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07-149-055 Antropo de los procesos políticos y el Estado - 11 copias 1

Más allá del poder/conocimiento: una exploración de la relación entre poder,


ignorancia y estupidez

David Graeber

Traducción: Julieta Gaztañaga1

Quisiera comenzar con una breve historia acerca de la burocracia.

El año pasado mi madre sufrió una serie de descompensaciones y nos dimos cuenta que ya no podía
vivir en su casa sola sin asistencia. Dado que su seguro social no cubría el cuidado en el hogar, unas
trabajadoras sociales nos aconsejaron ponerla dentro del Sistema Medicaid. 2 Sin embargo, para
calificar y entrar a Medicaid, sus ingresos totales solamente podían alcanzar los 6.000 dólares.
Arreglamos, entonces, transferir sus ahorros –supuse que esto era, técnicamente, una estafa; aunque
de una clase peculiar ya que el gobierno emplea miles de trabajadores sociales cuya tarea principal
pareciera ser contarles a los ciudadanos cómo hacerlo– pero poco después mi madre tuvo otro
ataque muy serio y tuvo que permanecer en un geriátrico para largo proceso de rehabilitación. Una
vez superada esa etapa sí o sí necesitaría asistencia en su hogar, pero había un problema: su cheque
de la seguridad social había sido depositado y ella apenas podía firmar. Por ende, a menos que yo
tuviera un poder de escribano para disponer de su cuenta y retirar el dinero para pagar sus gastos
mensuales, el dinero se iría acumulando y la dejaría fuera de la posibilidad de ingresar al sistema;
todo esto aun cuando yo me había encargado de llenar los montones de documentos que se
necesitaban para inscribirla en el sistema Medicaid y ver si calificaba para entrar.
Fui al banco de mi madre, tomé los formularios para comenzar los trámites del poder y los
llevé al geriátrico. Los documentos tenían que ser pasados por un escribano. La enfermera del piso
me informó que había un escribano del geriátrico pero tenía que pedir una cita; levantó el teléfono y
me pasó con una voz sin cuerpo que me transfirió con el notario. El escribano me procedió a
informarme que primero tenía que tener la autorización del jefe del trabajo social y colgó. Entonces
conseguí el nombre y el número de su oficina, y debidamente tomé el ascensor hacia la planta baja
para presentarme en su oficina, para descubrir que era, de hecho, la voz en el teléfono. La directora
de trabajo social tomó el teléfono y dijo “Marjorie, esa fui yo, está volviendo loco a este hombre con
esta tontería y a mí también”. Me dio cita para principios de la semana siguiente.
La semana siguiente, la escribana apareció como correspondía, me acompañó escaleras
arriba y se aseguró de que yo llenara la parte que me correspondía de los formularios
(enfatizándome esto una y otra vez) y luego, en presencia de mi madre, procedió a llenar la parte
ella. Me sorprendió un poco que no le pidió a mi madre que firmase nada, pero supuse que debía
saber lo que estaba haciendo. Al día siguiente llevé el formulario al banco, donde la mujer del
mostrador le echó una sola mirada y me preguntó por qué mi madre no lo había firmado, y se lo
mostró a su gerente, quien me dijo que volviera y que lo hiciera bien. Al parecer, la escribana no
tenía idea de lo que estaba haciendo. Así que agarré nuevos formularios, llené mi parte, e hice una
nueva cita.

1
Título original: Beyond Power/Knowledge an exploration of the relation of power, ignorance and stupidity.
Conferencia Malinowski, LSE, 25 Mayo de 2006.
2
[Nota de la Trad.: Medicaid es un seguro de salud de ayuda al pago de gastos médicos. El gobierno federal
norteamericano establece las pautas generales del programa pero cada estado tiene sus normas (e.g. exigir el pago de
parte de ciertos servicios médicos). Para ser elegible hay requisitos relativos a la edad; existencia de embarazo,
discapacidad o ceguera; ingresos y recursos en ciertos límites; ser ciudadano de los Estados Unidos o inmigrante legal.]
2
El día señalado, la escribana apareció debidamente, y después de algunas observaciones
incómodas sobre las dificultades causadas porque cada banco tiene su propio tipo de poder, subimos
por las escaleras. Firmé yo, firmó mi madre –con cierta dificultad– y al día siguiente volví al banco.
Otra mujer examinó los formularios y me preguntó por qué había firmado en la línea donde decía
escribir nombre y había puesto mi nombre en la línea donde decía firmar.

- ¿Ah sí? ¿Hice eso? Bueno es que hice tal cual la escribana me dijo que haga.
- Pero claramente acá dice “firma”.
- Sí, ¿no? Eso dice. Entonces me dijo mal; otra vez. Bueno, pero la información está igual ¿no? Es
solamente que esas partes están al revés, pero están. ¿Es de verdad un problema? La situación es
delicada y preferiría no tener que esperar para hacer otra cita.
- Bueno, por lo general ni siquiera aceptamos los formularios si no están todos los signatarios
presentes.
- Mi madre tuvo un ataque. Está en cama. Por eso necesito el poder
Dijo que vería con el gerente y a los 10 minutos volvió: el banco no puede aceptar los formularios
así, y además aunque estuvieran bien completados faltaba una carta del médico de mi madre
certificando que ella era mentalmente competente para firmarlos. Señalé que nadie me había dicho
algo acerca de una carta antes.
- ¿Qué? Preguntó el gerente, que estaba escuchando. ¿Quién le dio los formularios y no le dijo sobre
la carta?

