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TEMA 4

1. CARACTERÍSTICAS ESENCIALES DEL PROBLEMA DE LA VIOLENCIA


ESCOLAR

ANPE EXTREMADURA – CURSO: PREVENCIÓN E INTERVENCIÓN ANTE EL ACOSO ESCOLAR EN


EXTREMADURA
1. CARACTERÍSTICAS ESENCIALES DEL PROBLEMA DE LA VIOLENCIA
ESCOLAR

1.1. Agentes implicados en la violencia escolar

Salmivalli et al. (1996) sostienen que todo el alumnado está implicado en los
episodios de violencia escolar de alguna manera, aunque no estén activamente
agrediendo, y añaden una serie de roles que son muy útiles para analizar la
dinámica intragrupos e intergrupos que se establece.

Los roles que encuentran son:


- Agresores (Bullies): estudiantes que toman la iniciativa de maltratar a sus
compañeros e instigan a otros para que lo hagan.
- Ayudantes (Assistants): son seguidores más pasivos del anterior, los apoyan
y actúan en segundo plano.
- Animadores (Reinforcers): aquellos que refuerzan la conducta del intimidador
incitando, riendo o mirando, siendo público del matón.
- Víctimas (Victims): los que soportan la conducta agresiva.
- Defensor de las víctimas (Defenders): presta ayuda a la víctima a través de la
acción directa enfrentándose al intimidador o indirectamente a través de
consuelo y apoyo.
- “Los que pasan” (Outsiders): no hacen nada, se quedan fuera de las
situaciones de maltrato.
- El resto de estudiantes.

Estos mismos roles se utilizan por Sutton y Smtih (1999) para replicar el trabajo
de Salmivalli, informando de la idéntica consistencia de los roles.
Posteriormente, Olweus(2001) analiza las reacciones y roles de los alumnos/as
implicados en la violencia escolar, bajo el término de “ciclo del bullying”,
diferenciando entre: bullyo agresor, víctima, seguidor secuaz (no empieza el
bullying pero adopta un papel activo), bullypasivo (apoya la violencia escolar
pero no adopta un papel activo), seguidor pasivo (le gusta la agresión pero no

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lo demuestra abiertamente), testigo no implicado (observa lo que ocurre pero
no adopta ninguna postura).
Posible defensor (le disgusta la situación y cree que debería ayudar pero no lo
hace) y defensor de la víctima (le disgusta la situación y ayuda o trata de
hacerlo).

Este autor señala ciertos mecanismos de grupo como el contagio social, el


control e inhibición deficiente ante tendencias agresivas, responsabilidad difusa
y cambios cognitivos en la percepción del acoso y de la víctima (según
Sánchez-Lacasa, 2009:27-29).

En la literatura científica, se distinguen distintos roles fundamentales de


alumnos/as implicados en la dinámica de la violencia escolar: agresor; víctima,
distinguiéndose dos tipos: víctima (víctima pasiva y víctima proactiva o
agresiva) y espectador o testigo (Defensor del Pueblo, 1999-2006).

Elaborar diferentes perfiles que definan el comportamiento y las características


de los/as agentes implicados (alumnos/as, profesorado y familiares) en la
violencia escolar tiene la dificultad de que es prácticamente imposible incluir
todos los comportamientos, situaciones, características y actitudes de los
sujetos implicados.

Cada uno tiene unas características personales y particulares que no se


pueden comparar con las del otro, de modo que podemos encontrarnos con
alumnos/as agresores, víctimas o espectadores que presenten matices
comportamentales que no estén reconocidos en el perfil. Por otro lado,
tampoco debemos pensar que estos sujetos deben manifestar todos los
aspectos contemplados en el perfil.

Existen tantos perfiles como autores e investigaciones realizadas sobre el


tema. Aunque es cierto que no hay unanimidad en las características de
personalidad de los agentes implicados en la violencia escolar, sí existen
ciertas tendencias o rasgos más frecuentes.

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Si analizamos las investigaciones llevadas a cabo (Avilés, 2002) encontramos
una serie de rasgos o tendencias comunes en situaciones de violencia/acoso
escolar que nos pueden dar un perfil global de los distintos alumnos/as
implicados: agresores, víctimas (víctimas pasivas y víctimas provocativas o
agresivas) y observadores.

1.1.1. Agresor

Los agresores (purebullies), son quienes muestran las conductas de agresión a


otros. Olweus (1998) afirma que aproximadamente el 7% de los niños en las
escuelas de Infantil y Primaria maltratan con frecuencia a alguno de sus
compañeros. Los agresores se caracterizan por mostrar altos niveles de
agresividad tanto física como verbal, utilizando la agresión física a edades muy
tempranas (Perren y Alsaker, 2006), suelen ser rechazados por parte de sus
compañeros, a pesar de que mantienen de forma estable un grupo de
amigos/as con los que tienen un fuerte vínculo social (Ortega, 2008), aunque
están menos aislados que las víctimas, buscan dominar a otros y para ello, a
menudo, abusan de su fuerza física.

Los agresores se caracterizan por ser:


- Impulsivos, lo que les dificulta el control de la agresividad y la ira, siendo poco
tolerantes a la frustración.
- Presentan una baja autocrítica.
- No necesariamente muestran niveles bajos de autoestima, frecuentando tener
una autoestima sobrevalorada.
- Tienen necesidad de autoafirmación.
- Manifiestan una alta asertividad, que en ocasiones se traduce en desafío.
- Manifiestan tendencia a las distorsiones cognitivas, que les llevan a interpretar
las relaciones con los otros como una fuente de conflicto y agresión.
- Suelen ser personas poco empáticas y con pocos sentimientos de culpa,
hostiles, poco cooperativas, poco sociables y, además, parecen tener bajos
niveles de ansiedad (Carney y Merrel, 2001).

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Se muestran insensibles ante el sufrimiento de los demás, tienen una gran
facilidad para exculparse, minimizando sus actos y culpando a los demás.
- No suelen reconocer a la autoridad y transgreden las normas.
- El colectivo de agresores presenta un pobre ajuste escolar, bajo rendimiento
académico y perciben que son menos apoyados por sus profesores (Nansel et
al., 2004). Están poco integrados en el sistema escolar, con una actitud
negativa hacia la escuela, siendo menos populares que los alumnos/as bien
adaptados, pero más que las víctimas.
- Generalmente son del géneromasculino y con unacondiciónfísicamás fuerte.-
Las manifestaciones agresivas son diferentes para los chicos y chicas: en los
chicos predomina más la agresión directa, mientras que en las chicas
predomina más la agresión indirecta, psicológica o exclusión social.
- Establecen una dinámica relacional agresiva y generalmente violenta con
aquellos que consideran débiles.
- Se consideran líderes y poco sinceros.
- Son alumnos/as que muestran elevadas puntuaciones en las escalas de
emocionabilidad y extroversión.

