, mayor será la desesperación con la que huiremos de las
garras de la sombra. Pero al huir de lo que tememos, alimentamos la
oscuridad interior. Siempre que rechazamos una parte de nuestro ser
nos estamos confirmando a nosotros mismos nuestra falta de valía
esencial. Por debajo del «no debo enfadarme tanto» se esconde un «si
me enfado, es que hay algo de malo en mí». Es como si estuviésemos
atrapados en arenas movedizas: cuanto más nos agitamos, intentando
huir de nuestra propia maldad, más nos hundimos. Con nuestros
intentos de evitar la sombra cristalizamos nuestra identidad de yo
deficiente y lleno de miedos.
Cuando Laura acudió a mi consulta de psicoterapia, su modo de
esconderse de la sombra había estado a punto de destruir su
matrimonio. En palabras de Phil, su marido, se había convertido en
«una mina a punto de estallar al menor roce por mi parte». Cuando
empezaron a salir juntos, a Phil le había resultado interesante Laura
por su sensibilidad y por su vena dramática. Laura era enfermera, y a
Phil, como a los propios pacientes de Laura, le encantaba su
capacidad para tranquilizarlo y para velar por su bienestar. Laura lo
pasaba bien con Phil, y le gustaba su inteligencia y su agudo ingenio.
Pero a los pocos meses de matrimonio, Laura empezó a sentir que la
agudeza de Phil y su humor cáustico eran como un arma dirigida
contra ella. Cuando Phil hacía algun comentario sobre la manera de
conducir de Laura o sobre cómo guardaba los platos, ella se sentía
herida y humillada. Se le empezaba a desmoronar todo por dentro,
hundiéndose en la sensación de que era una incompetente absoluta. A
veces llegaba a hervir de rabia por sentirse juzgada de esa manera y
estallaba contra él sin previo aviso. La estrategia principal de Laura
para huir de su sombra de vergüenza era la agresión verbal.
En su matrimonio había desaparecido casi por completo la
intimidad a todos los niveles; ya casi ni se hablaban. Phil era abogado
de profesión, y manejaba tan bien las palabras que era capaz de hacer
que todo pareciera culpa de Laura. Cuando sucedía esto, Laura
terminaba gritándole y huyendo después. Cuando acudió a mí para
someterse a terapia, ya había llegado a la conclusión siguiente: «Ni
siquiera vale la pena intentar hablar. Él es don Racional y siempre
puede conmigo».
Más concretamente, la noche anterior a nuestra primera sesión
había sucedido un incidente característico de la dinámica de la
relación entre ambos. Aquel día, Laura había mantenido una
discusión acalorada con su jefa en el hospital y había dimitido de su
puesto de trabajo allí mismo. Durante la cena, mientras contaba a
Phil lo sucedido, él parecía impaciente. Sonó el teléfono, Phil atendió
la llamada y se dirigió a su despacho. Laura lo siguió y se quedó en la
puerta, esperando a que terminara. Inmediatamente después de
colgar, Phil encendió la televisión. Entonces, Laura exclamó con tono
sarcástico:
—¡Te interesan todas las noticias menos las mías!
—Acabo de hablar con Nathan —replicó Phil irritado— y me ha
dicho que tenía que ver una cosa en el canal cinco de la Fox. ¿Por qué
tienes que interpretar todo lo que hago como un desprecio? Si es así
como te has estado portando con tu jefa, seguramente se alegrará de
que te marches.
Laura, con el rostro enrojecido y con ojos llenos de rabia, le gritó a
su vez:
—Ya sé lo que estás pensando, Phil. Tú también te alegrarías de que
me marchara, ¿verdad? Es eso, ¿no?
Tomó de la estantería un libro de Derecho y lo arrojó a la
televisión, gritando:
—¡Lo único que quieres es librarte de mí! ¡Pues a lo mejor lo
consigues!
Arrojó otro libro, que pasó más cerca de la cabeza de Phil. Aquella
noche volvieron a dormir en habitaciones separadas.
