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Un tan funesto deseo

Pierre Klossowski

Colección Mitma
Un tan funesto deseo
Pierre Klossowski
Klossowski, Pierre
Un tan funesto deseo / Pierre Klossowski ; edición literaria
a cargo de Alejandro Horowicz. - 1a ed. - Buenos Aires : Las
Cuarenta, 2008.
240 p. ; 21x14 cm. - (Mitma; 5)

Traducido por: Julián Manuel Fava y Ana Lucia Belloro


ISBN 978-987-1501-04-5

1. Filosfía. I. Alejandro Horowicz, ed. lit. II. Fava, Julián


Manuel, trad. III. Título

CDD 100

Diseño de tapa y diagramación interior: Las cuarenta


Revisión tecnica: Alejandro Horowicz

Un tan funesto deseo


Las cuarenta, 2008
www.lascuarentalibros.com.ar

Primera edición
ISBN 978-987-1501-04-5

Esta publicación no puede ser reproducida en todo ni en parte, ni


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Hecho el depósito que previene la Ley 11.723


Prefacio
Pierre Klossowski:
Un monómano y la fuerza de las pasiones

Entonces, yo le pondré los bordes a tu muerte,


por nada, por las dudas,
por si quieres tomarte de algo
o simplemente mirarme.
Roberto Juarroz, Poesía vertical.

Publicada en 1963, Un tan funesto deseo es la obra de un far-


sante o una ironía consumada: un octaedro de artículos cuya
disposición especular recorre una trama en la que se superpo-
nen Nietzsche, Gide, Claudel, Barbey d’Aurevilly, Brice Parain,
Georges Bataille y Maurice Blanchot sin otra pretensión quizá
que invocar solapadamente una vieja pregunta tantas veces for-
mulada: ¿cuál es la relación entre las palabras y las cosas? Y más
aún: ¿es el hacer un sucedáneo del decir, o es su inevitable revés
de trama o, finalmente, esa sintaxis está rota? Pues, lejos de pre-
sagiar un futuro infeliz o de contentarse con un melancólico
análisis de autores y de obras, Klossowski enciende la llama de
la filosofía y asume el riesgo de lo que se piensa cuando pen-
sar es una fuerza que cruza las palabras y las cosas y configura
así nuevas formas de. Cuando Dios ha muerto y asistimos a las
ruinas de sus sombras. Cuando parece que el único lazo posi-
ble lo construye el mercado, cuando se oblitera la intimidad
del amor y de la amistad. En definitiva, cuando se escribe en la
inmediatez de la futilidad y se pretende negar cualquier pro-
10 Julián Fava

yecto concebido por fuera de la lógica mercantil del miedo y


los intereses egoístas.
Entonces, Klossowski recupera retazos de autores, sus
correspondencias, sus proyectos íntimos, las fronteras en las
que no se distingue la obra de un autor y el sujeto mismo de
enunciación de esa obra. Pues no le interesan ni el análisis obje-
tivo ni la disección formal de los argumentos. Por el contrario,
como él mismo se definió, es un monómano, alguien que privi-
legia una y otra vez la única escena de un cuerpo que se entrega
a la mirada de otro. Entonces, tenemos que pensar qué es aque-
llo que se cifra en torno a un cuerpo y, si ese cuerpo es bastión
de una mirada y de una serie de coordenadas que se configuran
allí, hay una relación, entre pocos o muchos, un lazo con sus
interdicciones y sus momentos de sosiego, sus lealtades y sus
traiciones.
Desde Platón hasta Nietzsche el cuerpo ha sido un óbice
para el desarrollo de las facultades del espíritu. Es decir, no ha
sido más que una rémora pensada en tensión con los designios
de la conciencia, concebida ésta como la única capaz de gober-
narlo. Por ello, toda la obra de Klossowski –al igual que la de
Bataille y la de Blanchot, la de los filósofos de la trilogía del lí-
mite y de la transgresión– hay que pensarla a partir de la idea de
la muerte de dios anunciada en la primera parte de Also Sprach
Zarathustra. Allí Zaratustra anuncia que dios ha muerto y que
ha llegado ahora el tiempo del superhombre, del hombre que
se supera a sí mismo conquistando su libertad creadora, que ya
no se encuentra limitada por ninguna idealidad trascendente a
la que deba someterse. Lo que la muerte de dios esencialmente
pone en cuestión es la pertinencia (existencia o validez) de una
trascendencia ‘normativa’ que opera como horizonte tranqui-
lizador y como telón de fondo de la vida humana, abriendo así
un espacio de juego, cuyo sentido pleno coincide con la nada.
Prefacio 11

Dios, o el fundamento como límite o sostén de la moral,


concatenan una serie de sentidos que adquieren valor a partir
de él. En la medida en que creamos que nos sostenemos en la
palma de su mano, nuestras acciones cobran sentido en los lí-
mites –y a partir de esas máximas– que hacen que nuestra exis-
tencia se configure, cambiando así el signo de la violencia incla-
sificable y forzando a las singularidades a cerrarse en su límite.
En un escenario dispuesto de este modo, nuestra acción está
destinada a la impotencia: dado que nuestro entendimiento no
coincide con nuestra voluntad estamos condenados a errar. Si
poder no es igual a querer, estamos condenados a elegir lo que
no es correcto (correcto para el paradigma o para la moral que
se funda por fuera de nuestra acción) y, finalmente, a asumir
valores más que a crearlos.
La propuesta nietzscheana inaugura un espacio que invierte
esta lógica: la superación del hombre por el hombre implica la
conquista de esta ausencia dejada por Dios en una invocación
por conquistar la capacidad de crear valores. Al caer Dios, no
sólo se precipitan con él las máximas y valores que configuran
nuestra existencia, sino que también los límites mismos, frente
a los cuales cada singularidad queda delimitada, se desfiguran.
En este contexto la afirmación de Nietzsche “valorar es crear”1
adquiere toda su fuerza y sentido: el hombre es introducido en
este juego en el que, antes que subsumirse en los valores esta-
blecidos, debe crearlos. Más que buscar sentidos en las cosas,
introducirlos.
Por ello se trata de forjar nuevas posibilidades de vivir2 y
para lograrlo Klossowski integra en el pensamiento aquello que
no es del orden del pensamiento: su afuera irreductible, lo que
nos fuerza a pensar, lo que nos afecta, nuestro pathos. De este
1
Nietzsche, F. Also Sprach Zarathustra, Stuttgart, Alfred Kröner, 1950. p.
86.
2
Pierre Klossowski, Un tan funesto deseo, p.
12 Julián Fava

modo, el cuerpo es la enunciación y el emergente del juego de


fuerzas suprahistóricas que pone en circulación una existencia
más allá de la historia y de la moral3 con el olvido como con-
dición de posibilidad para la dicha. El olvido como voluntad
creadora, el olvido inocente que altera la gramática de los ges-
tos, de las costumbres, de lo dado. Ése es el juego del eterno
retorno: liberarse de la progresión rectilínea de la humanidad
para ingresar en el tiempo del mito. Se trata del eterno retorno
de lo mismo que pone en jaque a la metafísica del principio de
no contradicción y de la identidad del yo, pues con la muerte
de dios las posibilidades son infinitas: “se es todo o no se es
nada”4.
La vida roza de este modo la locura y Klossowski insiste en la
fusión, de Nietzsche, entre el sujeto y la escritura, entre su vida
y su creación: “Nada hay más verbal que la carne”5 porque so-
mos lo que hemos producido en el oxímoron de una intimidad
comunitaria. Éste es el poder del hombre sobre las cosas: con-
densar la humanidad en una sola alma6 no se trata de una mera
transgresión ética o de un imperativo, se trata de una violencia
contra el cientificismo que nos hace iguales y reduce nuestras
infinitas potencias.
Pero todavía no respondimos a la pregunta acerca de la re-
lación entre las palabras y las cosas. Sin una idealidad trascen-
dente, el cuerpo y las palabras que ese cuerpo encarnan, son un
límite para ser transgredido. Y la transgresión, en un mundo
que ya no reconoce lo sagrado en una divinidad trascendente,
es, siguiendo el análisis que hace Foucault en el “Prefacio a la

3
Op. Cit. p.
4
Klossowski, P., “El monstruo” en Acéphale, Buenos Aires, Caja Negra,
2005, p. 28.
5
Op. Cit, p.
6
Op. Cit, p.
Prefacio 13

transgresión”7, una profanación sin objeto. En un mundo despo-


jado de un Dios que organiza, impone y distribuye la moral y el
orden del discurso, la transgresión coincide con el límite que se
propone franquear: se trata de un movimiento –el del deseo–,
cuyo objeto es la Nada. En la medida en que la transgresión
no busca aprehender o alcanzar ningún objeto particular, ni
cambiar un estado de cosas, sino que más bien se anuncia y se
agota en su misma explicitación postulando un espacio ilimi-
tado para un ser limitado, ella se presenta ahora, y en su misma
desnudez, paradojal. Paradoja, en el sentido de que, pensada a
partir de la muerte de Dios, la transgresión -o el exceso- revela
que, si por la falta de todo límite trascendente las singularida-
des quedan expuestas a un afuera ilimitado, a la vez, y por eso
mismo, son inmediatamente y en el mismo movimiento recon-
ducidas a su límite inmanente: el descubrimiento de la finitud
adquiere así toda la gravedad que en la opacidad de un cogito
que ya no es claro y distinto postula una vida que se asume a la
altura de la muerte. Por lo tanto, conlleva un riesgo de sanción
que, en condiciones de escucha adversas, como las que padeció
el propio Nietzsche, no es otro que el de la soledad y la locura.
Vivir a la altura de la muerte es franquear el límite que nos
hace humanos, es trazar una nueva relación entre las palabras y
las cosas, no se trata ya de las palabras como encarnaciones de
un cuerpo ni de un cuerpo como el vehículo de una acción de
la conciencia, ni siquiera de la conciencia como el lugar por ex-
celencia que cobija a las palabras. Se trata de la alquímica tarea
de la filosofía: crear nuevas formas de vida8. Eso es subjetivarse:
elegir hacerse y rehacerse sin otra invocación que esa pequeña
7
Foucault, M. De lenguaje y literatura, Paidós, Barcelona, 1996.
8
Este movimiento constitutivo del devenir en el ser se traduce: “existencial-
mente, por una renuncia al primado personal (otros dirán por la locura, la
fragmentación de la personalidad); teológicamente, por la divinidad concebi-
da de algún modo como plural; metafísicamente, por la idea del eterno retor-
no.” Blanchot, Maurice, “Le rire des dieux”, en L’amitié, París, 1971, p. 213.
14 Julián Fava

comunidad de amigos; próximos, y Klossowski elige a Bataille


o Blanchot para que lo acompañen; o lejanos, como Nietzsche
o Barbey d’Aurevilly, pero muy cercanos a la vez, pues lo que
los fuerza a pensar es la misma desconfianza con lo establecido
y el deseo de crear un mundo. Y, desde el momento en que cree-
mos que la escritura tiene algún sentido, entonces la palabra
crea el mundo y el mundo es cuerpo y palabras y las palabras
son cuerpos.
Nuestra pregunta inicial nos llevó al núcleo de la existencia,
al carozo de la cuestión: el simulacro. Klossowski quiere per-
severar en el ser, pero lo quiere hacer como todos los hombres
y como ninguno: “El simulacro tiene la ventaja de no tener la
pretensión de fijar lo que se presenta de una experiencia y lo
que dice de ella; lejos de incluir lo contradictorio lo implica
naturalmente”9. Y el simulacro10 de la existencia es una parodia,
el disimulo de los hombres sabios que eligen la risa y sólo creen
en un dios que sabe bailar, es decir en un dios de la contradic-
ción y del mito. En este libro que hoy presentamos una frase
agota y desnuda esta nueva metafísica, esta vieja insensatez:
“cuando un dios quiso ser el único dios, todos los demás fueron
presa de risa loca, hasta morir de risa”11. Y esa risa loca enciende
la llama de la filosofía y nosotros somos esa llama, esa sed que
se sacia, como la escritura, como el amor, en la intimidad del
los cuerpos y en el intempestivo presente del mito. Una nueva
gnosis nos acecha, será responsabilidad nuestra convertirnos en
brujos o no.

Primavera de 2008
9
Klossowski, P., La Ressemblance, Éditions Ryôan-ji, Marsella, 1984, p. 24.
10
En “La prosa de Acteón” Foucault ha insistido en el hallazgo klossows-
kiano de la noción de simulacro, en tanto simulación de una existencia (y
un lenguaje) pensados en constante devenir. (Cf. Foucault, M, De lenguaje y
literatura, Barcelona, Paidós, 1996, pp. 181-194).
11
Klossowski, P., Un tan funesto deseo, p.
Un tan funesto deseo
Pierre Klossowski

Quae lucis miseris tam dira cupido?


Virgilio, Eneida, VI.
I

Sobre algunos temas fundamentales de La Gaya Ciencia


[Die Fröhliche Wissenschaft] de Nietzsche1

1
La Gaya Scienza de Friedrich Nietzsche con una introducción de Pierre
Klossowski, Éditions du Club Français du Livre, París, 1956.
El nombre de Nietzsche parece asociado irremediablemente
a la noción de voluntad de poder, ni siquiera a la noción de
voluntad sino al poder puro y simple. La interpretación más
corriente ve en su obra una suerte de hecho consumado, una
moral del uso de la fuerza; y rápidamente todo pasa por allí: los
laboratorios para experiencias inconfesables, la supresión de
los degenerados, de los alienados y de los viejos, los hornos cre-
matorios, los gánsters tanto como los bombardeos atómicos,
todo y todos pueden invocar ahora al padre del inmoralismo
moderno; el superman estándar, sea capitán de la industria,
explorador, benefactor de la humanidad, pasa por el producto
del profesor de la “energía vital”. “¿Quién es, pues, Nietzsche?”
–pregunta el inocente. Y el Larrouse responde: Sus aforismos
han tenido una gran influencia sobre los teóricos del racismo ger-
mánico. En vano, al parecer, en vano el aforismo 377 de la Gaya
Ciencia clama con una voz lejana, tan lejana: Nosotros los sin pa-
tria somos en cuanto a la raza y el origen demasiado divergentes
y mezclados, en tanto hombres modernos, y en consecuencia muy
poco tentados de formar parte de ese exceso y de esa idolatría racial
que hoy se muestra en Alemania como signo distintivo de las vir-
tudes alemanas y que, en el pueblo del “sentido histórico”, otorga
doblemente la impresión de lo falso e indecoroso.
En el momento de presentar al público esta nueva versión de
la Gaya Ciencia, la tercera luego de aquellas aparecidas anteri-
ormente en lengua francesa, nos preguntamos si corresponde a
los acontecimientos verificar el valor perenne de un pensami-
ento. Sin dudas, un espíritu que constituye por sí solo las sordas
exigencias de una época gana más o menos “importancia” cuan-
20 Pierre Klossowski

do acepciones primarias le adjudican la inspiración de tenta-


tivas aberrantes: la interpretación errónea del “súper hombre”
deliberadamente aislado de su corolario que es la doctrina del
eterno retorno; la muerte de Dios, el nada es verdadero, todo está
permitido –convertidos en slogan repetido desde hace medio
siglo en el ámbito ético y social. Ello ocurre en el contexto de
empresas políticas que, aún sosteniendo la culpabilidad de toda
palabra dicha o escrita, no serían nunca más que el inevitable
precio de un momento espiritual vivido en la exclusiva felicidad
de un alma arrastrada a la incandescencia; el retroceso, la dis-
tancia, pero también el compromiso de una visión con respecto
a lo que fue en su unicidad; esto es lo que permitiría liberar jus-
tamente la experiencia que carga el nombre de Nietzsche tanto
de su propio contexto histórico como de las malversaciones de
las que fatalmente fue objeto en la posteridad.
Ahora bien, las primeras palabras del pasaje citado más ar-
riba parecen definir bien, bajo su aspecto más inteligible, la lec-
ción que hay que sacar de esta experiencia: “Nosotros los sin
patria... demasiado divergentes y mezclados... en tanto hombres
modernos.” Bajo su aspecto más familiar, en tanto que nos con-
cierne a nosotros, que ahora la leemos. Demasiado divergentes,
demasiado mezclados, es decir, demasiado solidarios con todo
lo que nunca fue vivido, experimentado en diversos lugares; en
una palabra, demasiados ricos y por lo tanto demasiado libres
para tener que alienar esta riqueza y esta libertad a favor de una
adhesión concretamente determinada por el tiempo y el espa-
cio; y de este modo de tal polivalencia del sentir que ninguna
empresa limitada a no importa qué interés concreto podría
agotar nuestra capacidad de gasto; ahí está, según Nietzsche,
lo que constituye la modernidad. Pero no nos engañemos: no
se trata aquí de algún vago cosmopolitismo; moderno significa
una aptitud de simpatía que aún nunca se ha alcanzado, en vir-
tud de la cual el espíritu entra inmediatamente en contacto no
Un tan funesto deseo 21

sólo con eso que parece lo más extraño, sino con el mundo más
antiguamente pasado, con el pasado más remoto. ¡Conquista
de una nueva posibilidad de vivir! Nosotros los sin patria, ¿hacia
qué lugar aspiran, dónde viven, pues, efectivamente?
En las montañas, separados, inactuales, en los siglos pasados o
futuros... Y para Nietzsche es un todo: en el punto culminante
del saber, el espíritu reivindica para sí todo momento vivido de la
historia, identificando el yo a sus diferentes tipos como a otras
tantas versiones del sí mismo. Aquí la vis contemplativa habrá
absorbido la voluntad de poder, puesto que esta voluntad nun-
ca tuvo otra finalidad más que su íntima necesidad: re-integrar
este universo que, en su multiplicidad, se pretende y permanece
idéntico a sí mismo.
Ahora bien, semejante situación del espíritu en su “moder-
nidad”, semejante ex-patriación de la voluntad en el espíritu,
se remonta a la aventura del saber vivida por los humanistas
“re-nacientes”, particularmente a los humanistas alemanes
de la Reforma que Faustus, el doctor Afortunado –cuya for-
tuna es re-vivir su vida– encarna prestigiosamente. Para estos
humanistas alimentados por la noción platónica de la remi-
niscencia, el conocimiento [connaissance] del pasado –co-
nacimiento [co-naissance] en el pasado2– que debe entregar el
secreto del por-venir se duplica con el conflicto teológico del
libre y del servo-albedrío, de la libertad humana y de la gracia
divina, de la condenación y de la elección. SOY ELEGIDO,
TODO ME ESTÁ PERDONADO DE ANTEMANO.
ESTOY CONDENADO, TODO ME ESTÁ PERMITIDO
TAMBIÉN AQUÍ EN LA TIERRA. ¿Cuál es la diferencia?
La eternidad. Mutatis mutandis, para el ateo Nietzsche, here-
dero de la especulación humanista a la vez protestante y plató-
nica (con sus elementos: nostalgia de la Antigüedad, atracción
2
Klossowski juega aquí con la similitud en entre los términos connaisance,
conocimiento, y co-naissance, co-nacimiento. (N. de T.)
22 Pierre Klossowski

del mundo latino, prestigio contradictorio del pontificado


neroniano, “César-Cristo”, etc.) saber si el conocimiento del
pasado me asegura la eternidad todavía sigue siendo el tema
oscuro de su pensamiento, verificable en los diferentes planos
de la filosofía de la historia y de la doctrina del eterno retorno
de un mundo idéntico. Para Nietzsche el mundo “moderno”
con sus conflictos sociales y su moral nihilista del progreso no
es más que un interludio de tinieblas, como para los humanis-
tas lo era el mundo escolástico: más allá de ese interludio del
pasado descifrado ascenderá el sol por venir. El dilema: ¿libre o
servo-albedrío? aparece aún en las expresiones: “Voluntad de
poder”, “muerte de Dios”, “nada es verdadero, todo está permi-
tido”, como su resolución en el sentido de la predestinación. O
sea, en la necesidad del eterno retorno (todo está perdonado:
sentido último de la bendición de Zarathustra). Para el huma-
nismo (Fausto), el saber, la gnosis se hallan bajo el signo de la
Serpiente que, por su predicción politeísta, promete: eritis sicut
dii, es decir, la eternización del hombre por medio del saber.
Llegará el día en el que se le concederá el perdón a la volun-
tad del “asesino de Dios”, es decir, cuando la serpiente misma
simbolice doblemente el olvido del saber y la consumación del
eterno retorno de todas las cosas. La condenación surgirá de
este “sentido histórico” que agobia al hombre moderno porque
lo aleja de su pasado, es decir, de sus recursos originales, de su
porvenir; en otros términos, el nihilismo de quien no puede re-
ponerse del crimen de los crímenes. Y veremos que ser moderno,
para Nietzsche, corresponde a liberarse, por medio del cono-
cimiento mismo de la historia, de la progresión rectilínea de
la humanidad –el movimiento “dialéctico” irreversible del ma-
terialismo histórico– para intentar vivir según una representa-
ción del círculo en la que no solamente todo está perdonado, sino
además donde todas las cosas son restituidas –aquí encontramos
Un tan funesto deseo 23

noción de gracia reintegrada al mito, puesto que la posibilidad


del mito se confunde con la gracia.
Me referiré ahora a un texto de Nietzsche que precede
veinte años a la publicación de la Gaya ciencia, a la famosa
Consideración Intempestiva [Unzeitgemässe Betrachtungen] de
1876, titulada: Sobre la utilidad y los inconvenientes de la his-
toria para la vida [Vom Nutzen und Nachteil der Historie für
das Leben], para extraer tres primeras nociones: el instante, el
olvido y la voluntad, esta tríada de la que precisamente nacerá
el saber, y entonces quizá se comprenderá mejor cómo se llega
de la ciencia del pasado, en el sentimiento del porvenir, no so-
lamente a un saber, sino a un saber jovial, a una gaya ciencia que
coincide con una recuperación del pasado, pero cuya alegría no
es la del redescubrimiento de un pasado histórico propiamente
dicho, sino de ese paso no histórico del porvenir en el pasado,
del presente en lo eterno.
El pretexto de esta Consideración Intempestiva de 1876 es
justamente el peligro de la hipertrofia del sentido histórico, por
consiguiente, de la obsesión del pasado, problema específica-
mente alemán, muy relativo a la época; pero lo que más nos
interesa aquí es la forma sumamente paradójica por la que
Nietzsche es conducido desde ese momento a desarrollar su
concepción de la existencia, particularmente a desacreditar el
“sentido histórico” del pasado, con el pretexto de liberar de
él el presente, mientras que es aparentemente por una noción
positiva del olvido, en verdad por un recuerdo inconsciente, que
busca reestablecer, en el plano de la cultura, un contacto mu-
cho más inmediato con el más lejano pasado. Como punto de
partida de esta intempestiva, Nietzsche elige la manera en la que
el instante es vivido diferentemente por el animal, el niño y el
hombre adulto. Si el animal que olvida todo en seguida y ve mo-
rir realmente cada instante, desaparece en la noche y en la niebla,
apagarse para siempre, sugiere la primera imagen de una vida
24 Pierre Klossowski

sin historia, el niño ofrece al adulto el conmovedor espectáculo


de una vida que aún no tiene ningún pasado del cual renegar,
jugando entre las barreras del pasado y del porvenir en el seno de
una ciega serenidad. Al contrario, para el hombre, el instante,
bruscamente ahí, bruscamente desvanecido, nada antes, nada
después, regresa sin embargo bajo la forma de espectro trastocando
la calma de un instante ulterior. Una hoja tras otra se desprende
sin cesar del rodillo del tiempo, cae, vuela –y súbitamente vuelve
a abatirse sobre nosotros. Entonces el hombre dice: “Me acuerdo...”
Arrancado de la ciega serenidad de la infancia que ocultaba el
olvido, aprenderá a comprender la palabra: fue, propicia para
recordarle lo que constituye, profundamente su existencia, “un
imperfectum que nunca podría realizarse en su totalidad; ... y la
muerte que provoca finalmente el olvido deseado, pero que, al
escamotear al mismo tiempo, el presente y la existencia, viene
a marcar con su sello la constatación de que la existencia no es
otra cosa que un haber sido ininterrumpido, una cosa que no
vive más que del hecho de renegarse, de devorarse y de con-
tradecirse...” Frase que ya en germen contiene, y ya prepara, la
futura y última doctrina de Nietzsche, como se presiente en la
proposición que sigue: “Tanto en la más pequeña como en la
más grande felicidad hay siempre una sola cosa que hace que
una felicidad sea la felicidad: la facultad de olvidar o, para ex-
presarse de manera más erudita, la facultad de sentir todas las
cosas fuera de la historia, mientras dure ese estado. Quien, en el
olvido de todas las cosas pasadas, no sabe posarse en el umbral del
instante, quien no sabe mantenerse en un solo punto, como una
diosa de la Victoria, sin vértigo ni temor, jamás sabrá lo que es
la felicidad, y mucho peor: jamás conocerá lo que hace felices a
los demás... Todo actuar exige olvido; lo mismo que la vida or-
gánica no sólo exige luz, sino también oscuridad. Si es posible
vivir casi sin recuerdo, o sea, vivir felizmente, como lo prueba el
animal, es del todo imposible vivir absolutamente sin olvidar...”
Un tan funesto deseo 25

y, de hecho, cuando la voluntad liberada del “sentido históri-


co”, se haya identificado con esa cosa que sólo vive de su pro-
pia contradicción, entonces en el instante vivido ya no como
espectro de un instante anterior, sino como serenidad, ya no
ciega sino lúdica, el universo mismo no aparecerá ya en tanto
un imperfectum, sino bajo los rasgos de un niño que juega. Por
el contrario:
...Hay un grado de insomnio, de rumia, de sentido histórico
perjudicial y ruinoso para lo que está vivo, se trate de un indi-
viduo, de un pueblo o de una civilización... Para determinar ese
grado… a partir del cual debería ser olvidado el pasado... habría
que poder determinar... la FUERZA PLÁSTICA de un indi-
viduo, de un pueblo, de una civilización: entiendo a esta fuer-
za como la que les da un crecimiento propiamente original, en
virtud de una transmutación de las contribuciones del pasado y
de los elementos extraños que se incorporan. Por lo tanto, habría
una manera de existir en la historia y fuera de la historia. En lo
referente al “sentido histórico” en un momento determinado
de la historia, establece una relación falaz del instante vivido
con el pasado históricamente reflejado y el tiempo que queda
por vivir. Si exalta el pasado, vacía el presente; si establece las
tareas del presente según las realizadas en el pasado, descalifi-
ca tanto el pasado como reduce las posibilidades del presente:
porque no podría juzgarse conscientemente lo que fue realiza-
do en otro tiempo en la conciencia, como tampoco el hombre
jamás podría actuar en el presente si no suspende la conciencia
de su propio pasado. Y, de hecho, lo que constituye la historia
son los actos o las obras de individuos que espontáneamente
procedían por ceguera o por injusticia en el momento mismo
en el que creaban y actuaban, es decir, por olvido; de suerte
que la historia no se compone sino por actos y creaciones sur-
gidos del olvido, de ahí una estrecha relación entre el olvido y
la voluntad creadora. Esto que la historia enseña es en realidad
26 Pierre Klossowski

lo contrario de lo que el espíritu “histórico” proyecta en ella,


no como una progresión cada vez más consciente del hombre,
sino como el retorno ininterrumpido de los mismos dispositi-
vos nunca agotados en el curso de las sucesivas generaciones.
En este sentido, comprender la historia, en contra de la ciencia
que proclama su fiat veritas pereat vita, es justamente alcanzar,
gracias al estímulo de la noción de retorno, una vida fuera de
la historia; lo que ha sido posible una vez, deber serlo una vez
más. Y lejos de encontrar ahí un motivo de ociosidad o de es-
terilidad, el hombre deber emprender por emprender; lo que
habrá querido siempre habrá sido la realización de lo que creía
no querer; puesto que apenas escapa de esta existencia querien-
do escapar conscientemente de ella, mientras que esta existen-
cia podrá hacerle olvidar el momento deseado para reencontrar
infaliblemente esa integridad que caracteriza toda obra o toda
acción de envergadura. Allí está, pues, eso que testimonian las
fuerzas supra-históricas por excelencia, el arte y la religión que,
desviando la mirada del devenir, lo cargan sobre todo lo que le
confiere a la existencia el carácter de lo eterno y de una significa-
ción idéntica. La ciencia, que no ve ninguna parte de lo eterno ni
de lo existente, sino sólo de lo devenido, de lo histórico, no puede
más que detestar esas fuerzas eternizantes, esas fuerzas del olvi-
do –negación misma de la ciencia– que son el arte y la religión
en las cuales el pasado, presente y el porvenir se confunden.
Esta concepción, en las antípodas de toda filosofía de la his-
toria proveniente de Hegel, sólo nos interesa aquí en la me-
dida en que vemos a Nietzsche explotar ulteriormente, por su
propia cuenta, esta noción de una vida fuera de la historia, y
verificar este pensamiento por encima de la corriente histórica
de su propia vida, y descubrir allí finalmente su propia fatali-
dad. Si las posibilidades de la humanidad desaparecida siempre
son válidas en cada individuo, a cada instante de la historia, en-
tonces se trata, para Nietzsche, de hacer una guerra sin piedad
Un tan funesto deseo 27

a todo lo que pretenda sofocar en el hombre el continuo posi-


ble: tanto en lo que respecta a la moral utilitarista –entiéndase
mercantilista– como a esa organización de la vida social que la
posteridad hegeliana va a sacar como consecuencia de la agonía
del cristianismo. En contrapartida, como el cristianismo es, en
nuestro mundo, un bello fragmento del mundo antiguo del que
fue su vía de escape, Nietzsche lo considera como una vía de
acceso o de retorno a la Antigüedad, dirigiendo su mirada más
allá de los dos mil años de moral cristiana. Como acaso decía
en otro pasaje de esta Consideración Intempestiva de 1876: Si
no tuviéramos otra vocación más que la de ser los descendientes
de la Antigüedad... si nos decidiésemos incluso a tomarla expre-
samente en serio en toda su grandeza para no ver allí más que
nuestro único y característico privilegio, tendríamos que pregun-
tarnos si aún deberíamos contentarnos con ver nuestro destino en
el hecho de ser eternamente los discípulos de la ANTIGÜEDAD
DECLINANTE; quizá llegaría el día en que nos estuviera per-
mitido fijar por etapas nuestra meta más alto y más lejos; un día
podría ocurrir que tuviéramos derecho de atribuirnos el mérito de
haber reproducido el espíritu de la civilización romano-alejan-
drina, de manera tan fecunda y grandiosa que, otra vez, a título
de la más noble recompensa, pudiéramos autorizarnos a asumir
la tarea aún más formidable de regresar a algo que fue anterior
al mundo alejandrino, de aspirar a algo más remoto en el tiempo
para ir a elegir en el mundo original de la primitiva Grecia nues-
tros arquetipos de la grandeza, de lo natural y de lo humano. Y
bien, sería allí donde encontraríamos, efectivamente, la realidad
de una cultura específicamente no histórica y, a pesar de eso, o a
causa de eso mismo, de una cultura indeciblemente rica y llena
de vida. En este pasaje encontramos la persistente nostalgia de
Nietzsche que, siguiendo a Hölderlin, siempre lo oponía a su
época y que, en realidad, inspira esta concepción antihegeliana
y supra-histórica según la cual el mundo, lejos de marchar hacia
28 Pierre Klossowski

una salvación final cualquiera, se encuentra a cada instante de


su historia acabado y en su término. De modo que el pasado y
el presente no son más que una misma cosa idéntica en su diver-
sidad y, en tanto omnipresencia de tipos humanos imperecederos,
el universo es una formación inmóvil de valores iguales y de una
significación eterna. Es así que, pronunciándose en primer lugar
sobre el plano de la cultura filológica e histórica, esta tentativa
paradójica de vivir a contra-corriente de la historia recuperan-
do el pasado más lejano mediante el olvido iba a precipitar a
Nietzsche en su experiencia decisiva. Porque cuanto más fuertes
sean las raíces interiores de la naturaleza de un hombre, más po-
drá apropiarse o integrarse los elementos del pasado; y si nos ima-
gináramos la naturaleza más poderosa y más formidable, sería
reconocible por el hecho de que no habría para ella ningún límite
del sentido histórico susceptible de perjudicarla o de sofocarla;
todo el pasado como todo lo que le sería propio, todo lo que aún le
sería extraño, esta naturaleza... lo convertiría, por así decir, en su
propia sangre. Veinte años más tarde el problema del “sentido
histórico” y de la vida “fuera de la historia” se ha confundido
tan bien con su propia existencia que pudo escribir en La Gaya
Ciencia (aforismo 337): Quien es capaz de sentir la historia de
los hombres en su conjunto como su propia historia, siente en una
suerte de inmensa generalización la amargura del enfermo que
piensa en la salud, del anciano que piensa en los sueños de la ju-
ventud, del mártir que ve desmoronarse su ideal, del héroe en la
noche de la batalla indecisa que le ha valido heridas y la pérdida
del amigo. Pero el conjunto de amarguras de todo tipo, la puede
soportar e incluso ser el héroe que, al alba del segundo día de bata-
lla, saluda a la aurora y a su suerte como un hombre que tiene de-
lante y detrás de sí un horizonte milenario, en tanto que heredero
de toda nobleza y de todo espíritu del pasado, pero heredero car-
gado de obligaciones, en tanto que el más noble de todos los nobles
ancianos a la vez que el primogénito de una nueva aristocracia,
Un tan funesto deseo 29

como jamás ninguna época vio ni soñó algo semejante; asumir


todo esto en su alma, asumir lo que hay de más antiguo, de más
nuevo; las pérdidas, las esperanzas, las conquistas, las victorias
de la humanidad; tener finalmente todo ello en UNA ÚNICA
ALMA, condensarlo en un ÚNICO SENTIMIENTO: he
aquí lo que debiera, no obstante, constituir una FELICIDAD
que el hombre no había podido conocer hasta entonces. ¡Felicidad
de un dios, llena de poder y de amor, llena de lágrimas y de risas,
felicidad que, como el sol en la noche, dispensa continuamente su
inagotable riqueza y la vierte en el mar, felicidad que, tal como
el sol se siente el más rico sólo cuando el más pobre pescador rema
con remos de oro! ¡Eso será entonces cuando ese divino sentimien-
to se llame: humanidad!
Ahora bien, esta condensación de la humanidad pasada en
una única alma no se puede realizar más que en el olvido de
un presente “históricamente” determinado, en el olvido gra-
cias al cual se liberan los recursos del alma, que conforman su
fuerza plástica de asimilación. De esta forma, en el proyecto
de remontarse hacia el mundo original de la Gracia primitiva,
Nietzsche apelaba a las imágenes “no históricas”, subyacentes a
sus elaboraciones racionales, es decir al mito; él, el sabio, cuya
ciencia había alcanzado un grado de insomnio, atribuía al olvido
la función positiva de un sub-venir3 [sous-venir], mucho más
fecundo por cuanto es necesariamente “inactual”, y mucho más ac-
tualizdo por cuanto actúa en la inconsciencia. Hablaremos aquí
de “cultura” vivida, aunque este término no sea más que una
traducción mediocre del hecho inquietante del espíritu que
se dice a sí mismo: yo soy muchos. De hecho, la abundancia
del saber “convertido en sangre” incrementa tanto la facultad
3
Klossowski juega aquí con la similitud entre la voz francesa souvenir: “re-
cuerdo” y sous-venir, utilizado aquí para referirse a lo que adviene a la mente,
al recuerdo inconsciente, a aquello que, siguiendo el prefijo sous, viene “por
lo bajo”, es decir, a lo que regresa de forma tamizada una y otra vez como lo
mismo. (N. de T.)
30 Pierre Klossowski

espiritual de ser otro que no le exige una verdad normativa ex-


clusiva: ¡No yo! ¡No yo! sino ¡UN DIOS en mí! El arte y la fuer-
za admirables de crear dioses ha coincidido, en otro tiempo, con
una pluralidad de normas: ¡tal dios particular no era la negación
blasfematoria de otro dios! (Gaya Ciencia, aforismo 141); tal vez
la Serpiente con su sicut dii insinuaba esta utilidad, la mayor
del politeísmo. Y, así, en la medida en que el saber desarrolla la
facultad de metamorfosis, una vida vivida de una vez por todas
parece de repente más pobre respecto de un único instante rico
de múltiples formas de existencia. Por esto, un único instante
así cargado, así “sub-venido” [sous-venu], en la suspensión de
la conciencia del presente, alcanza para invertir el curso de una
vida. De allí el carácter iluminador de la Gaya Ciencia, muchos
de cuyos aforismos testimonian momentos de una extática se-
renidad: sea que desde entonces tuviera la sensación (formu-
lada siete años más tarde en el umbral de la locura) de que en
el fondo cada nombre de la Historia soy yo, de perder pues su
propia identidad en la certeza misma de reencontrarse, múlti-
ple, en la permanencia idéntica del universo; sea que semejan-
tes instantes lo reservaran en virtud misma de su familiaridad,
intensa hasta la extrañeza, como la prueba expresa de la natura-
leza cíclica de la existencia; entonces le sub-vino [sous-vint] lo
que es-por-venir, es decir, el ser mismo sub-venido [sous-venu]
en el olvido y en el momento querido. Instantes como estos son
expresados en el aforismo siguiente: Qué dirías si un día, si una
noche, un demonio se deslizara hasta tu soledad más recóndita y
te dijera: “Esta vida tal como la vives ahora y como la has vivido,
deberás vivirla una vez e innumerables veces; y no habrá nada
novedoso en ella, salvo que cada dolor y cada placer, cada pensa-
miento y cada gemido, y todo lo que hay en tu vida de indescrip-
tiblemente pequeño y grande deberán volver para ti, y todo en el
mismo orden y la misma sucesión –como también esa araña que
está allí, ese claro de luna entre los árboles, y este instante aquí y
Un tan funesto deseo 31

yo mismo. El eterno reloj de arena de la existencia continuamente


es invertido de nuevo, y tu con él, ¡oh, grano de polvo del polvo!”
¿No te tirarías bajo el sol rechinando los dientes, maldiciendo al
demonio que te hablara de este modo? O bien te habría sucedido
vivir un instante formidable en el que habrías podido responder-
le: “¡Tu eres un dios y nunca he escuchado cosas más divinas!” Si
este pensamiento ejerciera sobre ti su imperio, te transformaría,
haciendo de ti, tal como eres, otro, tal vez pulvorizándote: la pre-
gunta formulada respecto de todo y de cada cosa: “¿Querrías esto
no sólo una vez sino innumerables veces?” ¡Pesaría entonces como
el peso más fatigoso de tu actuar! O incluso: ¡Cuánta benevolen-
cia hacia ti mismo y hacia la vida tendrías que testimoniar para
no desear nada más que esta última, eterna confirmación, esta
última y eterna sanción! (Gaya Ciencia, aforismo 341.)
Pasaje que, en su forma parabólica, apenas puede ser eluci-
dado racionalmente, porque su objeto no lo es: la vida eterna
que recubre el olvido. El yo aprende aquí algo de lo que no pue-
de acordarse [souvenir]: esta vida misma que ya ha vivido innu-
merables veces. Si la ha olvidado, es porque la vivió en todos
sus detalles, exactamente similar a este hic et nunc. Ahora bien,
puesto que la vivió de manera completamente idéntica, cuando
la reviva nuevamente, no habrá nada de novedoso en ella. Y,
por ello, el yo no podrá acordarse [souvenir] no sólo de haberla
vivido ya, sino aún de haberla querido cuando la eternidad mis-
ma de esta vida querida vaya a sub-venirle [lui sous-venir]. Y, sin
embargo, la eternidad misma de la voluntad indica aquí, en la
temporalidad del instante, como un acontecimiento nuevo, a
saber, la interrogación: ¿Querrías una vez más esto y aquello?
Y entonces la respuesta afirmativa proporciona “la eterna con-
firmación”. Pero allí incluso la palabra del demonio suprime el
menor intervalo al “una vez por todas”: de modo que esta inte-
rrogación también habría sido formulada innumerables veces.
Y puesto que la eternidad de la voluntad sólo se encuentra de
32 Pierre Klossowski

este lado del Leteo4, y que uno no puede quererse nuevamente


4
Porque sólo se ha tomado la decisión eterna y se ha efectuado la elección
del destino más acá del Leteo, no podríamos recordarlo de inmediato, diría
aquí Platón. Y pareciera que la parábola del peso más fatigoso aquí refleja, in-
virtiéndola como en un espejo, la escena capital de la elección del destino de las
almas de los difuntos en el umbral de su reencarnación, tal como es represen-
tada en el mito de Er en el libro número XII de la República de Platón: al cabo
de un ciclo de mil años, pasado según sus méritos en las beatitudes celestes o
en las expiaciones infernales, las almas de los difuntos son intimadas a elegir
un nuevo destino y para esto se reúnen ante las tres Parcas: Láquesis, Cloto y
Atropo, hijas de la Necesidad e hilanderas de los destinos de los que cada una
canta: Láquesis, el pasado; Cloto, el presente; Atropos, el futuro. Así que para
los difuntos es primeramente una “obligación inmediata” ir hacia Láquesis,
es decir, hacia la Parca que representa el pasado; porque es en el pasado –so-
bre las rodillas de Láquesis– que se tomarán los lotes correspondientes a los
tipos de existencia que se elegirá: “Edicto de la virgen de Láquesis, hija de
la Necesidad: ¡Almas efímeras, he aquí que comienza para una raza mortal
otro ciclo que carga la muerte! Ustedes no serán recibidas por un Demonio
[daimon], sino que son ustedes quienes deben elegir un Demonio [daimon]:
quien haya sido designado por el destino para ser el primero, que elija la exis-
tencia en compañía de la cual ¡es necesario que esté unida!... La responsabilidad
de la elección es de quien la ha hecho: la Divinidad es irresponsable de ella.” “…
En verdad, era un espectáculo que con seguridad valía la pena de ser visto
–decía Er. En verdad, ver el espectáculo inspiraba una piedad irrisoriamente
absurda: porque generalmente era respecto de las condiciones concretas de su
vida anterior que las almas elegían.” (Es decir, exactamente el: ¡¿Querrías otra
vez esto y aquello? Nietzscheano!)… “Cuando todas las almas hayan elegido
su existencia, respetando el orden que el destino les había asignado, se adelan-
tan en fila ante Láquesis; y ella otorga a cada una el Demonio [daimon] que
había elegido como acompañante, el guardián de su existencia, propuesto
para el cumplimiento integral de todo lo que es comprendido en su elección.
Ese Demonio [daimon] comenzaba a conducirla hacia Cloto, de manera de
colocarla bajo la mano con la que Cloto hacia girar el huso, y así sancionaba el
destino que cada uno había elegido con el rango que la suerte les había fijado.
Una vez que volvía a poseer a esta alma, el Demonio [daimon] la conducía
hacia el hilado de Atropo, para impedir que se cambie de sentido el hilo que
Cloto ha hilado. Desde aquí cada una se dirigía, justamente sin volver atrás,
al trono de la Necesidad, pasando por debajo totalmente al otro lado de este
trono. Una vez que todos efectuaron ese pasaje, todos sin excepción se con-
templan, todavía en camino, hacia la planicie del Leteo (“el Olvido”), con
Un tan funesto deseo 33

y al mismo tiempo ya estar viviendo, la parábola del peso más


fatigoso se presenta al entendimiento como una aporía: a menos
que no se vea aquí –en la coincidencia de la extrema desespe-
ración y de la suprema esperanza, de la maldición y de la ben-
dición últimas– al vértigo de la existencia ganar el espíritu, a la
vez que el espíritu vuelve sobre sí aún en el punto extremo del
vértigo, tal como la diosa de “la Victoria que se sostiene sobre
un único punto sin vértigo ni temor”, cuya imagen proyectaba;
él crea, en tanto principio de todo acontecimiento y, pues, de
ese vértigo mismo que él alcanza y que, en cierta forma, con-
quista. En verdad, mientras anuncia una sentencia exclusiva de
toda la creación: no habrá nada de novedoso en esta vida revi-
vida, da forma, para conformarse con ello, a la imagen de ese
demonio que le revela su ley, la imagen de ese reloj de arena en
el que se quiere dado vuelta... porque el espíritu, por identifi-
carse en su eternidad con la ley del círculo temporal donde el
pasado y el futuro necesariamente coinciden, regresa sobre sí
un terrible y sofocante calor; y efectivamente ese lugar no tenía árboles ni
nada que produjera la tierra. Luego, acampaban junto al río Ameles (“des-
preocupación”) cuya agua no puede ser retenida por ningún recipiente. Para
todos era necesario haber bebido de esta agua una cantidad moderada, pero
aquellos que no están protegidos por la prudencia, beben más de lo debido, y
cada vez que se bebe de esta agua, uno olvida todo.”
“Cuando se fueron a acostar y llegó la medianoche, se produjo un trueno,
la tierra tembló, y de repente, cada uno por su lado, desde el lugar en donde
estaban, fueron elevados a lo alto, hacia el nacimiento, de manera tan im-
petuosa en su vuelo como estrellas fugaces.” (Platón, La Republica, X, de la
traducción francesa de Léon Robin)
Este mito tan familiar a Nietzsche aclararía en este sentido su noción del
olvido, particularmente la parábola del peso más fatigoso que, en esta necesi-
dad de querer libremente el eterno retorno, tendríamos que encontrarla hic
et nunc como atravesando el Leteo, el momento de elección de nuestro des-
tino, realizado por fuera del tiempo presente (“fuera de la historia”), guiados
por nuestro “Demonio”. Por haber bebido “moderadamente” del agua del
río “Ameles”, conservamos la facultad de la “reminiscencia” que funda el re-
conocimiento y la preocupación de querer el cumplimiento de este “nuevo”
destino, que para Nietzsche es el mismo.
34 Pierre Klossowski

mismo en el instante, pero ahora como la imperativa interro-


gación que su propia eternidad le dirige: en virtud de la cual el
yo, en tanto ser deseante y responsable, se ve instado a cumplir
su destino como si no estuviera ya realizado por el sólo hecho
de existir: si no elijo libremente la reiteración (aparentemente
incomprensible y absurda) de mis actos ya muchas veces rea-
lizados, dejaré de ser yo mismo, en tanto dueño de mi propio
secreto, en tanto encarnación de esta ley soberana, sin dejar por
ello de actuar necesariamente como su propia confirmación:
sólo puedo ser yo mismo al desear libremente mi vida revivida
necesariamente. Pero la ley del eterno retorno revoca el dilema
en el instante mismo en que lo plantea de nuevo: irresponsable
de su ser-ahí reiterado, perdido e inmediatamente reencontra-
do, el yo en cada caso es responsable de volver a quererse tal
como necesariamente desde siempre fue y como siempre nece-
sariamente será: su libre decisión nunca habrá agotado la nece-
sidad de su ser, cuyo movimiento circular arrastrará siempre el
imperativo: ¡Quiérete a ti mismo!, para abolirlo en el momento
querido. Y, sin embargo, la pregunta que se plantea respecto
a todas las cosas: ¿Querrías esto y aquello innumerables veces?,
debe convertirme, tal como soy, en otro: porque en virtud de
esta ley abrumadora, más voy a resentir su gravedad, menos
importancia adjudicaré al pretexto de mis actos, y tomaré más
en serio mi propia desenvoltura... La manera en la que la eter-
nización de sí mismo, y en la que la aspiración a la eternidad,
se quiere explicitar aquí por medio de una concepción cíclica
del ser, equivale a racionalizar un instante extático inelucida-
ble por naturaleza que, en sí, suprime, por la identificación del
tiempo vivido con la eternidad misma cualquier otra expresión
comunicable fuera de la imagen del círculo: de manera que un
fragmento tardío redactado en la época de la Transmutación
de todos los valores (1885) incluso dice: “Querer, en verdad, el
universo tal como fue y tal como es, volver a quererlo por siempre,
Un tan funesto deseo 35