Dado que el presunto culpable era en realidad uno de los empleados más agradable del
banco, cambié de tema, señalando que en la libreta de ahorros decía con toda claridad “in trust for
David Graeber” [a favor sucesorio de DG]. Y me respondió, que eso sólo importaba si ella estaba
muerta.
Al final resultó que todo el problema se volvió algo académico: mi madre murió un par de
semanas más tarde.

En ese entonces la experiencia fue muy desconcertante para mí. Habiendo llevado una
existencia relativamente alejada de este tipo de cosas, me encontré preguntando a mis amigos: ¿es
así la vida común para la mayor parte de la gente? La mayoría sospechaba que sí. Obviamente la
escribana era inusualmente incompetente. Sin embargo, tuve que pasar casi un mes lidiando con las
consecuencias de que un empleado anónimo en el Departamento de Vehículos Motorizados de
Nueva York decidió mi nombre de pila era "Daid", por no mencionar al secretario de Verizon que
escribió mi apellido "Grueber".

Las burocracias públicas y privadas –por las razones históricas que sean– parecen estar
organizadas de manera tal de garantizar que una proporción significativa de los actores no serán
capaces de realizar sus tareas como se espera. Algo que también ejemplifica lo que llegué a pensar
que es la característica definitoria de una forma utópica de práctica, en la que, al descubrirlo,
aquellos que mantienen el sistema concluyen que el problema no es el sistema en sí, sino la
inadecuación de los humanos involucrados.
Como intelectual, lo que probablemente más me molestó fue que al tratar con esos
formularios también quedé como un estúpido. ¿Cómo no me di cuenta que estaba poniendo mi
nombre en la línea de “firma”? Y todo esto pese al hecho de que puse una gran cantidad de energía
mental y emocional en toda la cuestión. Creo que el problema fue que la mayoría de la energía
estaba yendo hacia un intento continuo de tratar de entender e influenciar a quien fuera que sea que
parecía tener alguna clase de poder burocrático sobre mí en el momento que fuera; cuando en
realidad lo que se me pedía era la interpretación correcta de dos palabra latinas y la performance
correcta de funciones puramente mecánicas. El perder tanto tiempo preocupado por no parecer que
estaba refregándole en la cara a la escribana su incompetencia o imaginando qué me haría simpatizar
con los funcionarios del banco, me impidieron darme cuenta que me estaban haciendo hacer una
tontería. Fue una mala estrategia, dado que si hay alguien que tiene el poder de cambiar las reglas no
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era la gente con la cual yo estaba tratando; además, si encontrara a esas personas, se me estaba
haciendo recordar todo el tiempo que si me quejaba, incluso respecto de un absurdo puramente
estructural, el único resultado sería poner en aprietos a algún funcionario de baja jerarquía.
Desde mi punto de vista como antropólogo, lo más curioso fue ver cuán poco de estas
cuestiones tienden a dejan trazos en la literatura etnográfica. Después de todo, los antropólogos
hemos construido una suerte de especialización en lidiar con los rituales que rodean al nacimiento,
matrimonio, a la muerte y a similares ritos de pasaje. Nos interesan especialmente los gestos rituales
que son socialmente eficaces: donde el mero acto de decir o hacer algo convierten socialmente a ese
algo en una verdad. Aquello que es eficaz en la mayoría de las sociedades existentes es precisamente
el papaleo y no otras formas de ritual. Por ejemplo, mi madre quería ser cremada sin ceremonia; sin
embargo, mi recuerdo principal de la funeraria es el empleado gordo, de buen carácter, que me
acompañó con el documento de 14 páginas que había que llenar a fin de obtener un certificado de
defunción, escrito con bolígrafo y con carbónico, de manera tal de producirlo por triplicado.
“¿Cuántas horas al día pasa llenando formularios como estos?” Le pregunté. Suspiró: “Es todo lo
que hago”, levantando una mano vendada de algún tipo de síndrome del túnel carpiano incipiente.
Sin esos formularios, mi madre no estaría legalmente –socialmente– muerta.
¿Por qué, entonces, ¿no hay grandes tomos etnográficos sobre los ritos americanos o
británicos de paso, con largos capítulos acerca de formularios y papeleos? La respuesta obvia es que
el tema de los trámites es aburrido. Realmente no hay muchas cosas interesantes que uno puede
decir al respecto.
Los antropólogos nos sumergimos en áreas de densidad. Las herramientas de interpretación
de las que disponemos son las más adecuadas para desentrañar complejas redes de sentido o
significación: intrincado simbolismo ritual, dramas sociales, formas poéticas, redes de parentesco...
Lo que tienen en común estas cuestiones es que tienden a ser infinitamente ricas y al mismo tiempo
de duración indefinida. Si uno pretende agotar todos los significados, motivos o asociaciones
condensados en un ritual ncwala, una pelea de gallos balinesa, una acusación de brujería o una saga
familiar, no terminaría nunca, y más aún si también se pretende rastrear sus relaciones con otros
elementos del campo social o simbólico más amplio que aquellos siempre abren. En contraste, los
formularios están diseñados para ser lo máximo de simples y autónomos [independientes]. No hay
mucho que interpretar. La literatura, por supuesto, tiene el mismo problema con la burocracia. A lo
sumo puede ser objeto de algún tipo de comedia kafkiana; pero incluso aquí probablemente sea
significativo que Kafka siga siendo el único autor que produjo gran literatura desde la burocracia:
