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poetisa de la lengua
Antología poética mínima
Compilación
Luis Alberto Angulo
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Diseño de colección
Emilio Gómez
Mónica Piscitelli
Edición
José Rafael Zambrano
Corrección
Erika Palomino Camargo
Diagramación
María Fernanda Oyuela
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Venezuela. Este 2014 es entonces un ítem imprescindible tanto en
la cronología como en la bibliografía de una de las voces mayores de
la lengua hispana.
Nacida en 1918, y habiendo publicado Al norte de la sangre, su
primer libro, en 1945, Terán es parte de la generación que realiza
su obra fundamental en la segunda mitad del siglo XX, en lo que
constituye el período más fértil, aunque bastante desconocido in-
ternacionalmente, de lo que hasta ahora conforma la gran poesía
escrita en Venezuela. Tanto este libro, como uno anterior, que solo
publicó muchos años después, Décimas andinas (1938), fundan su
tendencia al cultivo de las formas clásicas de la versificación caste-
llana, que en diferentes etapas manejó a profundidad, resaltando
siempre la belleza y eficacia del idioma.
Prolífica y comedida al mismo tiempo, su labor creativa man-
tiene una tensión por la palabra, que la llevó a cultivar el verso blan-
co y la prosa poética, sin abandonar nunca las formas tradicionales
a las que ha contribuido en un hacer que la establece como una
verdadera clásica de nuestro tiempo. Asumiendo la herencia lírica
española, Garcilaso de la Vega, Jorge Manrique, Luis de Góngora,
Teresa y Juan de la Cruz (“los más poetas de todos los santos y los
más santos de todos los poetas”), andan todos de su mano compar-
tiendo, junto a la mexicana sor Juana Inés de la Cruz y con parte
de la tradición viva de las llamadas “grandes poetisas del sur” del
continente americano, a las que se articula con naturalidad en el
período 1945-1951. En este período, Ana Enriqueta permanece en
labores diplomáticas en Argentina y Uruguay. Por cierto, ella expresa
especialmente reminiscencia por Juana de Ibarbourou, quien le
prologa Verdor secreto (1949), también por Juvenal Ortiz Saralegui,
prologuista de Presencia terrena, así como por otros dos creadores
inolvidables de su universo, el chileno Antonio Undurraga y el es-
pañol Rafael Alberti, exiliado político en Buenos Aires.
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Ana Enriqueta Terán fue contemporánea de poetas latinoame-
ricanos como el ecuatoriano César Dávila Andrade, el mexicano,
Alí Chumaceiro y el argentino Alberto Girri, nacidos como ella en
1918. Fue coetánea, en sentido amplio, de muchos otros más de
ese continente espiritual en construcción al que también aspiró.
No obstante, el punto de encuentro con los poetas de su gene-
ración no es evidente, a menos que se señale la pluralidad como
un elemento unificador de sus poéticas. De todo ese universo de
esenciales creadores es con el poeta cubano José Lezama Lima
—el más caribeño de todos— con quien comparte ese sentido
arquitectónico del llamado neobarroco americano en nuestras li-
teraturas. Este estilo es una visión que en Ana Enriqueta Terán
surge de la contemplación de la grandiosidad del paisaje del sur y
la sonoridad misma de la lengua de sus hablantes. Pero tal vez ten-
ga que ver también —para ratificar su vinculación a la poética de
Lezama Lima— con la infancia de Ana Enriqueta Terán en Puerto
Cabello, paisaje que de alguna forma es similar al de La Habana.
Quizás el contraste del mundo andino (de donde venía Terán) con
la espacialidad que su mirada ofrecía del Caribe, determinó tam-
bién lo que luego cobra sentido en su discurso poético de expre-
sión latinoamericanista.
En este sentido, seis textos en Otros sonetos de todos mis tiem-
pos, dedicados al felino de su hija Rosa Francisca, José Cemí, son
reveladores de la aceptación de la naturaleza con esa analogía de
la cual ella ha expresado sentirse orgullosa, en ellos se indica: “En
el piso del alma quedó huella / de suavidad, José Cemí y espero /
en el piso del alma hacerte espacio // para tu deambular dulce y
severo. / Silencio tú donde silencio sella / gota de miel y acontecer
despacio”.