por la eternidad, gritando insaciablemente DA CAPO no sólo a


sí mismo, sino a toda la pieza, a todo el espectáculo, no solamente
a ese espectáculo, sino fundamentalmente a aquel para quien ese
espectáculo es precisamente necesario, y que lo vuelve necesario:
porque es y no deja de volverse necesario. ¿Qué quiere decir esto?
¿No sería justamente el CIRCULUS VITIOSUS DEUS5?”
Cuando el espectáculo de la resaca al borde del mar (aforis-
mo 310) le revelaba, en el movimiento ávido de las olas, reple-
tas de la codicia de los tesoros sepultados, la naturaleza misma
de la voluntad como su propio secreto: ¡De este modo viven las
olas, de este modo vivimos nosotros, nosotros los seres deseantes!,
ese mismo secreto no estaba en él “¡como si se tratara alcanzar
algo!” mientras que lo único que hay es ese movimiento ávido,
no hay nada más que esa codicia de los tesoros sepultados: en
verdad, nada más que esa voluntad de recoger-se en el ir y venir
de las olas: el alma, que regresaba a su soberanía, no necesitaba
del enunciado de una ley del retorno idéntico de todas las co-
sas: se la ve vivir fuera de la historia en la sociedad fabulosa de
las olas: ¡Dancen a su gusto, bellas tumultuosas! Aúllen de placer
y de maldad. Sumérjanse de nuevo, vuelquen sus esmeraldas en el
fondo del abismo y arrojen encima sus blancos encajes infinitos de
crema y espuma; yo aplaudo todo, porque todo las favorece igual-
mente, a ustedes, a las que todo les debo: ¿Cómo llegar a traicio-
narlas alguna vez? Porque –sépanlo bien– ¡las conozco, conozco
su secreto y conozco su raza! ¿No somos, ustedes y yo, de una única
y misma raza? ¿Ustedes y yo, no tenemos un único y mismo se-
creto? Y este secreto –la lección misma de la Gaya Ciencia– es
que esa exaltación del movimiento por el movimiento mismo
arruina la noción de cualquier meta en la existencia y glorifica
la inútil presencia del ser en la ausencia de toda finalidad: a falta
de pretextos gracias a los cuales la vida “valga la pena ser vivi-
da”, la especie humana se deteriora; sin embargo, el “instinto
5
Cf. Más allá del Bien y del Mal [Jenseits von Gut und Böse], III.
36 Pierre Klossowski

de conservación” siempre crea otros como esos, propicios para


preservarla del vértigo del ser, de la angustia de una existencia
sin meta. Pero si la función de los pretextos siempre es ocul-
tar la inutilidad de la existencia (como si se tratara de alcanzar
algo), sólo los símbolos de una religión, tal como los simulacros
del arte, dan cuenta de la adhesión del hombre a la inutilidad
del ser.
El más importante de los acontecimientos recientes, dice al
comienzo del quinto libro de la Gaya Ciencia –a saber, que
“Dios ha muerto”, que la creencia en el Dios cristiano ha caído
en el descrédito– comienza desde ahora a extender su sombra so-
bre Europa. Al menos para algunos pocos, dotados de una sus-
picacia bastante penetrante, de una mirada bastante sutil para
este espectáculo, parececiera, en verdad, que algún sol está en su
ocaso, que alguna antigua y profunda seguridad se ha transfor-
mado en duda: a ellos, nuestro antiguo mundo debe parecerles
día a día más crepuscular, más extraño, más sospechoso,“más
antiguo”. Pero, esencialmente, podemos decir: el acontecimiento
es, en sí mismo, demasiado considerable, está demasiado lejano,
demasiado más allá de la facultad conceptual de la mayoría como
para que pueda pretenderse que ya se haya alcanzado la noticia;
y menos aún para que algunos se den cuenta de lo que realmen-
te ha sucedido, y de todo lo que a partir de ahora debe desmoro-
narse una vez desplomada esta creencia por haberse fundado en
ella y, por así decir, enredada en ella: por ejemplo, nuestra moral
europea en su totalidad. Y más lejos aún (aforismo 357): tan
pronto como apartamos lejos nuestro la interpretación cristiana,
tan pronto como condenamos su “significación” como una mone-
da falsa, la pregunta SCHOPENHAUERIANA nos asalta del
modo más terrible: ¿ LA EXISTENCIA TIENE UN ÚNICO
UN SENTIDO? –pregunta que necesitará de algunos siglos
para comprenderse en toda su profundidad. Sin embargo, en la
muerte de Dios, en el acontecimiento de los acontecimientos,
Un tan funesto deseo 37

experimentado en la parábola del Insensato (aforismo 125)


como el crimen de los crímenes, va a situarse el instante decisivo
de la voluntad en la necesidad circular del ser; ahí, por el con-
trario, el acontecimiento emerge en una suerte de olvido como
una acción pasada: para los hombres esta acción les es aún más
lejana que los astros más lejanos –Y, SIN EMBARGO, ¡SON
ELLOS QUIENES LA HAN REALIZADO! Y, en efecto,
para Nietzsche, el nihilismo que sigue a la situación histórica de
la “agonía del cristianismo no puede ser superado a menos que
la voluntad lo asuma como un acto sacrílego: Dios ha muerto...
¡y somos nosotros quienes lo hemos matado! Lo que el mundo ha-
bía poseído hasta entonces como lo más sagrado y lo más poderoso
ha perdido su sangre en nuestros cuchillos. ¿Quién limpiará esa
sangre de nuestras manos? ¿Qué agua bendita podrá alguna vez
purificarnos? ¿Qué solemnidades expiatorias, qué juegos sagrados
tendremos que inventar?... La noción de super-humanidad no
significa nada si se la aísla del contexto sobre el que el nihilis-
mo debe asumirse como sacrílego: el superhombre se anuncia
como una nueva madurez del espíritu que vuelve al continuo
posible en el que parecen coincidir, de manera indiscernible, la
caída en el más acá de lo humano y el impulso al más allá –equí-
voco mismo que debe ser resuelto y superado por el hecho mis-
mo de la voluntad. La libertad en la que se halla el asesino de
Dios (el nihilismo moral) puesto que deriva de la supresión del
Decálogo (del tú debes) se transforma de inmediato en una ciega
necesidad de la que el yo sólo sobrevive si se impone a sí mismo
un nuevo: tú debes, el tú debes querer. Querer, ¿qué? ¿Querer la
nada? Una simple situación que sucede en Occidente; un que-
rer inconsciente porque la humanidad no podría querer la nada
por la nada misma, mientras que en su impotencia de querer se
entrega a la nada. (Y Nietzsche, que denuncia en otro lugar la
mística de la nada, habla aquí –aforismo 347– de los miserables
reductos donde van a perderse con violencia los más inteligentes
38 Pierre Klossowski

de nuestros contemporáneos, en las profesiones de fe de las capillas


estéticas, como el naturalismo parisién... o en el nihilismo según
el modelo de San Petersburgo, es decir, en la creencia en la virtud
del descreimiento hasta el martirio por este último. Por otro lado,
ve las consecuencias del nihilismo en el sentimiento de vacui-
dad general y en su contraparte: la necesidad de lo excitante,
característico del mundo moderno.) La reacción que Nietzsche
apunta a determinar contra el nihilismo, luego de haberla lleva-
do a la expresión consciente de una situación histórica, tiene su
motivación no sólo en la noción de la muerte, sino del asesinato
de Dios, en tanto acto sacrificial de una voluntad sacrílega, a
partir del momento en que la voluntad reencuentra la integri-
dad del ser como una reintegración de su soberanía; al asentir
al mismo movimiento que arrastra al yo a lo más bajo (y aquí
se confunden la muerte de Dios y el deicidio) y que lo lleva a
la cima más alta, la voluntad se afirma en un acto último en el
instante en que el tu debes querer pasando por un quererse a sí
mismo llega al: yo soy tal como fui y como seré siempre. Ahora
bien, esta reintegración de la soberanía del ser en el enunciado:
yo soy, no se concibe aquí en el sentido de un yo fortuito que lo
pronunciaría excluyendo a cualquier otro, como aquel del post-
hegeliano Max Stirner que proclama la asunción pura y simple
de la nada por el yo mismo: he basado mi causa en nada. Y, en
efecto, si Nietzsche quería dar al nihilismo real, al ateísmo vul-
gar, el acento patético del deicidio proclamado por el Insensato,
no es exactamente la nada por la nada lo que busca promover,
ni la negación por la negación misma, sino la conformidad al
ser cuyo Dios moral del cristianismo no era, según él, más que
alienación utilitaria; alienación de la riqueza de la existencia
por la moral (para Nietzsche sinónimo de avaricia). Y como
la destrucción de la moral cristiana no tiene por objetivo la li-
cencia en el sentido limitado del ateísmo vulgar, el rechazo del
cristianismo no apunta a suprimir una religión del sufrimiento
Un tan funesto deseo 39

en tanto pasión de la existencia sino en tanto comercio en el


que la pasión, reducida al dolor, reivindica por este mismo do-
lor la salvación. Somos, en una palabra –¡y esta será aquí nues-
tra palabra de honor!– BUENOS EUROPEOS, los herederos
de Europa, herederos ricos y atestados, pero herederos también
infinitamente deudores de muchos milenios de espíritu europeo:
como tales somos también a la vez descendientes del cristianismo
y anticristianos, precisamente por ser descendientes de ÉL y por-
que nuestros ancestros eran cristianos, de una probidad cristiana
tan radical que sacrificaron su fe, su bien, su sangre, su estado, su
patria. Nosotros, nosotros hacemos lo mismo. ¿A favor de quién,
pues?¿De nuestro descreimiento? ¿De todo tipo de descreimiento?
No, ustedes lo saben mucho mejor, mis amigos: El SÍ oculto en
ustedes es mucho más fuerte que toda clase de NO y de QUIZÁ,
que sufren solidariamente con su época; y aunque deban ganar el
mar, ustedes emigrantes, lo que los motivaría, a ustedes también,
¡sería también una CREENCIA!
Si, para Nietzsche, la noción de Dios “concentra todos los
odios que jamás se hayan dirigido contra la vida”, lo sobrehu-
mano en las parábolas de Zarathustra, sólo reintegra la sobera-
nía del ser con lo divino en sentido mítico, renovando de este
modo el mito de una antigua divinidad como una divinidad
por venir: Dionisos, figura suprema del continuo posible que,
por el pesimismo dionisíaco, liberará al hombre de su nihilismo
actual (aforismo 370).
¿En qué medida se puede enseñar esta doctrina? ¿Es acaso
comunicable? ¿A quién podría serlo? ¿A quién se dirige hoy?
¿A quién? ¿O, de ahora en adelante, estas cuestiones están su-
peradas? Esta doctrina no es separable de su vida, que trata de
renovar, en nuestro mundo moderno, el sentido antiguo del
fatum: yo soy una fatalidad. Resta por saber si el amor fati, es
decir un fatum querido, no es justamente la paradoja de la con-
ciencia moderna que ha “reintegrado” al “interiorizarlo” el
40 Pierre Klossowski

Edicto de Láquesis6. Y este fatum querido es incomunicable, in-


alienable hasta en su “alienación” en el sentido patológico del
término. A partir de Nietzsche, para quien era la única versión
“moderna” posible de la bajada empedocleana al Etna, la “alie-
nación mental” ha hecho su entrada en la vida de los hombres
de letras y, por lo tanto, sufre la indiscreción querida por la vul-
garización publicitaria. Hoy un poeta sabe de antemano, que si
llega a volverse loco, su éxito estará asegurado. Lo sabe de ante-
mano: ¡todavía unos millares de años en el camino del último si-
glo! –y en todo lo que el hombre haga, la inteligencia suprema se
manifestará: pero, precisamente, de este modo la inteligencia ha-
brá perdido toda su dignidad. Sin dudas será necesario ser inteli-
gente, pero será una cosa tan corriente que un gusto más noble
experimentará esta necesidad como una VULGARIDAD. Y de
la misma forma que una tiranía de la verdad y de la ciencia sería
capaz de hacer apreciar altamente la mentira, una tiranía de la
inteligencia sería capaz de producir una nueva especie de sentido
noble. Ser noble, tal vez signifique entonces: tener locuras en la
cabeza. La Gaya Ciencia, aunque se sitúe en el giro decisivo de
la vida de Nietzsche, contiene justamente algunas considera-
ciones respecto a la comunicabilidad de sus experiencias.
Nietzsche sentía la nostalgia de los discípulos y, más aún quizá,
de una comunidad activa pero cerrada. ¿Soñó alguna vez con
una acción de envergadura, de conmociones sociales o de insti-
tuciones políticas (salvo en Turín cuando, arrastrado por los
primeros vértigos de la locura, es decir, en el colmo de la luci-
dez, convertido a la vez en Dionisos y el Crucificado, quiere con-
vocar a los soberanos de Europa a Roma para hacer fusilar al
joven Kaiser y a los antisemitas?) Y, en la medida en que pon-
deraba las posibilidades de una comprensión, de una afinidad
con los otros, presintió igualmente la ley infalible de la desvalo-
rización de una experiencia rara y auténtica, desde el momento
6
Ver nota 2 p.
Un tan funesto deseo 41

en que pasa a las costumbres de la mayoría, hasta convertirse en


el slogan de la locura, de una masa que se la apropia sin pasar
por los tormentos, por los dolores y las felicidades precisamen-
te inalienables de uno solo. Las palabras de Gide “porque tuvo
que volverse loco, nosotros ya no tenemos que volvérnoslo”,
sólo son ciertas si se saca una lección práctica de su enseñanza y
particularmente del “inmoralismo”. Sin embargo, bajo este as-
pecto, la desvalorización ha hecho obra a través de la vía de la
estandarización industrial. Si hay una lección que la lectura de
Nietzsche procura a todo lector atento, es el horror de la futili-
dad: ahora bien, actualmente inmoralismo y futilidad son sinó-
nimos. Las solteronas, las ocas blancas que no han recibido de la
naturaleza más que la inocencia, con las cuales Nietzsche iden-
tificaba a los bienpensantes de su época, han desaparecido de la
circulación. ¡Casi quisiéramos volver a encontrarlas! La mujer
tentada es un ave rara. Este signo de los tiempos cambiaría la
óptica de Nietzsche. Anoto esto al pasar para recordar la con-
fusión, hacia 1900, entre el “nietzscheísmo” y la emancipación
de las mujeres, el movimiento de las sufragistas, el feminismo
en el que veía un síntoma de decadencia. En la perspectiva del
nihilismo ascendente (en particular, la socialización, la proleta-
rización masiva acarreadas por el mundo industrializado, con
su producción a ultranza, su culto de la productividad por la
productividad misma, es decir, todas las condiciones propicias
para una desmoralización generalizada), Nietzsche preveía dos
movimientos que sitúa en su contexto personal, el clima de la
“muerte de Dios”. Dos movimientos entonces son posibles; uno es
absoluto: nivelación de la humanidad, grandes termiteros, etc.; el
otro movimiento, el mío: el cual, a la inversa, acentuará todos los
antagonismo, todas las fosas; supresión de la igualdad, lo que
constituirá la tarea creadora de hombres supra-potentes. El pri-
mer movimiento engendra la forma del ÚLTIMO HOMBRE;
mi propio movimiento, el del súper-hombre. Su objetivo no es en
42 Pierre Klossowski

absoluto concebir ni instituir esta categoría como los maestros pre-


cedentes, sino más bien hacer coexistir las dos categorías:
SEPARADAS tanto como sea posible; sin que una se preocupe
por la otra al igual que los dioses de Epicuro (cf. Voluntad de
Poder). Insisto en la última frase para indicar que cualquier idea
de una organización “ideológica” que ejerce el poder era lo
opuesto de sus aspiraciones, que son aquí del mismo orden que
la utopía. No es menos interesante mostrar aquí lo que pensaba
de las posibilidades de una comunidad cerrada. Siempre que las
reformas de todo un pueblo fracasan y sólo logran afirmarse las
sectas, se puede concluir que el pueblo se encuentra, de ahora en
adelante, en un estado de diferenciación múltiple y comienza a
liberarse tanto de los groseros instintos gregarios como de la mora-
lidad de las costumbres: estado de fluctuación muy significativo al
que se tiene la costumbre de denigrar como decadencia y corrup-
ción de las costumbres, a la vez que anuncia la maduración del
huevo y el próximo estallido de la cáscara... Cuanto más pueden
obrar de manera general y absoluta un individuo o un pensa-
miento individual, tanto más homogénea y nivelada debe ser la
masa sobre la que se ejerza esa acción; mientras que las aspiracio-
nes opuestas revelan necesidades opuestas que buscan también
satisfacerse y afirmarse. Por el contrario, siempre podemos con-
cluir en una superioridad real de la cultura, desde el momento en
que las naturalezas potentes y ávidas de dominar no tienden más
que a ejercer una acción sectaria y limitada: lo que es verdad tam-
bién para los diferentes dominios del arte y del conocimiento.
Donde hay alguien que domina, sólo hay masas: donde hay ma-
sas, reina una necesidad de entregarse a la esclavitud. Donde hay
esclavitud, no se encuentra más que un pequeño número de indi-
vidualidades que tienen contra ellas los instintos gregarios y la
conciencia (Gaya Ciencia, aforismo 149). La Gaya Ciencia, fru-
to de la mayor soledad imaginable, habla esencialmente a los
espíritus que podrán reencontrar esa soledad, es decir, a esas na-
Un tan funesto deseo 43

turalezas cuyo fondo de nobleza dispone para rechazar tanto la


distracción a cualquier precio como el trabajo a cualquier precio,
y a soportar, pues, el aburrimiento: ahí tocamos los recursos de
la soledad que, a pesar de su extremo aislamiento, le daban la
sensación de estar siempre “entre nosotros”. Todo lo que es de mi
especie, en la naturaleza y en la historia, me habla, me alaba, me
empuja hacia adelante, me consuela: oigo apenas el resto o lo olvi-
do inmediatamente. Estamos siempre entre nosotros (aforismo
166). En cuanto a los estados de elevación, le parece, según dice,
que la mayor parte de la gente apenas cree en la realidad de es-
tos estados de ánimo, salvo aquellos que conocen, por expe-
riencia, un estado de elevación de larga duración. Y agrega que
el hecho de que sea el individuo quien encarna un estado de
elevación único no ha sido hasta ahora sino una excitante posi-
bilidad, pero que podría ocurrir que un día la historia engendre
semejantes hombres, una vez creada una multitud de condicio-
nes previas que ni siquiera la tirada de dados de la más feliz de las
casualidades podría aún provocar. Tal vez, esas almas futuras co-
nozcan como un estado corriente lo que hasta ahora no se produ-
cía más que por momentos en nuestras almas como una excepción
sentida con estremecimiento: un movimiento incesante entre lo
alto y lo profundo y el sentimiento de la altura y de la profundi-
dad, y a la vez como una constante subida gradual y como un re-
poso-en-las-nubes. No sorprende que sea de la historia, es decir,
de la evolución humana, de la que espera la creación de estas
“condiciones previas”, gracias a las cuales el excepcional estado
del alma devendría en un estado corriente. Sin dudas, aquí no
está dicho que estas almas futuras así dotadas serán todas las
almas; pero aún cuando haya imaginado aquí un pequeño nú-
mero de elegidos, incluso una casta casi “sacerdotal” –él, que
apreciaba tanto las leyes de Manú– que sepa crearse esas condi-
ciones previas en el género ascético propio de las comunidades
religiosas, parece, sin embargo, haber previsto incluso allí que
44 Pierre Klossowski

sus propios instantes privilegiados –el sentimiento de un movi-


miento incesante entre lo alto y lo profundo– debidos a sus pro-
pias condiciones de vida, su soledad, no escaparían a esa ley
inexorable de la des-valorización, es decir: de la expropiación
de un caso personal, que acompaña necesariamente la creación
de condiciones previas: a partir de la cual esas condiciones son
accesibles a muchos, y rápidamente a cada uno; a menos que la
especie humana en su totalidad no alcance un “nivel espiritual”
superior... En ambos casos, para la mayor gloria del ser, se con-
firma el eterno retorno que implica la abolición de toda vida
personal restituida al ser.
II

Gide, Du Bos y el demonio


Cualquiera que se atreva a estudiar a Gide en relación con
lo demoníaco debería comenzar por preguntarse qué signifi-
can, para sí mismo, los términos demonio y demoníaco. Para
el exorcista improvisado delimitar al demonio bajo el pretexto
de aclarar un caso tan complejo como el de Gide es matar dos
pájaros de un tiro: y, sin embargo, si por causalidad Gide es-
capase a la operación, es porque el Diablo lo habría vencido.
Pereat Gide, fiat Diabolus. Un hombre puede honestamente
creer en Dios sin creer en el Diablo; creer en el Diablo sin creer
en Dios, y no creer ni en uno ni en otro admitiendo lo de-
moníaco. El dogma católico afirma que sólo Dios existe y que
el Diablo, en tanto Diablo, no es nada y que sólo existe como
puro espíritu por haber recibido el ser al igual que cualquier
otra criatura; espíritu creado, revela su tendencia demoníaca
por su aspiración contradictoria a ser para dejar de ser, a ser
para no ser, a ser no siendo. Desde el punto de vista escolástico,
Satanás habría cometido un error ontológico; creyó que el ser
podía concebirse como mal, por lo tanto también como no-ser
y, habiéndose rebelado contra el principio de contradicción,
habría enviado a Hegel para destruirlo. Y veremos que Du Bos
también le reprochará a Gide eludir el principio de contradicción
y ganar esos cupones combinados que constituye el hecho de creer
en el demonio y no creer en él. Un reproche extraño. De hecho,
en virtud de esta definición ontológica que no es en absoluto la
del Evangelio (No podéis responder a dos amos), el demonio no
podría ser una de las dos postulaciones simultáneas de las que
habla Baudelaire porque no es el polo opuesto a Dios, a menos
que él también sea la existencia. El espíritu demoníaco debe
48 Pierre Klossowski

tomar prestado un ser distinto al suyo, puesto que reniega del


ser; y como no es más que pura negación, necesita de otra exist-
encia para ejercer su negación. Sólo puede hacerlo en criaturas
que, sin tener el ser por sí mismas, han recibido el ser y a las
que el espíritu intenta unirse para conocer su propia contrad-
icción, su propia existencia en lo inexistente. Con respecto a
esto, si nos remontamos a los Padres de la Iglesia, y por lo tanto
a la tradición aún no perturbada por las argucias aristotélicas,
encontramos, por ejemplo, en la demonología de Tertuliano,
una definición mucho más sobria y precisa e imágenes par-
ticularmente esclarecedoras para el tema que tratamos aquí.
Para Tertuliano, el demonio es esencialmente el simulador; sin
duda en los sueños y los espectáculos él da forma a la codicia,
pero también y sobre todo simula a los muertos para acreditar
la preexistencia del alma y su errar en la superficie de la tierra
y desacreditar de este modo el dogma de la resurrección de la
carne. Esta es, a grandes rasgos, la idea tradicional del demo-
nio; sin personalidad propia, es antes que nada inclinación,
influencia gracias a una existencia tomada de prestado. Vemos,
entonces, cómo la argumentación ontológica que parte de lo
que está ahí puede aplicarse tanto al plano inmanente como al
plano trascendente, para desembocar en un juicio de valor per-
judicial para la trascendencia. Si, porque dejamos de lado toda
metafísica, ya no podemos distinguir el ser de la realidad con-
creta y nos limitamos a lo que hay pura y simplemente de evi-
dente, todo lo que es espiritual –según la tradicional distinción
del ser y el existente– podría perfectamente juzgarse como dia-
bólico, según la razón que no recibe ninguna otra lección más
que la de la realidad concreta, en la medida en que lo espiritual
pretendería desviar al hombre de la experiencia concreta. En
contraposición, la razón que puede liberar el espíritu del hom-
bre de los hábitos espirituales sería en verdad la salvadora. El
temor a lo concreto entonces estaría inspirado por lo Maligno
Un tan funesto deseo 49

y la tentación sería escapar a la experiencia de tentar. La identi-


ficación de Dios con el ser y del demonio con el no-ser, tradu-
cida a grosso modo al plano de la realidad del sentido común,
da cuenta de la moral del “buen sentido”: la trascendencia en su
totalidad, todo lo que se da como trascendente o sobrenatural
se le atribuye a la potencia malvada. ¿Se trata acá de una inver-
sión tal como lo pretenderá Du Bos, quien ve en Gide una sus-
titución de Dios por Satanás? En absoluto; ya que en esta base
de la experiencia concreta, que también es la de Tertuliano,
la tentación del espíritu siempre es la misma: o negar lo que
está ahí o afirmar lo que no está ahí. Sucumbir a lo Maligno es
sucumbir a la impostura. Y esta es la postura de Gide; lo que
queda por descubrirse es Dios, lo que impide el descubrimiento
es el Diablo, aunque los términos Dios y Diablo no tengan aquí
más que un carácter natural. De este modo, su esfuerzo consiste
en demostrar que no es posible, no ya negar su contenido sino,
en lo que le concierne, no es posible pronunciarlos. Si a veces
insiste en expresarse con los términos de la tradición, es porque
el no-creyente tanto como el creyente saben perfectamente lo
que Dios o Diablo quieren decir; antes que los términos Bien
y Mal, estos nombres, porque son nombres, dan cuenta de una
orientación cuyo fin no pertenece tanto a la experiencia con-
creta como a la conciencia de lo que una experiencia realizada
deja subsistir en el espíritu. Tal vez porque Gide vio el colmo
del simulacro del demonio en el hecho de fingir la inexistencia
(Sabes bien que no existo) –lo que sería más bien un modo de
simular la escolástica–, Du Bos le reprocha eludir el principio
de contradicción y extraviarse en el plano ontológico, mientras
que el problema es moral; pero porque Gide nunca olvida que
el arte es un simulacro y el artista un simulador, en particular el
que usa el lenguaje eligiendo el nombre del Diablo, a Gide le ha
gustado traducir la ambigüedad del problema de la libertad por
los medios ambiguos del arte. La necesidad de hacer algo se vive
50 Pierre Klossowski

como una instigación a partir del momento en que el acto mis-


mo suprime al estado de deliberación previo; para vencer a mi
juicio, mi voluntad tal vez haya cedido a algo más poderoso que
mi yo para que yo consienta en querer; lo que sucede, entonces,
es la transformación de mi libertad en servidumbre. Se trate de
actuar bien o mal según el juicio de valor, si me detengo una
vez que ha empezado la experiencia, me chocaré con eso más
poderoso que yo, con la sensación de haber desaprovechado
una oportunidad. Si no me detengo, me someteré a un con-
junto de reglas antes insospechadas. ¿Soy responsable de mi
fracaso? ¿No se me previno de antemano? Pero, ¿quién me pre-
vino, quién me incitó a pasarlo por alto? Y si tengo éxito, ¿qué
demuestra eso? ¿La advertencia era falsa? Cómo no escuchar
la voz: Vuelve a empezar y verás si me equivoco. Pero, si tengo
razón, es inútil decirte que desde entonces me obedecerás, porque
ya estás volviendo a empezar. Esta es, descrita a grandes rasgos,
la parte del Diablo o la parte de Dios, en la conciencia gidiana.
Digámoslo sin más espera: es el problema del libre arbitrio o del
servo-arbitrio, llevado concientemente al nivel de un aprendizaje
de las cosas. Por no discernir este nivel, que en Gide determina
el término de demonio, se falsea la perspectiva de su búsqueda y
se confunde la expresión figurativa que Gide intencionalmente
toma prestada del Evangelio con el mundo sobrenatural que
el Evangelio anuncia. Pero el Evangelio supone una naturaleza
previa a lo sobrenatural, una lección de cosas previa a la lec-
ción espiritual. Si, desde el punto de vista ortodoxo, Gide se
equivoca por atenerse solamente a un aprendizaje de las cosas,
este último no por eso es menos evangélico.

Si la actitud de Gide no tiene nada de demoníaco en sí mis-


ma –ya que el demonio no tiene nada que hacer en los lugares
Un tan funesto deseo 51

áridos en los que Gide querría estar–, cuando por el contrario,


se convierte en el objeto de preocupación de otro espíritu, y
con mayor razón de un espíritu que queriendo atraerlo hacia él
pretendería volverlo contra sí mismo, interviene lo “demonía-
co”, se establece la mala fluidez tanto en el sentido de Gide
como en el sentido del otro y entran en juego mecanismos de
amor propio; él se oculta y el otro, que pretendía adaptarlo a su
propio paso, lejos de descubrirlo, lo oscurece. Es más, todo el
celo y el afán que el otro aporte no hará más que endurecerlo y
opacarlo; la aproximación de un espíritu que baja la corriente
en la que Gide puso todo su empeño para remontar, moviliza
en él un mecanismo de defensa que termina por desviar al otro
a la vez que se enfrentará con una suerte de duplicata de su per-
sona; lo que aún vivía en él confundido con sus sustancias se
desprende como un pedazo de un falso Gide que el otro con-
templará horrorizado; creía tener un Gide vivo y sólo le queda
entre las manos un maniquí cuyos rasgos inanimados tienen
una expresión sarcástica. Este maniquí es el Gide demoníaco
de los convertidores impotentes, mientras que el Gide autén-
tico, tal como continúa existiendo, permanece tan inalcanzable
como vivo. Es cierto que la aventura tiene algo de siniestro; al
menos tiene esta apariencia en las relaciones de Du Bos con
Gide; pero no es más que la apariencia; aunque tal vez fue sini-
estra para Du Bos. Si juzgamos por las observaciones descorte-
ces que Gide realiza in petto, para él esta aventura no habría
sido más que una comedia, o –si se tiene en cuenta el malestar
que, durante este período, apareció tanto para Gide como para
Du Bos, a lo largo de la elaboración del Diálogo– un penoso
enredo que lo hizo virar hacia la comedia. Esta comedia sólo
podía ser siniestra para Du Bos. Pero entonces habría sido nec-
esario que hubiera vivido la jugada con una infinita gravedad
tanto como a sus ojos parecía haberla vivido Gide. Pero justa-
mente esta gravedad es lo que falta en los Journaux de Du Bos;
52 Pierre Klossowski

no podemos evitar decir a cada frase: esa voluntad de seriedad


y profundidad revela la impotencia de experimentar la seriedad
y la profundidad. Aquí lo que está en tela de juicio es la misma
expresión de Du Bos; semejante sintaxis denota una manía con
respecto a los objetos de su reflexión y particularmente respec-
to a los problemas religiosos. La forma que adoptaba su reflex-
ión desde hacía años –forma más patológica imposible–, la ex-
traordinaria prolijidad que suscita tantos objetos para retener
y manipular indefinidamente, tantos objetos como palabras,
tantos entia rationis en abundancia, no podían sino encubrir
la verdadera crisis que ahora atravesaba en contacto con Gide;
es cierto que por momentos evoca esta crisis; pero no establece
la relación con su afán de convertir a Gide. Las palabras de la
Señora Van R… a Gide, agregadas por él en su propio Journal:
consigue su salvación a costa de usted, nos ofrecen un aspecto de
la inextricable situación en la que Du Bos se ha encerrado a sí
mismo. No se trataba de realizar su salvación sino más bien de
poner a prueba su propia fe “a costa” de Gide.
Al día siguiente de su conversión, Charles Du Bos conoce
la necesidad, experimentada por más de un neófito, de encon-
trar al demonio. “Todavía me falta completamente el estado
interior que me daría el tono que deseo para abordar el tema
del demonio… estoy en un momento crucial en el que quisiera
abandonar, de una vez por todas, ese tono argumentativo com-
pletamente intelectual que es el tono del “tener razón”, y sumar
una capa de emoción que me conduciría hasta una orilla final.
Sin ninguna duda, es imposible hablar verdaderamente del de-
monio en el plano de la argumentación pura.” (Journal, 1928,
p. 72.) Semejante necesidad pareciera avivar el gusto por Dios;
daría testimonio a favor de ciertos temperamentos de insatis-
facción en que los deja su comercio de realidades divinas. Que,
para Charles Du Bos, estas realidades hayan sido del ámbito de
la experiencia sensible, que la vida religiosa en lugar de liberarlo
Un tan funesto deseo 53

de su goce de esteta no haya sido más que el objeto supremo de


este goce, nos lo cuenta más de una página del Journal. Valor,
profundidad, cualidad son términos que, para Du Bos, desig-
nan factores de la atmósfera afectiva, y la persecución de esta
atmósfera, desde su juventud hasta la época de su Dialogue avec
André Gide, pasando por todo tipo de contrariedades materi-
ales y físicas, constituye la verdadera preocupación, el fondo
vital de su vida interior, mejor dicho, de su tiempo interior, del
tiempo vivido. Por más de un rasgo, con excepción del rasgo
del genio creador, Du Bos evoca a Proust y se llama a sí mismo
un Proust cristiano. Ahora bien, no hay nada que difiera tanto
como la unión de este nombre y de este calificativo. Cuando
observa en Gide, en Si le grain ne meurt, la ausencia de aflu-
encias, de remonte de la memoria, en contraposición a Proust,
define un aspecto de su propia comprensión de las cosas y de
los seres: el remonte de la memoria es constitutiva de la atmós-
fera en la que Du Bos no podría respirar. Así, sus propias expe-
riencias religiosas, tal como las relata en ese Journal de 1928,
son objetos de una delectación morosa bajo la apariencia de
problemas espirituales; en resumidas cuentas, si se lo compara
con las evocaciones de la época de sus compromisos y su mat-
rimonio (hacia 1907-1908), por donde empieza el Journal de
1928, particularmente con las sabrosas descripciones de los
salones de té, de las tiendas de paraguas y sombrillas, o de las
sesiones de manicura de Z…, las descripciones que ofrece a lo
largo de 1928, de sus misas, contemplaciones, sus elevaciones,
no podemos impedir la impresión de que, por ejemplo, la de-
scripción de las sombrillas, o la evocación de cualquier otro
objeto lejano, se sitúa en el mismo plano que las descripciones
de las misas, de las comuniones en las que, ni bien termina de
participar, revive en su Journal bajo el pretexto de profundi-
zarlas. Pero, es allí donde la nostalgia del Proust cristiano de-
nota su absurdo, donde el remonte de la memoria suplanta de
54 Pierre Klossowski

la mejor manera al acto religioso; ya que si siempre es legítimo


volver a capturar lo que transcurre necesariamente en la vida
cotidiana, es completamente contradictorio capturar lo que,
por definición, no pertenece a lo cotidiano. El único que tiene
necesidad de recrear un ambiente de santuario es quien ha viv-
ido en el santuario no tanto la ruptura entre el aquí terrenal y
el más allá sino los accesorios, los ritos, las actitudes que deben
producir esta ruptura. Finalmente, son los ritos, las actitudes
los que, desde el momento en que se convierten en objetos de
una evocación retrospectiva, pasan a un primer plano y toman
el lugar de la ruptura, aún cuando su evocación la había impedi-
do. Si, por el contrario, lo cotidiano puede servir para expresar
la vida eterna, tratar a las imágenes de la vida eterna como ob-
jetos en sí, retomándolas continuamente en un Journal donde
uno se ejercita finalmente en contemplarse a sí mismo bajo el
pretexto de contemplar al Señor, se vuelve algo mucho menos
inocente que el hecho de emocionarse pintorescamente con el
recuerdo de las sombrillas que uno ofrecía a su novia y de los
colores que uno elegía para que hicieran juego con sus vestidos.
Pero lo cierto es que si la conciencia se esmera en ahondar una
vida interior a partir de las emociones más o menos fuertes ex-
perimentadas a lo largo de una misa secreta, termina por con-
fundir las diversas Stimmungen con la audición de la palabra de
un Dios a quien nunca le gustó el incienso –tanto en sentido
propio como figurado. La atmósfera espiritual de Charles Du
Bos está tan extremadamente incensada que si el olor del azufre
no interviniese, ya no sería más religiosa y la fe no tendría otro
objeto más que aquello que Du Bos denomina el milagro es-
tético. Este olor a azufre, por suerte, va a ser providencialmente
expandido por alguien, tanto de manera providencial como
involuntariamente: a Gide le pertenecerá el rol del turiferario
diabólico.
Un tan funesto deseo 55

¿Qué es, después de todo, lo diabólico para Du Bos, y cómo


llega a hacerse una noción positiva de lo diabólico en contrap-
osición al negativismo gidiano? Las conversaciones con Peter
Wust, el teólogo y filósofo alemán de esa época, sirvieron para
algo; pero también sus estadios de sequía de los que se queja,
sus propios malestares como aquel que le acaecería por incom-
patibilidad entre una suerte de fuga en el trabajo y la responsa-
bilidad espiritual, o sobre todo la necesidad de conciliar el acto
de fe, que en sí no tiene nada de creador, con la creación es-
tética contrariada por la devota obediencia; todo esto lo llevará
a adoptar una noción del daïmôn en el sentido goetheano y a
distinguirla de lo que considera que es lo demoníaco en Gide: el
abandono a lo demoníaco puro que identificará como una tara
debida a la insuficiencia de ser. Si nunca dejó de creer en el pec-
ado original, incluso en el período de su incredulidad –dice–,
fue bajo el aspecto del sentimiento de deficiencia. Gracias a esta
última, la tentación intervendría no bajo la forma de oscuros
impulsos instintivos sino por la acción del espíritu maligno so-
bre el espíritu de un hombre: porque así atacaría a nuestra con-
ciencia y no a nuestra naturaleza instintiva, actuaría con ideas y
no con impulsos, el demonio según la definición de Gide, sería
ante todo una potencia autónoma. Pero, agrega Du Bos, “es
a la vez interior y exterior a nosotros. La noción cristiana del
hommo duplex no representa sino el momento de coexistencia
del demonio y del ser individual”. Y si Gide decía que el demo-
nio nos exigía una actividad invertida, Du Bos señala que ya
no hay, hablando con propiedad, hombre doble sino hombre
manipulado. Según Du Bos, Gide es, de ahora en adelante, un
hombre manipulado; pero nunca se imaginaría que él mismo
lo sea para Gide.
Para exorcizarlo, según Du Bos, el mejor medio sería intimar
a Gide a que se descubra de una vez por todas: “Reconocemos
su excelencia en eludir el principio de no contradicción, pero en
56 Pierre Klossowski

verdad no lo podemos dejar que continúe recibiendo los cupones


combinados que es el hecho de creer y no creer en el demonio.”
Es evidente entonces que el Gide “más profundo” cree en él y
que su “racionalismo no sería sino el fruto del respeto humano”.
Porque incluso Du Bos necesitó varios años para liberarse de
ese racionalismo aparente, no se desespera por liberar a Gide.
De hecho, con respecto al demonio, Gide habría dado prue-
bas suficientes de su “espíritu concreto y antifilosófico” porque
ha afirmado la realidad de lo Maligno como la realidad de un
ser y no sólo como la de un simple principio. Su antirracional-
ismo innato sería, entonces, adquirido. Du Bos funda eviden-
temente sus esperanzas y su imagen de Gide en la imagen que
Gide tendría de lo Maligno. A partir de esta imagen que, sin
embargo, no aporta ninguna prueba de su antirracionalismo,
Du Bos acerca a Gide a Baudelaire, porque Gide no se habría
cansado de citar el texto baudelariano sobre las dos postulaciones
simultáneas; considera que Baudelaire y Gide toman “de la ex-
istencia de Satanás un valor estético, un valor de contrapeso de
Dios y casi de igualdad con Él”; que si, en Baudelaire, el caso es
más complejo, en todo caso habría en Gide una circunstancia
agravante por la necesidad de darle la razón a Satanás. El Dios
de la piadosa adolescencia de Gide se habría convertido en pura
abstracción y Satanás, desde entonces, en más concreto. Gide
habría confundido consciente o inconscientemente el demo-
nio cristiano con el daïmôn griego (éste está complicado con
el elemento de lo dämonische goethiano), confusión gracias
a la cual hará consistir la operación estética en el abandono a
lo demoníaco puro. Este sofisma se expresaría en Si le grain ne
meurt: “Y entonces llego a dudar si Dios mismo exigía esas ob-
ligaciones, si no era impío resistirse continuamente, y si eso no
era en su contra; si, en esta lucha en la que me dividía, debía ra-
zonablemente desaprobar al otro.” Al identificar a Dios con la
libertad y a Satanás con la servidumbre, incluso la de la ley –in-
Un tan funesto deseo 57

terpretación que asemeja a Gide a grandes antiguos ejemplos–,


Gide, según Du Bos, por un “incomparable juego de manos”
habría fundido “las dos postulaciones en una sola”, conducien-
do a una pura y simple deificación del mismo Satanás. Por
lo cual parecería que “las posibilidades divinas en él son más
fuertes en la dirección satánica.” Porque en su Dostoievski había
insistido en el hecho de que todos los caracteres demoníacos
del novelista ruso son intelectuales, esta dirección satánica se
manifestaría en la tentación de pecar contra el Espíritu: “Gide
es un espiritual que traiciona.”
¿No se tiene la impresión de que, al haber estudiado el caso
de Gide desde la perspectiva del demonio, es decir de la inex-
istencia, Du Bos deja escapar a Gide cuando cree tener al de-
monio, y que el demonio se diluye cuando estaría a punto de
capturar a Gide? ¿Se trata de definir la inexistencia del Diablo
por la existencia concreta de Gide para probar la existencia del
no ser o, por el contrario, de definir la realidad de Gide por la
existencia del no ser para probar el no ser de la existencia, es
decir atacar a la realidad de Gide? Tanto en uno como en el otro
caso, también Du Bos eludía el principio de no contradicción.
De modo que llega a atribuir a los términos de Gide un conte-
nido que no tienen. Du Bos piensa haberlos aclarado al develar
la confusión, presente en el término gidiano de lo demoníaco,
entre el sentido goethiano y el sentido cristiano; pero al hacer
esto olvida que él mismo introduce un valor anticristiano con
vistas a conciliar la fe y el acto creador, y que por el contrario
Gide obedece a la más antigua tradición cristiana cuando sub-
raya la colaboración del demonio en toda obra de arte. Si Gide
es equívoco de manera consciente a este respecto, Goethe no lo
es menos. Sin duda Goethe le dice a Eckermann que su propio
Mefistófeles no estaba dotado del dämonische por ser demasi-
do negativo; es cierto que un elemento mefistofélico, como la
Schadenfreude, el placer de hacer daño, no está ausente de lo
58 Pierre Klossowski

demoníaco, concebido positivamente por Goethe en Dichtung


und Wahrheit. En cuanto a la definición gidiana del demonio,
Du Bos la toma de inmediato en un sentido trascendente, so-
brenatural, y cree que por utilizar conscientemente el término
tradicional, Gide sale de lo psicológico, de lo inmanente, para
brindar una prueba de su fe cristiana, una oportunidad para qu-
ien quisiera reconducirlo a la ortodoxia. Pero si fuera así Gide
volvería a poner en cuestión el principio de su propia marcha
teniendo en cuenta su definición del demonio. Que utilice de-
liberadamente este término consagrado no hace sino acentuar
la expresión de su propia experiencia, sea la cohabitación de
personalidades contradictorias o antagónicas en un mismo in-
dividuo o la exteriorización de una de esas personalidades gra-
cias a una influencia que se padece o que se ejerce. Admitir que
la controversia toma la forma de un personaje que, sin embar-
go, nos habita virtualmente al punto de volvernos cómplices de
nuestro adversario no implica la creencia de una realidad sobre-
natural. Cuando finalmente Du Bos, después de tomar literal-
mente la identificación del demonio realizada por Gide, ensegu-
ida pretende ver en la ausencia de un sentimiento espontáneo de
la vida el terreno propicio para la influencia del demonio en el
espíritu de Gide, que aparece como compensación puesto que
por esa falta de espontaneidad Du Bos sólo entiende la peder-
astia, vemos que Du Bos se ha encerrado en un círculo vicioso:
empezó admitiendo que Gide sabe perfectamente identificar
al Diablo y, luego, termina rechazándole todo discernimiento
porque Gide es un pederasta. Entonces, una de dos: o bien el
Diablo se habría servido de la pederastia de Gide de tal modo
que el autor de Cordyon, porque no quiere dar su brazo a torcer,
sería incapaz de reconocerlo e identificarlo; y, en este caso, no
haría falta partir de la suposición de que el Gide más profundo
cree en el diablo; o bien, por el contrario, si la identificación del
demonio es válida, entonces no ha sido impedida por la peder-
Un tan funesto deseo 59

astia; y en este caso, la pederastia7 no sería ni una insuficiencia


de ser, ni una falta de espontaneidad propicia para la influencia
diabólica; y si puede ofrecer el aspecto de un abandono a lo de-
moníaco puro, ¡cuán sabia la confusión, o mejor dicho el equívoco
que Gide introduciría conscientemente en estos términos! Ya
que si en Gide la pederastia pareciera tener la virtud positiva
del dämonische definido por Goethe que, como Du Bos repite,
no tiene nada de satánico en sentido cristiano, Gide está de-
masiado prevenido de las metamorfosis de lo Maligno para no

7
Entonces, lo que nuevamente estaría en tela de juicio, serían los reflejos
pederásticos en el mundo occidental, en virtud de las condiciones de clandes-
tinidad que se le imponen, los artilugios, las evasivas que caracterizan a toda
casta oprimida con o sin razón; no una insuficiencia de ser pero sí el complejo
de inferioridad con sus compensaciones que afectan a una casta psicológica
constituida por una represión moral y social milenaria, y que, sin embargo,
desde el punto de vista de la vida de las sociedades no es más que una super-
vivencia de sensibilidad anacrónica. De una parte, Gide aspira a un orden de
estructuras desaparecido en el seno del mundo post-cristiano que, construido
sobre leyes contrarias a este orden, está a su vez a punto de destruirse por sus
propias contradicciones, contradicciones de un mundo en el cual Gide es, en
cambio, por su formación, extremadamente solidario ya que trabaja, con los
criterios post-cristianos, para restablecer las estructuras desaparecidas de la
pederastia pedagógica en las relaciones del maestro y el discípulo. Había aquí
un aspecto de la búsqueda de la verdad. Orden desaparecido o sepultado, el
Eros paidikos se ha convertido en el alma de un Gide, en el seno de todas las
circunstancias morales y culturales que este nombre representa, a la vez, en
la nostalgia de un orden y el principio de disociación refleja –la reflexión di-
solvente de un medio hostil– el motor de un destino personal condicionado
por las incidencias de este medio. De aquí que en Gide haya una inadecua-
ción entre medios y fines, mientras que tienden a reconstituir un orden de
relaciones para el cual las condiciones previas son insuficientes puesto que la
pederastia socrática ha muerto y es totalmente utópica, los medios pertenecen
a un mundo que la reniega y el resultado es provocar situaciones jamás vividas
anteriormente más que como instantes de un destino personal. Destino que
no tiene otra referencia más que su propia autoridad. De allí el inevitable
malentendido de parte de aquellos que juzgan a Gide en nombre de los me-
dios de los que se sirve y la insistencia en el carácter perverso de esos medios.
60 Pierre Klossowski

fiarse en absoluto de una definición tan aduladora como tam-


bién unilateral de lo demoníaco.
Sin duda Gide escribió dos veces que (Journal, 1916 y
Journal des Faux-Monnayeurs) una vez que admitió “la existen-
cia” del demonio, toda la significación de su vida se esclareció.
Pero si examinamos estos textos de cerca, comprobamos que
sólo es cuestión de una cosa: del hecho de ser víctima de sus
propios razonamientos en el transcurso de los diálogos que se
improvisan en el foro interno. Nunca se considera el pacto con
el Diablo, y si ha quedado un mito para Gide es que no se hace
un pacto con una parte de sí mismo, con el doble de sí. Por el
contrario, el diablo es en Gide un agente de desdoblamiento.
Así, Gide le agradece al Otro el haber tomado, en su inexisten-
cia, la existencia de un Claudel, de un Charles Du Bos; tantas
rupturas con ellos eran rupturas con todo lo que, en él, le im-
pedía encontrarse a sí mismo.
III

