François Dagognet es filósofo. Una parte importante de su obra estudia la
construcción de una “materiología”. Con las herramientas que ha formado, se consagra ahora a la cuestión de la moral. Hace poco publicó Une nouvelle morale (1998) y Des détritus, des déchets, de l´abject, une philosophie écologique (1997), col. “Les Empêcheurs de penser en rond”.
Laurent Mayet: ¿En qué se reconoce lo artificial?
François Dagognet: Los Griegos no se equivocaron: valorizaron la naturaleza.
Ella les permitió incluso definir su “moral”, su manera de vivir. Aristóteles, más particularmente, veía en ella la unión entre una forma y la materia, siendo el ser vivo la mejor concretización de esta simbiosis. Además, lo que es natural remite a un fondo, que lo salva de ser insulso: es más de lo que es. Así, el viviente tiene que ver con los genitores que lleva inscritos y a los que eventualmente evoca, sin ignorar el hecho de que él mismo no para de cambiar y de adaptarse, lentamente, pues, como se sabe, “la naturaleza no da saltos”. En comparación, lo artificial corre fuertemente el riesgo de decepcionar. Se limita a “reproducir”. Kant, en la Crítica del juicio, evoca lo que es el canto del ruiseñor: su imitación por un bribón, oculto bajo las tablas, nos induce a error. Esta pseudo-equivalencia nos priva del “trasfondo” que nos captaba; de alguna manera, el canto del ruiseñor evocador dice de ello más de lo que por si mismo dice. Kant subraya el hecho de que lo natural se define por su propia riqueza, sobrepasa lo que trataría de encerrarlo en una fórmula: “Un rostro perfectamente regular que un pintor desearía tener por modelo, ordinariamente, carece de expresión”. Hubo que esperar el siglo XVII, Descartes a la cabeza, para que tomáramos otra dirección. El filósofo llega a crear autómatas; cuenta con el manejo de procedimientos en adelante susceptibles de desplegarse en efectos maravillosos como los surtidores de agua, por ejemplo. Jacques de Vaucanson no tardará en realizar un “pato volador” que chapotea en el agua y sobre todo un “pato digestor”. Cada vez más, o cada vez mejor, el ingeniero, ingenioso, calca la naturaleza y se da a veces a la tarea de superarla. Ya no hay nada que no sea susceptible de ser “recreado”, de donde, por otra parte, las recreaciones mecanico-físicas más sorprendentes. El artificio, capaz de proezas, rivaliza en adelante con la vida. Suscita éxitos. Henos aquí en presencia de dos corrientes en pugna. L. M.: La multiplicación de las tecnologías ¿ha hecho retroceder las fronteras de lo natural?
F. D.: En ese punto, no vamos a permanecer en el statu quo: la naturaleza no
es verdaderamente desplazada, pues el artificialista se contenta con “robarle sus secretos” y escrutarla, para “reproducirla”. Esta naturaleza sigue siendo el modelo. Además, la naturaleza es equilibrio. Darwin nos enseña que el número de abejorros depende del número de ratones de campo que destruyen sus panales de miel. Pero, al mismo tiempo, el número de ratones de campo depende del de gatos y estos últimos del de solteronas y solterones que los cuidan. ¡Qué interpenetración, por la cual los seres vivos se neutralizan! Por el contrario, lo artificial da en lo puntual. Sin embargo, nuestro mundo se pone a separar tajantemente: asistimos a un cierto retroceso de la naturalidad; esta última se caracteriza por su inmovilidad, su tenacidad y, por ahí mismo, su arcaísmo. El universo de la producción agrícola desencadenó un proceso que desvaloriza la tierra: esta última se extenúa rápido. La técnica sabrá renovarla, de ahí, el éxito de lo que se ha llamado “las praderas artificiales”, como el trébol o el pipirigallo, que mejoran el suelo. Los cercos lo protegerán. A su vez, los agrónomos revolucionarán las plantas —hasta en sus pormenores—, de manera noumenal con los OGM (organismos genéticamente modificados) o transgénicos. En estas condiciones, la naturaleza nos parece en adelante designar un territorio retardatario. La victoria se dibuja en favor del actual prometeismo, incluso si la naturalidad, aquí o allá, resiste o incluso continúa imponiéndose.
L. M.: ¿De dónde sale esta fascinación contemporánea por lo “natural”?
F. D.: La “naturaleza” no ha dicho su última palabra y asistimos, en efecto, a
algunas revanchas, a destellos. En el dominio de los materiales, por ejemplo, los plásticos deben ser compensados: porque las fibras sintéticas como el nylon se endurecen e incluso se vuelven opacas, porque no permiten “la respiración” debido a su aspecto caparazón, el industrial les añade hilos de lana o de algodón. La naturaleza despedida ayer es ahora reintegrada. En otra parte aún, se mezclan los poliéster con láminas de madera —el irremplazable material que vuelve con fuerza, ¿no es el camino abierto hacia combinaciones o “compuestos”? Por otro lado, lo que retarda la victoria de los sintéticos, además del aspecto frío del metal o incluso del vidrio, es que continuamos prefiriendo la creación, natural, a la fabricación, industrial. Un producto natural se caracteriza por sus variaciones y las variedades que concentra en él. Encierra en sí una pluralidad: ninguna hoja de árbol se parece enteramente a otra. El principio, mal llamado, de los indiscernibles lo señala; además, los natural registra de alguna manera el tiempo que pasa y se imprime en él. Lo artificial, por el contrario, sorprende por su homogeneidad y su no-fragilidad, su resistencia. Parece menos próximo del hombre; este último sólo la ha realizado en razón de su utilidad, lo que lo descalifica, como todo lo que está ligado a un solo uso —la eficacia, pero también la imitación y la pobreza. L. M.: ¿No es el arte el dominio donde lo artificial triunfa?
