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Fábulas, juegos y magia


del Mundo de Esir

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El tarot de los gnomos
Giordano Berti / Antonio Lupatelli

1.ª edición: septiembre de 2013

Título original: I Tarocchi degli Gnomi

Traducción: Amalia Peradejordi


Maquetación: Montse Martín
Corrección: Sara Moreno

© Edizioni Lo Scarabeo s.r.l.


(Reservados todos los derechos)
© 2013, Ediciones Obelisco, S. L.
(Reservados los derechos para la presente edición)

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ISBN: 978-84-9777-972-2
Depósito Legal: B-11.621-2013

Printed in India

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Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5

LAS AVENTURAS DE SICHEN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13


La juventud de Sichen . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13
La princesa Ur . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 22
El mago de Chesd . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 36
La Gran Prueba . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 48
El Mundo de Vriak . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63

EL TAROT DE LOS GNOMOS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 69


El origen de los Arcanos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 69
Juego de «Érase una vez» . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 79
Juego del dominó . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 108
Juego de la canasta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 108

LOS SECRETOS DE SICHEN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 113


El sello de Jaudim . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 113
Cruz Polar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 118
Cruz Cardinal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 120
Método del Tablero . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 122
El genio de Vriak . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 123

Epílogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 129

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É
sta es la historia de un extraño juego: una baraja de minúsculas cartas, inven-
tadas nada menos que por un gnomo. Yo las tuve entre mis manos hace ya
muchos años, cuando todavía era un muchacho. En aquellos tiempos, cerca de
mi casa, se encontraba la tienda de un trapero. Era un cuchitril con las paredes descon-
chadas y el suelo algo tambaleante, pero yo la consideraba como una especie de caja de
las sorpresas. Había muñecas de cerámica, fonógrafos, viejas cajas de galletas, relojes
de pared, relojes de péndulo estropeados, lámparas de aceite… y, en resumen, toda una
serie de inútiles trofeos polvorientos de los cuales emanaba la fascinación de las anti-
guas fábulas.
Hacía poco tiempo que el dueño de la tienda se había instalado en el barrio, pero
enseguida me había llamado la atención a causa de su misterioso aspecto. Se trataba de
un anciano muy extraño, de espalda encorvada y una nariz tan grande como una pera.
Tenía el cabello blanco, tan largo que le llegaba hasta el cuello, y una barba puntiaguda
que acariciaba continuamente con dos de sus dedos, mientras observaba a los clientes
con aspecto sospechoso. Sus pobladas cejas le conferían una mirada ceñuda, pero una
vez lo hube conocido, descubrí que poseía un carácter muy jovial.
Le gustaba inventarse acertijos y adivinanzas o recitar simpáticos trabalenguas.
Pero aún se divertía mucho más cuando hablaba con los clientes y los dejaba de piedra
con cualquiera de sus juegos de manos. Por ejemplo, en plena conversación, era capaz
de sacarles un huevo de la oreja y bebérselo ante ellos, y también le gustaba sacar de su
pequeña pipa una decena de objetos tales como pañuelos, cigarrillos o cartas de juego.
Además, valiéndose de la penumbra y del desorden que reinaban en la habitación, había
llenado el local con toda una serie de trastos viejos que utilizaba como «señuelo» y que
vendía a los clientes como algo que en realidad no eran: un trozo de mástil como una
máscara africana; una piedra con una forma muy particular como un busto de mármol;

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una vieja sartén ennegrecida como un espejo etrusco, etc. Después, cuando el cliente
se acercaba más y se daba cuenta del engaño, el anciano no podía reprimirse por más
tiempo y estallaba con una estridente carcajada.
Sin embargo, a pesar de su infantil comportamiento, el trapero poseía una cul-
tura muy amplia que, según él, había adquirido durante sus largos peregrinajes de
un extremo al otro del mundo. Me detenía voluntariamente a escuchar sus historias
sobre las costumbres de los pueblos primitivos, sus distintas formas de vivir, de morir,
e incluso de jugar. Ya que lo que más apasionaba al anciano era jugar y, sobre todo,
coleccionar juegos.
—Los juegos –aseguraba él– no sólo están hechos para divertirse. Pueden ser muy
instructivos y estimular la inteligencia y la imaginación de las personas. También pue-
den despertar facultades dormidas y, a través del éxtasis o del sueño, llevarnos hasta
dimensiones desconocidas.
Yo no entendía muy bien lo que intentaba decirme, pero él me aseguraba que no
tenía por qué preocuparme y que quizás, algún día, llegaría a comprenderlo.
En cierta ocasión me invitó a visitar lo que él consideraba una de las maravillas
del mundo: su colección. En cuanto puse un pie en la casa, me quedé realmente asom-
brado. Por dondequiera que mirase, no había más que juguetes. Marionetas mecánicas
y de cuerda, tableros de ajedrez muy antiguos, mapamundis de tierras inexistentes,
juegos de cartas, tric-tracs, aliossi, juegos de la oca, del dómino, shangai, as-nas, mah-jong
y una infinidad más de cosas que yo no conocía. Todo despertaba mi curiosidad, pero
apenas había empezado a mirar uno de los juegos cuando otro ya llamaba mi atención.
Un juguete hacía que empezase a imaginarme una historia, mientras que otro la prose-
guía y se infiltraba sutilmente en la tenue trama de mi imaginación. Vagaba por la ha-
bitación con aspecto embelesado, como si estuviese viviendo en un sueño. Estaba tan
dominado por mi propia fantasía que, sin darme cuenta, fui a chocar contra el trapero.
Éste me sonrió amistosamente y continuó enfrascado en sus ocupaciones. Yo hacía girar
las manivelas, ponía en marcha el mecanismo de los juguetes, movía los balancines y
daba vueltas a las llaves de los muñecos, corriendo como un loco de un extremo al otro
de la habitación. En pocos minutos, como por arte de magia, todos los juguetes cobra-
ron vida y empezaron a moverse de un lado para otro, saltando, haciendo cabriolas y