Además, según Rodríguez (2005), los agresores suelen presentar cuatro


necesidades básicas: necesidad de protagonismo (suelen tener la necesidad
de ser vistos y aceptados, que les presten atención y mostrar un autoconcepto
positivo); necesidad de sentir superioridad y poder (sienten un enorme deseo
de ser más fuertes y poderosos que los demás); necesidad de ser diferentes
(suelen crearse un reputación y una identidad particular en el grupo de iguales
que les rodea; con esta nueva identidad pretenden ser diferentes y rechazan
todo aquello que no es igual o similar a la imagen que han creado) y necesidad
de llenar un vacío emocional (no son capaces de emocionarse o reaccionar con
afecto ante los estímulos de la vida diaria; por el contrario, persiguen
constantemente nuevas vivencias y sensaciones).

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Es un grupo menos heterogéneo que el de las víctimas aunque algunos
investigadores diferencian, por un lado, el agresor pasivo (Olweus, 1998) que
sería aquel alumno/a que apoya al agresor activo, que no sería quien lo inicia,
pero sí quien refuerza y anima a que se produzca la violencia. Por otro lado
tendríamos al agresor activo, que se caracteriza por ser quien inicia y dirige la
agresión, gozando de una mayor popularidad que el agresor pasivo, entre sus
compañeros (Perren y Alsaker, 2006).

En el ámbito familiar suelen carecer de relaciones afectivas cálidas y que les


aporten seguridad, presentando las figuras de apoyo poca disponibilidad para
atender sus necesidades, al igual que para marcar unos límites claros sobre lo
que está permitido o prohibido, combinándose en su educación aleatoriamente
la permisividad con el uso de medios coercitivos (castigo físico).

1.1.2. Víctima

En Díaz-Aguado (2004), las víctimas suelen diferenciarse en víctimas pasivas y


víctimas preactiva o agresiva:

A) Las víctimas pasivas (pure-victims), se caracterizan por ser agredidas pero


no agreden a otros. Olweus (1998) afirma que aproximadamente el 10% de
niños escolarizados pueden ser clasificados como alumnos victimizados
repetidamente. Diferenciando por un lado a la víctima pasiva, que es la más
común, siendo sujetos inseguros y que sufren calladamente el ataque del
agresor, por ello sus compañeros/as las perciben como débiles y cobardes,
considerándose ellos/as mismos débiles, cobardes, tímidos, retraídos y de
escasa ascendencia social (Cerezo, 2001; Carney y Merrel, 2001).

Su comportamiento para el agresor es un signo de inseguridad y desprecio al


no responder al ataque y al insulto (Avilés, 2006). Por otro lado Olweus (1998)
asocia ese modelo de ansiedad y de reacción sumisa con la debilidad física
que les caracteriza, sobre todo en los chicos.

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Para este autor, las víctimas pasivas se caracterizan por:

- Poseer pocos recursos sociales en la escuela, lo que les lleva a tener pocos
amigos y menor popularidad, y en algunos casos manifiestan preferencias a la
hora de relacionarse con los adultos, más que con sus iguales.
- Muestran poca asertividad, mucha timidez, inseguridad y ansiedad.
- Sentimiento de culpabilidad, lo que les inhibe para poder comunicar su
situación a los demás.
- Poseen una baja autoestima e interiorización de problemas tales como
ansiedad y depresión, tener pocos amigos, ser rechazados y encontrarse
aislados socialmente por sus compañeros.
- No necesariamente tienen bajo rendimiento académico.
- Suelen tener una complexión y temperamento débil, y en ocasiones algún tipo
de hándicap (ser bajito o gordo, tener nariz pronunciada, etc.).
- Falta de asertividad y seguridad.
- Tendencia a somatizar. Pueden fingir enfermedades e incluso provocarlas por
su estado de estrés.
- Viven sus relaciones interpersonales con un alto grado de timidez, lo que en
ocasiones les puede llevar al retraimiento y al aislamiento social.
- Aceptación pasiva de la frustración y el sufrimiento, carencia del deseo de
confrontación, competitividad, venganza o agresión.
- A diferencia de lo que ocurría con los agresores, el papel de la víctima lo
encontramos tanto en chicos como en chicas.
- Se autoevalúan como poco sinceros.
- Tienen una opinión de sí mismos y de su situación muy negativa.
- Se sienten sobreprotegidos por sus padres y con escasa independencia.
- Tienen dificultades para imponerse y ser escuchados en el grupo de
compañeros/as.
- Poseen creencias irracionales como confiar en los “milagros”, el horóscopo o
la “varita mágica” para la solución de los problemas.
- Tienen puntuaciones altas en neuroticismo, junto con altos niveles de
ansiedad e introversión.

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Estas actitudes, les lleva a infravalorar las estrategias agresivas a la hora de
solucionar los problemas y valoran mejor las alternativas sumisas, lo que hace
que su situación de víctima perdure (Veenstra et al., 2005). A este respecto,
Perren y Alsaker (2006) indican que los niños/as víctimas prefieren jugar solos,
pero a la vez son marginados y no tienen amigos para jugar ni para ayudarles
en clase, concluyendo que estas características son un factor de riesgo para
ser víctimas.

Todo ello unido a los efectos negativos derivados de las experiencias de ser
agredido por sus iguales (ansiedad, depresión, etc.) hace que su actitud hacia
la escuela sea pasiva y negativa, llegando a presentar episodios de
somatización de enfermedades, y con ello altos índices de absentismo (Blaya,
2005 y Cerezo, 2001).

En el ámbito familiar, las víctimas pasan más tiempo en casa. Se indica que
una excesiva protección paterna genera niños dependientes y apegados al
hogar, rasgos que caracterizan a las víctimas (Olweus, 1998). Las víctimas
suelen tener un contacto más estrecho y una relación más positiva con sus
madres (Avilés, 2006).

B) La víctima provocativa o agresiva (bullies-victims) suele ser miembro de un


grupo de menor tamaño que es extremadamente agresivo y tiende a provocar
los ataques de otros alumnos/as (Benítez y Justicia, 2006).

Los miembros de este grupo sufren más rechazo social, se enfrentan tanto a
los agresores como a las víctimas pasivas (Olweus, 1998). Este grupo de
víctimas entraría dentro del conjunto de alumnos/as que, en función de
variables contextuales y/o situacionales, asumen el rol de víctima o el de
agresor, dando lugar a la figura de agresor-víctima (Griffin y Gross, 2004).

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En general, existen más datos sobre las víctimas pasivas que de las víctimas-
agresivas. A pesar de ello, podemos apuntar que las víctimas provocativas o
agresivas son quienes han sido agredidos y han agredido a otros; se
caracterizan por mostrar rasgos hiperactivos, fuerte temperamento y son
agresivas (Perren y Alsaker, 2006; Venstra et al., 2005).

Suele exhibir sus propios rasgos característicos, combinando un modelo de


ansiedad y de reacción agresiva.

Se caracterizan por presentar una situación social de aislamiento y fuerte


impopularidad, encontrándose entre los alumnos más rechazados por sus
compañeros (más que los agresores y las víctimas pasivas), presenta una
tendencia excesiva e impulsiva a actuar, a intervenir sin llegar a elegir la
conducta que puede resultar más adecuada a cada situación, con problemas
de concentración y cierta disponibilidad a reaccionar con conductas agresivas e
irritantes (Díaz-Aguado, 2004).