Cuando Laura era niña, había aprendido a protegerse de su madre,
de carácter inestable y crítico. En un momento dado podían estar a
gusto juntas y de pronto su madre la atacaba diciéndole que no
limpiaba nunca su habitación o lo mal que le sentaba el flequillo que
llevaba. Cuando Laura fue adolescente, con los grandes cambios
hormonales y de la química de su cuerpo, le resultaba imposible
mantener a raya su dolor y su rabia. Cuando su madre le reñía por su
manera de vestir, por no permanecer erguida, por tener amigos de
poca categoría, por ser tan tonta que no había sido capaz de ingresar
en una buena universidad, Laura se defendía a gritos, la insultaba y se
iba a pasar la noche a casa de una amiga. La verdad era que pasaba
fuera todo el tiempo que podía, para huir de las acusaciones
constantes de su madre de que «no era capaz de hacer nada bien».
Cuando estaba en casa y discutían, Laura se sorprendía a sí misma por
la intensidad de su propia rabia. Le parecía como si tuviera dentro un
demonio capaz de agredir, y hasta de matar, si lo dejaba suelto.
Cuando Laura se marchó definitivamente de su casa, la agresión
verbal ya era para ella una forma de vida.
En el transcurso de nuestras primeras sesiones de terapia, Laura me
dijo que en la mayoría de sus relaciones personales (con sus amigos,
con su familia, en el trabajo) sentía que estaba a la defensiva y que se
dejaba herir con facilidad. Siempre se estaba desarrollando un drama
en alguna parte. Si a ella le parecía que alguien la criticaba, o bien
rehuía a esa persona, o bien reac cionaba atacándola de tal modo que
la relación entre ambas quedaba en suspenso, a veces para siempre.
Cuando su jefa la convocó y le hizo preguntas embarazosas sobre las
tensiones entre Laura y otra enfermera compañera suya, Laura se
defendió con hostilidad abierta. Su jefa le recomendó que se calmara
para que pudieran hablar con seriedad, y entonces Laura presentó su
dimisión y se marchó.
Fuera cual fuese la situación, cuando a Laura se le desencadenaban
los sentimientos de «no ser lo bastante buena», volvía bruscamente a
su infancia, a la época en la que lo único que podía hacer era
defenderse. Esto nos pasa a todos: cuando nos tocan el punto especial
donde tenemos la inseguridad o la herida, volvemos fácilmente al
trance en toda su plenitud. En esos momentos nos parece que no
tenemos opción de decidir lo que sentimos, pensamos, hacemos o
decimos. En lugar de ello, ponemos el «piloto automático» y
reaccionamos de la manera a la que estamos más habituados, para
defendernos y para cubrir nuestra herida en carne viva.
Tal como sucede en todos los mecanismos de adicción, las
conductas a las que recurrimos para evitar el dolor no hacen más que
alimentar nuestros sufrimientos. Nuestras estrategias de escape no
solo nos agrandan el sentimiento de que hay algo de malo en
nosotros, sino que nos impiden atender a esas partes de nuestro ser
que más necesitan de nuestra atención para sanarse. Como dijo Carl
Jung en una de sus observaciones más trascendentales, las partes de
nuestra psique que no afrontamos ni sentimos son la fuente de todas las
neurosis y de todos los sufrimientos. Las reacciones de agresión verbal
por parte de Laura le impedían sentir lo avergonzada y lo dolida que
se sentía en realidad. Pero aquella «defensa» no servía más que para
avergonzarla todavía más por lo descontrolada que estaba. Sumida en
este círculo vicioso, cuanta más vergüenza sentía, más impulsada se
veía a atacar a los demás para protegerse a sí misma y para ocultar su
vergüenza. Cuando aprendemos a afrontar y a sentir el miedo y la
vergüenza que tenemos la costumbre de rehuir, empezamos a
despertar del trance. Nos liberamos para responder a nuestras
circunstancias por medios que nos aportan paz y felicidad verdadera.
