Está en la página 1de 23

Para su publicación en volumen colectivo, IIGG – UBA, 2002.

J ORNADA -T ALLER “G LOBALIZ ACIÓN Y N UEVAS C IUDADANÍAS ”: 27 DE OCTUBRE DE 2000


IIGG / FSOC – UBA

¿Ciudadanía global o ciudadanía precarizada?


S ERGIO CALETTI/ UBA- UNER
E. MAIL : scaletti@datamarkets.com.ar

El debate sobre la cuestión de las ciudadanías en los marcos de la globali-


zación parece ser hoy en día una de las piedras de toque de la agenda
académica. No cabe duda de que razones para ello las hay en abundancia. Sin
embargo, en este escenario de debate no todo está suficientemente claro. Me
propongo formular de manera breve unas pocas reflexiones de distinto orden
pero que entiendo complementarias entre sí, y con las que trataré de señalar
algunos de los aspectos que, a mi juicio, requerirían de un análisis que los
iluminara mejor. Si cabe, quisiera solicitar de antemano indulgencia por el
modo apretado de estos planteamientos ante cuestiones que seguramente r e-
querirían de un desarrollo más pausado.
El problema central que me preocupa aquí es el de la conceptualización de
las dimensiones subjetivas de la ciudadanía y la incidencia que ellas tienen en
el desarrollo de las formas y reglas del juego político contemporáneo, a veces
llamado «global».
En las tradiciones clásicas de conceptualización de la ciudadanía, estas d i-
mensiones a las que aludimos son antes una ausencia que una zona de traba-
jo frecuente. La cuestión se hace más notoria hoy cuando ocurren, a nue stro
juicio, dos fenómenos vinculados al punto. Por una parte, las problematizaci o-
nes sobre la subjetividad en general resultan a la orden del día; p or la otra,
es posible hipotetizar que es ésta —el de la modalizaciones de la subjetividad
ciudadana— una de las piezas claves para la inteligibilidad general de las
transformaciones que por lo común advertimos en los términos políticos de la
vida social contemporánea. Empero, la ausencia persiste.
En particular, quisiera llamar la atención sobre el modo en que la menci o-
nada ausencia (o debilidad) de conceptualizaciones obtura el análisis de una
característica del presente que expongo ahora en pocas palabra s. Me refiero a
esa paradoja por la cual mientras por un lado las democracias —democracias
liberales, para ser más precisos— parecen consolidarse como régimen político
de gobierno, la relación que las ciudadanías sostienen con los respectivos si s-
temas, su clase política y las actividades que le son propias, aparece sign ada
por una degradación creciente en su calidad, incluso hasta el límite de lo que
permite el propio marco definicional de democracia. Digámoslo de otro modo:
nunca como en el último cuarto de siglo, las democracias liberales han exten-
dido sus colores sobre el planeta y nunca han observado un período equiv a-
lente de continuidad. A la vez, nunca como hoy, términos como “ap atía”,
“descreimiento”, “desinterés”, “rechazo”, “desprestigio”, etc. han hecho refe-
rencia a fenómenos de tanta universalidad y que sin embargo, perman ecen en
la zona oscura de lo que se naturaliza sin haber sido comprend ido.
Para evitar malos entendidos que puedan demorar nuestro debate, me ant i-
cipo a señalar que el problema al que me refiero de ningún modo queda r e-
suelto en la tradición de las formulaciones clásicas de Locke, esto es, de una
sociedad de particulares dedicados a sus industrias, previa delegación de las
cuestiones propias de la administración de lo común en una a gencia mínima,
el estado. A mi modo de ver, las circunstancias contemporáneas desbordan la
previsión lockeana que, pese a lo dicho, asentaba sus reales sobre la solidez
del pacto. Y es este pacto, en un sentido que veremos, el que parece hoy re s-
quebrajado, sin que siquiera nos mostremos en general demasiado dispuestos
a debatir acerca de estas ciudadanías del resquebraj amiento.
Con estas preocupaciones in mente, desarrollaré mi exposición en cinco
apartados. El primero dedicado, de modo más que breve, a hac er presentes
algunas implicaciones que me parecen pertinentes en esta discusión y que son
propias de los encuadres clásicos que la teoría política guarda para con la idea
de ciudadanía. El segundo, orientado a ofrecer un par de indicaciones acerca
de cómo la ciencia política contemporánea reconoce estas resquebrajaduras al
tiempo que se muestra considerablemente pobre en su tratamiento. Contra el
telón de fondo de estas dos puntualizaciones, introduciré en el tercer apart a-
do algunas herramientas conceptuales que, espero, puedan contribuir a una
mejor inteligibilidad del fenómeno que nos ocupa, a través de la restitución
analítica —precisamente— de las dimensiones subjetivas de la condición ciu-
dadana en el contexto de la globalización. El cuarto se detendrá e n algunas
consideraciones aproximativas a esta intratada cuestión de la subjetividad
política. El quinto, por fin, incorpora algunas notas pertinentes de investig a-
ción sobre la actualidad ciudadana argentina y que considero pueden ser de
interés para acicatear una discusión 1.

I.
Las tradiciones del debate clásico han otorgado un cierto privilegio a dos de
las dimensiones definicionales de la ciudadanía, a las que creo que podremos
referirnos inteligiblemente (esto es, más allá de algunas diferencias term i-
nológicas con que aparecen), como las dimensiones vinculadas, por un lado, a
la pertenencia y, por el otro, a la cuestión de los d erechos.

1 Las reflexiones que aquí se vuelcan se encuentran en relación de continuidad con otros textos que he publicado en
los últimos años. Para evitar el molesto trámite de reiterar autocitas, me permito dar aquí, por única vez, sus refe-
rencias. Ellos son: (2001) “Sobre globalidades, democracia y autoritarismos”, en Comunicação&política, Volumen III,
nº1, Río de Janeiro; (2000a): “¿Quién dijo República?”, revista Versión. Estudios de Comunicación y Política Nº10,
Universidad Autónoma Metropolitana, México; (2000b) “El hombre que esta sólo y espera muy poco. Apuntes para
una reflexión sobre identidades y política en la Argentina contemporánea”, en Boletín de la Biblioteca del Congreso
de la Nación, Edición Nº120, Buenos Aires; (1999): “Repensar el espacio de lo público”, Seminario Internacional
“Tendencias de la investigación en Comunicación en América Latina”, Lima, Perú, julio de 1999, Federación Lati-
noamericana de Facultades de Comunicación Social (FELAFACS) / Pontificia Universidad Católica del Perú; (1998):
“Ocho notas para una reconsideración de las relaciones medios-democracia”, en El derecho a la Información en el
marco de la Reforma del Estado. Actas, H. Cámara de Diputados, México, reproducida por Sala de Prensa Nº 12,
oct.1999, http://www.saladeprensa.org.mx.; (1997a): “La política que está (representada) en otra parte”, en Entel, A.
(compil.), Periodistas: entre el protagonismo y el riesgo, Paidós, Buenos Aires;(1997b) “La globalización desde sus
márgenes”, en Ciencias Sociales Nº 6, Universidad Nacional de Quilmes.
2
El sostenimiento de la distinción clásica entre estas dos vertientes es de
fuerte interés y pertinencia para la discusión del presente, aunque en más de
un foro todo ocurra como si la dimensión de la pertenencia hubiera quedado
efectivamente resuelta en 1789 y hablar de allí en más de ciudadanía fuera
tan sólo hablar de derechos individuales. Parece razonable entender est a pre-
valencia de la vertiente de los derechos individuales como resultado del tr a-
yecto cumplido en las últimas décadas (no se sabe bien si por la ciencia polít i-
ca o por los discursos sociales hegemónicos) donde las cuestiones que en g e-
neral emanan de la problemática de la comunidad fueron quedando en un
hondo segundo plano. Los platillos de la balanza se han ido inclinando indis i-
muladamente a favor de las nociones que nacieron en la defensa de los part i-
culares ante el estado y que se expresan en la preocupa ción por la expansión
de las libertades y garantías del individuo.
¿Por qué traer a cuento esta cuestión y revalorar la vertiente de la pert e-
nencia? Porque, a nuestro modo de ver, definir quiénes pertenecen al demos
puede abrir —en el marco de la perspectiva democrática— la re-pregunta por
quiénes son sujetos de la política y, más aún, por la medida y la forma en que
los iguales recomponen o no una comunidad de horizontes.
Por su parte, la vertiente de los derechos individuales en la definición de la
ciudadanía es, incluso más allá de este contexto, de obvia raigambre. Corazón
de la teoría liberal y verdadero meollo en el nacimiento de la ciudadanía m o-
derna, no es necesario volver aquí sobre sus alcances. Sus ecos recorren por
entero este corto siglo XX —que al decir de Hobsbawm se despliega desde la
Gran Guerra hasta la caída del Muro— en las luchas que van desde los enton-
ces nacientes derechos laborales hasta las más recientes batallas por los d e-
rechos reproductivos de la mujer.
La instancia definicional de la pertenencia, en cambio, siendo que en rigor
antecede a la cuestión de los derechos individuales en la misma medida en
que se asocia a la delimitación del demos y por ende al pacto mismo que da
lugar a la organización política, aparece cargada de mayore s brumas. Por
cierto, no dejó nunca de constituir una zona de discusión. Pero si su peso se
advierte hoy en plena relevancia y hasta bajo una cierta tendencia a la rea c-
tualización, ello tiene que ver en parte con la sencilla experiencia de cómo la
democracia crece en sus imperfecciones pese a los derechos individuales con-
quistados. Es que hasta en términos de la más elemental perspectiva gara n-
tista, la creciente desigualdad socioeconómica a escala planetaria impone un
deterioro tal de las condiciones para la democracia que vuelve evidente la
conveniencia de algunos replanteos.
Para decirlo con Robert Dahl, la discusión clásica en relación con la pert e-
nencia se vincula a la contraposición entre los principios categórico y de con-
tingencia, esto es, entre el principio que exige que todo el que se encuentre
bajo el imperio de unas leyes sea miembro pleno del demos para el que han
sido dictadas, versus el principio de contingencia, que califica a los miembros
del demos como aquellos que están en condiciones de go bernarse a sí mismos
y, por tanto, de gobernar a secas, instalando implícitas o explícitas restricci o-
nes a la universalidad.