Al margen de la correspondencia de Claudel y Gide


En las vísperas de un encuentro con Claudel del que no
surgirá sino un motivo más para callar, Gide le había escrito
al poeta: “Quiero escribirle todos los días, y retrocedo ante la
inmensidad de todo lo que podría llegar a decirle…” (diciembre
de 1905). Es evidente, se dice el lector que cree tener la clave
del enigma. Y en el estado actual, es decir, en el estado mutilado
de esta correspondencia de lagunas molestas, ese paso atrás de
Gide nos hace pensar en el aplazamiento de una confesión en
el que la “inmensidad” tal vez tome un sentido demasiado pre-
ciso. Todas las cartas que van a seguir hasta llegar a la del 7 de
marzo de 1914 parecen girar alrededor de esta “inmensidad”
de todo lo que Gide hubiese querido decir y sólo expresa como
aplazamientos, mientras que las cartas de Claudel nos mues-
tran al poeta católico perdiéndose en falsas pistas que, por su
parte, Gide le habría sugerido intencionalmente. Y, ¿cómo no
ver inevitablemente en esta inequidad de los “intercambios”, a
pesar de la gravedad de las preguntas que se plantean, y a pesar
de la acentuada sinceridad, un engaño, cuando leemos las re-
flexiones que durante el intervalo Gide anota en el Journal, el
mismo que Mallet nos invita a leer habiendo creído necesario,
quizá ingeniosamente, llenar las lagunas que las cartas desapa-
recidas de Gide han dejado…? El lector no sólo leerá los pasajes
del Journal que Mallet remarca, sino que también se remitirá a
otros, contemporáneos de las preguntas abordadas en esta co-
rrespondencia; y con el contexto establecido de esta manera,
¿Gide no parecerá aún más equívoco de lo que en realidad era?
Es cierto que el hombre que escribe en su intimidad siempre
está en un estado diferente del estado en el que se encuentra
64 Pierre Klossowski

quien se dirige a otro, aún cuando diga las mismas cosas y su


sinceridad sea total tanto en uno como en otro caso. Pero en-
tonces, de esta duda emerge una nueva pregunta que será mu-
cho más general.
¿En qué medida Gide habría podido ejecutar un plan de ac-
ción decisivo desde el principio de su carrera? ¿Habría habido
premeditación? ¿Supone esa premeditación algún demonio so-
plador del que hubiera dispuesto y que, a cambio, habría usado
su destino interior para ejercer una influencia tan grande, o bien
ha sido él solo quien ha concebido semejante premeditación?
Ya que si hay que tomarlo al pie de la letra cuando, en varios
momentos de su Journal, afirma que llevaba dentro de sí sus
diferentes obras –a saber: L’Immoraliste, La Porte étroite, Les
Caves, y que sólo la imposibilidad material de escribirlas todas
juntas lo obligaba a publicarlas sucesivamente a riesgo de dar
la impresión de un espíritu sujeto a movimientos oscilantes–,
entonces es necesario reconocer que, en tanto que una empre-
sa siempre supone accidentes imprevisibles, su encuentro con
Claudel fue una singular puesta a prueba de la ejecución de su
programa y que sólo la superó a costa de una actitud no menos
singular. O bien la afirmación de la cohabitación de las obras no
sería más que una interpretación posterior, y entonces las car-
tas a Claudel, que refieren más o menos a la conversión, darían
testimonio de una verdadera perplejidad interior. O bien la co-
habitación de las obras por escribir correspondía a problemas
ya resueltos íntimamente, y entonces el tono de perplejidad de
esas cartas –de las cuales lamentablemente una parte ha sido
destruida– no hacía más que crear una pantalla detrás de la cual
Gide creía proteger su libertad de acción. Digamos que aun si
tendemos a creerlo, no pensamos sin embargo que las cosas ha-
yan tomado un giro tan simple. Pero cuanto más confrontamos
los textos de estas cartas con los pasajes del Journal de Gide
citados por Mallet, y sobre todo con los que no cita, menos po-
Un tan funesto deseo 65

demos protegernos de la sensación de que, en esta lucha contra


una amistad que día tras día amenazaba con revelar prematura-
mente el objetivo secreto hacia el que se encaminaba, Gide se
encontró desarrollando un juego sutil llevado demasiado lejos
como para no dejar de acusar ciertos rasgos de su fisonomía.
Gide parece resolver dos problemas cuando, ya relacionado
con Claudel, éste intenta convertirlo al catolicismo. La digre-
sión titulada: Morale chrétienne, que data aproximadamente
de 1900, ofrece una representación casi definitiva del Cristo
“emancipador” que mantendrá durante toda su carrera. “Creo
que pronto llegaremos a esclarecer las palabras de Cristo para
dejarlas aparecer más emancipadoras de lo que parecían hasta
hoy. Menos sepultadas, aparecerán más dramáticamente negan-
do por fin la familia (y nos apoyaremos en eso para suprimirla),
sacando al hombre de su medio por una carrera personal y en-
señándole con su ejemplo y con su voz a no tener más posesio-
nes en la tierra, a no tener más lugar donde reposar su cabeza.
¡Oh, advenimiento de este “estado nómada”, toda mi alma te
desea! En el que el hombre, sin hogar cerrado, localizará tanto
su deber o su afección como su alegría en tales seres.” Luego
cita las palabras evangélicas que (según él) anulan la familia, el
matrimonio y hasta el duelo familiar. (“Dejad a los muertos se-
pultar a los muertos”) y termina comentando la advertencia de
Cristo: He venido a establecer la división entre el hombre y su
padre, entre la hija y su madre, etc. con este grito de exaltación:
“Ampliación infinita del objeto del amor ni bien la familia es
negada.” Esta imagen de Cristo, aislada de su contexto judai-
co y tradicional, extraída de la historia santa que constituye la
economía de la revelación, por más discutible que sea desde el
punto de vista histórico, no por ello deja de tener un aspecto
auténtico incluso desde el punto de vista ortodoxo, puesto que
es justamente sobre estas palabras que se ha construido la es-
tructura de la Iglesia y sus órdenes monásticas. Lo cierto es que
66 Pierre Klossowski

no podríamos subestimar la importancia de esta interpretación


del Evangelio para el pensamiento de Gide; no tiene nada que
ver con el protestantismo liberal, ni con la apariencia del quie-
tismo que Claudel cree encontrar en él. Su imagen de Cristo,
que se acercaría más a la que tenía Blake, lo exime de creerse un
Zarathustra. Y cuarenta años más tarde, después del texto recién
citado, Gide inserta en su Journal estas hojas en las que declara
que la enseñanza de Cristo contiene tanta fuerza emancipado-
ra, tanta abnegación y alegría como la enseñanza de Nietzsche.
“¿Qué digo: tanta? Descubro más aún, y más profunda, más
secreta; más segura y, por lo tanto, más calma; más plena y, por
ende, menos tensa…” (Journal, 1889-1939, p. 182.)
En cuanto al segundo problema, el de la homosexualidad,
Gide consideraba que se le planteaba simplemente como un
dilema: ser o no ser, y al aceptar vivir, Gide, prácticamente lo
había resuelto. Pero y ¿moralmente? Lejos de eso. Aún sin pre-
tender que su tendencia homosexual haya contribuido a for-
mar su interpretación de las palabras antifamiliares de Cristo,
podríamos decir que su modo de entender el Evangelio es tal
en función de la misión que se atribuye a sí mismo de dar una
solución “moral y social” al problema de la homosexualidad.
Cuando conoció a Claudel, sólo le dio una expresión patéti-
ca en Saül y en L’immoraliste para salvaguardar las normas de
la conciencia tradicional. Pero ya le dedica una obra didáctica
(Corydon), de la que Claudel ignora totalmente la existencia y
las preocupaciones que gobiernan la obra en el espíritu ya con-
solidado de Gide, incluso cuando ambos han llegado al umbral
de la intimidad. Claudel sin duda se muestra como el más ávido
por franquearlo. Pero en este punto de la estima mutua se tiene
la sensación de que la simpatía de Gide se atasca mientras que
Claudel la tantea. Se preocupa por el alma de Gide. “Aunque
no haya placido a Dios con hacerme uno de sus sacerdotes, amo
profundamente las almas. La suya me es muy preciada. ¿Acaso
Un tan funesto deseo 67

no puedo ayudarlo un poco?” (Correspondencia, p. 56.) Y Gide


se dice emocionado: “No, no había entendido, ¿cómo hubiera
debido entender que usted “ama profundamente las almas”?
Necesitaba que me dijera eso –y que la mía le era muy preciada.
No vea aquí orgullo, sino una espantosa necesidad de afecto,
de amor, una sed de simpatía tal que temí confundirme y sólo
buscar acercarme a Dios para acercarme a usted, o al menos
para entenderlo mejor.” Y tomando a Claudel al pie de la letra,
él por su parte espera que comprenda su propia repugnancia
por una religión práctica y moderada, y que después de haber
convertido la lectura de la Biblia en su alimento cotidiano al
inicio de su vida, haya preferido “la más brusca ruptura con mis
primeras creencias a no sé qué tibio compromiso entre el arte
y la religión. Quizá el catolicismo haya opuesto en mí, con me-
nor fuerza, no tanto dos creencias como dos éticas… Por pri-
mera vez, antes de ayer (pero ya lo entreveía en sus obras), pude
ver, iluminado por usted, no una solución –algo absurdo de
desear– sino una nueva, una aceptable, posición de combate.
Y, ¿sabe usted lo que me atormentaba hoy? La dificultad, o tal
vez, la imposibilidad de llegar a la santidad por la senda paga-
na; y cuando usted, Claudel, me habla de ese “deber absoluto
que uno tiene de ser un santo”, ¿notaba usted que ninguna otra
palabra podía ponerme más violento? ¡Ah! ¡Tenía tanta razón
en temer nuestro encuentro! ¡Qué miedo tengo ahora de su
violencia!” ¿Cuál era esa aceptable posición de combate? ¿La
de Cristo contra las Iglesias? Y, ¿no se trata de una santidad que
provocaría mucho más la violencia de Claudel en cuanto que
Gide aspiraría a ella con mayor rigurosidad?
Un día Claudel le escribe a Gide que entre los judíos, los
protestantes y los ateos, cuenta con excelentes amigos tales
como Schowb, Suarès o Berhelot, pero que son incrédulos pu-
ramente pasivos y no enemigos personales de Cristo (febrero
de 1908). Y, de hecho, Claudel busca aclarar si, en el caso de
68 Pierre Klossowski

Gide, él también es uno de esos incrédulos pasivos que esperan


que se “encarguen” de ellos; y Gide, de buen o mal grado, pare-
ciera prestarse bastante a esta ilusión, puesto que en diciembre
de 1911 le confiesa a Claudel que los motivos que le impiden
salir del protestantismo serían de orden afectivo (argumento
frecuente entre los protestantes): “… imagínese lo que es haber
vivido la infancia rodeada de admirables y santas figuras que
adoro a través de la muerte, que venero y que velan por mí, de-
cía usted. Jammes habla de mi herencia, yo lo dejo hablar; pero
a usted puedo decirle perfectamente que ése no es el secreto del
impedimento (después de todo, mi cerebro está tejido de casi
tantas células católicas como protestantes), antes bien es la fide-
lidad que me exigen esas figuras de parientes y antepasados a las
que he visto vivir en una comunión con Dios tan constante, tan
sonriente, tan bella y a quienes debo los más bellos ejemplos de
abnegación que he recibido.” (Correspondencia, p. 185)
En varias ocasiones, Claudel buscó una discusión racional
con Gide sobre los artículos de la Fe cristiana. Al principio,
lo sometió a un cuaderno de citas tomadas de las Escrituras y
de los Padres de la Iglesia (diciembre de 1905). En otra opor-
tunidad, un resumen de la doctrina cristiana redactada por él
mismo dedicada a un amigo (marzo de 1908); más tarde un
extracto de la Ortodoxia de Chesterton (julio de 1909). Y vere-
mos que en 1912 Claudel también le sugiere exponer en orden
sus objeciones.
¿Por qué Claudel nunca obtiene ninguna reacción palpable
de Gide cuando se coloca en el plano dogmático? Porque Gide
al ser impermeable a esta forma de pensamiento –(uno se pre-
gunta si a pesar de su prodigiosa erudición, y su lectura cons-
tante de las Variations de Bossuet, nunca captó los problemas
doctrinarios que enfrentan a Calvino y Lutero en el seno mis-
mo del protestantismo)– escapa a la vez a los argumentos doc-
trinales y, con mayor razón, a los conceptos escolásticos que,
Un tan funesto deseo 69

sin embargo, forman la estructura intelectual de Claudel. De


este modo, tiempo después, confesará no llegar a comprender
del todo la palabra del poeta: El mal no transige. Cuanto más el
temperamento de Claudel ha encontrado su arquitectura pro-
pia en la ontología medieval, al punto de describir el mundo
moderno como lo haría un hombre de la Edad Media, tanto
más el temperamento de Gide se muestra reticente respecto de
toda construcción del pensamiento, salvo las que vienen del
arte, es decir de toda metafísica que sencillamente confundirá
con la mística, ante su mirada ambas no son sino una pura mis-
tificación cuando los términos de la ontología, para él vacíos de
sentido, deberán servir para explicar el dogma. Se trata no tan-
to de una fobia natural como de una suerte de circuncisión del
corazón; de una desconfianza respecto de su propia afectividad
que la razón le dicta a su voluntad. Si, pues, deliberadamente
se encierra dentro de los límites del sentido común, es porque
considera que la economía de la “sana” razón es tan inagotable
como la economía de la existencia. Que, ligado de ese modo
a esa noción de la razón más común, Gide haya descuidado
las contradicciones que la razón implica; que pareciera nunca
haber notado que la adhesión a la fe es un acto de la razón en-
tre otros como la renuncia de la razón a su propia existencia; y
que, por otra parte, pareciera nunca haberse preguntado si la
razón no sería en última instancia una forma más de pathos en-
tre otras, son algunos de los aspectos que surgen de un estudio
de la noción de razón en Gide. Mientras que un pensamiento,
orientado según el dogma, buscará en la vida los signos que este
pensamiento referirá a las imágenes que el dogma le propone,
Gide hará una psicología específicamente iconoclasta sin otra
pretensión más que describir y comprender los motivos, aún
cuando fueran los motivos más desconcertantes del alma, se-
gún el más sobrio buen sentido. Y, si la representación de un
mundo trascendente a la razón de todas formas repercute en la
70 Pierre Klossowski

vida y abre un campo de experiencias insospechadas para aquel


que trata de comprender la existencia por la vida misma, Gide,
por su parte, sólo describe y analiza para vivir más y sólo vive
para comprender mejor todavía gracias al simple hecho de ha-
ber vivido la vida. Volcar el espíritu contra la vida, para Gide,
significa “perder” el espíritu, mientras que “perder su vida es
en verdad vivirla”. Por el contrario, Gide podría decirles a sus
críticos espiritualistas que la función de vivir, en realidad, su-
pone una invocación tan constante al pensamiento que no hay
ningún peligro de pecar contra el espíritu; pero cuanto más nos
arriesguemos en todas las pruebas de la vida –cuya prueba su-
prema tal vez consista en elegir la vida cuando el corazón exija
la muerte– más exigiremos de la vida, porque no es tanto la vida
–que más bien teme por sus posibilidades de perdición– sino
la razón siempre insatisfecha quien lo exigirá. Mucho tiempo
después de su debate con Claudel, Gide preconizó la astucia
como virtud suprema en su Théséé; en las antípodas del propter
vituam, vivendi perdere causas, la vida no tiene otra razón de
ser más que la vida. Además, al rechazar el dogma y las figuras
del lenguaje religioso, al secularizar el Evangelio, Gide tomará
costumbres “naturalistas” y de la experiencia misma de la vida
esperará no tanto la revelación de una verdad como su razón de
ser. Defendiendo su sensibilidad como un aspecto no perver-
tido sino auténtico de la economía natural, esta preocupación
va a confundirse cada vez más con la de permanecer en una
expresión respetuosa ante todo del sentido común. Porque, si
el sentido común rechaza lo que por mucho tiempo le ha pare-
cido contrario, le convendrá reducir esta contrariedad por sus
propios medios. Gide demostrará que a menudo el sentido co-
mún no es más que una atenuación de la razón debido a la vieja
costumbre de las “razones del corazón”. Esto sin lugar a dudas
también explica que Gide haya regresado a un racionalismo
que, por lo general, no temerá parecer una perfecta banalidad,
Un tan funesto deseo 71

pero una banalidad siempre deliberada. En la época de los diá-


logos con Claudel la fecundidad artística de Gide aún se nutre
de su ambigüedad; entre la necesidad de decir ciertas cosas y
la prohibición implícita del lenguaje en el que, sin embargo,
hay que expresarse, sólo podrá mostrarse enmascarado. De allí
ese malentendido de los intercambios con Claudel, cuando en
realidad se trata de un mal sobreentendido.
Por su indiferencia dogmática, Gide, está en buenas con-
diciones para hacer frente a los avances e intervenciones de
Claudel; sus disposiciones secretas siempre le permiten esca-
parse no sólo de Claudel sino también de su propia conciencia
en la medida en que, en mayor o menor grado, está dispuesta
a ceder a los “brutales ataques” del poeta católico. Si Gide fue-
ra un calvinista incómodo dentro de su propia ortodoxia, con
remordimientos respecto de su sensibilidad prohibida, tal vez
entraría en el juego del convertidor. Pero Gide es vagamente
protestante, y del protestante no tiene más que atavismos y re-
flejos. Éstos constituyen en él una inteligencia suspicaz –tanto
respecto de sí mismo como respecto del otro–; hacia el exte-
rior: desconfianza respecto de los procedimientos de influencia
o de persuasión (en este caso la apología y el casuismo católi-
co); hacia el interior: desconfianza respecto de su sensibilidad,
de sus impulsos; de suerte que, a través de su matrimonio, Gide
“desafiando su naturaleza” establece una censura en el interior
de su pensamiento, lo más grave es que esa responsabilidad de
afecto hacia un ser querido seguirá siendo inconciliable con la
responsabilidad de Gide hacia su propio pensamiento. De esto
primero resulta una lucha contra la moral protestante con los
instrumentos discriminatorios de esta moral: la exigencia de
parecer lo que no es, dictada por el afecto, será tan imperiosa
como la exigencia de ser auténtico, que resulta de su necesidad
devoradora de verdad.
72 Pierre Klossowski

Sin embargo, gracias al arte, podría establecerse perfecta-


mente una complicidad entre los medios de influencia (en este
caso, los medios católicos –que la conciencia protestante de
Gide juzgaba sospechosos–) y su propia sensibilidad inconfe-
sable. ¿Estaría ahí la atracción que ejerce la potencia del genio
católico y voluptuoso de Claudel? Al sorprenderse de la admi-
ración que Gide tiene por Nietzsche, Claudel le escribía que
“ningún hombre es grande por sí mismo sino por el acuerdo
más o menos valioso, más o menos explicativo que es capaz de
realizar “mostrándose” a lo que lo rodea” (Correspondencia, p.
48.) Pero precisamente este acuerdo está prohibido para la na-
turaleza de Gide, y cuando Claudel le confiese haberse salvado
por haber comprendido que el arte y la religión no tienen que
ser antagónicos dentro nuestro, sin por ello confundirse, Gide
ya estará demasiado inclinado a concebir el arte no como una
transposición sino más bien como un medio de producción
de cosas ocultas. Cuanto más se esfuerza Claudel con los ar-
gumentos, con las imágenes, con las exhortaciones frente a un
Gide reticente, tanto más cava una fosa entre ellos. Desde los
primeros encuentros Gide consideró a Claudel como: “marti-
llo-pilón”, “ciclón estático”, un ser en quien la violencia del pa-
thos dirige y conduce la inteligencia, mientras que para Gide
es exactamente lo contrario, al menos eso cree él. Tanto es así
que allí donde Claudel pretende distinguir el arte y el aposto-
lado, Gide no ve otra cosa más que el prodigioso éxito de una
inconsciente impostura. “La mayor ventaja de la fe religiosa,
para el artista, es que le permite un orgullo inconmensurable.”
(Journal, diciembre de 1905.) “La certeza religiosa le da a este
espíritu robusto una infatuación deplorable.” (mayo de 1907.)
Sin embargo, no nos podríamos contentar con decir que
Gide tiene una naturaleza de diálogo y que, aunque secreta-
mente haya tomado “posición” cuando Claudel lo trató de
seducir, no buscó más que ser descubierto. Ni simplemente
Un tan funesto deseo 73

constatar que Claudel tiene una naturaleza perentoria y de una


coherencia tal que no tolera que la experiencia del otro venga a
contrariarla. También es necesario reconocer que si la aptitud
para el diálogo de Gide llega hasta el desdoblamiento, incluso
hasta la disociación, es porque a la base de esta aptitud hay una
profunda incoherencia. Una incoherencia entre lo que, a pri-
mera vista, no parece más que el deseo, la apetencia, y el mundo
humanamente organizado según el principio de analogía entre
los fines naturales y los fines humanos. Mundo donde el deseo
gidiano no encuentra su objeto, es decir que es del orden de
una reivindicación mucho más profunda porque sólo puede
satisfacerse obteniendo de la razón el derecho de romper con el
principio analógico del mundo. Claudel va al unísono con ese
principio del cual se deriva la visión tradicional del mundo, y
la razón está al servicio de esa simbiosis. Ahora bien, si la razón
es siempre la razón, tanto en uno como en el otro, entonces es
necesario convenir que en Gide esta misma razón reniega de
esa simbiosis que ha construido para los demás. Prácticamente
no hace falta señalar que, en el caso de Claudel, esa simbiosis
casi se confunde con la ratio de los escolásticos que asegura la
correspondencia entre la creación, el hombre y el Creador; y
que, en Gide, esta reivindicación no tiene su origen en la duda
metódica de la razón cartesiana sino en esa desconfianza del
espíritu respecto de sus propias construcciones, de las depen-
dencias que se suscitan y que lo privarían de la absoluta libertad
de recomenzar perpetuamente su ejercicio. Tal vez habríamos
tenido derecho a esperar que Gide llevara su aptitud para los
contrarios hasta poner en tela de juicio a la razón, hasta a la
identidad de los contrarios.
Pero quizá esto sea un rasgo característico de su fisonomía
que ha permanecido al margen tanto de la dialéctica como del
dogma; además, el pensamiento de este gran letrado nunca ha
tomado un giro tan poco “profesional”; es el pensamiento de
74 Pierre Klossowski

un privilegiado que lleva su vida privada con total independen-


cia, es decir, un tipo de pensamiento aristocrático en vías de
desaparición. En lugar de buscar argumentos metafísicos para
justificarse, Gide se limitó a comentar su vida en el lenguaje de
la gente honesta, según la razón clásica, y permaneció fiel al
principio de contradicción. Así, en nombre del buen sentido,
que a la razón de Claudel le dicta el abdicar ante la fe, Gide pre-
sentirá en ella el peor de los despotismos que el espíritu pudiera
padecer. Pero entre el despotismo de la fe y aquel no menos
irracional de la propia afectividad, lejos de cuestionar la razón
en favor de lo que califica como “contra-naturaleza”, Gide eli-
gió y mantuvo, por el contrario, la razón como árbitro. Si la
afectividad irracional hubiera presionado menos, este árbitro
no hubiera tenido tantas oportunidades para intervenir; hay
que atribuir la intervención, tan constantemente en todas las
últimas reflexiones que Gide nos ha brindado, exclusivamente
a la intransigente probidad del espíritu de Gide.
Tal vez el temor de herir a su interlocutor al descubrirse a
sí mismo es la causa de que, al principio, Gide haya dado una
impresión de inestabilidad espiritual de sí mismo. Pero si luego
esa timidez desarrolla la astucia, una vez que se ha elegido callar
o esconderse, la astucia se convierte para él en un hábito en las
relaciones con el poeta. Y, si los bruscos avances de Claudel se
ven seguidos de ciertas retiradas no menos bruscas, Gide pro-
voca la imagen de nuevas esperanzas y, en cierta medida, las
mantiene más de lo que tal vez quisiera, de modo que le per-
mite a Claudel nuevos trabajos de acercamiento. De ahí que
generalmente le responda a Claudel sólo con evasivas y a me-
nudo con pretextos que dejan un vacío, pero un vacío patético,
porque en sus respuestas sentimos el malestar, y quizá también
la pena, que un espíritu siente al no poder mostrarse a otro es-
píritu al que admira y del cual se siente plenamente estimado,
al que no quiere perder en absoluto pero del cual sabe de ante-
Un tan funesto deseo 75

mano que lo perderá ni bien sea descubierto. De aquí surge, tal


vez, el tono aparentemente demoníaco de la relación de Gide
con Claudel. Una cosa extraña, el celo intempestivo de este úl-
timo proyecta en la perplejidad de Gide un fulgor infernal. Se
trate de la perplejidad ante sí o de la perplejidad que resulta de
la necesidad de disimular, lo cierto es que a veces se traduce por
una determinada manera de razonar que llega a destruir, al final
de una proposición, la afirmación del principio.
Remarquemos en esta correspondencia el intercambio de
cartas sobre La Porte étroite. Luego de expresar la emoción que
esta lectura le acaba de despertar, Claudel va directo al punto
dos veces; la primera vez, no se da cuenta de que lo que hace es
enunciar el pensamiento secreto de Gide: “Si el amor de Dios
debía eliminarle (es decir, al santo) los sentimientos de com-
punción y de humildad a un corazón penitente, sería mejor
que permaneciera en el pecado.” La segunda vez, llega al cora-
zón mismo de la cuestión, aún velado bajo la forma del caso de
Alissa: “… usted retoma el viejo blasfema quietista… según el
cual la piedad no necesita recompensa y el amor es más noble
cuanto más desinteresado es. ¿Cómo podría el amor de Dios
ser perfecto, si por no haber tenido causa sería el más irracio-
nal?” (Correspondencia, p. 102.) La respuesta de Gide es extra-
ña; primero defiende la virtud del drama, posible gracias a la
“inortodoxia”, y lo usa como reclamo contra el catolicismo: “En
vano busco cuál podría ser el drama católico. Pareciera que no
lo hay, que no puede, que no debe tenerlo –(o bien podemos
decir que se concentra en la misa). El catolicismo puede y debe
aportar al alma, reposo, certeza, etc.; una mecánica admirable
que allí se emplea8; es un quietivo9 [quietif], no un motivo de
8
El subrayado es nuestro.
9
El termino francés quietiv es un neologismo creado por Klossowski a partir
de la raíz de la palabra quiétude, que refiere al mismo campo semántico del
término español quietud. En este caso hace referencia al hecho de permane-
cer quieto a diferencia de motivo que es la causa o razón que mueve para algo.
76 Pierre Klossowski

drama. Por el contrario, el protestantismo insita al alma por


caminos afortunados que pueden desembocar donde ya lo he
mostrado… Es una escuela de heroísmo.” Hasta aquí todo esto
pareciera expresar una atmósfera espiritual donde el drama es
posible, valor positivo que Gide busca en vano en la espirituali-
dad católica. Pero la frase que comenzaba con: “Es una escuela
de heroísmo”, se prolonga con una proposición relativa que da
por tierra la opción a favor del drama: “Es una escuela de he-
roísmo cuyo error se despliega muy bien en mi libro; reside pre-
cisamente en esta suerte de infatuación superior, de desprecio
embriagador de la recompensa que lo ofusca a usted, de corne-
lianismo gratuito. Pero puede estar acompañada por una real
nobleza…, etc.” ¿Qué quiere decir? Gide sólo pretende vivir en
la “inortodoxia” porque la inortodoxia es la única que puede
expresar el drama –ese drama que solamente es auténtico en la
inortodoxia–; si desconfía de la mecánica admirable del catoli-
cismo y rechaza someterse a ella, es porque para él corre el ries-
go de escamotear el motivo del drama. Ahora bien, reconoce
que esa voluntad de permanecer en el drama –el amor de Dios
que es sin causa, en otros términos, el amor cuyo único objeto
es el amor, es decir, una piedad que de algún modo se idolatra–
es una infatuación superior… Todo esto sería una falacia, si no
recubriera otra cosa.
En 1912, Claudel (15 de enero) le pregunta a Gide cuál es,
en suma, la posición de la N.R.F.10 y su doctrina respecto de la
“decadencia del Arte que surgiría de la separación con lo que
tontamente llamamos la Moral, y que él llama la Vida, la Vía y la
Verdad”. El día anterior, Gide ha escrito en su Journal (no cita-
do por Mallet) que una conversación con Paul-Albert Laurens
le hizo entrever la posibilidad de escribir de una manera com-
pletamente diferente Corydon. Unos días más tarde, en Suiza,
(N. del T.)
10
Nouvelle Revue Française. (N. de T.)
Un tan funesto deseo 77

se encuentra con Neuchâtel y escribe en su Journal (citado por


Mallet): “¿He alcanzado el extremo de la experiencia? ¿Y podré
ahora volver a mí de una manera totalmente nueva? Para eso
es necesario un empleo inteligente de la energía que me que-
da. ¡Ahora sería tan fácil arrojarme en la garita de un confesor!
¡Qué difícil que es ser a la vez para sí mismo el que ordena y el
que obedece! Pero, ¿qué director de conciencia comprendería
tan sutilmente esta fluctuación, esta apasionada indecisión de
todo mi ser, esta igual aptitud para los contrarios? Una desper-
sonalización tan voluntaria, obtenida con tanto esfuerzo, que
por sí sola podría explicar, y excusar, la producción de las obras
que autoriza y en vistas de las cuales he trabajado para suprimir
mis preferencias.” Y más adelante: “Pero, ¿pasados los cuarenta
años es cuando uno puede tomar resoluciones? Se vive según
las costumbres de veinte años atrás…” Y siguen algunas resolu-
ciones para educar su voluntad por los medio más cotidianos:
“No salir nunca más sin un objetivo claro; aferrarse a él”. Ese
mismo día a la noche anota que todo esto en poco tiempo le
parecerá absurdo; que retoma la conciencia de su fuerza. “Este
estado es justo aquel que he querido; pero tan pronto como
cedo ya no soy nadie por haber querido ser todos (estado per-
fecto del novelista), por temor de sólo ser alguien.” Sobre esta
tendencia al desdoblamiento, a la despersonalización que se
apodera de él y que cree usar como una facultad, una vez que
se ha rehecho, encontramos otras anotaciones en su Journal.
Fenómeno (al cual será necesario volver) que se repetirá mien-
tras no haya sacado a la luz la importante cuestión que lo absor-
be. Tantos doblegamientos, tantas oscilaciones, tantas aptitu-
des: lo que todavía no está dicho, no existe, porque todavía no se
convirtió en el objeto de un juicio universal que recaería sobre
él. Cuando, por fin, Gide haya hecho suficientemente pública
su profesión de fe habrá, al mismo tiempo, roto con el mundo
moral tradicional y afirmado definitivamente el sentimiento de
78 Pierre Klossowski

su propia autoridad. Es entonces que, llevada al terreno propio


del adversario, la lucha que se había desatado en los límites de
un caso particular encontrará su justificación universal en la
destrucción del primero de los valores sociales: la familia, “ho-
gar de todos los egoísmos”.
Pero, al día siguiente de las anotaciones citadas arriba, su
malestar toma la fisonomía de aquello mismo sobre lo que re-
cae su reivindicación, por no decir su rencor: Quisiera no haber
conocido nunca a Claudel. Su amistad pesa en mi pensamiento
y lo obliga, lo incomoda… todavía no consigo afligirlo, pero mi
pensamiento se afirma en ofensa del suyo. ¿Cómo explicarme
con él? Con gusto le dejaría todo el lugar, abandonaría todo…
Pero no puedo decir otra cosa que lo que tengo para decir, lo que
no puede ser dicho por nadie más. (Journal, enero [miércoles]
de 1912, citado por Mallet.) Este malestar debió de expresarse,
no sabemos ni de qué manera ni en qué términos, en una carta
(igualmente desaparecida) para Claudel, ya que este último la
considera enigmática. Y no logramos imaginar acertadamen-
te en qué estado anímico Gide recibió esas líneas de respuesta
del poeta (fechadas el 29 de febrero de 1912): “Tal vez lo sor-
prenderé al decirle lo más hondo de mi pensamiento, creo que
desde hace mucho tiempo usted está como todas las personas
en proceso de conversión, bajo la influencia del diablo enfu-
recido por verlo escapar de él. Como todas las personas extre-
madamente sensibles y nerviosas, quizá, usted esté mucho más
expuesto que cualquier otro a esta siniestra influencia. Es una
idea que me vino como una iluminación otras veces al leer Saül
y L’immoraliste y que me volvió esta noche.” Claudel evoca el
caso de la tentación y el poder de resistírsele. La propuesta es
clara, Claudel quiere hacer hablar a Gide: “… desembarácese
de esa idea según la cual cualquier cosa que usted pueda decir,
hacer o escribir, le permitirá desmotivarme o desconcertarme o
escandalizarme. Ni las fantasías más desordenadas me pertur-
Un tan funesto deseo 79

ban: ¡mi propio corazón le ha servido en varias ocasiones como


campo de acción!” Desea que Gide escape al enfrentamiento
consigo mismo y que vaya a buscarlo para “que de una buena vez
podamos hablar tranquila y pausadamente porque no hay nada
de lo que nuestro Enemigo en común tenga más horror que del
buen sentido.” La respuesta de Gide –también entre las cartas
desaparecidas– anuncia a Claudel la conversión al catolicismo
de Valery Larbaud, lo que quizá era una excelente ocasión para
eludir su propio caso, y tiene como objetivo calmar a Claudel
no sólo respecto de la susceptibilidad de Gide sino también
respecto de “los chismes que aseguran que el libro que usted
prepara (se trata de Les Caves du Vatican) sería terrible (¿?)”.
A partir de lo que considera un hecho adquirido, a saber que
Gide conoce y reconoce a Cristo, le expone a Gide la concep-
ción sacramental del Salvador en la Iglesia, la significación de la
presencia real que supone que el amor de Dios también quiere
ser satisfecho por la posesión, pero olvida que lo que estaría en
el corazón mismo de su concepción del universo no podría re-
flejarse en el espíritu de Gide sino como la mecánica admirable
que escamotea el drama, y finalmente llega al Cuerpo místico:
“Usted mismo se da cuenta de que no se puede formar parte
de un cuerpo y a su vez conservar toda su libertad, creer y ha-
cer lo que se quiera.” Porque Gide aún creyendo en Cristo, tal
como lo supone Claudel, no pertenece a la Iglesia, sería como
un “deudor contumaz”, y como Gide todavía no ha “dado nada”,
“la justicia no está satisfecha”. Claudel se ve en el deber de citar-
le, como ejemplo, el regreso a una concepción ortodoxa de la
Iglesia de diversos teólogos disidentes y lo compromete a Gide
a presentarle sus objeciones de manera formal, lo que facilitaría
la discusión.
Para comprometerlo en esto, era necesario que Claudel no
quisiera en absoluto renunciar a su idea de Gide: un protes-
tante que cayó en la incredulidad pasiva gracias a la anarquía
80 Pierre Klossowski

dogmática de su Iglesia y a la que se lo volvería a conducir por


medios racionales; también era necesario que Gide por su ac-
titud lo dejara perfectamente debatirse con ese fantasma de
sí mismo, sin dejar traslucir nada de su Cristo negador de la
familia, de su Cristo contra las Iglesias, ni sobretodo que ha-
bía encontrado en Cristo al señor de su propia incredulidad.
¿Cómo habría podido Gide exponer sus “objeciones de manera
formal”? Cualquier objeción de Gide se realizaba justamente
en la ausencia de toda “forma”.
Llegamos al momento crucial de esta correspondencia cuan-
do, en el mes de marzo de 1914, Claudel lee con estupor en la
N.R.F., donde se publicaba Les Caves du Vatican, un “pasaje
pederástico que –le escribe a Rivière– ilumina, para mí, con
una luz siniestra algunas obras precedentes de nuestro ami-
go”. Y ese mismo día le dirije a Gide una violenta reprimenda.
¿Acaso Gide no sabe que después de Saül y L’immoraliste no
quedan más imprudencias por cometer? Que lo acepte o no, él
mismo es partícipe de esas espantosas costumbres. Si calla, o no
es claro en su respuesta, Claudel sabrá a qué atenerse. Y si no lo
es, entonces ¿por qué esa extraña predilección por ese tipo de
temas? “Y si lo es, desgraciado, cúrese y no expanda esas abo-
minaciones. Consúltele a la señora Gide; consúltele a la mejor
parte de su corazón.”
La respuesta de Gide es, sin duda, la más emocionante de
esta recopilación; sin duda, es uno de los documentos más con-
mocionantes que tenemos de su vida íntima. Las páginas más
reveladoras de su Journal, escritas sin testigos, no cargan con
ese calco de sí mismo ante la mirada de otro que lo juzga. Y si
bien, generalmente, Gide en su Journal rechaza los juicios que
alguien ausente realiza sobre él, no es el caso de esta carta en
la que, bajo la mirada escrutadora de un amigo, va a sufrir una
metamorfosis. En verdad, esta metamorfosis no es, en lo que le
concierne, para nada real; es más, dejará de parecer lo que era
Un tan funesto deseo 81

para la mirada del otro, pero de repente va a tomar, ante la mi-


rada de este último, una fisonomía monstruosa que no podrá
no aterrarlo. Gide experimenta aquí, como una intimación, la
repentina necesidad de aparecer bajo su verdadero aspecto y,
por fin, mostrar su rostro, un rostro único que, tal como supo-
ne Claudel, permitirá identificarlo de una vez por todas, aún
cuando necesariamente va a ser un rostro que se adoptará en
detrimento suyo.
En su respuesta, Gide se muestra antes que nada preocupado
por preservar y cuidar el cariño de su mujer. Esta es la razón
fundamental de sus restricciones mentales, en particular, res-
pecto de Claudel y, en general, respecto de la opinión. Y se lo
hace comprender de manera indirecta a Claudel. A continua-
ción, llega la confesión: jamás he sentido deseo ante una mujer
–confesión, por lo tanto, expresada en forma negativa que en-
cubre la confesión positiva que Gide todavía se niega a formu-
lar explícitamente. Pero si Gide busca atenuar el impacto que
producirá esta confesión por la negativa, la agrava al tomar una
actitud de arrepentimiento: se refiere al secreto sacramental de
la confesión y, con esto, vuelve a entrar en el juego de Claudel.
Le sigue un reclamo de honor y de franqueza, pero este recla-
mo todavía está lleno de ambigüedad: por una parte, defiende
la parresia literaria y critica la mentira social y moral; y, por
otra parte, le ruega a Claudel no ver en esta frase la apreciación
de ninguna costumbre, ni tampoco de ningún deseo. Luego
se reafirma en nombre mismo de la idea cristiana de vocación:
“Puesto que Dios me llama a hablar, ¿por qué sería cobarde y es-
camotearía este tema en mis libros? Yo no elegí ser así.”11 Como
Gide ha salido tal cual es de las manos del Creador, Dios lo ha
elegido para traer a la conciencia de los hombres el enigma que
representa. Sonda en el espíritu católico de Claudel.

11
El subrayado es nuestro.
82 Pierre Klossowski

Pero angustiado por las posibles consecuencias de esta pri-


mera confesión, y con la sensación de que le habrían tendido
alguna trampa, Gide, sin esperar la reacción de Claudel, al día
siguiente le reafirma que se ha confiado a él como si fuera un
cura; que sin lugar a dudas, Dios usaba a Claudel para hablar-
le, una reafirmación con vistas a poner a prueba la amistad de
Claudel y limitar las consecuencias que comportaría su celo.
Esta vez Gide confiesa que quizá sería preferible que Claudel
lo traicionara; de este modo se liberaría de su estima por todo
lo que Claudel representa para él –estima que generalmente
lo frena y le molesta. Gide quiere apresurar la decisión: que
Claudel finalmente rompa con él, y Gide seguirá su camino
sin ese compañero molesto. Y, sin embargo, todavía subsiste
una posibilidad, y todo habría cambiado de repente. Se tiene
la impresión de que Gide espera que Claudel produzca un giro
decisivo en su propio destino. Puesto que termina así: En ver-
dad, no sé cómo resolver este problema que Dios ha inscrito en mi
carne. Esta frase debía perdurar en el alma de Claudel como un
grito de auxilio y, en consecuencia, motivar a Claudel para res-
ponderle como lo hizo, ya que Gide pretendía atribuirle a Dios
su constitución anormal. Pero entonces, o bien Gide aún creía
en una paradoja trascendente, en una elección que era preferi-
ble juzgar desde el punto de vista de la teología; o bien, ya sin
ser creyente, ya no se trataba de un problema por resolver sino,
con mayor razón, de un problema resuelto en el interior de su
propia conciencia puesto que ya había escrito Corydon; y, por
haber escrito ese libro, había traspasado la fase patética del pro-
blema, como le contaba a Marcel Drouin desde 1911 –un libro
que no fue escrito para dar piedad sino para molestar. Y como
Claudel no puede decidirse a molestar, le tiene piedad.
Para Claudel, esas dos cartas (7 y 8 de marzo de 1914, expe-
didas desde Florencia) constituyen una ocasión inesperada –a
tal punto inesperada que va a comprometer de una vez los me-
Un tan funesto deseo 83

dios humanos para la conversión de Gide al catolicismo. (Gide


decía que su carta [de confesión] y la respuesta de Claudel pro-
ducirían un acontecimiento en su vida. Tiempo después, inclu-
so años después –no se sabe muy bien si no es para lamentarse–,
Gide hará alusión a ciertas circunstancias en las que le parecía
inminente la conversión; y llegará a decir que la fe católica ha-
bría desplegado sus propias cualidades. ¿Podríamos llevar más
lejos la coquetería?)
Como Gide acaba de descubrirse, Claudel también a su
vez se descubre. Primero confiesa que no sabe qué es lo que
le daría derecho de juzgar a alguien, pero cuando va a juzgar
la tendencia, como la tendencia no es separable del sujeto, no
podrá evitar condenar al sujeto. Claudel inmediatamente ata-
ca las prácticas homosexuales y el eventual sistema de defensa
que percibe en Gide. Si la atracción sexual no tiene como sa-
lida su fin natural, se desvía y se vuelve mala. A continuación,
Claudel se refiere a las condenas que realizaron de ese vicio la
Revolución y la Escritura, en particular San Pablo. Pero Gide
no necesitaba de Claudel para saberlo. Y si Gide planteaba
la cuestión de una naturaleza homosexual, independiente de
todo habitus, Claudel ahora no puede dejar de considerarlo
víctima de una herencia protestante que lo habría habituado
a Gide a buscar en sí mismo la regla de sus acciones. Entonces,
insiste esencialmente en los actos y afirma que a un hombre le
basta con el temor a Dios para resistirse a sus instintos anor-
males. Si Gide le habla de su horror a la hipocresía, Claudel
le retruca que es peor el cinismo. Gide debe tomar conciencia
de la grave responsabilidad que asume, sumado al prestigio de
su inteligencia, al convertirse en el apologista de un vicio que
tiende a expandirse cada vez más. En síntesis, en un plano ne-
tamente pragmático, lo pone en guardia contra la reprobación
universal, y remarca en la actitud de Gide una flagrante con-
tradicción: “Yo guardaré un profundo silencio, pero es usted
84 Pierre Klossowski

quien habla y lo exhibe públicamente.” Y agrega esta promesa


que da que pensar: “Y no dude de una cosa, el día en que todos
lo abandonen, usted todavía me encontrará. Conozco el valor
incomparable de un alma.”
Le sigue un post-scriptum para disipar los temores de Gide:
“¡Qué imaginación tan absurda!” Le asegura sólo haberle es-
crito sobre el tema a tres personas de confianza, a Jammes (una
simple exclamación), a Rivière, quien se hizo cargo de su alma,
y finalmente al abad Fontaine, bajo secreto de confesión. “…
Nadie se atreve a decirle nada. Soy el único que se atreve a
hablarle brutalmente con la valentía que me da el interés que
tengo por su alma… y no me atribuya ninguna responsabili-
dad si ve estallar el escándalo que usted mismo desencadenó.”
A cambio de su discreción, le reenvía sus dos cartas y conclu-
ye: “En cuanto a mí, sus dos bellas y nobles cartas acentúan mi
sensación de alivio. Usted se ha confesado ante mí.” Sin embar-
go, en esa misma carta Claudel le ha pedido a Gide que haga
dos cosas: primero, que suprima el pasaje “pederástico” de Les
Caves para su publicación; y luego, que busque a un cura, al
abad Fontaine, a quien Claudel le habría escrito sólo para pre-
venirle de esta consulta.
Al leer la respuesta de Gide, él se muestra con razón más fir-
me. Se precave, previendo que desde ahora le es inevitable po-
nerse a la defensiva, y lleva la audacia hasta protestar: ¿En qué
parte de mis dos cartas usted pudo ver algo que se pareciera a
una apología o incluso a una excusa? Yo simplemente le decía lo
que hay… Le pregunta la dirección del abad F… pero ante todo
le quita a Claudel cualquier esperanza que haya puesto en esa
consulta: si el amor más ferviente y más fiel no pudo conseguir
ningún consentimiento de mi carne, piense usted mismo qué
es lo que conseguirán sus exhortaciones, reprimendas y conse-
jos. (Y ¿qué sentido, le ruego me diga, quiere que tenga para mí
su frase: “A pesar de lo que digan todos los médicos, me niego
Un tan funesto deseo 85

obstinadamente a creer en una determinación fisiológica”?) No


puede aceptar la supresión del pasaje incriminado. “No, no me
pida ni maquillajes ni compromisos; o seré yo quien lo dejará
de estimar.” Y, a su vez, tomando el tono de la reprimenda, le
reprocha a Claudel haber alertado a Rivière, hacia quien Gide
tiene la más viva reverencia. “Se dejó arrastrar por un arrebato
irreflexivo.” Desde entonces, los absurdos, las monstruosida-
des que Rivière imaginará, obligarán a Gide a perturbarlo con
confidencias que hubiera querido ahorrarle. “Adiós. Créame
que mi amistad con usted nunca ha sido más fuerte.” Así, la
carta más franca que Gide le haya escrito a Claudel –al menos
en esta recopilación (ignoramos lo que pudieran contener las
cartas desaparecidas en “el terremoto de Tokio”) se concluye
también con una declaración de las más sinceras que hay. De
hecho, Gide, siempre al momento de separarse de un ser al que
se encuentra unido de algún modo, más allá de toda depen-
dencia, puede amarlo verdaderamente por sí mismo y sentir
libremente su valor.
Si aun, para esta época, Gide hubiera podido ser sacudido,
nada podría haberle hecho más daño que el ademán claude-
liano de intervenir en sus tribulaciones, por más que entonces
fueran reales. Para Claudel la sodomía no puede ser pensada
de otro modo más que como un vicio desarrollado por el hábi-
to, una perversión deliberadamente ejecutada. Que, indepen-
dientemente de cualquier discriminación moral, la concepción
de Claudel, basada en la noción escolástica del habitus, tal vez
sea más cercana a los conceptos psiquiátricos modernos que la
concepción un poco cientificista de Gide, es otra cuestión. La
homosexualidad es una fase natural más o menos pronunciada
del desarrollo sexual que sólo se organiza como un complejo
psíquico una vez que el individuo se establece en esta fase.
Pero Claudel no duda en colocar a la sodomía en el mis-
mo plano que el onanismo o fenómenos tan diferentes entre
86 Pierre Klossowski

sí como el vampirismo, la violación de niños, la antropofagia,


y considera que la justificación del primero implica necesaria-
mente la justificación de los otros (y a la inversa perfectamente
habría tenido razón si, en lugar de Gide, se las hubiera tenido
que ver con algún filósofo libertino del siglo XVIII capaz de ra-
cionalizar cualquier disposición.) La cuestión aquí era saber en
qué medida Gide, que interpreta su propio caso a partir del de-
terminismo fisiológico, no le ofrecía a Claudel un medio para
romper el dilema que Gide había imaginado: Dios o la homose-
xualidad. Pero la sola idea de una constitución normal irreduc-
tible que, por lo menos subjetivamente, constituía el fondo de
la experiencia de Gide –cualquiera haya sido el error de Gide
al respecto– Claudel la rechaza brutalmente como blasfemato-
ria; semejante idea no podría expresar, para él, sino la miseria
de un hombre “víctima de su herencia protestante”. Con de-
cir esto, mucho tiempo antes de poner a Gide en la picota, lo
fuerza, si acaso todavía había necesidad de forzarlo, a apoyarse
en la “picota”, es decir a dar su propia cara a ese “vicio”. En una
palabra, en lugar de liberarlo, lo encierra definitivamente en su
dilema por haber agravado sus términos: Dios o Sodoma –lo
que volvía a asignarle a Gide el gueto homosexual como resi-
dencia forzada.
Por esto mismo, Claudel, al preceder al cura, arruinaba la
imagen del confesor en el pensamiento de Gide. Y además,
aquí la confesión oral se hallaba en concurrencia con la necesi-
dad, no de una confesión pública sino, de una profesión de fe.
De hecho, no había nada que pudiera repugnarle más a Gide
que haber visto sus tendencias –involuntariamente clandesti-
nas– “beneficiarse” del confesionario, mientras que, por el con-
trario, él esperaba la hora de proclamarlas. Confesar en secreto,
y como faltas ante el tribunal de la Iglesia, deseos y actos que
fueron sentidos o consentidos por sí mismo como una nece-
sidad natural, y cuya reiteración –con o sin razón– le parecía
Un tan funesto deseo 87

ineluctable, era a sus ojos cometer un fraude para redimirse.


