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EL FINAL DE TRES MUJERES

Como años atrás, Huarmey, estaba repleto de gente. Familias completas, rodeaban la

plaza, anunciando el fin de fiesta en honor a la Virgen del Rosario. Aquellos niños

corriendo en torno a la escultura del pescador, contagiaban de entusiasmo a todo aquel

que caminaba apesadumbrado por el final de lo que, probablemente, había sido la mejor

semana de octubre. Aquel día, el clima parecía inmejorable: luna resplandeciente y

noche tibia, en aquella primavera que contagiaba su lozanía sin marginar a nadie.

Después de todo, una festividad como aquella, convertía hasta al más longevo en un

enérgico joven.

Sentado en su mototaxi, Juan observaba a la multitud en el centro y alrededor de la

plaza. Hombres y mujeres lucían sus mejores trajes, en un ambiente festivo, lleno de

algarabía y religiosidad. Frente a la iglesia, se encontraban aglomerados los

mayordomos, vestidos con el hábito ―de colores celeste y guinda― que los

identificaba lejanamente, esperando se manifieste la sagrada imagen de la Virgen del

Rosario, para su recorrido procesional.

A un costado de la iglesia, la atracción predilecta de los huarmeyanos y visitantes, iba

constituyéndose. Un gran castillo de fuegos artificiales, camuflaba entre sus carrizos,

llenos de pólvora, la imagen de la Virgen, emocionando ―aún más― a los espectadores

de aquella noche. No obstante, Juan se sentía compungido. No estaba en la misma

sintonía del público y su mirada, llena de nostalgia, lo trasladaba al acontecimiento

ingrato y aciago que vivió, hace diez años.

Cartera en mano se despidió de mi papá, un hombre huraño; pero, trabajador. Me tomó

de la mano, y salimos raudos por aquel portón rojo, que usábamos de arco, las tardes de

fútbol. Mi madre, narraba con tanto júbilo cada fase de la fiesta, que lograba confundir

el brillo de mis ojos ―producto de la emoción― con los destellos de aquel atardecer.
Con la avidez, del que corre por llegar en primer lugar a la meta, salíamos de casa,

camino a la festividad, que solo vivíamos una vez por año. Poco a poco, dejábamos de

ver campos de cultivo, para quedarnos asombrados con infraestructuras de tres y cuatro

pisos. Nuestras piernas estaban acostumbradas a caminar largos trechos en el campo, así

que, esos cuarenta minutos de caminata, de nuestra casa a la ciudad, no significaban

nada.

El sonido de la banda ―tocando una cumbia de Agua Marina― nos advertía lo cerca

que estábamos de la plaza. Una vez en ella, probábamos de todo: desde unos anticuchos

de corazón, hasta las manzanas acarameladas de Petita «la manzanera». Mi mamá,

estaba cada vez más feliz, la expresión en su mirada llena de dicha, me satisfacía y

colocaba en una situación placentera, que solo podía ser comparada, con un sorbo de té

caliente, en una noche gélida. Y si bien, aquella noche, no merecía que nos tomemos un

té caliente, sí nos invitaba, a confundirnos en el calor de la multitud, para poder

apreciar, desde una mejor ubicación, el estallido de los castillos.

Cuando la medianoche, se aproximaba, mi mamá me tomaba de la mano y nos

adentrábamos para estar, más cerca aún, del castillo de tres cuerpos que se había

edificado. De pronto, las campanas de la iglesia, empezaban a sonar anunciando las

doce. Mientras tanto, uno de los músicos, daba la orden para que la banda toque y

repentinamente la noche comenzaba a iluminarse con la primera bombarda estallando

en el cielo.

«Qué hermoso resplandor», pensaba, mientras la segunda explosión, dejaba ver luces

rojas, azules y verdes. Mi mamá, era inmensamente feliz, la mirada afligida que la

acompañaba siempre, por un instante, se había transformado en una de esperanza, de

sueños y satisfacción. Todo el público estaba maravillado con el juego de luces que

expedía colosal castillo. Algunos más precavidos, observaban desde lejos y con temor

―por los chispazos― el espectáculo que se producía, en lo más alto.


Transcurrió, casi media hora y; finalmente, la imagen de la Virgen, formada por luces

amarillas camufladas en el castillo, sobresalía. De inmediato, las palmas y ovación de la

multitud, evidenciaban complacencia en toda la plaza. Aquella noche, todo había sido

perfecto, mi mamá y yo, habíamos gozado cada minuto de la fiesta; y ahora, era

momento de retornar a casa.

Juan, trató de reprimir el recuerdo que aquella noche lo acongojaba, pensó, que su

mamá, hubiese deseado verlo feliz y no desalentado; así que, cerró las puertas de la

mototaxi, y fue a confundirse con la concurrencia que esperaba, ansiosa, el inicio de los

fuegos artificiales, por los 225 años de festividad patronal. Mientras caminaba,

buscando un lugar que le permitiese contemplar el espectáculo pirotécnico, reconoció a

una persona. Súbitamente, su memoria evocó, otra vez, aquel recuerdo infausto, de hace

diez años, junto a su mamá.