3
El lento establecimiento del sufragio universal, desde las luchas cartistas
del siglo XIX hasta el voto de la mujer bien entrado el XX, grafican con clari-
dad el peso de la cuestión. No cualquier peso. Podría aventurarse que las b a-
tallas por la definición de la pertenencia a lo largo del siglo XIX y (en el mu n-
do no nor-occidental) en buena parte del siglo XX, constituye por excelencia
el espacio donde se enfrentan una y otra vez los proyectos contrapuestos de
unas repúblicas democráticas y, frente a ellas, unas repúblicas que arrastran
inclinaciones aristocráticas en unos casos, oligárquicas en otros.
Buena parte de los debates contemporáneos más directamente ligados a los
procesos y conflictos políticos prolongan la discusión sobre esta vertiente de
la ciudadanía. Por citar un giro remanido, alrededor por ejemplo de los pr o-
blemas que avanzan sobre el par inclusión/exclusión. También muc hos de los
conflictos políticos que hoy tienen lugar sobre la base de los fenómenos de
multiculturalismo pueden entenderse como una irresolución en este punto,
cuando la religión o la etnia demarcan pertenencias de manera brutal en la
defensa imaginaria —y con frecuencia salvaje— de una comunidad perdida o
anhelada. Típicamente, las consecuencias de las migraciones africanas y asi á-
ticas hacia Europa Occidental, pero también el problema de las minorías étn i-
cas en los Estados Unidos, o en los casos de la diso lución de las federaciones
de estados socialistas, etc. En horizontes infinitamente más cercanos, los pr o-
blemas que derivan de lo que Guillermo O’Donnell ha llamado ciudadanía de
baja intensidad para referirse a la situación que revisten vastos sectores p o-
bres o empobrecidos de América Latina constituyen otro capítulo acuciante de
la misma historia, si bien la «baja intensidad» terminará haciéndose visible
por los modos en que mella las mismas garantías individuales. 2
No constituye audacia alguna sostener que, en una importante medida, la
profundización de las democracias contemporáneas está destinada a pasar
tanto por la expansión de los derechos de los que sus miembros sean titulares
como también por la radicalización de la universalidad en la pertenencia efec-
tiva al demos. El problema teórico ante esta segunda cuestión, en todo caso,
emerge al preguntarse por el modo en que la institucionalidad jurídico -política
se enlaza con, y contribuye a, los procesos sociales y culturales que amasan
en la historia la unidad política del demos (y por ende, construyen sus lím i-
tes), así supongamos a dicha unidad política, por definición, siempre tensa,
incompleta y fallada.
Pero si éste es un problema al que la teoría contemporánea se confronta
con pocos recursos conceptuales a tomar de sus tradiciones y de sus debates
de antaño, es todavía mayor el desamparo teórico en relación con una cue s-
tión anterior cuya elucidación debería resultar fundamento conceptual de la
mencionada, a saber: las condiciones mismas para la consti tución de los suje-
tos en tanto ciudadanos y, por tanto, las condiciones de definición de esos s u-
jetos/ciudadanos en tanto pertenecientes al demos. La cuestión reclama e s-
clarecer el papel especifico que cumplen en la esfera política las modalizaci o-
nes posibles de la definición de estos sujetos.

2 O’Donnell, G., Contrapuntos, Paidós, 1997, Buenos Aires; pp. 259 y ss.
4
En general, la pregunta por el lugar y papel del ciudadano como sujeto se
ha hecho presente en las tradiciones clásicas o bien de manera muy extendida
pero poco específica (por ejemplo, a través de las consabidos com entarios del
liberalismo respecto de la «responsabilidad ciudadana», de los «deberes cív i-
cos», etc., maneras elípticas de evocar la pertenencia en la medida en que
implican la relación con el otro), o bien de manera implícita a través del m e-
neado concepto de «participación» (que llama a pensar en los colectivos), o
bien —en el campo de la filosofía política— a través de las discusiones de vie-
ja data pero reactualizadas hoy y con notoria vigencia entre liberales y com u-
nitaristas (v.gr.: Rawls, Walzer, MacIntyre, etc.).
Tal vez, los antecedentes que más se aproximan a la cuestión que intent a-
mos discutir aquí sean los relativos a la controvertida idea de «participación»,
más que a los debates filosóficos en curso, en la medida en que no se trata
tanto de elucidar la relación última, sea al bien común, sea a la sociedad de
individuos como fundamentos de lo político, sino más bien de preguntarnos
hasta qué punto y de cuál modo la democracia que los ciudadanos constituyen
necesita de sus propias disposiciones o, lo que es lo mismo pero a la inversa,
hasta qué punto y de cuál modo, la definición de ciudadanía debe incluir una
instancia que aluda a la condición también subjetiva de la sociedad política en
la que esa ciudadanía se inscribe y que es esa ciudadanía quien hace posible.
La defensa de la idea de «participación» (como condición de una auténtica
democracia y de la noción misma de ciudadanía) tuvo un momento fértil en
los años ’60 y ’70, no casualmente al calor de los movimientos políticos y s o-
ciales que implicaban por entonces un incremento de hecho en la participación
política del demos en los destinos comunes. Sin embargo, y pese a haberse
intentado formular incluso una «teoría participativa de la democracia», el d e-
bate fue apagándose.
Los vectores que incidieron en ello fueron de distinto orden. En primerísimo
término, deben consignarse los callejones teóricos para los que no se e n-
contró salida. ¿Qué cosa es, en definitiva, participación? ¿Cómo discriminarla?
¿Cuándo requerirla? ¿Es posible hacer compatibles sus formas conjeturales
con la democracia liberal existente? ¿Hasta qué punto sus planteamientos no
remedaban la mucho más antigua y casi ya bizantina discusión entre dem o-
cracia delegativa y democracia directa?
Uno de los mayores exponentes de su defensa, C. B. Macpherson, fue crudo
al plantear las dificultades para el desarrollo del modelo que él mismo pr o-
pugnaba 3. Tampoco puede ignorarse que en el abandono de estos debates i n-
cidieron fuertemente las derrotas políticas sufridas por las fuerzas que, prec i-
samente a través de distintas formas de desarrollo de la participación ciud a-
dana, buscaron fallidamente torcer los destinos de la democracia liberal o,
valga decirlo de otro modo, el decurso liberal de la dem ocracia.
Señalar este antecedente no aspira a ninguna actualización de sus propios
términos. Más bien, en cambio, a poner de relieve lo que tal vez haya sido el

3 Macpherson, C.B., La democracia liberal y su época, Alianza, 1982, Madrid. En particular, pág 119 y ss.
5
último capítulo escrito en una historia de interrogantes y dilemas de ancha
base e intrincados itinerarios a lo largo de estos últimos dos sig los y medio. Y
poner de relieve, al mismo tiempo, la secundarización general en las que se
ha sumido el debate en torno de las cuestiones implicadas, secundarización
que ha tenido lugar en el marco del desplazamiento general de las orientaci o-
nes dominantes de la teoría política hacia las vertientes procedimentalistas y
hacia los problemas de la ingeniería de las instituci ones de gobierno.

II.
¿Es posible retomar la tarea teórica en torno de esta dimensión definicional
de la ciudadanía? A nuestro juicio, más que posible es necesario. En el com-
plejo haz de fenómenos que indican la presencia de significativas mutaciones
en las reglas del juego de la vida política contemporánea, hay uno que resulta
difícil obviar y que se encuentra en la médula de los desafíos que se ciernen
sobre la vida democrática. Me refiero a la tendencia generalizada en las ci u-
dadanías, tanto de América Latina como de otras latitudes, a sustraerse a la
dimensión política de la propia vida social y a la que aludí al inicio de esta e x-
posición, bajo otros términos.
Veámoslo, en principio, en el escenario de nuestro país. El llamado despre s-
tigio de la clase política y su falta de credibilidad, son latiguillos que a fuerza
de reiterarse en los medios masivos, en los pasillos o en la convers ación coti-
diana, han adquirido cierto estatuto de naturalización. Decenas de sondeos
miden la magnitud de este fenómeno semana a semana, mes a mes. Casi n a-
die discutiría ya que se trata de un nuevo elemento del paisaje político que ha
llegado para quedarse, al menos por buen tiempo. Vale decir: no es cuestión
de un gobierno, de un grupo de la clase política.
Lo que tampoco parece nadie discutir es si acaso este novedoso paisaje s u-
pone alguna modificación relevante en la índole del régimen político que si m-
plificadoramente denominamos “democracia” y en el que suponemos vivir. Por
mi parte, entiendo que sí. Para decirlo casi cartesianamente: si las compone n-
tes de la subjetividad ciudadana están solicitadas, en alguna medida signific a-
tiva, en la configuración y funcionamiento del régimen democrático liberal,
una modificación importante en estas componentes trastoca la ecuación del
régimen.
Lejos de las exigencias de una democracia «participativa», nos referimos
aquí a aquello que incluso la teoría liberal de la democracia supone como base
del pacto que da vida al régimen republicano. Recurriendo otra vez a una a u-
toridad de la ciencia política actual insospechable de «comunitarismo», Robert
Dahl (exponente de las tradiciones teóricas liberales y procedimentalistas),
resulta que la posibilidad de la democracia en las organizaciones estatales
contemporáneas está íntimamente asociada a la posibilidad de que el demos
ejerza el control último sobre el programa de acción que, por delegación, ll e-
van a cabo sus élites. Y ello, subraya Dhal, supone una «masa crítica» de ciu-