F. D.: Paul Valéry no dejó de recordar y de subrayar la importancia del “hacer”,
el artista y el artesano, el poeta o el “poiètès”, aquel que fabrica. El Homo artifex crea su propio universo. En la mayor parte de las artes —música, poesía, arquitectura—, el maestro de obra no está sometido a ningún presupuesto que lo inspiraría. La pintura plantea sin embargo un problema, porque “el tema”, un paisaje, una persona, se impone al artista que lo “devuelve”. ¿No recobra aquí la naturaleza sus derechos? Por su parte, la escuela de Barbizon, instalada en el bosque de Fontainebleau, se consagró a los árboles más majestuosos. Pero detengámonos en el impresionismo: no solamente se dedica a los colores, el resto es atenuado, sino que usará medios que le permiten intensificarlos; las teorías de Eugène Chevreul autorizaron esta magia. El cuadro ilumina el mundo; este último, en revancha, se vuelve neutro o átono.
En las Curiosités esthétiques, Charles Baudelaire escribió: “La naturaleza sólo
es un diccionario [...] Buscamos en ella el sentido de las palabras, la generación de las palabras, la etimología de las palabras [...], pero nunca nadie ha considerado el diccionario como una composición en el sentido poético de esa palabra”. De modo parecido, el fotógrafo nos ayuda a ver lo que, sin él, jamás habríamos visto. Libera lo desconocido, lo raro, lo insólito. Más que reproducir, produce. Con el arte, la tecnosfera triunfa por completo.
L. M.: ¿Cómo situar al hombre en esta oposición naturaleza-cultura?
F. D.: En el combate en el que tomamos parte, el hombre es una provincia de
la realidad que resiste: lo antropológico, es decir lo humano y sus bases instintivas. ¿No hablamos de una de “una naturaleza humana”? Así, Homo homini lupus, el hombre es un lobo para el hombre, en tanto la realización del individuo sólo se opere a través de la agresividad, la competencia e incluso la violencia. Pero esto tal vez no sea ni tan seguro ni tan simple. Los análisis de Claude Lévi-Strauss revelaron que es el grupo, su propia organización, lo que explica las pretendidas conductas individuales y el que dirige la lógica del deseo. Así, el horror al incesto está inspirado en la obligación de la alianza con aquellos con quienes mantenemos alguna distancia, porque conviene oponerse a lo que aislaría a los sujetos, los encerraría entre ellos, en este caso la familia. Cada uno debe tomar mujer en otra parte. Las querellas entre hermanos y hermanas se conciben como un medio de impedir la proximidad sexual entre ellos. Otra situación esclarecedora: en una pareja, un hombre o una mujer cae enfermo, presa de la locura, del delirio y sus desbordamientos. El análisis podrá mostrar ulteriormente que esta fragilidad no resulta de una debilidad constitutiva —el peso mismo de la herencia—, sino que ella podría expresar la violencia oculta de aquel de los dos que sigue gozando de buena salud, quien sólo está bien si el otro desfallece. Todo es interrelación, transfert, desplazamiento de intersubjetividad; es por ello que la psiquiatría querrá dedicarse al conjunto, “tratar” al grupo, en vez de tratar solamente al “eslabón débil” de esa pareja. Apelar a tensiones o a fuerzas naturales para dar cuenta de la conducta humana sería explicar la cosa por la cosa —una simple y estéril tautología.
L. M.: ¿Qué retener de esta dialéctica entre naturaleza y artificio?
F. D.: En principio, lo natural retrocedió por todas partes. Realmente no ha
“desaparecido”, en tanto sigamos ligados a él. Lo más frecuente, ese natural es lo artificial de ayer. Nos hemos acostumbrado de tal modo a ello que lo creemos “original” o primero. El “campo” lo muestra bien: los límites del bosque, las bandas paralelas de los campos cultivados, los diversos caminos, no hay que no exhiba la marca del hombre; del mismo modo, no han sido seleccionados, mejorados, cruzados los vegetales? Lo supuestamente natural es enclenque, mientras que lo cultivado sorprende por su tamaño o su exuberancia. La naturaleza es todavía “nuestra creación”. Pero lo más notable nace de la intersección entre esos dos universos complementarios: el uno que es el otro, se dedica a inquietar a ese otro o a limitarlo. De ahí, una extraña oposición entre dos fuerzas que se combaten e intercambian entre ellas: ellas son a la vez “lo mismo” y “lo otro”, lo que vuelve patético e incierto el examen de su relación.
Traducido del francés al español, por Jorge Márquez V.,
para la Universidad Nacional de Colombia, Medellín, 3 de junio de 2002.