hay tan poco hay que una vez que se ha hecho no queda nada para añadir.
Sin embargo, la teoría social aborrece el vacío. En ninguna parte es más evidente que en la
literatura sobre la burocracia. Considerando que existen etnografías de la burocracia –el paradigma
aquí es “La Producción Social de la indiferencia” (1992) de Herzfeld– la perspectiva de la
“burocracia como idiotez” tiende a ser representada, en el mejor de los casos, como modelo nativo
ingenuo cuya existencia debe ser capaz explicar una comprensión sofisticada, cultural del fenómeno.
Esto no quiere decir que esas obras nieguen que la inmersión en códigos y reglamentos burocráticos
efectivamente provoca de manera regular que las personas actúen de maneras tales que en otro
contexto serían consideradas idiotas. Casi todo el mundo tiene experiencias personales de este tipo.
Pero a efectos de análisis cultural, la verdad raramente se considera una explicación adecuada. A lo
sumo puede esperarse un “sí, pero...” con el supuesto de que el “pero” introduce todo lo que
realmente importante.
Cuando pasamos a otros dominios de teoría, ese “si, pero” llega incluso a desaparecer. Por
ejemplo, pensemos en el rol hegemónico de Max Weber en la teoría social en EEUU durante las
décadas de 1950 y 1960, y en el de Michel Foucault hasta la actualidad. Sin duda, su popularidad
tiene que ver con la facilidad con la pueden ser adoptados como una clase de anti-Marx, cuyas
teorías (a menudo de una manera simplificadas de una manera brutal) son presentadas para sostener
que el poder no se trata simple ni primariamente de una cuestión de control de la producción sino de
una característica generalizada [omnipresente], multifacética e inevitable de la vida social.
Asimismo, creo que no es coincidencia que ambos intelectuales suelan aparecer como las únicas dos
personas inteligentes en la historia humana que creían, honestamente, que las burocracias funcionan.
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Weber vio a las formas de organización burocráticas como la encarnación de la racionalidad misma,
tan obviamente superiores a cualquier alternativa que amenazan con encerrar a la humanidad en la
triste “jaula de hierro”, desprovista de espíritu y carisma. Foucault era mucho más subversivo, pero
de una manera tal que hizo al poder burocrático más, y no menos, eficaz. Cuerpos, sujetos, la verdad
misma, todo se convierte en producto de los discursos administrativos. A través de conceptos como
gubernamentalidad y biopoder, las burocracias estatales acaban moldeando los términos de la
existencia humana de una manera mucho más íntima de todo lo que Weber puede haber imaginado.
Cuesta evitar concluir que en ambos casos su popularidad se debió bastante al hecho de que
el sistema universitario americano de ese período se había vuelto una institución dedicada a producir
funcionarios para un aparato administrativo imperial en escala global. La importancia actual de
Foucault parece remontarse precisamente por esta razón al rechazo de “la década de los 60’s
radicales” de la versión de Weber de Talcott Parsons. El resultado último fue, sin embargo, un tipo
de división del trabajo, con el lado optimista de Weber reinventado de una forma más simplificada
bajo el nombre de “teoría de la elección racional” para la formación real de los burócratas, mientras
que el lado pesimista fue relegado a la foucaultianos. El ascendiente de Foucault, fue justamente en
aquellos campos de quehacer académicos que se convirtieron al mismo tiempo en el refugio de los
radicales anteriores, aunque cada vez más divorciados de todo acceso al poder político, o inclusive
cada vez más alejados de los movimientos sociales reales. Esto otorgó un atractivo peculiar al
énfasis de Foucault en el nexo entre “poder /conocimiento”, es decir, la afirmación de que las formas
de conocimiento son también formas de poder social, de hecho, las formas más importantes.
El argumento histórico que presenté es un poco caricaturesco e injusto, pero creo que
también contiene una profunda verdad. No solamente nos sumergimos en áreas de densidad donde
mejor desplegamos nuestras habilidades de interpretación. También tenemos una creciente tendencia
a identificar lo que es interesante con lo importante; asumir que los lugares de densidad son también
lugares de poder. El poder de la burocracia muestra que este no suele ser el caso.
Este ensayo no es ante todo acerca de la burocracia; ni siquiera es acerca de las razones de su
abandono en la antropología y disciplinas afines. Es sobre la violencia. Quisiera argumentar que las
situaciones creadas por la violencia – especialmente las de violencia estructural, por lo cual entiendo
las formas de desigualdad social generalizada que están respaldadas en última instancia por la
amenaza de daño físico– siempre tienden a crear el tipo de ceguera voluntaria que por lo común
asociamos con los procedimientos burocráticos. Para ponerlo de manera directa: no es que los
procedimientos burocráticos sean intrínsecamente estúpidos ni que tiendan a producir un
comportamiento que aquellos mismos definen como estúpido, sino que siempre son modos de
gestionar situaciones sociales que son estúpidas en sí porque se fundan en la violencia estructural.
Creo que este enfoque permite hacer potenciales contribuciones a cuestiones que son de hecho,
interesantes e importantes: por ejemplo, la relación actual entre aquellas formas simplificación
típicas de la teoría social y aquellas típicas de los procedimientos administrativos

