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¿Alguna vez has recibido perdón sin merecerlo? Haces o dices algo que hiere a
una persona amada y sabes que has cruzado la línea, que no mereces el perdón.
Pero, ¡oh, qué dicha más grande! La otra persona decide perdonarte.
La Biblia nos habla de este tipo de perdón. Es el perdón que Dios nos da, uno que
no merecemos y que muchas veces no entendemos.
En la Biblia hay ejemplos de personas que cometieron grandes errores, pero Dios
las perdonó. Aquí vemos tres hombres que Dios usó de manera muy especial aun
cuando, en un momento determinado, fallaron y actuaron de forma incorrecta.
Tras la muerte de Saúl, David regresó, fue coronado rey de Judá, y luego, rey de
Israel. Su fama y su osadía crecieron con el paso del tiempo gracias a los triunfos
sobre muchos ejércitos. Uno de sus logros más importantes fue devolver el arca
de la alianza a Jerusalén. Como resultado recibió grandes promesas por parte de
Dios.
Sin embargo, en 2 Samuel 11 y 12 leemos sobre un episodio oscuro en la vida de
David. Durante el sitio de la ciudad de Rabá, David cometió adulterio con Betsabé,
mujer de Urías, uno de los militares. De forma indirecta mandó a matar a Urías
para poder casarse con Betsabé. Como consecuencia de toda esta trama Dios
envió al profeta Natán a revelarle a David las consecuencias de sus actos.
Leemos que el bebé fruto de esa relación murió. También se desataron enormes
problemas y luchas entre David y sus otros hijos.
David reconoció que sus malas acciones afectaban su relación con los
demás y con Dios. Necesitaba la restauración que viene con el perdón de Dios y
sabemos que la recibió. Dios nunca rechaza el corazón que se humilla y
reconoce sus errores. En el mismo Salmo 51, en el versículo 7, David escribe:
«Tú, oh Dios, no desprecias al corazón quebrantado y arrepentido».
El perdón de Dios llegó. En Hechos 13 leemos que Pablo estaba hablando con los
jefes de la sinagoga en Pisidia y entre sus palabras de aliento para ellos hay una
mención a David:
Tras destituir a Saúl, les puso por rey a David, de quien dio este testimonio: “He
encontrado en David, hijo de Isaí, un hombre conforme a mi corazón; él realizará
todo lo que yo quiero”.
(Hechos 13:22)
Pablo
Saulo nació en Tarso dentro de una familia fiel a la religión judaica. De joven
aprendió el oficio de hacer tiendas. Creció dentro del rigor de los fariseos y se
convirtió en defensor de sus creencias. Su gran celo le llevó a perseguir a los
cristianos, les consideraba una secta que amenazaba todo aquello en lo que él
había creído. Saulo estuvo presente durante el apedreamiento de Esteban,
considerado el primer mártir cristiano. Desde ese momento creció aun más su
deseo de terminar con los que creían en Jesús.
Aquel día se desató una gran persecución contra la iglesia en Jerusalén, y todos,
excepto los apóstoles, se dispersaron por las regiones de Judea y Samaria. Unos
hombres piadosos sepultaron a Esteban e hicieron gran duelo por él. Saulo, por su
parte, causaba estragos en la iglesia: entrando de casa en casa, arrastraba a
hombres y mujeres y los metía en la cárcel.
(Hechos 8:1-3)
A pesar de todo esto Dios tenía sus ojos puestos sobre Saulo. Él veía gran
potencial en él y decidió revelársele. Donde otros veían un corazón duro, lleno de
odio y deseoso de acabar con los cristianos, Dios veía un corazón sediento de él y
de propósito, una oportunidad para transformar una vida dándole nuevo sentido.
En el viaje sucedió que, al acercarse a Damasco, una luz del cielo relampagueó de
repente a su alrededor. Él cayó al suelo y oyó una voz que le decía: —Saulo, Saulo,
¿por qué me persigues?
—¿Quién eres, Señor? —preguntó.