En todo caso, no es ocioso afirmar que el talento verbal de Ana
Enriqueta Terán ha sido prodigioso en todas sus etapas, desde sus ini-
cios en plena adolescencia, hasta su solitario texto narrativo escrito
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después de los ochenta años y editado en el 2014. Es comprensible,
hasta cierto punto, entonces, que algún abordaje crítico la considere
como rara avis en la expresión literaria de su país, pero, igualmen-
te así se pudiera indicar en el panorama de la poesía latinoame-
ricana. La genialidad lingüística que la ha acompañado siempre
se evidencia en sus primeros libros: Al norte de la sangre, 1946, y
Verdor secreto, 1949; e incluso en las Décimas andinas, escritas en
1938 y publicadas mucho tiempo después. Empero, la eclosión y
madurez poética de Ana Enriqueta Terán se produce, a mi modo
de ver, con Presencia terrena (1949) que la convierte en poeta de la
lengua (o poetisa como ella prefiere asumirse desde el fértil castella-
no), de dimensión clásica con que es percibida por sus coetáneos.
Sonetos como “A un caballo blanco” de factura perfecta, u “Oda
VI” y “Oda”, la erigen junto a nuestras voces mayores.
Es a partir de ese libro que ella comienza un proceso escritural
y de publicación de mucha contención, una verdadera lucha inte-
rior entre las polaridades en que se debate su creación desbordan-
te, impelida, posiblemente, por el alto nivel de conciencia que este
le genera. Cinco años más tarde publica, a su regreso a Valencia,
Testimonio (1954), por solicitud de su amigo el poeta Felipe Herrera
Vial, director fundador de Cuadernos Cabriales, que se inaugura
con esa edición. Es un poema de ciento cuarenta y cuatro versos,
escrito, cuatro años antes, bajo el influjo de su arribo al Nahuel
Huapi, Neuquén, gran lago de la Patagonia, que la profusa crono-
logía iniciada por José María Beotegui (esposo de A.E.T.) y amplia-
da en Piedra de habla, describe que fue escrito “a lo largo de una
sola noche y como raptada”.
De bosque a bosque, el siguiente libro, lo publica en 1970, vein-
tiún años después de Presencia terrena (1949). Poemas cardinales
de este título son “Soneto del deseo más alto” y “Soneto intuitivo”,
que junto al ya referido “A un caballo blanco”, se plantan en la
cúspide de los grandes sonetos de todos los tiempos. No menos
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capital, por otras razones, es “A un vendedor de ostras”, cuyo verso
final de la primera y segunda estrofa al repetirse, queda sonando
de manera perenne en el lector avisado “y con la imperfección de
la belleza”. Ella no dejó de escribir nunca en ese largo espacio tem-
poral de inmensa vitalidad. En París, ciudad donde reside durante
el año 1953, había iniciado el poemario Música con pie de salmo, su
primera obra en “verso libre” que dará a conocer en 1985, cuando
ya había publicado el Libro de los oficios (1975) que a su vez son
poemas escritos en 1967, en donde bajo el título premonitorio re-
unirá sus textos cuarenta y siete años más tarde:
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narrada en tres muertes, la novela que ha publicado este año, que
permite realizar una enriquecida lectura. La propuesta que se
desprende de esta expresión la emparenta con la poética del decir
puro, sin renegar de la fuerza gongorina que ha sostenido el sentido
de la hermosa y firme palabra de quien es en este momento, hay
que reiterarlo, una de las voces mayores de nuestra lengua.
A doña Ana Enriqueta Terán le fue concedido el Premio Nacio-
nal de Literatura de su país, después de los setenta años y cuando
ya la Universidad de Carabobo le había conferido un doctorado ho-
norífico. El hecho de que fuera tradicionalmente postergada de ese
galardón tan merecido se convirtió en un tema periodístico en
Venezuela. En una de esas ocasiones en que había sido preterida,
alguien de la prensa escrita inquirió su parecer y ella respondió
como quien le habla a la eternidad: “Mi pelea es con el ángel”. No
obstante, ¿habrá que esperar el centenario de su nacimiento para
que reciba en vida un reconocimiento universal?
BÁRBULA, 24/6/2014.
ANIVERSARIO DE LA BATALLA DE C ARABOBO Y DÍA DE SAN JUAN BAUTISTA.
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ANTOLOGÍA POÉTICA MÍNIMA
Oda VI
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Puedo decir: “las rosas” y decir “estas rosas
son de umbrales nocturnos de secretas fogatas
abiertos en los llanos, o son rosas marinas
de sentidos azules, sin rumbos ni distancias”.
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A un caballo blanco
19
Soneto del deseo más alto
20
Zazárida
21
Queja y nostalgia del propio canto
22
Y la paralizante lucidez de esta mar
de este fuego siniestro
en la palma de la mano.
23
Personas y ropas claras
24
Somos primos
25
Modo de irse
26
El nombre
27
Se me olvidó la risa, clara risa
28
Ensimismada lucidez
29
Soneto cincuenta
30
La poetisa cuenta hasta cien y se retira
31
Reivindicación de la sal en la mujer de Lot
32
Estoy en mí, pensando en el vivir
33
Estoy lejos de todo, del dolor
y solo escucho músicas vitales
de poderosos montes levantados
hasta mis ojos más y más llagados.