6
dadanos bien informados, lo bastante numerosa y activa 4. Cuando el demos
—remata— no resulta en condiciones de desempeñar este papel —y la re-
flexión de Dahl al respecto nos resulta del todo relevante — la democracia se
desliza hacia el tutelaje. Si bien Dahl rastrea los orígenes del tutelaje en
Platón y persigue sus huellas en la historia de la teoría, estas últimas refere n-
cias vienen dichas a raíz de los horizontes y desafíos que enfrentan hoy las
poliarquías avanzadas. 5
La alusión que formula Dahl nos ayuda a sacudir la pátina de naturalización
que se despliega sobre este nuevo componente del paisaje político cotidiano.
Cabe ahora advertir que lejos de ser una característica de nuestro folklore, las
sombras del problema recorren el mundo. Permítasenos, entonces, acudir a
unas pocas referencias para ubicar mejor la cuestión. Las que aquí utilizar e-
mos están deliberadamente tomadas de dos autores con distintas perspectivas
teóricas aunque ambos inscriptos en las c orrientes predominantes hoy en la
disciplina: Huntington y Sartori. Nuestro afán con ellas es proporcionar —
junto a la ya mencionada advertencia— una indicación rápida acerca del modo
en que el problema a la vez se reconoce y se banaliza, se nombra y se in com-
prende. Sostendremos que estas tendencias son consecuencia casi inevitable
del privilegio que en las últimas décadas le ha sido dado al criterio proced i-
mental que propusiera inicialmente J. Schumpeter en 1942 y que no ha hecho
sino liquidar las resonancias más hondamente democráticas del lugar de la
ciudadanía.
Veamos la constatación que en 1990 formula un exponente del neoconse r-
vadurismo, Samuel Huntington. Para él, la resignación, el cinismo y, en gen e-
ral, la baja de la participación es una de las cuatro formas en las que se ha
expresado la desilusión que, por lo común, sobrevino en los 29 países que
forman parte de lo que denomina “la tercera ola de la democratización”, una
vez que comenzaron a transitar precisamente, los caminos de la democracia.
Las otras tres formas que clasifica en su registro, en una suerte de escala
creciente, han sido las reacciones “antioficialista”, “antisistema” (de partidos
clásicos) y “antidemocracia” 6. Es, pues, obvio que, para él, la reacción por la
resignación y el cinismo es el más suave de todos los cuadros sintomáticos
que adviene casi naturalmente en este proceso de democratización. También
es obvio que la escala de menor a mayor está construida desde la óptica de la
estabilidad y nada tiene que ver con la cuestión d e la calidad. Dice:
En la mayoría de los países [de la tercera ola], la lucha para crear la demo-
cracia se vio como una empresa moral, peligrosa e importante. El colapso del

4 Dahl, R., La democracia y sus críticos, Paidós, Barcelona, 1993, pp. 139-41 y 405-7 [el subrayado es nuestro].
5 Para una consideración en detalle de la idea de tutelaje en la obra de Dahl, ver en particular los capítulos 4 y 5 de
la obra citada, así como las numerosas referencias en otras secciones.
6 Huntington, Samuel P., La tercera ola. La democratización a finales del siglo XX, Paidós, Buenos Aires, 1994;

pág.238 y ss. Los países que protagonizaron, según Huntington, procesos de democratización entre 1974 y 1990
(año en que interrumpe el conteo para publicar su obra) son: Hungría, Bulgaria, España, India, Chile, Turquía, Brasil,
Perú, Ecuador, Guatemala, Paquistán, Polonia, Checoslovaquia, Nicaragua, Mongolia, Uruguay, Bolivia, Honduras,
El Salvador, Corea, Sudáfrica, Alemania oriental, Portugal, Filipinas, Rumania, Grecia, Argentina y Granada. Nigeria
y Sudán tuvieron procesos de democratización pero regresaron al autoritarismo. Ver op. cit., pág 110. También, pág.
32 y ss.
7
autoritarismo provocó entusiasmo y euforia. Por contraste, las luchas políticas
en la democracia pasaron a ser vistas rápidamente como amorales, rutinarias
y despreciables7. El funcionamiento de la democracia y el fracaso de los nue-
vos gobiernos democráticos en la resolución de los problemas sociales endémi-
cos crearon indiferencia, frustración y desilusión (…) Poco después de la ins-
tauración de los gobiernos democráticos, la sensación de desagrado por su fun-
cionamiento se extendió por España, Portugal, Argentina, Uruguay, Brasil,
Perú, Turquía, Pakistán, Filipinas y la mayoría de los países de Europa
oriental....8

Cuando el disgusto habilita reacciones opuestas a la democracia misma


(esto es, terrorismo, golpes de estado, etc.; léase «tejerazo», Sendero Lum i-
noso, «semana santa» y otros motines «carapintadas») la nueva democracia
enfrenta, obviamente, peligros graves. Pero cuando la desilusión se transfo r-
ma en “apatía, cinismo, abandono de la política”, nos encontramos ante una
situación que puede ser “indeseada en términos de teoría política, pero [que]
no es, por sí misma, una amenaza a la estabilidad de las nuevas democra-
cias”9.
Está claro que el concepto de democracia que maneja Huntington, asesor
del Consejo de Seguridad de los Estados Unidos, es tal que le permite incluir
bajo su techo a los gobiernos instalados en Granada (1983) y Pa namá (1989)
luego de las respectivas intervenciones militares norteamericanas. No nos i n-
teresa aquí discutir la tesis de Hungtington. Interesa sí señalar el límite que
impone a la consideración de la democracia el hecho de reducirla —en la
práctica— al voto ciudadano periódico, bajo condiciones de ejercicio de liber-
tades civiles. Nuestro interés en este sentido tiene que ver con la cuestión
que venimos insinuando: la necesidad —y la dificultad— de discriminar entre
democracias que bien cabría llamar «habitadas» y democracias que podrían,
en cambio, denominarse «vacías», aunque ambas cumplan con los requisitos
de procedimiento 10.

7 La idea según la cual “la democracia es rutinaria” y falta de épica constituye uno de los argumentos manejados por
algunos grupos intelectuales en la misma Argentina y casi en términos de una verdad “natural” (Ver, por caso, revis-
ta Punto de vista Nº58, Buenos Aires, agosto de 1997, en particular el artículo de Sarlo, B., “Cuando la política era
joven”). Permítasenos introducir aquí al respecto un comentario marginal: a nuestro juicio, lo épico o rutinario de un
proceso político remite principalmente a la disposición de los agentes respecto del capital en disputa, antes que a
las características estructurales de una forma de gobierno. Está de más señalar que las dictaduras pueden ser abu-
rridísimas, etc. En este sentido, la transmutación de la épica a lo rutinario da a pensar en la ausencia o la opacidad
de la disputa a los ojos de la ciudadanía común. De distintas maneras, ambas (ausencia u opacidad) hablan de los
efectos de hegemonía. En este sentido, el elogio al reconocimiento de la rutina como forma de “madurez” política
(así ha sido usado) corre el riesgo de convertirse en una suerte de argumento neoconservador apto para intelectua-
les «semi-críticos».
8 Ibíd., pág 230
9 Ibíd, pág 238.
10 La distinción que establezco entre «habitada» y «vacía» puede parecer, en una lectura rápida, próxima a la que

corrientes contestarias y/o antiliberales solían formular hace tres ó cuatro décadas entre democracia «formal» y «re-
al». Quisiera evitar el malentendido. Aquella contraposición, a mi juicio, se sostenía en la diferencia de estatuto que
se asignaba, por razones teóricas considerablemente más complejas, a lo que era dicho en la letra del discurso polí-
tico pero sin existencia “real”. O, en otros casos, a la consabida diferencia aristotélica entre forma y contenido. No
me estoy refiriendo en absoluto a una distinción de ninguna de estas clases. El problema al que apunto es más gra-
ve, aunque sin trasfondos metafísicos. En la medida en que la representación de la democracia liberal se establece
8
Para Giovanni Sartori, en cambio,
Los ataques contra los políticos abundan en la denominada literatura anti-
parlamentaria de finales del siglo XIX, y se han repetido desde entonces. Por
lo tanto, el desencanto y la desilusión no es nada nuevo. No obstante, cuando
Lipset y Schneider informaron de una ‘brecha de confianza’ entre los ciuda-
danos y sus representantes elegidos, detectaban una tendencia sin preceden-
tes11. En varios países la desilusión y la desconfianza habían aumentado en
un crescendo de frustración e ira y, a final de cuentas, en un abierto rechazo
a la política.(…) Después de todo, nos enfrentamos entonces al surgimiento de
la antipolítica, lo que podríamos llamar la política de la antipolítica. ¿Cómo
pasó esto? Hay varias explicaciones. Una de ellas es el negativismo al que aca-
bamos de aludir.12 La televisión también ayuda. Probablemente el tercer fac-
tor es la desaparición de la base ideológica. Pero la mejor explicación del
enojo actual se encuentra, creo yo, en la corrupción política (…) No tengo du-
das de que las democracias deben quitarse la suciedad, y que ‘la limpieza de
la política’ es la principal prioridad de nuestra época.13