En resumen, se puede afirmar que las víctimas provocativas se caracterizan


por: mostrar hiperactividad y ansiedad, presentar importantes déficits en
habilidades sociales, no respetan las normas sociales, ser impulsivas e
impacientes, informar de un trato familiar hostil y coercitivo y soler ser
rechazadas por sus compañeros de clase.

1.1.3. Observador/a

Los espectadores son aquellos que no reconocen ser víctimas ni agresores.


Olweus (1998) ha interpretado la falta de apoyo de los/as compañeros/as hacia
las víctimas como el resultado de la influencia que los agresores ejercen sobre
los demás. Los espectadores son aquellos quienes a veces observan sin
intervenir, pero frecuentemente se suman a las agresiones y amplifican el
proceso. Esto se explica por el fenómeno del contagio social que fomenta la
participación en los actos de intimidación, o también por el miedo a sufrir las
Mismas consecuencias si se ofrece apoyo a la víctima.

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El estudio del papel de los compañeros que no participan directamente en el
acoso está creciendo de forma importante (Díaz-Aguado, 2004; Pellegrini,
Bartini y Brooks, 1999), al observarse que suelen estar presentes en la mayoría
de las situaciones que se producen.
Se ha observado que tener amigos y caer bien protege a la víctima, aunque el
carácter protector de los amigos es casi nulo si proceden del grupo de víctimas,
por lo que se desprende que para prevenir la violencia es necesario intervenir
en el conjunto de la clase.

Podemos distinguir tres tipos de espectadores:

- Espectadores pasivos: alumnos/as que conocen la situación y no lo


comunican porque temen ser las próximas víctimas o porque no sabrían cómo
defenderse.
- Espectadores seguidores (del agresor): algunos espectadores pueden pasar a
ser el grupo del agresor. El acosador suele estar acompañado por alumnos/as
fácilmente influenciables y con un espíritu crítico poco desarrollado. Estos
alumnos/as observan cómo el acosador a través de la violencia obtiene éxito,
por lo que deciden imitarle y formar parte de su grupo.
- Espectador asertivo: apoya a la víctima, y a veces recrimina al agresor.
Smith (2005) describen las diferentes reacciones que los alumnos/as pueden
tener como observadores, e indican la necesidad de disponer de información
sobre la dinámica de la violencia escolar.

Así pues, desde una actitud activa se pueden aprobar o desaprobar las
situaciones de agresión y victimización, generalmente movidos por la amistad
hacia uno de los compañeros/as, el grado de responsabilidad que se atribuyan
en estas circunstancias y los sentimientos de respeto a la autoridad o temor
ante las posibles reacciones adversas.

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De mismo modo, la postura puede ser pasiva, es decir, tratar de no implicarse
en el tema. Los motivos de una u otra conducta suelen estar asociados al
miedo, a la escasa consideración de los problemas de los demás, y
especialmente, a los mecanismos de interacción que se derivan de las
situaciones socioafectivas (Piñero-Ruiz, 2010).

Una falta de relación amistosa con el sujeto y carencia de mecanismos de


defensa hacen que muchos de los espectadores se queden pasivos y decidan
no intervenir (Almeida, 1999 y Díaz-Aguado et al., 2004).

1.1.4. Adultos

La concepción ecológica del desarrollo humano concede importancia


fundamental a los diferentes contextos en que el individuo interacciona con los
demás, siendo la familia el primer y principal microsistema de interacción.
Díaz-Aguado (2004, 2005) señala que las peculiaridades de las relaciones
familiares las diferencian particularmente de las relaciones que se pueden dar
en otros contextos.

En estas relaciones destaca la elevada implicación personal, el carácter


privado, la alta frecuencia y duración de las interacciones a nivel familiar. Si
estas características son las adecuadas, se desarrollan en el ámbito familiar los
vínculos afectivos más importantes y permanentes, que colaboran
positivamente en el desarrollo de una personalidad segura y estable.

No obstante, si estas características no son las adecuadas, se producen


elevados niveles de estrés y conflicto, donde la agresión resulta el medio para
resolver los problemas y el contexto familiar se torna un espacio en el que se
pueden producir graves y frecuentes situaciones de violencia.

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Así, se ha constatado que los padres, a través del modelado y del refuerzo de
determinados comportamientos en situaciones de interacción social, transmiten
a los hijos/as un estilo comportamental que éstos últimos tienden a replicar en
sus relaciones sociales. A su vez, este estilo de comportamiento caracterizado
por la utilización de estrategias violentas de resolución de conflictos, se ha
asociado con habilidades sociales deficitarias, conductas de evitación en
situaciones de interacción con el grupo de iguales y problemas de conducta,
variables íntimamente ligadas al rechazo entre iguales (Carson y Parke, 1996).

En este sentido los aspectos fundamentales que inciden en las relaciones con
los hijos/as es el apoyo parental y la comunicación entre padres e hijos/as.
Respecto al apoyo parental, la percepción de los hijos/as de un bajo apoyo de
sus padres se ha asociado con el rechazo del grupo de iguales y la expresión
de problemas de conducta (Patterson et sl., 1989).

La cohesión familiar y la comunicación positiva y abierta se han vinculado con


la aceptación social en la escuela (Steinberg y Morris, 2001), mientras que el
estilo comunicativo ofensivo y la existencia de un elevado conflicto entre los
padres se han relacionado con el rechazo y la violencia escolar (Estévez,
Musitu y Herrero, 2005).

Las situaciones de violencia escolar, que posicionan a un niño/a como víctima


o agresor en las mismas, responden a un contexto complejo, determinado por
la amplitud de características asociadas a cada microsistema en el se ha
desarrollado y se desarrolla el niño/a, y a las interacciones que en estos
ocurren. Siendo así, la intervención se presenta como un desafío importante
que, cuanto mayor alcance presente, tendrá mayores posibilidades de ser
efectiva. Por ello, la intervención y la promoción de la no violencia desde los
centros educativos, ha de desarrollar un punto de intercambio con los padres,
promoviendo la participación de los mismos, el acercamiento de las familias y
la comunidad educativa, lo cual permitirá evaluar que aspectos pueden estar
incidiendo en las situaciones de violencia escolar, identificarlos y buscar los
medios, entre familia y escuela, para minimizarlos.

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La lucha para erradicar la violencia escolar, ha de ser una lucha consensuada
entre todos y cada uno de los componentes de la sociedad.

Son escasas las familias que consideran que la mejora de la convivencia en la


escuela de sus hijos/as no entra dentro de sus competencias (Cangas et al.,
2007); es decir, su labor educativa con respecto a sus hijos/as no influye sobre
las conductas violentas de éstos dentro del contexto educativo, siendo muchos
los estudios que consideran a las familias y su relación con el centro educativo
uno de los elementos fundamentales para la mejora de la convivencia
y la disminución de las conductas violentas (O´Moore, 2000 y Gázquez et al.,
2005). Cabe destacar que más del 90% de los padres manifiestan que es
necesario una intervención conjunta entre los familiares y los docentes (Cangas
et al., 2007).