Un absoluto silencio, acompañaba nuestra caminata por la calle Buenos Aires, las luces

de los postes aún iluminaban la ruta, camino a casa. Tanto mi mamá, como yo,

estábamos satisfechos por la exhibición pirotécnica, de la cual, habíamos sido testigos;

sin embargo, estaba extenuado. A pesar de la fantástica noche, mi cuerpo, buscaba

donde acostarse y probablemente, mi mamá estaba más agotada aún. Cuando por fin,

avizoramos los campos de cultivo; supimos de la cercanía de nuestro hogar; no obstante,

mi mamá divisó a una persona saliendo del cerco de membrillejo, a un lado de la

carretera.

― Buenas… ya es tarde para caminar sola por aquí señora; con voz ronca, un hombre

grueso y mal afeitado, nos detuvo.

― Me voy a casa, déjenos caminar, por favor. Le respondió mi mamá.

Apreté fuertemente la mano de mamá. De pronto, el hombre se nos acercó más, cogió su

cartera y empezó a forcejear con mi madre. En ese instante, no tuve miedo; el rostro
afligido de mamá, estaba de regreso y quise ayudarla; sin embargo, este tipo me arrojó

contra el membrillejo y quedé aturdido por el golpe. En cuestión de segundos, el

hombre le arrebató la cartera; en tanto, mi mamá, quería recuperarla y volvió a pugnar

por ella. « ¡Vieja de mierda, ya lárgate! », dijo enfurecido aquel sujeto. Mientras

trataba de levantarme para ayudar a mi madre, vi como de su bolsillo trasero, el sujeto,

sacaba una navaja. «Mamá, ¡aléjate!, ¡aléjate!», le gritaba angustiado; pero su ímpetu, le

impedía escucharme. «Te dije que te largaras», le dijo aquel hombre, mientras clavaba

la navaja en el pecho de mamá. Seis veces, seis malditas veces, la navaja entró y salió,

dejando orificios por todo su torso. Este repugnante ser, expresaba desprecio en su

mirada; mientras apuñalaba a mi madre.

Quedé pasmado, a mis doce años, tuve que ver la sangre de mamá, formando un charco

rojo e inmenso. Mis ojos llorosos, pudieron observar al delincuente huyendo, tras

cometer execrable acto; desesperado, trataba de cubrir los orificios por donde la sangre

emanaba a borbotones.

― Mamita, no te mueras por favor, le suplicaba; mientras, gritaba solicitando auxilio.

― Mi Juancito, hijito, cuídate mucho y cuida a tu papá, me dijo, mientras dos largas y

espesas lágrimas se deslizaron por sus mejillas.

― No mamita, no me dejes. Por favor, quédate conmigo, mamita. No mamá, por favor,

qué haré sin ti.

― Eres un gran hijo Juan. Te amo y quiero que…

Nunca supe que quiso mi mamá. Desconsoladamente, lloraba apoyando mi cabeza en su

pecho, de pronto, sentí el ruido de la gente que se aglomeraba a nuestro alrededor. Mi

madre, murió en mis brazos.

Aquella persona que Juan reconoció, era el hombre grueso y mal afeitado, de hace diez

años. El asesino de su mamá, caminaba junto a una mujer arrugada y canosa. Como cual

detective, Juan los acechó y acompañó cerca de los fuegos artificiales, donde se
detuvieron finalmente. « ¿Quieres que te compre una canchita, mamá?», le preguntó el

sujeto a la anciana. Juan, que estaba a unos pasos, escuchaba la plática de ambos. El

asesino, estaba delgado, parecía enfermo; aquel cuerpo grueso de hace diez años, había

desaparecido y su barba tenía una mejor afeitada.

Juan, que lo miraba con rencor, supo que quería vengarse. Desde el instante que vio

morir a su mamá, deseaba, desde lo más recóndito de su ser, ver sufrir a aquel, que le

quito a la mujer de su vida. En el cielo, las luces iluminaban la noche, la fiesta

pirotécnica había iniciado y todos eran felices. Sigiloso, Juan se acercó más al sujeto,

extrajo un cortaúñas de su bolsillo y de pronto, el sonido de una bombarda, fue

aprovechado para hincar con fuerza a la anciana, que no hizo más que gritar cuando la

apuñaló repetidas veces. No contento con eso, Juan, empujó al asesino de su madre,

tomó a la anciana y la llevó hasta el castillo, donde la arrojó y los chispazos,

repentinamente empezaron a rodear el cuerpo de la mujer.

Juan, vio como las llamas empezaban a abrasar el cuerpo de la anciana, la gente se

alarmó y gritó desesperada. Mientras corría, Juan logró ver el rostro anonadado del

asesino de su mamá; pensó que, finalmente la muerte de su madre, obtuvo justicia.

Subió a su moto y con lágrimas, llegó hasta el final de la calle Buenos Aires. Descendió

de ella y se arrodilló, precisamente, donde hace diez años, su madre había muerto.

Sollozando dolorosamente, gritó el nombre de su mamá, pidiendo lo perdone. De

pronto, el sonido de las sirenas se acercaba rápidamente.

Juan terminó presó y sin su madre; el asesino murió a las pocas semanas de ver a su

mamá ardiendo en llamas y la fiesta en honor a la Virgen del Rosario, nunca más se

celebró. Los castillos de fuegos artificiales se prohibieron definitivamente; y, aquella

algarabía que se vivía en octubre, se apagó para siempre.


EL HUARMEYANO.

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