Tampoco tiene caso aquí discutir las hipótesis de Sartori para explicar el
fenómeno. A nuestro ver, confunde causas y efectos. Lo que procuramos es
que estas pocas referencias sirvan para dar cuenta de la generalidad que a d-
quiere la cuestión que nos ocupa así como el modo en que, a un mismo tiem-
po, la ciencia política contemporánea reconoce la existencia del problema p e-
ro, por lo común, tiende a apagar por anticipado los fuegos que supondría e n-
frentar la perspectiva del tutelaje, insinuada por R. Da hl.
A nuestro juicio, un cierto tutelaje —claro que no el de los sabios, pregona-
do por Platón— es un componente que comienza a tornarse decisivo en las
poliarquías contemporáneas en asociación con los fenómenos de desilusión,
indiferencia y ‘brecha de confianza’ que señalan Huntington y Sartori. A tal
punto que sería pertinente referirse a ellas introduciendo la categoría de po-
liarquías tutelares. Esta categoría tendría la virtud de no desconocer el valor
específico de los siete requisitos de procedimiento estipulados por Dahl sobre
la base de la propuesta schumpeteriana. Pero al mismo tiempo, hace visible
hasta qué punto, aun cumpliéndose, de lo que se habla no es decisivamente
de lo democrático de un régimen (como pretenden tanto Dahl como Schump e-
ter) que, por el contrario y como se ve, puede a la vez satisfacer estos requ i-
sitos y ser tutelar.
Trataremos de dar algunos pasos en el tratamiento de esta cuestión, au n-
que desde ya cabe aclarar que la tarea excede previsiblemente estas páginas.

por fiducia y no por mandato (algo que está fuera de discusión), se plantea el problema de la índole, alcance y re-
frendos de esta fiducia. Es, planteado en otros términos, la cuestión de la legitimidad. Se entiende fácilmente que,
en su límite teórico, se tratará de una democracia controversial y de difícil ejercicio aquella en la que los dispositivos
para la enunciación de la fiducia (el sufragio) se profieren fuera de los marcos de confianza [Diccionario de la R.A.E.:
“esperanza firme”] que la fiducia supone. Una vez más, estamos ante los vacíos conceptuales que acarrea la omi-
sión a las condiciones subjetivas de la democracia.
11 La referencia a Lipset y Schneider corresponde a The confidence gap, Free Press, N. York, 1983.
12 El autor hace aquí alusión a un acápite anterior del mismo capítulo.
13 En Sartori, G., Ingeniería constitucional comparada, FCE, 1994, México, pág. 161-2-3.

9
III.
La ciudadanía del régimen tutelar contemporáneo es una ciudadanía preca-
rizada. Entendemos por ella la ciudadanía de un régimen que ha quebrado,
desvirtuado o llevado a su mínima expresión, la regla del concernimiento rec í-
proco que vincula, desde el pacto constituciona l, a los institutos especializa-
dos del poder político y a los miembros del demos que les dan sustento. E n-
tendemos asimismo esta regla del concernimiento recíproco como la que es
capaz de dar cuenta de la configuración de los ciudadanos en tanto que suj e-
tos del mencionado pacto constitucional, base de las democracias republic a-
nas modernas.
La regla del concernimiento recíproco debe cumplirse para que la represen-
tación fiduciaria que enlaza a titulares de la soberanía y élites elegibles y el e-
gidas en las democracias liberales contemporáneas sea efectivamente un d e-
pósito de confianza y conlleve la expectativa y la esperanza que es consu s-
tancial a la política. En otras palabras: si los institutos especializados del p o-
der político en una democracia republicana tienen por razón y horizonte (la
versión que se quiera de...) el bien común, aun suponiéndolo ilusorio o falaz,
la ciudadanía se funda y vuelve cada vez a fundarse —delimitado el demos al
que pertenece y asegurados los derechos civiles que protegen a cada u no de
sus miembros— en la relación de concernimiento (ratio y horizonte) con el
desempeño de esos institutos.
El detrimento de la regla del concernimiento recíproco no puede sino preca-
rizar —volver a la vez pobre de recursos y débil para su ejercicio— la condi-
ción ciudadana: el peso propiamente político de la ciudadanía está en relación
directa con la que es su capacidad, de la que por definición resulta titular, p a-
ra controlar y/o evaluar la asimétrica relación de concernimiento que los inst i-
tutos del gobierno mantienen con ella. Y para llevar a cabo esa evaluación y/o
control en plenitud de influencias, debe pagar el precio de su propio co mpro-
miso. No hace falta acudir a Hegel para sostener que, en última instancia, la
posibilidad de la libertad política de la ciudadanía, la posibilidad misma de su
ejercicio, radica en su atadura a este compromiso con las instituciones a las
que ha dado vida.
Una ciudadanía que se sustrae al concernimiento que a su vez entraña el
pacto constitucional que la funda, es una ciudadanía mocha, que se desconoce
a sí misma, que demerita sus propios títulos, que por tanto sólo sostendrá r e-
laciones precarias, porque es precaria la delegación misma de su titularidad,
precaria la legitimidad que instaura.
Hemos introducido tres conceptos a ser trabajados en estrecha conexión y
a través de los cuales, en coherencia de principios con los que son de la teoría
clásica de la democracia, intentamos facilitar la designación de los fenómenos
contemporáneos que nos ocupan y, en particular, facil itar una aproximación a
las dimensiones subjetivas de la ciudadanía y sus difíciles condiciones actu a-
les. En primer lugar, la que hemos llamado regla del concernimiento recípro-
co, con la que no hacemos sino explicitar uno de los más antiguos y fund a-
mentales supuestos de lo democrático: ella, la democracia, lisa y llanamente

10
no es posible en ausencia de un compromiso elemental y voluntariamente v i-
vido entre electores y elegidos, entre ciudadanía y edificio jurídico -político,
entre titulares y funcionarios de la soberanía. En segundo lugar, el concepto
de precarización de la ciudadanía, para dar cuenta de la situación a la que son
arrojados los miembros del demos cuando una o ambas partes violan o aba n-
donan la regla de concernimiento que lo vincula al otro. En tercer lugar, el
concepto de poliarquía tutelar, para sintetizar las características de un rég i-
men político que cumple las prescripciones que requiere para demarcar lo que
es democrático de lo que no lo es, pero que carece de la elemental calidad en
las relaciones políticas que instituye y, sobre todo, de la elemental incidencia
del demos en el curso de las decisiones que son del sistema polít ico.
De esta última proposición, interesan las consecuencias. A mi ver, ellas son
de dos órdenes diferentes.
▪ Por una parte, en relación con el poderoso obstáculo interpuesto por el
procedimentalismo en el desarrollo de los debates teóricos sobre la democr a-
cia. En este contexto, la hipótesis de una ciudadanía precarizada restituye el
sentido y la pertinencia de la discusión clásica sobre el origen (la voluntad
popular) y el destino (el bien común) de la vida política en los marcos de la
aspiración democrática, discusión que los criterios demarcatorios schumpet e-
rianos intentaron liquidar y que, desde entonces, colocan toda consideración
al respecto en las márgenes de una ciencia política que habría alcanzado, por
vía del procedimentalismo, la llave de oro de las disquisiciones políticas emp í-
ricas. La restitución de aquella discusión que nuestra hipótesis procura se re a-
liza en otro terreno, esto es, aceptando el desafío que el procedimentali smo le
planteara. Para decirlo con una licencia: la posibilidad de una ciudad anía que
ha sido precarizada en el ejercicio de sus compromisos democráticos hace v i-
sible el carácter pendiente de una suerte de «octavo» requisito poliárquico,
sin embargo nunca formulable desde la lógica del propio procediment alismo.
Se trata del requisito atinente a la calidad de las relaciones políticas de la v i-
da social que hemos señalado bajo la formulac ión del insustituible concerni-
miento recíproco y que, pretendemos, debería ser capaz de permitir de ahora
en más un discernimiento adecuado entre los distintos niveles analíticos que
se ponen en juego, y pese a sus contigüidades, cuando se habla de poliarquía
y cuando se habla de democracia.
▪ Por la otra, en relación con la posibilidad, no sólo de definir legítim a-
mente una sub specie dentro del género de las llamadas democracias liberales
contemporáneas (valga, poliarquías) sino de recuperar para esa defi nición el
valor conceptual de las condiciones y atributos de la subjetividad ciudadana.
En otras palabras: la definición de un régimen político de gobierno del estado
no es tan sólo una cuestión de ingeniería. Y la disposición que sea propia de la
ciudadanía —en las dimensiones de su subjetividad— para el cumplimiento de
esta regla de concernimiento interviene en la definición misma del régimen
del que participa.
La ciudadanía precarizada del régimen tutelar contemporáneo se constituye
al margen (o en los umbrales de) la regla del concernimiento recíproco (en
adelante RCR ). Por lo que la condición fiduciaria de la representación se torna