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chillando y, finalmente, en aquella zarabanda infernal, se adueñaron de la casa. Me tapé
las orejas con las manos para no oír aquel ruido ensordecedor, y poco después toda
aquella confusión se trasformó en un solo y potente zumbido que me arrastró como en
un remolino.
De repente me sentí arrebatado por el pánico. Los soldaditos de plomo, los paya-
sos, las bailarinas y todos los demás juguetes venían a mi encuentro mirándome amena-
zadoramente. La habitación empezó a dar vueltas a mi alrededor, cada vez más deprisa.
Intenté apoyarme, después lo vi todo negro y perdí el conocimiento.
Al recobrar el sentido estaba totalmente empapado de sudor, pero cómodamente
sentado en una mecedora, mientras que un tintineante reloj de pared llenaba la habi-
tación con sus delicadas notas. El anciano estaba situado frente a mí y me ofrecía una
taza con un humeante brebaje.
—La imaginación te ha jugado una mala pasada –me dijo sonriendo– y tú te has
dejado llevar por una especie de autosugestión. Ahora, tómate esta tisana y te recupe-
rarás enseguida.
Todavía algo trastornado por lo sucedido, no tuve fuerzas para contestarle. Tomé
la taza entre mis manos y, lentamente, empecé a sorber el líquido con dificultad mien-
tras el anciano me miraba con aire satisfecho. Esperó a que terminase de beber la infu-
sión y después siguió hablándome:
—Bien, lo que te ha ocurrido hoy tendría que haberte hecho entender muchas
cosas, afirmó con aire paternal y acariciando su puntiaguda barba.
—¿Qué es lo que debo comprender? –le pregunté, algo molesto–. Usted me ha
dicho que no ha sido más que una autosugestión. Por un momento, llegué a pensar que
los juguetes estaban vivos y me estaban amenazando. Por eso me asusté tanto.
—Es cierto –contestó el anciano–, pero ya deberías saber que las cosas nunca son
lo que nos parecen a primera vista. ¿Recuerdas los juegos de manos? Todo es ilusión,
pero al mismo tiempo todo es posible. Sólo depende del estado de ánimo.
—Ya lo sé –le dije–, pero no es lo mismo. ¿Cómo he podido llegar a sentirme
amenazado por unos objetos inanimados?.
—En esos momentos estaban vivos y has sido tú mismo quien les ha dado un
alma, porque al soñarlo, has creado su propio mundo. Un mundo fantástico, es cierto,

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pero no por ello irreal. Después te has dejado seducir; has pensado que se trataba de un
juego inocente y has penetrado en ese mundo sin conocer sus leyes y sin establecerlas.
Por esta razón, sus habitantes te han tomado por un intruso o, mejor dicho, los habi-
tantes de tu mente se han rebelado porque no has sabido dirigirlos.

—Pero, ¿qué tiene que ver mi mente con esos muñecos? ¿Son juguetes o no? ¿O se
trata de alguna brujería? –pregunté, asustado.
—No, no se trata de ninguna brujería –contestó el anciano–, los sueños simple-
mente son imágenes, emociones y estados de ánimo que la mente recoge y elabora. En
un momento dado, estas imágenes te trasportan a lugares de ensueño, donde puedes
realizar una serie de cosas que en la realidad serían imposibles, pero conservando siem-
pre la capacidad de sufrir o de gozar y, por lo tanto, también la libertad para poder
escapar, tal y como tú has hecho hoy. Pero hay otros juegos que no te conceden esta
libertad. A partir del momento en el que entras en ese otro mundo, debes recorrer todas
las etapas poniendo mucha atención en tu forma de moverte, ya que de lo contrario
correrías el riesgo de no poder volver a salir nunca más.
En ese momento el anciano se puso muy serio. Sus ojos brillaban como láminas
de acero tras sus desordenadas cejas y yo me di cuenta de que no estaba bromeando.
Permanecimos en silencio durante algunos instantes, que a mí me parecieron una eter-
nidad. Después, sin poder contener por más tiempo mi curiosidad, le pregunté tími-
damente:
—Y… ¿cuáles son estos juegos?