II

No solemos pensar en los geriátricos, los bancos e incluso la HMO [Organización de Mantenimiento
de Salud] como instituciones violentas, salvo en el sentido más abstracto y metafórico. Pero la
violencia a la que aquí me estoy refiriendo no es epistémica sino bastante concreta. Todas ellas son
instituciones involucradas con la asignación de recursos dentro de un sistema de derechos de
propiedad que está regulado y garantizado por los gobiernos, en un sistema que se basa en última
instancia en la amenaza de la fuerza. “Fuerza” es sólo un modo eufemístico de referir a la violencia.
Todo esto es bastante conocido. Lo que quizás sea de interés etnográfico es la poca
frecuencia con la que los ciudadanos de las democracias industriales piensan acerca de este hecho, o
cómo instintivamente tratamos de menguar su importancia. Esto hace posible, por ejemplo, que los
estudiantes de postgrado pasen días enteros en los anaqueles de las bibliotecas universitarias
estudiando minuciosamente tratados teóricos sobre la disminución de la importancia de la coerción
como un factor de la vida moderna, sin siquiera reflexionar sobre el hecho de que si hubieran
insistido en su derecho a entrar al recinto sin mostrar la identificación adecuadamente sellada y
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validada, hombres armados hubieran sido convocados para echarlos físicamente del lugar. Casi
parecería que cuanto más permitimos que aspectos de nuestra existencia cotidiana caigan bajo el
ámbito de las reglamentaciones burocráticas, más convenimos en minimizar el hecho (perfectamente
obvio para quienes gobiernan el sistema) de que todo allí depende en última instancia de la amenaza
de violencia.
En muchas comunidades rurales con las que los antropólogos están más familiarizados,
donde las técnicas modernas de administración son vistas de manera explícita como imposiciones
extrañas, muchas de estas conexiones resultan más fáciles de observar. En la zona rural de
Madagascar donde hice trabajo de campo, se percibe como algo obvio que los gobiernos operen
principalmente por el temor que inspiran. Al mismo tiempo, en ausencia de cualquier interferencia
significativa del gobierno en las minucias de la vida cotidiana (a través de códigos de construcción,
leyes de envases abiertos, obligación de asegurar los vehículos, etc.), se hizo aún más evidente que
el negocio principal de la burocracia gubernamental era el registro de propiedades sujetas a
impuestos. Un resultado curioso es que este era precisamente el tipo de información disponible en
los archivos de Madagascar de los siglos XIX y XX de la comunidad que estaba estudiando –cifras
precisas sobre el tamaño de cada familia y sus posesiones de tierra y ganado (y en el período
anterior, esclavos)- y lo más complicado de obtener cuando estuve allí porque era justamente lo que
la mayoría de la gente suponía que iba a preguntar un extraño proveniente de la capital, y que por lo
tanto estaban menos inclinados a contarle.
Inclusive, uno de los resultados de la experiencia colonial fue algo que podríamos llamar las
relaciones de mando –básicamente, una relación permanente en la que un adulto le deja a otro una
extensión de su propia voluntad– se habían identificado con la esclavitud, y la esclavitud con la
naturaleza esencial del Estado. En la comunidad esas asociaciones eran más propensas a pasar a
primer plano cuando la gente hablaba de la gran familia esclavista del siglo XIX, cuyos hijos se
convirtieron en el núcleo de la administración de la época colonial, en gran medida debido a su
devoción a la educación y la habilidad con los el papeleo. En otros contextos, las relaciones de
mando, en particular en contextos burocráticos, estaba codificadas de manera lingüística:
firmemente identificadas con el francés, a diferencia del malgache que era visto como el lenguaje
apropiado para la deliberación, la explicación y el consenso en la toma de decisiones. Los
funcionarios menores, cuando quieren imponer dictados arbitrarios pasan a utilizar el francés.
Recuerdo una ocasión en la que un funcionario con había conversado varias veces en malgache y no
sabía que yo podía entender francés, se ofuscó cuando llegué a la oficina justo el día en todos habían
decidido retirarse antes a sus casa. Anunció, en francés, “la oficina está cerrada, si necesita algo
vuelva mañana a las 8 am.” Cuando me hice el confundido y dije en malgache que no entendía
francés, se mostró incapaz de repetir la oración en malgache y lo siguió diciendo en francés. Otros
luego confirmaron mi sospecha: que si hubiera pasado a hablar en malgache hubiera tenido que
explicarme por qué estaba cerrando la oficina a una hora que no correspondía. El francés es referido
en Madagascar como el “idioma del mando”; característico de contextos donde las explicaciones, la
deliberación y el consenso no se requieren ya que se basan precisamente en la amenaza de violencia
en última instancia.
En Madagascar, en la imaginación de la mayoría de las personas, el poder burocrático se
redimió de alguna manera gracias a su vinculación con la educación. El análisis comparativo sugiere
que hay una relación directa entre el nivel de violencia empleado en un sistema burocrático y el
nivel de absurdo que produce. Por ejemplo, Keith Breckenridge documentó de manera bastante
extensa los regímenes de “poder sin conocimiento” típicos de la época colonial de Sudáfrica (2003),
donde la coerción y el papeleo sustituyeron en gran medida la necesidad de comprender las
cuestiones africanas. La instalación del Apartheid a comienzos de la década de 1950, por ejemplo,
fue anunciada a través de un nuevo sistema de permisos de circulación diseñado para simplificar las
normas anteriores que obligaban a los trabajadores africanos a llevar consigo una amplia
documentación de los contratos de trabajo, sustituyéndola por un carnet único de identidad, con sus
“nombres, localidad, huellas dactilares, situación fiscal, y sus ‘derechos’ oficialmente prescriptos
para vivir y trabajar en pueblos y ciudades” (2005:84) y nada más que eso. Los funcionarios del
gobierno lo apreciaron porque racionalizaba la administración, la policía porque los liberó de la
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responsabilidad de tener que hablar con los trabajadores africanos; era referido como “dompas” o
“pase estúpido”, precisamente por esa razón.
Hay vestigios de la relación entre coerción y absurdo incluso en la forma en la que se habla
de la burocracia en idioma inglés: nótese por ejemplo cuántos términos coloquiales que refieren
específicamente a la estupidez burocrática, SNAFU ["Situation Normal: All Fucked/Fouled Up"],
Catch 22, y similares, derivan del argot militar. De manera más general, los politólogos han
observado una “correlación negativa”, como señaló David Apter (1965, 1971), entre la coerción y la
información: mientras que los regímenes relativamente democráticos tienden a estar inundados con
demasiada información, cuanto más autoritario y represivo es un régimen, las personas tienen menos
razones tienen para hablar, por lo que estos regímenes se ven obligados a depender tanto de espías,
agencias de inteligencia y policía secreta.