11
abstracta. Y ello es posible, cuando menos, bajo dos condiciones compl emen-
tarias. A saber:
▪ desde el punto de vista del régimen, la complejidad e hiperprofesiona-
lización crecientes de los procesos de decisión, parcialmente convertidos en
procesos altamente técnicos de gestión y administración;
▪ desde el punto de vista de la ciudadanía, la despolitización, en el se n-
tido preciso de una definición de sí en ajenidad (doblemente producida bajo
condiciones de ajenidad y vivida como ajena) a estos procesos técnicos de
gestión y administración que, sin embargo, continúan afectando y, más aún,
resolviendo los marcos generales de la vida social.
Valga ahora señalar que la llamada «globalización» tiende a acentuar el
despliegue de ambas condiciones. En el caso de la primera de las mencion a-
das, por dispositivos que resultan obvios: no sería concebible lo que hoy d e-
nominamos un tanto confusamente “globalización” sin procesos altamente
técnicos y tecnocratizados de gestión y administración. En el de la segunda,
nos interesa en especial señalar el siguiente aspecto: la autodefinición en aje-
nidad guarda una correspondencia material con la fuga de los dispositivos de
decisión del propio ámbito —nacional por petición de principios— en el que la
ciudadanía podría establecer los alcances prácticos su concernimiento, y re s-
pecto del cual viene definida.
Cabe aquí una brevísima digresión acerca de la mentada ciudadanía global,
contrasentido que busca empero referirse a este desfase entre los institutos
involucrados en los procesos de decisión —ahora supranacionales o económi-
cos transnacionales no-estatales— y la miembros de la societas afectada por
esas decisiones. Nuestra digresión es pesimista: los episodios del tipo Seattle
o Washington o Praga u otros podrán multiplicarse y extenderse, y probabl e-
mente así ocurra y, más aún, resultan de una singular relevancia y signific a-
ción. Pero hasta que las fuerzas de la llamada «sociedad global» no se conf i-
guren a través de una regulatoria precisa (sea del tipo Unión Europea u otra)
—cosa que no necesariamente vaya a ocurrir— carecerá de algún sentido más
que periodístico hablar de «ciudadanía global» 14: la ciudadanía es una contra-
parte, una configuración relacional, no una sustancia ab stracta.
Desde la perspectiva que venimos exponiendo, la que en ocasiones se d e-
signa como «despolitización» (propia de la ciudadanía precarizada) no debe
interpretarse como resultado de un estado de ánimo o de «conciencia». Y las

14 John Keane ha utilizado en este sentido el neologismo netizen para apoyar la idea de una ciudadanía precisamen-
te global que se correspondería con la globalización de las redes comunicacionales, desde la CNN hasta Internet.
Vid.: Keane, J. “Structural transformations of the public sphere”, en The Communication Review, Vol I, pp 1-22,
1995. En castellano, en Estudios Sociológicos de El Colegio de México, Vol. XV, núm,. 43. Keane lo formula en el
marco de una propuesta general que apunta a distinguir “micro”, “meso” y “macro” esferas públicas, siendo aquí el
caso de esta última. Si bien es visible que la noción de ciudadanía en Keane es la de una configuración relacional, a
mi juicio, el inconveniente que plantea su sugerencia es (al igual que en algunas otras fuentes pertenecientes o
próximas a los Cultural Studies) el riesgo de una cierta despolitización del concepto: relacionalidad, pero no con y
para la organización política. Así también, la tentación de otros autores de pensar el presente como la posibilidad del
deslizamiento de la ciudadanos a consumidores. Ver: García Canclini, N., Consumidores y ciudadanos, Grijalbo,
México, 1995.
12
definiciones de «apatía» o «desinterés» resultan, en este sentido, tan ide alis-
tas en sentido estricto como son propias de un materialismo vulgar —por se-
guir con un lenguaje del siglo XIX— las que la atribuyen a la industria del en-
tretenimiento y los mass media. A nuestro modo de ver, la ciudadanía se
constituye como tal en el espacio de lo público, la instancia por excelencia de
articulación, disputa y controles mutuos entre el Estado y la sociedad de pa r-
ticulares. Y es en esta constitución donde debe indagarse por su «abandono»
de la política o, lo que es lo mismo pero más exacto, su incumplimiento de la
regla del concernimiento 15. Ocurre que la llamada despolitización de las ciu-
dadanías precarizadas es, en rigor, propia (y contrapartida) de un régimen t u-
telar que —precisamente, por definición— retira del espacio de lo público el
debate político, convirtiendo sus asuntos en problemas de ingeniería técnica a
ser resueltos en gabinete.
La despolitización de la ciudadanía precarizada ocurre en un contexto en el
que:
▪ el acople que la modernidad republicana había canonizado entre lo pol í-
tico y lo público se desarticula paulatinamente;
▪ la política no sólo retorna en medidas significativas a las sombras del
Palacio sino que, además, se supone lógico que así sea;
▪ lo político pierde su centralidad en el espacio de lo público, y éste —
tradicionalmente metaforizado en la mitológica idea del ágora — se re-
compone en condiciones de ser más bien metaforizable por la feria rena-
centista, donde payasos, artistas, vendedores ambulantes y echadores
de suertes discurren en el regocijo de su autorreconocimiento, bajo co n-
diciones de lejanía, ajenidad y disgusto por la política del Palacio y por
el Palacio mismo —ni monolítico ni siquiera homogéneo en su composi-
ción interior— del cual se mofan y por el cual blasfeman, aunque de él,
entre otras muchas cosas, dependan los impuestos que pagan, con ign o-
rancia de su administración y destino 16.
Puede discutirse si las poliarquías tutelares suponen una ciudadanía despo-
litizada —en el sentido que le hemos dado— o si la ciudadanía despolitizada
reclama de facto una poliarquía tutelar. Tal vez no quepa sino comprender
ambos aspectos como anvés y revés de un mismo proceso. Pero si de rec upe-
raciones democráticas se trata, no cabe duda de que no será por los tutores
por donde se pueda esperar el cambio deseable.

15 Hemos propuesto en otra parte una revisión del concepto como la instancia no sólo de la visibilidad sino también,
y a partir de ella, de la autorrepresentación de la vida social y, por ende, de la modalización de la subjetividad de los
particulares qua ciudadanos. Es así posible pensar lo público desde una óptica que se desprenda radicalmente de la
partición juridicista público/privado en tanto objetos de derecho, partición que recorre la teoría del Estado de Hobbes
a Kelsen y que está en la base de la tendencia a superponer y confundir lo público y lo político, obturando el análisis
de las relaciones entre ambas instancias, que abarcan una porción importante de las relaciones generales socie-
dad/Estado.
16 Entiendo que, en este sentido, la ferialidad es la modalización en la construcción de lo público que es propia de

todo régimen político de tutelaje.


13
Robert Dahl formuló sus advertencias respecto del tutelaje en una obra p u-
blicada originalmente en 1989. Parece obvio que el proceso de deslizamiento
al que se refiere —y con las características que nosotros le hemos atribuido—
no se inició recién, pero tampoco hunde sus raíces demasiado lejos en el
tiempo. A mi juicio, produjo en los últimos 25 años un significativo salto hacia
delante. La derrota planetaria de los movimientos sociales y políticos que
animaron el siglo, rematados en el fin de bipolaridad —de cuyas consecuen-
cias desestabilizadoras y perversas parecemos aún no hacernos cargo — han
cumplido seguramente un papel destacado en es te proceso, junto con el gi-
gantesco fenómeno de recomposición, rediseño, concentración y expansión de
las organizaciones industriales, comerciales y financi eras privadas.
Es en este contexto (al que suele aludirse con la palabra globalización),
donde se hace visible que una dimensión de las ciudadanías, aquella que
apunta a los derechos y garantías individuales, gana espacio y se consolida,
pese incluso a las numerosas contramarchas que puedan registrarse aquí y
allá. Es en ese mismo contexto que hay, en cambio, otra dimensión que no ha
hecho sino debilitarse, tanto en lo atinente a su consideración teórica como
también en lo atinente a su ejercicio práctico: la dimensión de la reflexividad
que hace del ciudadano un sujeto de las cosas públicas, y por ende, de las co-
sas comunes. La posibilidad de que la ciudadanía sea sujeto de la cosa pública
es la posibilidad misma que ella tenga de intervenir/participar en los procesos
políticos, aun en la democracia liberal representantiva, designando pero ta m-
bién controlando a sus representantes por medio de la deliberación, el rec o-
nocimiento, la confrontación, y de hacerlo en ese mismo espacio (público)
donde los socii se han investido con la ciudadanía. El punto tiene relevancia.
Si la política como opresión se hace pr esente hasta en la vida privada de los
particulares, la política como autonomía sólo puede tener lugar en el espacio
público. ¿Dónde, sino es en el ámbito universal de la visibilidad y los recon o-
cimientos recíprocos en diferencia, pero bajo el concernimien to de lo común,
puede hacer sentido el despliegue de la propia autonomía? Cae de su peso
que las logias, mafias, o cualquier desempeño clandestino, son ajenos a este
concepto de lo político democrático, así como su forma “leve”, las clientelas y
corruptelas.