Bajo la perspectiva de su discusión tan mal llevada con Claudel,
entrar en un confesionario era, para Gide, como arrojarse en el
sacrilegio. Pues bien, si hay algo de lo que Gide tenía precisa-
mente horror, era de mostrarse bajo la luz del satanismo que
consiguió el prestigio literario de algunos. Revelándose contra
una interpretación de Montfort (“El Sr. Gide quiere ser un pe-
cador, desea las leyes para disfrutar el sabor de transgredirlas”,
etc), escribe en su Journal (abril de 1910): “Esta concepción
del pecado-sorbete, del sacrilegio y del satanismo (que fue la de
Barbey d’Aurevilly, por ejemplo…) no puede ser menos protes-
tante. Además, y por esto, no puede ser la mía.” ¿Pretenderemos
acaso que para un pederasta antes que entrar en la Iglesia es
mejor permanecer en el protestantismo si ya está ahí? Lejos
nuestro está creer en semejante absurdo. Pero como el proble-
ma ha sido mal planteado, primero por Claudel y luego por sus
otros amigos católicos, ésta es un poco la respuesta que Gide
se ha dado a sí mismo: “Más vale no entrar, es también el me-
jor medio para no salir.”12 Además, si aquí la sensibilidad actúa
como espejo deformante y el confesionario se refleja como un
lugar de mercado negro –puesto que los “calvinistas” siempre
son un poco proclives a ver maniobras clandestinas en los ritos
católicos (“juego de manos, juego de villanos”)– es porque, en
el caso puntual de Gide, la reacción de Claudel tuvo como re-
sultado reforzar esa tendencia al recelo. Desde entonces Gide
se “purificará” por su parresia y justificará la homosexualidad al
hacerla pública mientras que, en contraposición, sospechará de
la Iglesia como de una empresa impura.
Claudel, por su parte, no vio en la herencia protestante de
Gide más que hábitos de pensamiento, aún cuando se trate de

12
Gide se expresa de este modo, no a propósito de sí mismo, sino del pen-
samiento de Miguel de Unamuno a quien Claudel había acusado de herejía.
(Journal, febrero de 1916)
88 Pierre Klossowski

tener en cuenta esta herencia, no su elaboración, por sus hábi-


tos ancestrales de reflejos afectivos. No descubrió los vestigios
del sentimiento calvinista de la naturaleza caída y condenada,
sentimiento que no espera la santificación de Dios (como la fe
católica) sino el perdón. En Gide, por supuesto, ese sentimien-
to de la naturaleza condenada no se confirma como concepto
teológico sino como el sentimiento personal de su irreductible
constitución –es decir del problema que Dios ha inscrito en su
carne. De aquí también aparece en Gide la tendencia al desdo-
blamiento, el interés por el problema del doble el cual también
ha acosado, particularmente, a la literatura protestante: ¿Soy
elegido? ¿Estoy condenado? Mas, no por ser elegido dejó de ser
un condenado agraciado, porque Dios, que consiente en no ver
mi pecado para admitirme, es exterior a mí. Sean cuales fueren
mis obras, sólo serán agradables para Dios si las considero como
obras de pecado. No puedo, pues, pretender ser de Dios si no
reconozco, primero, ser del Diablo. De esta religión, Gide tan
sólo ha conservado la necesidad de condenarse y de condenar
una “aptitud” por otra bajo la forma del desdoblamiento por-
que, en la profunda imposibilidad de cambiarse, el otro asumirá
esta imposibilidad que la conciencia, aliviada, o mucho mejor
expectante, se contentará con describir bajo el pretexto de ha-
cer psicología. Este es el sentido de las pseudo-entrevistas de
Gide con el Diablo, para él, ésta ha sido la atracción reciente de
la Confession du pécheur justifié de James Hogg, que le da otra
posibilidad para interpretar al Diablo como simple “exteriori-
zación de nuestros propios deseos” a quien le complace hacer
decir: ¿Por qué me inspirarías temor? Sabes bien que no existo.
Aun cuando la pregunta se haya podido plantear realmente,
esto es al fin y al cabo lo que ha amenazado con más fuerza e
incluso compensado la necesidad, o la ausencia de necesidad,
de la confesión oral.
Un tan funesto deseo 89

De este modo se pueden distinguir dos etapas en la curva de


vida de Gide: la primera, completamente situada bajo el signo
del secreto, que determina la aptitud para los contrarios y lo dis-
pone para el desdoblamiento y llega hasta el día anterior a la
publicación de Si le grain ne meurt; con esta obra aparecen casi
en simultáneo Corydon y Les Faux-Monnayeurs, y es entonces
cuando comienza la etapa de la parresia. Ésta está signada por
la divulgación de escritos íntimos en las publicaciones sucesi-
vas de su Journal, las más recientes de las cuales revelan las más
virulentas confesiones. A causa de esto, Gide llegó a arruinar,
en lo que le concierne, la noción tradicional de vida íntima.
Con la publicación en vida, de lo que otros escritores de su im-
portancia hubieran reservado para la posteridad, si no a la des-
trucción, ha querido demostrar que nada en nosotros mismos
justificaba el secreto (en la medida que otras vidas no fueran al-
canzadas en su interés personal) y que toda experiencia perso-
nal siempre es vivida en función de todos. Con esto extiende al
ámbito de la vida personal su lucha contra el encierro familiar.
El secreto equivale a un capitalismo psicológico y espiritual, y
su divulgación, a una puesta en común de la vida de las almas.
Es una manera de devolverle al individuo todo lo que le debe a
la comunidad humana que siempre lo sobrepasa y a la que no
puede sobrepasar un instante sino gracias a una conjunción de
diferentes corrientes en su propia conciencia; conciencia que,
con sus experiencias vividas, se debe a la existencia de todos.
Dicho esto, cualquier cosa que se pueda divulgar ¿en verdad
constituía la auténtica vida íntima? Y más allá de toda divulga-
ción imaginable ¿no permanecería algo irreductible que igno-
ramos y que, aún habiendo exigido esa divulgación, no dejaría
de ser la más auténtica, esa vida que, liberada de todo lo que
debería ser dicho, seguiría siendo a su vez la más intangible, la
única intimidad que en verdad importase, la única válida?
90 Pierre Klossowski

De este modo, un día Gide se interesó en comentar los defec-


tos de un viejo filme alemán, Nosferatu le Vampire: “Si tuviera
que recomponer el filme, representaría a Nosferatu –que sabe-
mos desde el comienzo que es el vampiro– no bajo aspectos te-
rribles y fantásticos sino, por el contrario, con los rasgos de un
joven inofensivo, complaciente y encantador. Me gustaría que
fuera con indicios muy débiles al principio, que pueda suscitar
la inquietud en el ánimo del espectador antes de suscitarla en el
del héroe. Así, ¿si antes que nada se presentara a la mujer bajo
esta forma encantadora, no sería mucho más escalofriante? Es
un beso que debe transformarse en mordida. Si lo primero que
se hace es mostrar los dientes, no es más que una pesadilla in-
fantil”. Cedemos a la tentación de buscar en esta fortuita y ex-
celente digresión un reflejo de su propia imagen en el espíritu
de los bien pensantes, si no al menos de su propio demonio. A
pesar suyo, Gide se ha vuelto para ellos en una suerte de vampi-
ro espiritual. Pero, ¿hasta qué punto no contribuyó un poco en
la elaboración de esta imagen? ¿No se dejó llevar por el juego?
¿No fingió él también haber tranquilizado al espectador: Pero
no, no hay nada terrible en eso, nada que no sea natural: cuanto
mucho, quizá bastante encantador –así es como imaginaría ha-
cer en el escenario? ¿No juzgó él también que mostrar los dien-
tes al comienzo sería determinar en los espíritus una pesadilla,
no ciertamente infantil pero que comprometería su verdadero
pensamiento? Más adelante modifica un poco la escena que
aquí dibuja: “Con gusto lo vería (al vampiro) como un mons-
truo repugnante para todos; encantador sólo para la mirada de
la joven, víctima voluntaria y seducida; pero que seducido a su
vez se vuelve cada vez menos horrible hasta devenir el ser ex-
quisito del que, antes que nada, ha tomado la apariencia. Y es a
este ser exquisito a quien debe matar el canto del gallo, a quien
el espectador debe ver desaparecer repentinamente y con alivio
y lamentos.” Gide nos brinda aquí una parábola de su propia
Un tan funesto deseo 91

aventura: él es a la vez la joven, víctima voluntaria y seducida


(ésta es su propia imaginación), y el “monstruo repugnante
para todos” –es decir aquel que temía parecer–; encantador
ante la mirada de la joven “víctima voluntaria y seducida” como
dirán sus críticos; porque si la joven muestra un poco su propia
curiosidad que va a la juventud, esta curiosidad se parece a la
juventud de Gide que va a convertirse en ese ser exquisito del
cual, antes que nada, ha tomado la apariencia. Y, si el canto del
gallo, a pesar de todo, debe matar esta fisonomía que se preten-
día auténtica, es porque da la señal de lucidez que pone fin a
este juego del desdoblamiento, del intercambio y de las influen-
cias –porque no se ejerce impunemente la influencia– y que,
en fin, anuncia al hombre resignado consigo mismo –pero, en
verdad, no por eso satisfecho.
IV

Prefacio13 a Un prêtre marié de Barbey d’Aurevilly

13
Cf. Un prêtre marié de Barbey d’Aurevilly con prefacio de Pierre Klossowski,
París, Éditions du Club Français du Livre, 1960.
Un prêtre marié es una de las obras del autor de las
Diaboliques, si no de las menos conocidas al menos de las más
olvidadas hoy en día. En su época fue también el menos apre-
ciado de sus libros.
Gracias a la distancia, parece un libro clave que da cuenta,
en distintos grados, de lo mejor y de lo peor, de lo artificial y
lo auténtico que forman indisolublemente la personalidad de
Barbey d’Aurevilly.
Si Barbey d’Aurevilly compuso un personaje de sí mismo des-
tinado al mundo exterior, con este doble brindó retratos, que
sólo relativamente son autorretratos: como el Rollon Langrune
del prólogo, narrador de la historia.
Del autor al “retrato del autor” se efectúa una cristalización
de diversos impulsos que deben subordinarse unos a otros para
conseguir la fisonomía y el ambiente requeridos por el cuadro.
¿Cuáles son los impulsos que actúan aquí? Barbey le presta
algunos de sus humores y de sus cualidades a su doble: algo
de su fulgurante elocuencia, de la delicadeza con un poco de
astucia lasciva, un aspecto teatral, de la piedad nostálgica; y en
todo esto un sentido profundo de la nobleza del dolor, una pre-
dilección por esta generosidad del corazón que se soporta hasta
la vergüenza y la ignominia.
Sus impulsos más fuertes, la agresividad y la voluptuosi-
dad, aparecen tanto bajo la máscara del polemista católico
como bajo la del refinado. Pero una violencia, una crueldad,
una voluptuosidad en el horror, tal como unos años más tarde
van a explotar en Les Diaboliques, buscan aquí en el lengua-
je de Rollon Langrune apaciguarse de otro modo que por la
96 Pierre Klossowski

evocación de escenas y gestos desenfrenados. La invocación al


mar, a los bosques, la luz del ocaso de los lugares ancestrales,
el remontarse fantasmal de épocas pasadas aportan antes que
una satisfacción, una liberación más acertada en una atmósfera
pura de las sanies de la carne y sus desgarramientos.
En los propósitos de Rollon Langrune, el fervor del defen-
sor de la ortodoxia se alterna con la nostalgia de un mundo
de costumbres desaparecido bajo las convulsiones sociales. La
pérdida de los privilegios sociales ha encontrado, sin embar-
go, una compensación de un orden más sutil: el privilegio de
experiencias exclusivas que desde entonces pretenden afirmarse
como autoridad.
En el mundo de una sociedad que se mercantiliza con sus
nociones de progreso y de lo útil –mundo que fue el contex-
to martirizante de Baudelaire, de Nerval, como también de
Barbey– las experiencias exclusivas al igual que la creación poé-
tica están marcadas por el estigma de lo inútil. Para Baudelaire,
para Nerval –y bajo otros aspectos, para Nietzsche– el carácter
inútil de las experiencias exclusivas reside en estas palabras de
Thomas de Quincey: el lastre de lo incomunicable. Entre lo in-
comunicable y el mundo social hostil hay actitudes de rechazo
declarado o larvado, o incluso de compromisos provisorios. El
dandismo, más importante en Barbey que en Baudelaire, se
presenta entonces como la máscara de esta autoridad y de este
privilegio que confieren las experiencias exclusivas, como la
máscara apropiada para esconder el estigma de lo inútil.
El dandismo, en el plano social, ha recurrido a la paradoja
para escapar a su propia vulgarización: este es el aspecto del
dandismo que Barbey ha introducido en el tipo de polémica li-
brada en nombre de la reacción legitimista y católica, contra el
espíritu burgués, positivista y laicizante. Allí su agresividad ha
desplegado toda su elocuencia. “Lamartine considera que soy
un criminal y mucho más atroz porque soy grande (sic) porque
Un tan funesto deseo 97

soy un Marat (¿es por esto que soy grande?...) católico y pin-
to la guillotina de blanco (sic).” Barbey se refiere a esta frase de
Lamartine con una indignada satisfacción. Parecer un criminal
mucho más atroz porque se es grande. Barbey se concede con
gusto el nihil obstat. Allí, en efecto, y gracias a una obstinada in-
admisibilidad opuesta a las convulsiones sociales, no obstante
una visión perfectamente lúcida del acontecimiento, hay un
gran riesgo de que la paradoja se vuelva una “mala fe” delibera-
da respecto a los que no tienen ninguna fe. Aquí, el dandismo
se combina de una manera extraña con una chuanería14 intelec-
tual que otros, de una estatura muy inferior a la suya, explota-
rán con menor genio y mayor deshonestidad. Según el axioma
que señala que no hay verdad para los enemigos de la verdad,
ni moral que cuidar respecto de los contempladores del dogma
que por sí mismo funda la moral, todas las mistificaciones es-
tán permitidas tanto respecto de sí mismo, como respecto de
un mundo que ha perdido el sentido del misterio y sólo quiere
contar con el hombre.
Ahora bien, con el pretexto de defender la ortodoxia, la
monarquía, Barbey no podría, pese a todo, retomar realmente
la postura de un Joseph de Maistre. Íntimamente, se sabe de-
fender de lo propio que le pertenece, de lo incomunicable de
sus experiencias exclusivas; y, por eso, la paradoja aurevilliana,
más específicamente en la creación poética, hunde sus raíces en
una teología negativa y se explicita en las figuras de semejante
teología.
En efecto, la violencia agresiva no podría bastarse con la po-
lémica, que más bien la despilfarra; ésta no es más que un modo
exterior y social de refutar, por medio de la paradoja, el respe-
to humano en su base y lo que lo rodea; mientras que aquella
14
La voz francesa chouannerie refiere a la guerra o insurrección de los Chua-
nes, un levantamiento de partisanos contrarrevolucionarios de Bretaña que
hacían la guerra en los bosques; es también, por extensión, el término que los
escritores liberales franceses de la revolución dieron a los realistas. (N. de T.)
98 Pierre Klossowski

busca, por el contrario, un terreno donde pueda confesar, de


manera sugerente y comunicable, pero disfrazada y prestándo-
se siempre a una interpretación equivoca, su complicidad con
las fuerzas sin nombre que no son más que “tinieblas” para el
respeto humano.
La fabulación novelesca, que aquí realiza plenamente esta
función, tiene la ventaja de enriquecer el alcance exegético de
todo aquello que imagina, sin perder nada de la eficacia com-
bativa de la paradoja: contra el humanitarismo del siglo, ese in-
fame que a su tiempo hay que aplastar, desarrollar lo inhumano
a gusto y en el nombre del Dios escondido. Ilustrado tanto en
Les Diaboliques como en Un prêtre marié.
Aquí hay un juego peligroso. Porque suministra armas con-
tra la religión, más aún, abunda en el sentido del voltaireanis-
mo –por reivindicar como otros valores positivos todas las
quejas aceptadas contra la religión, criticada como inmoral y
dañina por los humanistas de todas las corrientes. Ahora bien,
tiempo atrás, Sade, según su propio testimonio, y en un senti-
do opuesto aunque análogo, creía haber aportado a la “turba
devocionaria” todas las armas necesarias contra el ateísmo por
haberlo desarrollado hasta sus últimas consecuencias: a saber,
un amoralismo absoluto15.

15
Cf. Marqués de Sade, Cahiers personnels (1803-1804). Textos inéditos, es-
tablecidos, prologados y anotados por Gilbert Lély, París, Corrêa, 1953.
Nunca se podrá agradecer lo suficiente a Gilbert Lély por habernos res-
tituido, entre otros textos, la tan particular Note relative à ma détention, que
data de la detención de Sade en Bicêtre en 1803. Al comentar esta nota en
la que el autor de Justine, que siempre se defendió de haberla escrito, aún
sostiene ese rechazo “puesto que estaba secuestrado en Bicêtre como autor de
tal obra”, M. Gilbert Lély observa que “a comienzos del siglo XIX, cuando se
anunciaba la revancha de los curas, el marqués vitupera contra sí mismo por
haber servido inoportunamente a la causa de los defensores de Dios, entre-
gando al público la novela de Justine cuyos héroes corrompidos son todos
filósofos ateos”.
Un tan funesto deseo 99

En una época en la que el ateísmo, conquistado social y


prácticamente, comienza a construir su moral en nombre de
la libertad de conciencia, Barbey d’Aurevilly no piensa más que
en arruinar esta moral en nombre del dogma, llevando la exi-
gencia religiosa hasta el absoluto de las pasiones. Sade, el ateo,
y Barbey, el católico, son moralmente nihilistas.
¿Qué ha pasado precisamente? Nada menos que el divorcio
de la religión y de la moral inmediatamente seguido, por una
parte, del divorcio de la moral burguesa y de la razón (cientifi-
cista) y, por otra parte, de la razón y del misterio. En vísperas de
esta desagregación total de las estructuras mentales de la socie-

De hecho, en la Note relative à ma détention, Sade argumenta de este


modo para defenderse:
“Léase con atención (la novela de Justine) y se verá que, por una imperdo-
nable torpeza, por un procedimiento correctamente hecho (como sucedió)
para confundir al autor con los sabios y los locos, con los buenos y los malos,
todos los personajes filósofos de esta novela (es decir, ateos) “están corrompi-
dos de perversidad. Sin embargo, yo soy filósofo; todos los que me conocen
no dudan de que hago de ello gloria y profesión...Y ¿podemos admitir, por un
instante, a menos de suponerme loco, podemos –digo– suponer un minuto
que vaya a corromper de horrores y de execraciones el carácter del cual más
me honro?... ¿Vemos tales horrores en mis otras obras?” (Sade hace alusión
a Aline et Valcour.) “Por el contrario, todos los perversos que he pintado son
devotos, porque todos los devotos son perversos y todos los filósofos, gen-
te honesta... Pues, no es cierto que Justine sea mía. Digo más: es imposible
que ella lo sea... Y añadiré algo más fuerte: lo que es muy particular es que
toda la turba devocionaria, todos los Geoffroy, los Genlis, los Legouvé, los
Chautebriand, los La Harpe, los Luce de Lancival, los Villeterques, todos
esos valientes partidarios de la tonsura se hayan enfurecido contra Justine,
mientras que precisamente este libro les daba la razón. Habrían pagado por
tener una obra como ésta, tan bien hecha para denigrar a la filosofía, si no
hubieran llegado a tenerla. Y juro por todo aquello más sagrado que hay en
el mundo que no me perdonaré nunca haber servido a individuos a los que
desprecio tan prodigiosamente.” (Cahiers personnels, pp. 63-65.)
Barbey d’Aurevilly iba a hacer uso, en sus propias novelas, de ese
procedimiento correctamente hecho para confundir al autor con los sabios y los
locos.
100 Pierre Klossowski

dad, ¿cuál es exactamente la postura de un polemista católico


como Barbey?
Es probable que el autor de Prêtre marié y de Les Diaboliques
haya, si no realmente pensado, al menos perfectamente sentido
que los principios laicizantes, en particular la libertad de con-
ciencia, eran de una inspiración directamente cristiana; y que
por medio de estos principios haya atacado nada menos que a
la moral cristiana pura y simple. Si se admite que hay que rete-
ner algo de la ortodoxia católica, y exaltar tanto mejor como
apologeta, esto es las estructuras que por sí mismas son las más
extrañas al espíritu evangélico, pero las más cesáreas, las más
“maquiavélicas”, y las más inquisitoriales también; para él, un
majestuoso edificio construido de interdicciones y de signos
ambiguos gravitantes desde entonces alrededor de la Hostia
como alrededor de un símbolo de una magia pasional, donde
se polarizan a la vez la Preciosa Sangre y la Falta, la carne ce-
leste y la carne pecadora. Aquí, no solamente el odio al siglo
laicizante, mercantil e incrédulo, la nostalgia de una jerarquía
espiritual que responde al privilegio de experiencias exclusivas,
pueden tomar el aspecto de una defensa de las instituciones
amenazadas; sino también, y sobre todo, una aspiración más
secreta puede encontrar su satisfacción en la práctica de una
magia íntima. Puesto que, en la magia, ese espejo de la ambi-
güedad de las pasiones, de las fuerzas más oscuras pero también
de las más aptas para disfrazarse, como son la agresividad y la
voluptuosidad, con su corolario: la delectación morosa, luchan
y pactan, sucesivamente, con su propia fatalidad.
Barbey se encuentra instalado, atrincherado, en un edificio
semejante, cuando se pone a escribir a la vez Un prêtre marié
y Les Diaboliques, de las cuales algunas son anteriores y otras
posteriores a Un prêtre marié. Les Diaboliques ilustran la ten-
sión entre la carne celeste y la carne pecadora. Un prêtre marié
da cuenta del divorcio de la religión y de la moral, de la razón
Un tan funesto deseo 101

y del misterio, con todas las consecuencias que provocan en el


destino del hombre “apartado” del misterio, y que, no obstante
su elección por la razón, es tributario del misterio. Narrada en
el lenguaje de la ortodoxia, la puesta en escena de este destino
da cuenta igualmente de una valorización mágica de los inter-
dictos y de los signos, en este caso de los del orden sacramental
que unen al cura con la Hostia.
El 14 de marzo de 1855, Barbey d’Aurevilly le escribe a
Trébutien: “... ¡Me he encaprichado con un tema extraño y
la elocuencia ha soplado con fuerza! ¡Cómo sopla todavía la
descarada cuando se despierta naturalmente en mí! Este tema
extraño que llevará el título muy digno de su extrañeza: le
Château des soufflets es una novela de un tema audaz y nuevo
–¡no es larga! Doce folletines (un volumen)–, pero que fuer-
za el interés, como los ladrones, armados de ganzúas, fuerzan
una puerta y la tiran abajo. Ya verá, mi amigo, ya verá, pero
sólo cuando esté terminada –cuyo final no logro cristalizar.
Estoy poseído por el tema mismo. Canto en mi registro y en
mis cuerdas...” El otoño del mismo año le envía el manuscrito
(en su primera versión) a Trébutien: “...Estoy seguro de que lo
leerás como hay que leerlo... leyendo y no hojeando, y sufriendo
el repliegue y el levantamiento del telón que hace el autor, con
sus gradaciones queridas y buscadas... La primera cosa que haré,
luego de Soufflets y Des Touches, será algo vasto y de mucha in-
triga. Pero como sentimiento global, en un rincón del paisaje,
este castillo de los fuelles [château des soufflets], en el que quiero
generar interés como en un hombre, seguirá presente. Hay allí un
tono de relato brusco, audaz, familiar, que no es el tono de todo
el mundo, y para los poetas, en quienes un motivo representado
se convierte en un poema, hay también basamento para una be-
lla fantasía. ¿Calixte les gustará a ustedes? Sultán del ascetismo,
le arrojarán el pañuelo a esa mártir cristiana, que, espero, sea
más verdadera, más humana y menos teatral que Cymodocée, y
102 Pierre Klossowski

que muere por las mordeduras de su padre –a su modo, ¡un te-


rrible león! ¡Ya verán!” (21-22 de septiembre de 1855.) (Lettres
de Barbey d’Aurevilly à Trébutien, París, A. Blaizot, 1908.)
Luego de muchas correcciones, en un intervalo de casi diez
años, la novela aparecerá por folletines en Le Pays en 1864 bajo
el título definitivo: Un prêtre marié, antes de ser publicada en
un volumen en Faure, en 1865. El cambio aportado al título
primitivo revela sólo el desplazamiento del interés que el autor
adoptaba al tratar el tema elegido. El primer título, más “pin-
toresco” y misterioso, hace alusión al aspecto topográfico de
la historia al mismo tiempo que a la actividad particular del
héroe: los fuelles de un laboratorio. La preferencia dada al se-
gundo título, que indica la situación del héroe, título de un al-
cance polémico y apologético, se dirige a la audiencia católica
y, al mismo tiempo, a la opinión laicizante. Se trata de impactar
sobre su reprobación del celibato de los curas. El poco éxito del
libro, si exceptuamos el interés que suscitó en la provincia natal
del autor, y las reacciones negativas, de un lado y de otro, testi-
monian un malestar y un malentendido provocados, en primer
lugar, por el título. Porque casado significaba ateo.
Nadie en ese momento, y tal vez tampoco Trébutien, parece
haber sabido leer “sufriendo el repliegue y el levantamiento del
telón que el autor hace, con sus gradaciones queridas y busca-
das...” En efecto, el telón no descubre ni oculta solamente la
acción, sino que su repliegue y su levantamiento permiten leer
el reverso de la tapicería. La trama está atravesada por ese hilo
que forma el apólogo y su argumento: un cura casado. Pero los
hilos que lo atraviesan y que contribuyen a la inteligibilidad
de las figuras forman, en el reverso, un conjunto de motivos
que son los que hoy nos retienen y nos emocionan. Y nosotros
ahora comprendemos mejor, comprendemos de una manera
distinta a sus contemporáneos y a Trébutien, el comentario que
Barbey le dirigía: “una novela de un tema audaz y nuevo, pero
Un tan funesto deseo 103

que fuerza el interés, como los ladrones, armados de ganzúas,


fuerzan una puerta y la tiran abajo”.
El drama del abad Sombreval16 surge de la persistencia de lo
SAGRADO en el alma de un cura incrédulo. En virtud de la
16
Aquí está la aventura real que le proporciona a Barbey los elementos
de su intriga: sigue casi literalmente la historia de cierto abad Jean Lebon
de Saint-Sauver-le-Vicomte, quien, cura que tomó juramento durante la
Revolución y encargado de una misión secreta por su obispo emigrado a
Jersey, se dirigió a París para negociar con el gobierno las condiciones del
retorno del prelado pero, en el intervalo, entabló amistad con el químico
Fourcroy, se convirtió en su discípulo, adoptó sus ideas científicas, colgó los
hábitos y luego desposó a la hija de su maestro. La señorita Lebon, que ig-
noraba el pasado sacerdotal de su esposo, se enteró durante su embarazo y
murió en el parto, haciendo nacer antes de término a un hijo semiparalítico.
El padre viudo educó a este niño: a pesar de su discapacidad, se convirtió
en un bello adolescente que daba muestras de una precocidad intelectual
notable cuando murió a la edad de dieciocho años. (Cf. Jean Canu, Barbey
d’Aurevilly, París, Laffont, 1945.) Tales son los hechos iniciales en los que
Barbey se inspiró para su novela. Pero él aportó una modificación capital:
del hijo del cura que colgó los hábitos ha hecho una joven, hermosa y casta
Calixte, afectada por un mal misterioso. En cuanto al exclaustrado, lo dota
de una fisonomía titánica y transporta a los dos personajes a un ambiente sin
relación evidente con las circunstancias reales. El señor Jean Canu nos cuenta
que cuando el ex abad Lebon regresó a su pueblo, el de Barbey, y compró en
los alrededores de Saint-Sauveur-le-Vicomte el castillo de Quesnay –como
lo hace Sombreval en la novela–, vivió allí en perfecta seguridad sin preocu-
parse de ningún modo por la población. En cambio, Sombreval, instalado en
esa residencia, vive como un paria con su hija y sólo consigue mantenerse allí
afrontando con toda la fuerza de su desprecio la hostilidad desencadenada
de una población supersticiosa que siente como una maldición su regreso al
pueblo y como una provocación su instalación en Quesnay. No sorprende
que en la fabulación, Barbey haya querido que su Prêtre marié tuviera una
hija gracias a la ventaja novelesca para explotar con el personaje femenino
de Calixte (la virgen expiatoria) destinado a inspirar una pasión violenta en
el joven Néel de Néhou. Sin embargo, este último personaje (que encarna
recuerdos de juventud decisivos para Barbey) se presenta en la novela como
un doble de Calixte (la “hinchazón de la vena” en la frente del joven, en los
momentos de cólera, es la réplica del signo de nacimiento en forma de cruz
en la frente de la joven) y parecería como un vestigio, en la mente de Barbey,
104 Pierre Klossowski

operación “objetiva” del sacramento, el hombre ordenado cura


recibe el sello indeleble: por más que se entregue al libertinaje,
al bandidaje, al asesinato, la misa que ofrecerá siempre será vá-
lida. Ni libertino ni criminal a primera vista, pero una vez per-
dida la fe, Sombreval juzga que el sacramento recibido, vacío de
todo contenido a causa de su propio juicio y reducido a pura ar-
timaña, queda sin ningún efecto sobre sus gestos. Se casa, pues;
luego, viudo y padre de una hija enferma, no piensa en otra cosa
más que en consagrarle todos los recursos de su ciencia para cu-
rarla. Este hombre es libre respecto a su conciencia, ¿quién va a
buscarle pelea?, se pregunta la opinión laicizante. ¿Y el medio
de atribuirle a una ira divina las horribles desgracias que acosan
a este viudo, a este padre entregado a su hija?
Ahora bien, su caso es infinitamente más grave que si se hu-
biera entregado al libertinaje. Y Barbey, poniendo en escena
al personaje y su rechazo a perpetuar una comedia siniestra,
apunta justamente a la prevención del lector a este respecto,
quien, espontáneamente tiende a aplaudir la probidad de la
conciencia del héroe.
El abad Sombreval se casa sólo porque ha dejado de creer:
lejos de tratarse de una reivindicación banal del casamiento
de los curas, la ruptura del celibato sacerdotal tiene para él el
valor de un reclamo ateo. “Si es libre respecto a su conciencia
de ateo, responde la Iglesia, no lo es respecto del carácter sa-
cerdotal con que su alma está marcada para siempre”, y es por
ello que el dogma, a través del libro de Barbey, previene la obje-
ción laicizante. No se entendería cómo un ateo podría concebir

del hijo del abad Lebon, muerto a la edad de dieciocho años. Es claro todo
el fruto que un Dostoievski habría sacado de la relación entre un padre ateo
y su hijo creyente. Tal como es, el personaje de Néel no deja de ser, en estado
latente, el hijo que Sombreval hubiera podido tener; y los sentimientos pa-
ternales que este último siente por el joven, del que jamás será su yerno pese
al deseo común, del mismo modo que el ascendiente que el cura ateo ejerce
sobre Néel, no son temas menores en esta novela.
Un tan funesto deseo 105

ni sentir el sacrilegio material y formal a los ojos de la Iglesia,


si no tuviera precisamente él mismo la representación que la
Iglesia tiene positivamente de ello. Esta representación, que
hace mucho tiempo ha compartido por haber sido un hombre
de Iglesia, la carga desde ahora dentro de sí mismo como una
representación negativa, la del juicio que la Iglesia tiene de él:
un cura sacrílego. En efecto, el sello indeleble del sacerdocio,
que él cree haber borrado de su conciencia, ha quedado marca-
do tan profundamente en su ser porque, en adelante, el signo
de elección es un signo de infamia; y lo lleva ahora hasta su
pueblo natal a buscar el descrédito público como una prueba
de fuerza para convencerse completamente de que ha dejado
de ser un hombre intocable, apartado, “sagrado”. Pero, en ese
mismo momento se convierte en ello.
Sin embargo, ¿es entonces un alma moralmente atormenta-
da la que nos representa Barbey con el personaje de Sombreval?
Por nada del mundo. No tenemos que tratar con un héroe de
Bernanos ni de Graham Greene, por ejemplo, autores que
crearon sus personajes desgarrados y contradictorios bajo la
influencia generalizada de la psicología de Dostoievski. Ellos
describen dramas espirituales dentro del personaje. Del mismo
modo la recepción de su público está también bajo la misma
influencia, y es totalmente diferente del público al que apun-
taba Barbey.
No es que Barbey no posea a fondo el subconsciente del cura
renegado; no obstante su romanticismo, procede como un ar-
tista completamente clásico, aun completamente racional para
ponerlo en escena, y construye un personaje del cual a propó-
sito nos esconde la vida “interior”; porque Sombreval es un
personaje de una pieza y hasta el final un ateo inquebrantable.
¿Cómo, entonces, el tema de Un prêtre marié no deja de ser el
de la repercusión, en un alma, del gesto que cree haber tenido
la temeridad de cometer? ¿En el alma de un cura que ha creído
106 Pierre Klossowski

tener la audacia para poder borrar el sello, indeleble según la


Iglesia, que lo hacía un hombre “apartado” para siempre? Pero
no hay más que dar vuelta la pregunta: ¿De dónde viene que
Sombreval permanezca inquebrantable hasta el final en su ne-
gación de Dios? ¿De dónde saca esa energía? Del mismo sello
indeleble, según Barbey, y del poder divino mismo que no es me-
nos eficaz en sus enemigos, como Barbey nos lo representa a lo
largo de este libro. Indeleble es entonces el gesto de borrar el
signo sagrado, indeleble la tachadura que tacha el signo, en la
medida de la indelebilidad misma del sello sacramental. De allí
la imperiosa necesidad de repetir el menor acto natural como
una barra trazada sobre el mundo sobrenatural, de repetir pues
el ultraje hasta el infinito a causa de que, por haberse reorgani-
zado según una subversión que se pretendía “absoluta”, le fue
necesario continuar desde entonces esta subversión a la altura
de la sumisión primitiva que, también ella, se pretendía y había
sido concebida como absoluta. Tu es sacerdos in aeternum... Y
en esto mismo consiste el interés de un aspecto de este singular
libro: la estructura del alma humana esta hecha de tal manera
que no podría vivir sin las prohibiciones, ni podría constituirse
sin ello: la adhesión al ateísmo, para mantenerse, resucita todas
las prohibiciones en las que se apoyaba la creencia, cuando te-
nía que prevenirse contra su regreso.
Sombreval, inquebrantable en su ateísmo, no sólo no mani-
fiesta ningún rasgo de un alma atormentada, sino que además
está dotado de todas las fuerzas de la naturaleza, la única rea-
lidad que admite en adelante. De una salud a toda prueba, de
talla hercúlea, es por añadidura un pozo de ciencia: el hombre
soberano, prometeico, llamado a convertirse en dueño de to-
dos los secretos de la materia, no conoce otro deber que el de
procurar a los otros la felicidad terrestre, la única que el hom-
bre puede pretender. Este hijo de campesino, crítico de la reli-
gión, no tiene nada de un Zarathustra, a menos que su fervor
Un tan funesto deseo 107

científico evoque a Fausto, y que su pasado sacerdotal asista al


personaje de un matiz mefistofélico, pero de un mefistofelismo
muy realista. Además, como padre de una hija, da muestras de
una pasión paternal cuya intensidad sólo es igual a la violen-
cia de su odio a la superstición que lo rodea y a su sentido de
la justicia respecto de los desfavorecidos por la suerte. Este es,
someramente, el hombre soberano, ideal del siglo “positivista”
que se pretende aniquilar: ya que toda su fisonomía sólo supo-
ne expresar que la revuelta contra Dios de toda una generación
con aires de suficiencia, su poder, su moral y su equidad, no
son más que la apariencia de una abominable ceguera. Tal es
el alcance apologético del aspecto del personaje, a propósito
colmado con todas las cualidades humanas y, particularmente,
de las virtudes más apreciadas en nuestra sociedad laicizante.
Sombreval nos es descrito a partir de su propia conciencia,
y no a partir de lo que puede ocurrir en su alma de cura re-
negado, en esa alma que él no hace más que alienar. Y Barbey
hace justamente de esta alienación la materia de su libro: no
sondea el “subconsciente” del personaje, porque lo que noso-
tros designamos de este modo no se traduce de otra forma que
por medio de hechos exteriores que, sin embargo, no serán más
que signos. Ahora bien, el abad Sombreval, por haber pensado
en borrar el sello indeleble del sacerdocio, signo del santo sa-
crificio, será por eso mismo incapaz de concebir el valor de los
signos y de las figuras que van a producirse entorno suyo, más
allá de que él pueda descifrarlos.
Así, todo lo que le sucede en tanto acontecimiento, las rela-
ciones con los otros personajes que surgirán en el curso de su
historia, comenzando por su propia hija Calixte, las interpreta-
rá y actuará en ellas, según su visión cientificista de la existen-
cia, de manera errónea.
En virtud de su apostasía, el abad Sombreval cree haber abo-
lido el orden ilusorio de una providencia inexistente. Pero él,
108 Pierre Klossowski

que ha sustituido los misterios de la fe por la representación


de los secretos de la naturaleza que le corresponde demostrar
a la ciencia, él, el sabio que se entrega a sus experimentacio-
nes químicas para dominar “los movimientos de la materia”,
tan pronto como se ha abandonado a las leyes naturales en su
propia persona, tan pronto como ha cedido a las inclinaciones
humanas más legítimas, se ve privado de las compensaciones
que la realización del acto natural de reproducción debería
garantizarle. La paternidad no le es negada. Dios no destruye
la naturaleza sino que, por el contrario, la vuelve eficaz; como
tampoco le impide pecar para no impedirle la libertad de pecar.
Como si el sello sacramental del sacerdocio violado se hubiera
extendido a la obra de la carne, Calixte, alumbrada por “la mu-
jer de un cura”, del semen de un cura, venida al mundo con un
signo de nacimiento, una cruz marcada en la frente, encarna
el misterio que el cura renegado había rechazado. Convertida
en adolescente, de una belleza sublime, afectada de sonambu-
lismo y catalepsia, la progenitora del abad Sombreval es todo
menos normal y sale por fuera del orden demoníaco o ange-
lical. Y, ¿cómo va a comportarse Sombreval? Del modo más
natural del mundo, del más humano, pero también del modo
más apasionado que sea posible: es decir, con toda la ansiedad
de un padre que teme por su hijo. Es un rasgo genial del autor
de Diaboliques, a la vez que saca una lección misteriosa de la
actitud natural de su personaje. Sombreval, con todo su ateís-
mo intrépido, no tiene más que un dios: Calixte. Y con todos
sus recursos no tiene más que una ocupación ritual: cuidar a su
hija; con toda su ciencia, no oficia en su laboratorio para otra
cosa que no sea para alimentar la presencia de su hija misterio-
samente ausente –al contrario de la presencia real– buscando
incansablemente la formula que debe curar del extraño mal a
Calixte, en suspenso entre la vida y la muerte –lo cual, para él,
se reduce a liberarla de su idea de vocación y redención, que
Un tan funesto deseo 109

francamente atribuye a la aparente neurosis que la afecta. ¿Es


decir que debería volver sobre sí mismo ante una contrarie-
dad tan prodigiosa, emocionarse por su propia suerte, poner
en duda su resolución inicial, su libertad, su elección? Pero la
pregunta no puede ni siquiera plantearse para él, porque entre
Calixte, que es un signo, y él hay una paternidad prohibida, que
hace indescifrable ese signo para él. Es por esto que Calixte,
esta frágil niña, esta secreta carmelita que reza noche y día por
la redención de su padre maldito, es también la roca erigida por
la Providencia contra la que Sombreval se va a quebrar.
No me detendré aquí para seguir en detalles las desconcer-
tantes peripecias que preparan su caída y que son ocasionadas
por dos circunstancias: en primer lugar, el rechazo de Calixte,
obligada por sus votos secretamente pronunciados, a despo-
sar al joven Néel de Néhou, al que ella exaspera con su pasión
hasta el delirio17, mientras que Sombreval no hace nada para
favorecer ese amor y el matrimonio que espera como el medio
17
El amor desesperado del joven Néel por Calixte, la virgen propiciatoria, es
sin dudas uno de los temas más personales de Barbey.
La deseable pero imposeíble Calixte, cuyo bello cuerpo no parece haber
sido creado más que para “transustanciar” por el sufrimiento las emociones
demasiado humanas que inspira en el joven, “presencia ausente” y pues, “pre-
sencia real” ante la cual se consume y se purifica su deseo carnal –la fascina-
ción que produce en él hasta sólo hacerle sentir repugnancia de su propia pro-
metida–, pero sobre todo la escena infinitamente cruel en al que Calixte ya
moribunda lo reconcilia con su prometida y lo obliga a Néel a comprometer-
se solemnemente en el matrimonio –a la vez que Néel ha perdido todo gusto
por la vida–, todo este grupo de circunstancias resalta una representación
maniquea en Barbey, pero del mismo modo en que la habíamos estudiado en
Sade, como un componente fundamental del mito sadista y del amor cortés.
La idea de la decadencia, de la degradación, de impureza unida –en Sade–
a la representación de un dios creador de criaturas necesariamente impuras
que lleva a la decadencia a cualquiera que se vincule con ellas, una noción de
pureza se desarrolla a partir de su ateísmo –pureza de lo increado, pureza de
la nada–, noción que asociada a la destrucción del mundo sensible, al goce
de destruir, forma junto con la destrucción una única exigencia absoluta: el
alma sadista (ella misma en tanto que criatura) no se aferra al objeto amado
110 Pierre Klossowski

y no lo conserva más que para destruirlo, de modo que desarrolla su propio


género de crueldad.
La imagen de la virgen, de la mujer casta, símbolo de la imposeíble pureza
celeste, en tanto que este símbolo maldice a la codicia viril, se convierte, por
su carácter en sí cruelmente provocante, en el objeto de predilección sobre
el que se ejerce la crueldad sadista en su representación hasta la sospecha del
objeto inviolable-violable. La única satisfacción de la virilidad maldita por
haber querido gozar la imposeíble pureza. Esto no es pues más que la réplica
del amor cortés: allí, la imagen de la mujer inviolable condena a muerte a la
virilidad pero la exalta hasta la adoración de la pureza celeste bajo la forma
de una criatura. Y, sin embargo, la adoración misma sólo sostiene la imagen
de la pureza inviolable al restablecer continuamente la representación opues-
ta: imposeíble, la pureza no por ello es menos violable en la criatura que la
representa. Aquí una vez más el amante, por una delectación morosa a con-
trapelo del sadismo, destruye sin cesar la forma carnal de la pureza, pero la re-
constituye inmediatamente por su misma aspiración a poseer en la criatura la
imposeíble pureza. En el amor cortés, como en la representación sadista, esta
imagen de la imposeíble pureza exalta la energía viril hasta el goce mismo de
su maldición. Al retratar así la pasión del joven Néel por Calixte, que ilustra
el tema del amor por la mujer imposeíble, Barbey describía, y por tanto reac-
tualizaba, lo mismo que él había experimentado durante su adolescencia. Sin
duda, cuando tenía trece años, su pasión por la mujer de su primo Edelestand
du Méril, la bella Ernestine, de quien cuenta que, al ayudarlo a subir a la silla,
abrazó las rodillas de la joven amazona con tanto ardor que más tarde lo re-
cordará como la posesión la más intensa que jamás haya vivido. Pero mayor
resonancia en su espíritu adolescente tuvo la experiencia que le cuenta, del
siguiente modo, a Trébutien: “…En verdad nací el día de los muertos, a las
dos de la madrugada, con un tiempo del Demonio. Llegué como Rómulo se
fue, en una tormenta. Como Fontenelle, casi muero una o dos horas después
de mi nacimiento, pero hay buenas razones para que muera antes de los cien
años. Parece que el cordón umbilical había estado mal anudado y que mi san-
gre se llevaba mi vida en las mantas de mi cuna, cuando una señora (mi pri-
mer amor secreto de adolescente), amiga de mi madre, se dio cuenta de que yo
empalidecía y me salvó no de las Aguas, como Moises, sino de la Sangre –un
río distinto en el que iba a fenecer. ¡Qué destino particular! Una mujer me
salvaba para que yo la amara trece años después, con esa ardiente timidez que
es la más terrible enfermedad que conozca… ¿Tiene un encanto mayor por la
lejanía de la infancia? Pero esta mujer, ahora anciana, que nunca supo nada de
los ardores que me provocó y por la que, físicamente, estuve a punto de morir,
no la volví a ver desde que terminé el colegio, y ¡nunca más encontré desde
Un tan funesto deseo 111

más seguro para curar a Calixte de su neurosis. A continuación,


el extraño rumor del incesto que comienza a propagarse y que
incita a Sombreval a alejarse y a recurrir entonces a la siniestra
estratagema que precipita el fin de la historia, con la dolorosa y
resignada complicidad del joven Néel.
¿Con qué intención el autor ha insinuado ese rumor que
imputa el incesto a la pareja del padre maldito y de su hija, la
casta Calixte? Sin dudas, no se trata de una simple bisagra de la
acción, y me atrevería a decir que Barbey, a lo largo de todo el
desarrollo de la intriga, ya pensaba en eso, guardándose de ele-
gir el momento propicio para hacer intervenir ese simple epi-
sodio como uno de los caminos imprevisibles de la Providencia
y que, de hecho, no es otra cosa más que una provocación a la
intención de Sombreval. Por episódico que sea, y se verá su va-
lor respecto del “escenario” del desenlace, el inconcebible ru-
mor tiene el valor de esos signos que Sombreval no discierne;
lo toma como una pura y simple calumnia cuya absurdidad y
odiosidad lo escandalizan, menos a él que a Calixte. Por haber
querido justificar lo humano contra Dios, la naturaleza contra
lo sobrenatural, las normas de la razón contra el misterio –tal es
el alcance apologético de este episodio–, Sombreval ha perdido
las herramientas para justificarse ante los hombres, aún cuando
él sea completamente natural, razonable, normal y humano.
Ahora, este Dios, contrario a la naturaleza y a la razón lo reivin-
dica otra vez a él, el hombre “apartado”. Pero, por el sesgo del
rumor calumnioso, le habla ahora en un lenguaje equívoco, de
modo tal que, a causa de la imputación difamatoria de incesto,
Sombreval, este hombre íntegro, se ve doblemente herido en
su honor y en su amor paternal: la castidad de su hija Calixte,
la sierva de ese Dios “contra natura”, es cuestionada. Allí donde
Sombreval se libra a su inclinación no sólo más humana sino
más legítima, aparece de repente como el padre desnaturaliza-
entonces, bajo la ceja amada, la mirada azul sombría del halcón enfurecido
que para mí tuviese el valor de aquella imperiosa y orgullosa mirada!
112 Pierre Klossowski

do de una hija corrompida. En cuanto a Sombreval, poco le


importa que una población supersticiosa le impute todos los
crímenes. Sin embargo, porque tiene un sentimiento innato de
la justicia, teme que esta calumnia sea mortal para Calixte, lo
que decida va a perderlo y va a hacerle perder a Calixte, a causa
de haber actuado como un padre, no desnaturalizado sino sim-
plemente humano.
La pareja de Sombreval y de su hija Calixte vive en el des-
crédito general, como el de los parias replegados el uno sobre
el otro, en su lucha uno para el otro y uno contra el otro –al
verlos ahora acusados de incesto, ¿cómo no pensar aquí en
aquella que paralelamente forman el padre y la hija en Eugénie
de Franval del marqués de Sade? Aquí tenemos la representa-
ción de un incesto consumado, pero, a primera vista ¡qué pareja
deliberadamente monstruosa respecto de Sombreval y Calixte!
Eugénie no solamente es la amante de su padre ateo, sino que
también es su dócil discípula; Franval lleva la corrupción de su
hija hasta el asesinato de su madre. Y, sin embargo, Franval da
muestras del mismo celoso fervor por conservar a su hija con
el libertinaje, la misma ansiedad por sustraer a Eugénie a la fa-
milia y a los proyectos de matrimonio, al igual que Sombrevar
por conservar a Calixte viva con la esperanza de casarla con el
joven Néel. Ahora bien, casi en los mismos términos, ambos
ateos confiesan que no tienen más que una religión, más que
un dios: sus hijas. ¿Es esto pura coincidencia? Sucede que en
Eugénie de Franval, el padre incestuoso se precipita en lo inex-
tricable luego de una discusión con un cura y que, en Un prêtre
marié, es luego de la gestión de un cura ante Sombreval, para
tratar de alejarlo de su hija con el fin de silenciar el odioso ru-
mor, cuando Sombreval decide recurrir a la estratagema final.
Es interesante seguir por un instante las extrañas similitudes
que, en su disimilitud misma, presentan la novela de Barbey y
la novela de Sade. Esta aproximación permite, en efecto, sacar
Un tan funesto deseo 113

una afinidad de estructura entre los dos personajes, sus disposi-


ciones interiores a partir del ateísmo y sus reacciones respecti-
vamente diferentes respecto del incesto, inherente a la paterni-
dad. Franval, como todos los héroes de Sade, invoca el ateísmo
para entregarse libremente a él, con el pretexto de legitimar sus
actos. En cambio, el abad Sombreval, luego de convertirse en
ateo, no conoce más que el matrimonio, la viudez y la paterni-
dad. Uno y otro personaje pisotean la ley divina, pero mientras
Franval destruye concientemente las instituciones familiares
al reivindicar el incesto como un privilegio de la paternidad,
Sombreval se vale más bien de estas instituciones como de un
privilegio humano que quiere establecer sobre las ruinas de la
religión. Franval no es más que un perverso, celoso hasta des-
truir su propia familia, Sombreval está totalmente desprovisto
de perversidad, la sola idea de que se pueda sospechar de la pu-
reza de Calixte le inspira un horror tan grande que, precisa-
mente este horror al vicio, lo va a conducir al asesinato, como
leeremos, lo va a conducir a la consumación real de su sacrilegio
y finalmente al suicidio, al igual que a Franval. De esta forma,
dos obras de inspiraciones opuestas concluyen en un idéntico
desenlace. ¿Qué demuestra esto? Que ambos autores, como
sus personajes, se complementan el uno con el otro gracias a
sus afinidades expresadas de distinta manera; a saber, la nada
de la moral. A partir de este paralelo entre Eugénie de Franval
y Un prêtre marié se mide toda la inversión de los principios
efectuada después de Sade: en este último, el ateo Franval, con
la violencia de su pasión incestuosa, se rebela y lucha contra
una divinidad aún completamente racional, pronunciada tanto
en las instituciones sociales como en las normas de la natura-
leza humana. Desde luego que Dios está del lado de la razón y
el hombre sin Dios del lado de las fuerzas oscuras. En Barbey
d’Aurevilly encontramos una conmoción total de las relaciones
del hombre con Dios, ya que, entre medio, hubo un Joseph de
114 Pierre Klossowski