—Yo soy Jesús, a quien tú persigues —le contestó la voz—. Levántate y entra en la
ciudad, que allí se te dirá lo que tienes que hacer.
Los hombres que viajaban con Saulo se detuvieron atónitos, porque oían la voz,
pero no veían a nadie. Saulo se levantó del suelo, pero cuando abrió los ojos no
podía ver, así que lo tomaron de la mano y lo llevaron a Damasco.
(Hechos 9: 3-8)
Pablo llegó a ser un gran misionero y plantador de iglesias. La Biblia habla de sus
tres viajes misioneros, sus visitas a las iglesias, y también nos cuenta de sus
sufrimientos. En medio de enfermedades y persecuciones Pablo continuó fiel a
aquel que había perdonado sus errores y le había dado la oportunidad de
enmendar el daño que había hecho.
Mientras caminaba junto al mar de Galilea, Jesús vio a dos hermanos: uno era
Simón, llamado Pedro, y el otro Andrés. Estaban echando la red al lago, pues eran
pescadores. «Vengan, síganme —les dijo Jesús—, y los haré pescadores de
hombres». Al instante dejaron las redes y lo siguieron.
(Mateo 4:18-20)
Desde ese momento Pedro pasó a ser uno de los doce discípulos de Jesús. Él era
más bien tosco y de temperamento impulsivo, características que se reflejan en
varios pasajes bíblicos. Su impulsividad le llevaba a hablar o a actuar antes de
pensar como vemos, por ejemplo, en Mateo 14:25-31. Él estaba junto a los otros
discípulos en una barca cuando Jesús se les acercó caminando sobre el agua.
Pedro dijo: «Señor, si eres tú, mándame que vaya a ti sobre el agua. —Ven —dijo
Jesús. Pedro bajó de la barca y caminó sobre el agua en dirección a Jesús».
Pedro formaba parte del círculo íntimo de Jesús, los apóstoles que compartieron
momentos especiales con el Maestro. Llegó a ser una especie de portavoz de los
doce, declarando en ocasiones grandes verdades.
Durante la última cena vemos una escena muy especial. Los discípulos comienzan
a argumentar sobre cuál de ellos sería el más importante. Jesús les dice que en su
reino el más importante es el que sirve. Les anima a seguir su ejemplo de servicio,
y pasa a hablarle directamente a Pedro.
Simón, Simón, mira que Satanás ha pedido zarandearlos a ustedes como si fueran
trigo. Pero yo he orado por ti, para que no falle tu fe. Y tú, cuando te hayas vuelto a
mí, fortalece a tus hermanos».
—Señor —respondió Pedro—, estoy dispuesto a ir contigo tanto a la cárcel como a la
muerte.
—Pedro, te digo que hoy mismo, antes de que cante el gallo, tres veces negarás que
me conoces.
(Lucas 22:31-34)
Jesús sabía lo que sucedería y dio una palabra profética. Él sabía que Pedro lo
negaría y oró por él, por fortaleza para su fe. Jesús dijo que Pedro se repondría
de ese gran error y que llegaría a ser de ejemplo para los demás discípulos
de Jesús. ¡Y así fue!
Cuando arrestaron a Jesús y lo llevaron a la casa del sumo sacerdote, Pedro negó
tres veces que lo conocía, tal como había dicho Jesús. Al darse cuenta de lo que
había hecho, Pedro sintió un dolor amargo en su corazón. ¡Le había fallado al
Maestro! Pero después de la resurrección de Jesús, en Juan 21:15-19,
leemos una de las historias más bellas de perdón y restitución. Jesús le
pregunta a Pedro tres veces «¿me amas?» y cada vez que Pedro le contesta «Si,
Señor, sabes que te amo» Jesús le da una encomienda: apacienta mis corderos;
cuida de mis ovejas; apacienta mis ovejas.
Sabemos que Pedro fue uno de los líderes de los primeros cristianos. En el libro
de Hechos leemos cómo Dios lo usó para sanar y de sus predicaciones llenas de
poder. La iglesia creció gracias a su fidelidad, su perseverancia en llevar el
mensaje de salvación.