34
Venezuela es su casa
35
Epílogo (fragmento de novela)
Despacio, Manuela,
con buena letra,
ahora le toca a usted.
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También Ama Ina y también en el mirador: “Ahora atraviesa el
río; ahora el repecho de los naranjos amargos, ahora el camino
real por entre tablones de caña; ahora donde se estrecha el
camino y sube hasta el río enraizado en tres piedras enormes;
ahora helechos milenarios dejados en sitio cuando fundaron
la casa; ahora uñas de danta berreando de excesos y sigue el
paño de las flores menudas”.
Rosa única de Doña Juana Teresa con cuajaduras de perfumes
en la inmovilidad del centro. El zamuro de Don Arnulfo como
arrancando vuelo para el árbol próximo.
Allí, el jardín con plantas que se recuerdan una a una; caladios,
heliotropos, hibiscos, hechos bellezas a través del color y la efí-
mera textura del pétalo. Dice Manuela: “Se suplica, a quién se
suplica ¿a usted, lector futuro?
“Arrodíllese conmigo ante el samán cumplidor de sombra, en el
tatuaje del suelo y usted lector futuro conocerá el aroma de ese
año 1912 y la primera visión de un guanaco en un diccionario
Larousse de esta MI CASA, mi vientre materno indestructible.”
Allí, un misterio menor, las esmeraldas de Camuzo, el sapo gi-
gante que se alimenta de falenas, la cornamenta de Candelito,
toro mítico, colgada de una viga.
Allí, los espejos: el grande del comedor; el de la entrada “que
reflejó el espejo cuando él regresó (el que había matado) y entró,
mejor, cruzó el umbral y es posible se mirara y qué gesto de sí
mismo, qué imagen de sí mismo quedó grabada en propia re-
tina y en la esplendidez del espejo, luna de cristal de roca cuyo
espesor se medía con el pulgar, un centímetro y medio hasta el
azogue y después el infinito de la luz.”
Espejo de la sala, el más secreto, íntimo y poco usado “salvo
para el ensayo de actitudes; levantar la barbilla, echar la cabeza
atrás; mirarse los dientes, (no con sonrisa sino atornillando las
comisuras). Se sacan por los dientes, aseguraban los ancianos.”
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Allí, Niña Chayo: “Tantos deseos y ninguno se cumplió. Pintar,
tocar maderas nuevas, trabajarlas, porque caoba, cedro, otras
maderas duras eran conocidas por mí solo de tacto”.
“De repente ya no quería saber del tacto; entonces acudí al sonido
de la voz: (la voz de mi medio hermano). El sonido de cuando se
quitaba las polainas y después las botas; polainas con olor a ca-
ballo. Sudor de caballo en la entrepierna del pantalón. Pantalones
de montar”.
Los deseos del olfato se cumplían en los moradores: olor de cu-
lantro de monte, olor de cambur pelado, olor de carne puesta
a fritar a la ligera, con aliño y todo. Olor a naranja, refrigerante
y precioso; olor del jazminero familiar, casi neblina de alma.
Allí, Eusebio Castejón: “Zapatero de primera y conocedor de
los pies, bellos o feos, de todos los principales del pueblo. Pies
juanetudos, pies con callos, sabañones, malformaciones con-
génitas y sobre todo el pie equino de Isabel María”.
La mansedumbre de la intimidad de la casa era el espacio per-
fecto para el andar, con tachaduras de Isabel María. Su presen-
cia, como una aparición, siempre vestida de blanco, siempre
con un rumor de encajes, siempre con su bamboleo de flor al
caerse de su sitial de viento”.
Allí, la niebla: “Fue cuando el día perdió su luminosidad y la
niebla se fue apoderando de a poquito de los corredores, o tal
vez efectos de luz mezclada con niebla, hizo aquella penum-
bra tan acorde al entorno, con las cuatro velas encendidas en
las cuatro esquinas del mesón.
La niebla seguía casa adentro, hasta llegar a las habitaciones,
aposentarse a ras de suelo y salir, despacio, muy despacio por
los ventanales y borrar, casi borrar, las plantas de los jardines
interiores”.
Allí, la abuela ordenó el ataúd: “Caoba de la hacienda cortada
setenta, ochenta años atrás. Madera de caoba. Desempolvaron
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las tablas hechas con hachuela, que olían a sábanas de piedad
para aquel cuerpo de gigante con pecas de herrumbre, mejor
dibujadas ahora que en propia vida. (‘Quiero ponerle otro nom-
bre, pero se llama Diego y es DIEGO’). En ese día aciago cada
momento se hizo eterno; tomó la impronta de lo eterno en la
presencia del tordito que llegó defecó y se fue”.
