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Educar en y para la liberta

I. Introducción
La cultura actual ha concedido a la libertad un valor muy principal. A la vez, se
busca la tolerancia como base necesaria para una convivencia pacífica, como un
bien deseable para una sociedad pluralista que evita el fanatismo. Sin embargo, la
historia reciente está demostrando que toda esa sensibilidad no ha logrado acabar
con muchas formas de violencia e intolerancia -personal y social- que todos
abominamos. Es más, asistimos en nuestra propia sociedad a un recrudecimiento
de la violencia y la intolerancia, que también se pone de manifiesto en las
escuelas.

Nuestra realidad social presenta perfiles contradictorios: por una parte, parece que
se considera a la libertad como el valor supremo y, por contra, se huye de la
auténtica libertad, la libertad íntima e interior, que es dominio de sí, señorío sobre
los propios actos. Algunos identifican libertad con instinto, espontaneidad,
independencia… Son los mismos que piensan que uno es libre si no es
responsable de nada, si puede hacer impunemente todo lo que le apetece,
olvidando que el autodominio, la templanza, el señorío sobre las apetencias es
condición y raíz de libertad.

Otro contraste significativo es la extensión de una cultura que hace compatible una
solidaridad intermitente (frecuentes llamamientos a la solidaridad para acallar la
conciencia, conciertos benéficos, programas de TV especiales para recaudar
fondos para países o grupos sociales damnificados) con la exaltación del yo a
través de un egoísmo brutal, propio de una cultura individualista, egocéntrica e
inmadura. ¿No estaremos asistiendo a unos comportamientos políticamente
correctos -y bien vistos- que maquillen una crisis moral de fondo? ¿Se está
poniendo de moda una ética de cosmética?

Un contraste más: asistimos a la extensión del fenómeno de la “aldea global“, a


una sociedad cada vez más abierta y multicultural, en la que se difuminan las
fronteras, a la par que crece una cultura de la autosuficiencia y del miedo al otro, al
distinto, al extranjero (i) -que son vistos como un peligro, una amenaza o molestia-
y, a veces, al vecino, al que se le pide que no moleste. La indiferencia se pone la
máscara del respeto, olvidando el sentido positivo de esa virtud tan necesaria para
la convivencia y que supone interesarse por el respetado, hacer algo por su bien.

La cuestión de la libertad no es en absoluto sencilla. Plantea una serie de


tensiones naturales -entre la propia libertad y la de los demás; entre la libertad y la
verdad; entre la libertad individual y el bien (propio y de la colectividad); etc.- que
sugieren apasionantes temas de debate para cualquier sociedad que se precie de
reconocer y proteger los derechos de sus ciudadanos. Esta Nota Técnica pretende
aportar algunas ideas y reflexiones que pueden contribuir a una verdadera y
positiva educación para la libertad responsable.
II. Educación y libertad
La libertad de cada persona, hecho diferencial en el que se fundamenta la dignidad
del hombre y su superioridad sobre los seres que carecen de razón, se impone
como el dato previo y fundamental de cualquier programa de educación en la
familia y en la escuela.

La dignidad de la persona implica la libertad, pero no como mera posibilidad de


optar entre cosas más o menos interesantes, sino como capacidad de decidir por
sí mismo lo que se ha de hacer para ser lo que se quiere ser: somos
verdaderamente libres cuando nos adueñamos de nuestras propias decisiones,
cuando afianzamos nuestra independencia, cuando nuestra voluntad se enfrenta,
si es preciso, a la fuerza del ambiente.

La educación es un proceso de ayuda a la adquisición de la madurez personal


procurado a través de múltiples estímulos y en situaciones muy diversas, para
facilitar a los hijos el libre desarrollo de su capacidad, a través de la adquisición de
conocimientos, hábitos y destrezas, virtudes y actitudes, que le faciliten el dominio
sobre sus propios actos. La educación.

“responde al intento de estimular a un sujeto para que vaya perfeccionando su


capacidad de dirigir su propia vida, o, dicho de otro modo, desarrollar su capacidad
de hacer efectiva la libertad personal, participando, con sus características
peculiares, en la vida comunitaria”
(ii)

Un proceso, en definitiva, que permite a cada hijo o alumno formular su proyecto


personal de vida y le ayuda a fortalecer su voluntad de modo que sea capaz de
llevarlo a término, al tiempo que desarrolla su capacidad de amar.