III

La capacidad de la violencia para permitir decisiones arbitrarias y entonces evitar el tipo de debate,
clarificación y renegociación típicos de relaciones sociales más igualitarias, es lo que hace que sus
víctimas vean a los procedimientos creados sobre la base de la violencia como algo estúpido o
irrazonable. Podría decirse que quienes se apoyan en el miedo a la fuerza no están obligados a
involucrarse en mucho trabajo interpretativo; y que en términos generales no lo hacen.
Este no es un aspecto de la violencia que haya recibido mucha atención en la literatura
antropológica sobre el tema. Mientras que sí ha tendido a enfatizar los modos en que los actos de
violencia son significativos y comunicativos. Me parece que esta es un área en la que somos
propensos a ser víctimas de la confusión entre profundidad interpretativa y significación social: es
decir, asumir que el aspecto más interesante de la violencia es también el más importante. Esto no
quiere decir que, en términos generales, los actos de violencia no sean también actos de
comunicación. Lo son, claramente. Pero esto se aplica a cualquier otra forma de acción humana. Me
parece que lo verdaderamente importante respecto de la violencia es que es tal vez sea la única
forma de acción humana que encierra la posibilidad de tener efectos sociales incluso sin ser
comunicativa. En otras palabras: la violencia puede que sea la única forma de acción humana por la
cual se puede generar efectos relativamente predecibles en las acciones de una persona de la cual no
se comprende nada. En casi todas las demás maneras de trata de influir en las acciones de otros, se
necesita tener alguna idea de quién creen que son, qué piensan que son, qué querrían de la situación,
sus aversiones e inclinaciones, etc. Con un golpe en la cabeza todo esto se vuelve irrelevante.
Es cierto que los efectos que se pueden lograr al matar o dejar incapacitado a alguien son
muy limitados, pero son reales y de manera crítica son predecibles. Cualquier forma alternativa de
acción no tendría efectos predecibles sin algún tipo de apelación a significados o entendimientos
compartidos. Es más, si los intentos de influir en otros por medio de la amenaza de la violencia
requieren un algún nivel de conocimientos compartidos, estos pueden ser mínimos. Recordemos que
las relaciones humanas –en particular las continuas, ya sea entre amigos o enemigos de larga data–
son complicadas, densas en experiencia y sentido; mantenerlas requiere de un trabajo de
interpretación constante y a menudo sutil, de estar permanentemente imaginando los puntos de vista
de los otros. Amenazar a los otros con hacerles daño permite ahorrarse todo eso. Habilita relaciones
de un tipo mucho más esquemático (i.e. “cruce esta línea y le disparo”). De aquí que la violencia sea
el arma preferida de los estúpidos: podría decirse que una de las tragedias de la existencia humana es
que la violencia de la forma de estupidez a la que más cuesta dar una respuesta inteligente.
Necesito introducir una salvedad crucial aquí. Si dos partes se comprometen con una
competencia violenta -por ejemplos, generales al mando de ejércitos enemigos- tienen una buena
razón para tratar de meterse en las cabezas de otros. En efecto, deja de ocurrir esto solamente
cuando una de las partes tiene una ventaja abrumadora en su capacidad de causar daño físico sobre
la otra. Pero esto tiene un efecto profundo: significa que el efecto más característico de la violencia –
la capacidad de evitar la necesidad del trabajo de interpretación– se vuelve más relevante cuando la
violencia en sí misma resulta menos visible, de hecho, cuando grandes actos de violencia física no
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tenderían a ocurrir. Estas son situaciones a las que referí como de violencia estructural, suponiendo
que las desigualdades sistemáticas respaldadas por la amenaza de la fuerza pueden ser tratadas como
formas de violencia en sí mismas. Por esta razón, las situaciones de violencia estructural siempre
producen estructuras muy dispares de identificación imaginativa.
Estos efectos suelen ser menos visibles cuando las estructuras de desigualdad se internalizan.
Por ejemplo, una constante básica de las comedias de la década de 1950 en EEUU eran las bromas
acerca de la imposibilidad de entender a las mujeres. Los chistes (siempre contados por hombres)
siempre representan la lógica de la mujer como fundamentalmente ajena e incomprensible. Nunca
parece que la mujer en cuestión tenga alguna dificultad para entender los hombres. Las razones son
obvias: las mujeres no tienen más remedio que entender a los hombres; esto fue el apogeo de una
cierta imagen de la familia patriarcal y de las mujeres sin acceso a ingresos o recursos propios, sin