CUANDO DEJAMOS DE CORRER: HACERNOS ACCESIBLES A LA VIDA DEL
MOMENTO
Sentado, en silencio, cierra los ojos y respira hondo varias veces. Evoca
una situación reciente que te suscite una reacción de ira, de miedo o de
duelo. Puede tratarse de una riña con tu pareja, de la pérdida de un ser
querido, de un enfrentamiento con tu hijo, de una enfermedad crónica, de
una conducta dañina de la que te arrepientes ahora. Cuanto más entres en
contacto con la carga emotiva de la historia, más fácil te resultará acceder
a las sensaciones de tu corazón y de todo tu cuerpo. ¿Qué es lo que te
produce sensaciones más fuertes en esta situación? Puedes ver
mentalmente una escena concreta, oír lo que se dijo, descubrir una
creencia tuya sobre lo que dice de ti esta situación o sobre lo que significa
para tu futuro. Atiende especialmente a las sensaciones que tienes en el
estómago, en el pecho y en la garganta.
Para que veas de primera mano lo que pasa cuando te resistes a las
vivencias, empieza por hacer el experimento de decir «no». Cuando
conectes con el dolor que sientes en la situación que has elegido, dirige
mentalmente a las sensaciones una corriente de «no». «No» a los disgustos
del miedo, de la ira, de la vergüenza o del duelo. Haz que la palabra lleve
consigo la energía del no, rechazando, apartando de ti lo que vives.
Mientras dices «no», observa la sensación que produce en tu cuerpo esta
resistencia. ¿Sientes tensión, presión? ¿Qué pasa con los sentimientos
dolorosos cuando dices «no»? ¿Qué pasa en tu corazón? Imagínate cómo
sería tu vida si pasaras las horas, las semanas y los meses siguientes
moviéndote por el mundo con los pensamientos y con los sentimientos del
«no».
Respira hondo varias veces y suéltate, relajando todo el cuerpo,
abriendo los ojos o cambiando un poco de postura. Acto seguido, dedica
unos momentos a evocar de nuevo aquella misma situación dolorosa que
habías escogido antes, y recuerda las imágenes, las palabras, las creencias
y los sentimientos que tenía asociados. Esta vez sé el Buda bajo el árbol
Bodhi, el Buda que invita a Mara a tomar el té. Dirige hacia tu vivencia
una corriente de la palabra «sí». Acepta la vivencia con el «sí». Deja que
floten los sentimientos, acogiéndolos en el entorno del «sí». Aunque haya
oleadas de «no» (miedos o ira que surjan de aquella situación dolorosa, o
incluso del hecho mismo de realizar este ejercicio), no tienen importancia.
Deja que esas reacciones naturales se reciban en el campo más amplio del
«sí». «Sí» al dolor. «Sí» a las partes de nuestro ser que quieren que
desaparezca el dolor. «Sí» a los pensamientos o sentimientos que surgen.
Observa tu vivencia mientras dices «sí». ¿Se produce en tu cuerpo
ablandamiento, apertura y movimiento? ¿Tienes más espacio y apertura
en la mente? ¿Qué pasa con el disgusto cuando dices «sí»? ¿Se vuelve más
intenso? ¿Se vuelve más difuso? ¿Qué pasa en tu corazón cuando dices
«sí»? ¿Qué vivirías en las próximas horas, semanas y meses si fueras capaz
de llevar el espíritu del «sí» a los desafíos y a las penas inevitables de la
vida?
Sigue sentado, soltando los pensamientos y reposando en una
consciencia atenta y relajada. Alberga la intención de decir un SÍ delicado
a todas las sensaciones, emociones, sonidos e imágenes que puedan surgir
en tu consciencia.
Los hombres no son libres cuando hacen lo que les gusta, sin más. Los
hombres solo son libres cuando hacen lo que gusta al yo más profundo. Y
¡sí que hay que bajar para llegar al yo más profundo! Hay que bucear
mucho.
D. H. LAWRENCE
Desde el ansia con que se desean mutuamente los amantes hasta el
modo en que el filósofo busca la verdad, todo movimiento procede del
que hace mover. Todo tirón nos arrastra hacia el océano.
RUMI
Tenemos que hacer frente al dolor del que hemos estado huyendo. De
hecho, tenemos que aprender a reposar en él y a dejar que nos transforme
su energía abrasadora.
CHARLOTTE JOKO BECK
Todo lo que necesitas está ya dentro de ti; lo único que te hace falta es
abordarte a ti mismo con respeto y con amor. La autocondena y la
desconfianza en ti mismo son errores graves. Lo único que te pido es esto:
que perfecciones el amor a tu yo.