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—Bien, por ejemplo éste –contestó él, mientras se sacaba una minúscula bolsa
del chaleco.
Desató el lazo de la bolsa y dejó caer su contenido encima de la mesa. Se trataba
de un montón de cartas de colores, del tamaño de un sello. Sin decir nada, empecé a
guardarlas una a una, mientras que el trapero, suspirando profundamente, parecía estar
soñando con los ojos abiertos.
Permanecí impresionado ante la variedad y la belleza de aquellas figuras y, de
repente, llegué a olvidarme incluso de la desagradable aventura que acababa de vivir
hacía apenas unos minutos. Los personajes representaban a una infinidad de duendes
desempeñando las más diversas tareas. Había uno que estaba cortando leña, uno que
forjaba el hierro, otro que estaba robando, otro que montaba guardia, etc. Era como si
en aquellas cartas estuviese reflejada en pequeño formato toda la sociedad humana con
sus virtudes y sus defectos. Pero yo no alcanzaba a comprender cómo se podría jugar
con ellas. Por este motivo, y con el fin de enterarme, me volví hacia el anciano.
—¡Son preciosas! –exclamé–. ¿Pero, cómo se utilizan? ¡En mi vida había visto unas
cartas parecidas a éstas!
—¡Es lógico! ¡Éste es el único ejemplar existente! Se llama el Tarot de los Gnomos;
me lo dieron cuando todavía era un niño y, precisamente, el que me lo regaló era un
gnomo. Desde entonces, jamás se lo había enseñado a nadie. Si aprendes a conocer
todas sus cartas, podrás extraer muchos conocimientos útiles. Te enseñarán a leer en el
alma de las personas y a viajar con la mente a universos en los que la fantasía se convier-
te en realidad y los sueños gobiernan el orden natural de las cosas.
Durante algunos segundos, permanecí sin pronunciar ni una sola palabra. Pues,
aunque ya hacía mucho tiempo que estaba acostumbrado a las extravagancias del ancia-
no, realmente ésta las sobrepasaba todas.
«Primero me aturde con todo ese estruendo infernal –pensé–, después me suelta
un extraño discurso sobre las ilusiones y, ahora, por añadidura, quiere hacerme creer
que ha conocido a un gnomo. Verdaderamente, creo que se está burlando de mí. Pero
le seguiré la corriente».
—¡Ah, sí! –le dije en tono burlón–. ¡Una vez, yo también conocí aun gnomo! Era
así de pequeño y…

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—Sabía que no me creerías –me interrumpió él–. Es más, lo contrario me hubiese
sorprendido. Sin embargo, te aseguro que no estoy delirando, y si tienes la paciencia
de escucharme, te explicaré con pelos y señales toda la historia de estas extrañas cartas.
Supongo que cuando haya terminado, me tomarás por un loco, pero no importa. Con
el tiempo, cambiarás de opinión.
Yo estaba perplejo, pues el anciano no parecía estar bromeando y, además, el tono
de su voz era demasiado convincente. Aunque, sin embargo, de un momento a otro
esperaba oír su acostumbrada risa burlona.
—Está bien –contesté, sonriendo–; hábleme de este tarot.
El trapero hizo una pausa como si quisiera reordenar sus ideas. Se acarició la bar-
billa, pasó el dedo por sus pobladas cejas y, después, empezó a hablar:
—Esta historia tuvo su comienzo hace ya muchos años, cuando yo todavía era un
chiquillo y vivía en un pequeño pueblo, oculto tras las montañas. Aún recuerdo las lar-
gas veladas nocturnas pasadas en el establo de ese o de aquel campesino mientras todos,
tanto adultos como niños, nos ocupábamos en desgranar las panochas y de preparar la
paja que las ancianas trenzaban para hacer canastas. También recuerdo algunas historias
sobre espíritus, demonios y otros seres sobrenaturales. Durante la narración, todos per-
manecíamos boquiabiertos, por lo que yo jamás llegué a comprender cómo los mayores
podían escuchar estas historias con tanto interés y después burlarse de nosotros, dicién-
donos: «¡Todavía tenéis la cabeza llena de pájaros!».
»Con frecuencia, en sueños, yo volvía a revivir todas las aventuras que había oído
contar. Y así, de la mano de fantásticas criaturas entraba en un mundo encantado por
el cual, aún hoy, sigo experimentando una tremenda nostalgia.
»Una fría noche de invierno, mientras afuera soplaba un viento de nieve, me su-
cedió algo muy extraño, por no decir imposible, aunque sigo conservando la prueba
de que sucedió realmente. Recuerdo que oí un ligero repiqueteo en los cristales de la
ventana del cuarto donde dormía. Al principio pensé que se trataba de las ramas de
un árbol, pero después me pareció oír un grito y dos golpes más persistentes. Len-
tamente, salté de la cama y, aunque un poco asustado, me acerqué hasta la ventana.
Oí cómo golpeaban de nuevo en los cristales y una vocecita que pedía ayuda. Tras un
breve titubeo abrí la ventana y, en un santiamén, un hombrecillo saltó dentro de la