Padres y profesores han de estar prevenidos contra los reduccionismos que


empequeñecen la educación, como adoctrinar en vez de enseñar o sólo instruir, en
vez de educar. Educar no consiste en meter a presión al alumno o hijo en un
molde, sino en un proceso que tiene su punto de referencia en la verdad, que la
persona ha de ir descubriendo por sí misma, hasta tomar la decisión de vivir
conforme con la verdad hallada.

“Paralelamente a la exaltación de la libertad y, paradójicamente en contraste con


ella, la cultura moderna pone radicalmente en duda esta misma libertad. (…) Se
trata de tendencias que (…) coinciden en el hecho de debilitar o incluso negar la
dependencia de la verdad con respecto a la libertad. (…) la libertad depende
fundamentalmente de la verdad. Dependencia que ha sido expresada de manera
límpida y autorizada por las palabras de Cristo: Conoceréis la verdad y la verdad
os hará libres (Jn 8, 32)” (iii).

En efecto, la verdad condiciona y hace posible a un tiempo el ejercicio de la


libertad, de modo que quienes intentan liberarse de espaldas a la verdad,
encadenan su libertad y empobrecen su propio yo. No son libres quienes están
sometidos a sus instintos y carecen del señorío interior para dominar sus impulsos
primarios, ni aquellos que se muestran incapaces de superar la parcialidad de su
mundo subjetivo de sentimientos y emociones para conocer la realidad tal cual es,
independiente a nosotros.

Un objetivo tan personal se resiste necesariamente a cualquier intento de


manipulación exterior, o de indoctrinamiento: la educación en libertad respeta el
protagonismo del alumno en su propio proceso educativo, y no lo sustituye cuando
puede ser el interesado quien -con la información suficiente- seleccione unas
metas asequibles y los medios para alcanzarlas. Una persona educada en la
libertad es capaz de rechazar las respuestas fáciles, porque su voluntad fortalecida
por el ejercicio está en condiciones de superar la frivolidad y de cumplir el propio
deber, aunque en alguna ocasión presente perfiles ásperos.

Educar la libertad significa, entre otras cosas:

 ayudar a preguntarse a uno mismo qué significa ser libre, y a adquirir


conciencia de que la respuesta no es ni evidente ni inalcanzable;
 entender que no hay una vida sensata si uno no tiene mínimamente
presente esa pregunta y reflexiona sobre las alternativas que se le
presentan; y
 saber que muchas de esas alternativas serán contrarias a las propias
inclinaciones o apetencias, o a las de la época en que uno vive.

La persona educada en la libertad es aquella capaz de rechazar las respuestas


fáciles y preferidas, y no porque sea persona obstinada, o por querer ser original,
sino porque conoce otras respuestas de más digna consideración, porque busca la
verdad y conoce el para qué de la libertad, su finalidad y su sentido, ya que la
libertad ni es un valor absoluto, ni tiene razón de ser en sí misma: es un medio, un
bien fundamental, que me permite conseguir otros bienes. Por eso, la libertad se
justifica por su sentido teleológico, esto es, por su necesaria relación al bien que se
pretende conseguir como fin de la acción (iv).

III. Educar personas libres.


Para educar la libertad es preciso atender a la totalidad de la persona: la
inteligencia, la voluntad, la afectividad y el sentido transcendente. En primer lugar,
enseñar a pensar o, lo que es lo mismo, enseñar a buscar la verdad; después,
ayudar a fortalecer la voluntad, para estar en condiciones de adherirse libremente
y de comprometerse con la verdad; enseñar también a superar las dificultades y a
poner sentimientos y afectos al servicio de las decisiones libres; por último, el
hombre es un ser sociable, abierto a la relación personal con Dios y con los
demás, y ha de aprender a dar, a darse y a amar.