Por otro lado, la implicación del profesorado en la prevención de la violencia


escolar es importante para el diagnóstico del problema, el diseño,
implementación de la acción, y para la evaluación de la intervención realizada.
Por estas razones cobra vital importancia saber qué conocimientos, actitudes y
percepciones tiene el profesorado sobre esta problemática
(Benítez, García, Fernández, 2007).

De esta manera, se hace necesario conocer qué opinión tiene el colectivo de


profesionales de un centro educativo sobre el problema de la violencia escolar
y, muy especialmente, qué postura adoptan ante estas situaciones. En
definitiva, contribuir a tomar conciencia del problema, tratar de aproximar
posturas y despertar la inquietud por estar atento a sus manifestaciones
(Cerezo, 2001).

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La investigación a nivel internacional ha evidenciado que muchos estudiantes
piensan que los adultos/as (profesorado, padres y tutores), en general
presentan limitaciones a la hora de percatarse de los hechos relacionados con
la violencia escolar, puesto que, en muchas ocasiones, piensan que las
agresiones entre escolares son parte natural del proceso de crecimiento y que
los/as niños/as deben aprender a defenderse solos; mientras que otros adultos
no quieren reconocer que en su centro se llevan a cabo conductas violentas.

Estos datos quedan confirmados con otros estudios, como el que nos presenta
el informe de Monbuso (1994), indicando que el 50.6% de los padres y madres
no saben que sus hijos/as son víctimas y que el 67.4% de los progenitores se
enteran por las víctimas y no por el centro escolar. Estos datos apoyan la idea
de que una parte muy importante del profesorado no tiene conocimiento de lo
que está pasando (Monbuso, 1994; Defensor del Pueblo, 1999 y
2006) y tampoco se siente preparado para afrontarlo (Byrne, 1994).

De hecho, es el último colectivo al que el alumnado victimizado suele


comunicar lo que le sucede (Whitney y Smith, 1993; Defensor del Pueblo, 1999
y 2006). Díaz Aguado et al. (2004) señalan que alrededor del 50% de los/as
estudiantes refieren que los docentes trabajan e intervienen activamente y que
se puede contar con ellos; sin embargo, el 34% señala que los docentes “no se
enteran de lo que ocurre”, un 32% que “no saben impedirlo” y un 21% “miran
para otro lado” ante las situaciones de violencia escolar.

Con respecto a la ayuda recibida, el Informe del Defensor del Pueblo (2006)
indica que el 68.5% señala que son los amigos/as quienes intervienen para
ayudar a la víctima; un 15.3% dice que reciben ayuda de los docentes; otro
19.8% manifiesta que no le piden nada por desconocimiento; y un 6.6% no
hace nada aún conociendo la situación.

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Cerezo y Bernal (2010) ponen de manifiesto que tanto padres como profesores
indican que perciben un mayor nivel de comunicación entre los hijos/as y sus
padres, del que los propios hijos/as perciben. Estos datos resultan alarmantes
e indican, una vez más, la dirección a la que debemos dirigirnos: la necesidad
de potenciar la comunicación entre docentes, familiares y alumnos/as,
mejorando la calidad de la comunicación en el ámbito escolar; la importancia
de alcanzar un compromiso y trabajo conjunto de los protagonistas en el ámbito
educativo, haciendo extensiva la tarea de la prevención e intervención a la
comunidad educativa y a las familias de los estudiantes en particular.

Conocemos, no obstante, que en la edad infantil, los niños comunican más su


situación de riesgo a profesores y padres: un 32% de las víctimas lo hace a los
profesores y un 29% a la familia, mientras que en edades adolescentes el
grado de comunicación es considerablemente inferior (Ortega, 2001). Esto
conlleva una dificultad añadida en términos de detección e intervención puesto
que, cuando los casos salen a la luz, la escalada de las agresiones suele estar
en niveles de mayor riesgo e intensidad para la víctima.

Por tanto, es necesario no solo alertar a los adultos sobre la importancia de


estos hechos para que mantengan una actitud vigilante y atenta, sino también
concretar y definir con claridad con los alumnos/as qué tipos de actitudes y de
relaciones no son permisibles, y, por consiguiente, deberían comunicarse por
las víctimas, en caso de producirse, ya que atentan contra el clima social
positivo que ha de existir en las escuelas (Defensor del Pueblo, 1999).

Por ello, podemos afirmar que el profesorado y los familiares juegan un papel
muy importante en la violencia escolar, aunque en ocasiones pueden ser los
últimos en conocer la existencia del problema, ya que la falta de información
por parte del adulto dificulta la intervención.

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A pesar de ello y afortunadamente, cada vez son más, profesorado y familiares,
los que reconocen que la violencia escolar es un problema y están dispuestos a
intervenir para erradicarlo.
Sobre la disposición a colaborar en programas de prevención o intervención,
Cerezo y Bernal (2010) señalan que sólo los profesores estarían dispuestos a
formar parte de los grupos de trabajo para la mejora de la convivencia escolar,
siendo esta iniciativa poco secundada por los padres (sólo estaría dispuesto el
13.7%).

Respecto a las medidas educativas que se están trabajando para afrontar este
problema, podemos decir que se están llevando a cabo iniciativas o programas
en los que deben participar y trabajar de forma cooperativa alumnos/as,
profesores y familiares para, en primer lugar, prevenir y erradicar la violencia en
los centros educativos.

En segundo lugar, cabe resaltar el papel que desempeñan los padres y


profesores en dicha intervención, pero muchas veces se encuentran sin los
medios o sin la preparación necesaria para actuar. Ante esta situación, se van
llevando a cabo iniciativas positivas, como las de formación y entrenamiento en
observación de situaciones de violencia, capacitándoles con técnicas y
estrategias referidas a la prevención e intervención ante problemas de violencia
escolar, así como trabajar desde la unidad familiar este problema.

1.2. Factores de riesgo para convertirse en víctima o agresor

Los factores de riesgo que potencialmente pueden intervenir en el acoso


escolar son múltiples y variados. La violencia puede ser expresión de factores
como las variables personales, influencia de la familia o del grupo de amigos,
etc., así como por la estructura escolar y sus métodos de enseñanza-
aprendizaje, entre otros (Avilés, 2003; Defensor del Pueblo, 1999; Serrano e
Iborra, 2005).

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Podríamos apuntar que en la mayoría de las ocasiones posiblemente interviene
más de un factor, existiendo una conexión muy estrecha entre factores
sociales, familiares, escolares y personales en el origen del acoso escolar.

Olweus (1998) enfatiza como factores que favorecen o protegen las situaciones
de agresión los siguientes:
- Formas de educación en que no se proporciona suficiente carga afectiva a
los/as niños/as, no reciben la suficiente atención y no interiorizan pautas claras
de comportamiento.
- Problemas en las relaciones familiares, que hacen que se vivan situaciones
conflictivas entre los padres, situaciones de divorcio, alcohol, enfermedades,
violencia, etc.- Situaciones de desfavorecimiento social y de pobreza no como
causas en sí, pero sí como caldo de cultivo donde se da una crianza menos
satisfactoria y más conflictiva para los/as niños/as.
- Actitudes y conductas personales en el ámbito educativo, especialmente del
profesorado, de cara a la prevención y reorientación.