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habitación. Estaba medio muerto de frío, le castañeteaban los dientes y no paraba de
quejarse.
»No era más alto que la palma de una mano y sobre su cabeza llevaba un extraño
sombrero terminado en punta y bordado de estrellas. Sus ropas estaban heladas, por lo
que quité la funda del cojín y se la di, invitándole a quitarse las ropas mojadas y a ca-
lentarse delante de la estufa. Siempre refunfuñando, el hombrecillo empezó a dar saltos
y a agitar los brazos como un loco. Me di cuenta que era mejor dejarlo solo. Fui a la
cocina, sin hacer ruido, y le calenté un tazón de leche. Cuando volví a la habitación, el
hombrecillo ya se había puesto a sus anchas. Estaba sentado encima de la cama con las
piernas entrecruzadas, se había quitado la ropa, había descosido la funda del cojín y se
la había puesto como si fuera un pijama y, naturalmente, había vuelto a ponerse en la
cabeza su extraño sombrero. Apenas le vi, no pude reprimir la risa y, ante mi estupor, él
también estalló en carcajadas, aguantándose la barriga con las manos y pedaleando con
las piernas en el aire. Después se tranquilizó un poco y me dio las gracias por haberle
salvado la vida.
»Me contó que la tormenta lo había sorprendido muy lejos de su casa y que no
había podido encontrar ningún sitio donde refugiarse. Por ello, para no morirse, se
había visto obligado a desobedecer una de las leyes de los gnomos, por la cual les estaba
terminantemente prohibido acercarse a los hombres. Me pidió que jamás le hablase a
nadie de nuestro encuentro y, para recompensarme, me dio lo más preciado de todo
cuanto poseía: las pequeñas cartas que te he mostrado hace poco.
»«Estas cartas contienen innumerables secretos –me aseguró el gnomo solemne-
mente–. Describen la historia de mi vida y de las aventuras por las que he tenido que
pasar antes de convertirme en el mago del pueblo de los gnomos. Jugando con estas
figuras, podrás aprender muchas cosas útiles y evitarás repetir los mismos errores que
yo cometí. Además, también podrás conocer el alma de las personas, simplemente
mirándolas a la cara, o bien podrás volar con el pensamiento a otros mundos muy
distintos al tuyo. Y éstos sólo son algunos de los poderes que podrás adquirir jugando
con estas cartas».
»Me quedé muy sorprendido. El hombrecillo al que le había salvado la vida era el
mago de los gnomos en persona y me ofrecía el secreto de su arte.

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»«¿Y cómo se juega con estas cartas?», le pregunté, emocionado.
»«Para aprender –contestó el gnomo–, es necesario que conozcas la historia de mi
vida. Es un poco larga, pero si quieres puedo contártela. Afuera todavía sopla el viento
y no creo que se calme hasta el amanecer».
»Sin dudarlo ni por un solo instante, le pedí que me explicase esa historia. Me ten-
dí sobre la cama, sosteniéndome la barbilla con las manos, y mientras afuera el viento
seguía azotando los árboles, el gnomo inició su relato.

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La juventud de Sichen

Se llamaba Sichen y venía del Mundo de Esir, donde no sólo viven los gnomos, sino
también los elfos, las hadas, las ondinas, los trolls y otras extrañas criaturas. Sichen era
huérfano de padre y vivía con Naín, su anciana madre, en el país de Mâlicud. Cuando
era pequeño, todos le consideraban el tonto del pueblo debido a su extraño carácter. Le
gustaba pasearse solo por el prado, hablar con las flores, jugar con los insectos y dibujar
encaramado a los árboles. Sus únicos amigos eran los animales y cada día se llevaba alguno
a su casa: un gatito, un sapo, una lagartija, un pajarito y quién sabe cuántos animales más.
Cuando empezó a ir a la escuela, las cosas empeoraron. Si algo de lo que habían
explicado en clase llamaba su atención, dejaba de escuchar la lección y empezaba a
dejar volar su imaginación, adentrándose en épocas y lugares lejanos y viviendo he-
roicas aventuras.
Una vez oyó hablar del paraíso de los gnomos, el mítico Reino de Ketra, donde la
primavera es eterna y todas las criaturas viven en auténtica armonía. A partir de enton-
ces, Sichen se encerró en sí mismo. Siempre tenía la cabeza en las nubes, soñaba cons-
tantemente con poder alcanzar ese magnífico lugar y, en la escuela, apenas hacía nada.
Por este motivo, su madre, Naín, hizo que abandonase sus estudios pensando que, así, al
menos le echaría una mano en las tareas del campo. Pero él siempre conseguía escabu-
llirse y sólo volvía a su casa para comer o dormir. Todos los días Naín le repetía lo mis-
mo: «Si sigues así, acabarás mal; además, ¡ahora ya no eres un niño!».
Por eso llegó un día en que, harto ya de recibir tantos improperios, Sichen decidió
partir en busca del país de Ketra. Preparó un zurrón con algo de ropa y de comida, le
cogió algunas monedas de plata a su madre y se marchó, tomando el primer camino
con el que se cruzó.

