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Hizo escala en Southampton, y a los marineros se les dio permiso para descender a
tierra.
Uno de ellos, Hendrijk Wersteeg, llevaba un mono sobre el hombro derecho, un loro
sobre el izquierdo y cruzado sobre el pecho, un fardo de tejidos de la India que tenía intención
de vender en la ciudad, del mismo modo que a los animales.
-Este pájaro -dijo- me vendría bien. Tengo necesidad de alguien que me hable sin que
yo tenga que responderle, y vivo completamente solo.
-Sígame -dijo este último-. Vivo bastante lejos. Usted mismo introducirá al loro en una
jaula que tengo en casa. Usted desplegará sus telas, y tal vez las encontraré de mi gusto.
Pero muy pronto Hendrijk Wersteeg dejó de hablar. Desperdiciaba inútilmente sus
palabras, porque el desconocido no le contestaba y ni siquiera parecía escucharlo.
Continuaron su derrotero en silencio, uno al lado del otro. Solos, añorando sus
bosques natales en los trópicos, el mono, aterrorizado por la bruma, lanzaba de vez en cuando
un pequeño grito semejante al vagido de un niño recién nacido, y el loro agitaba las alas. Al
cabo de una hora de marcha, el desconocido dijo bruscamente:
El desconocido silencioso, la casa sin vida, todo aquello era bastante lúgubre. Pero
Hendrijk recordó que el desconocido vivía solo.
-Si tiene fósforos ilumíneme -dijo el desconocido mientras introducía una llave en la
cerradura que aseguraba la puerta de la casa de campo.
-Meta aquí a su loro -dijo-. No lo ubicaré en una percha hasta que esté domesticado y
sepa decir lo que quiero que diga.
Trastornado, posó la lámpara sobre la mesa y quiso arrojarse contra la puerta para
forzarla. Pero una voz lo detuvo:
Levantando la cabeza, Hendrijk vio que, por un tragaluz que antes no había percibido,
el caño de un revólver apuntaba hacia él. Aterrorizado, se detuvo.
Corrida la cortina, Hendrijk vio una alcoba en la cual, sobre un lecho, con los pies y
manos atados, amordazada, una mujer lo miraba con los ojos colmados de desesperación.
-¡Harry, es una estratagema infame! Me has atraído a esta villa para asesinarme.
Pretendiste haberla alquilado con el fin de que pasemos en ella los primeros tiempos de
nuestra reconciliación. Creía haberte convencido. ¡Pensaba que finalmente estabas seguro de
que jamás fui culpable!... ¡Harry! ¡Harry!
-¡Soy inocente!
-Estas son tus últimas palabras, las registraré escrupulosamente. Me serán repetidas
durante toda mi vida.
Y la voz del desconocido tembló un poco, pero bien pronto volvió a ser firme
-Porque todavía te amo -agregó-. Si te amara menos te mataría yo mismo. Pero esto
me resultaría imposible, porque te amo. . .
-Ahora, marinero, si antes de que yo haya contado hasta diez usted no ha alojado una
bala en la cabeza de esta mujer, caerá muerto a sus pies. Uno, dos, tres. . .
El propietario de la villa no pudo dar información alguna que sirviera para esclarecer el
caso. La casa de campo había sido alquilada, ocho días antes del drama, a un llamado Collins,
de Manchester, quien, por otra parte, permaneció indescifrable. Ese Collins usaba anteojos y
tenía una larga barba roja que bien podía ser falsa.
El lord llegó de Londres a toda velocidad. Adoraba a su mujer y daba pena contemplar
su dolor. Como todo el mundo, no comprendía nada de este asunto.
Después de estos sucesos, se retiró del mundo. Vive en su mansión de Kensington, sin
otra compañía que un doméstico mudo y un loro que repite sin cesar: