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¿QUIÉNES SOMOS?

PROLOGO

Este libro se ocupa de los cambios que se están produciendo en la prominencia y la sustancia
de la identidad nacional estadounidense. La prominencia es la importancia que los estadounidenses
atribuyen a su identidad nacional en comparación con sus otras muchas identidades. La sustancia
hace referencia a lo que ellos creen que tienen en común con otros pueblos y lo que los distingue de
ellos. El presente libro formula tres argumentos centrales.

En primer lugar, la prominencia de la identidad nacional de los estadounidenses ha variado a


lo largo de la historia. No fue hasta finales del siglo XVIII cuando los colonos británicos de la costa
atlántica empezaron a dejar de identificarse exclusivamente como residentes de sus respectivas
colonias para hacerlo también como norteamericanos. La identidad nacional paso a ser preeminente
con respecto a otras identidades tras la Guerra de Secesión y el nacionalismo estadounidense
floreció durante el siglo siguiente. En la década de los sesenta, sin embargo, las identidades de
carácter nacional dual y transnacional empezaron a rivalizar con la identidad nacional y a erosionar
el destacado estatus anterior de esta. Los trágicos acontecimientos del 11 de septiembre provocaron
un regreso espectacular de dicha identidad al primer piano. La probabilidad de que los
estadounidenses se sientan especialmente identificados con su nación aumenta cuando consideran
que esta está en peligro. Pero en el momento en que pierde intensidad la sensación de amenaza,
pueden volver a priorizar otras identidades por encima de su identidad nacional.

En segundo lugar, los estadounidenses han definido a lo largo de los siglos la sustancia de su
identidad en términos de raza, etnia, ideología y cultura, en grados diversos. La raza y la etnia han
quedado prácticamente eliminadas en la actualidad: los estadounidenses consideran que su país es
una sociedad multiétnica y multirracial. El «Credo americano» que formulara inicialmente Thomas
Jefferson, y que después desarrollaron otros muchos, está ampliamente considerado como el
elemento definitorio crucial de la identidad estadounidense. Dicho Credo, sin embargo, fue el
producto de la cultura angloprotestante característica de los colonos fundadores de Estados Unidos
en los siglos XVII y XVIII. Los elementos clave de dicha cultura son: la lengua inglesa; el
cristianismo; la convicción religiosa; los conceptos ingleses del imperio de la ley, la responsabilidad
de los gobernantes y los derechos de los individuos, y los valores de los protestantes disidentes (el
individualismo, la ética del trabajo y la creencia en que los seres humanos tienen la capacidad y la
obligación de crear un paraíso en la tierra —una «ciudad sobre una colina»—). A lo largo de la
historia, millones de inmigrantes fueron atraídos a Estados Unidos por dicha cultura y por las
oportunidades económicas que esta contribuyo a hacer posible.

En tercer lugar, esa cultura angloprotestante ha constituido un elemento central de la


identidad estadounidense durante tres siglos. Es lo que los estadounidenses han compartido y —
como multitud de extranjeros han señalado— lo que los ha diferenciado de otros pueblos. A finales
del siglo XX, sin embargo, tanto la prominencia como la sustancia de la cultura y del Credo
americanos se enfrentaron al desafío planteado por una nueva oleada de inmigrantes procedentes de
América Latina y Asia, por la popularidad que en los círculos intelectuales y políticos han adquirido
las doctrinas del multiculturalismo y la diversidad, por la difusión del español como segunda lengua
estadounidense y las tendencias a la hispanizacion en la sociedad estadounidense, por la afirmación
de identidades de grupo basadas en la raza, la etnia y el género, por el impacto de las diásporas y de
los gobiernos de los países de origen de las mismas y por el creciente compromiso de las elites con
las identidades cosmopolitas y transnacionales. En respuesta a tales retos, la identidad
estadounidense podría evolucionar siguiendo la dirección de: 1) un Estados Unidos credal,
desprovisto de su núcleo cultural histórico y unido exclusivamente por un compromiso común con
los principios del Credo americano; 2) un Estados Unidos bifurcado, con dos idiomas —español e
ingles— y dos culturas —la angloprotestante y la hispánica—; 3) un Estados Unidos exclusivista,
definido como antaño por la raza y la etnia y que excluya y/o subordine a quienes no sean blancos y
europeos; 4) un Estados Unidos revitalizado que reafirme su cultura angloprotestante histórica, sus
convicciones religiosas y sus valores, y que saiga fortalecido de su confrontación con un mundo
hostil; o 5) alguna combinación de las posibilidades anteriores y de otras nuevas. El modo en que
los estadounidenses definen su identidad afecta, a su vez, el grado en el que conciben su país como
cosmopolita, imperial o nacional, a la hora de relacionarse con el resto del mundo.
Este libro está influido por mis propias identidades como patriota y académico. Como patriota,
siento una honda preocupación por la unidad y la fuerza de mi país entendido como una sociedad
basada en la libertad, la igualdad, la ley y los derechos individuales. Como académico, creo que la
evolución histórica de la identidad estadounidense y su estado actual son cuestiones fascinantes y de
gran importancia que requieren un estudio y un análisis en profundidad. No obstante, los móviles
del patriotismo y del academicismo pueden entrar en mutuo conflicto. Consciente de ese problema,
trato de realizar un análisis de la evidencia empírica lo más desapegado y exhaustivo posible, si
bien advierto al lector de que mi selección y presentación de esa evidencia pueden haber estado
influidas por mi deseo patriótico de hallar significado y virtud en el pasado de Estados Unidos y en
su posible futuro.

Todas las sociedades se enfrentan a amenazas recurrentes a su existencia, a las que, en un


momento u otro, acaban sucumbiendo. Pero algunas, aun estando igual de amenazadas, son también
capaces de aplazar su desaparición frenando e, incluso, invirtiendo los procesos de declive, y
renovando su vitalidad y su identidad. Creo que Estados Unidos es perfectamente capaz de esto
último y que los estadounidenses deberían renovar su compromiso con la cultura, las tradiciones y
los valores anglo-protestantes a los que norteamericanos de todas las razas, etnias y religiones, se
han adherido durante tres siglos y medio, y que han supuesto la fuente de su libertad, su unidad, su
poder, su prosperidad y su liderazgo moral como fuerza de bien en el mundo.

Permítanme dejar claro desde un principio que lo que aquí presento es un argumento en defensa
de la importancia de la cultura angloprotestante, no de las personas angloprotestantes. Creo que uno
de los grandes éxitos (quizás el mayor) de Estados Unidos ha sido la medida en la que ha logrado
eliminar los componentes raciales y étnicos que han ocupado históricamente un lugar central en su
identidad, y se ha convertido en una sociedad multiétnica y multirracial en la que los individuos
deben ser juzgados según sus méritos. Eso ha ocurrido, creo, gracias al compromiso que
generaciones sucesivas de estadounidenses han mostrado con la cultura angloprotestante y con el
Credo de los colonos fundadores. Si se mantiene ese compromiso, América seguirá siendo América
mucho después de que los descendientes WASP de sus fundadores se hayan convertido en una
minoría reducida y poco influyente. Ésa es la América que conozco y amo. Es también, tal como la
evidencia recogida en estas páginas demuestra, la América que la mayoría de los estadounidenses
ama y desea.

CAPITULO 1
LA CRISIS DE LA IDENTIDAD NACIONAL

PROMINENCIA: ¿SIGUEN AHI LAS BANDERAS?


Charles Street, la arteria principal de Beacon Hill, en Boston, es una calle acogedora
flanqueada de edificios de apartamentos de cuatro plantas, con paredes de ladrillo visto y bajos
ocupados por anticuarios y otras tiendas. Durante un tiempo, en una misma manzana, ondearon
banderas estadounidenses simultáneamente en las entradas de la oficina federal de correos y de la
licorería. Luego, la oficina de correos dejo de exhibir la bandera y, el 11 de septiembre de 2001,
solo quedaba la de la tienda de licores. Dos semanas más tarde, en esa misma manzana, ondeaban
hasta diecisiete banderas, además de una enorme enseña con barras y con estrellas extendida de un
lado a otro de la calle a escasa distancia de allí. Al sentir su país atacado, los vecinos de Charles
Street redescubrieron su nación y se identificaron con ella.

Con aquel aluvión de patriotismo, los habitantes de Charles Street mostraron una perfecta
sintonía con las gentes de todo Estados Unidos. Desde la Guerra de Secesión, los estadounidenses
han sido un pueblo orientado a las banderas. La de barras y estrellas disfruta del estatus de un
autentico ícono religioso y es un símbolo mas central de la identidad nacional de los
estadounidenses de lo que lo son sus banderas respectivas para los pueblos de otras naciones. Sin
embargo, es probable que nunca en el pasado estuviese la bandera tan presente en todas partes como
tras el 11 de septiembre. Las había por doquier: en las casas, en las empresas, en los automóviles, en
la ropa, en los muebles, en las ventanas, en los escaparates, en los postes de la luz o del teléfono,
etc. A primeros de octubre, el 80% de los estadounidenses declaraban que estaban exhibiendo la
bandera en uno u otro lugar: el 63% en sus casas, el 29% en su ropa, el 28% en sus coches. Según
se comentó en aquel entonces, Wal-Mart había vendido 116.000 banderas el mismo 11 de
septiembre y 250.000 al día siguiente, «comparadas con las las 6.400 y las 10.000 de esos dos
mismos días del año anterior». La demanda de banderas fue diez veces superior a la que había
habido durante la Guerra del Golfo; los fabricantes de banderas tuvieron que hacer horas extra y
duplicar, triplicar o hasta quintuplicar la producción.

Las banderas constituyeron la evidencia física del incremento repentino y espectacular de la


prominencia de la identidad nacional de los estadounidenses respecto a otras identidades, una
transformación de la que es un buen ejemplo el siguiente comentario realizado por una joven el 1 de
octubre:

Yo me mudé a Nueva York cuando tenía 19 años. [...] Si me hubiera pedido que me
describiera a mi misma entonces, le habría dicho que era una intérprete musical, una poeta, una
artista y, a un nivel más político, mujer, lesbiana y judía. Ser americana no habría entrado en mi
lista.
[En mi clase de Genero y economía en la universidad, mi] novia y yo estábamos tan frustradas
ante la desigualdad en Estados Unidos que hablamos incluso de la posibilidad de irnos a otro
país. Todo aquello cambio el 11 de septiembre. Me di cuenta de que había estado dando por
sentadas las libertades de las que disfrutamos aquí. Ahora llevo una bandera americana en la
mochila, vitoreo a los cazabombarderos cuando nos sobrevuelan y me defino a mi misma como
patriota.3

Las palabras de Rachel Newman reflejan la escasa prominencia que la identidad nacional
tenia para algunos estadounidenses antes del 11 de septiembre. Entre los ciudadanos cultos y de la
elite, la identidad nacional parecía haberse desvanecido sin dejar rastro. La globalización, el
multiculturalismo, el cosmopolitismo, la inmigración, el subnacionalismo y el antinacionalismo
habían asestado duros golpes a la conciencia americana. Las identidades étnicas, raciales y de
género habían pasado a ocupar posiciones preponderantes. En contraste con sus predecesores,
muchos inmigrantes yuxtaponían identidades y mantenían lealtades y nacionalidades duales. La
masiva afluencia de hispanos planteaba dudas acerca de la unidad lingüística y cultural de Estados
Unidos. Los ejecutivos de empresa, los profesionales y los tecnócratas de la era de la información
propugnaban identidades cosmopolitas por encima de las nacionales. La enserianza de la historia
nacional había cedido terreno ante la enseñanza de las historias étnicas y raciales. Del énfasis en lo
que los norteamericanos tienen en común se pasó a la celebración de la diversidad. La unidad
nacional y la conciencia de una identidad de nación, creadas mediante el trabajo y la guerra en los
siglos XVIII y XIX, y consolidadas durante las guerras mundiales del siglo XX, parecían
debilitarse. En muchos sentidos, Estados Unidos era, en el año 2000, menos nación que en todo el
siglo precedente. La bandera de las barras y las estrellas ondeaba a media asta mientras otras
ensenas ocupaban un lugar más elevado en el mástil de las identidades estadounidenses.

De los desafíos a la prominencia de la identidad nacional estadounidense planteados por las


identidades de otras nacionalidades y por las identidades subnacionales y transnacionales, daban
sobrado ejemplo diversos hechos acaecidos durante la pasada década de 1990.

Otras identidades nacionales

Durante un partido de la Copa de Oro de futbol entre México y Esta-dos Unidos celebrado
en febrero de 1998, los 91.255 aficionados asistentes se vieron inmersos en un «mar de banderas
rojas, blancas y verdes», se abucheo la interpretación del himno nacional estadounidense, «se
acribill6» a los jugadores de Estados Unidos con toda clase de «restos y vasos de plástico llenos
posiblemente de agua, cerveza o algo peor y se ataco con «fruta y mas vasos de cerveza» a unos
seguidores que trataron de exhibir una bandera estadounidense. El partido no se jugaba en Ciudad
de México, sino en Los Ángeles. «Algo no va bien cuando no puedo ni siquiera sacar una bandera
de Estados Unidos en mi propio país», comento un aficionado estadounidense, al tiempo que
esquivaba un limón que le paso rozando la cabeza, justo en aquel momento. «Para Estados Unidos
jugar en Los Ángeles no es jugar en casa», reiteraba el reportero de Los Ángeles Times.

Los inmigrantes del pasado lloraban de alegría cuando, tras veneer penurias y peligros, veían
por fin la Estatua de la Libertad; se identificaban con entusiasmo con su nuevo país, que les ofrecía
libertad, trabajo y esperanza, y se convertían, a menudo, en los mas patrióticos ciudadanos. En
2000, la proporción de nacidos en el extranjero era algo menor que la de 1910, pero la proporción
de personas que, en Estados Unidos, continuaban manteniéndose leales a otros países y seguían
sintiéndose identificadas con ellos era probablemente mayor que en ningún otro momento desde la
Guerra de Independencia.

En su libro Race Pride and the American Identity, Joseph Rhea ponía ejemplos de las
poesías recitadas en dos ceremonias de investidura de dos presidentes distintos. En la del presidente
John F. Kennedy, en 1961, fue Robert Frost quien celebro los «hechos heroicos» de la fundación de
Estados Unidos que, con la «aprobación» de Dios, marcaron el comienzo de «un nuevo orden de los
siglos»:

Our venture in revolution and outlawry


Has justified itself in freedom's story
Right down to now in glory upon glory.1

Estados Unidos, dijo, estaba entrando en una nueva «era dorada de poesía y poder».

Treinta y dos anos después, Maya Angelou recito un poema en la investidura del presidente
Bill Clinton que transmitía una imagen distinta de Estados Unidos. Sin mencionar en ningún

1
Nuestra incursión en la revolución y la clandestinidad
se ha justificado por la historia de libertad
que, en gloria tras gloria, hasta hoy nos acompaña. (N. del t.)
momento las palabras «America» o «americano», llego a distinguir hasta veintisiete grupos raciales,
religiosos, tribales y étnicos diferenciados —asiáticos, judíos, musulmanes, pawnee, hispanos,
esquimales, árabes, Ashanti, etc. — y denuncio la represión inmoral que habían sufrido como
consecuencia de las «ansias armadas de lucro» de Estados Unidos y su «impronta sangrienta» de
«cinismo». Estados Unidos, según dijo, puede haber quedado «asociado para siempre al miedo;
ligado eternamente a la brutalidad». Frost veía en la historia y la identidad de Estados Unidos
motivos de gloriosa celebración y perpetuación. Angelou interpreto las manifestaciones de la
identidad americana como amenazas malignas al bienestar y a las identidades reales de las personas
dentro de sus respectivos grupos subnacionales.

Un contraste similar se produjo en 1997, durante una entrevista telefónica de un periodista


del New York Times a Ward Connerly, a la sazon principal proponente de una iniciativa legislativa
popular sobre la prohibición de la acción afirmativa2 por parte del gobierno estatal de California. He
aquí un fragmento de aquella conversación:
PERIODISTA: ¿Que es usted?
CONNERLY: Yo soy americano.
PERIODISTA: ¡No, no, no! ¿Que es usted?
CONNERLY: ¡Si, si, si! Soy americano.
PERIODISTA: No me refiero a eso. Me dijeron que usted era afroamericano.
¿Se avergüenza de ser afroamericano?
CONNERLY: NO, simplemente estoy orgulloso de ser americano.

Connerly explico entonces que entre sus ancestros habia africanos, franceses, irlandeses e
indios americanos, y el dialogo concluyo del siguiente modo:

PERIODISTA: ¿Y eso en que le convierte?


CONNERLY: ¡Eso me convierte en americano y punto!

SAMUEL P. HUNTINGTON, ¿Quiénes somos? Los desafíos a la identidad nacional estadounidense,


Paidós, Buenos Aires, 2004.

2
En la presente traducción se emplea la expresión «acción afirmativa» en referencia a las políticas de discriminación
positiva típicas en Estados Unidos y destinadas a incrementar la presencia de las mujeres y de miembros de las minorías
culturales del país en ámbitos profesionales y educativos de prestigio, tanto públicos como privados. (N. del t.)

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