SRI NISARGADATTA
Dios creó al niño, es decir, a tu deseo,
Para que llorara, para hacer fluir la leche.
¡Llora! No te quedes callado, imperturbable
Con tu dolor. ¡Laméntate! Para que te llegue
La leche del amor.
RUMI
Sucede a veces que las mismas personas que tenemos más cerca se
vuelven irreales para nosotros. Podemos caer fácilmente en la
suposición de que sabemos cómo es la vida para ellas y olvidarnos de
que esas personas, como nosotros, están cambiando siempre y sus
vivencias son siempre nuevas. Perdemos de vista que también ellas
viven plenamente, con dolores y con miedos; olvidamos lo dura que
puede ser la vida por dentro.
Jeff y Margo acudieron a la terapia porque su matrimonio iba
cuesta abajo. Jeff había sido un hombre lleno de vigor hasta que,
ocho años atrás, había contraído la enfermedad de Lyme* en una de
las acampadas que hacían juntos. Los dolores y la fatiga le iban en
aumento mes a mes. Ya no podía realizar su trabajo de ebanista,
porque tenía los dedos hinchados y rígidos.Aunque intentaba no
perder la esperanza, se iba deprimiendo más y más. Margo hacía lo
que podía: hacía horas extraordinarias en su trabajo, guisaba y
limpiaba en su casa; pero tenía la sensación de que Jeff no apreciaba
de verdad todo lo que hacía.
—Nunca hago bastante —decía ella.
Jeff interpretaba la situación en el sentido de que Margo estaba
resentida por toda aquella situación. Decía que se lo notaba en su
manera de apretar los dientes y en la tensión de sus palabras. Y decía
que ella le hacía sentirse culpable, como si fuera culpa suya estar
enfermo y no poder cumplir con sus obligaciones.
En una de nuestras sesiones realizamos un sencillo proceso de
psicodrama que se llama «inversión de papeles». En primer lugar, y
mientras Margo escuchaba con atención, Jeff describió toda la
vergüenza y la frustración que sentía por estar enfermo. Se sentía
impotente, como si fuera un debilucho con el que no se pudiera
contar para nada. Habló del miedo que tenía por su futuro y de lo
solo que se sentía, porque Margo no daba muestras de hacerse cargo
de la gravedad de lo que le había pasado a él. Había perdido la salud;
había perdido la vida que había conocido hasta entonces.
Cuando Jeff hubo terminado, los dos intercambiaron los lugares.
Margo se convirtió en Jeff, adoptando su postura e incluso, en la
medida de lo posible, las expresiones de su rostro y su tono de voz.
Situándose en el mundo de Jeff, habló de cómo era la vida con la
enfermedad de Lyme. Cuando hubieron vuelto a sus sitios originales,
Jeff dijo a Margo que oírle contar con tanta claridad las vivencias de
él le había ayudado mucho a sentirse comprendido por ella.
Cuando tocó a Margo describir sus propias vivencias, empezó a
hablar de que se sentía poco apreciada. Pero después, tras unos
momentos de silencio, dijo con franqueza:
—Me he sentido muy impotente.Tú has estado acosado por la
enfermedad. Tú, la persona que quiero. Y yo no puedo hacer que estés
mejor. Y no sé adónde va a parar todo esto.
Margo sentía ira contra la vida, no contra Jeff. Y, por detrás de la
ira, sentía una pena profunda por lo difícil que se había vuelto la vida
de los dos. Cuando intercambiaron los asientos, Jeff habló en el papel
de Margo, y describió lo que era sentirse impotente, sentir que la vida
de ambos se estaba hundiendo y que ella no podía hacer nada al
respecto.
Cuando hubo concluido el proceso, Margo y Jeff se fundieron en un
abrazo mientras ambos lloraban. Él no se había dado cuenta hasta
entonces de cuánto sufría ella por la frustración y la pena. Y ella no
había tenido idea de lo solo que se sentía él, falto de la comprensión
de ella. Sus acusaciones mutuas de «me haces sentirme…» habían
dejado paso al «¿qué puedo hacer para ayudarte?».