- Por parte de familias y alumnado espectador resulta especialmente relevante


su participación en las situaciones de intimidación, cada uno en su ámbito.
En este sentido, diversas investigaciones se han centrado en identificar y
analizar los perfiles y características que muestran los alumnos/as implicados
en la violencia escolar, con el objetivo de poder intervenir de forma preventiva
con los/as alumnos/as que presenten algunas características que configuran
los perfiles de riesgo antes de que un alumno/a se pueda convertir en víctima o
en acosador.

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“Tipología” del Agresor

Factores individuales

Algunas características personales pueden ser factores de riesgo, aumentando


la probabilidad, en un momento dado, de que los/as alumnos/as se comporten
de manera violenta con su grupo de iguales. Los acosadores presentan un
temperamento impulsivo y agresivo, manifestando una ira incontrolada, tienen
complejos con necesidad de autoafirmación, carecen de sentimientos de
culpabilidad, así como falta de empatía y responsabilidad, mostrando tendencia
a culpar a los otros de sus errores.

Estos también presentan un bajo rendimiento académico, a la vez que tienen


necesidad de estar con compañeros, pero sus relaciones sociales las
interpretan en términos de poder-sumisión. Otro factor que favorece los
comportamientos agresivos es el consumo de alcohol y otras sustancias
adictivas.

También son importantes factores de riesgo determinados trastornos


psicopatológicos como: trastornos de conducta (trastorno por déficit de
atención con hiperactividad, trastorno negativista- desafiante y trastorno
disocial), trastornos de control de impulsos (trastorno explosivo intermitente) y
trastornos adaptativos (trastorno adaptativo con alteración mixta de las
emociones y el comportamiento) (Collel y Escudé, 2006; Kumplalainen et al.,
1999; Olweus, 2001; Serrano, 2006; Serrano e Iborra, 2005).
Los agresores muestran una tendencia hacia actividades antisociales y
delictivas. En el caso de agresores sistemáticos, al menos un 25% terminan
teniendo problemas con la justicia (Avilés, 2002a). Un 60% de los niños
acosadores habrán cometido más de un delito antes de los 24 años de edad,
por lo que el riesgo de terminar convirtiéndose en delincuentes será cuatro
veces mayor que para el resto (Piñuel y Oñate, 2005).

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Factores familiares

El contexto familiar tiene una importancia fundamental para el aprendizaje de


las formas de relación interpersonal. Algunas investigaciones han aportado
variables que suceden en el ámbito familiar e influyen en la aparición de las
conductas intimidatorias. Patterson, DeBaryshe y Ramsay (1989) señalan
como los principales factores familiares que predisponen para un alto nivel de
agresión, la falta de cariño entre los padres y madres, el uso de la violencia
física, la falta de normas claras y constantes, o emplear técnicas inadecuadas
para el control de los hijos/as.

Navarro, Musitu y Herrero (2007) confirman que la desorganización familiar


(problemas de comunicación, vínculo emocional y capacidad de adaptación),
tiene repercusiones muy significativas en la delincuencia, violencia,
victimización y sintomatología depresiva en los hijos/as adolescentes.

De los resultados obtenidos en diversos estudios, podemos afirmar que


algunos factores familiares que favorecen la probabilidad de que el acosador se
comporte de manera agresiva son: proceder de hogares que se caracterizan
por su alta agresividad, violencia y falta de cariño, apoyo e implicación entre los
miembros de la familia, carencia de normas, permisividad y tolerancia de la
conducta agresiva del hijo/a, comportamientos agresivos con los miembros de
la familia, una relación negativa entre progenitores e hijo (vínculo de apego
inseguro, cuyos padres tienen actitudes más negativas hacia ellos).

Familias disfuncionales caracterizadas por compartir poco tiempo en familia y


presentar pobres o escasos canales de comunicación, y problemas
psicológicos y conductuales en los progenitores (Estévez, Musitu y Herrero,
2005; Garaigordobil y Oñederra, 2010; Olweus, 1998; Ortega y del Rey, 2003;
Serrano e Iborra, 2005).

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Factores escolares

Los factores escolares que favorecen el comportamiento agresivo son: las


políticas educativas que no sancionan adecuadamente las conductas violentas,
los contenidos excesivamente académicos y la ausencia de transmisión de
valores, la transmisión de estereotipos sexistas en las prácticas educativas, la
ausencia de planes de atención para la diversidad, la carencia de
competencias para el control de la clase por parte del profesorado, falta de
reconocimiento social respecto a la labor del profesorado y finalmente, la
ausencia de la figura del maestro como transmisor de la educación en valores
(Avilés, 1999; Serrano, 2006; Serrano e Iborra, 2005).

“Tipología” de la Víctima

Factores individuales

Olweus (1998) señala a las víctimas como débiles, inseguras, ansiosas, cautas,
tranquilas, tímidas y con bajos niveles de autoestima (Farrington, 1993). Según
Olweus, describiendo los dos prototipos de víctimas encontramos:

- Las víctimas pasivas se suelen caracterizar por estar aisladas, ser ansiosas,
inseguras, precavidas y sensibles, tener baja autoestima, poseer una mala
opinión sobre la violencia, ser niños/as físicamente débiles, sensibles y con
dificultades para defender sus derechos.

- La víctima provocativa suele exhibir sus propios rasgos característicos,


combinando ese modelo de ansiedad y de reacción agresiva, lo que es
utilizado por el agresor para excusar su conducta y en ocasiones suelen
adoptar el papel de agresor mostrándose violentos y desafiantes.

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Suelen ser alumnos/as que tienen problemas de concentración y tienden a
comportarse de forma irritante y con tensión a su alrededor. A veces suelen ser
tildados de hiperactivos, y lo más habitual es que provoquen reacciones
negativas en gran parte de sus compañeros/as, aunque no en los agresores.
Determinados trastornos psicopatológicos también son importantes factores de
riesgo.

Las víctimas pueden manifestar rechazo a la escuela y relaciones


interpersonales problemáticas (Sato et al., 1987). Tienen problemas como la
ansiedad y la inseguridad (pueden tener forma de pánico, palpitaciones,
ahogos, arritmia, taquicardia, entre otros), depresión (hasta puede llegar a
manifestar ideación suicida), dificultad para dormir, problemas de conducta,
cambios en el estado de ánimo, trastornos de la alimentación. Y síntomas
físicos tales como dolores de cabeza, de pecho, de estómago, de brazos y
piernas, arranques de cólera, vómitos, problemas visuales, hiperventilación,
estados de amnesia temporal, fatiga crónica y úlceras (Gribbon y Vilaplana,
2001).

En general, los factores individuales de riesgo de la víctima según Serrano e


Iborra (2005) son: baja autoestima y falta de confianza, pocas habilidades
sociales para relacionarse con los otros niños, nerviosismo, rasgos físicos
culturales distintos a los de la mayoría (etnias, raciales, culturales), posible
discapacidad o handicap.