más remedio que gastar tiempo y energía entendiendo qué pensaban los hombres de las cosas. Las
familias patriarcales de este tipo son (como generaciones de feministas han enfatizado), con toda
seguridad, formas de violencia estructural; sus normas están sancionadas por la amenaza de daño
físico en infinitas formas, sutiles y no tan sutiles. Y este tipo de retórica sobre los misterios de las
mujeres parece ser una característica perenne de aquellas. Generaciones de novelistas –Virginia
Woolf viene de inmediato a la mente– también han documentado el otro lado de estos acuerdos: los
esfuerzos constantes que tienen que hacer las mujeres en gestionar, mantener y ajustar los egos de
hombres ignorantes y agrandados, involucrándose en una tarea continua de identificación
imaginativa o lo que denominé, trabajo interpretativo. Esto se traslada a todos los niveles. De las
mujeres siempre se espera que imaginen cómo serían las cosas desde un punto de vista masculino.
De los hombres casi nunca se espera reciprocidad en esta dirección. Es un patrón de comportamiento
tan internalizado que muchos hombres reaccionan ante la sugerencia de que podrían hacerlo si fuera
un acto de violencia en sí mismo. Un ejercicio popular entre los profesores de escritura creativa en
EEUU es pedir a los estudiantes que imaginen que se han transformado por un día en alguien del
sexo opuesto, y que describan ese día. Los resultados, al parecer, son asombrosamente uniformes.
Todas las niñas escriben ensayos largos y detallados que muestran claramente que han destinado
gran cantidad de tiempo a pensar en el tema. La mitad de los niños suele negarse a escribir el
ensayo, y aquellos que lo escriben dejan en claro que no tienen la mínima idea de lo que significa ser
una chica y que no les agrada tener que pensar en ello.
Hay dos elementos críticos aquí que están ligados y que deberían ser distinguidos
formalmente. El primero es el proceso de identificación imaginativa como una forma de
conocimiento, el hecho de que dentro de relaciones de dominación, generalmente es el subordinado
a quien le está relegado al trabajo de comprender cómo funcionan las relaciones sociales en
cuestión. Cualquiera que haya trabajado en la cocina de un restaurant, por ejemplo, sabe que si algo
sale muy mal y aparece un jefe enojado para evaluar las cosas, este difícilmente lleve a cabo una
investigación detallada o ponga real atención a aquello que los trabajadores intentan explicar en sus
diversas versiones de lo acontecido. Es muy probable que les diga a todos que se callen la boca y
que imponga de manera arbitraria una historia que permite juicio instantáneo: i.e., “vos sos el nuevo,
te la mandaste; si lo hacés de nuevo, considerate echado”. Aquellos que no tienen el poder de
contratar ni de despedir son quienes hacen el trabajo de imaginar qué fue lo que pasó y de asegurarse
de que no vuelva a ocurrir. Lo mismo suelo ocurrir a menudo en las relaciones sociales
permanentes: todo el mundo sabe que los sirvientes tienden a saber mucho acerca de las familias de
sus empleadores pero que lo opuesto casi nunca ocurre. Este segundo elemento es el de la
identificación empática [sympathetic identification]. De manera interesante, fue Adam Smith, en su
“Teoría de los sentimientos morales” quien primero observó el fenómeno al cual ahora referimos
como “compassion fatigue” [STS; estrés traumático secundario]. Propuso que los humanos no sólo
están por lo común inclinados a identificarse imaginativamente con sus compañeros sino que como
resultado sienten espontáneamente sus alegrías y tristezas. Los pobres, sin embargo, son tan
miserables que los observadores de lo contrario empáticos están frente a una elección tácita entre
sentirse completamente abrumados o simplemente borrar su existencia. El resultado es que mientras
que aquellos en la parte inferior de la escalera social gastan una gran cantidad de tiempo
imaginando, y preocupándose por, las perspectivas de los de arriba, casi nunca ocurre lo contrario.
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Sea que estemos tratando con amos y siervos, hombres y mujeres, empleadores y empleados,
ricos y pobres, la desigualdad estructural (lo que llamo violencia estructural) crea estructuras muy
desiguales de imaginación. Pienso que Smith estaba en lo cierto al observar que la imaginación
tiende a traer consigo la simpatía; por ende, el resultado es que las víctimas de la violencia
estructural tienden a preocuparse por sus beneficiarios mucho más que los beneficiarios por ellos.
Esta podría ser, después de la violencia en sí misma, la fuerza más poderosa para preservar esas
relaciones.

IV

Creo que todo esto tiene algunas implicancias teóricas interesantes.