Maistre; el argumento de autoridad se subordina a la razón;


ésta no es más que un medio para persuadir que toda la existen-
cia revela al Dios oculto e incomprensible; su lenguaje es el de
las catástrofes y los crímenes, y no el de la virtud y la prosperi-
dad. Y en Un prêtre marié aparece, a continuación, la acción de
una potencia divina que, a los ojos de la razón, parecería antes
bien cómplice del delirio y de la trasgresión de las leyes, puesto
que pone a la naturaleza fuera de sí misma y torna irrisorio el
sentido común.
Cosa notable, pero que termina de pintar su carácter de cura
renegado, Sombreval aún si es incapaz de descifrar los signos
para sí mismo, no por ello posee menos el sentido del valor de
esos signos para su propia hija. Aún más, respeta la piedad de
Calixte, pero al modo en que lo hace un hombre sano frente al
delirio de un ser querido; es el temor a perderla quien le inspira
ese respeto. Por lo tanto, va a tratar de conquistar otra vez la
vida de esta niña que una religión, para él detestable, le disputa;
y va a pedirle prestado al mundo de los signos, que es el mundo
de Calixte, una última oportunidad para curarla. En otros tér-
minos, va a usar la magia simpática para “exorcizar” el alma de
su hija. Cumplirá con todos los gestos de la piedad, del arre-
pentimiento, irá a pedirle perdón al obispo, y en su retiro pe-
nitencial celebrará de nuevo la santa misa. Calixte podrá creer
oída su plegaria, y al ver a su padre tocado finalmente por la
gracia, se considerará liberada de sus votos y desposará a Néel.
Por la felicidad de su hija, Sombreval sacrificará su firme con-
vicción en la que descansa toda la probidad de su conciencia: la
inexistencia de Dios... Aquí aparece la naturaleza propiamen-
te inquisitorial de la psicología de Barbey: por amor paterno,
poco le importa a Sombreval burlarse de un dios inexistente
que acaba por burlarse de sí mismo. Dios soporta a los ateos
por su amor a la verdad. Pero Sombreval no cree ni siquiera en
su propia verdad. Como si la justicia divina no hubiera espera-
Un tan funesto deseo 115

do más que este momento para ejecutar la sentencia hasta en-


tonces suspendida, el castigo celeste aplasta inmediatamente al
cura impostor. Con el anuncio de la conversión de su padre, la
alegría de Calixte fue demasiado fuerte como para no hundirla
en la peor de las crisis. En estado cataléptico, Calixte tuvo la vi-
sión de la abominación de su padre. Muere por ello. Prevenido
demasiado tarde, y de regreso tras la inhumación de su hija, a
Sombreval no le queda más que, presa del más furioso delirio,
desenterrar a Calixte y arrojarse con su cadáver en el estanque
de su morada.
Un desenlace tan rigurosamente lógico en su salvaje gran-
deza, pero tan paradójico en la crueldad de su intención apo-
logética, no podía más que escandalizar a los bienpensantes
del catolicismo liberal. El sacrificio de Calixte, aparentemente
“inútil” por los sufrimientos que suscita en el joven Néel, y que
sostiene el aliento en el lector a lo largo de todo el relato, la
gracia negada al padre maldito: en toda esta historia, ¿en que se
convertiría el dogma de la inversión de los méritos del inocente
a favor del culpable? ¿Por qué este fin nos parece tan verdade-
ro? ¿Por qué los motivos invocados nos parecen tan falsos?
Pero semejante cuestión parecería completamente vana si
uno no estuviera tentado de tomar este libro en sentido literal
y buscar su valor edificante. Para deshacerse de esta ilusión, que
quizá fue la ilusión del autor, es bueno considerar las dificulta-
des que no puede dejar de afrontar todo novelista que demues-
tra una tesis, y con mayor razón todo novelista apologético.
Barbey, en efecto, no deja de subrayar muchas circunstancias
que revelan inmediatamente el dogma, tanto el de la prescien-
cia divina como, fundamentalmente, el de la redención. Ahora
bien, estos dos aspectos plantean en seguida el conflicto, irre-
soluble para la razón, de la coincidencia de la gracia y de la li-
bertad de la voluntad. Y veremos que Barbey, arrastrado por el
movimiento mismo de su creación, desbordando tal vez su pri-
116 Pierre Klossowski

mera intención, si ha querido “demostrar” algo, habría demos-


trado la impotencia de las voluntades libres de actuar unas so-
bre otras. ¿Por qué Calixte, a pesar de su holocausto, no parece
poder hacer nada contra la maldición que conduce a su padre al
suicidio, como tampoco Sombreval pudo arrastrar a Calixte a
ceder ante el joven Néel? Porque los santos, en virtud de la santa
voluntad inspirada por Dios, quieren que se produzcan muchas
cosas que, sin embargo, no se producen cuando se reza por algunos
de manera piadosa y santa; y no hace Dios lo que le ruegan que
haga, habiendo impreso él mismo en ellos esta voluntad de rogar
por su Espíritu santo. Por ello, cuando los santos quieren y rezan,
según Dios, que cada uno sea salvado, podemos decir: “Dios lo
quiere y no lo hace”, en el sentido en que decimos que quiere él
mismo lo que hace que ellos lo quieran. ¿Qué quiere decir que
Dios no escucha el rezo que inspira a los santos por la salvación
de todos y de cada uno? Esto concierne a la presciencia por la
cual Dios sabe de antemano que tal o cual hombre querrá o
no querrá pecar. San Agustín no entiende que esa presciencia
divina pueda encadenar la libre voluntad del hombre. No es pues
porque Dios tenga la presciencia del porvenir por lo que ya nada
pertenecería a nuestra voluntad. Porque no es una pura ausencia
de voluntad lo que Dios ha conocido de antemano. Pero, si Dios,
que conoce lo que sucederá en el porvenir en nuestra voluntad,
sabe no de una simple ausencia de voluntad, sino de algo real,
es que hay pues, por el hecho de la presciencia divina, algo que
depende de nuestra voluntad... Por esta razón, también, las leyes
de igual modo que las censuras, las vituperaciones, las alabanzas
y las exhortaciones, no son vanas, puesto que Dios ha prevenido lo
que serían, y no actúan poderosamente más que en tanto Dios
prevé su eficacia... El hombre no peca porque Dios sepa de ante-
mano que pecará, por el contrario, casi no podríamos dudar de
que peque, porque aquel cuya presciencia no puede equivocarse,
sabe, no por el hado ni por el azar, ni por cualquier otra cosa sino
Un tan funesto deseo 117

por este mismo hombre, que pecará. Este hombre si no quiere no


pecará, pero en este caso también Dios prevé que él no querrá pe-
car. (San Agustín, La ciudad de Dios, XXII, cap. 2.)
No es éste el lugar para debatir en qué medida esta propo-
sición de San Agustín zanja el conflicto y no dejaría subsistir
un matiz de predestinación a partir incluso de la presciencia
divina. Por lo menos, si lo ha efectuado en estos términos, es en
el sentido de la libertad y también, por lo tanto, de la respon-
sabilidad absoluta del hombre, en el poder absoluto que tiene
de resistir a la gracia. Desde entonces, en el caso de Sombreval,
Calixte no ha podido hacer nada contra la libertad de su padre,
que lo lleva a la condena. Pero Sombreval, el ateo impenitente,
no sabría nunca nada de su condena, ya que si se suicida en-
tonces se condena a sí mismo en la ausencia de un dios que lo
condenaría.
Por supuesto, el argumento de San Agustín no debe ser-
vir aquí para “explicar” el verdadero sentido de la novela de
Barbey. En cambio, puede servir para iluminarnos sobre la ma-
nera en que una proposición tan capital del dogma cristiano
se encuentra aquí mitologizada en la acción imaginada por un
gran novelista católico que, por la necesidad de su creación,
llega a aislar un aspecto del dogma a expensas de un conjun-
to dogmático coherente. Se descubre entonces una maqui-
naria que, por contradictoria que parezca desde el punto de
vista de la doctrina en la cual se pretende inspirada, no deja
de obedecer a preocupaciones de un orden completamente
diferente y tanto más profundamente de lo que sospecharía
el propio autor. La trampa, para un autor apologético, radica
en el hecho de hacer hablar a la Providencia, mientras que la
dobla cuando la sustituye necesariamente a lo largo de todo su
relato. Cualquier gran novela de Balzac podría interpretarse en
un sentido “apologético” de manera mucho más convincente
por no haber tenido ninguna pretensión de este tipo. Los ru-
118 Pierre Klossowski

sos han comprendido que, para dejar el campo libre a la gracia


divina, no tienen que decir nada respecto de este tema, aun-
que se dedican a describir la decadencia de sus personajes con
una infinita compasión. Evidentemente, nada de esto hay en
Barbey. Sin embargo, hay en él una delectación morosa en lo
ineluctable que responde al ardor polémico y, al mismo tiem-
po, a un gusto por lo espectacular. Sin duda, un personaje del
libro como la “gran Malgaigne” se debe a este gusto por lo es-
pectacular. La figura de esta vieja hilandera ejerce en el libro
una función contradictoria: bruja, pero convertida, le da a la
acción el tono de una leyenda del folklore, al mismo tiempo
que gracias a su don de videncia personifica la presciencia divi-
na. De golpe, toda la perspectiva religiosa del libro se modifica:
una cosa es describir esa libertad que Dios da al hombre, con
la que un Balzac o un Dostoievski producen el vértigo de sus
héroes, y otra cosa es expresar con la voz de un personaje lo que
Dios sabría de antemano respecto del secreto de los personajes
puestos en escena. El Padre de la Iglesia quiere prevenir en las
conciencias poco seguras de los neófitos paganos esa confusión
entre la presciencia divina y el hado, que el novelista restable-
ce. Y está, sin duda, en la naturaleza de las cosas. Puesto que,
en una creación poética no conocemos nada de lo que Dios
conoce o quiere verdaderamente, sino lo que quiere y conoce
la propia fatalidad del poeta. A partir de este personaje de la
hilandera, que entra en escena desde el principio y surge a cada
nuevo momento para anunciar lo irremediable o lo irremisible,
Barbey ha descrito, en realidad, la impotencia, en la presciencia
misma del porvenir, de intervenir en el destino de los seres, im-
potencia propia de los dioses del paganismo antiguo, propia de
los poetas que abarcan sucesos y personajes, y que no pueden
hacer otra cosa más que celebrarlos o transfigurarlos. Bruja y vi-
dente, la gran Malgaigne refleja la fascinación del Sortilegio que
el novelista sufre durante el desarrollo de su historia: los seres y
Un tan funesto deseo 119

las cosas son lo que son, y hay complacencia en representarlos


de ese modo –complacencia polémica frente a la superstición
progresista de un siglo detestado, complacencia interior en el
pesimismo más profundo pero también más nostálgico. Que la
divinidad sea esencialmente cruel (Sombreval) o infinitamen-
te amante o dolorosa (Calixte y Néel), lo cierto es que en Un
prêtre marié todas las posiciones son absolutas e irreductibles:
la de Calixte, la de Néel, la de Sombreval y la de Dios. No pue-
den hacer nada los unos por los otros.
Tal es, visto por dentro, ese Castillo de los fuelles, en el que
Barbey quiere generar interés como en un hombre.
Y, de hecho, la figura de Sombreval, en su aislamiento de
renegado desafiante de la superstición, ilustra perfectamente el
aislamiento del poeta en el seno del mundo de lo útil, donde
vive, como el condenado, sobre los “productos” de su delirio,
“productos” sin precio ni valor de intercambio; como tampoco
el pecado, el sacrilegio del ateo, no pueden tenerlo en la “eco-
nomía de la salvación” que el ateo rechaza así como el poeta
rechaza la economía de lo útil –homenaje paradójico rendido a
la Preciosa Sangre que no tiene precio...
Estoy poseído por el tema mismo, canto en mis acordes y en mis
cuerdas.
Aquí se percibe una aspiración más sorda: el regreso a las
imágenes del mito que recubre un relato cuyo lenguaje debe
ilustrar, a la vez, las costumbres de un entorno, de una región y
las fuerzas oscuras que lo acosan. Fuerzas antagónicas o aliadas
que el autor reencuentra tanto en su propia fantasía como en la
exploración de los lugares de su infancia: aquí y allá, esas fuer-
zas se combaten siempre según una justicia oculta. Por un ins-
tante han tomado la fisonomía de los personajes de una acción
y se destacan de su fondo legendario, y el apologético, según
lo que halaga o repugna a los impulsos del autor, traduce su
conflicto en los términos del sacrilegio y de la expiración. Pero,
120 Pierre Klossowski

bajo la máscara de los personajes, aquello que las fuerzas tienen


por sí mismas de inexpiables o de inexorables invierte a su favor
incluso el argumento apologético, y rápidamente esas fuerzas
son reabsorbidas por el movimiento mismo de la leyenda. La
importancia del paisaje y de la ensoñadora descripción de los
lugares testimonia esa atracción de la fatalidad propiamente in-
herente a la cadencia de los fenómenos naturales, el mar, la no-
che, las puestas del sol, la sombra de los bosques, las auroras, los
crepúsculos: la figura espectral de Calixte se borra lentamente
al amanecer, como la de Sombreval desaparece en las aguas de
su estanque. Las fisonomías de los lugares y de los personajes
están entonces en una perfecta independencia. Finalmente,
unas y otras dan cuenta de un estado anímico invadido por
la leyenda según la cual lo propio es narrar la fatalidad, y por
esa necesidad anímica de escucharla como su propia melodía.
Además, toda la historia está narrada sobre un balcón frente al
Sena por ese Rollon Langrune, cuyo nombre, por sí solo, por
su origen, es revelador. Barbey escribe a Trébutien: “No lejos
de vuestro Caen hay una ribera de Langrune que no carece de
fisonomía, y cierto año hice volar un carro como el que hizo so-
ñar a Fedra. Fedra no estaba en los alrededores. Neptuno, que
aquel día estaba con un cerúleo dulce y encantador, con un azul
de botines, no me ha enviado ningún monstruo, Trébutien, y re-
gresé a Caen sin ser destrozado... Eso es todo lo que he visto de
vuestro Langrune, pero ahora tengo la necesidad de saber qué
quiere decir esa palabra de Langrune en el anciano patois nor-
mando –en la anciana lengua normanda. En alemán, Langrune
quiere decir tierra verde. La ribera del Langrune tiene algunas
hierbas, hierbas de duna; pero cuando nuestros padres, los pi-
ratas, decían Langrune, esos Juan sin Tierra, que no tenían otro
señorío que el mar, ¿no escuchaban el mar, su propia tierra, su
tierra verde?...”
V

La misa de Georges Bataille


A propósito de L’Abbé C...18

18
L’Abbé C…, por Georges Bataille, Éditions de Minuit.
Este libro es impío y por ello ha sido necesario escribirlo.
Nada es más vano que no admitir sino una expresión que so-
siega o satisface las conciencias. El proverbio que pretende que
el “silencio es oro” tiene consecuencias equívocas en el ámbito
de los actos. Es menester oponer a este proverbio que el silencio
debe ser puro si los actos tienen que serlo. Y que nunca lo es
si las palabras vienen a romper su continuidad en los actos. Si
los actos obedecen al silencio, las palabras sólo son dichas para
ocultar esta obediencia, ya sea para el bien o para el mal.
¿Cómo podría obtenerse la pureza del silencio si el habla no
pronunciara jamás las cosas que incesantemente nacen en el si-
lencio, puesto que se comporta como garante de esta pureza?
Y, sin embargo, esta pureza no es nada, como tampoco un co-
razón que se declarase puro aún cuando inspirase palabras. La
pureza sólo pertenece al silencio, es decir a la ausencia de lo
decible. Jamás había aparecido la pureza; y cuando se mostró
palpable y visible sufrió el suplicio destinado a la “traición”, o
sea, a las palabras. Este suplicio demostraba que por más visible
que ella fuera, no por ello dejaba de ser la pureza que sólo per-
tenece al silencio. (Que su palabra sea: no –no, sí–, sí, el resto
es del Maligno.) Pero para que haya un silencio que sea puro,
puesto que pareciera que la pureza y el silencio son absoluta-
mente idénticos, hace falta también que haya una palabra que
sea necesariamente impura para ser pura palabra. Un silencio
impuro ofrece una palabra que por ser pura no es, pues, verda-
deramente palabra, sino cargada de silencio, y lo que es peor:
de un silencio impuro y falso. Un alma que encierra semejante
124 Pierre Klossowski

falso silencio está angustiada porque está19 fuera de su lugar


–diría un místico renano. Ella no está en aquel por quien es.
Quisiera ser y no reposar en aquel por quien ella es. Imagina
numerosas cosas perecederas con tanto más celo porque se de-
leita con el hecho mismo de fenecer. En verdad, debería fenecer
para reposar en aquel por quien ella es, pero sólo se deleita con
el perecer, no con la atracción de aquel por quien ella es y que
en ella sería, precisamente, el silencio auténtico. Como diría el
maestro de los místicos renanos. Esta alma habla para no ser
en su lugar sino, exclusivamente, en sus palabras. Sus palabras
deben convencerla de un silencio que no tiene. Dice cosas muy
bellas, habla de las virtudes, de las leyes, de la renuncia a sí mis-
ma por el amor de su silencio y de su prójimo. Pero cuanto más
habla, menos afecta al prójimo lo que ella dice: ya que, en la
medida en que es el prójimo, no conoce justamente sino el ver-
dadero silencio y no puede, pues, ser afectado por la gracia de
esta alma más que si las “obras” derivasen verdaderamente de su
puro silencio y no de sus palabras.
Es necesario, por lo tanto, que el alma expulse todo lo que
imagina silenciosamente: sólo al precio de una palabra impura,
el alma puede esperar reposar en su silencio, en el silencio por
el cual ella es, no siendo ella misma más que este silencio. Si
el alma debe fenecer para llegar a ser, sólo hablando logra fe-
necer. Porque, para que fenezca, deberá renunciar a sí misma;
y sólo renunciará a sí renunciando a la pureza de sus palabras.
Se nos dirá que un alma que reposa en aquel por el que ella es,
es decir en su silencio, necesariamente debe comunicar a otra
el silencio del que “goza”, por lo tanto, que recurre a la palabra,
y que esta palabra necesariamente será pura. Preguntaremos
cómo, si reposa en el silencio por el cual ella es, todavía tendría
la necesidad de hablar, a menos que no repose en ese silencio;
19
En lo que sigue hay que tener en cuenta el sentido de ser y estar presente en
el verbo francés être. (N. de T.)
Un tan funesto deseo 125

si habla deberá decir lo contrario para ganárselo y, si habla de


ese silencio, es porque no sólo ella no lo es sino que incluso ese
silencio la horroriza. Quien haya reflexionado un poco sobre
estas cosas, a menos que no las haya descubierto por la necesi-
dad de hablar, comprenderá que no puede haber un lenguaje
puro, menos aún un lenguaje piadoso y, menos aún, un lenguaje
que pueda enunciar las cuestiones últimas mediante el sentido
común, sin provocar de manera inmediata, tanto en aquel que
habla como en aquel que escucha, ya sea una imposibilidad de
silencio, ya sea un silencio impuro y falso. Decir cosas impu-
ras con el pretexto de encontrar en sí un silencio puro –¿quién
osaría envidiar semejante condición? ¿Quién no experimentó
nunca semejante preocupación? Aquellos que blasfeman no
tienen otra intención más que darse el espectáculo de la indig-
nación del otro, se engañan a sí mismos, puesto que no estiman
para nada esta indignación.
Pues bien, Georges Bataille es aquí el primer indignado, el
primero en ser herido por las imágenes que nacen en su íntimo
silencio. Por eso necesita escribir libros “hirientes”, pero que
sólo pueden herir a quienes confían en lo que dicen y sostienen
la veracidad de sus palabras. ¿No es esta su cuestión? ¡Si con-
vencen, mucho mejor! Pero, ¿de qué se preocupan, entonces?
¿Acaso de que el mismo lenguaje que cada uno usa, y el que
ellos usan, pueda trastornar a quienes habían convencido, des-
de el instante en que es legítimo volverlo contra la verdad que
ellos enuncian? ¿No es más bien una prueba que da la verdad
contra todo lenguaje?
Un silencio impuro que corrige un lenguaje puro –un silen-
cio impío que se castiga por medio de palabras piadosas– y, en
cambio, un silencio puro que no se encuentra más que por un
lenguaje impío u obsceno; esto está en el origen de un libro tan
hiriente, tan chocante, tan impío como la historia de L’Abbé
C...; y, al mismo tiempo, es la materia misma del libro.
126 Pierre Klossowski

Georges Bataille tiene esto en común con Sade: en él la


pornografía es una forma de lucha del espíritu contra la carne;
forma que está determinada, en este sentido, por el ateismo.
Porque, si no hay Dios que haya creado la carne, al espíritu no
le queda más que los excesos del lenguaje para reducir al silen-
cio los excesos de la carne. No hay nada, pues, más “verbal” que
los excesos de la carne. En Sade, el lenguaje, intolerable para
sí mismo, no llega nunca a agotarse, después de encarnizarse
jornadas enteras sobre la misma víctima. El lenguaje está con-
denado a una reiteración sin fin. En Bataille, al que más de
un siglo de reflexiones hegelianas lo separan del racionalismo
aparente de Sade, se encuentra agravada la identificación del
lenguaje y de la transgresión. Precisamente, el acto carnal sólo
es atractivo si es transgresión del lenguaje por la carne y de la
carne por el lenguaje. Esta transgresión es vivida como éxtasis.
Si la carne conoce bien un éxtasis en el orgasmo, este éxtasis no
es nada comparado con el orgasmo del espíritu que, de hecho,
no es más que la conciencia de un acontecimiento, pero pasado
en el momento mismo en que el espíritu cree capturarlo en la
palabra. Pues, no puede haber transgresión en el acto carnal si
no es vivido como un acontecimiento espiritual, pero para cap-
tar al objeto es necesario buscar y reproducir el acontecimiento
en una descripción reiterada del acto carnal. Esta descripción
reiterada del acto carnal no solamente da cuenta de la transgre-
sión, sino que ella misma es una transgresión del lenguaje por
el lenguaje.
Naturalmente, no se trata aquí simplemente de una trans-
gresión ética, sino de la violencia dirigida a la integridad de un
ser por algo que no se le aparece al espíritu más que en la desin-
tegración del ser –pues bien, es menos una necesidad de actuar
mal a pesar del imperativo del bien, que una necesidad de afear
lo que es bello– como desfigurar un rostro, por ejemplo, o co-
rromper lo que parece puro. Eso que ahora aparece al espíritu
Un tan funesto deseo 127

es de naturaleza adorable, ya sea algo que supera al espíritu, ya


sea el estado mismo de adoración en el que se encuentra el es-
píritu. Pero, si todo pasa en el lenguaje, la adoración misma se
le escapa. Sade ha negado la realidad “objetiva” del sacrilegio y
sólo le ha reconocido un valor erógeno; pero si su imaginación
no pudo prescindir de ello, es porque para apreciarlo como eró-
geno lo restablecía en su objetividad sólo por el hecho de hablar
o escribir. El ejemplo de Bataille lo mostraría aún mejor, todos
sus caminos toman su punto de partida en esta experiencia irre-
ductible: el sacrilegio tiene para él una función “ontológica”;
en el acto profanador del nombre más noble de la existencia se
revela su presencia. De esta manera Bataille, no obstante su ac-
titud atea, permanece solidario de toda la estructura cultural
del cristianismo. El sacerdote, la misa, los sacramentos, todos
los accesorios del culto, así como el nombre de Dios son indis-
pensables a la expresión de Bataille. En verdad, se puede decir
que estos son los elementos apropiados del lenguaje para dar
cuenta, según las condiciones de comprensión determinadas
por las costumbres católicas, de una experiencia que no podría
explicitarse de otra forma. Aunque Bataille hubiera tenido el
medio para expresar de otro modo su experiencia, dudo mucho
que hubiera querido privarse de los medios que le brindan jus-
tamente las estructuras mentales de la Iglesia.
Las palabras de la consagración, por medio de las cuales el
sacerdote convierte la sustancia del pan y del vino en la sus-
tancia de la carne y de la sangre del Señor –al separar, por su
sucesión, el cuerpo y la sangre (consagra, en primer lugar, el
cuerpo; y luego, la sangre)– establecen, sin embargo, la sangre
y la carne divinas en la abolición de las sustancias del pan y del
vino. Manifiesta en la abolición de las especies del pan y del
vino, la presencia real del Señor no aparece, ella misma, más que
en la separación de su cuerpo y de su sangre; es bajo la imagen de
su muerte que el Señor está realmente presente. El dogma católi-
128 Pierre Klossowski

co de la transustanciación demuestra así cómo el sacrificio de


la cruz, realizado de una vez por todas, no está menos presente
en el tiempo y puede ser reiterado en tanto sacrificio actual.
Se ve a continuación cómo el dogma de la presencia real, con
todas las operaciones mentales que supone, provee la materia
a sus elucubraciones sacrílegas: al permitir hacer presente a
Dios, pero oculto en las especies de un alimento, es decir de
un objeto, la consagración expone la presencia divina a todas
las injurias que puedan producirse, del mismo modo en que
se desnudaría un cuerpo humano. Sin duda, la presencia real
en el Santo Sacramento es realizada por el creyente, en sentido
teológico, como un acontecimiento interior, y el espacio en el
que se da el encuentro del creyente con la presencia divina es el
espacio espiritual. Lo cierto es que la hostia consagrada actúa
independientemente del grado de creencia o incredulidad de
los asistentes o comulgantes. La presencia real no es subjetiva
sino objetiva –Dios está ahí, expuesto a las miradas– aunque, es
cierto, está velado con las especies del pan y del vino –y es este
mismo velo, el velo de su muerte, que representa la separación
de su cuerpo y su sangre, el que lo hace presente y lo expone tal
como la desnudez de un cuerpo lo expondría del mismo modo
a los ultrajes. Rápidamente, se impone la vinculación entre la
presencia real de Dios y la desnudez de un ser humano. ¿Qué es
lo sorprendente de que, sin hablar aquí de las tradiciones “ne-
gras” de espíritus como Sade, o como Bataille, se hayan ejerci-
tado en esto como en una meditación imposible?
La existencia del sacerdote, del hombre que consagra el pan
y el vino en el cuerpo y la sangre del Hijo de Dios, y que para
esta acción ha hecho votos de castidad y que, en consecuen-
cia, representa la separación del cuerpo y del alma dentro de
sí mismo, esa existencia, para el espíritu de Bataille, constituye
una amenaza y, al mismo tiempo, una provocación constante.
Si este es el misterio del ser, si esta es la forma de ese misterio,
Un tan funesto deseo 129

la actitud de Bataille sería vana en tanto que tendería a supri-


mir esta forma. Por el contrario, para Bataille conserva todo su
valor en la medida en que, por su propia impugnación, tiende
a dar cuenta del contenido inaparente de ese misterio al que, a
su vez, no deja de adherir menos plenamente. En verdad, si la
forma sacerdotal y sacramental del misterio esconde lo que es
abolido por su operación ritual visible, la actitud de Bataille
aspira a reestablecer –por medio del lenguaje– lo que la ope-
ración ritual destruye al abandonarlo en el silencio. Se asiste,
entonces, a una reanudación de las operaciones mentales que
preludian a la presencia real a favor de lo que estas operacio-
nes suprimen. En el sentido profundo de la transustanciación,
la consagración suprime bajo la representación del pan y del
vino las transgresiones de la carne, ya que son sus deseos los que
fueron clavados en la cruz. La consagración establece la carne
celeste en la presencia divina. Pero he aquí que la transgresión
en el acto carnal toma, en Bataille, el valor de una suerte de
transustanciación inversa: porque, de hecho, toda “carne” in-
tacta es considerada por Bataille como previamente “celeste”; y
es la profanación la que se convierte en fuerza espiritual.
Pero, ¿de dónde tomaría la transgresión profanadora (vivida
en el acto carnal) su virtud de transustanciación sino del hecho
eminente de que, por medio de las palabras consagratorias, el
espíritu había abolido los deseos carnales y de que, por medio
de las palabras de muerte del espíritu, la carne abolida alcan-
za la presencia real de la carne celeste? En el pensamiento de
Bataille, algo de la carne celeste se confunde con lo que él lla-
ma la integridad del ser, particularmente con la integridad de
toda carne, y toda carne intacta tiene algo de análogo a la carne
celeste. Pero esta integridad lleva en sí misma la profanación,
lleva en sí la violencia que se le puede efectuar, puesto que es en
la amenazante relación con el acto desintegrador de la profana-
ción donde la integridad es concebida por el espíritu. Es más,
130 Pierre Klossowski

sin esta amenaza suspendida sobre la “carne intacta”, el espíritu


no podría experimentar la integridad. Intacta, la carne del otro
aparece como símbolo de su propia muerte –muerte de la vida
carnal– pero también como presencia más allá de la muerte.
Ahora bien, si ella lleva la amenaza de la profanación como
constitutiva de su integridad eso equivale a que la profanación
misma está en esta presencia. Inmediatamente, esta presencia
deja de tener una realidad trascendente; ya no es, en relación
con esta amenaza de profanación que ahora fija al espíritu, más
que una realidad inmanente como lo son las especies en rela-
ción con las palabras consagratorias, y será por medio del acto
profanador –por la violación– que se realizará la transustancia-
ción invertida. La dificultad de describir esta aberración se debe
a que sólo puede serlo de una manera discursiva, mientras que
se produce repentinamente en una similitud a la transustancia-
ción ritual y en oposición al rito, y siempre como su inversión.
Similitud, en tanto que, en la suerte de éxtasis enfermizo que
procuraría, por ejemplo, la profanación de la hostia, se revela
la misma presencia real que en la adoración; pero oposición en
tanto que lo que se adora es la operación destructora del espí-
ritu. La adoración limita al espíritu por la presencia real, por
la presencia del otro; la profanación de la hostia suprime los
límites del espíritu. Por lo cual, este tipo de éxtasis es idéntico al
orgasmo que se vive como supresión de los límites del cuerpo.
Pero la “transustanciación” a contrapelo del espíritu profana-
dor opera así sobre la “carne celeste” como si no fuera más que
una materia, que una cosa inmanente, y no es más que un simu-
lacro del lenguaje como lo es también la trascendencia misma
que busca el espíritu. Simulacro que también es evidente en la
transgresión vivida en el acto carnal: ¿en efecto, el espíritu tras-
gresor no busca transustanciar allí eso que codicia, la abolición
de los límites carnales que se experimenta en el orgasmo? ¿El
acto violento por el que un cuerpo es desnudado no representa
Un tan funesto deseo 131

la abolición de la persona misma a la que se desnuda? Eso que


entonces se revela por esta destrucción, sea física o sea moral, es
una presencia real que no puede ser comprendida ni retenida.
Éxtasis en el que el espíritu se contempla de algún modo fuera de
sí mismo, en el que procura asir su latrocinio en la “abolición” de
su estado supremo: sin embargo, sólo puede realizar esta “abo-
lición” como un simulacro. Y este simulacro es quizá su peor
latrocinio. Podría decirse que Bataille no puede prescindir del
nombre de Dios como tampoco el sacerdote podría prescindir
del pan y del vino para consagrar. Ahora bien, para el sacerdote
el pan y el vino no son más que palabras inapropiadas, en tanto
que el pan y el vino son la carne y la sangre del Señor. Del mismo
modo, para Bataille, el nombre de Dios es, en cierto modo, la
materia de un contra-sacramento, en la que el espíritu sólo ac-
tuará sobre sí mismo para destruirse. Destrucción cuya ilusión
le será dada por la intensa conmoción que experimentará en la
insurrección verbal contra aquello mismo que no deja de ser el
signo de su suprema identidad: el nombre de Dios.
VI

El lenguaje, el silencio y el comunismo


Parain es un pedagogo. Demasiado cauto frente a las insi-
nuaciones pintorescas porque, advertido de los males que com-
bate, su filosofía se dirige a lo que hay de más humanamente
urgente en cada uno de nosotros en la situación que nos ofrece
la historia contemporánea: se dirige a nuestra necesidad de ver-
dad que –según él– permanece inseparable de nuestra volun-
tad de vivir. Sin duda, su pensamiento sería más directo e inme-
diatamente accesible si no acusara recibo intencionadamente
de nuestras paradojas, las que necesita reproducir y reconstruir
con exactitud para llevarnos, a continuación, a desarticular las
falsas estructuras en las que estamos encerrados. Sus investi-
gaciones sobre el lenguaje, por esta misma razón, de ningún
modo son gratuitas. No importa cuáles sean las objeciones que
se planteen por el principio mismo de su orientación, éstas son
particularmente significativas en un medio social en el que el
hecho de hablar y el amor por las expresiones se convirtieron,
más que en cualquier otro lugar, en un vicio e incluso en una
verdadera enfermedad, en una amenaza para nuestro cuerpo y
nuestra alma.
De hecho, la preocupación de Parain en el plano del hombre
individual se dirige directamente a la carne, no tanto al alma
como a la carne que habla, es decir, a todas las vicisitudes que
sobrevienen a la unión de la palabra y la carne, sobre todo cuan-
do el alma tiende a disociar el lenguaje de la carne, olvidando
que es por la carne y en la carne que el alma da testimonio de
la verdad. En sus luchas contra el adversario, Parain a menudo
evoca al viejo Tertuliano en su combate contra los Docetas.20
20
El docetismo fue una herejía de los primeros siglos cristianos, compartida
136 Pierre Klossowski

Esto lleva a Parain a referirse constantemente al dogma de la


Resurrección de la carne que sigue siendo principio y fin de to-
dos los caminos de su pensamiento. Este argumento que, para
el pensamiento incrédulo, sólo cuenta como un simple postu-
lado, predispone a Parain a entenderse, si no a simpatizar, con
los mismos que hoy en día se manifiestan como los más fervien-
tes detractores del cristianismo.
Rusia con su experiencia bolchevique implantada en el
cristianismo “carnal” del pueblo ruso, en medio del que vivió
Parain, forma parte –para él– no solamente de su experiencia
personal, sino también del suceso capital con respecto al que
hay que comparar y medir todo lo que en Occidente estaría-
mos dispuestos a oponer a la experiencia comunista. Porqué
Parain la llama el lugar del silencio, lo veremos más adelante.
La paciencia del hombre ruso motiva la actitud de espera de
Parain frente al comunismo; sea por gusto o a la fuerza, ¿quién
sabe si el materialismo bolchevique no ofrece al cristianismo,
en contra de sus propias opiniones, el cuerpo que remplazará
al cuerpo ya débil de nuestro Occidente? “El espíritu no está
en el mundo para afirmar solamente la idea, sino para darle un
cuerpo. Este cuerpo no puede ser el de un supliciado. No puede
más que ser un cuerpo glorioso.” (L’Embarras du choix, p. 100.)
“En 1903… el partido bolchevique en Rusia, exigiendo de sus
miembros una renuncia total a cualquier otra actividad que no
sea la actividad de la lucha para la revolución proletaria, fundó
la primera orden monacal de los tiempos modernos. Así ha co-
menzado la revolución religiosa de nuestra era. Al plantear a la
vez que la única acción eficaz es la acción conforme a una teoría
previa y firmemente establecida, tuvo que, del mismo modo,
restaurar el reino de las ideas…” (p. 115). “Los primeros conci-
lios de los tiempos modernos fueron los Soviets de Rusia… (p.
por ciertos gnósticos y maniqueos, según la cual el cuerpo humano de Cristo
no había sufrido la crucifixión ya que no era real sino aparente y engañoso.
(N. de T.)
Un tan funesto deseo 137

117). El comunismo nos vuelve a enseñar uno de los principios


fundamentales de la filosofía tradicional: que el individuo es
un ser sumiso a la ley del lenguaje, es decir, a la ley de las ideas.
Pero, la idea es sólo el primer escalón del ascenso del hombre
hacia Dios.”

La intelligentzia de nuestra generación, en Francia, se ve


arrastrada en un nuevo cuestionamiento cada vez más frenético
sobre la realidad de este mundo y se entrega a un encantamien-
to de la ausencia, no de un mundo ausente de éste sino de una
ausencia de mundo de las cosas y de los seres, por medio del len-
guaje. La enseñanza oficial en Francia, imagen de una sociedad
amenazada por una proletarización total, por otra parte, no
puede más que favorecer este cuestionamiento porque –como
dijo Parain– esta enseñanza, que consiste en afirmar que no
existe la verdad, niega el principio mismo de la enseñanza. Al
nihilismo implícito de la sociedad le responde éste, explícito,
de una literatura mucho más brillante por cuanto identifica el
lenguaje con la discontinuidad y la desenvoltura con la que en-
mascara su miseria, que es la misma miseria de todos, por darle
un nombre arbitrario a una miseria silenciosa que ya no tiene
nombre. En efecto, hoy los nombres de las cosas y de los seres ya
no les pertenecen de manera legítima y sólo parecen correspon-
derles de manera no menos arbitraria, para algunos por lasitud,
y para otros por usurpación. El anonimato sería aún lo más ven-
tajoso para el mayor bien de todos: la libertad.
A la que, además, lo arrastra la metafísica de nuestra época
que enseña a pensar la existencia suprimiendo “el nombre más
noble” que el lenguaje le había dado, sugiriendo con esto que la
existencia y el lenguaje no tienen otro origen más que la misma
conciencia, desde ahora libre para limitar o desplegar su acción
según los criterios que ella misma se habrá forjado.
138 Pierre Klossowski

El pensamiento de Brice Parain presenta, a primera vista,


un aspecto desconcertante; versa sobre verdades infinitamente
simples y, casi instantáneamente, antes incluso de decírnoslas,
da cuenta de la imposibilidad de enunciarlas inmediatamente:
necesita recorrer el camino del error a cuyo término hemos
perdido completamente esas verdades.
La primera es que el hombre no existe sin el lenguaje, por-
que el lenguaje lo ha creado. La segunda es que para satisfacer
su destino o simplemente mantenerse en su estado, es necesario
hacer que sus actos sean solidarios de sus palabras. La tercera,
finalmente, es que, desde el momento en que transgrede la pa-
labra “de su boca”, arruina su existencia y sale de su especifici-
dad humana.
Ahora bien, esta transgresión puede producirse en dos sen-
tidos distintos: o bien se tratará de una desvalorización de la
palabra por la existencia y por el cuestionamiento, a la vez, de
la palabra y la existencia en la búsqueda de una experiencia sin
salida; o bien se tratará de una desvalorización de la existencia
por una palabra, separada de la existencia y que ocupa el lugar
de la experiencia.

Las nuevas reflexiones de Parain sobre el lenguaje y la exis-


tencia pueden leerse como una objeción a la crítica a la que
Sartre sometió sus análisis del lenguaje21. Según Sartre, para
que haya un problema del lenguaje es necesario que el Otro esté
dado previamente. El lenguaje sólo es la existencia en presencia
del otro. Ahora bien, esto es identificar el lenguaje con el jui-
cio del otro del que nos convertimos en objeto; cuando el otro
nos aliena con su juicio, sentimos que recae sobre nosotros. Y
concluye que, en oposición a Parain, es necesario mantener la

21
J.P. Sartre, Aller et Retour, dans Situation, I, pp. 189-244. Sartre escribe
sobre Recherches sur la nature et les fonctions du langage de Parain.
Un tan funesto deseo 139

prioridad del cogito, de las “síntesis universalizantes”, de la expe-


riencia inmediata del otro22.

Nuevamente, esta prioridad del lenguaje mantiene a Parain


contra todo tipo de mito del ego trascendental.
Si, tal como lo representa la fenomenología, la conciencia
individual juega el rol de un comienzo absoluto, solamente
puede ser capaz de la contemplación pasiva de una paz eterna:
entonces –dice Parain– cada vez que la paz es perturbada, la
conciencia tiene la sensación del absurdo. Y de hecho, como
la ley de esta conciencia es la inercia, no podría dar cuenta de
ninguno de los acontecimientos que nos capturan y suspenden
nuestra reflexión: nacimientos, muertes, actos de violencia, re-
beliones, suicidios, crisis sociales, guerras. Ahora bien nuestras
angustias, nuestras rebeliones, nuestra duda, que son formas
de suspensión del juicio, revelan por el contrario momentos de
ruptura y de inestabilidad. Si la conciencia “fuera un conjunto
compacto, perseveraría en sus síntesis constitutivas de objetos”.
“La intervención de la palabra, por el contrario, le quita a todo
acontecimiento de nuestra existencia el carácter de aconteci-
miento terminado. Con el lenguaje entramos, de buen o mal
grado, en el orden si no de lo indefinido, de lo infinito.” A causa
del lenguaje nuestra existencia es impotente para disponer de
su muerte tanto como de su vida.

Para Parain, todo acto de nuestra existencia, incluso la más


mínima respiración, es un juicio que introduce un valor en el
mundo. Y todo pensamiento, por el contrario, no se ejerce sino
por la suspensión del juicio. Y si, por ejemplo, suspendo mi res-
piración y la palabra, entonces existe la posibilidad de ruptura.
Si ahora soy libre de callar o de hablar, es o bien el silencio o
bien la palabra, y no tal o cual palabra. Pero también me doy
22
Situations,I, p. 238.
140 Pierre Klossowski

cuenta de que no pienso en nada que no termine por nombrar.