La inteligencia alimentada por la verdad, la voluntad fortalecida por las virtudes y el


corazón entusiasmado con un ideal y capaz de amar, se funden en la unidad
irrepetible de cada hombre -unidad de vida-, haciendo posible la felicidad. “La
actividad educativa se fundamenta en la concepción del ser humano como
persona, como unidad de vida; sólo así es admisible la pretensión de una
educación integral” (v). Esto es, un proceso que pone a cada persona en
condiciones de trabajar con competencia y espíritu de servicio, le enseña a
convivir, a comprender y a respetar a todos; a sentir la responsabilidad de
colaborar en la construcción de un mundo más justo y más solidario. Y, al mismo
tiempo, en unidad de fines y de acción, sin quiebra alguna, la educación ha de
procurar que cada hombre conozca a Dios y le ame, ayudándole a descubrir su
presencia amorosa a través de las incidencias de la vida diaria.

Educar supone hacer pensar, no ser pesados ni impositivos, y no formar personas


de respuesta aprendida. Una auténtica educación de la libertad ha de pretender
que los alumnos se “aficionen” a buscar la verdad, sin olvidar que los hombres
podemos ser muy aficionados a buscar la verdad, pero bastante reacios a
aceptarla. No se puede decir que la verdad no exista, ni que dé igual una verdad
que otra, ni que la verdad se vaya a componer entre las opiniones de todos. Pero
sí ha de aceptarse que muchos otros tendrán alguna parte de verdad en ámbitos
muy diversos, y también nos iluminan con sus aportaciones y sus hallazgos en esa
necesaria y liberadora búsqueda de la verdad.

Una cosa es reconocer que caben múltiples puntos de vista, que la verdad a
menudo no es inmediata; y otra, pensar que no la hay en absoluto y que el
acuerdo es imposible. Ante las diferencias de opinión, lo razonable es plantearse
cuáles de las expresadas son verdaderas, o más cercanas a la verdad, en lugar de
rechazarlas todas; lo sensato es tratar de resolver la diferencia, examinando las
razones y argumentos de cada opinión

Es preciso suscitar un sano sentido crítico frente a los medios de comunicación de


masas, omnipresentes y de una gran influencia manipuladora. Hemos de
enseñarles a procurarse otras fuentes de información y de formación: leer, pensar,
hablar; en definitiva, dar profundidad al pensamiento y a la vida.

IV. Exigencia, autoridad, libertad.


Una voluntad fuerte es un elemento imprescindible en la búsqueda de la felicidad.
Y muchas personas carecen de esa fuerza de voluntad porque han sido educadas
en una atmósfera de permisivismo, fruto de un mal entendido sentido de la libertad
que ha impedido formar en la exigencia. El fracaso del permisivismo refuerza la
idea -de sentido común- de que toda persona ha de aprender a esforzarse
seriamente si quiere conseguir cualquier objetivo valioso en su vida. Y sobre todo,
en las primeras etapas de la vida, en las que se va conformando el carácter.

Por otra parte, para aprender a esforzarse seriamente resulta muy práctico
procurar sujetarse -libremente, pero sujetarse- a un plan exigente. Y esto es así
porque hacer lo que uno entiende que debe hacer supone, muchas veces, un
esfuerzo considerable. Por eso, una educación para la libertad responsable ha de
llevar a plantear -o plantearse- un alto nivel de exigencia personal.

La educación de la voluntad tiene como objetivo procurar que cada alumno se


forme en el esfuerzo y en la responsabilidad personal, desarrollando hábitos que
fortalezcan su capacidad de decisión y le permitan ejercer su libertad. La voluntad
se educa mediante la repetición de actos que permiten la formación de hábitos
operativos, esto es, mediante el desarrollo de las virtudes humanas que facilitan
vivir de acuerdo con criterios éticos de conducta libremente aceptados, conformes
con la dignidad personal. En definitiva, mediante la educación de la voluntad se
ayuda a los alumnos a ser capaces de vivir los compromisos que han adquirido
libremente (vi), superando los obstáculos que puedan presentarse, y a adquirir
criterio personal.

Una voluntad fuerte permite al alumno tener confianza en sí mismo y ser capaz de
gobernarse: hacer lo que quiere hacer, dominando sobre los sentimientos del
momento; esto es, le permite ser libre, señor de sus propios actos. Por eso, señala
Spaemann:

“A quien nada quiere no se le puede plantear ninguna exigencia. Si uno se


encuentra en un estado de apatía, de falta de voluntad, entonces cualquier deber
cae en el vacío”
(vii). 