Hoy por hoy, en las democracias industrializadas contemporáneas, la administración legítima
de la violencia se ha depositado en lo que eufemísticamente se conoce como “aplicación de la ley” –
en particular, oficiales de policía, cuyo verdadero rol, como los sociólogos de las fuerzas de
seguridad han sostenido repetidamente, tiene mucho menos que ver con la aplicación de la ley penal
que con la aplicación científica de la fuerza física para ayudar en la resolución de problemas
administrativos. Los policías son burócratas con armas. Al mismo tiempo, de manera significativa,
en los últimos cincuenta años se convirtieron en objetos de identificación imaginativa casi obsesiva
en la cultura popular. Llegamos al punto de que no sea para nada extraño que un ciudadano en una
democracia industrializada contemporánea pase horas al día leyendo libros, viendo películas o
mirando programas de TV que invitan a observar el mundo desde un punto de vista policial y
participar indirectamente en sus hazañas. Esto es un raro guiño a las terribles profecías de Weber
sobre la jaula de hierro: burocracias sin rostro parecen dispuestas a ganarles a los héroes
carismáticos, en la forma de un surtido sinfín de detectives míticos, espías y oficiales de policía;
todas estas figuras cuyo trabajo es precisamente operar donde las estructuras burocráticas para
clasificar información se encuentran con y apelan a la violencia física genuina.
Me parece que más llamativas son aun las implicancias para el estatus de la teoría.
El conocimiento burocrático se trata de la esquematización. En la práctica, los
procedimientos burocráticos significan ignorar todas las sutilezas de la existencia social real y
reducir todo a fórmulas mecánicas preconcebidas o estadísticas. Sea cuestión de formas, normas,
estadísticas o cuestionarios, siempre es una cuestión de simplificación. A menudo no es algo tan
diferente del jefe que entra en la cocina para tomar instantáneas decisiones arbitrarias ante un
problema: en todos los casos se trata de la aplicación de plantillas preexistentes muy simples a
situaciones complejas y a menudo ambiguas. A menudo, el resultado deja a las personas que están
forzadas a lidiar con la administración burocrática con la impresión de que están tratando con
personas que por alguna razón arbitraria decidieron ponerse unos lentes que sólo les permiten ver el
2% de lo que sucede delante de ellos. Desde luego, algo similar ocurre en la teoría social. Una
descripción etnográfica, aunque sea una muy buena, capta como máximo el 2% de lo que sucede en
una vendetta nuer o una riña de gallos balinesa en particular. Un trabajo teórico se centrará sólo en
una pequeña parte de eso, quizás recogiendo uno o dos hilos de un tejido infinitamente complejo de
circunstancias humanas, y utilizándolo como base para hacer generalizaciones; por ejemplo, sobre la
naturaleza del conflicto social o sobre la naturaleza de la performance. No quiero decir que haya
nada malo en este tipo de reducción teórica (yo lo estoy haciendo). De hecho, sospecho que es un
tipo de proceso necesario si se quiere decir algo dramáticamente nuevo acerca del mundo.
Consideremos el papel del análisis estructural, tan famosamente respaldado por Edmund
Leach en la primera conferencia Malinowski (1959) casi un siglo atrás. En la actualidad el análisis
estructural se considera definitivamente pasado de moda; el corpus teórico Claude Levi-Strauss
como vagamente ridículo. Me parece que esto es lamentable. El mérito del análisis estructural es que
proporciona una técnica casi infalible para hacer lo que cualquier buena teoría debería hacer:
simplificar y esquematizar un material complejo de manera tal que se pueda decir algo inesperado.
Este es, por cierto, el modo en que llegué a lo antes planteado acerca de Weber:
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Prefiero ver a alguien como Levi-Strauss como una figura heroica, un hombre con el coraje
intelectual para seguir su modelo tan lejos como pudo, sin importar qué tan evidentemente absurdos
podían ser los resultados; o, si se prefiere, la cantidad de la violencia que infringió a la realidad.
Mientras que uno permanece en el dominio de la teoría, entonces la simplificación, podría
decirse, puede ser una forma de inteligencia. Los problemas surgen cuando la violencia ya no es
metafórica. Aquí iré desde los policías imaginarios a los policías reales. Un ex oficial de Los
Ángeles que se volvió sociólogo (Cooper, 1991) observó que la gran mayoría de las personas
golpeadas por la policía no son culpables de ningún crimen. “Los policías no golpean ladrones”,
observó. La razón es simple: la situación que más garantiza el provocar una reacción violenta por
parte de la policía es desafiar su derecho a “definir la situación”. Si lo que he señalado antes es
cierto esto sería lo que deberíamos esperar. La porra policial es precisamente el punto en que se
unen el imperativo burocrático del Estado de imponer un sencillo esquema administrativo y su
monopolio de la fuerza coercitiva. Así tiene sentido que la violencia burocrática consista, primero y
ante todo, en ataques a los que insisten en esquemas o interpretaciones alternativas. Al mismo
tiempo, si se acepta la famosa definición de Piaget sobre la inteligencia madura como habilidad de
coordinar múltiples perspectivas (o puntos de vista), se puede ver cómo el poder burocrático, cuando
se convierte en violencia, pasa a ser literalmente una forma de estupidez infantil.
Si tuviera más tiempo plantearía porqué siento que este enfoque podría sugerir nuevas
formas de considerar viejos problemas. Desde una perspectiva marxiana, por ejemplo, se podría
notar que mi noción de “trabajo interpretativo” que permite que la vida social siga funcionando más