Más allá de los momentos trágicos, todas las cosas terminan
siempre en una explicación, y si yo no hablo, los otros hablarán
en mi lugar: es la ley de nuestra realización y de la cultura de
cualquier sociedad. Así –para Parain– ser sería el sinónimo de
ser dicho.
Ahora bien, en los momentos precisamente trágicos, o en
los simplemente dolorosos de nuestra duda, va a manifestarse
nuestra contingencia y hay entonces una rebelión. Al verme go-
zar libremente de mi existencia como de una plenitud que debe
satisfacerse en el silencio del pensamiento creador, me encuen-
tro de repente en la obligación de explicar, ya no con la libertad
de intervenir, sino sujeto a la función de responder. Feliz –si
lo digo, dejaré de serlo, porque no puedo ser feliz completa-
mente solo. La libertad debe enseñarse porque no es libre –dice
Parain. Es decir que pierdo mi libertad porque estoy obligado
a hablar y sólo puedo esperar reencontrarla más allá de mis pa-
labras. Afirmaré algo, inmediatamente me lo reprocho como
una palabra de más, lo que ya no es otra cosa que una negación
–dice Parain coincidiendo con Blanchot: ya que lo que es no
debe ser y le retiro su ser dándoselo. De modo que sólo soy un
medio del lenguaje para hacer venir al ser lo que todavía no es.
Parain cree haber alcanzado el lugar desde donde se percibe
el doble defecto común al idealismo trascendental y al idea-
lismo cartesiano. Ambos situaron la suspensión del juicio una
vez pronunciada la primera palabra. Pero es “luego de la respi-
ración y la marcha, justo en el momento en que al recibir mi
primera impresión del mundo exterior decido nombrarla”, que
suspendo mi juicio. Toda impresión, y toda emoción que es
mi parte de mundo, es una parte demasiado pesada para que
pueda asumirla completamente solo. Esta parte de mí que me
asimila a la necesidad universal, me establece en la comunidad
carnal de mis semejantes. Pero ni bien me he expresado, me
Un tan funesto deseo 141

encuentro a la vez separado de la necesidad y de la igualdad:


“Exija o implore, fundo la desigualdad al situarme por encima
o por debajo del nivel común.” Por haber hablado, porque no
puedo dejar de hablar, caigo en la contingencia del lenguaje.
Parain insistirá en el hecho de que la conciencia individual
es móvil a causa de su sujeción al movimiento del lenguaje, a
través del cual no hace sino seguir el movimiento universal de
las conciencias. Si, por el contrario, la conciencia fuera abso-
lutamente autónoma, llevaría su rebelión hasta el extremo y se
encerraría en el silencio, como en el caso del demonismo que
Kierkegaard describe en Concept d’angoisse. Además, la con-
ciencia autónoma supondría un mundo en sí mismo inmóvil en
el que no tendría razón de ser. De hecho, forma con el lenguaje
un conjunto del que es la parte vacía que intenta convertir a las
otras partes en realmente posibles al recibir un cuerpo. Por su
unión con el lenguaje nuestra conciencia se encuentra, en rela-
ción con el movimiento de las otras conciencias individuales,
en la misma situación del escritor que no puede imaginar el
significado histórico de su obra. Ésta no le pertenece porque él
mismo desde el momento en que escribe pertenece a los otros.
A causa del lenguaje siempre estamos fuera de nosotros mismos.
Nuestro adentro es el ámbito del lenguaje, que nos es exterior,
pero del que no podemos salir.
La solución sugerida por el idealismo kantiano es no juzgar
sino describir. La vida crea los valores, resuelve todas las contra-
dicciones. Nos aporta experiencia. Idénticos a Dios, hacemos
pasar todo por nuestra conciencia que sostiene el mundo. Sin
ella, el mundo se desmorona. Somos un comienzo, nosotros
mismos somos el fundamento de nuestra absoluta libertad.
Entonces, ¿por qué esta conciencia aún necesita la experien-
cia para conocerse y necesita describirse para decirse, al fin de
cuentas, que está ahí para nada y que sufre? En verdad –señala
Parain– esta conciencia es inmortal porque en realidad ya está
142 Pierre Klossowski

muerta. Inmortal porque reside en la inmortalidad del lengua-


je, es mantenida por el conjunto infinito de las conciencias in-
dividuales que se suceden bajo su ley. Y es jugar con las palabras
llamar a este conjunto Dasein (el ser que está ahí).
Sin tener más que un instante de existencia imaginaria, la
conciencia individual se pierde rápidamente en el nombre que
ella misma se da. Unida al lenguaje, tiene por función abismarse
en él mientras que sólo el lenguaje aparece. Incapaz de contem-
plarse a sí misma sin su intermediario, o bien no es más que un
sentimiento (y deja de ser ella), o bien no es más que el nombre
que da a este sentimiento, transmitiéndoselo de este modo al
lenguaje; el infinito que entonces nace es el de la palabra.
La verdad es que “la conciencia no está ahí para interrogar
sino para responder, mientras que el lenguaje interroga a la vez
que ella se encuentra en el lugar del acusado”. En sí y para sí, la
conciencia no hablaría. Desde el momento en que ella habla,
es para otro. Pero no es ella quien aprehende al otro. El único
modo de captar al otro es bajo la forma del lenguaje, porque el
otro, él mismo, es lenguaje. El lenguaje es entonces el extranjero
adentro nuestro. “Somos el extranjero –dice Parain. No hay su-
jeto, salvo un sujeto inestable del que sólo aparece su nombre,
que ya es el objeto. Tal es nuestra condición. Por este motivo la
llamo condición de rebelión y de suicidio generalizado”.
Pero Parain no querría reducir la conciencia a los instantes
de angustia y de rebelión, y ve su verdadera razón de ser en el
rechazo a toda solución que escamotea el problema metafísico
de su origen. Si la palabra nos hace responsables de la historia,
culpables por hablar, sólo podemos ser capaces de la verdad por
el lenguaje; no solamente es fuente de nuestra culpa, sino que
también es nuestra salvación. Si arruina el sueño de la auto-
nomía de la conciencia individual, conserva el cuerpo para la
conciencia común: nos salva del suicidio al que nos conduce la
rebelión, por la promesa de un sentido universal que reclama
todo grito de auxilio. Lutero había dicho: quien grita, consigue
Un tan funesto deseo 143

la gracia. Y si se trata de un sentido universal, este sentido pre-


supone una igualdad que funda una nueva libertad.
¿Cómo se constituye esta libertad?
Hay que aceptar nuestra duplicidad como una ley necesaria.
No se trata aquí de dos estados de lenguaje que serían nuestra ex-
presión inmediata cuyo juez sería una conciencia inmóvil que
es a la vez autor y espectador. Se trata del diálogo que se produ-
ce en cada uno de nosotros, y de los otros con nosotros, como
una expresión indirecta de nosotros mismos: nunca puedo decir
otra cosa sino lo que me falta, y entre mis palabras y yo, siempre
subsiste un margen de ausencia que viene a llenar mis actos, mi
muerte y la muerte del otro. Esto es lo que Parain llama una rela-
ción de nostalgia con el lenguaje que nos hace ser una apariencia
engañosa para el otro. Porque el lenguaje se encarna necesaria-
mente para perder su libertad flotante y porque no podría es-
tar satisfecho de su cuerpo más de lo que su cuerpo está de él y
porque despareceremos tarde o temprano en el lenguaje adoptado,
el lenguaje poniéndonos fuera de nosotros mismos, como fue-
ra de los otros, nos prohíbe juzgarnos y juzgar a cualquier otro.
El lenguaje nos somete, a cada uno de nosotros, a esta prueba
por medio de la cual establece una igualdad entre nosotros, una
igualdad que no es otra sino la igualdad ante la muerte. Como
no somos seres unidos y sólidos, sino abiertos e inacabados,
la muerte penetra en nuestro cuerpo por el lenguaje con el fin de
conseguir por medio suyo nuestra unidad y nuestra solidez. Aquí
aparece el otro aspecto de nuestra igualdad: la igualdad ante el
Logos, es decir, ante Dios. Y porque el mismo sentido de igual-
dad (igualdad que debe asegurarnos nuestra participación en
la verdad) exige un único juez que no esté entre nosotros, la igual-
dad sólo es posible frente a él. Por este motivo, somos tempo-
ralmente libres, unos respecto de otros, de obedecer a la norma
de nuestra existencia carnal que es la de pronunciar la palabra
de nuestra propia muerte. Sólo debe morir de la mano de los
144 Pierre Klossowski

hombres –dice Parain– quien reconoce que ya no tiene nada


más para decir. Toda muerte prematura debe recomenzar. Aquí,
nuevamente, Parain aduce un comentario sobre Blanchot: la
imposibilidad de morir.
Sartre, al citar un pasaje del Retour à la France (p. 16), en
el que Parain dice que no existe mejor prueba de la existencia
de Dios que la imposibilidad en la que se encuentra el hombre
de vivir sin lenguaje o de dirigirlo, observa a continuación que
Parain no explicita esta prueba. Pero, en su texto Embarras du
choix, Parain declara que, si primero no tenemos el poder de
probar (según Leibniz) la posibilidad de esta existencia, la tras-
cendencia del lenguaje (porque el lenguaje es nuestro posible)
restablece el argumento ontológico. La presencia de los nom-
bres que el lenguaje nos impone pone a las ideas que represen-
tan en relación de dependencia con el pensamiento humano.
Y si bien los hombres son capaces de poner en cuestión estas
ideas, no pueden atacar lo que designan, y ni siquiera atacar a
esos nombres. “El hombre sólo puede negar a Dios mediante las
palabras entonces, incluso al afirmarlo, sigue teniendo su capa-
cidad porque está dada por el lenguaje que no puede destruir ni
siquiera al destruirse a sí mismo.” Por eso, sería contradictorio,
señala Parain, que la existencia de Dios (dicho de otro modo,
la existencia) pudiera depender del pensamiento humano –del
mismo modo que la existencia pudiera depender de aquellos a
los que les da la existencia porque los hombres la piensan o no.
“Si sólo conocemos fenómenos, se hace necesario suprimir de
nuestro lenguaje el verbo ser”. Todos los nombres desean ser
el más común y el más noble de la existencia. Si ahora Sartre
declara que Parain no se animaría a adelantar que Dios mantie-
ne en nosotros la identidad de la palabra, porque entonces “es
Dios quien piensa en nosotros, y nosotros nos desvanecemos,
Dios queda solo”, Parain responderá necesariamente por la afir-
mativa. Con mayor razón, él es, así, el “nombre más noble de la
Un tan funesto deseo 145

existencia” que el lenguaje nos impone independientemente de


nosotros, y cuyo sentido debe encontrarse. Entonces, nuestra
muerte sirve para hacer ser a los nombres, porque el lenguaje no
nos pertenece exclusivamente y encontrará otro cuerpo des-
pués de la desaparición del nuestro. Formar una idea de Dios
que no sea contradictoria es para Parain nuestra tarea final:
que, para él, coincide con la búsqueda del lenguaje justo. Esta
búsqueda toma en el pensamiento de Parain un sentido escato-
lógico. Porque el lenguaje jamás aparece en su totalidad, sólo
se desenvuelve por la muerte de los individuos, por lo que la
paz en el mundo parece imposible. Frente a la imposibilidad de
esta paz, que no es sino la imposibilidad de no poder alcanzar
nunca este lenguaje justo, porque es imposible llegar a agotar
sus posibilidades, Parain concibe, por el contrario, un silencio
justo, más justo de lo que humanamente podría serlo cualquier
lenguaje. Si el lenguaje justo es Dios mismo, el silencio justo
consistiría y nacería, por el contrario, de nuestra aceptación de
responder a cada instante de cada una de nuestras palabras.

Se comprende a partir de aquí porqué es central el problema


del lenguaje en el pensamiento de Parain: porque la verdad ha
sido revelada por el lenguaje, el lenguaje es el único que puede
hacernos encontrar la verdad; no hay ninguna verdad por descu-
brir por fuera de esta revelación. De este modo, El pensamiento
de Parain coincide totalmente con el dogma del cual, al fin de
cuentas, no es sino su demostración. El lenguaje ha creado al
hombre, le ha revelado e1 hombre a sí mismo, sin lenguaje, para
el hombre, no existe ninguna posibilidad de la conciencia de sí.
Sin el lenguaje, al hombre sólo le quedan las vías de la experien-
cia. El hombre funda la lógica subordinando la experiencia al
lenguaje; y en la subordinación del lenguaje a la experiencia, se
146 Pierre Klossowski

convierte en la presa de la dialéctica; pero la muerte le pone un


final y el lenguaje subsiste siempre.
Para Parain, nuestra dialéctica moderna sólo es un aspecto
del eterno diálogo del lenguaje y de la carne en el que el Logos
había dicho la primer palabra y también se reservó la última;
éste es el verdadero fundamento de lo que Parain entiende por
lógica, que para él no se confunde con la lógica formal. En su
critique de la dialectique matérialiste, Parain describirá la per-
sistencia del Logos a través de las situaciones irresolubles y
de las contradicciones que vivimos y traducimos, ya sea en la
dialéctica de las proposiciones con Hegel, o en la dialéctica de
la experiencia con Marx, o en la dialéctica del arte; creyendo
resolver los dilemas y situaciones no hacemos otra cosa más
que reproducir nuestro fracaso ante un mundo que no hemos
creado pero del cual, sin embargo, somos responsables por el
hecho de hablar.
El comunismo es sólo una etapa de la gran revolución me-
tafísica iniciada desde la Reforma con la sustitución de la dia-
léctica, doctrina de la experiencia, por la lógica fundada en la
Revelación (p. 134)
La paradoja es que el comunismo contribuyó a restablecer el
reino de las ideas sobre el individuo, lo que llevaría “a reconsti-
tuir la condición previa y necesaria al nacimiento de una nueva
idea de Dios”.
El comunismo se funda, antes que nada, en la inversión de
una idea esencialmente religiosa: la igualdad ante la muerte y
ante Dios. La inversión de la idea, producida por la experiencia
de la desigualdad material como primer dato de la condición
humana, motiva su “segundo fundamento de orden científico”,
el materialismo dialéctico y sus aplicaciones políticas, econó-
micas y sociales.
Hegel no conservó más que el triunfo del lenguaje sobre la
existencia, abandonando la existencia “a su destino de víctima”.
Un tan funesto deseo 147

Es en este punto donde interviene Marx con su crítica de que


todo en este sistema estaría puesto de cabeza, y su intención
de volver a poner las cosas de pie. Al hacer esto, al darle todo
al cuerpo, a la carne, descuida al alma, y según Parain, al len-
guaje. Si el comercio espiritual de los hombres no era más que
una emanación directa de su comportamiento material, esta-
ríamos ante un monólogo inútil, como una planta en el desier-
to. Parain dirá, entonces, que la dialéctica es nuestra ley, pero
lo que la sostiene es el diálogo entre la carne y el lenguaje, “el
cuerpo que convoca a su contrario para ser lo que no es y el
lenguaje que viene en su ayuda”. Según Parain, Marx no habría
sino aplicado al trabajo la dialéctica de las proposiciones que
Hegel aplica a la conciencia.
Parain critica a Hegel haberse detenido en el nacimiento de la
dialéctica del lenguaje y de la existencia; si hubiese llevado más
lejos esta dialéctica, habría terminado por exigir sus derechos a
la experiencia, digamos, a la libertad de la experiencia. Con su
gusto por la libertad, la experiencia tiende a ignorar que ella
no ha creado el lenguaje más de lo que ha creado el mundo.
La muerte vuelve a insinuarse en ella, en el momento en que
iba a retomar sus tentativas, porque nunca las ha terminado. Sin
tener un respiro, ¿cómo puede tomarse el tiempo para escri-
bir? Es una inconsecuencia mucho mayor en tanto que escribir,
precisamente –y aquí Parain se acerca a Blanchot–, escribir es
producir la muerte de lo que es movimiento y está en movimien-
to y vive. “Con su manía por la experiencia –dice justamente
Parain– la humanidad ha dejado, efectivamente, de poder mirar
de frente su condición mortal. Ahí está el secreto de nuestra falta
de esperanza moderna.”
Para que la experiencia diera testimonio de nuestro poder de
verdad capaz de mantenernos en vilo hasta su satisfacción, sería
necesario que pudiera disponer de la inmortalidad no sólo del
alma sino también de la carne. Esta objeción de Parain nos re-
mite al juicio final ante el cual ninguna palabra será totalmente
148 Pierre Klossowski

decisiva. La experiencia no puede tomarse más que como el


objeto propio de una descripción a donde la arroja la muerte,
fuente de su incertidumbre fundamental. La dialéctica hegelia-
na y marxista supone que la ciencia termina con todos nuestros
problemas. Olvida que el individuo quiere saber por qué desapa-
rece antes de haber podido terminar su experiencia. Así, la cien-
cia nunca elude la imagen de la muerte que el arte representa.
Porque existe otra contrariedad además de las descubiertas por
la dialéctica, contrariedad que es “la ley de nuestra unión trági-
ca con el lenguaje”, la revuelta está en el mundo.
Si la ciencia sólo da cuenta del error, el arte da cuenta de la
mentira porque señala las contradicciones más soterradas entre
lo que somos y la expresión de una situación que, aún expresán-
dola completamente, somos incapaces de asumir.
Parain ve surgir aquí las dos soluciones propuestas a nues-
tra generación: estética (Kierkegaard y Nietzsche), científica
(Hegel y Marx). “La solución estética está fundada en la indi-
ferencia que se adquiere al cultivar el arte.” Si me consagro al
lenguaje, dejo de quererme a mí mismo, después de haberme
preferido a los otros. Pero es mi carne quien ama y cuando es-
toy a punto de perderla, ya no puedo amar más. Esta ley vale
tanto para las civilizaciones como para los individuos. Una
civilización usa su cuerpo y siempre busca otros cuerpos para
encarnar su alma. Cuando esta alma la abandona, a falta de un
cuerpo para encarnarla, los individuos sufren íntimamente esta
disociación. Es entonces cuando, empujado por la necesidad
de liberarme de un clima moribundo, le quito otro tanto a la
vida. Parain ve en la dialéctica del arte “una suerte de cálculo
diferencial” que permitiría tener en cuenta el drama individual
en el declive colectivo de una civilización. En esta disociación
universal, la solución estética será la mía, porque ante la muer-
te, me ofrece la posibilidad de pronunciar la palabra que “me
brindará mi verdadero lugar”, el sentido que yo tengo en la his-
Un tan funesto deseo 149

toria. Pero, si el arte transforma “la emoción en lenguaje justo”,


lo hace solamente por la indiferencia, “sacrificio de la carne”,
que aporta la imagen de la muerte. Si la emoción es tan irrefuta-
ble como la muerte, “valiosa o inútil”, desde el momento en que
se traduce en palabras, todo vuelve a una cuestión de verdad o
mentira. Si las palabras del arte expresan un reclamo es porque
no conciernen a la discusión sino al poder –diríamos a la auto-
ridad de la emoción–, y la profunda objeción de Kierkegaard
a Hegel, según Parain, es que la dialéctica de las proposiciones
explica en lugar de responder al reclamo y sanar.
De hecho, el pensamiento de Parain, que está completamen-
te centrado en la carne, su pérdida y su resurrección, plantea el
problema de saber si será la dialéctica materialista la que, en
tanto experimental, brindará la respuesta a la disociación de la
carne y el lenguaje y satisfará el pedido del reclamo expresado
en la dialéctica del arte.
Si toda civilización usa el cuerpo en el cual se encarna y si la
idea que representa siempre está en búsqueda de otros cuerpos
en los cuales sobrevivir, la dialéctica materialista debería probar
su verdad impidiendo, al menos, la muerte de una civilización,
dado que es cierto que no podría hacer nada contra la muerte
del individuo, con más razón no podría hacer nada por el re-
clamo que enuncia el arte. De esto se sigue que el sentido del
arte sería prolongar el diálogo entre la existencia y el lenguaje
más allá de la dialéctica de las proposiciones, más allá de la cien-
cia, porque si la experiencia queda inconclusa hasta no haber
suprimido la imagen de la muerte, el arte significa siempre la
ruina de la experiencia. Así, se revela una dialéctica subterránea
de la cual la dialéctica de las proposiciones y la de las ciencias
serían sólo etapas, la dialéctica que va del silencio al silencio:
“Nazco en el silencio y muero hablando para que el silencio de
mi muerte sea palabra.” Esta dialéctica se pronuncia también
en el arte: mi palabra creyendo surgir de mi emoción, es decir
150 Pierre Klossowski

de nada, quiere volver a esa nada. (Aquí se presenta un aspecto


capital del pensamiento de Maurice Blanchot.) En contrapo-
sición, se pronuncia en la religión: si mi palabra, viniendo del
lenguaje (Parain da por sobreentendido aquí a Dios), se presta
a la emoción para expresarla, mi palabra vuelve al lenguaje que
es Dios.
De este modo, para Parain, la primacía del lenguaje sobre la
experiencia se revela en la incapacidad de nuestra inteligencia
“para volver a ser un cuerpo” y en la interrogación sobre nuestro
conocimiento experimental, vivido como una maldición que
“nos obliga siempre a seguir sin tener un comienzo”. Y cuando
el sufrimiento, o la muerte, nos amenazan con imponernos el
silencio, nos preocupamos más por asumir el lenguaje.
Es esta dialéctica del lenguaje y de la existencia, este diálogo
de la carne y del lenguaje pronunciado por el arte quien, en el
balance de las civilizaciones como en la vida de los individuos,
muestra que la “mentira se paga con la muerte y no solamente
con dinero”. En el ámbito del trabajo comprometo claramente,
bajo una orden que me doy a mí mismo, una parte viva de mí
mismo; esta orden me viene del lenguaje que le da un sentido
al silencio de mi abnegación y una palabra a la parte de energía
ya gastada. Así, siempre hablo de lo que no podía realizar por
completo: de manera que lo que decía siendo una verdad para
otro, no es más que una mentira para mí mismo en el momento
en que la muerte me alcance.
Parain, al observar esta inversión de roles en los sucesos his-
tóricos, traza lo que será la parte negativa de la empresa comu-
nista expresada por la propaganda, mientras que la parte posi-
tiva sólo está constituida por el silencio de los que se sacrifican
por su esfuerzo.
Porque la solución dialéctica exige siempre “que se empren-
da lo que es más necesario… lo menos dado previamente con
los medio del sacrificio y no con los medios de la economía,
Un tan funesto deseo 151

contra sí y no para sí”, la revolución comunista no se produjo


como lo preveía Marx, en Alemania cuyas condiciones indus-
triales ofrecían un terreno favorable para una revolución cien-
tífica, sino en Rusia carente de cualquier industrialización y,
gracias a esta carencia, en virtud de un antagonismo entre las
necesidades materiales y las necesidades artísticas, entre la vida
y la muerte: de un lado, el anhelo de la repartición de tierras en
el caso de los campesinos y su creencia en la resurrección de la
carne; y, por otro lado, la tendencia nihilista de la intelligentzia.
De tal manera que, en el momento mismo de su aplicación, la
dialéctica científica y experimental restablecía la ley del diálogo
entre el lenguaje y la carne. Creó, así, a pesar de sí misma, una
situación religiosa.
Por el mismo motivo, se vuelve manifiesto el defecto fun-
damental de la dialéctica materialista: “no da cuenta del rol de
la existencia en la historia” –que es la condición del individuo
llevado a interpretar la situación que ella le presenta. Si todo lo
que sucede no puede sino conducirme a la libertad, y si por mi
parte todo lo que me sucede a mí no hace más que restringir mi
propia libertad, me prepararé para morir, es decir, me sacrifica-
ré al lenguaje. Al hacerme responsable del destino universal, el
comunismo me somete nuevamente al lenguaje y por lo tanto
a un acto de fe. Solamente este acto de fe le permite al indivi-
duo cubrir el agujero abierto que deja subsistir las fórmulas de la
experiencia.
A partir de esta situación, Parain deducirá la vía que, de la
dialéctica, reconduce a la lógica. Como lo único que cuenta es
el diálogo entre la carne y el lenguaje a causa de la aplicación
práctica de la ciencia en la vida humana, las reacciones de los
hombres y los acontecimientos, tal como se produjeron en el
transcurso de la experiencia soviética, dan por sí mismos testi-
monio de la necesaria relación entre la carne y el Logos.
152 Pierre Klossowski

En efecto, la aplicación de una experiencia supone una do-


ble interpretación de lo posible: o bien lo posible se estima a
condición de intentar su realización por medio del sacrificio
de mi carne, o de la carne de otro, confiado del éxito final, lo
que nuevamente es un acto de fe en la resurrección de la carne;
o bien, por el contrario, busco una evaluación del valor de la
realización de lo posible y me excluiría de tal experiencia en
virtud del reconocimiento de una ley que me impide tentar y
que, de alguna manera, me preserva también de la tentación de
lo posible experimental: por lo tanto, de la dialéctica que usa el
cuerpo vuelvo a la lógica que lo rehace.
Si “el instinto religioso de Rusia” triunfa “sobre su gusto por
el arte”, hay que reconocer en este mismo sentido que la lección
de la experiencia la ha puesto bajo el signo de la lógica. Y es así
cuando Lenin declara al día siguiente de tomar el poder: “Y,
ahora, va haber que trabajar”, lo mismo sucede más tarde, cuan-
do Stalin al suprimir la regla del techo de los ingresos para los
miembros del partido, instaura la regla de la desigualdad de los
salarios según la desigualdad de los rendimientos. Para Parain,
la norma que se establece sobre los individuos es la misma, si lo
pensamos bien, a la del Génesis: “Ganarás el pan con el sudor
de tu frente.”
El antagonismo entre Oriente y Occidente parece, pues,
provenir de dos interpretaciones diferentes de la experiencia
y de la libertad, de una idea errónea del siglo XIX: la idea de
que conocemos por la experiencia. Esta idea errónea inspira, en
Occidente, su noción de la libertad y su estética. Esta idea erró-
nea en función de su concreta aplicación en Rusia la acercó,
según Parain, a la disciplina de la lógica y la preservó de una
noción estética de la libertad. Es cierto que el comunismo no
es ni podría ser un régimen de libertad porque es, a pesar de su
propaganda, la unión de todos en el silencio. En su fase actual
de desigualdad de condiciones, instituye una igualdad para to-
Un tan funesto deseo 153

dos en la “incapacidad de común para enunciar fácilmente lo


verdadero, y en consecuencia con el permanente riesgo de la
mentira, es decir el riesgo de la más grande discreción antes de
la partida decisiva.”
Y porque para Parain, el comunismo no podría tener “senti-
do más que si permaneciera tanto tiempo como fuera necesario
en el silencio y en la sumisión, para que la palabra por decir apa-
rezca cuando le corresponda, como lo más esperado y la única
soberana”, Parain, lo opone, particularmente en este aspecto, a
la idea estética de la libertad en Occidente, idea que procede del
idealismo filosófico y que continúa expresándose en la fenome-
nología y el existencialismo moderno. En fin, en las tendencias
nihilistas de la literatura, en primer lugar es una reacción frente
a las realidades históricas y sociales, es decir, frente al conoci-
miento experimental antes de que haya formado a su vez una
noción de experiencia necesariamente estética. Así Nietzsche,
y todo el paganismo moderno que le sigue, recrean los mitos
que querían destruir. Así, nuestro humanismo occidental ter-
mina en una generalización de la idea del arte por el arte y en
consecuencia por una cultura de los poderes de muerte. Porque
Occidente después de haber abandonado la lógica, el reino del
Logos que le habla a la carne, por la doctrina de la experiencia,
aún no ha tomado conciencia del diálogo entre la carne y el
lenguaje –se produce en nosotros una ruptura del equilibrio
a expensas de la potencia de vida y el poder de fecundidad, a
favor de los poderes de muerte representados por el arte y por
una disociación de la existencia y del lenguaje.

Desde L’embarras du choix el pensamiento de Brice Parain


no ha dejado de evolucionar. A medida que las previsiones se
confirman, que los sucesos se conforman con las previsiones, la
154 Pierre Klossowski

referencia a la Rusia soviética retoma su significado puramente


espiritual. ¿Alguna vez fue otra cosa? Para Parain, ninguno de
los sistemas sociales que compiten en la actualidad, y cuyas no-
ciones deforman de manera grosera los problemas más doloro-
sos de los hombres, podría brindar una respuesta auténtica a la
única y auténtica pregunta, la pregunta interior. Y las querellas
que resultan no son más que viento. El lugar de silencio que se
creó en Rusia no es el resultado de una decisión libre. Podría
darse en occidente, particularmente en Francia, a condición
de que se trate de una libre sumisión a la ley del diálogo entre
la carne y el lenguaje. Pero el principio mismo de esta ley, de
este intercambio, reside en la creencia de que existe una verdad.
Pero esta condición primordial está ausente de una enseñanza
cuyo punto de partida principal, constata Parain, es la ausencia
de verdad. Y no es posible ninguna enseñanza sin la creencia
en una verdad. En otros términos, la experiencia sigue estando
desprovista de sentido si no implica el conocimiento del error.
Parain pretende enseñarnos la lección de una experiencia cuya
cualidad, aunque fuese de una inspiración trágicamente falsa,
y como en toda experiencia ejercida con rigurosidad, conduce
a la nada humana, punto de intersección de la palabra huma-
na y de la gracia. La enseñanza que debemos sacar de aquí es
que, cualquiera sea la palabra que pronunciemos, debemos res-
petarla en nuestra carne, aunque sea una palabra de sacrilegio
y de perdición: nuestra carne rápidamente habrá agotado sus
tentaciones de experiencia, no podrá escapar a la condena de
nuestra palabra, desde que nuestra carne ya no podrá ni servirle
ni sometérsele nos encontraremos sometidos a nuestra palabra
inmortal. Cuando el hombre ha agotado todo o ya no puede
intentar nada para encontrar una razón que sostenga su vida,
la palabra permanece, sea para decírselo o sea para decirle a
alguien que no sea igual al hombre sino que esté por encima
o por fuera de sí mismo; sino tan íntimo a sí mismo como la
Un tan funesto deseo 155

palabra de una confesión; repetir su agotamiento, su fracaso, es


diferir su suicidio. Por el contrario, dirigirse a alguien que escu-
che o que escuchará mejor de lo que había prevenido el fracaso,
es rezar. (La inmensa ventaja de aquel que cree en Dios es poder
callar cuando no tiene nada para decir, ya que sabe que Dios se
encarga de ello cuando es necesario… la única actitud conforme
al espíritu científico.) En la plegaria el hombre da testimonio a
la verdad de su error: toma a la verdad como testigo de lo que
lo sobrevive pero ya sin tener derecho a la vida. Obtiene la gra-
cia de recomenzar. Pero este comienzo no puede rehacerlo, no
puede entrar en esta nueva vida más que a condición de tomar
esta vida como un don, un ser que no le llega por derecho pero
que le adviene por gracia.
VII

Sobre Maurice Blanchot23

23
De un estudio sobre Maurice Blanchot, publicado hace aproximadamente
catorce años en Temps modernes, febrero de 1949, sólo conservamos la segun-
da parte. Sirva esta nota para suplir las lagunas de nuestra antigua interpreta-
ción y rectificar su perspectiva.
Contra una interpretación puramente simbólica del dogma
de la Resurrección de la carne, Tertuliano se expresa en estos tér-
minos: “Si la representación reside en la imagen de la verdad,
y la imagen en la verdad del ser, es necesario que la cosa exista
por sí misma antes de servir de imagen a otra. La semejanza no
se funda en el vacío, ni la parábola en la nada.” Estas proposi-
ciones ya contienen todas las consecuencias que Parain extrae de
su concepción del lenguaje. Invirtamos, ahora, el argumento de
Tertuliano y habremos circunscrito la esfera en la que se mueve la
meditación de Maurice Blanchot. Si la representación reside en
la imagen de la verdad, la verdad nunca es más que una imagen
y la imagen misma no es más que una ausencia de ser, es decir,
presencia de la nada; en esto consiste el lenguaje mismo; ya que,
para que una cosa solamente pueda servir como imagen a otra, es
necesario que haya dejado de existir por sí misma. Imagen de una
cosa, nunca designa de esta otra cosa más que su ausencia. Y así no
sólo la nada funda la semejanza sino que es la semejanza misma.
¿Semejanza de qué? ¿Quizá de un ser que se oculta?
Esta noción de ocultamiento del ser en el lenguaje revela en
el pensamiento de Maurice Blanchot la función que ejerce el
lenguaje en el existente, que es la de la muerte. Pero incluso esta
función de la muerte es doble: “… La muerte es tanto el trabajo
de la verdad en el mundo, como la perpetuidad de aquello que
no soporta ni comienzo ni fin.” De esta duplicidad de la muerte
procede la ambigüedad del lenguaje.
El existente pareciera constituirse sólo por la búsqueda de un
sentido: no es nada más que la posibilidad de un comienzo y
160 Pierre Klossowski

de un fin. La significación en la existencia procede de su misma


finitud, es decir el movimiento hacia la muerte.
El lenguaje, en tanto que significa, sólo puede hacerlo refirién-
dose a la insignificancia. ¿Cuál es esta ausencia de significación?
El ser en tanto ser, porque es sin comienzo ni fin.
Pero la muerte arroja en la insignificancia del ser sin comienzo
ni fin a aquel que en el existente, a saber en este mundo, adquiere
un sentido que le sobrevive en el mundo y la historia, pero al cual
él sobrevive “absurdamente” en el ser. Por este motivo el lenguaje
extrae de la presencia de la nada en los seres su fuerza significan-
te: es “esta vida que lleva la muerte y se mantiene en ella”.
La insignificancia del ser sin fin hace a la significación inse-
parable del morir. Pues, si el sentido sólo es posible a partir de un
comienzo y con la perspectiva de un fin, no es sentido si no perma-
nece en el existente en devenir que desacredita sin cesar en tanto
que mundo este contexto de vicisitudes que llamamos historia.
Así, el sentido se apoya en el ser que consagra la imposibilidad de
cualquier sentido. Pero esto es lo propiamente insostenible para el
mundo: el existente como mundo se forma a partir de la imposibi-
lidad de poder pensar alguna vez el ser en tanto ser24.
Entre el sentido de los existentes y el ser-para-siempre donde
se abisma el sentido, se sitúa esta región que se llama Literatura,
es decir el Arte. La obra toma un sentido por fuera de la exis-
tencia que la hace participante del ser desprovisto de sentido. Y
la búsqueda de un comienzo, en la que consiste la existencia del
creador que rechaza constantemente su existencia en la palabra
o la imagen, da testimonio de la insuficiencia de la significación
con respecto al ser; cuanto más gana la obra en significación, más
el creador tiende a la insignificancia del ser.
24
Heidegger observa (en Nietzsche) que la metafísica jamás podría pensar
al ser de otro modo que no sea bajo el modo del existente. Ahora bien, si el
existente no se concibe sin el ser, no por ello deja de estar en un perpetuo des-
amparo con respecto al ser que lo va abandonando, y ausentándose sin cesar:
es el origen de toda metafísica.
Un tan funesto deseo 161

Si el existente –el mundo y su historia– recubre de olvido al ser


en tanto insignificancia, a pesar de todo, en el existente la insig-
nificancia “sub-viene25” [“sous-vient”] a la palabra y a la imagen
que se convierten en significantes; pero es todavía el Recuerdo de
lo que en sí no es sino ausencia de toda memoria, es decir, olvido:
el ser, esta perpetuidad que no soporta ni comienzo ni fin.
Así como el existente previene el recuerdo del ser en tanto ser
en su captación de una insignificancia absoluta, los nombres pre-
vienen el olvido del ser en los seres finitos. Los nombres ya son,
pues, del mismo modo que la imagen, presencia de la nada en los
existentes y, sin embargo, al significarlos como tales, los constitu-
yen en el ser y los restituyen a insignificantes. En tanto que están
constituidos en el ser, la muerte los hace sobrevivir a su sentido,
como siendo para siempre, desde siempre. Pero constituidos en
el ser, han perdido de golpe su identidad, que sólo es significante
en la finitud del existente. Idénticos en su significación temporal,
pero desemejantes a sí mismos, ahí donde están para siempre des-
provistos de sentido –en el ser sin comienzo ni fin.
Así, los nombres de los existentes, como las imágenes –la me-
táfora tanto como el retrato (las imágenes o bustos de los antepa-
sados de la antigüedad romana)– anticipan esta desemejanza
de los existentes respecto de su identidad en el ser más allá de la
muerte, mientras que en el más acá de la muerte expresan la pre-
sencia de la nada en los seres, es decir, su ausencia; de manera que
sus nombres arrojan fuera de sí mismos a los existentes.
En la comunicación entre los seres la parte de insignificancia
del ser en cada uno interfiere con la significación que se dan, o sea
con la mutua aceptación de su desaparición.
Pero, entonces, interviene la relación con los desaparecidos, y
ahí otra vez se vuelve ambigua la significación del nombre en el

25
A los aspectos ya señalados en la nota de la página ... es necesario agregar
la proximidad fonética entre los términos sous-venir, souvenir (“recuerdo”) y
survenir (“sobrevenir” o “venir de improvisto”). (N. de T.)
162 Pierre Klossowski

que sobrevive lo desaparecido; ya no es más lo mismo con respecto


a sí mismo inexistente, porque es irrevocable; sólo una identidad
terminada que mantiene en el existente el duelo, la memoria, el
culto. En otros términos, la máscara detrás de la cual se esconde
la indiferencia de quien ya no tiene, no sólo desde su desaparición
sino que nunca ha tenido, ni comienzo ni fin; ¿lo mismo toda-
vía significa para nosotros esto o aquello? Y cuando lo significaba,
¿no estaba en nuestras relaciones esta insignificancia en nosotros
mismos que triunfa, por sobre todo, en la medida en que dos se-
res pueden atribuirse mutuamente lo que en ellos nunca tuvo co-
mienzo ni fin y que uno arrojaba sobre el otro como retardando
perpetuamente el ser que no pueden comunicarse pero que les ad-
viene y los reúne en la insignificancia?
Ahí está, sin lugar a dudas, el secreto de lo incomunicable que
condena una visión al silencio. Quien ve de este modo tiene que
expresarse para no enajenarse el mundo, y escribe lo que ve para
combatir su enajenación a pesar de que sólo se hable a sí mismo
y no pueda ser oído más que por la visión que lo comprende a tal
punto que su lenguaje es la palabra de quien se calla26.
26
“El hombre que habla ejerce, a la vez, la negación del existente del que
habla y de su propia existencia, y esta negación se ejerce a partir de su poder
de alejarse de sí mismo, de ser otro que su ser. Pero lo que es más importan-
te: la palabra no sólo es la inexistencia de la cosa dicha; la palabra en tanto
inexistencia se convierte en realidad objetiva.” Cf. La littérature et le Droit de
la mort, en Critique, XX, enero de 1948.
L’Arrêt de mort, por su trama y sus elementos, todavía pertenecería a la
literatura visionaria en la medida en que su tema es la comunicación de un
ser muerto con otros seres muertos; pero se aleja de ella en tanto que la co-
municación se establece con la muerte de los seres “a partir de la palabra” en
el sentido de que la palabra “es esta vida que lleva la muerte y se mantiene en
ella”. De este modo, la potencia de la muerte [mise à mort] de los seres que
ejerce la palabra, hace entrar directamente en la muerte en tanto lugar de
comunicación de los seres, y no solamente de comunicación sino también
de unión. Ahora bien, porque la muerte constituye el sentido del hombre a
la vez que suprime este sentido al suprimirse ella misma, librando al hombre
que ha dejado de ser un hombre, más allá de la muerte, a la existencia que
Un tan funesto deseo 163

desde ahora está privada de significación, esta posibilidad presupone menos


la muerte que el morir mismo, es decir la imposibilidad de morir una vez
muerto, la experiencia de morir sin fin, como fuente de la temporalización
perpetua. Es así que la experiencia concreta que ofrece la imagen más perfecta
de esta temporalización es el caso de la enfermedad incurable en la que la
sentencia médica: Como usted debería haber muerto hace dos años, todo lo que
le queda por vivir está de más, constituye el sujeto en el morir. Ejemplo que
sin embargo no es más que una analogía bastante particular de la Palabra del
Comienzo: el día en que comas de eso, en verdad morirás. En efecto, la ley que
condena a la muerte al hombre orignariamente destinado a la vida, hace de él
no tanto un muerto sino un mortal. La muerte le advendrá del mismo modo
que la inmortalidad: como una modalidad de su ser sin que le sea revocada
su sustancia, desde entonces, suspendida entre la muerte y la inmortalidad.
Si el pecado original consistía en la elección de la muerte, resulta manifiesto
entonces que el hombre obtiene el morir y la experiencia del morir como una
modalidad de su irrevocable existencia.
En consecuencia, en L’Arrêt de mort, la enfermedad, aún cuando pueda
estar en el origen de este conocimiento, no servirá más que de pretexto para la
demostración de un fenómeno más profundo del pensamiento de Blanchot.
La descripción del caso concreto de la enfermedad incurable y de la supervi-
vencia a la condena médica se identificará con lo que el lenguaje mismo le ha
revelado a Blanchot: la vida del ser a partir de la muerte que le da la palabra.
Acá nos encontramos en presencia del extraño éxito de una comunicación
con el otro, de la comunicación de un Erlebnis que, reproducido tal como en
el relato, conduce al lector a confrontar esta forma de transmisión inmediata
de acontecimientos con la traducción teórica de éstos en el importante ensayo
sobre La littérature et le Droit à la mort. “Cuando digo: esta mujer, la muerte
real de esta mujer está anunciada y presente en mi lenguaje. La potencia del
lenguaje puede separarla de sí misma, sustraerla de su existencia y de su pre-
sencia.” Destrucción posible, implícita en el lenguaje. Entonces, porque esta
mujer realmente es capaz de morir, a cada instante amenazada por la muerte,
“enlazada y unida a ella por un lazo esencial”, el lenguaje puede completar esta
“negación ideal”. La primera parte del relato está dedicada a la agonía, a la
muerte seguida por un retorno temporal a la vida de una joven incurable. En
su meditación sobre el lenguaje, Blanchot insiste en los dos movimientos de
la palabra. Si Lázaro veni foras “hizo salir la oscura realidad cadavérica de su
fondo original y a cambio no le ha dado sino la vida del espíritu” –el lenguaje
sabe sin embargo que debe excluirse algo por la “fuerza terrible que hace lle-
gar los seres al mundo y por la cual se aclaran. Quien ve a Dios, muere. En
la palabra muere lo que da vida a la palabra: la palabra es la vida que lleva la
164 Pierre Klossowski

muerte y se mantiene en ella”. Así, en su profunda preocupación la literatura


no se detiene en este primer movimiento: pretende recuperar lo que ha des-
truido el lenguaje– hay que recuperar la cosa dicha en tanto cosa destruida:
quiere al Lázaro de la tumba, no al Lázaro resucitado. Es entonces que, por
medio de la potencia encantadora de la palabra, ella pone a las cosas realmente
presentes fuera de sí mismas. La descripción de los lazos de un ser presente
fuera de sí mismo con otros seres fuera de sí mismos, que los hace presentes
por medio de su contacto, es el tema de la segunda parte del relato. En la pri-
mera parte, la joven incurable, llamada J…, está muerta desde una perspectiva
médica tal como el “hablante” del relato; J…, tiene una visión del “hablante”
en tanto muerto (p. 17), aún cuando no lo conoce. Se decide un tratamiento
aleatorio de inyecciones que debería sanarla, pero que en su caso corre el
riesgo de matarla. Tenemos aquí un paralelo entre la acción desintegradora
de los remedios comunes y corrientes, y la acción completamente espiritual
del pensamiento del “hablante”. El médico representa el mundo hostil al es-
píritu, mundo donde se completa la degradación de la carne –mientras que
el “hablante” está sujeto a la muerte que da la palabra, y que también ejerce la
fuerza constitutiva de la existencia a partir de la muerte. De este modo, por
su presencia cercana a la que es considerada como muerta, puede devolverla
a la vida de la palabra; pero sólo puede hacerlo durante un día, después del
cual las fuerzas del mundo al que pertenecemos reconstituyen el cadáver en
la medida en que también el “hablante” mismo aún pertenece a este mundo.
La vida de la palabra debe coincidir con la destrucción total de lo que en
el objeto nombrado hay de mundo, para que comience la existencia sin fin,
para que comience el ser según la vida del lenguaje que lleva la muerte y se
mantiene en ella.
La transcripción de los acontecimientos vividos en el relato, que implican
un orden de verdad, difiere necesariamente de la discusión teórica de esta
verdad implícita en la experiencia. En este sentido, el relato es más valioso
pero también es más oscuro. Experimentamos allí un contacto con el mis-
terio independientemente de nuestra comprensión porque pertenecemos a
este misterio, y lo que en nosotros le pertenece sigue siendo tan incognos-
cible para nuestra razón como la incomunicación de lo vivido y referido.
El arte de Maurice Blanchot consiste, pues, en poner una parte de nosotros
mismos en relación con lo que él dice. Cuando leemos lo que nos dice, no
podemos comprenderlo, comprendemos menos en tanto nosotros mismos
ya no somos comprendidos en su frase. Y no es porque no comprendemos
que continuamente somos arrastrados a ir hacia adelante, sino porque esta-
mos constantemente en la búsqueda de esta parte de nosotros mismos ena-
jenada por el relato y que queremos recuperar cueste lo que cueste. Nosotros
Un tan funesto deseo 165

Pero, ¿qué sucede con la denominación misma del ser en tanto


ser, si equivale a la insignificancia en la ausencia de un comienzo
y de un fin?
El lenguaje que significa al existente da a la insignificancia ab-
soluta el “nombre más noble de la existencia”, es decir, Dios.
La relación establecida entre este nombre supremo entre los
nombres y la totalidad del existente –si no es simplemente una
designación del lenguaje por sí mismo como referido por el ser
al lenguaje– le hace padecer a este nombre (personal y esencial) el
destino de un existente significado.
Por el hecho de que este nombre significaría aquello que no
puede ser significado nunca, porque designa la insignificancia ab-
soluta, o sea el ser, constituye el ser en tanto existente único para la
totalidad del existente. Esta es la significación del existente ame-
nazada por un solo existente que está a la altura de la insignifi-
cancia absoluta y, por lo tanto, el ser mismo amenazado por una
significación, es decir, este mismo nombre sometido a la necesidad
de un comienzo y de un fin.
Esta pareciera ser la lección de la parábola de LE TRÈS-
HAUT.
Sin embargo, el análisis que ofrecimos hace un tiempo de este
libro tan singular estaba basado expresamente en la distinción
escolástica del ser y de la existencia, del ente y de la esencia; sigue
siendo una interpretación válida en la medida en que la medita-
ción de Blanchot sobre el lenguaje trata del antiguo tormento del
pensamiento en su impotencia de pensar el ser en tanto ser.

LE TRÈS-HAUT

también, en tanto lectores, queremos volver a tomar lo que la experiencia


transcrita de los hechos, que conlleva nuestra adhesión, suprime, es decir una
presencia real más allá de su supresión.
166 Pierre Klossowski

El libro se abre con la vida de soltero de un funcionario mu-


nicipal que, fuera de sus horas de trabajo, reparte su enferma
existencia entre la clínica y una convalecencia hecha de extra-
ñamientos y contactos ambiguos con sus vecinos, salvo que su
cansancio lo obligue a volver con su familia compuesta por su
madre que se ha vuelto a casar y su hermana. Al regreso de unas
vacaciones que el personaje acaba de pasar con ellas, la epide-
mia de un mal indeterminado estalla en los barrios donde se
encuentra la casa en la que vive. El mal toma dimensiones apo-
calípticas: revueltas, incendios, represión, crueldades, terro-
rismos. Pero, en lugar de dejar su casa que se ha transformado
en un sórdido dispensario, el héroe de la novela también está
afectado por el mal, como hundido en la descomposición del
ambiente. Esto es lo que para el lector distraído sería la acción
exterior. Supongamos que no pueda escapar al encantamien-
to que ella ejerce por sí misma; hay muchas más posibilidades
de que no recuerde en absoluto las primeras palabras del libro:
No estaba solo, yo era un hombre cualquiera. ¿Cómo olvidar esta
expresión? Detengámonos en estas palabras: un hombre cual-
quiera –una expresión. Es decir, es el lenguaje en el sentido en
que Blanchot lo convierte al mismo tiempo en agente trascen-
dente e inmanente de nuestra aventura humana. El lenguaje, a
la vez, asociado a un hombre cualquiera; y en esta medida tam-
bién sería una lucha contra el olvido, lucha que lo convierte en
una memoria, pero en una memoria separada de su sujeto. Si el
lenguaje permanece asociado a un hombre, constituirá el sen-
tido propio de este hombre con respecto a una significación ya
establecida, y se considerarán mutuamente como verdad. Pero,
en la medida en que el lenguaje se separa de un hombre al que
estaba asociado un instante, porque el lenguaje agota el sentido
de un hombre en el movimiento que se pronuncia a través de
la historia y que es el de la verdad, el hombre se convierte en
algo fortuito; o bien, no es más que mentira y la historia es la
Un tan funesto deseo 167

verdad; o bien es la verdad y la historia no es más que mentira.