“Sería tremendamente ingenuo pensar que se puede amar a alguien, tolerar las
ideas contrarias, o proteger el medio ambiente sin cargar con inconvenientes, sin
sacrificio. “Será difícil, pues, seguir la voz de la obligación moral sin previamente
tener educada la fuerza de voluntad. La educación de la voluntad estaría según
esto en la base, sería la condición de posibilidad de la educación moral. Sólo con
una buena voluntad se puede llegar a poseer una voluntad buena y sólo desde una
pedagogía del esfuerzo se logrará, por tanto, la verdadera libertad moral”
(viii). 

Palabras como deber, exigencia, autoridad, disciplina… están en desuso o están


siendo reemplazadas por estímulo, realización, motivación. La exigencia es
imprescindible en la educación y su sentido no es otro que el enfrentar a la
persona con su propia responsabilidad: el desarrollo de la responsabilidad exige un
ejercicio adecuado de la autoridad.

“La autoridad de los padres es una influencia positiva que sostiene y acrecienta la
autonomía y la responsabilidad de cada hijo; es un servicio a los hijos en su
proceso educativo, un servicio que implica el poder de decidir y de sancionar; es
una ayuda que consiste en dirigir la participación de los hijos en la vida familiar y
en orientar su creciente autonomía, responsabilizándoles; es un componente
esencial del amor a los hijos que se manifiesta de modos diversos en diferentes
circunstancias, en la relación padres-hijos” (ix)

Cabe el peligro, al ejercer la autoridad para ayudar a crecer en libertad, de caer en


dos enfermedades de la exigencia:

 la rigidez de aferrarnos a lo absoluto (al mejor deber ser), sin tener en


cuenta al hijo, que está en proceso de madurez, y sus circunstancias;
 o el desánimo paternalista, del que deja de exigir porque considera
insalvables las dificultades del ambiente.

Quizá sea este un momento especialmente oportuno para devolver a la autoridad


su auténtico sentido, lejos de todo autoritarismo. Para esto, es muy recomendable:

 Guardarse de querer juzgarlo todo y precipitadamente.


 Esforzarse por no caer en el simplismo de “etiquetar” los problemas, que es
un modo de eludir su complejidad. Especialísimamente con las personas,
hemos de estar prevenidos contra los estereotipos: cuando se “encasilla” a
alguien suele ser para agredir, despreciar o dominar.
 Adoptar actitudes abiertas y positivas ante las nuevas formas y estilos de
vida, compatibles con la dignidad del hombre,
 Huir del talante de queja habitual, del catastrofismo, de la condena
precipitada.

Exigir a los hijos o alumnos con una exigencia cordial y amable que les ayude a
reflexionar sobre su propia situación y a esforzarse por superar los defectos y por
consolidar sus cualidades positivas es una muestra patente de cariño. De la misma
manera, “no exigir lo que se puede y se debe exigir es una muestra evidente de
falta de respeto” (x).

V. Los educadores -padres y profesores-,


promotores de libertad.
El padre o el profesor que desean educar en y para la libertad no sermonea, sino
que observa y escucha al hijo o alumno con interés para conocer lo que despierta
su curiosidad, sus intereses, sus pasiones, sus anhelos. Se coloca en el lugar del
otro y se esfuerza por comprender sus puntos de vista, aunque esté una
generación más allá; en definitiva, mantiene la juventud de espíritu que le permite
aprender de quienes está enseñando.

No han de suplantar la voluntad del hijo limitándose a señalarle qué debe hacer,
sino ayudarle a tomar sus propias decisiones, a actuar con libertad personal,
poniéndole frente a sus responsabilidades. Si la relación padres-hijos (o
profesores-alumnos) se limitase a un trato superficial estereotipado, quizá lograría
que el hijo aceptara externamente sus consejos -por quedar bien, o para librarse
de su insistencia-, pero habría perdido la ocasión de educar, de ayudarle a
conocerse, a hacer suyos unos criterios de conducta y a vivirlos con libertad
personal.