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Y camina que caminarás, había pasado algo más de un mes desde que Sichen aban-
donase su casa y ya se le había terminado la comida y el dinero. Durante algún tiempo se
alimentó de aquello que recogía: raíces, frutas de los árboles y cosas parecidas. Pero ahora
ya se acercaba la mala estación y llovía a cántaros durante casi todo el día. Por este mo-
tivo, Sichen se refugió en la ciudad de Issod, esperando poder ganar algún dinero para
proseguir su viaje, pero dondequiera que llamase, le daban con la puerta en las narices.
Sucio, totalmente empapado por la lluvia y casi muerto de hambre, el gnomo ya
no sabía qué hacer. Se sentó en las escaleras de un portal y, llorando desconsoladamente,
se puso a pensar en el error que había cometido al abandonar a su madre. Mientras se
lamentaba, la puerta se abrió y apareció el dueño de la casa, un hombrecillo cojo y de
mirada huraña.
—¿Quién eres, niño, y por qué lloras? –le preguntó.
—Me llamo Sichen y vengo de Mâlicud –le contestó él, secándose las lágrimas con
el brazo–; hace ya tres días que no como y nadie quiere darme trabajo ni pan.
—¿Tú quieres trabajar? –le preguntó el hombre–, ¿pero, qué es lo que sabes hacer?
—Nada –contestó Sichen–, ¡jamás he hecho nada durante toda mi vida!
El cojo permaneció unos momentos pensativo y después farfulló:
—Mmm…, siempre se puede encontrar alguna solución. Pero mientras, entra en
mi casa y comamos alguna cosa.
Sichen no se lo hizo repetir dos veces. Se puso en pie con la agilidad de un gato
y siguió a su benefactor hasta el interior de su modesta vivienda. Sin ninguna clase de
cumplidos, el cojo preparó la mesa para el recién llegado. Antes de empezar a comer,
rezó una oración al Gran Thau, el dios supremo de los gnomos, e invitó a su huésped
a hacer lo mismo. Comieron en silencio y, una vez terminada la cena, el hombrecillo le
dijo secamente:
—Bien, ahora ya podemos hablar del trabajo. Yo me llamo Alêpos, soy zapatero
remendón y necesito un aprendiz. Si quieres, puedes trabajar para mí. A cambio de una
jornada de trabajo, te daré dos comidas y un cómodo lecho donde dormir…, más no
puedo ofrecerte.
—¿Sólo? –exclamó Sichen, escandalizado–. No, gracias, ¡prefiero buscarme la vida
en otra parte!

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Y con estas palabras, cogió su zurrón y se dirigió hacia la salida; pero apenas hubo
cerrado la puerta, cambió de idea. Afuera estaba muy oscuro, llovía a cántaros y él no
tenía ni una sola moneda en el bolsillo, ni un sitio donde dormir. Llamó de nuevo a la
puerta y volvió sobre sus pasos.
—Está bien –dijo, con aire desconsolado–, acepto el trabajo, pero sólo como
prueba.
El zapatero no dijo nada. Cogió la lámpara y, sonriendo, condujo a Sichen hasta
un mísero cuartucho, le dio las buenas noches y le dijo:
—Mañana tenemos que levantarnos a las cinco.
Después apagó la luz y se marchó. Para Sichen, las primeras semanas fueron una
verdadera tortura. Alêpos era un trabajador infatigable y no paraba de darle órdenes:
«¡Haz esto…! ¡Ve allí…! ¡Tráeme aquello…!». Sichen odiaba aquel trabajo tan sucio y
fatigoso, pero con el invierno a punto de llegar no podía ni siquiera pensar en marchar-
se. Así pues, debía resignarse y quedarse con el zapatero, al menos hasta que llegase el
buen tiempo.