Esta interpretación se alejaría del verdadero sentido al punto
de asirlo.
Durante el transcurso de las vacaciones que pasó con su fa-
milia, el hombre cualquiera, cuyo nombre se mencionará una
sola vez, aparece tiempo después unido a su hermana (Louise)
por una especie de pacto que se remontaría a su infancia pero
que, en realidad, denota un origen infinitamente más lejano
cuando hemos conocido la verdadera “condición” del perso-
naje. La escena de la tapicería (páginas 57 y 58) toma un sen-
tido acabado en las páginas 237 y 238 donde se refiere a otra
contemplación. Louise arrastra a su hermano a un cementerio
(palabra que fue cuidadosamente encubierta para que sólo pa-
rezca una vasta aglomeración de habitaciones vacías, primera
evocación de lo que enseguida sabremos sobre los “barrios del
Oeste”) y allí, en el fondo de un panteón, lo somete a un rito, a
una muerte ritual cuya palabra encantadora: “Tanto como yo
viva, vivirán ustedes y vivirá la muerte. Tanto como yo tenga
aliento, ustedes respirarán y la justicia respirará… Y ahora, lo
he jurado” es una palabra que el hombre cualquiera ya había
escuchado y que nosotros también ya la habíamos leído en algu-
na parte. Estamos aquí en presencia de una memoria separada
–queda por saber qué memoria–, separada de su sujeto –queda
por saber qué sujeto. A continuación tiene lugar la escena de la
huída y de la persecución del hermano por la hermana: “No sé
que fue lo que leyó en mi mirada. Sus ojos se volvieron de ce-
nizas, algo se desencadenó y me pegó una cachetada: cachetada
que me aplastó la boca”27. A partir de ese momento, el silencio
del otro se convierte en palabra del hombre cualquiera y todo
lo que los otros dicen es lo mismo que él calla. A tal punto que
“los sucesos se encierran en las palabras para que las palabras
se lean en los sucesos” (Tertuliano). Así, poco a poco se revela
27
Página 75. Esta escena se corresponde con la página 223 y la escena final.
168 Pierre Klossowski

el secreto del héroe con el que, de un plano íntimo y familiar


–una intimidad y una familia tomada de prestado– en la se-
gunda parte del libro lo vemos pasar al plano de la calamidad
colectiva, de la epidemia, en el seno de un régimen terrorífico
del cual él será la conciencia impotente. ¿Por qué no consigue
alejarse de los barrios del oeste destinados a la devastación, al
asesinato, al incendio?
De improvisto, a lo largo de una entrevista, nos enteramos
del nombre del hombre cualquiera. ¿Henri Sorge? ¿No haría
falta pronunciar este nombre en el lenguaje del Santo Imperio
de la Metafísica y traducirlo por Heinrich Sorge? O mejor: ¿die
Sorge como se escucha en la Universidad de Freiburg? ¿Una
“cura”, cura pura? Un cuidado puro –que se camufla con el nom-
bre de Henri. Un cuidado puro, esto es la existencia: el Dasein
de Henri. Pero, ¿acaso se trata de la existencia de Henri? Para
nada. Henri no sería más que una esencia que ha recibido la
existencia; pero entonces la “novela” perdería todo su interés y
no se podría justificar el título del libro. En consecuencia, sólo
queda una explicación: Henri Sorge representa una existencia
sin ser tal, ein soseinloses Dasein, por esta razón no es sino aquel
del que habíamos dicho que no tiene esencia porque su esencia
es su existencia28.
“Quien ve a Dios muere –escribía Blanchot con un sentido
tradicional. En la palabra muere quien da vida a la palabra: la
palabra es la vida de esta muerte, es la vida que lleva la muerte y
se mantiene en ella.” Estamos ante la expresión aplicada a Dios,
incluso desde el punto de vista de su Ungrund. Entonces, Dios
conocería la condición en la que Blanchot coloca a la literatu-
ra, Dios sería este: abismo (Ungrund) que exige hablar, nada

28
“Y es por esta razón que algunos filósofos dicen que Dios no tiene “quiddi-
dad” o esencia, porque su esencia no difiere de su existencia” (Santo Tomás de
Aquino, De ente et essentia, Cap. IV)
Un tan funesto deseo 169

habla, nada (el Ungrund) encuentra su ser en la palabra y el ser


de la palabra no es nada.
Con mayor razón, Dios privado de su nombre, o la existencia
privada de ser tal por estar privada del nombre de Dios, en el
estado de cuidado: con este nombre prestado, Sorge, “empleado
del estado civil”, se reniega en una vida de soltero, compues-
ta de diferentes grados de náusea por los cuales su conciencia
comprende el universo que había creado y que ahora se abisma
a medida que él mismo se adentra en el Ungrund. En esta sin-
gular parábola nada es dejado al azar y no es pues en vano que
aquel que había subido al Oriente viva en los barrios populares
del “oeste29”. Al igual que la oscura tendencia del lenguaje que
se pronuncia por medio de la literatura “quiere asir la presen-
cia de las cosas antes que el mundo sea, como también lo que
subsiste cuando todo se borra y el estupor de lo que aparece
cuando no hay nada”. (La littérature et le Droit à la mort) y que
por su “cuidado por la realidad de las cosas, de su existencia
desconocida, libre y silenciosa”, convierte al lenguaje en “una
materia sin contornos, un contenido sin forma, una caprichosa
fuerza impersonal que no dice nada, no revela nada y que, por
su rechazo a decir algo, se conforma con anunciar que ella viene
de la noche y que a la noche retorna”, como también sucede con
la noción de la divinidad: retorno de la Palabra a su Ungrund,
cuyo fenómeno revelado por la literatura, que da cuenta de las
cosas y de los seres por fuera del mundo, no sería más que el re-
flejo. Y así como se había invocado el mito de la supervivencia,
ya sea que un hombre crea vivir cuando ha olvidado su muer-
te o ya sea que otro, sabiéndose muerto, luche en vano para
morir, así el mito del creador que sobrevive a sí mismo, cuando
estaría muerto en su creación, proyecta en Dios una conciencia
divina vacía de sus hipóstasis. Aquí, una vez más, se afirma la
29
En el libro de Blanchot, la calle del oeste se convierte en el teatro de la
“Decadencia de Occidente”.
170 Pierre Klossowski

doble polaridad en la Palabra, en función de la nada [neant]


que convoca al ser; y como el lenguaje se asocia a un hombre y
luego abandona al hombre, así la Palabra de Dios deja a Dios y
niega a aquel que la ha proferido. De manera que, cuando en Le
Très-Haut se plantea la cuestión del Estado y de la ley, por una
parte, y de una rebelión organizada bajo la forma de epidemia
y de una devastación social, por la otra, que no resultan ser más
que la complicidad del rebelde y del sospechoso con la ley que
combaten, mientras que las violencias y las represiones no son
sino la complicidad humana de la ley junto con los movimien-
tos humanos que ella reprime, comprendemos que se trata aquí
de una interpolación conducida por la dialéctica inherente a
la Palabra: el Estado con su ley y sus prisiones –de donde los
hombres ya no quieren salir porque nunca han sido más libres
que siendo prisioneros30, mientras que allí los enfermos son asi-
milados a los criminales y “reciben del castigo de la muerte la
misma falta que ese castigo les hace expiar”– no son ni siquiera
las imágenes de la significación que uno había decidido dar al
mundo y a la existencia, sino imágenes desde ahora arruinadas
o invertidas a causa de la imposibilidad, en virtud incluso del
posible infinito del lenguaje, de mantener una significación
constituida por la eliminación de de todo lo que sólo se quiere
para sí y que nunca llega a morir. La presencia del Estado, al
igual que la presencia de Dios, dispone de una ubicuidad que
reside en la facultad universal de hablar: en la de reconocer y
pronunciar la ley, pero también en la de transgredirla incluso
en virtud de la presencia de la ley. Si Dios, porque ya no habla
más, o porque ya no se nombra más, o porque habla por boca
de sus enemigos, ingresa en el Ungrund (y entonces el lenguaje
busca destruir las cosas significadas para conocer su presencia
real), en el orden de los hechos, la epidemia bien puede prece-
der la rebelión y sugerir esta última como una consecuencia, el
30
Sade es su más desgarradora ilustración.
Un tan funesto deseo 171

mal incurable ya no puede más descifrarse en el castigo como


el crimen que efectivamente es: la voluntad de aprehender lo
que el uso de las palabras abolió a favor de la significación verá
constantemente sustraerse su objeto porque ella misma es una
imposibilidad de morir. Por esto Sorge le dice a Bouxx: “Le
suplico que comprenda, todo lo que recibe de mí no es para usted
más que mentira, porque yo soy la verdad.” Dei Dialectus sole-
cismus. Nadie lo sabe mejor que aquel que bajo el incógnito
“Henri Sorge” tiene una conciencia tan infinita como la im-
potencia de esa conciencia: porque su impotencia resulta de
su propia imposibilidad de morir, de su eternidad. Él, que es
la existencia, aspira quizá, a su vez, a esta muerte que ofrece
la significación: ¿la existencia podría hacerlo renunciando a su
ser tal, muriendo en tanto que Dios? Aunque esté “muerto”
en el corazón de los hombres –así se explicitaría la visión de
Blanchot–, en consecuencia sobreviviéndose a sí mismo, pa-
recería haber olvidado su “muerte” o, al menos, negándose a
“recordarla”. Así sería necesario comprender su reacción ante la
vieja tapicería roída por los gusanos: “¡Ah! Falsa imagen, ima-
gen pérfida, desaparecida, indestructible; ¡ah! ¡En verdad algo
viejo, criminalmente viejo! Tenía ganas de sacudirla, desgarrar-
la y, al sentirme envuelto por una nube de humedad y de tierra,
fui atrapado por el enceguecimiento manifiesto de todos esos
seres, por su loca e inconsciente marcha que los convertía en
agentes de un horrible y muerto pasado para atraerme hacia el
más muerto y horrible pasado.” (Le Très-Haut, p. 58.)
Leal funcionario del Estado, la “conciencia” de Sorge no es
por ello menos “malvada” para meditar sobre “ciertas reformas”,
y cuando la máquina se estropea es mejor salir del apuro. Sorge
insinúa más su demisión de lo que la ofrece: todo su compor-
tamiento sería, pues, el mismo del Très-Haut. He aquí Sorge
vegetando en medio de la desolación general y es también la
actitud del creador ante su criatura desolada: el creador no po-
172 Pierre Klossowski

dría más que contemplar el sufrimiento, y la asunción de éste


último no sería por su parte sino una ficción; para hacer esto
de manera notoriamente cruel no se trataba sino de asimilarlo
a Sorge: sólo tiene una preocupación, la de disimular y confun-
dir su esencia con su existencia, y esto es lo que hemos convenido
en llamar su inmovilidad. Ahora bien, si todas las voces no son
sino su propia voz, su silencio se impregna de otro silencio cuya
implícita acusación le resulta intolerable: “No se los escuchaba
y eso era lo peor.” “…Cuántas poblaciones enteras…, sin elevar
el menor murmullo… estuvieran dispuestas a desplazarse ha-
cia el enorme agujero donde la historia tropezaba, ese silencio
que penetraba hasta mí como un grito de bronce y, aullando,
ahogándose, cuchicheando, enloquecía al oído que, por una
sola vez, había aceptado escucharla. Y este grito de desamparo
era universal. Sabía que aquellos que querían la muerte de la
ley liberaban este grito como los otros; y sabía que ese silencio
petrificado por medio del cual algunos continuaban expresan-
do su confianza en un régimen inquebrantable, al punto de no
tener en cuenta lo que sucedía…, que, para los otros, significaba
el desarraigo ante la imposibilidad de saber dónde terminaba
la justicia, dónde comenzaba el terror, dónde triunfaba la de-
lación para la grandeza del Estado y la delación para la ruina
del Estado, sabía que ese silencio tan trágico era mucho más
espantoso de lo que nadie habría podido creer porque “emana-
ba del cadáver silencioso de la misma ley, negándose a decir por
qué había entrado en la tumba y si había descendido allí para
liberarse o para aceptar la tumba.” (p. 220). Es entonces que el
ser es desenmascarado. Lo es en principio de manera tácita por
una desconocida del edificio. “A la salida me había encontrado
con una mujer a la que le había abierto la puerta y dirigido un
breve saludo. Esta mujer me había mirado durante un instante,
se había estremecido y, pálida, se arrojó lentamente a mis pies,
con un movimiento pensado, la frente contra el suelo; luego se
Un tan funesto deseo 173

había levantado rápidamente y había desaparecido. Luego de


su partida, fui agitado por el entusiasmo. Habría querido ha-
cer algo extraordinario, por ejemplo, matarme31. ¿Por qué? Sin
duda, a causa de la alegría. En ese momento, ese movimiento de
alegría me parecía increíble. Estaba agobiado y frustrado.” En
la extrema desgracia, por un instante la adoración habría apare-
cido. Pero ¿acaso es porque ahora la existencia sería más fuerte
que su esencia adorable, bajo el nombre del cual desde ahora
está privada, que la alegría no podría durar? Lo cierto es que
si la adoración provocase un movimiento de generosidad en el
ser –“matarme”, por ejemplo. ¿Por qué? Sin duda, a causa de la
alegría. Ahora, ese movimiento de alegría me parecía increíble.
No sentía más que amargura. Estaba agobiado y frustrado.” En
el malestar extremo, la adoración se mostraría por un instante.
¿Pero que esta alegría no pudiera durar se debe a que la exis-
tencia sería ahora más fuerte que su adorable esencia, bajo el
nombre del cual en adelante estará privada? Es evidente que
si la adoración provocaba en el ser un movimiento de genero-
sidad –“matarme”, por ejemplo– ese movimiento era molesto
por su inmutabilidad, aunque se sobreentienda acá que ese era
el gesto esperado. Casi inmediatamente es reconocido por la
extraña enfermera Jeanne, a cargo de él, que le anuncia: “Ahora,
yo se quién es usted, lo descubrí, debo anunciarlo. Ahora...
–Cuidado, dije. –Ahora... Se enderezó bruscamente, levantó
la cabeza y con una voz que perforaba los muros, conmocio-
naba la ciudad, el cielo, con una voz tan amplia y sin embargo
tan calma, tan imperiosa, que me reducía a nada32, gritó: sí, lo
veo a usted, lo escucho y se que el Altísimo existe. Puedo cele-
brarlo, amarlo. Me dirijo hacia él diciéndole: Escucha Señor.”
(p. 221). Sorge la retoma parafraseando las palabras escritu-
rarias: “¿No podría haber guardado esto para usted?” Pero se
31
El subrayado es nuestro.
32
El subrayado es nuestro.
174 Pierre Klossowski

supone que la esencia divina se retira y niega su nombre: “¿Por


qué ha hablado usted? Recuerde lo siguiente: no me atribuyo
sus confidencias. No soy responsable de eso. No sé que es lo
que usted ha dicho. Lo he olvidado enseguida.” Y la existencia
privada de ser, el Ungrund, responde: “Sus palabras no signifi-
can nada... Aunque se refiriesen a algo verdadero, no tendrían
ningún valor.” Por el contrario, desde el momento en que el
creador se encuentra –como aquí hemos mostrado– rebajado
al repugnante estado de Sorge, no es sorprendente verlo entre-
garse a una escena de celos que le hace a Jeanne porque, fin-
giendo vivir sólo con él, ella también vivía con el médico Roste.
Esto no impide que bajo estos celos se disimulen los celos del
creador por su criatura y que en el mismo momento en el que
ella le dice: “Algunas viles palabras”: “Fue como si me desperta-
ran de golpe y me atravesó una extraña impresión de esplendor,
una embriaguez majestuosa y radiante. Era como si los sucesos
del día, las palabras hubieran encontrado un lugar en su verda-
dera región.” Tal vez, ese era el último resplandor de la esencia
divina solicitada por su nombre antes de que se desvaneciera
en la existencia privada de ser: “Soy un hombre cualquiera.”
Desde ese momento ¿se trata una vez más de una verdad o de
una mistificación? Y si fuera verdad que es una mistificación,
esta última ¿no es la única, entonces, que da cuenta de algo que
ella no es? “Quisiera poder transformar mis palabras en bromas
porque me pesan. Pero, ahora, usted debe creerme. Lo que voy
a decir es cierto. Tómeme la palabra, diga que me creerá, júre-
lo. – Sí, creeré. Ella dudó, realizó un esfuerzo violento, luego
bajó la cabeza con una especie de sonrisa: Sé que eres el Único,
el Supremo. ¿Quién podría permanecer de pie frente a ti?” (pp.
223-224).
Una vez reconocido, sólo anhela una cosa: huir. ¿Cómo
puede aquel que es la existencia huir de la existencia? Tal vez
podría hacerlo escondiéndose en el Ungrund, mientras que el
Un tan funesto deseo 175

lenguaje permanece en medio de los hombres, se vacía de sen-


tido. Las palabras de la enfermera que vio rechazada su adora-
ción ni siquiera podrían tener el sentido de una blasfemia: “No
soy ciega –dijo ella... Cuando me acerco, usted se aleja. Cuando
me alejo, no lo percibe. No me mira nunca, no me escucha. Le
presta más atención a un trapo que a mí... ¿Por qué ha venido
aquí? Puedo preguntárselo durante mucho tiempo. ¿Por qué
ahora usted está aquí, cerca de mí? Si es para burlarse de mí, no
tengo vergüenza, me glorifico con ello. Si es para rechazarme,
no me siento herida por eso, me siento más fuerte. Porque yo
también me burlo de usted. Yo se quien es y me burlo de usted...
Lo encerraré como a un perro. Nadie sabrá nada de usted, na-
die lo habrá visto... No espero nada de usted. No le pedí nada.
He vivido sin preocuparme de su existencia. Sépalo, en ningún
momento le imploré ni le rogué. Nunca he dicho: ¡Venga, ven-
ga!” (p. 228).
Tantas palabras que se volvieron absurdas, arrastradas tal
como son por el movimiento que disocia la esencia de la exis-
tencia mientras no se produzca el acontecimiento esperado –la
imposible “muerte de Dios”. A la vez que los atributos se van
a desprender de sus sujetos, los accidentes de sus sustancias:
olores, colores, ruidos se separan de los seres y de las cosas de
las que emanan para volver a una “existencia que determina su
indeterminación” –como si las cosas y los seres creados por la
Palabra, ellos también, hubieran perdido su esencia, su ser tal,
para volver al estado anterior al que fueron proferidos en virtud
del silencio de aquel que las profería, así como Sorge, a lo largo
de su confesión no ha dejado de describírnoslo desde la escena
del cementerio cuando murmurando el nombre de su herma-
na, sentía fundirse ese nombre en su boca, volverse anónimo
“y no digo nada” (p. 73). Esta escena de sacrificio ritual que se
concluye con la cachetada que me aplastó la boca encuentra su
correspondencia en la escena final del libro. Si Louise, que lo
176 Pierre Klossowski

había llevado a su habitación del oeste y lo había asistido du-


rante un síncope entonces le parecía “una enfermera”, la enfer-
mera Jeanne evoca ahora a “su hermana” en ese pabellón para
aislados, a donde ella traslada a aquel que únicamente ella había
reconocido y que ahora sólo parece preocupado por su propia
“salvación”: “Sabía que no importa lo que sucediera, debía que-
darme inmóvil ahora” –de esta “inmovilidad que escandaliza a
los hombres. Recordaba que no podía pasar nada y recordaba
que lo sabía... Este pensamiento era un consuelo extraordinario,
me brindaba todo de un sólo golpe.” Y entonces, gracias a la pa-
labra desencadenada que suprime el nombre divino, ¿qué es lo
que pasa de todas formas? Sorge se pone a barrer su habitación,
“porque las baldosas estaban cubiertas de polvo, de barro seco
y hasta de paja”. La existencia “reúne un montículo de residuos”
antes de “hundirse en la basura” progresivamente invadida por
la angustia en la privación de su ser. Y asistimos a todo lo que
constituirían las etapas de la descomposición ontológica (seña-
lada por la aprensión del sapo, imagen de la degradación) hasta
el instante supremo en el que el “Très-Haut”, descomponiéndo-
se en su “Abismo”, ve su creación sumirse en la cloaca original
de donde la Palabra lo había sacado: “un montón compacto y
abierto –un agujero... No se movía en absoluto, su inmovilidad
estaba puesta en el suelo, estaba ahí, yo lo veía, todo entero y no
su imagen, tanto desde adentro como desde afuera, veía algo
correr, solidificarse, correr de nuevo, y nada se movía en él, cada
movimiento era un entumecimiento absoluto, esas arrugas,
esas excrecencias, esta superficie de barro seco, eran su interior
derrumbado, ese montón terroso, su exterior amorfo, eso no
comenzaba en ninguna parte, indiferentemente se tomaba de
cualquier lado, y la forma que a penas se entreveía se aplastaba,
recaía en una pasta de la que los ojos no podían apartarse... El
montón no tenía en cuenta mi presencia. Me dejaba acercarme,
estaba todavía más cerca, y no se movía, me desplazaba hacia él
Un tan funesto deseo 177

como nadie lo había hecho antes, y él no se aislaba, no se volvía,


no me pedía nada. De repente –y lo he visto– de esta masa salió
un largo apéndice que pareció reivindicar una existencia inde-
pendiente y lanzarse hacia el exterior, quedó estirado, toda la
masa giró lentamente con una estúpida facilidad, sin moverse.
Encontré dos pequeños globos transparentes, depositados en
la superficie, sin raíz, lisos, aceitosos, extremadamente lisos. No
me miraban, no emanaba de ellos ni una sombra ni un movi-
miento, e incluso yo tampoco los veía sino como si fueran mis
propios ojos, y ya estaba muy cerca de ellos, peligrosamente cer-
ca ¿quién nunca ha estado tan cerca?” (pp. 237-238). Imagen
potente de la caída en lo indeterminado como del impulso de
algo fuera de lo indeterminado: poco importa que este algo
aquí sea la condición humana o la condición divina, o simple-
mente la misma condición del lenguaje.
La escena final –escena donde se cumple la profesía del ce-
menterio– aparece enteonces como un vasto juego de pala-
bras metafísico. La enfermera Jeanne se comporta como una
Magdalena invertida. Si Magdalena encuentra en el vacío de
la tumba la significación de la existencia, Jeanne tiene la nece-
sidad de ver descender en la tumba a la existencia para conocer
su significación. Ella dice: “Usted no sólo es algo que se sueña
(Usted, es decir la existencia), lo he reconocido. Ahora puedo
decir: ha llegado, ha existido delante de mí, la existencia está
ahí. La locura es que la esencia de la existencia sea ser la existen-
cia. Y así siguiendo: “Vivo, usted no ha estado vivo para nadie
más que para mí… ¿no es morir?” Ella no puede soportar que
la existencia sea la existencia. También dice: “Ahora, ha llegado
la hora. Usted sólo tuvo existencia para mí, entonces yo debo
tomársela.” Lo que siempre significa decir: la exsitencia no tuvo
existencia más que para mí, entonces yo voy a suprimir la exis-
tencia. Y más aún: “Nadie sabe quién es usted, pero yo que sí
lo sé, voy a perderlo.” Lo que no puede tener otro sentido al de
178 Pierre Klossowski

Meister Eckhart: yo que sé quien es la exisetncia, voy a perder la


existencia. El revolver que Jeanne arrodillada apunta a quien es
la existencia aquí no es otra cosa más que un accesorio confor-
me al ambiente de la trama. Si, en sentido literal, no puede ser
más que un “deicidio”, en sentido anagógico no puede ser más
que un suicidio; y si es en la muerte donde la existencia recobra
la palabra, esta palabra debe incluso ser la del Autor: del Autor
del autor, o simplemente del autor.
Tuvimos la ingenuidad de interpretar Le Très-Haut en sen-
tido literal. El lenguaje nos impone la presencia del nombre
de Dios; si este nombre debe terminar por tener un sentido,
porque “todos los nombres reclaman ser, el más común como
el más noble” y porque “es para esto que sirve nuestra muer-
te”, ¿cómo retorna el lenguaje aquí en la ocultación del nombre
más noble de la existencia? Por lo mismo que su potencia de
negación, estando a la altura de la existencia absoluta que ese
nombre designa, no cesa a no ser que devenga ella misma en
la existencia absoluta. En este sentido el lenguaje sería el Très-
Haut [Altísimo] en el mismo instante en que nombraría lo
Más-Bajo33 [le Plus-Bas].

33
“…Cuanto más se afirma el mundo como el futuro y la luz plena de la ver-
dad donde todo será valioso, donde todo tendrá sentido, donde el todo se
realizará bajo el dominio del hombre y para su uso, más pareciera que el arte
debe descender hacia ese punto donde nada todavía tiene sentido, importa
más que mantenga el movimiento, la inseguridad y la desgracia de lo que esca-
pa a toda captación y a toda finalidad.” (Maurice Blanchot, L’espace littéraire,
p. 260, nota al pie.)
VIII

Nietzsche, el politeísmo y la parodia34

34
Conferencia en el Collège de Philosophie, 1957.
¿La parodia y el politeísmo en Nietzsche? No se ve del todo,
a primera vista, la relación entre estos dos términos, ni a qué
clase de preocupación podría responder el hecho de hablar
de ello, ni el interés de plantear semejante pregunta. Si para
la mayoría el nombre de Nietzsche permanece inseparable de
la frase: Dios ha muerto, parecerá sorprendente, a propósi-
to de Nietzsche, terminar hablando de una religión de varios
dioses, aunque no haya pocos para lo que, hoy, no solamente
el nombre de Nietzsche no significa nada más que esa frase,
sino también para los cuales no había ni siquiera necesidad de
Nietzsche para saber que todos los dioses habían muerto. Y, tal
vez, pueda parecer que utilizo a Nietzsche para demostrar, en
cambio, la existencia de varios dioses y legitimar inoportuna-
mente el politeísmo; y, jugando con las palabras, no escaparé
del reproche, con la excusa de mostrar el sentido de la parodia
en Nietzsche, de hacer yo mismo parodia y, en consecuencia,
de parodiar a Nietzsche.
Si debiera prestarme a semejante confusión, de todos mo-
dos habría hecho notar una cosa, a saber: que, aunque uno sea
inducido a interpretar el pensamiento de un espíritu que uno
intenta comprender y hacer comprender, no hay nadie como
Nietzsche que incite tanto a su intérprete a parodiarlo. Y no
solamente a los intérpretes apasionados por su pensamiento,
sino también a aquellos que se esfuerzan por rechazarlo como
un espíritu peligroso. Nietzsche mismo exhortaba a uno de sus
primeros comentadores –nadie había hablado todavía de él– a
renunciar a todo pathos, a no tomar partido a favor suyo, a opo-
ner una suerte de resistencia irónica para caracterizarlo.
182 Pierre Klossowski

Ahora bien, aquí no podría evitarse ser víctima de una suer-


te de estratagema ni de caer en la trampa inherente a la expe-
riencia y al pensamiento de Nietzsche mismo; y, a menos que
se haga simplemente un trabajo histórico como supo hacerlo
Andler, cuando se busca elucidar su palabra, siempre se le hace
decir más de lo que dice y menos de lo que dice; y esto no sólo
en el sentido en que ocurre comúnmente con cualquier otro
pensamiento –por un simple defecto de óptica o bien porque
se haya errado un punto de partida determinado– sino que se
le hace decir más de lo que dice asimilándolo, o menos de lo
que dice abandonándolo o alterándolo, por la simple razón de
que, propiamente dicho, ni hay punto de partida ni punto de
llegada exactos. Los contemporáneos y amigos de Nietzsche
podían seguir una evolución desde El Nacimiento de la trage-
dia [Die Geburt der Tragödie] hasta El viajero y su sombra [Der
Wanderer und sein Schatten] y La Gaya Ciencia [Die Fröhliche
Wissenschaft] y desde el Zarathustra hasta El Crepúsculo de los
ídolos [Götzendämmerung]. Pero nosotros, que disponemos
de los escritos de juventud y de toda la obra póstuma con Ecce
Homo, no solamente hemos podido seguir las ramificacio-
nes de su posteridad y asistir incluso a la imputación hecha a
Nietzsche de las recientes conmociones históricas, sino que
también podríamos constatar una cosa, y pienso que no es de
poca importancia: Nietzsche que, en un comienzo, fue profe-
sor de filología en Basilea, es decir, un universitario con am-
biciones pedagógicas completamente certeras, ha desarrollado
no una filosofía, sino, por fuera de las cátedras universitarias,
las variaciones sobre un tema personal, llevando la vida de un
simple particular enfermizo o convaleciente, obligado a vera-
near cada vez más en las estaciones climáticas en el seno de la
mayor soledad intelectual, entregado así de la manera más pro-
picia a su única audición.
Un tan funesto deseo 183

Este universitario, formado en las disciplinas de la ciencia


para enseñar y para formar a otros hombres, se ve arrastrado
a enseñar lo inenseñable: eso inenseñable son los momentos
en los que la existencia, escapando a las delimitaciones que
aportaban las nociones de historia y de moral de las que deri-
va comúnmente un comportamiento práctico, se revela como
entregada a sí misma sin otro objetivo más que volver sobre sí:
entonces todas las cosas aparecen a la vez como nuevas y muy
viejas; todo es posible y todo es inmediatamente imposible; y
para la conciencia sólo hay dos vías: o bien se calla, o bien lo
dice; o bien no hacer nada, o bien actuar para imprimir en el
ámbito cotidiano el carácter de la existencia entregada a sí mis-
ma; o bien confundirse en la existencia, o bien reproducirla.
En su soledad ha alcanzado rápidamente este inenseñable
bajo la forma de sus idiosincrasias, es decir que describiéndo-
se a sí mismo como un convaleciente que por haber sufrido el
nihilismo irresuelto de su época y por haberlo resuelto –hasta
reestablecer la vigencia de la noción de fatum– comprendió el
fondo mismo de la existencia vivida como fortuita, es decir,
como la existencia que en él se llama fortuitamente Nietzsche;
y, por lo tanto, también la necesidad de aceptar como su propia
fortuna –así como lo quiere el sentido mismo de esta palabra–
esta situación fortuita; lo que vuelve a una decisión a favor de
la existencia del universo que no tiene otro objetivo más que
ser lo que es.
Nietzsche reconoce esta aprehensión35 [appréhension] de la
existencia, que no es otra cosa que la aprehensión [appréhen-
sion] de la eternidad, en los simulacros del arte y de la reli-
gión, y observa también que este mismo modo de aprehensión
[appréhension] es negado constantemente por la actividad cien-
35
Es menester señalar aquí que la voz francesa “appréhension” señala tanto la
acción de comprender algo por medio de una actividad intelectual como el
escrúpulo o miedo de ponerse en contacto con algo o alguien que pudieran
ser peligrosos. (N. de T.)
184 Pierre Klossowski

tífica que explora la existencia bajo sus formas tangibles para


construir un mundo practicable y vivible. Nietzsche se siente
interesado por ambas actitudes frente a la existencia, la del si-
mulacro y la que proclama fiat veritas, pereat vita.
Y, de este modo, consigue poner el simulacro en la ciencia y
la ciencia en el simulacro, de suerte que el sabio pueda decirse:
“Qualis artifex pereo!”
Nietzsche está atormentado por una revelación inelucidable
de la existencia que no podría expresarse de otro modo más
que por el canto y la imagen. En él se entabla una lucha entre el
poeta y el sabio, entre el visionario y el moralista, tratando de
descalificarse el uno al otro sucesivamente. Esta lucha es sus-
citada por el sentimiento de responsabilidad moral respecto
de los contemporáneos. Las diferentes tendencias y las dife-
rentes actitudes que se disputarán la conciencia de Nietzsche
van a durar hasta que se produzca un acontecimiento capital:
Nietzsche se exterioriza en un personaje, un verdadero drama-
tis persona: Zarathustra –personaje que no es solamente el des-
doblamiento de un personaje ficticio sino, de algún modo, un
desafío del Nietzsche visionario al Nietzsche profesor y hom-
bre de letras. La función de este personaje es compleja: por una
parte, es el Cristo tal como Nietzsche lo entiende secreta y ce-
losamente, pero, por otra parte, en tanto que él es el Acusador
del Cristo tradicional, prepara el camino para el advenimiento
de Dionisos filósofo.
Los años durante los cuales se preparaba el Zarathustra,
pero sobre todo los que siguieron a su nacimiento, fueron para
Nietzsche un estado de desamparo sin igual. Es caro el precio de
ser inmortal: se muere más de una vez en vida. Hay algo que
llamaré el rencor de la grandeza: toda gran cosa, obra, acción,
una vez realizada, se vuelve infaliblemente contra su autor. Por el
mismo hecho de haberla realizado, se encuentra débil –no soporta
más su acción, no se atreve a mirarla a los ojos. Tener detrás de sí
Un tan funesto deseo 185

algo que jamás se ha debido querer, algo en lo que se trama el des-


tino de la humanidad –tenerlo, desde ahora, en la conciencia–,
eso es lo que abruma...
Zarathustra, desde luego, estaba latente en la obras anterio-
res, pero para la vida de Nietzsche no solamente son importan-
tes la creación y la presencia de los cantos inefables del poema;
lo que desde ahora va a ser determinante será la mayor o me-
nor identificación de Nietzsche con esa fisonomía que, para él,
constituye una suerte de promesa, una resurrección, una ascen-
sión: Zarathustra es, en cierto modo, el astro del cual Nietzsche
no será más que el satélite. Más aún, diría que Nietzsche, tras
haber preparado el camino para el triunfo de Zarathustra, se
quedará atrás en una posición sacrificada a lo largo de una
retirada victoriosa. Como él mismo dice, va a pagar caro esta
creación: Zarathustra representa la inmortalidad de Nietzsche,
esa inmortalidad de la que se muere más de una vez en vida.
Cuando Nietzsche logra separar de sí mismo a Zarathustra y
lo puede encontrar como una realidad superior, aunque aún
inaccesible, el mundo de las apariencias que fue creado en seis
días al surgir de la fábula divina desaparece junto con el mundo
verdadero: porque en seis días el mundo verdadero se ha vuelto
a convertir en fábula. Nietzsche echa una mirada retrospectiva
sobre esta refabulización del mundo verdadero que desaparece
en seis días o seis períodos que son el anverso de los seis días
de la creación del mundo. Esto es lo que vuelve a trazar en El
crepúsculo de los ídolos en un aforismo titulado: Cómo el mundo
verdadero termina por convertirse en fábula.
He aquí el pasaje:
1. “El mundo verdadero accesible al sabio, a los hombres pia-
dosos, virtuosos –ellos viven en él, ellos mismos son ese mundo
verdadero. (La forma más antigua de la idea... paráfrasis de la
tesis: yo, Platón, soy la verdad.)
186 Pierre Klossowski

2. El mundo verdadero, ahora inaccesible, pero prometido


al sabio, al piadoso, al virtuoso, al pecador que se arrepiente.
(Progreso de la idea: se refina, se hace más ambigua, inasible...
deviene cristiana...)
3. El mundo verdadero, inaccesible, indemostrable, im-
prometible, pero ya concebido como un consuelo, como una
obligación, como un imperativo. (El viejo sol todavía brilla
en el fondo, pero a través de la bruma y del escepticismo: la
idea se ha sublimado, ha palidecido, se ha hecho nórdica,
koenisberguiana.)
4. El mundo verdadero –¿siempre inaccesible? En todo caso,
aún no hemos accedido a él. Y mientras no se acceda a él, el
mundo verdadero seguirá siendo desconocido. De este modo,
no es consolador ni redentor ni produce ninguna obligación:
¿a qué nos podría atar algo desconocido?... (Mañana desabrida.
Primer bostezo de la razón. Canto del gallo del positivismo.)
5. El mundo verdadero –una idea que ya no sirve para nada,
desprovista incluso de obligación–, una idea superflua, por lo
tanto, una idea refutada: ¡erradiquémosla! (Claridad del día:
...regreso al buen sentido y a la jovialidad: Platón se ruboriza de
vergüenza; clamor diabólico de todos los espíritus libres.)
6. ¿Hemos suprimido el mundo verdadero? ¿Cuál es el mundo
que subsiste entonces? ¿El mundo de las apariencias? En absolu-
to: ¡con el mundo verdadero hemos suprimido al mismo tiempo
el mundo de las apariencias! (Mediodía: instante de la sombra
más corta; fin del más largo error: Incipit Zarathustra.)”
Junto con el mundo verdadero hemos suprimido el mundo
aparente; cuando desaparece el mundo verdadero (platónico,
cristiano, espiritualista, idealista, trascendente), que sirve de
referencia al mundo aparente, desaparece a su vez la apariencia.
No se trata de que el mundo pueda, de aparente que era, con-
vertirse en el mundo real del positivismo científico; el mundo
se convierte en fábula, el mundo, tal como es, no es más que
Un tan funesto deseo 187

fábula: fábula significa algo que se narra y que sólo existe en el


relato. El mundo es algo que se narra, un evento narrado y, por
lo tanto, una interpretación: la religión, el arte, la ciencia, la his-
toria, algunas de las tantas diversas interpretaciones del mundo
o, mejor dicho, algunas de las tantas variantes de la fábula.
¿Es decir que aquí tenemos que tratar con un ilusionismo
universal? De ninguna manera. La fábula, decía, es un aconte-
cimiento que se narra, en la que sucede o bien en la que debió
suceder algo: y, de hecho, se despliega una acción y se narra por
sí misma, pero si no nos contentamos con escuchar y seguirla y
se intenta retomarla para discernir si detrás del relato no habría
tal o cual momento que difiera de lo que se oye narrar, entonces
todo se interrumpe y nuevamente habría un mundo verdadero
y un mundo aparente. Hemos visto cómo el mundo verdadero
y el mundo aparente se han convertido en fábula: pues bien, no
es ésta la primera vez. Eso es lo que indica la mención: medio-
día, hora de la sombra más corta. A partir del mediodía, todo
recomienza y, por lo tanto, también recomienza el mundo anti-
guo, es decir, las interpretaciones pasadas: la hora del mediodía
en la Antigüedad era una hora a la vez fastuosa y nefasta; hora
no sólo de la suspensión de toda actividad bajo el enceguece-
dor brillo del sol, sino también hora de las visiones prohibidas
seguidas por el delirio. A partir del mediodía, el día declina
hasta las tinieblas; pero, a través de estas tinieblas, Zarathustra,
el maestro de la fábula, nos guiará hasta la profundidad de la
medianoche.
Fábula, fabula procede del verbo latino fari, predecir y di-
vagar a la vez, predecir el destino y divagar, porque fatum, el
destino, es asimismo el participio pasado de fari.
De este modo, cuando se dice que el mundo se ha conver-
tido en fábula, se dice también que es el fatum, se divaga, pero
al divagar se profetiza, y se predice el destino; son todas las
cosas que retenemos aquí a causa del papel de la fatalidad, de
188 Pierre Klossowski

la noción de fatum, fundamental en Nietzsche. La refabuliza-


ción del mundo también significa que el mundo sale del tiem-
po histórico para entrar en el tiempo del mito, es decir, en la
eternidad: o mejor dicho, que la visión del mundo es entonces
una aprehensión [appréhension] de la eternidad. Nietzsche ha
visto en el olvido (de la situación histórica), que precede al acto
creador, las condiciones mentales de semejante “salida”: en el
olvido, el pasado sub-viene [sous-vient] al hombre en la medida
en que su futuro toma la figura del pasado. Es entonces que el
pasado le adviene en lo que crea: ya que lo que cree crear, de este
modo, no le viene del presente sino que es la pronunciación
de un posible anterior en el olvido momentáneo del presente
(históricamente determinado).
La misión de Zarathustra es darles a los hombres un nuevo
sentido y una nueva voluntad en el mundo que necesariamente
él va a recrear. Porque como todo el mundo creado a cada ins-
tante corre el riesgo de perder su sentido para volverse fabuloso
y divino, y como, en síntesis, podría no necesitarlo –aunque los
hombres no lo soporten– ahora que han llegado a querer que
no haya nada antes que algo, Zarathustra les revela el verdadero
camino: que no es un camino recto sino una senda tortuosa:
Porque esta es mi invención y mi propósito: reinventar en una
sola cosa lo que sólo es fragmento, enigma y azar aterrador.
Junto con el mundo verdadero hemos suprimido el mundo
aparente –junto con la preocupación por la verdad hemos li-
quidado la explicación de las apariencias. (Decimos explicación
pero en realidad es una descripción que nos diferencia respecto de
los antiguos grados del conocimiento y de la ciencia. Describimos
mejor y explicamos tan poco como nuestros predecesores.) Todo
esto está cargado de consecuencias, porque si la idea de haber
suprimido el mundo aparente junto con el mundo verdadero
no es sólo una mera broma, da cuenta de lo que se produjo
en Nietzsche mismo: se despidió del mundo en el que lleva el
Un tan funesto deseo 189

nombre de Nietzsche, y si sigue escribiendo bajo este nombre


es para salvar las apariencias: todo ha cambiado y nada ha cam-
biado, es mejor dejarles creer a los que actúan que producen
cambios: ¿Acaso no dice Nietzsche que no son los hombres de
acción sino los contempladores quienes dan valor a las cosas y
que los hombres de acción sólo actúan gracias a esta aprecia-
ción de los contempladores?
Mas esta supresión del mundo aparente con su referencia al
mundo verdadero se traduce en un largo proceso que apenas
se puede seguir en Nietzsche si se tiene en cuenta la coexisten-
cia dentro suyo del sabio y del moralista, y esencialmente del
psicólogo y del visionario. De esto surgen dos terminologías
diferentes que, por su continua interferencia, configuran una
trama que no podríamos deshacer: la lucidez del psicólogo des-
tructor de imágenes al fin y al cabo no habrá sino trabajado
para el poeta, es decir, para la fábula, cuando al querer escrutar
la experiencia vivida del poeta, ese sonámbulo del día, el psicó-
logo, descubría zonas en las que él mismo soñaba en voz alta.
Este análisis del psicólogo, antes de ser invadido por el sueño
y por las visiones que intenta prevenir, nos permitirá sucinta-
mente ver cómo, bajo los principios racionales del positivismo,
Nietzsche ha conseguido arruinar al mismo tiempo el concep-
to racional de la verdad y el del pensamiento consciente, inclu-
so en las operaciones del intelecto; y, por otra parte, cómo esta
desvalorización del pensamiento consciente lo conduce a po-
ner en tela de juicio la validez de toda comunicación mediante
el lenguaje. Y quizá entonces se vea mejor cómo este análisis
que reconduce el pensamiento racional a las fuerzas impulsi-
vas, pero que atribuye a las fuerzas impulsivas la cualidad de la
existencia auténtica, desemboca en una supresión de los límites
entre el afuera y el adentro. Una supresión de los límites entre la
existencia individualizada hic et nunc y la existencia que vuelve
a sí misma dentro incluso del filósofo. Y porque algo evidente-
190 Pierre Klossowski

mente debe subsistir, lo que preside a esta desintegración de los


conceptos es siempre esa intensidad del espíritu exaltado has-
ta el grado supremo del insomnio; una perspicacia sostenida
que desespera una exigencia de probidad cuyo rigor llega hasta
querer liberarse de las funciones del pensamiento como de una
última servidumbre, de un último lazo con lo que Nietzsche ha
llamado: el espíritu de pesadez.
El análisis de la conciencia que Nietzsche ofrece en ciertos
aforismos de La Gaya Ciencia se resumiría en las siguientes
observaciones:
1. La conciencia es la función más tardía y más frágil en la
evolución de la vida orgánica y, en consecuencia, la más peligro-
sa: si la humanidad hubiese sido consciente de golpe, tal como
creyó serlo, habría perecido hace largo tiempo; lo prueban los
numerosos pasos en falso que la conciencia ha provocado en
general y que sigue provocando en la vida individual en tanto
crea un desequilibrio en los impulsos.
2. Esta función indeseable, porque responde a una aspira-
ción incompatible, a la aspiración de la verdad, sufre una pri-
mera adaptación a otras fuerzas impulsivas. Por un momento la
conciencia se conforma con el instinto de conservación, enton-
ces se forma la noción falaz de una conciencia estable, eterna,
inmutable y, consecuentemente, libre y responsable. Gracias a
esta sobreestimación de la conciencia, se ha evitado su elabora-
ción demasiado veloz. De allí surge la noción de sustancia.
3. Las operaciones mentales que desarrolla esta conciencia
oportunamente atrasada en su elaboración, esas operaciones
que constituyen la razón lógica y el conocimiento racional, no
son sino los resultados de ese acuerdo entre la vida impulsiva y
la conciencia. ¿De dónde ha nacido la lógica? En verdad, del
ilogismo cuyo ámbito en el origen fue inmenso. A partir de ese
estadio, según la descripción positivista de Nietzsche, a partir
de ese estadio, la lógica se convierte en el arma de los impulsos
Un tan funesto deseo 191

más fuertes y, por lo tanto, de los seres en los que la agresivi-


dad se traduce por la afirmación o la negación, mientras que el
ilogismo permanece entre los más débiles. Así, oportunamente
atrasada en su propio desarrollo, la conciencia en tanto falsa
conciencia desarrolla el pensamiento conciente en la necesidad
de comunicarse mediante el lenguaje. De ahí surgen las opera-
ciones más sutiles que constituyen la razón lógica y el conoci-
miento racional.
“Toda circunspección extrema que por concluir, todas las
tendencias escépticas constituyen por sí mismas un gran peli-
gro para la vida. Ningún ser vivo podría conservarse si la ten-
dencia opuesta a afirmar antes que a esperar, a aceptar antes
que a negar, a juzgar antes que a ser equitativo, no hubiese sido
estimulada de una manera extraordinariamente fuerte.”
4. La conciencia, en tanto función amenazadora debido a su
aspiración anti-vital, se encuentra momentáneamente en retro-
ceso. Pero, respecto del conocimiento, esta peligrosa función
se manifiesta nuevamente bajo su verdadero aspecto. La razón
lógica, construida por los impulsos a lo largo de este combate
con la tendencia anti-vital de la conciencia, engendra formas de
pensar que la tendencia aún inadaptada de la conciencia carga
como errores. Estos errores que precisamente son los que hacen
posible la vida y que, tiempo después, Nietzsche reconocerá
como formas de comprensión [appréhension] de la existencia,
estos errores tienen en cuenta siempre la misma regla de juego,
a saber: hay cosas duraderas, existen objetos, materias, cuerpos:
una cosa es lo que parece ser; nuestra voluntad es libre, lo que
es bueno para mí lo es de manera intrínseca –proposiciones
arraigadas, que se convirtieron en normas según las cuales la
razón lógica establece lo no-verdadero y lo verdadero. “No fue
sino mucho tiempo después –dice Nietzsche– que la verdad
se reveló como la forma menos apremiante del conocimiento.
Parecía que nuestro organismo estaba constituido para contra-
192 Pierre Klossowski

decirla. Parecía que no se podía vivir con la verdad.” Así señala


Nietzsche que la fuerza de los conocimientos no residía en su
grado de verdad sino en su grado de antigüedad, en su grado de
asimilación, en su carácter de condiciones de vida. Y Nietzsche
cita el ejemplo de los Eléatas que quisieron poner en duda las
percepciones sensibles. Los Eléatas –dice– creían posible vivir
las antinomias de los errores naturales. Pero para afirmar la an-
tinomia y vivirla era necesario que se acordara la impersona-
lidad y la inmutabilidad del sabio que proyectaban, de modo
que caían en la ilusión (estoy citando a Nietzsche); como los
Eléatas no podían abstraerse de su propia condición humana,
desconocían la naturaleza del sujeto cognoscente, negaban la
violencia de los impulsos en el conocimiento y de modo absolu-
to creían concebir la razón como una actividad completamente
libre. Si la probidad y el escepticismo –esas manifestaciones pe-
ligrosas de la conciencia– pudieron desarrollarse de manera tan
sutil es gracias a que dos proposiciones contradictorias pare-
cían aplicables a la vida porque ambas eran compatibles con los
errores fundamentales, ahí donde era posible discutir el grado
de mayor o menor utilidad para la vida. Del mismo modo, ahí
donde nuevas proposiciones, sin ser útiles a la vida, tampoco le
eran perjudicables en tanto expresiones de un juego intelectual
y, en consecuencia, daban testimonio del carácter a la vez ino-
cente y feliz de todo juego. A partir de ahí, el acto de conocer
y la aspiración a la verdad se integraron finalmente como una
necesidad entre otras necesidades. No sólo la creencia, la con-
vicción, sino también el examen, la negación, la desconfianza,
la contradicción, constituyeron una potencia, de manera que
incluso los malos instintos estuvieron subordinados y puestos
al servicio del conocimiento para tomar el prestigio de lo que
es lícito, venerado, útil y, por último, la mirada y la inocencia
del Bien. Y Nietzsche llega a esta primera conclusión en lo que
atañe a la situación del filósofo:
Un tan funesto deseo 193

El pensador: es el ser en el que la aspiración a la verdad y los


antiguos errores libran su primer combate, luego de que la aspira-
ción a la verdad se haya revelado a su vez como potencia conser-
vadora de la vida.

¿La aspiración a la verdad como potencia conservadora de


la vida? Pero esto no es más que una hipótesis, una concesión
momentánea. Y, de hecho, Nietzsche termina con este interro-
gante: ¿En qué medida la verdad soporta ser asimilada? Esta es
la cuestión, esta es la experiencia por realizar.
Nietzsche cumplirá hasta el final la experiencia por realizar:
cuando Nietzsche evocaba el ejemplo de los Eléatas como una
tentativa de vivir las antinomias naturales, tentativa que hubie-
ra exigido lograr la imposible impersonalidad del filósofo, se
trataba de su propia experiencia que proyectaba en el pasado.
Los Eléatas –dice Nietzsche– inventaron la figura del sabio
impersonal e inmutable que era a la vez el uno y el todo, con
esto caían en la ilusión porque –declara Nietzsche– ignora-
ban la violencia de los impulsos en el sujeto cognoscente. Pero
si, Nietzsche, en este juicio sobre los Eléatas, también toma
conciencia de su experiencia ilusoria es porque precisamente,
de manera oscura, aspira a ser el uno y el todo, como si desde
ahora viera el secreto en una vuelta de la conciencia en incons-
ciente y del inconsciente en conciencia. De modo tal que tanto al
final como al principio, parecerá que el mundo verdadero no
existiría en ningún otro lado más que en el sabio.
Aquí hay que distinguir de inmediato la experiencia por rea-
lizar y la experiencia vivida, distinguir el padecer y el querer.
En verdad, quisiéramos saber si la experiencia vivida, la ex-
periencia específica de Nietzsche, el éxtasis del eterno retorno
en el que el yo se encontraría de repente siendo el uno y el todo,
lo uno y lo múltiple, si semejante experiencia vivida podía ser el
194 Pierre Klossowski

objeto de una demostración y constituir el punto de partida de


una enseñanza moral.
Pero debemos limitarnos aquí a la cuestión planteada ante-
riormente: el filósofo, ¿puede conocer un estado en el que sería
el uno y el todo, lo uno y lo múltiple puesto que prestaría siem-
pre más conciencia a su pathos?
En otros términos: ¿Cómo puede poseer conscientemente
su pathos cuando el pathos sería una comprensión [appréhen-
sion] de la conciencia que vuelve sobre sí misma?
Un comentario que Nietzsche realiza sobre una proposición
de Spinoza nos encamina hacia el centro de la cuestión; ése es el
comentario que forma el 333 aforismo de la Gaya Ciencia:

¿QUÉ SIGNIFICA CONOCER?