IV.
No hay política sin sujeto. La afirmación es tan sencilla como evidente su
fundamento y relativamente poco exploradas sus consecuencias, luego de las
liminares sentencias aristotélicas (comandar y ser comandado) que retomará
y reformulará hace comparativamente muy poco Hanna Arendt.
Retomaremos la cuestión inmediatamente, pero de lo que en primer térm i-
no se trata aquí es de señalar que el problema contemporáneo al que venimos
haciendo referencia, en este sentido, es entonces el de un escenario en el que
la ciudadanía diluye precisamente su condición de sujeto. La debilidad aludida
deja crecientemente la política en manos de nuevas formas oligárquicas (o, si
se quiere, precisamente tutelares), aunque el demos haya sido definido por la

14
regla de la universalidad. Una paradójica herencia de Locke + Bentham par e-
ce haber terminado por imponerse por sobre la herencia de Rousseau.
Analizar la ciudadanía —dice David Held— consiste, entre otras cosas, en
examinar los distintos tipos de lucha emprendidas por l os diversos grupos,
clases y movimientos, para obtener mayores grados de autonomía sobre sus
vidas ante las distintas formas de estratificación, jerarquía y obstáculos polít i-
cos. 17 Pero ocurre, si se nos permite la expresión, que la ciudadanía agonista
ha venido cediendo el paso a favor de una ciudadanía feriante, en el doble,
irónico, sentido del giro.
Nuestra inicial paradoja de un proceso democrático que a la vez se consol i-
da mientras sus actividades se desprestigian ya no lo es. La representación
cabe, pese a todo, ser llamada fiduciaria en la medida en que cumple con las
condiciones formales que le están prescriptas para su producción. Pero con el
señalamiento adicional de que se trata de una fiducia light: al cumplir con la
obligación del voto (o votando sin la obligación respectiva) y consagrar fun-
cionarios de un gobierno que gozarán de notabilísima autonomía respecto del
demos, los ciudadanos pueden satisfacer o bien las previsiones de un ritual
administrativo o bien llevar a cabo un acto político. C uando los ciudadanos
cumplen con el ritual administrativo y no con el acto político, pero hacen co-
mo si se tratase de un acto político, lo que está a punto de advenir es la fic-
ción fiduciaria y el debilitamiento grave —o bien la nulificación— de la RCR. Lo
que se trastoca entonces allí son las condiciones subjetivas que están pres u-
puestas en la suscripción del pacto constitucional que a su vez habilita y ju sti-
fica la regla de la representación.
Digámoslo ahora con la mayor claridad posible: los enfoques pro cedimenta-
listas constituyen el correlato teórico de la tendencia que en la historia del s i-
glo XX han seguido las democracias liberales contemporáneas, tendencia
orientada a acentuar sus componentes tecnocráticos y corporatistas, doble
soporte para el despliegue del tutelaje que hemos tratado de sugerir para la
consideración del presente. Conviene detenerse aunque sea un instante en e s-
ta afirmación. No se trata (al menos en nuestro propósito) de retrotraer el
debate a un momento «pre-schumpeteriano». Ni de desconocer el lugar con-
creto que ocupan los descriptores empíricos que el procedimentalismo eve n-
tualmente aporta. De lo que se trata es, por el contrario, de poner en evide n-
cia lo insuficiente que resultan estos descriptores no sólo para un tratamiento
teórico del problema de la democracia sino aun para su demarcación empírica,
cual era su cometido. La deficiencia que hemos señalado por la vía del «oct a-
vo requisito» se orienta en esa dirección.
El procedimentalismo ha cumplido un papel relevante en esa reor ganización
del campo de debates que venimos poniendo en tela de juicio en tanto que
deslizamiento a la ingeniería de lo político. Si lo hizo, ello fue posible por la
contundencia y por los efectos de verosimilitud con que pareció discriminar
para siempre los que eran problemas de las democracias empíricas —que, por
ende, redefinían los horizontes de la “ciencia” correspondiente — de los pro-

17 Vid.. Held, D., La democracia y el orden global, Paidós, Barcelona, 1997; pág 91.
15
blemas que quedaban reducidos entonces a una filosofía política en un sentido
casi peyorativo de la palabra. Lo que me interesa es desmontar ese criterio de
discriminación en lo que alberga de falacia: ninguna democracia se demarca
sólo por sus procedimientos. Y por tanto es engañosa e inútil la contraposición
de una “ingeniería” versus una “filosofía”. La cuestión de los p rocedimientos
habilita a la conceptualización de poliarquía. Pero para que ella pueda a su
vez reanudarse al plexo de los problemas de la democracia debería poder r e-
solver el problema de la calidad que, a su turno, obliga a la consideración de
los sujetos de la política y no tan sólo de la ingeniería de sus proc ederes.
Si la reflexión que ha llegado hasta aquí tiene fundamento, cabría entonces
concluir provisionalmente en un señalamiento nada menor, a saber: la liqu i-
dación que el procedimentalismo supuso acerca de los debates sobre la volun-
tad popular como fuente y/o el bien común como destino implican la liqu ida-
ción de la problemática de la política como territorio de la constitución en s u-
jetos de los miembros del demos, para reducirla al territorio de la c onstitución
de unos sujetos (pertenecientes a las élites más que al demos), red uciendo la
“pertenencia” de los otros a su mínimo posible, según calendario.
Me interesa dar un paso más en esta dirección. A mi juicio, la afirmación
precedente según la cual no hay política sin sujeto constituye un posible pun-
to adicional de partida para la fundamentación de la RCR y, de manera conse-
cuente, para las nociones de precarización y de tutelaje, concebidas en el es-
cenario contemporáneo.
Hacemos nuestra la afirmación de Jacques Rancière según la cual la dem o-
cracia, entendida como “el modo de subjetivación de la política” 18 , radica en
el disenso o, en sus palabras, en la “actividad de un común que no puede sino
ser litigioso” 19. Desde esta perspectiva, interesa afirmar que, a nuestro ver,
es allí donde se constituye el sujeto de la política 20 o, lo que es lo mismo de-
cir, el sujeto de la política es por definición el sujeto de una intervención
(enunciativa, siempre que la enunciación no se asuma como acto exclusiv a-
mente verbal) en la escena que es visible a todos, la escena de todas las co n-
frontaciones, el espacio de lo público. Cae de su peso, así, que los agentes del
desinterés y la apatía han discapacitado su condición de sujetos de la p olítica

18 Rancière, J., El desacuerdo, Nueva Visión, Buenos Aires, 1995; pág 126.
19 Rancière, J., Op. cit.., pág 29. Permítaseme, para completar, una cita un tanto extensa pero justificada:
“La democracia instituye por lo tanto comunidades de un tipo específico, comunidades polémicas
que ponen en juego la oposición misma de las dos lógicas, la lógica policial de la distribución de
los lugares y la lógica política del trato igualitario. (…) Hay democracia si hay una esfera específi-
ca de apariencia del pueblo. Hay democracia si hay actores específicos de la política que no son ni
agentes del dispositivo estatal ni partes de la sociedad, si hay colectivos que desplazan las identifi-
caciones en términos de partes del Estado o de la sociedad. Hay democracia, por último, si hay un
litigio dirigido en el escenario de la manifestación del pueblo por un sujeto no identitario. Las
formas de la democracia son las formas de manifestación de esta apariencia, de esta subjetivación
no identitaria y de esta dirección del litigio”. [Op. cit. pág 127].
20La referencia que hacemos a la “constitución del sujeto de la política” tiene una deliberada adversidad para con la
conocida afirmación de Louis Althusser en relación con esa constitución, en general, “en y por la ideología” (Vid.:
Ideología y aparatos ideológicos de estado, varias ediciones). Valga hacer aquí una especificación de términos: por
nuestra parte diríamos que, bajo esa definición, lo que se constituye es el agente portador de las determinaciones
sociales y no el sujeto que, precisamente al contrario de aquél, emerge en la falla de esas determinaciones.
16
para reducirse —en lo que sería el decir de ciertas corrientes— a un mero
punto de pasaje de las operaciones del Otro. Y se entiende asimismo que
cuando los sujetos de la política se restringen a quienes son tecnócratas de un
sistema de gestión y administración, sea razonable dud ar de que estemos
efectivamente hablando de demos-kratía.
Añadimos, con apoyo en las reflexiones de R. Esposito 21 (aunque no en sus
términos) que el pathos general de esta intervención que es propia de los s u-
jetos de la política gira en torno de la restitución imposible de lo Uno —
cometido definicional de la política— y que el espacio de lo público no es sino
su igualmente imposible representación. La disolución del horizonte de rest i-
tución de lo Uno cancela el cometido de la política y su sentido, el senti do de
la intervención y su litigio. Bajo la disolución de este horizonte, el espacio de
lo público desmorona su tensión constitutiva (ciudadanos/estado; aspiraciones
divergentes a lo Uno), y se reconvierte en la mera visibilización de las vidas y
artes particulares en estado de yuxtaposición: la feria, hoy, desplegada bajo
su forma massmediática. La comunidad (sea como fuente de la voluntad p o-
pular, sea como destino del bien) ha sido rota. Gobernar será pues admini s-
trar.
Esta modificación sustantiva de las relaciones entre lo público y lo político
no pone en riesgo inmediato la libertad de los particulares ni sus derechos i n-
dividuales, pero deteriora seriamente la posibilidad misma del demos y some-
te a muerte lenta la res publica: instituye y cimenta ante los propios ojos de
sus integrantes una definición de la vida en común radicalmente ajena no sólo
al horizonte de la comunidad si no también al de la polis. Y la afirmación que
se preocupe por sostener que las mofas y blasfemias proferidas en la f eria, o
bien que la propia exterioridad con la que la feria se configura respecto de la
estructura jurídica que sin embargo la regula, conforman una constru cción
pese a todo eminentemente política, aparecerá ella misma como si fuese una
afirmación investida de irrealidad, contra lo exacto de su aserto: se trata pr e-
cisamente del efecto de la construcción política de la tutela de los unos s obre
los otros. El investimiento de irrealidad que adquiere este planteo —efecto de
sentido— consigue por lo demás banalizar las cargas de los términos en jue-
go: política, ciudadanía, gobierno.
Cabe aún —para aventar cualquier suspicacia ante las tentaciones susta n-
cialistas que han estado más de una vez vinculadas a la idea de comunidad —
señalar las direcciones en las que, a nuestro ju icio, es posible concebir la di-
mensión de la subjetividad ciudadana que parecen trituradas —ante nuestras
narices indiferentes— por la maquinaria en marcha de una ingeniería de la
globalización. Indicaremos apenas cuatro encrucijadas de constitución de esta
subjetividad de la política: i) la intervención en disenso en relación al futuro,
en su abanico de implicaciones de espera/esperanza y de horizonte/promesa;

21Nos referimos, en particular a dos de sus textos: “Política”, en Confines de la política, Trotta, Madrid, 1996 y “Polis
o comunitas”, en Hanna Arendt (El orgullo de pensar), Gedisa, Barcelona, 2000. En “Política” dice:
…de un lado, la exigencia, precisamente filosófica, de llevar los muchos al Uno, el conflicto al
Orden, la realidad a la Idea; por otro, la continua experimentación de su impractibilidad fac-
tual, la impresión de que algo decisivo queda fuera del campo de acción [Op. cit., pág 21].