Thoreau escribió: «¿Acaso hay milagro mayor que ver por los ojos
de otra persona, aunque solo sea por un instante?». Como estaban
descubriendo Margo y Jeff, ver por los ojos de otro se encuentra en el
corazón mismo de la compasión. No es preciso que practiquemos
formalmente el proceso de la inversión de papeles para que
entendamos cómo es la vida para nuestro cónyuge o para nuestro
hijo, para nuestra hermana o para nuestro amigo. Podemos
imaginarnos lo que sería estar en el cuerpo y en la mente de esa
persona, viviendo sus circunstancias. Al permitirnos a nosotros
mismos abrirnos plenamente al ser consciente y vulnerable de esa
persona, sentimos una intimidad y una ternura naturales. Hafiz
escribió:
Pasa constantemente en el cielo,
Y algún día
Empezará a pasar
De nuevo en la Tierra
Y… Hablarán sinceramente
Con lágrimas en los ojos, diciéndose:
«Querido, querida,
¿Cómo puedo tratarte con más amor?
¿Cómo puedo ser más
Bondadoso?»
Pedir perdón
Así como todos y cada uno de nosotros hemos hecho daño a otras
personas, también todos y cada uno hemos sufrido heridas a raíz de
nuestras relaciones personales. Evoca mentalmente una experiencia en que
te hayas sentido muy decepcionado o rechazado, maltratado o
traicionado. Sin criticarte a ti mismo, observa si sigues portando
sentimientos de ira y de culpa hacia la persona que te hizo daño. ¿Has
cerrado tu corazón a esa persona?
Evoca con cierto detalle la situación concreta que más te recuerde cómo
te hirieron. Puede que recuerdes el gesto de enfado de tu padre o de tu
madre, o el momento en que descubriste que una persona en la que
confiabas te había engañado, o la imagen de tu pareja saliendo de casa en
un arrebato de furia. Sé consciente de los sentimientos que surgen, de la
pena o de la vergüenza, de la ira o del dolor. Con aceptación y con
delicadeza, siente cómo se expresa este do lor en tu cuerpo, en tu corazón
y en tu mente.
Ahora observa más de cerca a la otra persona y percibe el miedo, el
dolor o la necesidad de amor que puede haberle hecho comportarse de
manera dolorosa para ti. Ve en ese ser a un humano imperfecto,
vulnerable y real. Sintiendo la presencia de esa persona, susurra
mentalmente su nombre y bríndale este mensaje de perdón: «Siento el
dolor que se ha causado, y ahora te perdono en la medida en que estoy
preparado para ello». O bien, si en este momento eres incapaz de brindar
perdón: «Siento el dolor que se ha causado y tengo la intención de
perdonarte». Sigue conectado con tus propios sentimientos de
vulnerabilidad y repite durante el tiempo que quieras tu mensaje de perdón
o de intención de perdonar.
Puedes practicar el perdón a lo largo del día, de manera informal.
Cuando caigas en la cuenta de que te estás criticando
precipitadamente a ti mismo o a otra persona, puedes hacer una
pausa y ser consciente de los pensamientos y sentimientos de culpa.
Dedica unos momentos a conectar con los deseos o con los miedos
que están impulsando tu crítica. Después empieza a extender a tu vida
interior, o a la de otro, el mensaje de perdón que te resulte más
natural.Ten paciencia. Con la práctica, tu intención de amar
plenamente florecerá en un corazón capaz de perdonar.
RUMI
Busqué a mi dios,
y no lo encontré.
Busqué a mi alma
y no la hallé.
Busqué a mi hermano
y encontré a los tres.
ANÓNIMO
Aprender a estar presentes los unos con los otros es una manera de
integrar en nuestra vida cotidiana la atención plena y la bondad
amorosa. En los momentos en que nos comunicamos con sinceridad y
con bondad, empezamos a disolver el trance de la separación. En vez
de estar impulsados por los deseos o por el miedo, nos sentimos cada
vez más espontáneos y más reales. Estas prácticas resultan tan útiles
como cualquier meditación para permitirnos descubrir, por medio de
nuestras relaciones mutuas despiertas, la dulzura de nuestra conexión
y de nuestra integración.