Con el paso del tiempo, el gnomo se acostumbró al cansancio y al carácter brusco de


Alêpos. Se dio cuenta de que, en el fondo, éste no era tan duro como parecía, sino que
era muy abierto y dispuesto al diálogo. Todas las noches, después de la cena, pasaban
largas horas hablando delante de la chimenea. Así fue como, poco a poco, Alêpos le fue
enseñando a Sichen cómo dominar las ambiciones y las pasiones que ofuscan la mente.
Gracias a las enseñanzas del zapatero, Sichen alcanzó a comprender que la voluntad
debe ser conducida por la inteligencia. Que la inteligencia debe provenir del corazón y
que el corazón debe estar guiado por el amor, cuyo misterio permanece custodiado en
el cofre del alma. En una ocasión, Sichen le confió su deseo de visitar el país de Ketra, el
reino de la felicidad eterna y, ante su sorpresa, el zapatero le dijo:
—Y a mí también me gustaría ver aquel lugar. Pues, aunque muchas veces he lo-
grado llegar hasta sus confines, después la visión siempre ha terminado por esfumarse.
—¿Quiere decir que alguien le ha indicado el camino para llegar hasta allí, pero
que le ha sido impedida la entrada?

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—Quiero decir –contestó Alêpos– que cada cual tiene su propio camino para lle-
gar hasta Ketra, pero no es con los pies como se llega hasta allí.
—¿Y cómo, entonces, si puedo saberlo? –exclamó el gnomo.
—Escucha mi consejo. Siempre debes seguir el camino que te dicte el corazón, y
si el Gran Thau así lo desea, él mismo será el que te indique el camino para llegar hasta
Ketra. Pero ahora vete a la cama, pues mañana te espera un día muy cansado.
Las palabras del zapatero impresionaron profundamente al joven gnomo. Durante
mucho tiempo estuvo pensando en su significado, pero no pudo llegar a comprender
su sentido ni tampoco consiguió que el zapatero le diese más explicaciones. El invierno
pasó muy deprisa y, al llegar la primavera, Sichen decidió partir en busca de aquel ale-
gre país. Cuando llegó el momento de despedirse, Alêpos le entregó veinte monedas de
plata y lo abrazó calurosamente.
—Te doy estas monedas como pago por tu ayuda –le dijo–; haz buen uso de ellas y
recuerda todo cuanto te he enseñado. Sigue siempre el camino que te indique el corazón.
Sichen se despidió de su benefactor y, una vez hubo abandonado la ciudad de
Issod, tomó el camino que llevaba hacia el norte. Pocas semanas después de su partida,
se enteró de que en la ciudad había estallado una terrible epidemia que estaba acabando
con los gnomos. Así pues, decidió volver sobre sus pasos y en el camino de regreso em-
pezó a encontrarse con los primeros afectados por la peste. A medida que se acercaba a
la ciudad, la situación iba haciéndose cada vez más trágica. Por dondequiera que fuese,
a su paso, Sichen no encontraba más que muerte y desolación.
En cuanto llegó a Issod, el gnomo se dirigió a toda prisa a la casa de Alêpos, pero,
ante su pesar, lo encontró tendido en su lecho, en lastimosas condiciones.
—Maestro –dijo Sichen–, ¿qué puedo hacer por usted?
—Desgraciadamente nada… Ha llegado mi hora y para mí ya no hay esperanzas
–le contestó el zapatero–. Pero presta mucha atención a lo que voy a decirte. Si quieres
protegerte contra el azote de la peste, llévate mi cuerpo lejos de aquí y enciérrate en
casa. Después, pon un gran cazo de agua sobre la chimenea, enciende el fuego y quema
todo lo que encuentres: muebles, ropa, herramientas… ¡Todo! Y hazlo de manera que
siempre haya humo en el ambiente. Te bendigo, hijo mío, y le pido al Gran Thau que se
apiade de ti. Espero que algún día puedas llegar a ver el país de Ketra.

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4D EL LOCO

Se llamaba Sichen y venía de la ciudad de Mâlicud, en el Mundo de Esir… De pequeño le


habían considerado el tonto del pueblo, pero lo suyo no era estupidez. Un espíritu soñador se
albergaba en su corazón y le hacía actuar de una forma que al resto de la gente le parecía una
locura. Sus ansias de libertad le empujaron a abandonar a la madre, Naín, para ir en busca del
mítico Reino de Ketra, el paraíso de los gnomos. Este viaje marcaría el inicio de una increíble
aventura que le llevaría a conocer el terrible misterio de la esfera de Daat y la infinita belleza
del Mundo de Vriak…
Desinterés por las preocupaciones materiales. Locura, extravagancia, despreocupación, acciones
incomprensibles. Viaje, abandono del cuerpo o de la mente. Actuaciones o palabras indescifrables.

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Y tras haber pronunciado estas palabras, Alêpos falleció.
Sichen hizo todo cuanto le dijera el zapatero, pero pasados unos días la enferme-
dad también empezó a adueñarse de él. En la habitación llena de humo, el gnomo reza-
ba y deliraba, envuelto en un gran sudario. Imploraba al Gran Thau, suplicándole que
lo salvase y, a cambio, él dedicaría el resto de su vida a ayudar al prójimo, a la castidad
y a la plegaria.
Los días pasaban, lenta e inexorablemente, y Sichen había perdido ya toda espe-
ranza de curarse. Pero una noche, mientras se retorcía en su húmedo jergón, presa de
terribles espasmos, en sueños se le apareció una sublime criatura.
—Despierta, Sichen –le dijo ésta–, yo soy Bétèil, la papisa de las hadas. El Gran
Thau, de quien soy embajadora, ha decidido acoger tus plegarias. Toma este libro; con-
tiene la magia de Atotis, el primer mago de los gnomos. En él encontrarás las fórmulas
para curar todos los males que afligen a tus semejantes. Estúdialas atentamente hasta
que te las hayas aprendido de memoria y acuérdate siempre de darle las gracias al Gran
Thau por este don.