17
ii) la que se procesa en relación con la fiducia y sus depositarios; iii) la que se
elabora en relación con los colectivos culturales de identificación, las cons-
trucciones del nosotros y del ellos, las ilaciones entre la re-flexión sobre el sí
mismo, la tradición y los prójimos; iv) la que se organiza en las modalizaci o-
nes del sujeto a las que habilitan los distintos regímenes de autorrepresenta-
ción que son propios de la vida social en el espacio de lo públ ico.
La política —desde la Modernidad en más— es por excelencia esa esfera de
la vida social que conecta a los hombres con el futuro como escenario de la
realización posible de los propios anhelos, al margen de toda determinación
ya inscripta (escrita) en el plan divino, esto es: con capacidad de construir la
sociedad que habita, sus instituciones, su destino. La política es lo que con o-
cemos porque hay futuro que debatir, o bien disputar, o bien esperar. Así,
puede entenderse la política, por excelencia, como territorio social de la pro-
mesa. De las promesas que los hombres se formulan a sí mismos en tanto que
tales, en y para la instancia social de la vida que viven. De la posibilidad de
hacer práctico y tangible el anhelo, la esperanza y la adversidad. La política
sin promesa y sin espera no es sino administración. Pero es precisamente —y
de manera obvia— por lo futuro que la fiducia emerge como una relación cla-
ve en la subjetivación de la vida política. Las relaciones fiduciarias (canónic a-
mente como modalidad de la representación, que será imposible) desbordan y
reencuadran así la mera afinidad propia de los colectivos de identificación ba-
sados en rasgos culturales o gremiales. Los colectivos de identificación se d e-
finirán a sí mismos en relación con sus miradas a lo futuro, con la dirección de
su litigio, y en la relación de diferencia que encarnan en el espacio en el que
pugnan (fallidamente) por su propia autorrepresentación (bajo términos de
visibilidad recíproca).
No se está suponiendo que en estas cuatro encrucijadas se agote la concep-
tualización posible de las dimensiones subjetivas de la política, esto es, en lo
que aquí respecta, de la ciudadanía y su ejercicio. Tal vez ni siquiera se trata
se enlistar los lugares de constitución. Pero valga decir que, hasta donde ll e-
gan nuestras reflexiones, cada una de estas cuatro instancias relacionales i n-
tervienen en la conformación de las disposiciones ciuda danas al ejercicio del
concernimiento. Y que las cuatro resultan visiblemente zonas del deterioro
contemporáneo que hemos dado en llamar precarización de la ciudadanía y
que coloca en tela de juicio la calidad democrática de las poliarquías que, por
lo mismo, cabe llamar tutelares, y que la globalización insinúa como perspe c-
tiva planetaria.
Interesa ahora avanzar en un aspecto ya adelantado de nuestra tesis.
Hemos insistido en la vinculación decisiva entre la RCR y la pretensión de-
mocrática de los regímenes liberales contemporáneos denominados poliarq u-
ías. Esta insistencia tiene por motivo la actualidad de la problemática en esos
marcos. Pero es importante retener que la RCR no adviene a la problematiza-
ción política de la mano de los regímenes liberales que han tendido a monopo-
lizar en una exclusividad discutible las cargas democráticas de la historia pol í-
tica, incluso moderna. La RCR permite conceptualizar parte de estas cargas de

18
modo transversal a los regímenes políticos concretos, sean ellos del tipo lib e-
ral o no.
La RCR no presupone, por parte de la ciudadanía y como carnadura de este
concernimiento, el voto por alternativas que compiten libremente como forma
automática o exclusiva de su cumplimiento. Nuestra elaboración del concepto
está, sí, dirigida a enriquecer preferentemente el análisis de los regímenes
poliárquicos (por lo tanto, de voto libre, regular, etc.) porque es allí donde el
concernimiento de parte de la ciudadanía con sus instituciones alcanza el e s-
tatuto de punto de partida del pacto constitucional. Porque es allí, claro está,
donde el voto se incorpora al edificio jurídico, y donde a la vez —como ya se-
ñalamos— la RCR se vuelve de interés para reponer las discusiones olvidadas
sobre la democracia. Porque es allí, por fin, donde su infracción es capaz de
poner en tela de juicio la validez que se asigna a sus requisitos, pero no se
limita a las poliarquías que quedan definidas en sus límites. Lo que denom i-
namos RCR nace más bien de la definición que el propio régimen haga de sí en
vinculación —ni más ni menos— con la voluntad popular como origen y el bien
común como propósito, y se despliega en las formas en que estas autodefin i-
ciones del régimen se cultiven y se prolonguen. No está de más aclarar, e n-
tonces, que los efectos de un régimen donde se ha infringido la RCR no consti-
tuyen patrimonio excluyente de las poliarquías. De manera arquetípica, la t i-
ranía puede ofrecer ejemplos de la misma ausencia de concernimientos. De
manera inversa, algunas formas contemporáneas de dictadura —e incluso las
formas constitucionales de partido único— si se las analiza desde el punto de
vista del cumplimiento de una cierta RCR, pueden alertarnos respecto de la
especificidad de ciertos componentes perdidos en los laberintos de la inge-
niería: valgan los ejemplos, diferentes entre sí, de Cuba y de México para
pensar la posibilidad de regímenes de gobierno que durante décadas han dado
lugar al cumplimiento de una regla de algún modo equivalente a la del co n-
cernimiento recíproco con escasa o nula atención a otros presupuestos poliár-
quicos decisivos 22. Se trata, en ambos casos, de regímenes no poliárquicos
pero que han satisfecho uno de los presupuestos más antiguos de una teoría
de la democracia: definirse a sí mismos como resultado de la voluntad popular
y, en diferentes medidas y por diferentes caminos, cultivar este origen y re s-
guardar su estatuto.
La tiranía desconoce cualquier regla de concernimiento con sus súbditos
(valga Idi Amin, Pol Pot, etc.) sin que ello implique infracción alguna a su
propia ley. Las dictaduras modernas con fuertes cargas de legitimidad popular
(desde Napoleón a Fidel Castro) plantean el para nada menudo desafío de la
conceptualización posible de los regímenes no liberales.

22 Es tal vez obvio que, en el caso de México, hacemos alusión al régimen del PRI que concluyó oficialmente en las
elecciones generales de julio de 2000. No nos referimos empero a las formas que asumió este régimen durante los
últimos años y, de modo más que notorio desde el fraude electoral de 1988 (tal vez cabría decir que incluso desde
los sangrientos episodios de 1968), sino a las que le fueron características hasta entonces. En el caso de Cuba, es
posible que nuestra observación tampoco guarde pertinencia para la totalidad del período que arranca en 1959. No
estamos en condiciones de fijar una periodización, pero es razonable pensar que, cuando menos, la afirmación pue-
de sostenerse para no menos de sus primeros 20 años, hasta la toma de la embajada de Perú en 1980 y el subsi-
guientes flujo de balseros a Florida.
19
El caso de las poliarquías tiene de específico, respecto de lo que hemos
llamado la RCR, el hecho de que su incumplimiento —cuando ocurre— se reali-
za suponiendo que en realidad se la cultiva. Ese es el caso de las poliarquías
tutelares: suelen construir apenas un simulacro de concernimiento recíproco.
Por eso se desenvuelven en el culto de los derechos y garantías individuales
junto a la tutela política de un demos que ha dejado de serlo.
En la poliarquía que es tutelar, la precariedad que habrá de caracterizar a
las relaciones políticas de la ciudadanía (es decir, las ún icas que a ella pueden
en rigor corresponderle) se opaca considerablemente. Conviene detenerse en
este punto. Se trata del régimen que enaltece la opinión de los ciudadanos al
tiempo que la banaliza: esta operación doble y perversa es la que ha conve r-
tido a los sondeos de opinión en una de las piezas claves de las poliarquías
tutelares contemporáneas y muy probablemente uno de sus mejores embl e-
mas. La "opinión" se instituye como un objeto producido por lo general en el
marco de una oferta de opciones previas que aparece naturalmente volátil y
cambiante, pasible de ser aglomerado o desagregado, perseguido, observado
y adorado, pero a la vez reducido a términos siempre elementales, y donde —
siguiendo el razonamiento de Rancière— el litigio es liquidado a favor de una
mera suma de las partes «de opinión».
No se trata, creemos, de insistir de modo principal en la exclusión que las
encuestas, por definición, operan sobre toda estructura argumentativa. Ni s i-
quiera esto es tan cierto, en la medida en que la argumen tación es el papel
que de modo sustituto cumple el "encuestólogo" o "analista político" que fo r-
ma parte del mismo paquete y, por lo común, forma parte del precio monet a-
rio de la misma operación de sondeo. Los expertos de la agencia de sondeos,
encargados de “leer” los resultados obtenidos suelen construir en términos
más o menos argumentales la propia decodificación de estas señales que pr o-
duce ese extraño oráculo que es la voz de la muestra.
En rigor, es el proceso social y no la estructura argumentativa lo que es
cancelado/expropiado en los sondeos estadísticos. Es la deliberación y el lit i-
gio que, traducida ahora en los términos que hemos incorporado, puede e n-
tenderse como la constitución de los sujetos de la política en las intervenci o-
nes por disenso. Esto es lo que queda cancelado de un solo golpe. Se trata
sobre todo de advertir que esta "opinión" ha partido por lo general de liquidar
todos los atributos de una secuencia de formación de posiciones a favor de
una microingeniería de operaciones (todas ellas tuteladas) donde los titulares
de la soberanía resultan ellos mismos reducidos a la condición kantiana de la
minoridad, a la que, con tintes posmodernos, se le trata de dar los gustos p e-
ro cuidando de evitar toda travesura.