Las víctimas muestran un alto grado de timidez y retraimiento, altos niveles de


introversión que le pueden llevar al aislamiento social (Cerezo, 2001). Tienen
un bajo autoconcepto (Austin y Joseph, 1996) y muestran bajos niveles de
asertividad (Smith, 1989).

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Factores familiares

Los factores familiares de riesgo son muy similares a los de los agresores:
familia disfuncional, poca comunicación familiar y prácticas de crianza
autoritaria o negligente, y sobreprotección de la familia con carencia de
habilidades para la resolución de problemas.

En el ámbito familiar, los/as alumnos/as víctimas suelen pasar más tiempo en


casa que otros sujetos. Una excesiva protección paterna genera niños/as
dependientes y apegados al hogar, rasgos que caracterizan a las víctimas.
Este dato lo confirma Olweus (1998) el cual considera que la sobreprotección
de los padres puede ser a la vez causa y efecto del acoso escolar.

Una de las consecuencias de esta sobreprotección es que los hijos no


adquieren estrategias de confrontación, por lo que cuando se encuentran con
una situación de prepotencia o abuso por parte de otros compañeros, tienen
muchas dificultades para enfrentarse a ella.

Factores escolares

También existen unas serie de factores escolares que aumentan la


probabilidad de que un alumno/a sea víctima de acoso escolar: la ley del
silencio, donde el agresor exige silencio a la víctima o ésta le autoimpone por
temor a las represalias (los observadores también callan por miedo, por
cobardía o por no ser acusados de chivatos); poca participación en actividades
de grupo; pocas relaciones con sus padres; poca comunicación entre
alumnos/as y profesores; y la ausencia de una figura de autoridad de referencia
en el centro escolar.

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1.3. Factores de riesgo social y cultural

Las experiencias de los niños/as y adolescentes no sólo son escolares sino que
se le suman las vividas en sus hogares, ante la pantalla del televisor,
ordenador o videoconsola, su grupo de amigos, el barrio, etc., multitud de
sensaciones, emociones, deseos y sueños que vienen determinados por esas
experiencias que les acompañan cada día y que entran en las escuelas.

El informe de los resultados obtenidos en la investigación llevada a cabo por el


Defensor del Pueblo (1999-2006) refiere que existen tres factores sociales de
riesgo para el desarrollo de problemas de conducta en alumnos/as de
Educación Secundaria:

1) La influencia de los medios de comunicación.


2) Los recursos comunitarios.
3) Las creencias y valores culturales en el entorno social al que pertenece el
adolescente.

La influencia de los medios de comunicación, y especialmente la de aquellos


que trasmiten la información en imágenes (televisión, videojuegos, Internet,
etc.) se debe principalmente a que suelen mostrar modelos atrayentes en los
que existe una clara asociación entre la violencia y el triunfo, lo que puede
inducir a los niños/as a imitar tales comportamientos.
Los medios de comunicación tienen efectos positivos y negativos en la
población.

Algunas de sus cualidades son que tienen elementos útiles para enseñar y
transmitir las actitudes, valores y comportamientos de la sociedad. Aunque se
encuentran más valoraciones negativas hacia los medios de comunicación que
positivas, no son neutrales, están hechos para distraer y no para informar
(Ortega, 2008), fomentan la violencia (Monclús et al., 2004), promueven el
consumismo; estimulan el erotismo; obstaculizan las relaciones familiares y el
rendimiento académico (Cerezo, 2006a).

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Diferentes estudios han corroborado que gran parte de la programación
televisiva y los videojuegos contienen elementos violentos, de impunidad a las
agresiones, inevitabilidad de las agresiones, contribuyendo al fomento de la
violencia en la sociedad. Lo que lleva, a la vez, a fomentar los modelos
violentos, morbosidad, la competencia, la insensibilidad y los estereotipos,
especialmente en los/as niños/as, debido a que no tienen una conciencia crítica
totalmente desarrollada.

De los programas televisivos se deben analizar e identificar los valores que se


están trasmitiendo para poder tomar medidas para combatir los efectos
negativos de los medios de comunicación. A través de la escuela se pueden
tratar educativamente esas consecuencias negativas, enseñando a los
estudiantes a analizar los programas y a desarrollar un pensamiento crítico
frente a este tipo de televisión. La violencia televisiva se puede afrontar si
la sociedad, las familias y la escuela trabajan conjuntamente (Sánchez Lacasa,
2011).

De la misma manera, los gobiernos deberían tener mayor supervisión de los


videojuegos que se comercializan y los familiares y profesorado también
deberían responsabilizarse de concienciar sobre las consecuencias nocivas de
ciertos tipos de videojuegos, así como vigilar y controlar más las páginas Web
de Internet que visitan los/as menores.

Otros factores de riesgo social tenidos en cuenta por Trianes (2000) son, sobre
todo, la pobreza, la baja calidad de vida familiar (desavenencias familiares,
inconformidad, bajo nivel cultural, etc.), los problemas económicos y sociales,
la frustración y la inestabilidad familiar, problemas todos ellos vinculados a
conductas agresivas.

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En la sociedad actual muchas personas recurren a la violencia para expresar
sus frustraciones o para solucionar sus conflictos. Fernández et al. (2002)
enfatiza que estas conductas violentas, de forma directa o encubierta,
repercuten en los/as niños/as, debido a que normalizan la violencia y la
fomentan.

Por otro lado, Serrano e Iborra (2005) y Sánchez Lacasa (2011) señalan otros
factores de riesgo socioculturales, como son la situación económica precaria, el
desempleo, los estereotipos sexistas instalados en la sociedad, la falta de
espacios adecuados para el ocio, el fácil acceso a drogas y armas, los
fanatismos religiosos e ideológicos, y la justificación social de la violencia como
medio para conseguir un objetivo.

1.4. Consecuencias de la violencia escolar

La violencia entre iguales tiene consecuencias perjudiciales para todos los


implicados, aunque los efectos más acusados se muestran en la víctima. Todos
los/as alumnos/as involucrados en situaciones de violencia escolar se
encuentran en mayor situación de riesgo de sufrir desajustes psicosociales, e
incluso trastornos psicopatológicos, en la adolescencia y madurez
(Garaigordobil y Oñoderra, 2010). Las consecuencias tanto para la víctima
como para el agresor y el observador se muestran a continuación.

1.4.1. Para la víctima

La víctima es quien suele tener consecuencias más negativas ya que puede


desembocar en fracaso y dificultades escolares, niveles altos de ansiedad,
insatisfacción, fobia a ir al colegio; lo que llevaría a la conformación de una
personalidad insegura para el correcto desarrollo e integral de la persona
(Avilés, 2006a).

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La imagen que tienen de sí mismos puede llegar a ser muy negativa en cuanto
a su competencia académica, conductual y de apariencia física, llegando en
algunos casos a desencadenar reacciones agresivas e intentos de suicidio.
En este sentido, Olweus (1998) señala que las dificultades de la víctima para
salir de la situación de ataque por sus propios medios provocan en ellas
efectos claramente negativos como el descenso de la autoestima, estados de
ansiedad e incluso cuadros depresivos con la consiguiente imposibilidad de
integración escolar y académica.