o menos sin dificultades, implica una distinción fundamental entre el dominio de la producción
social (la producción de personas y relaciones sociales), donde el trabajo imaginativo se relega a los
de abajo, y un dominio de la producción de mercancías, donde los aspectos imaginativos del trabajo
son destinados a los que están arriba. En ambos casos, empero, estructuras de desigualdad producen
estructuras desiguales de imaginación. Quisiera también proponer que aquello que estamos
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acostumbrados a llamar “alienación” es en gran medida la experiencia subjetiva de vivir en estas
estructuras desiguales. Esto a su turno tiene implicancias para cualquier política liberadora. Por el
momento, llamaré la atención sobre algunas implicancias para la antropología
Una de las implicancias es que muchas de las técnicas interpretativas que empleamos han
servido históricamente como armas de los débiles con mucha más frecuencia que como instrumentos
de poder. Renato Rosaldo (1986) desarrolló el famoso argumento de que cuando Evans-Pritchard,
molesto porque nadie le hablaba, acabó observando un campamento nuer Muot Dit “desde la puerta
de su tienda”, realizó el equivalente a un panóptico foucaultiano. La lógica parece ser cualquier
conocimiento recogido en condiciones de desigualdad tiene una función disciplinaria. Para mí, esto
es absurdo. El panóptico era una cárcel. Los prisioneros soportaban la mirada, e internalizaban sus
dictados ya que si trataban de escapar o resistirse, podían ser asesinados. En ausencia de aparato de
coerción, el observador se reduce al equivalente de un chisme de barrio, incluso privado de la
sanción de la opinión pública.
Subyaciendo a aquella analogía, me parece, está la suposición de que un conocimiento
amplio de este tipo es parte inherente de cualquier proyecto imperial. Sin embargo, el más breve
examen de los registros históricos deja en claro que los imperios tienden a tener poco o ningún
interés en documentar material etnográfico. En cambio, suelen interesarse más por cuestiones de
derecho y administración. Para obtener información sobre costumbres matrimoniales exóticas o el
ritual mortuorio, hay que recurrir a los relatos de viajeros –Herodoto Ibn Battuta, o Zhang Qian–, es
decir, descripciones de las tierras que quedaban fuera de la jurisdicción de cualquier Estado al que
pertenecía el viajero.
La investigación histórica revela que los habitantes de Muot Dit eran, de hecho, seguidores
de un profeta llamado Gwek, quienes habían sido víctimas de los bombardeos de la RAF [Real
Fuerza Área británica] y del desplazamiento forzoso el año anterior (Johnson 1979, 1982,1994),
todo el asunto ocasionado por la estupidez burocrática típica (malentendidos sobre la naturaleza del
poder en la sociedad nuer, los intentos de separar la población nuer y Dinka que habían estado
unidas por generaciones). Cuando Evans-Pritchard estaba allí ellos seguían siendo objeto de
incursiones punitivas de las autoridades británicas. A Evans-Pritchard se le pidió que vaya a
Nuerlandia básicamente como espía; en un principio se negó y finalmente acordó, y dijo más tarde
porque “sintió compasión por ellos”. Parece que evitó cuidadosamente recolectar la información
específica que las autoridades querían, mientras, al mismo tiempo, hizo todo lo posible para usar sus
ideas más generales sobre el funcionamiento de la sociedad nuer para disuadir a algunos de los
abusos más idiotas que esta era objeto, como él mismo señaló, para “humanizar” a las autoridades
(Johnson 1982:245). Como etnógrafo, terminó haciendo algo muy parecido el trabajo tradicional de
las mujeres: evitar que el sistema colapse a través de intervenciones tácticas con la intención de
proteger a los hombres ignorantes y engreídos que estaban al mando, de las consecuencias de su
propia ceguera.
¿Hubiera sido mejor mantenerse con las manos limpias? Me parece que son cuestiones de
conciencia personal. Sospecho que los mayores peligros morales están en un nivel completamente
diferente. Para mí la cuestión es si nuestro trabajo teórico está en última instancia dirigido a
deshacer, desmantelar, algunos de los efectos de estas estructuras desiguales de la imaginación, o si
–como puede suceder tan fácilmente incluso con nuestras mejores ideas cuando están respaldadas
por la violencia administrada de manera burocrática– terminamos reforzándolas.

Agradecimientos

I’d like to thank David Apter, Keith Breckenridge, Kryzstina Fevervary, Andrej Grubacic, Matthew Hull,
Lauren Leve, Christina Moon, Stuart Rockefeller, Marina Sitrin, Steve Cupid Theodore, and Hylton
White for advice and suggestions and encouragement on this project. The essay is dedicated to my
mother, in honor of her moral political commitment, irreverence, and common sense.
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Bibliografía

Apter, David
1965 The Politics of Modernization. Chicago: University of Chicago Press.
1971 Choice and the Politics of Allocation: a developmental theory. New Haven: Yale
University Press.

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1979 “Colonial Policy and Prophecy: the ‘Nuer Settlement’ 1929-20” in Journal of the Anthropological
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(Apr., 1982), pp. 231-246
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Leach, Edmund
1959 “Rethinking Anthropology.” Man:

Rosaldo, Renato
1986 “From the Door of His Tent: the Fieldworker and the Inquisitor.” In Writing Culture: The Poetics
and Politics of Ethnography (James Clifford and George Marcus, eds.), Berkeley: University of
California Press, pp. 77-97.

Smith, Adam
XXX Theory of Moral Sentiments

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