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" EL ZAPATERO

En el límite de sus fuerzas, Sichen fue recogido por Alêpos, el zapatero de Issod. Gracias a él,
Sichen aprendió algo más que un oficio. Alêpos le impartió la disciplina necesaria para con-
trolar las pasiones, los deseos y las ambiciones. Gracias a las enseñanzas del zapatero, Sichen
comprendió que la voluntad debe ser conducida por la inteligencia. Que la inteligencia debe
provenir del corazón y que éste debe estar guiado por el amor, cuyo misterio permanece custo-
diado en el cofre del alma. Pero fue sólo gracias a su propia bondad como Sichen pudo llegar
hasta la llave de aquel cofre: la piedad…
Inicio de actividades (sentimentales, profesionales, etc.). Habilidad, autonomía, autodisciplina.
Fuerza de voluntad, sentido práctico. Poco amigo de consejos y de convencionalismos.

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El hada besó a Sichen en la frente y desapareció envuelta en un halo luminoso y
dejando tras de sí el reflejo de un altar cubierto por un tupido velo. El gnomo se des-
pertó sobresaltado y pensó que todo había sido un sueño, pero después se dio cuenta de
que su frente estaba tibia y que su corazón latía acompasadamente. Finalmente, vio el
libro junto a la cama y comprendió que todo había sucedido de verdad: el hada lo había
curado. Su plegaria había sido escuchada.
Durante mucho tiempo, Sichen tan sólo se dedicó a rezar y a estudiar, hasta que
un buen día el libro desapareció. Enseguida se dio cuenta de que debía tratarse de algu-
na señal enviada por el hada. Así pues, recogió lo poco que tenía y regresó a Mâlicud, en
busca de su madre. Pero cuando llegó a la vieja casa, se enteró de que su madre también
había muerto a causa de la terrible enfermedad. Se sentó junto a su tumba y, llorando
desconsoladamente, le suplicó que lo perdonara por todo el daño que le había hecho.
En aquel mismo instante, una ligera brisa acarició los cabellos de Sichen. Era el espíritu
de su anciana madre que, con voz débil, le susurró: «Sigue tu camino, hijo mío, y cum-
ple con tu deber. Yo estaré siempre a tu lado para protegerte».
Reconfortado por esta fugaz aparición, Sichen volvió a ponerse en camino. Ahora
la epidemia ya había desaparecido, pero había dejado tras de sí unas terribles conse-
cuencias. El país y la ciudad estaban llenos de enfermos y de mendigos, cuyos sufri-
mientos hubiesen enternecido incluso al más duro de los corazones.
Impresionado ante tanta desesperación, Sichen recordó los conjuros que había
aprendido en el libro de Atotis y empezó a curar a todos los desdichados que encontra-
ba, utilizando hierbas o piedras e imponiendo su energía con las manos. La noticia de
los milagros realizados por el gnomo se divulgó rápidamente y, muy pronto, Sichen se
convirtió en un famoso curandero.

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2-B LA PAPISA

Para Sichen, Bétèil, la papisa de las hadas, fue la primera revelación del mundo sobrenatural.
Ella fue quien lo condujo por el camino de la buena magia al entregarle el Libro de Atotis,
en cuyas páginas estaban escritas las fórmulas para alejar las enfermedades del cuerpo. De este
modo, Sichen empezó a curar a todos los desafortunados que se encontraba en su camino y,
muy pronto, se convirtió en un famoso curandero. Pero Bétèil no le había revelado el secreto
del Altar de Jaudim, pues si Sichen lo hubiera poseído, sin duda hubiese podido ver la trágica
suerte que lo aguardaba para ponerlo a prueba…
Estudios y enseñanzas, conocimiento. Sentido del deber, conciencia, rectitud moral. Sacerdocio,
religiosidad, fe. Amores platónicos. Tendencia a evitar cualquier tipo de vínculo o de atadura.