Allí, maderas: la caoba se prefería para las cunas y los ataúdes.
Allí, el instante en que niña Isabel diría: “Bajen la tapa”.
Allí, la madre de Niña Candela: “Soleada e irresponsable como
una ondina o una náyade de los entresijos del río; como alguien
que nunca conoció el dolor, ni se alivió con extrañas mixturas
de remordimiento”.
Tenía altar; rezaba sus oraciones, como inmensos ramos de
alabanza, formados por lo inocente y perfumado del mundo.
Plegarias salidas a través de labios hechos para la risa, no para
la sonrisa, sino más bien para el convencimiento de que la vida
es sabor, sonido, caricia acumulada en la punta de los dedos. La
vida como susurro de palabra más que música en el oído; como
fruta y mirar un pájaro de vuelo alto y cola larguísima.
Usted, madre de Niña Candela, camina por primera y última
vez en esta página, usted que se hundirá para siempre con su
hijo loco en este reino de utopías y su hijo loco cuando usted
lo iba a visitar, al verla le gritaba: “puta puta”, y usted se reía,
con esa risa suya llena de cristal y le ofrecía la rosa que usted
le había traído y él, loco furioso, respetaba la rosa y se la acer-
caba al aliento.
Allí, Doña Juana Teresa, Doña Juana Teresa, Doña Juana Teresa...
Su águila, su rosa interdiaria.
Allí, los animales con nombre y los otros con ritos trasfondo
de misterio.
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Y aquí, ahora mismo, Manuela cierra la última página, escribe
la palabra FIN y se queda muy alta y muy pálida, como alguien
que se desangra en la luz.
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Bibliografía
Oda VI 17
A un caballo blanco 19
Soneto del deseo más alto 20
Zazárida 21
Queja y nostalgia del propio canto 22
Personas y ropas claras 24
Somos primos 25
Modo de irse 26
El nombre 27
Se me olvidó la risa, clara risa 28
Ensimismada lucidez 29
Soneto cincuenta 30
La poetisa cuenta hasta cien y se retira 31
Reivindicación de la sal en la mujer de Lot 32
Estoy en mí, pensando en el vivir 33
Venezuela es su casa 35
Epílogo (fragmento de novela) 37
Bibliografía 43
EDICIÓN DIGITAL
Octubre de 2018
Caracas - Venezuela
ANA ENRIQUETA, NUESTRA POETISA ESENCIAL
Radicada durante décadas en Valencia, la de Venezuela, Ana
Enriqueta Terán –nació en 1918, en Valera (Trujillo), y falleció en
2017, en Valencia (Carabobo)– fue el eje de un carrusel poético
que abordaron muchos de nuestros escritores y amigos de las artes,
seguidores de su talento prodigioso y de su labor creativa, que
unió lo eterno con lo cotidiano, la forma con el fondo, la vastedad
y sus detalles. En 1989, recibió el Premio Nacional de Literatura
y también un Doctorado Honoris Causa (de la Universidad de
Carabobo). En 1946 ingresó al servicio diplomático, lo que le
permitió conocer a Juana de Ibarborou en Uruguay, a Rafael
Alberti en Argentina, y en París al grupo de “Los Disidentes”.
El poeta Luis Alberto Angulo, barinés de origen, pero tan valencia-
no como el río Cabriales (como nuestra poetisa homenajeada:
trujillana de origen, pero “valenciana en mis afectos”), acucioso
estudiante de sus versos y prosas, ha puesto sobre la mesa esta antolo-
gía poética mínima que había seleccionado en 2014. En palabras de
Ramón Núñez: “… nos propone un acercamiento a esta poetisa
fundamental de la literatura venezolana, (...) estos poemas son a un
tiempo un encuentro personal del poeta Angulo con ella y sus
palabras decantadas, pero también un llamado de atención a otros
apasionados de la obra de Ana Enriqueta en lo que se refiere a
coincidencias y entusiasmos. En cuanto a los que recién llegan al
encuentro con Ana Enriqueta, e imaginamos a tantos jóvenes en
principio, pues, he aquí una selección atinada para apropiarse de
unos versos para la vida y que comiencen ellos una búsqueda perso-
nal entre tantos otros poemas de Ana Enriqueta para sugerir, por
qué no, nuevas antologías, es decir, otras fraternidades y comparti-
res a partir de Ana Enriqueta y sus palabras esenciales.”
LUIS SALVADOR FEO LA CRUZ P.