V.
Quisiera , para concluir, hacer referencia a un par de elementos de juicio,
del todo fragmentarios, del todo indicativos, extraídos de un trabajo de inve s-
tigación que está en su fase final. El primero de ellos es el siguiente, obtenido

20
por encuesta 23: ante la pregunta acerca de “quién dice las cosas que usted
piensa”, solicitando nombres que fueran públicamente conocidos (esto es,
apuntando a un aspecto íntimamente vinculado a la categoría de fiducia), un
40% aludió a cómicos o comediantes como Marcelo Tinelli y Jorge Guinzburg,
a comentaristas como Mirtha Legrand , periodistas de noticieros y programas
de opinión o figuras equivalentes, mientras 1 de cada 4 entrevistados me n-
cionó figuras del espectáculo, otro de cada 4 dijo que nadie. Un 5% optó por
nombres de figuras de la ficción o arquetipos (Schwarzzenegger, Jesús, etc.)
y otro 5%, finalmente, ofreció nombres de funcionarios o d irigentes políticos.
Si democracia es —según muchos procedimentalistas, como queda dicho —
la garantía de elecciones periódicas bajo condiciones de libert ades civiles, ca-
be que nos preguntemos qué votos se depositan entonces cada dos o cuatro
años. Mejor dicho: ¿cuáles sujetos de qué política los dep ositan?
El segundo dato puede resultar polémico. Es sabido que, en los últimos
tiempos, un cierto optimismo campea en algunos núcleos de izquierda que
avizoran en las protestas populares que han sacudido el país desde Santiago
del Estero hasta Cutral-Có y Tartagal, un indicio de nuevos y hasta promiso-
rios avatares ciudadanos. No tengo la misma lectura, aunque no cabe duda de
que hay nuevas formas de protesta instaladas en el escenario nacional.
En el marco de la investigación aludida, hemos registrado —para los 8 años
que van desde el comienzo de 1991 a fines de 1998 — más de medio millar de
intervenciones ciudadanas en el espacio público que, con mayores o menores
magnitudes y efectos, se caracterizan por igual por carecer de organizadores
visibles o reconocidos, ser efímeras, girar en torno a una reivindicación del
todo puntual e inmediata 24.
Caben dos observaciones. Una: asumidas en conjunto, constituyen la más
extendida, frecuente, masiva manifestación de protestas sociales de la déc a-
da, muy por encima de la que pudieron protagonizar en el mismo período pa r-
tidos políticos, organizaciones sindicales, e incluso organismos de derechos
humanos, jubilados u otros. Dos: desde el punto de vista de lo que aquí nos
ha venido ocupando, vale también señalar que a todas estas manifestaciones
las caracteriza también por igual:
a) la omisión de toda autodefinición de identidad que se sitúe más allá de
“los vecinos de...”, “los amigos y familiares de...”, etc., así como,

23 Las encuestas se aplicaron en la segunda quincena de abril de 1997, sobre una muestra de 650 casos para re-
presentar al 40% inferior de la pirámide socioeconómica del conglomerado urbano Sta. Fe - Paraná, con un ± 3,5%
de error para un 95% de confianza. Las entrevistas fueron domiciliarias, en viviendas seleccionadas aleatoriamente
a partir de 30 puntos muestra sorteados sobre la base de un recorte de las plantas urbanas, realizado sobre datos
catastrales. El estudio formó parte de un proyecto de investigación dirigido por el autor de este texto, con apoyo de
la Universidad Nacional de Entre Ríos, UNER.
24 Se trata de un trabajo de registro realizado sobre la base del diario Clarín, en el marco del mismo proceso de in-

vestigación, con apoyo de la UNER. Del trabajo de registro, así como de la aplicación de la encuesta han participa-
do, entre otros, Juan Manuel Giménez, Patricia Fasano, Alejandro Ramírez y Andrea Valsagna.
21
b) la declaración de “apolíticas” respecto de sus propias iniciativas y pr o-
testas25.
Es cierto, no protestan en contra de, ni reclaman por ninguna «política».
Sólo quieren ver resuelto su particular problema: unos impuestos, una viol a-
ción a un menor, unos desalojos, un asesinato impune, unos retrasos en el
pago de sus sueldos, etc. La pregunta es previsible, y quedará abierta: ¿qué
supone para el propio sistema de lo político que aquellos (ciudadanos) que
confrontan con la autoridad. o bien con los efectos de políticas vigentes, se
resistan a considerar como política la propia intervención, y a sí mismos como
sujetos de lo político? Días atrás, en un artículo publicado en La Repubblica y
reproducido por Clarín, Ralf Dahrendorf se refería a los bloqueos de calles y
puertos en Gran Bretaña y evaluaba estos fenómenos como formando parte
de una tendencia a la disolución de la legitimidad, tendencia en la que incluía
también la orientación de los políticos a moverse en el mundo voluble de los
sondeos de opinión 26. ¿Algún parecido?
Podría plantearse de otro modo. En el exacto comienzo de su opúsculo ¿Se
puede pensar la política?, Alain Badiou escribe:
En mi país, que, por lo menos desde 1789, fue el lugar por excelencia de la
política, en esta Francia cuya disputa inconciliable atestiguaba que todo suje-
to estaba allí políticamente prescripto, sucede hoy que la política ha entrado
en la apariencia de su ausencia.27

La elocuencia de Badiou exime virtualmente de toda añadidura, con la e x-


cepción —a nuestro juicio legítima— de una implícita en las siguientes pala-
bras de Jacques Rancière:
El Estado “modesto” es un Estado que pone a la política como ausencia, que,
en suma, se desprende de lo que no le atañe —el litigio del pueblo— (…) para
desarrollar los procedimientos de su propia legitimación. Hoy en día, el Esta-
do se legitima al declarar imposible a la política. Y esta demostración de im-
posibilidad pasa por la demostración de su propia impotencia. La posdemo-
cracia, para poner al demos como ausencia, debe hacer lo mismo con la polí-
tica, atenazada por la necesidad económica y la regla jurídica, con el riesgo
de unir a uno y otra en la definición de una nueva ciudadanía en la que el
poder y la impotencia de uno y de todos vienen a igualarse.28

25 Este texto fue escrito a fines de septiembre de 2000. Hacia esas fechas y en especial a lo largo de todo el 2000, la
modalidad de protesta con cortes de ruta había venido extendiéndose por distintos puntos del país. Poco después,
entre fines de octubre y principios de noviembre, estalla lo que probablemente constituya el antecedente directo del
“movimiento piquetero” con cabecera en el distrito bonaerense de La Matanza que se desplegará como moneda co-
rriente en 2001. En noviembre de 2000, en referencia a los cortes realizados en esos días, por primera vez los fun-
cionarios de Gobierno aluden con malicia a que las protestas están “organizadas” y se señala, entre otros, al Movi-
miento de Desocupados de La Matanza, a la organización sindical Corriente Clasista y Combativa (CCC) y a distin-
tos grupos de la Central de Trabajadores Argentinos (CTA) como los núcleos inspiradores de la protesta. El análisis
de este giro requeriría de otro espacio. Pero quepa aquí señalar, un año después, que en todo caso el mencionado
movimiento piquetero configura un fenómeno de otra índole que el de las intervenciones en la escena pública a las
que hacemos referencia y que no conforman ni su continuidad ni su coronación, ni su “superación”.
26 Dahrendorf, R. “Los políticos están cada vez más lejos de la gente”, Clarín, martes 3 de octubre de 2000, pág 23.
27 Ediciones Nueva Visión, Buenos Aires, 1990.
28 Rancière, J., Op. cit. ; pág. 139.

22
Tal vez la historia que se escriba en el futuro registre la última década del
Siglo XX como un enorme punto de inflexión en el derrotero de Occidente, ese
que nosotros ahora imaginamos. O quizá la inmediatez de los acontecimientos
nos esté todavía nublando la mirada y el punto sea otro, o la inflexión ning u-
na.
BUENOS A IRES
SEPTIEMBRE / OCTUBRE DE 2000

23

También podría gustarte