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La princesa Ur

Un día, un mensajero imperial vino a buscar a Sichen y le invitó a acudir inmediata-


mente a la corte. La princesa Ur estaba gravemente enferma y necesitaba que la curasen
con urgencia. Sichen no se lo pensó dos veces y se dirigió a toda prisa a la ciudad de Od.
Cuando llegó a las proximidades del palacio real, Sichen se quedó deslumbrado ante
tanto esplendor. La residencia de los soberanos era un palacio de cristal situado sobre
una enorme roca de granito, cuyas empinadas laderas estaban formadas por decenas de
agujas que parecían apuntalar el cielo como haces luminosos. Tan pronto llegó al pa-
lacio, y sin ninguna ceremonia, Sichen fue conducido ante la presencia del emperador
Detlef y de su consorte Gimlar. Primero habló la emperatriz:

—Así pues, tú eres Sichen, el terapeuta. Hemos oído hablar mucho de ti y con-
fiamos en tu habilidad. Ya conoces nuestra desgracia. La princesa Ur se ve afligida por
una enfermedad que, hasta ahora, nadie ha logrado curar. Con los dones que te han
hecho famoso, debes devolverle la salud. Pero recuerda que si ella muere, te arrepentirás
eternamente por haber elegido el oficio de charlatán.

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3-G LA EMPERATRIZ

La emperatriz Gimlar era una mujer autoritaria, pero muy inteligente. Su capacidad de juicio
le permitía poder valorar la honestidad de sus súbditos e intuir sus pasiones y debilidades.
Gimlar estaba tan dispuesta a castigar como a premiar las acciones de los gnomos pero, tras su
imperiosa máscara, se ocultaba un carácter sensible y delicado. Fue ella quien convocó a Sichen
al palacio de Od, ya que había oído hablar de los auténticos milagros realizados por el gnomo
y esperaba que éste pudiese curar a su propia hija del terrible mal que la afligía…
Inteligencia, comprensión, sabiduría. Capacidad de juicio, espíritu de observación. Persona
autoritaria, pero bondadosa. Solución a los problemas. Fecundidad, creatividad, generosidad.

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El emperador, viendo la expresión desconcertada de Sichen, intentó suavizar las
palabras de su fogosa consorte:
—No te asustes, muchacho; Gimlar está muy preocupada por el destino de nuestra
hija. Hace mucho tiempo que está enferma y nosotros tememos por su vida. Por lo tanto,
debes curarla o, de lo contrario, te expondrás a la ira de su madre y a mi propio castigo.
—Las amenazas no me asustan –contestó Sichen orgullosamente–, yo curo en
nombre del Gran Thau y él será quien decida el destino de la princesa. Pero no perda-
mos más tiempo. Acompañadme hasta ella y dejadme solo.
Algunos sirvientes acompañaron a Sichen hasta la habitación de la princesa.
En cuanto la vio, su corazón comenzó a latir de forma apresurada. Era la criatura
más hermosa que jamás hubiese visto. Sus delicadas facciones y la corona que adornaba
sus rubios cabellos la convertían, a sus ojos, en lo más parecido a una diosa. Pero el
gnomo alejó rápidamente todos estos pensamientos de su mente. La muchacha apenas
respiraba y su palidez era impresionante. Esto le bastó para comprender que no había
tiempo que perder. Extendió su estera a los pies de la cama, encendió siete velas, se arro-
dilló y entonó una oración dirigida al Gran Thau. Después se levantó y, acercándose a
la princesa, le rozó otra vez el cuerpo con las manos. Recitó el conjuro apropiado y le
sopló en la frente.
La princesa abrió los ojos como si acabara de despertarse de un largo sueño, se
incorporó lentamente y se sentó en la cama. Al ver al desconocido, le preguntó con aire
asustado:
—¿Quién eres y qué estás haciendo en mi habitación?
—Me llamo Sichen –le contestó el gnomo, intentando tranquilizarla–, y tus augus-
tos progenitores me pidieron que te curase del mal que te afligía. Pero ahora no debes
preocuparte, pues ya ha pasado todo.
Sichen avisó a la guardia y al cabo de unos minutos llegaron Gimlar y Detlef,
radiantes de felicidad.
—¿Cómo podremos agradecértelo? Pide lo que quieras y te será concedido –le
dijo la emperatriz, mientras estrechaba a su hija entre sus brazos.
—A mí no tenéis nada que agradecerme –contestó Sichen–, sino al Gran Thau,
pues él ha sido quien ha escuchado vuestras plegarias.

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4-D EL EMPERADOR

En el palacio de Od, junto a Gimlar, también vivía Detlef, el emperador de los gnomos y
máxima autoridad del Mundo de Esir. Aconsejado siempre por su esposa, Detlef gobernaba
el país con magnanimidad y firmeza. Cuando el gnomo demostró sus cualidades taumatúrgi-
cas, salvando a la princesa Ur de una muerte segura, el emperador se convirtió en su generoso
protector. Lo recompensó inmensamente entregándole el feudo de Nizac, concediéndole una
espléndida renta y otorgándole un título nobiliario. Y de esta forma, para Sichen comenzó
una nueva vida…
Fuerza, estabilidad, poderes terrenales. Autoridad, legalidad, integridad moral, voluntad
inquebrantable. Protector potente y generoso. Solución a los problemas materiales.

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