¡Non ridere, non lugere, neque destetari, sed intelligere!, dice


Spinoza con esa manera simple y sublime que le es propia. Sin em-
bargo ¿qué es, en el fondo, ese intelligere, sino la forma en la que
las otras tres se nos hacen enseguida sensibles? ¿Un resultado de
esos impulsos diferentes y contradictorios que son la voluntad de
ironizar, de deplorar y de deshonrar? Antes de que fuera posible
un acto de conocimiento, ha sido necesario que cada uno de estos
impulsos manifestara previamente su opinión parcial sobre el ob-
jeto o el acontecimiento. De manera ulterior se produjo el conflicto
entre esas parcialidades y, a partir de allí, un estado intermedio
a veces, un sosiego, una concesión mutua en los tres impulsos,
una suerte de equidad y de pacto entre ellos: porque, gracias a
la equidad y al pacto, estos tres impulsos pueden afirmarse en la
existencia y mutuamente conservar la razón. Nosotros que sólo
tomamos conciencia de las últimas escenas de la conciliación, de
los últimos ajustes de cuentas de ese largo proceso, pensamos por
eso que intelligere sería algo conciliador, justo, bueno, algo esen-
Un tan funesto deseo 195

cialmente opuesto a los impulsos: mientras que no se trata sino de


algún comportamiento de los impulsos entre sí. Durante lar-
gos períodos se ha considerado el pensamiento consciente como el
pensamiento en sentido absoluto: solamente a partir de ahora se
nos aparece la verdad de que la mayor parte de nuestra actividad
intelectual se desarrolla de manera inconsciente e insensible a no-
sotros mismos. Pero, entiendo que estos impulsos que luchan mu-
tuamente perfectamente podrán volverse sensibles y lastimarse
unos a otros: aquí puede tener su origen ese agotamiento extremo
y repentino que aparece en todos los pensadores (el agotamiento
en el campo de batalla). Sí, tal vez haya un heroísmo oculto en
el seno de nuestro interior en lucha, pero sin dudas no hay nada
divino, nada que repose eternamente en sí mismo, como lo ima-
ginaba Spinoza. El pensamiento consciente, particularmente el
del filósofo, es el tipo de pensamiento más desprovisto de fuerzas,
y precisamente por eso el tipo de pensamiento más suave y más
apacible: y así, justamente el filósofo puede engañarse fácilmente
sobre la naturaleza del conocimiento.

Sospecho que, en este muy bello pasaje, Nietzsche ha de-


finido, por la negativa, su propio modo de comprender y de
conocer: ridere, lugere, detestari –reír, llorar, deshonrar. Es
decir: tres maneras de captar la existencia. Pero, ¿qué es una
ciencia que ríe, que llora, que detesta? ¿Un conocimiento pa-
tético? Nuestro pahtos conoce, pero nosotros nunca podemos
compartir su modo de conocer. Para Nietzsche, todo acto in-
telectual sólo respondería a las variaciones de un estado de áni-
mo. Ahora bien, atribuir un carácter de valor absoluto al pathos
equivale a arruinar de una sola vez la noción de imparcialidad
del conocer, mientras que era a partir del grado adquirido de
imparcialidad que se ponía en duda la imparcialidad misma.
Qué ingratitud desautorizar al conocer cuando nos ha hecho
comprender que no podemos conocer. Ingratitud de la que na-
196 Pierre Klossowski

cerá una nueva imparcialidad, pero en la parcialidad absoluta.


Porque si las conclusiones lógicas son la lucha de los impulsos
entre sí, que sólo terminan en la desigualdad, aspirar a más par-
cialidad sería, entonces, contemplar la suprema justicia.
Si el pensador, como dice Nietzsche, es el ser en el que co-
habitan y luchan la aspiración a la verdad y los errores que con-
servan la vida, aún si se plantea la cuestión de saber si la verdad
soporta ser asimilada, si tal es la experiencia que debe realizarse
a partir de ahora, intentemos ver en qué sentido ahora el pathos
es capaz de esta asimilación en cuanto captación de la existen-
cia. Si el acto intelectual de ahora en adelante está desvalori-
zado, desde que jamás podría producirse si no es con la ayuda
del agotamiento supremo, ¿por qué no admitir, por ejemplo, la
hilaridad tanto como la seriedad, la cólera tanto como la sere-
nidad, como órgano del saber? Dado que la seriedad es un esta-
do tan dudoso como el odio o el amor, ¿por qué la hilaridad no
poseería una cualidad de captación de la existencia tan evidente
como la seriedad?
El acto de conocer, de juzgar, de concluir resultaría del com-
portamiento de los impulsos en relación. Más aún, lo más co-
mún sería que el pensamiento consciente, particularmente el
del filósofo, no expresara más que una caída, que una depresión
provocada por una terrible querella entre dos o tres impulsos
contradictorios cuyo fin sería algo inicuo en sí mismo. ¿Esto
quiere decir que el filósofo, o el pensador, o el sabio en el sen-
tido nietzscheano, debe pasar por tal comportamiento con-
tradictorio de impulsos entre sí y, desde entonces, sólo debe
pronunciarse por una declaración compuesta de los dos o tres
impulsos simultáneos como si dieran cuenta de la existencia
captada a la luz de esos dos o tres impulsos?
Si el acto de comprender algo es tan sospechoso que siempre
se pronuncia mediante la eliminación de uno u otro impulso
de los tres que, en grados distintos, participaron de su forma-
Un tan funesto deseo 197

ción, si comprender no es otra cosa que un armisticio precario


de la presencia de las fuerzas oscuras, entonces, por ese afán de
integridad que dirige la investigación de Nietzsche con el fin
de darle siempre más conciencia a nuestras fuerzas impulsivas,
sólo se trata de ejercer una continua complicidad con nuestras
inclinaciones, buenas o malas. Ahora bien, ¿no pareciera haber
una ilusión peor que la aquella que Nietzsche le reprochaba a
Spinoza cuando Spinoza oponía el acto de comprender al he-
cho de reír, de llorar, de odiar? Porque, ¿cómo puede una fuerza
oscura llegar a la conciencia, en tanto fuerza oscura, si no es ya
como perteneciente a la plena luz de la conciencia? Como dice
el Apóstol: La luz manifiesta todo lo que está condenado porque
todo lo que es manifestado es luz. ¿Cómo manifestar sin conde-
nar, cómo se manifiesta la fuerza oscura sin condenarse por ser
luz? ¿Puede haber luz que no sea una condena de las tinieblas?
El pathos, sin dudas, conoce, pero no podemos tomar parte de
su modo de conocer sino por esa condena: No participen en las
obras infructuosas de las tinieblas, como dice el Apóstol. No
obstante, está escrito que la luz brilla en las tinieblas, pero que
las tinieblas no la han recibido. Por lo tanto, la luz ha querido
ser recibida por las tinieblas; y hay pues un momento en que la
luz es condena, y hay un momento en que la luz busca las tinie-
blas para ser recibida.
Todo lo que asciende a la plena luz de la conciencia siempre
sube con la cabeza gacha. Las imágenes de la noche se invierten
en el espejo del pensamiento consciente; que aquí haya una ne-
cesidad profundamente inscrita en la ley del ser que se explicita
como la rueda universal, a imagen de la eternidad –y que, en
fin, la inversión de la noche por el día y del sueño por el esta-
do de vigilia de la conciencia resulte de esta ley–, lo veremos
más adelante. Es cierto que el pensamiento consciente nunca
se constituye de otro modo más que en y por la ignorancia de
esta ley del retorno. Todo pensamiento consciente mira hacia
198 Pierre Klossowski

delante, identificándose con una meta que coloca delante de sí


como su propia definición. Pero si el pensamiento consciente
tiende a invertir las imágenes de la noche en pleno día, es por-
que al tomar la exterioridad como punto de partida pretende
decir, mientras traduce en sentido opuesto un texto original
que ignora. “La conciencia –dice Nietzsche– en el fondo no
pertenece a la existencia individual del hombre..., el pensamien-
to que se vuelve consciente no es más que una ínfima parte de
nosotros mismos, la más superficial, la más mediocre, porque
sólo se actualiza en las palabras, en los signos comunicables a
los otros, y porque todas las tomas de conciencia, incluso la de
nuestras impresiones, la capacidad de fijarlas y situarlas, por así
decir, fuera de nosotros, sólo han sido sutilmente desarrolla-
das bajo el aspecto de la utilidad gregaria y comunitaria, y cada
uno de nosotros necesariamente, a pesar de la mejor voluntad
del mundo por comprenderse tan individualmente como sea
posible, no hará nunca otra cosa que llevar lo más “medio” que
hay de lo no-individual a su conciencia... Nuestros actos, en el
fondo, son integral e incomparablemente personales, pero tan
pronto como son retraducidos en la conciencia, dejan de pa-
recerlo.” Y concluye: “Toda toma de conciencia es igual a una
generalización, a una falsificación, es decir, a una operación
fundamentalmente ruinosa.”
“...No es la oposición entre el sujeto y el objeto lo que me
preocupa, semejante distinción se la dejo a los teóricos del co-
nocimiento que están atrapados en los nudos corredizos de la
gramática, esa metafísica para el pueblo. Y menos aún la opo-
sición entre la “cosa en sí” y el fenómeno: el hecho es que no
disponemos de ningún órgano propio para el conocimiento,
sólo sabemos (o creemos o imaginamos) cuanto es útil para el
conocimiento del rebaño humano, de la especie... y lo que aquí
tiene el nombre de utilidad es tal vez esta estupidez misma, la
más fatal, de la que un día pereceremos.
Un tan funesto deseo 199

Siguiendo esta definición, como el pensamiento siempre


produciría la parte más utilizable de nosotros mismos, puesto
que es la única comunicable, lo más esencial que tendríamos
sería el incomunicable e inutilizable pathos.
Por individual, por esencial, por lo más esencial de nosotros
mismos, en ningún caso Nietzsche entiende lo que generalmen-
te se ha conocido con el nombre de individualismo. Veremos,
por el contrario, en qué sentido lo individual y lo no individual
van a encontrarse en una indiscernible unidad que está indica-
da por el problema de lo auténtico. Pero ahí nos enfrentamos,
en Nietzsche, con un conjunto de dificultades.
Si el pensamiento consciente traiciona infaliblemente lo más
esencial que tendríamos, ¿cómo solamente se puede comunicar
a nosotros mismos? ¿Cómo se puede distinguir de lo gregario
y, si lo gregario siempre está marcado por la noción de utili-
dad, cómo eso esencial de nosotros mismos escapará a nuestro
propio pensamiento utilitario? Lo auténtico en nosotros, ¿será
algo completamente inútil en su integridad, perfectamente vá-
lido, pues, en el sentido de Nietzsche, para que haya aquí una
captación de la existencia que se basta a sí misma, posibilidad
de ser a la vez el uno y el todo?
Para el pensamiento consciente –el llamado pensamiento
gregario que no revela nada esencial de nosotros mismos–, para
este pensamiento consciente, descalificado por Nietzsche, la
mayor angustia es quedarse sin meta. Por ejemplo, la ausencia
de una verdad que hay que buscar y alcanzar como la meta su-
prema del pensamiento consciente. En sí mismo, el pensamien-
to consciente se proyecta, por su naturaleza, siempre hacia ade-
lante buscando su meta como si fuera su propia definición.
En cambio, el mayor goce para el pathos, en la vida incons-
ciente de los impulsos, en ese esencial de nosotros mismo, es ser
precisamente sin meta. Y, al contrario, si la creencia en una meta
hace feliz a la conciencia y procura seguridad al pensamiento
200 Pierre Klossowski

consciente, esta asignación de una meta se vivencia o podría


vivenciarse en el pathos como una gran angustia, y cuando
Nietzsche critica a Spinoza no entiende nada diferente a esto.
Pues, aunque los impulsos en tanto necesidades evidentemente
no conozcan lo que ve la conciencia, sin embargo imaginan eso
de lo cual son la necesidad. Y, así, desde que la conciencia plan-
tea un objetivo, llegan a perder por un momento la imagen que
ellas tienen de sí mismas. Imágenes de sí mismas, los impulsos
alienan su propia imagen en beneficio de lo que ignoran por
naturaleza, y que es el objetivo.
Lo esencial de nosotros mismos, si lo hay, en el pathos
inexpresable o incomunicable por sí mismo, en tanto sería el
conjunto de la vida impulsiva, constituye por esto mismo un
conjunto de necesidades; pero, ¿no intenta entonces satisfa-
cerse en el gasto de sí? Y ¿cómo puede ese gasto efectuarse y
satisfacerse? Nuestra más profunda necesidad, que pronuncia
lo esencial de nosotros mismos, por ejemplo, en la risa y las lá-
grimas, se gastaría en tanto risa y lágrimas que son, por sí mis-
mos, la imagen de esta necesidad –la risa y el llanto se producen
independientemente de cualquier motivo que el pensamiento
consciente atribuya, con o sin razón, en su perspectiva de ob-
jetivo. Y entonces se gastaría nuestra más profunda necesidad
y la pérdida de todo objetivo por un instante coincidiría con
nuestra profunda felicidad.
El pathos, entonces, no podría ser sin comprendernos aún
cuando nosotros no podamos compartir su modo de compren-
der. Porque, ¿de dónde nos viene de repente esa ausencia de
un motivo razonable y esa satisfacción que tenemos al reír o al
llorar frente al espectáculo aparentemente más desprovisto de
motivo como aquel que nos puede ofrecer la vista de un paisaje
que se descubre repentinamente o aquel de la resaca a orillas
del mar? Algo ríe o llora en nosotros, algo que, para servirse
de nosotros, nos encanta y nos arrebata, pero que, sirviéndo-
Un tan funesto deseo 201

se de nosotros, se sustrae; ¿es decir que el único modo en que


ese algo está presente es en las lágrimas y la risa? Porque si río
y lloro, no siento expresar nada sino que rápidamente se des-
vanece ese motivo desconocido que no ha encontrado en mí
ni figura ni sentido, a no ser la imagen de ese bosque o esas
ávidas olas de tesoros enterrados. Respecto de ese motivo des-
conocido que me ocultan esas imágenes del exterior no soy, en
sentido nietzscheano, más que fragmento, más que enigma para
mí mismo y terrorífico azar. Y es, en tanto fragmento, en tan-
to enigma, en tanto azar como permanezco, en relación con
lo más esencial de mí que, tal vez, acaba de pronunciarse por
esa risa y esas lágrimas sin un motivo razonable. Pero lo más
esencial que se habría manifestado de ese modo respondía a
una imagen oculta en la plena luz de la conciencia, una imagen
opuesta a mí mismo que me he demorado en la perspectiva del
objetivo queriendo prestar el máximo de conciencia a esa risa o
esas lágrimas. Y es necesario, entonces, que haya una necesidad
que quiera hacerme reír o llorar como si yo llorase o riese libre-
mente. Ahora bien, esta necesidad, ¿no es la misma que invierte
la noche en pleno día y el sueño en el estado de vigilia en el que
la conciencia plantea su objetivo? ¿No será la misma necesidad
que volverá a invertir las imágenes del pleno día en las de la no-
che? Vivir y pensar en la perspectiva del objetivo no era, pues,
sino alejarme de mí mismo, de lo más esencial que tengo, o de
esa necesidad que, en mí, pronuncia mi más profunda necesi-
dad. Por lo tanto, querer recuperar lo más esencial de mí mis-
mo sería lo que implicaría vivir a contrapelo de mi conciencia, y
es pues en esta necesidad que me ha sorprendido al reír y al llorar
sin motivo en la que pondré toda mi voluntad y mi confianza.
Porque el mismo movimiento, que arroja la conciencia fuera de
la noche hacia la aurora en la que plantea su objetivo, me arras-
tra lejos de ese objetivo para llevarme a lo más esencial que hay
en la profundidad de la medianoche. Una cosa es padecer esta
202 Pierre Klossowski

necesidad, y otra distinta es admitirla como una ley; e incluso


otra, es formular esta ley en la imagen de un círculo.
La aspiración misma a la verdad nos fue dada como un im-
pulso, y este impulso como confundido en la función de la
conciencia. Entonces, preguntar si la aspiración a la verdad es
asimilable al pathos y a sus errores, significa decir que el pathos
produce algo que aún debe asimilar. Y, en efecto, si la concien-
cia no hace más que seguir esta aspiración como su propio
impulso, éste contribuye, por esto mismo, en su propia ruina
en nombre de la verdad: ¿qué es esta cosa que sigue semejan-
te aspiración impulsiva, esa cosa o este estado de cosas que la
conciencia plantea como su propio objetivo bajo el nombre de
verdad a plena luz del día? ¿Qué es este nombre de verdad sino
la imagen opuesta de aquello de lo que ese impulso era la ne-
cesidad? Y, de este modo, volver a invertir a su vez este último
impulso llamado aspiración a la verdad –esa aspiración de todo
el pathos tomado en su conjunto–, volver a invertir la imagen
de esa aspiración equivale a formular lo que dice Nietzsche en
la siguiente proposición: La verdad es un error sin el cual una
categoría de seres vivos no podrían vivir. El valor de la vida decide
en este caso. La aspiración que ha llegado más tarde a la vida
–la peligrosa aspiración a la verdad– no sería otra cosa más que
la transformación repentina del pathos en su totalidad bajo la
forma del objetivo.
Pero aquí descubrimos algo inquietante en Nietzsche: ¿en
qué sentido plantea la cuestión de saber si la verdad soporta-
ría la asimilación a condición de vivir, en qué sentido decía que
esta aspiración impulsiva a la verdad se había vuelto conserva-
dora de vida al igual que los errores naturales? ¿No planteaba la
cuestión en los términos del pensamiento consciente, aunque
gregario, en los términos de la conciencia que se plantea ne-
cesariamente un objetivo, y los términos de error y verdad, ya
Un tan funesto deseo 203

vacíos de su contenido de significación gregaria, no se llenaban


inmediatamente con ese mismo contenido?
Para el filósofo, o para el pensador, o para el sabio en el
sentido nietzscheano, ¿cuál será la forma que hay que darle a
esta experiencia para que pueda enseñarse? ¿Cómo conven-
cer a la voluntad de querer en sentido opuesto a todo objetivo
del pensamiento consciente para que esa voluntad se aplique
a recuperar lo más esencial que tenía, lo menos comunicable,
tomándose a sí misma como objeto, en la aprehensión de la
existencia que vuelve a sí misma como esa voluntad que vuelve
sobre sí misma? Y, por lo tanto, ¿no era necesario solicitar al
pensamiento consciente y pedir prestado el lenguaje de la tribu
(en este caso del positivismo) y, por lo tanto, retomar la noción
de utilidad y de objetivo al revés y contra toda utilidad, al revés
y contra todo objetivo?
En su prefacio retrospectivo, de 1886, en el La Gaya Ciencia,
leemos:
Incipit tragedia –se escribe al final de este libro, con una in-
quietante desenvoltura– ¡algo esencialmente siniestro y cruel se
prepara, tengan cuidado! Incipit parodia.
¿Qué significa, como dice en el primer aforismo de La Gaya
Ciencia, qué significa la aparición siempre renovada de esos fun-
dadores de morales y de religiones... de esos doctores de casos de
conciencia y guerras de religiones? ¿Qué significan esos héroes en
esta escena? Es evidente que estos trágicos trabajan igualmente
también en el interés de Dios, en tanto son enviados de Dios. Ellos
también favorecen la vida de la especie, al favorecer la creencia
en la vida. Vale la pena vivir –eso gritan cada uno de ellos–, esta
vida significa algo tras de sí, bajo sí, ¡tengan cuidado! Ese instinto
que actúa tanto en el hombre más elevado como en el hombre más
vil, el instinto de conservación de la especie, surge en diferentes
intervalos bajo las formas de la razón y de la pasión del espíritu.
se halla entonces acompañado de brillantes motivos, y con todas
204 Pierre Klossowski

sus fuerzas tiende a hacer olvidar que en realidad no es más que


impulso, locura, ausencia de fundamento. La vida tiene que ser
amada, porque... El hombre tiene que favorecerse a sí mismo y
favorecer a su prójimo porque... Y entonces, para que lo que se
produce necesariamente, siempre por sí mismo y sin ningún
objetivo, aparezca de ahora en más emprendido con un obje-
tivo determinado y adquiera para el hombre la evidencia de la
razón y de la ley última, el doctor de moral entra en escena con
su doctrina del objetivo de la existencia. Para ello, inventa otra,
una segunda existencia, y por medio de su nueva mecánica saca
a la vieja y vulgar existencia de sus viejos goznes... y Nietzsche
concluye: ¡No solamente la risa y la sabia alegría, sino también
el carácter trágico con su inefable sinrazón, figuran entre las ne-
cesidades de conservación de la especie! Y, en consecuencia, ¡en
consecuencia! ¿Comprenden lo que quiero decir, hermanos míos?
¿Comprenden esta nueva ley del flujo y del reflujo? ¡También no-
sotros tendremos nuestra hora!

¿Va a entrar Nietzsche en escena como un nuevo doctor del


objetivo de la existencia? ¿Cómo un nuevo doctor de la moral?
¿Quiere decir que es necesario apelar a los razonamientos del
pensamiento consciente que postulan un objetivo en socorro
de lo que tenemos de más esencial, cuando se trata de cap-
tar la existencia sin ningún objetivo? Lo que es cierto es que
Nietzsche se expresa de un modo que parece implicar un impe-
rativo: la voluntad de poder.
Allí hay algo grave: ¿cuál es el verdadero lenguaje de
Nietzsche? ¿El de la experiencia vivida, el de la inspiración, el
de la revelación, o bien el de la experiencia por realizar, es de-
cir, el de la experimentación? Y ¿no hay interferencia entre un
lenguaje y otro cada vez que interviene el deseo de legitimar
la vivencia de la incomunicable experiencia del eterno retorno
mediante una demostración que se da, a sí mismo, en la esca-
Un tan funesto deseo 205

la del cosmos científicamente verificable, y, en el plano moral,


mediante la elaboración de un imperativo adecuado para or-
denar a la voluntad bajo el aspecto de la voluntad de poder?
¿No es entonces cuando intervienen las dudosas referencias a la
ciencia, a la biología, una vez que ya su experiencia fundamen-
tal ha sido expresada en un plano completamente diferente por
el personaje de Zarathustra? Tal vez tengamos allí uno de los
términos de la alternativa, uno de los aspectos de la antinomia
de Nietzsche: la experiencia de la eternidad del yo en el ins-
tante extático del eterno retorno de todas las cosas no podría
ser objeto de una experimentación, como tampoco de una elu-
cidación racionalmente construida. Tampoco esta experiencia
vivida e ineluctable, es decir, incomunicable, podría instituirse
como un imperativo ético haciendo de lo vivido un querido y
un re-querido debido a que el movimiento universal del eterno
retorno se supone que arrastra de manera infalible a la volun-
tad a querer en el momento querido: experiencia vivida y, por
lo tanto, completamente implícita en una contemplación en la
que el querer se absorbe por completo en la existencia devuelta
a sí misma. De modo tan perfecto que la voluntad de poder
no es sino un atributo de la existencia que se quiere tal cual es.
De allí también el carácter a menudo dudoso de todas aquellas
proposiciones suyas que, en los fragmentos sobre la transvalo-
ración de los valores, llevan a considerar la voluntad de poder
independientemente de la ley del eterno retorno, de esa reve-
lación de la cual es inseparable. Ahora bien, en el plano de la
experiencia vivida, Nietzsche ya se siente como superado por
su propio Zarathustra, que desde ahora no es más que el doctor
de una contramoral que se expresa aparentemente en un len-
guaje claro, y cuyo prestigio proviene por completo de ese au-
daz uso del pensamiento consciente en provecho de lo que no
tiene ningún objetivo. Doctor de un objetivo de la existencia,
encargado de cubrir su propia retirada en esa zona en la que, en
206 Pierre Klossowski

realidad, ya se ha retirado –en esa inmortalidad en la que está


muerto, como dice más de una vez– y de la que no volverá más
que en los transportes del delirio para manifestar lo que es bajo
dos nombres distintos: Dionisos y el Crucificado.
Luego de la proposición: la verdad es un error necesario, en-
contramos esta proposición: el arte es un valor superior a la ver-
dad, que es la conclusión de las que anunciaban que el arte nos
impide abismarnos en la verdad o el arte nos protege de la verdad.
Estas proposiciones que siempre tienen el mismo carácter prag-
mático que la proposición precedente, a saber que la verdad no
es más que un error necesario, carácter que se debe precisamente
al hecho de que allí todo está considerado meramente bajo el
aspecto de la eficacia.
No obstante, desde el momento en que el error en sí es crea-
dor de formas, es evidente que el arte debe ser el ámbito en el
que el error querido inaugura una regla de juego: Así como es
contradictorio brindar una aplicación práctica de la verdad
como error, parece que en el ámbito del juego por excelencia,
que es el arte, la impostura constituye una actividad legítima
desde las razones de la ficción. Pero el arte tiene un sentido
muy amplio y, en Nietzsche, esta categoría contempla tanto las
instituciones como las obras de creación gratuita. Por ejemplo
–y aquí vemos en seguida lo que invierte–, ¿cómo ha conside-
rado Nietzsche a la Iglesia? La Iglesia está constituida para él,
a grosso modo, por una casta de profundos impostores: los curas.
Es una obra maestra de la dominación espiritual y fue necesario
ese monje plebeyo impostor, que para él fue Lutero, para que
sea posible imaginar arruinar esa obra maestra, último edificio
de la civilización romana entre nosotros. Toda la admiración
que Nietzsche profesó siempre por la Iglesia, por el papado,
descansa precisamente en esta concepción de la verdad como
error y en que el arte, ese error querido, es superior a la verdad:
por esto Zarathustra confiesa su afinidad con el cura y por esto
Un tan funesto deseo 207

también en la cuarta parte, durante esa extraordinaria reunión


entre los diferentes tipos de espíritus superiores en la cueva de
Zarathustra, el Papa, el último Papa, está entre los huéspedes de
honor del profeta. Considero que aquí hay algo que también
vuelve a revelar esa tentación nietzscheana de prever una casta
dirigente de grandes meta-psicólogos que se adueñarían de los
destinos de la humanidad futura, ya que conocerían perfecta-
mente las distintas aspiraciones y los diferentes recursos para
satisfacerlas. Pero en lo que nos concierne, aquí hay un proble-
ma particular que no ha dejado de preocupar a Nietzsche: el
problema del actor. Así, en el La Gaya Ciencia, aforismo 361,
leemos: La falsedad como buena conciencia: el placer por la simu-
lación que explota como un poder, rechaza el supuesto carácter, y
lo sumerge a veces hasta apagarlo; el deseo interior de tomar una
máscara y entrar en un papel, en una apariencia; un excedente de
facultades de adaptación de todo tipo, que ya no saben satisfacerse
en el servicio de la inmediata y estricta necesidad, ¿no es todo esto
lo que constituye tal vez exclusivamente al actor en sí?...
Retengamos bien todo lo que Nietzsche expresa aquí: el
placer por la simulación, que explota como un poder, rechaza el
supuesto carácter, y lo sumerge a veces hasta apagarlo. En seguida
percibimos aquí lo que amenaza a Nietzsche: primeramente, la
simulación que explota como poder hasta sumergir, hasta apa-
gar, el supuesto carácter: lo que se señala acá es la idea de que la
simulación no es solamente un medio, sino más bien un poder,
es decir que hay algo incompatible con el supuesto carácter que
irrumpe, y por esto, se pone en cuestión lo que se es en una si-
tuación determinada por lo indeterminado mismo. Sin dudas,
Nietzsche dice un excedente de facultades de adaptación, pero
ese excedente, como lo remarca, no llega a satisfacerse, a servir
a la inmediata y estricta necesidad. Esta es la razón por la que lo
que se traduce por ese excedente de facultades de adaptación a
un papel es la existencia misma. La existencia sin objetivo, la
208 Pierre Klossowski

existencia que se basta a sí misma. Pero una vez más volvamos a


la primera frase: la falsedad como buena conciencia. Ahí aparece
de nuevo la noción del error querido. El error querido, en razón
del simulacro, da cuenta de la existencia cuya esencia es la ver-
dad que se sustrae, la verdad que se niega.
La existencia busca una fisonomía para revelarse; el actor es el
intérprete. ¿Qué revela la existencia? Una posibilidad de fiso-
nomía: tal vez, la de un dios.
En otro curioso pasaje de la Gaya Ciencia (aforismo 356)
titulado: En qué medida las condiciones de vida serán cada vez
más artísticas en Europa, Nietzsche señala que la preocupa-
ción de asegurar su propia existencia impone, a casi todos los
hombre en Europa, un papel determinado, la tan pretendida
profesión. Para algunos aún habría una libertad completamen-
te aparente de elegir por sí mismos ese papel, mientras que en
general les está previsto de antemano. El resultado es bastante
particular, casi todo el mundo se confunde con su papel –cada
quien olvida hasta qué punto el azar, el humor, lo arbitrario, han
dispuesto de él, cuando su supuesta vocación ha sido decidida,
y cuántos otros papeles, tal vez, hubiera podido interpretar:
desde entonces, demasiado tarde. En sentido profundo, el papel
realmente se ha convertido en un carácter y el arte en naturale-
za. Todo el pasaje trata, más adelante, de la degradación social,
pero esto es lo que quisiera retener: lo que aquí está descrito
como fenómeno de la vida social contemporánea aparece en
realidad como la imagen del destino mismo, y del destino par-
ticular de Nietzsche. Uno cree elegir libremente ser lo que es,
pero uno está obligado a interpretar un papel que no es lo que
uno es; es decir a interpretar un papel de lo que uno es fuera de sí.
No se es nunca dónde se es, sino ahí donde no se es sino el actor
de ese otro que uno es. El papel representa aquí lo fortuito en la
necesidad del destino. Uno no puede no quererse, pero la única
cosa que se puede querer es un papel. Saber esto es interpretar
Un tan funesto deseo 209

en buena conciencia. Interpretar lo mejor posible sería lo mis-


mo que disimularse. Y así, este profesor de filología en Basilea, o
el autor de Zarathustra, no es nada más que un papel. Lo que
se disimula es que no se es nada menos que la existencia y uno
disimula que el papel que se interpreta se refiere al que es la
existencia misma.
Ese problema del actor en Nietzsche y de esa interrupción
de una poder en el supuesto carácter que amenaza con sumer-
girlo hasta apagarlo, ese problema, digo, concierne directa-
mente a la propia identidad de Nietzsche, la puesta en cuestión
de esa identidad considerada como recibida azarosamente, y
asumida como se asume un personaje –en tanto que el papel
elegido entre otros para interpretar podía ser rechazado como
una máscara en beneficio de otro entre las millares de máscaras
de la historia. Esta concepción ha nacido en la valorización del
error querido, de la impostura en tanto simulacro, y quedará
por verse en qué medida el simulacro, si es una captación de la
existencia, constituye una manifestación del ser en el existente
–una manifestación del ser en el existente fortuito.
La existencia es aún capaz de un Dios, pregunta Heidegger.
Y esta pregunta se plantea tanto en el contexto biográfico de
aquel que la formula por primera vez como un nuevo: Dios ha
muerto, que se plantea en el contexto de los acontecimientos y
del pensamiento contemporáneo.
Al día siguiente de su derrumbe, en Turín, Nietzsche se des-
pierta con la sensación de ser a la vez Dionisos y el Crucificado,
y firma con uno u otro nombre divino las distintas cartas que le
envía a Strindberg, a Burckhardt y a otras personalidades.
Hasta ese momento, siempre había sido cuestión de enfrentar
a Dionisos con el Crucificado: ¿Me han comprendido? Dionisos
contra el Crucificado. Y ahora que el profesor Nietzsche se ha
perdido, o mejor dicho, ahora que finalmente ha eliminado to-
dos los límites entre el afuera y el adentro, declara que dos dioses
210 Pierre Klossowski

cohabitan en él. Separemos cualquier consideración patológica


y retengamos esta declaración como un juicio válido para lo
que es su propia captación de la existencia. La sustitución del
nombre de Nietzsche por los nombres divinos atañe directa-
mente al problema de la identidad de la persona en relación
con un único Dios, que es la verdad, y con la existencia de mu-
chos dioses en tanto explicación del ser, por un parte, y en tan-
to expresión de la pluralidad en un mismo individuo, en cada
uno y en todos, por otra parte.
Mantiene en sí mismo la imagen de Cristo o, mejor dicho,
como dice él, del Crucificado, símbolo supremo que permane-
ce en él como el polo opuesto indispensable de Dionisos, los
dos nombres de Cristo y Dionisos constituyen por su antago-
nismo un equilibrio.
Se ve que aquí volvemos al problema de lo auténtico inco-
municable, y bajo este aspecto, Karl Löwith, en su obra capital
sobre el eterno retorno, plantea la cuestión de la credibilidad
sobre la doctrina de Nietzsche: si no existiera Dionisos, todo
el edificio se derrumbaría. Pero yo considero que esto es no
ver en qué sentido el simulacro puede o no dar cuenta de lo
auténtico.
Cuando Nietzsche anuncia que Dios ha muerto, esto signi-
fica que Nietzsche necesariamente debe perder su propia iden-
tidad. Puesto que, lo que aquí se presenta como una catástrofe
ontológica responde exactamente a la reabsorción del mundo
verdadero y aparente que realiza la fábula: en el nudo de la fá-
bula hay una pluralidad de normas o, antes bien, no hay ningu-
na norma propiamente dicha en el sentido preciso del térmi-
no, porque el principio mismo de la identidad responsable es
precisamente desconocido en tanto que la existencia no se ha
explicitado o revelado en la fisonomía de un único Dios que,
como juez de un yo responsable, arranca al individuo de una
pluralidad en potencia.
Un tan funesto deseo 211

Dios ha muerto no significa que la divinidad cesa en tanto


explicación de la existencia, sino que el garante absoluto de la
identidad del yo responsable desaparece en el horizonte de la
conciencia de Nietzsche, quien a su vez se confunde con esta
desaparición.
Si la noción de identidad se volatiliza, no queda a prime-
ra vista más que lo fortuito que adviene a la conciencia. Hasta
ahora la conciencia reconocía lo fortuito gracias a su aparente
identidad necesaria, según la cual juzga que todas las cosas a su
alrededor son o bien necesarias o bien fortuitas.
Pero, ni bien lo fortuito se le ha revelado como el efecto
necesario de una ley universal, la rueda de la fortuna, la con-
ciencia puede llegar a considerarse ella misma como fortuita.
No le queda más que declarar que su identidad es un caso for-
tuito mantenido arbitrariamente como necesario, a riesgo de
tomarse a sí misma como esta rueda universal del la fortuna, a
riesgo de abarcar si puede la totalidad de casos, lo fortuito en
su totalidad necesaria.
Lo que subsiste, entonces, es el ser, y el verbo ser que nun-
ca se aplica al ser sino a lo fortuito. Así, en la declaración de
Nietzsche: Soy Chambige, soy Badinguet, soy Prado –en el
fondo, yo soy todos los nombres de la historia–, vemos que esta
conciencia enumera, como tantos otros lotes por sortear, dife-
rentes posibilidades del ser que, todas, serían el ser utilizando
momentáneamente ese logro que se llama Nietzsche, pero que,
en tanto logro, llega a renunciar a sí por una demostración más
generosa del ser: En el fondo, sería con mucho más gusto profesor
en Basilea que Dios, pero no me atreví a llevar tan lejos mi egoís-
mo personal como para abandonar por él la creación del mundo…
212 Pierre Klossowski

Hay que hacer algunos sacrificios donde se viva y de la forma en


que se viva.
La existencia como eterno retorno de todas las cosas se
produce en las fisonomías de tantos múltiples dioses como
posibles explicitaciones haya en el alma de los hombre. Si la
voluntad adhiere a este movimiento perpetuo del universo,
contempla, antes que nada, la ronda de los dioses como se dice
en Zarathustra:
El universo que no es sino un eterno-huir-de-sí-mismo, un
eterno reencontrarse-a-sí-mismo de múltiples dioses, un bien-
aventurado-contradecir-se, un bienaventurado-reconciliar-se,
volver-a-pertenecerse-de-múltiples dioses
Sin duda, la versión nietzscheana del politeísmo está nece-
sariamente tan alejada de la devoción antigua como su propia
noción del divino instinto productor de muchos dioses lo está
de la noción cristiana de la divinidad. Pero, esta “versión” tes-
timonia el rechazo de instalarse en una moral atea que, para
Nietzsche, era tan irrespirable como la moral monoteísta, y
no podía evitar ver en la moral atea y humanitaria otra cosa
que no fuera la continuación de lo que vivía como la tiranía de
una única verdad, cualquiera sea su nombre, sin importar que
haya aparecido como imperativo categórico o bajo la fisono-
mía de un Dios personal exclusivo. Y, en verdad, la increduli-
dad respecto de un único Dios normalizador, de un Dios que
es la Verdad, se afirma tanto como una impiedad de inspiración
propiamente divina y se prohíbe todo repliegue de la razón en
los límites estrictamente humanos. La impiedad nietzscheana
no sólo desacredita al hombre razonable, sino que también se
hace cómplice de todas las fantasías36 [phantasmes] en tanto
36
La voz francesa “phantasme” que proviene del latín phantasma es recurren-
te en la obra de Klossowski y alude a las imaginaciones, deseos y fantasías en
tanto productos de las alucinaciones del sujeto, a diferencia del “fantome” que
se utiliza para designar la imagen de una persona muerta que se le aparece a
los vivos. (N. de T.)
Un tan funesto deseo 213

reflejos en el alma de todo lo que el hombre ha debido obliga-


toriamente rechazar para llegar a una definición racional de su
naturaleza; no es que esta impiedad aspira al simple y puro des-
encadenamiento de las fuerzas ciegas, como habitualmente es-
tamos de acuerdo en decirlo respecto de Nietzsche, cuando en
verdad no tiene nada en común con un vitalismo que hace ta-
bla rasa de todas las formas elaboradas de la cultura. Nietzsche
está en las antípodas de cualquier naturalismo; y la impiedad
de Nietzsche se declara tributaria de esta cultura. Por eso uno
encontraría en el encantamiento de Zarathustra, y como un
llamado a la insurrección, imágenes; esas imágenes que, en
su fantasía [phantasme], el alma humana, en contacto con las
fuerzas oscuras que hay en ella, es capaz de formar. Fantasías
[phantasme] que dan testimonio del alma como de una aptitud
inagotable para la metamorfosis, como de una necesaria inver-
sión universal insatisfecha en la que las distintas formas extra-
humanas de la existencia se presentan al alma como una de las
tantas posibilidades de ser: piedra, planta, animal, astro, pero
en tanto que siempre son posibilidades de la vida del alma; esa
aptitud para la metamorfosis que, bajo el régimen del princi-
pio normativo exclusivo, constituye la mayor tentación con-
tra la que ha debido luchar el hombre durante milenios para
conquistarse y definirse. No es que esta aptitud para la meta-
morfosis, en la lucha para definirse, no haya contribuido a la
formación eliminatoria que debía terminar en el hombre: lo
prueba justamente la delimitación entre lo divino y lo huma-
no y esta admirable compensación por la cual, a medida que
el hombre renunciaba a su bestialidad, a su vegetabilidad, a su
minerabilidad, y también a medida que jerarquizaba sus deseos
y sus pasiones según criterios siempre variables, se le revelaba
una jerarquía análoga en regiones supra o infra-mundiales. El
universo se poblaba de divinidades, pero de diversas divinida-
des de ambos sexos, es decir de divinidades susceptibles de con-
214 Pierre Klossowski

tinuarse, evitarse, unirse. Tal fue por un instante ese sorpren-


dente equilibrio del mundo abierto en el mito, donde gracias
a los simulacros de los múltiples dioses diversos en cuanto al
género y al sexo37, ni “conciencia”, ni “inconsciencia”, ni “fue-
ra”, ni “dentro”, ni “fuerzas oscuras”, ni “fantasías” [phantasmes]
preocupaban al espíritu desde que el alma en su totalidad se
realizaba situando imágenes en el espacio indistinto del alma.
Bajo este aspecto, el monoteísmo moral, si hubiese concluido
con la conquista del hombre por sí mismo y el sometimiento
de la naturaleza al hombre, posibilitando el fenómeno antro-
pológico de la ciencia, habría provocado en igual medida –se-
gún Nietzsche– el profundo desequilibrio que desembocará en
el desarraigo nihilista al término de dos milenios. De aquí se
sigue esa alienación del universo que el hombre realiza y que
Nietzsche captaba en la exploración del universo que efectúa la
ciencia. De aquí, la pérdida de lo que la nostalgia del alma, apta
37
Lo que aquí se deja ver no es el regreso a una demonología: hay tantas
fuerzas oscuras como demonios, es antes bien una teogonía: tantas disposicio-
nes físicas como divinidades; tantas disposiciones conciliables o antagónicas,
como divinidades susceptibles de luchar entre sí y unirse. La demonología de
origen neoplatónico es un camino hacia la psicología, una suerte de psicolo-
gía figurativa. Por el contrario, la panteología supone una noción del espacio
por la cual la vida íntima del alma y la vida del cosmos conforman un único
espacio en el que, el suceso “psicológico” se sitúa como un hecho espacial. Por
este motivo, la panteología del mito junto con sus genealogías de las divini-
dades, y las aventuras amorosas de los dioses y diosas, crea un equilibrio entre
el hombre y sus propias fuerzas: porque entonces, sus fuerzas encuentran su
fisonomía en la representación eterna de los dioses: las consecuencias prácti-
cas de semejante equilibrio están en las antípodas de las que se derivan de una
concepción psicológica pura: la conciencia y la voluntad y, por ende, la moral
de la conducta. En la teogonía no reina sino un intercambio, un comercio
entre ventaja y desventaja del ser: el comercio de los sexos bajo la forma de las
divinidades no eran sino una explicación del ser en sus modo de aparición y
desaparición, mientras que este mismo intercambio bajo la forma humana no
es sino una experiencia de la vida y la muerte. Lo que entre nosotros denomi-
namos de este modo no es otra cosa sino una necesaria participación de las
explicitaciones del ser en las fisonomías divinas.
Un tan funesto deseo 215

para metamorfosis, expresa: el eros fundamental que convierte


al hombre –dice Nietzsche– en un animal que venera. Se hace
manifiesto ahora que el acontecimiento de la “muerte de Dios”
ataca desde la raíz al eros del alma y, por lo tanto, al instinto de
adoración, este instinto productor de dioses que, en Nietzsche,
es a la vez, la voluntad creadora y la voluntad de eternización.
La “muerte de Dios” significa, en este aspecto, una ruptura que
se produce en el eros y que, desde entonces, lo escinde en dos
tendencias contradictorias: el querer crear sí mismo que siem-
pre implica destrucción, y el querer adorar que siempre implica
volunta de eternización. Y por más que la voluntad de poder
no sea sino otro término de este conjunto de tendencias, y que
constituya la aptitud universal para la metamorfosis, encuentra
como una compensación, como una cura, su identificación con
Dionisos, en el sentido en que, para Nietzsche, este antiguo dios
del politeísmo representaría y reuniría en sí a todos los dioses
muertos y resucitados.
Zarathustra mismo da cuenta de esta disociación entre las
dos voluntades: el querer crear y el querer adorar, cuando se
exige la creación de nuevos valores, es decir de nuevas verda-
des en las que el hombre nunca podría creer ni obedecer en
tanto que estarían marcadas por el sello de la indigencia y la
destrucción. Lo que impide que esta voluntad de crear nuevos
valores pueda alguna vez satisfacer la necesidad de adorar, sien-
do que esta necesidad está implícita en la voluntad de eterni-
zación de sí. Si el hombre es un animal que venera, no podría
venerar otra cosa más que lo que le adviene por la necesidad
de ser. Y, de este modo, no podría ni obedecer ni creer en los
valores que crea deliberadamente, a menos que se tratara de
los simulacros de su necesidad de eternidad. A esto se debe,
en Zarathustra, esa alternancia del querer crear en la ausencia
de dioses, con la contemplación de la danza de los dioses que
explicita el universo. Una vez que anuncia que todos los dioses
216 Pierre Klossowski

han muerto, Zarathustra exige que viva desde entonces el su-


perhombre, es decir la humanidad que podrá superarse. ¿Cómo
hace para superarse­? Volviendo a querer que todas las cosas que
ya han pasado se vuelvan a producir como su propio actuar:
esta acción se define como voluntad de creación y Zarathustra
dice que si hubiera dioses, ¿qué sería entonces lo que se podría
crear? Pero ¿qué es lo que lleva al hombre a crear, sino es jus-
tamente la ley del eterno retorno que decide aceptar? ¿Qué es
lo que acepta sino justamente un camino que ha olvidado pero
que la revelación del eterno retorno en tanto ley lo incita a vol-
ver a querer? Y ¿qué es lo que vuelve a querer entonces sino es
justamente aquello que ahora no pensaba querer: es decir, que
la ausencia de dioses lo incita a crear nuevos dioses? O bien
¿quiere impedir el retorno de esos tiempos en los que adoraba a
los dioses, volviendo a querer a los dioses, ahora que el hombre
quiere el pasaje a una vida superior? Pero, ¿cómo podría esta
vida ser, desde ahora, una vida superior diferente, si no es ten-
diendo a lo que ya fue? ¿Cómo de una manera distinta si no es
tendiendo a ese estado en el que no pensaba en crear nada sino
en adorar a los dioses? Y de este modo parece que la doctrina
del eterno retorno se concibe otra vez como un simulacro de
doctrina cuyo carácter paródico da cuenta de la hilaridad en
tanto atributo de la existencia que se basta a sí misma cuando
estalla la risa al fondo de la verdad total, sea porque la verdad
explota en la risa de los dioses, o sea porque los dioses mismos
mueren locos de risa:
Cuando un dios quiso ser el único Dios, todos los otros dio-
ses tuvieron un ataque de risa tan loco que los llevó a morir de
risa.
Porque, ¿qué es lo divino sino que haya muchos dioses y no
sólo un único Dios?
La risa es la imagen suprema, la manifestación suprema de
lo divino que reabsorbe a los dioses pronunciados y pronuncia
Un tan funesto deseo 217

a los dioses mediante un nuevo estallido de risa. Porque si los


dioses mueren de risa, es también por medio de esta risa, que es-
talla desde el fondo de la verdad total, que los dioses renacen.
Hay que seguir a Zarathustra hasta el final de su aventura
para que la refutación de su necesidad de crear, a favor y en
contra de la necesidad, aparezca como una denuncia de esta
colaboración entre las tres fuerzas de eternización, adoración
y creación, las tres virtudes cardinales en Nietzsche, donde se
ve que la muerte de Dios y la angustia del eros fundamental,
la angustia de la necesidad de adorar, son idénticas; angustia
que la voluntad creadora convierte en irrisoria como su propio
fracaso. Si es el fracaso de un mismo instinto, la irrisión que lo
compensa está de igual modo inscrita en la necesidad del eter-
no retorno: Zarathustra, desde el momento en que ha querido
el eterno retorno de todas las cosas, ha elegido previamente
ver convertirse su propia doctrina en algo irrisorio, como si la
risa, esa asesina infalible, no fuera también la mejor inspiradora
tanto como la mejor despreciadora de esta misma doctrina. De
manera que el eterno retorno de todas las cosas quiere también
el retorno de los dioses. Qué otro sentido puede atribuírsele a la
extraordinaria parodia de la Cena en la que el asesino de Dios
es el mismo que le ofrece el cáliz al asno –figura sacrílega del
Dios cristiano de la época de la reacción pagana, y más parti-
cularmente, animal sagrado de los antiguos misterios, el asno
de oro de la iniciación isíaca–, animal digno por su incansable
Ia38, su incansable sí al retorno de todas las cosas, digno de re-
presentar la longanimidad divina, digno también, entonces, de
encarnar una antigua divinidad: Dionisos, el dios de la viña, re-
sucitado en la ebriedad general. Y, de hecho, tal como le declara
a Zarathustra el Viajero: la muerte para los dioses no es más que
un prejuicio.

38
Ia: ita est!
ÍNDICE

I. Sobre algunos temas fundamentales de la Gaya Ciencia


[Die Fröhliche Wissenschaft] de Nietzsche ................................................... 19

II. Gide, Du Bos y el demonio ........................................................................ 47

III. Al margen de la correspondencia de Claudel y Gide .......................... 63

IV. Prefacio a Un prêtre marié de Barbey d’Aurevilly ................................... 95

V. La misa de Georges Bataille ....................................................................... 123

VI. El lenguaje, el silencio y el comunismo .................................................. 135

VII. Sobre Maurice Blanchot ......................................................................... 157

VIII. Nietzsche, el politeísmo y la parodia .................................................. 179


Se terminó de imprimir en noviembre de 2008
en Las cuarenta libros,
avenida Asamblea 327, Parque Chacabuco,
Ciudad Autónoma de Buenos Aires,
Argentina.

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