A continuación indicamos algunas de las múltiples consecuencias o efectos a


corto plazo que produce el acoso escolar en el/la alumno/a que está siendo
víctima del mismo: sentimiento de inferioridad, baja autoestima y bajo
autoconcepto, baja asertividad, baja inteligencia emocional, miedo, altos
niveles de ansiedad (se pueden manifestar diversas somatizaciones como
dolores de cabeza, de estómago, problemas visuales, dificultad para
dormir, pesadillas y ataques de ansiedad, etc.), trastornos del comportamiento
(rabietas, negativismo, timidez, fobias y miedos hacia la escuela, alteraciones
de la conducta y conductas de evitación, que con frecuencia se traducen en
deseos de absentismo escolar y fugas), depresión, sentimientos de inseguridad
y culpabilidad, desprecio por sí mismo, timidez, introversión, aislamiento y
soledad, trastornos de la alimentación, enuresis, bajo rendimiento escolar y, en
algunos casos, fracaso escolar y nulas o pocas relaciones sociales
(Alsaker, 1993; Avilés, 2002a; Cerezo, 2006a; Defensor del Pueblo, 1999-2006;
Díaz-Aguado et al., 2004; Garaigordobil y Oñoderra, 2004-2010; Mora-
Merchán, 2006; Piñuel y Oñate, 2005; Rigby, 2002; Serrano e Iborra, 2005).

En este sentido, cuando la victimización se prolonga, se pone de manifiesto la


relación positiva entre ser víctima del bullying y el abandono definitivo de la
vida escolar, trastorno de estrés postraumático, síntomas psicosomáticos,
cuadros de neurosis, depresión, ansiedad, ideación suicida
(excepcionalmente), trastornos de la conducta alimentaria o abusos de drogas.

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El concepto negativo de sí mismo y la baja autoestima acompañarán al niño/a
acosado/a hasta la vida adulta, haciendo de él/ella una presa fácil para abusos
ulteriores en el ámbito laboral, doméstico, social, etc., (Piñuel y Oñate, 2005).
Al explorar la visión retrospectiva de la violencia escolar, los resultados apuntan
en la misma dirección, encontrando que los chicos/as que son o han sido
víctimas de malos tratos y exclusión social tienden a tener problemas
psicológicos, como una baja autoestima, ansiedad y tendencia a la depresión
(Craig et al., 2000). Otros estudios han mostrado que entre
chicos/as hay mayor índice de ideas suicidas que entre los que nunca han sido
víctimas (Kaltiala-Heino, et al., 1999).

Pero también, los estudios sobre los efectos y consecuencias del


Bullying demuestran que estos efectos se refieren a las víctimas de la violencia
escolar que han intentado afrontar estos problemas con poco éxito, o con
resultados poco adaptativos (Ortega, 2008).

Son muchos los trabajos retrospectivos que constatan los efectos de la


victimización a largo plazo. Gilmartin (1987) usando una metodología de trabajo
retrospectiva, encontró que el 80% de los hombres de una muestra que tenían
problemas para mantener relaciones con personas de otro género, habían
sufrido durante su etapa escolar problemas de malos tratos por otros
compañeros. Y en la misma dirección, el estudio retrospectivo de Mora-
Merchán (2006) constató la influencia de los episodios de bullying sufridos
durante la escolaridad obligatoria en el estrés en la vida adulta.

1.4.2. Para el agresor/a

Los agresores también sufren los efectos de este problema, llegando a obtener
consecuencias negativas, como aprender a conseguir sus objetivos de manera
inadecuada y, por tanto, estar en la antesala de conductas delictivas más
graves. En el ámbito académico éstos no ponen atención en sus tareas y su
aprendizaje se resiente, lo que suele también provocar tensiones, indisciplina y
disrupciones en la dinámica de la actividad escolar (Farrington, 2005).

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Los agresores crecen con la convicción de que las normas están para
saltárselas y que no cumplirlas les puede proporcionar prestigio social.

A su vez, aumentan los problemas que les llevaron a abusar de la fuerza:


disminuye su capacidad de empatía, y se refuerza un estilo violento de
interacción, lo que representa un grave problema para su propio desarrollo, ya
que le impide establecer relaciones positivas con el entorno que les rodea.

Entre las consecuencias a corto y medio plazo para el agresor podemos


señalar las siguientes: se refuerza un estilo de comportamiento agresivo
(impulsividad, sentimientos de ira, hostilidad, etc.), también se refuerzan las
distorsiones cognitivas que hay en la base de su conducta, baja capacidad de
empatía, problemas de rendimiento escolar, tendencia a implicarse en los actos
de conducta antisocial y por último, se refuerza la violencia como un estilo de
vida (Avilés, 1999; Cerezo, 2002-2006a; Cerezo y Esteban, 1992; Defensor del
Pueblo, 1999-2006; Díaz-Aguado et al., 2004; Garrido, 2000; Piñuel y Oñate,
2005; Rigby, 2000; Sanmartín, 2005; Serrano e Iborra, 2005).

Por otro lado, con respecto a las consecuencias a medio y largo plazo, señalar
que si ellos/as aprenden que esa es la forma de establecer los vínculos
sociales, generalizarán esas actuaciones a otros grupos en los que se integren,
estableciendo relaciones futuras basadas en conductas de abuso de poder, con
tendencia a comportarse antisocialmente (Avilés, 2006a).

Diversos estudios longitudinales han encontrado relación entre los efectos de


participar como agresor con la conducta delictiva futura (Farrington, 1993; Lösel
et al., 1997). En trabajos centrados en la relación que se establecen entre las
formas de agresión y el ajuste psicosocial, encontramos que las formas de
agresión relacional son estables en el tiempo y se presentan como un buen
predictor de problemas de ajuste social (Crick y Dodge, 1994).

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Además, Hoover, Oliver y Hazler (1992) señalan que los agresores/as crónicos
mantienen su comportamiento en la edad adulta lo que dificulta su capacidad
para desarrollar y mantener relaciones positivas.

1.4.3. Para el observador/a

La observación pasiva y reiterada de conductas violentas puede provocar la


inhibición progresiva ante el dolor del prójimo y la insolidaridad. Se ha
demostrado que es el miedo a ser incluido dentro del círculo de victimización y
convertirse también en blanco de agresiones lo que impide que los alumnos/as
que sienten que deberían hacer algo no lo hagan.

Estas situaciones les pueden llevar a desarrollar sentimientos de culpabilidad y


reforzar posturas individualistas. En situaciones en las que el agresor sale
impune y victorioso de una acción intimidatoria, los espectadores pueden
interiorizar que una forma para conseguir un deseo o el éxito es el uso de la
violencia (Garaigordobil y Oñoderra, 2010).

Cowie et al. (1994) señala algunas de estas consecuencias, como la inhibición


progresiva que se produce en los espectadores/as ante el sufrimiento de otros
a medida que van contemplando acciones repetidas de agresión en las que no
son capaces de intervenir para evitarlas.

Por otro lado, destaca que aunque el espectador/a reduce su ansiedad de ser
atacado por el agresor/a, en algunos casos podría sentir una sensación de
indefensión semejante a la experimentada por la víctima.