Las manifestaciones prácticas de la educación en y para la libertad serán diversas


según las edad y la madurez del educando, pero siempre cuenta con su
protagonismo: padres y profesores aconsejan y orientan, avivando la autonomía
del alumno, de modo que no se refugie en la falsa seguridad que le ofrece una
dependencia pasiva. Con esa actitud, ayudan con hechos al alumno a reflexionar
sobre las exigencias del don de la libertad, y a entender que sólo tiene una vida
coherente quien actúa con referencia a la verdad, aunque a veces las alternativas
que la verdad ofrece contrarían las propias apetencias.

La educación es algo muy amplio, que abarca todas las dimensiones de la


persona, y que -al menos en sus primeras etapas- exige desarrollarse dentro de un
marco de coherencia. Si en las edades escolares se reciben habitualmente en la
escuela mensajes educativos difícilmente conciliables con los recibidos en la
familia, el resultado suele ser una educación con abundantes contradicciones
internas. En edades posteriores, hay una mayor capacidad de hacer una síntesis
personal entre mensajes y criterios contradictorios, pero en edades tempranas el
resultado suele ser la descalificación de uno de los ámbitos -lo escuchado en la
escuela o lo escuchado en la familia-, el escepticismo, o bien una confusa
agregación de ideas incompatibles, que vienen a formar en su cabeza un resultado
final fragmentario, falto de maduración y de reflexión personal, y cuajado de
incoherencias en la personalidad y en los valores.

El principal medio para educar la libertad lo constituye la misma convivencia


familiar y escolar. Cuando hay auténtica convivencia familiar -o escolar-, los niños
y jóvenes aprenden a asumir distintos papeles y adquieren habilidades de relación,
comprensión, apertura y comunicación. Hablar con los hijos supone darse a
conocer y conocer, y ese conocimiento engendra y aumenta el amor; supone
expresar las propias emociones y enseñarles a expresar las suyas; supone
enseñar a resolver los problemas dialogando y un largo etcétera de efectos
positivos.

Las ocasiones en que se puede razonar con ellos sobre estos temas se presentan
abundantes en la vida normal, y es cuestión de atención al otro, para no dejarlas
pasar. Se pueden aprovechar de forma muy eficaz, sin caer en una tediosa y
continua reiteración. Se trata de coger al vuelo, con naturalidad, esas ocasiones
que surgen en la familia o en la clase ante una noticia en la televisión o la prensa;
o con motivo de algún acontecimiento familiar, o de cualquier sucedido, grande o
pequeño; aprovechando esas frecuentes preguntas que, si hay confianza, surgen
con fluidez; sabiendo hacer una sencilla reflexión, en el momento oportuno, sobre
el sentido de estas cuestiones, de las que en tanto depende una acertada
educación.

La libertad se ve amenazada por limitaciones internas, como la pereza, la


comodidad, el egoísmo, la resistencia a adoptar decisiones personales y a aceptar
las consecuencias de los propios actos, o la tendencia a hacer lo que apetece y no
lo que verdaderamente se quiere. Las virtudes nos ayudan a superar esas
limitaciones y facilitan el compromiso de la persona con los valores. Las virtudes
morales son disposiciones estables conscientes y libremente adquiridas,
perfecciones habituales del entendimiento y de la voluntad que regulan nuestros
actos, ordenan nuestras pasiones y sentimientos y guían nuestra conducta.

VI. Conclusión
Nuestra tarea de educadores consiste en ayudar a formar personas libres, capaces
de asumir las exigencias de la fe y conscientes de su responsabilidad de
desarrollar al máximo sus propias posibilidades. Jóvenes con autonomía y
capacidad de iniciativa en su vida individual, en sus relaciones sociales y en su
vida de trabajo. Mujeres y hombres que sean capaces de decidir su propio
proyecto personal de vida, de adherirse libremente a unos valores, de cumplir sus
compromisos y de aceptar la responsabilidad de sus decisiones.

Ser libre significa tener las riendas de la propia vida. El hombre nace dotado de
una libertad radical, originaria y, a la vez, ha de construirla con el ejercicio de las
virtudes para ser dueños de nuestras propias vidas. Educar en libertad supone
ayudar a formular y desarrollar un proyecto personal de vida, de modo que los más
jóvenes aprendan a llevar el timón de sus vidas en la dirección correcta: hacia la
felicidad de una vida plena.

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