Por todo ello se puede afirmar que la observación por parte de los
espectadores/as de este tipo de conductas violentas, contribuye a que aumente
la falta de sensibilidad, la apatía, la insolidaridad respecto a los problemas de
los demás, características que aumentan el riesgo de que sean en el futuro
protagonistas directos de la violencia (Ortega, 1998).

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1.5. Formas de violencia escolar

No todos los sujetos reaccionan de la misma manera ante situaciones


adversas, e incluso una misma persona reacciona de manera diferente según
las circunstancias que la rodean (Cerezo, 2006b).
Existen diferentes formas de agresiones (integrados por componentes
cognitivos, afectivos y conductuales) que se combinan dando lugar a diferentes
resultados de las reacciones que se producen ante las frustraciones. Se puede
afirmar que existen tantas clasificaciones como definiciones de agresión y cada
autor enfatiza determinados aspectos, dependiendo del marco teórico que
subyace en sus planteamientos.

La clasificación pionera ofrecida por Buss (1961) se utiliza mucho en la


investigación sobre agresión. Según Buss, podemos clasificar el
comportamiento agresivo atendiendo a tres variables: modalidad (agresión
física o verbal), la relación interpersonal (directa o indirecta) y actividad
implicada (activa o pasiva).

Otros autores, como Monclús, et al. (2004) y Serrano (2006), entre otros,
matizan esta clasificación y proponen la siguiente clasificación sobre las
diversas formas de agresión:
- Agresión encubierta: sus manifestaciones no son abiertamente hostiles
(ironía, celos, odio, gritos, resoplidos, etc).
- Agresión instrumental: utilizan la agresión como medio para alcanzar otro fin
más importante que el de causar daño a la víctima.
- Agresión hostil: provocada por el enojo ante una situación agresiva y su
objetivo es reducir dicha estimulación. Es un comportamiento para causar dolor
a alguien.
- Agresión reactiva: reacción de venganza contra un acto intencional o
accidental.
- Agresión intimidatoria: aplicada a un ataque contra un compañero/a sin
provocación previa.

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En el caso de los/as niños/as, suele presentarse la agresividad de forma
directa. Este acto violento puede ser físico, como patadas, pellizcos; o verbal
como insultos o palabrotas.

No obstante algunos niños/as manifiestan su agresividad de forma contenida.


Las formas de violencia que se han considerado acoso escolar han ido en
aumento a lo largo de los últimos años, poniendo de manifiesto los estudios
que los intimidadores adoptan diferentes formas para actuar sobre sus víctimas
y que el género es un factor relevante para entender tales diferencias
(Bjorkqvist et al., 1992).

Los tipos de violencia pueden adquirir formas muy distintas, entre las que
destacan las de tipo físico y verbal. A veces son presiones y juegos
psicológicos que intentan coaccionar al más débil, otras son violencia personal
entre compañeros/as, rechazo social de alguien y/o intimidación psicológica.
Sin embargo también existen conductas más violentas y que tienen que ver con
actos vandálicos, ataques, etc.

Lowenstein (1977) diferenciaba la conducta bullying en tres vertientes: física


(caracterizada por ataques directamente ejecutados por la fuerza física); verbal
(en la que predominan los ataques agresivos como los insultos y
descalificaciones), y psicosocial (caracterizada por ataques que de forma
encubierta merman los niveles de autoestima, estatus social y/o afectivo).

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Algunos autores, incluido el propio Olweus, distinguen dentro del fenómeno del
Bullying entre agresiones directas e indirectas (Bjorkqvist, et al., 1992; Olweus,
1998) y agresiones explícitas frente a encubiertas (Crick, Casas y Ku, 1999).
Las agresiones directas se caracterizan por ser evidentes, no encubiertas y
fácilmente reconocibles, pudiendo encontrar agresión física (golpes, puñetazos,
patadas, novatadas, ritos de iniciación,…), agresión verbal (insultos, gritos,…),
agresión psicológica (amenazas, intimidación, presiones,…), agresión sexual
(acoso, abusos, humillaciones sexuales…) y violencia económica o relacionada
con robos (ser robado, o ser obligado para robar a otros, rotura o deterioro de
propiedades, pagar tasas, etc.).

Por otro lado, las agresiones indirectas son caracterizadas por ser encubiertas
y difícilmente detectables, encontrándonos en este tipo con agresiones físicas
(robar, romper o esconder objetos…) y agresión verbal (hablar mal de alguien a
las espaldas, difundir falsos rumores, contar mentiras acerca de alguien, etc.).
En este tipo de agresiones también debemos incluir las agresiones
relacionales, las cuáles se engloban en el tipo indirecto o encubierto.

Estas agresiones están dirigidas a desprestigiar socialmente a las víctimas con


la finalidad de destruir sus relaciones interpersonales provocándoles
aislamiento con referencia del grupo de iguales y una progresiva exclusión
social (Griffin y Gross, 2004).

El informe del Defensor del Pueblo realiza una clasificación sobre la violencia
escolar en España (1999) que nos gustaría presentar mostramos a
continuación:
- Agresión física indirecta: Romper cosas; robar cosas; esconder cosas.
- Agresión física directa: Pegar. Agresión verbal: Insultar (violencia verbal
directo); poner motes ofensivos (violencia verbal directo); hablar mal de otro a
las espaldas (violencia verbal indirecto).
- Exclusión social: Ignorar a alguien; no dejar participar.

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- Mixto (físico y verbal): Amenazar sólo para meter miedo; obligar a hacer
cosas con amenazas (chantaje); amenazar con armas (cuchillos, palo); acosar
sexualmente con actos o comentarios.

El cuestionario utilizado en el informe del Defensor del Pueblo (1999) pretendía


obtener resultados más precisos que los hallados cuando se utilizan
cuestionarios con preguntas generales. En este sentido, como subrayan Smith
et al. (2002) es fundamental estudiar cada acción concreta y no un término
genérico (bullying, maltrato o acoso) para evitar las posibles interpretaciones
particulares del concepto que pueden hacer los alumnos/as.

Clasificaciones más recientes y complejas del comportamiento violento (Griffin


y Gross, 2004; Little et al., 2003a) hacen una distinción doble y diferencian
entre varias formas de violencia (directa, física o manifiesta versus indirecta,
verbal o relacional), y entre varias funciones de la violencia (reactiva o
defensiva versus ofensiva, proactiva o instrumental).

La violencia reactiva hace referencia a comportamientos que suponen una


respuesta defensiva ante alguna provocación. Esta violencia suele relacionarse
con problemas de impulsividad y autocontrol y con la existencia de un sesgo en
la interpretación de las relaciones sociales que se basan en la tendencia a
realizar atribuciones hostiles al comportamiento de los demás.

Y la violencia proactiva hace referencia a comportamientos que suponen una


anticipación de beneficios, es deliberada y está controlada por refuerzos
externos. Este tipo de violencia se ha relacionado con posteriores problemas
de delincuencia, pero también con altos niveles de competencia social y
habilidades de líder (Little et al., 2003b).

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