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Introducción

A comienzos del siglo XV, Italia no era una unidad social o cultural,
aunque existía el término Italia y algunas personas cultas podían enten-
der el toscano. Italia era simplemente una expresión geográfica, la geo-
grafía influía tanto en la sociedad como en la cultura. El medio geográ-
fico alentó a los italianos a prestar más atención que sus vecinos al
comercio y la industria. La posición central de Italia en Europa, y el fácil
acceso al mar, dio a sus mercaderes la oportunidad de convertirse en los
intermediarios entre el Este y el Oeste, mientras que su tierra -un quin-
to de la cual es montañosa mientras que otros tres quintos tienen fuertes
pendientes- desaconsejaba la agricultura. No es sorprendente que las
ciudades italianas -Génova, Venecia, Florencia- ejerciesen un papel de
líderes en la revolución comercial del siglo XIII, o que en el año 1300 al-
gunas de las veintitrés ciudades del norte y centro de Italia tuviesen una
población igual o superior a los veinte mil habitantes. La ciudad-estado
era la forma de organización política dominante en el siglo XII y a co-
mienzos del XIII; una población urbana relativamente numerosa y un
alto grado de autonomía urbana reforzaban la importancia, inusual en
otras latitudes, de los laicos cultos. Desde esta perspectiva, sería muy di-
fícil entender el desarrollo cultural y social de los siglos XV y XVI sin hacer
una referencia a estas precondiciones y tradiciones (Waley, 1969; Marti-
nes, 1979, capítulos 1-4; Lamer, 1980).
Entre finales del siglo XIII y comienzos del XIV, un determinado nú-
mero de ciudades-estado perdieron su independencia y los italianos de la
década de 1340, como otros europeos, fueron golpeados por la depresión
económica y las plagas. Sin embargo, pervivieron las tradiciones de un¡
modo de vida urbano y un laicado culto, temas centrales de este estudio.
La mayoría de los pobladores de Italia (entre nueve y diez millones)
eran campesinos, que vivían casi todos ellos en una situación de pobreza
extrema y probablemente sin que fuesen afectados por el Renacimiento.
Esta parte de la población tenía su cultura, desde luego digna de estudio,
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pero ésta no es el objeto de este libro, cuyo interés es el contexto social


de los nuevos desarrollos en las artes.
' En 1860, el gran historiador suizo Jacob Burckhardt vio el Renaci-
miento como una cultura moderna creada por una sociedad moderna.
En la actualidad, este criterio parece un poco arcaico. El cambio de ac-
titud es debido, en parte, a las investigaciones sobre la continuidad entre
la Edad Media y el Renacimiento, pero también a los cambios en la con-
cepción de lo «moderno». Desde 1860 la tradición clásica se ha marchi-
tado, la tradición del arte figurativo se ha interrumpido, y la sociedad ru-
ral se ha convertido en urbana e industrial, dejando pequeñas a las
ciudades y las artesanías de los siglos XV y XVI. La Italia del Renaci-
miento ahora parece «subdesarrollada», en el sentido de que la mayoría
de la población trabajaba en la tierra, muchos eran analfabetos y todos
dependían de unas fuentes de energía vivas. Esta perspectiva convierte en
algo muy singular las innovaciones culturales del período.
Entender y explicar estas innovaciones -las cuales, con el curso del
tiempo, se convirtieron en una nueva tradición- es el objetivo central de
este libro, como lo ha sido de otros muchos estudios anteriores sobre el
Renacimiento. Aquello que lo convierte en algo distinto es la aspiración de
describir no sólo la historia cultural, sino también la historia social del mo-
vimiento, y tratar en particular la relación entre sociedad y cultura. Sin em-
bargo, ninguno de estos términos son fáciles de definir. Por «cultura»
entiendo esencialmente las actitudes y los valores, así como sus expresiones
o encarnaciones en textos, artefactos o representaciones. De este modo, la
cultura es el reino de lo imaginario y lo simbólico. Por otro lado, «socie-
dad» es un término que engloba, de forma resumida, la estructura econó-
mica, social y política, una estructura invisible que se revela en el modelo
de las relaciones sociales características de un tiempo y lugar determinados.
El argumento esencial de este trabajo -que trataré de hacer más ex-
plícito en los capítulos que siguen- es que no podemos entender la
cultura de la Italia del Renacimiento si sólo estudiamos las intenciones
conscientes de los artistas, escritores y actores, productores directos de
los cuadros, los poemas, los tratados, las obras de teatro o los edificios.
Desde luego, es absolutamente necesario entender estas intenciones in-
dividuales -tal como las podemos ver ahora, limitados por la carencia
de testimonios y por las diferencias entre nuestras categorías, supuestos y
valores, y los suyos-, pero esto no es suficiente para la comprensión del
Renacimiento.
Hay varias razones diferentes por las que esta aproximación no es su-
ficiente por sí misma. Aunque Boticelli, por ejemplo, expresaba de tal

l
forma su individualidad sobre tablas o lienzos que hoy -quinientos
años después- no es difícil identificar ciertas obras como suyas, también
es claro que no era un ejecutor totalmente libre. A diferencia de los ar-
tistas contemporáneos -aunque a menudo se exagere su libertad-,
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los del Renacimiento hacían rÍÍ.ás o menos lo que se les mandaba. En este
sentido~as presiones sobre ellos son Qarte su istoria.
Sería una caricatura presentar a Boticelli forzado a producir La Pri-
mavera contra su voluntad, como también lo sería defender la idea de
que su inspiración le llegó espontáneamente una mañana cualquiera.
Las nociones románticas de la expresión espontánea de la individualidad, 1
no eran asequibles a él. El papel que ocupaba el pintor era el definido
por (o, en cualquier caso, en) su propia cultura. En un sentido, esta de-
finición social de un rol es una forma de limitación; todos somos, como
señaló el historiador francés Fernand Braudel, «prisioneros» de nuestras
presunciones, de nuestras mentalidades. Y, como decía otro historia-
dor francés, Lucien Febvre, es imposible que podamos pensar en todas
las formas de ideas de cada una de las épocas. Al mismo tiempo, hay so-
ciedades -y la Italia del Renacimiento fue una de ellas- en las que po-
demos encontrar definiciones alternativas del papel de los artistas y de
otras muchas cosas. De alguna forma, este pluralismo pudo muy bien ha -
ber sido una condición previa para otros logros del período, pero, en
cualquier caso, la metáfora de Braudel puede ser en algunos aspectos
confusa. Sin experiencias sociales o tradiciones culturales que nos ayuden
a dar sentido a estas experiencias, es imposible que podamos pensar o
imaginar nada. El problema la posteridad es que el Renacimiento ha
llegado a ser -casi como la Edad Media- una cultura extraña, o «casi
extraña» (Medcalf, 1981). Lo que un autor da por hecho, el otro lo en-
cuentra cuestionable, con lo que se producen continuos malentendidos.
De alguna forma , los artistas y escritores del Renacimiento están cada vez
más lejanos de nosotros, o nosotros de ellos.

El enfoque

Por esta razón, el interés de este libro no se centra tanto en los indi-
viduos -aunque algunos de ellos, como Miguel Ángel por ejemplo,
nunca nos permitan olvidar su individualidad- como en las tradiciones.
Su preocupación no es únicamente lo que los lingüistas llaman el «men-
saje», el acto de comunicación particular, sino también el «código», el
lenguaje o, más generalmente, la tradición cultural, que limita lo que se
puede decir y lo que hace posible el mensaje.
El tema principal es la ruptura de un código o tradición, la del pasa-(
do medieval («germánico», «gótico», «bárbaro») , y el desarrollo de otro,\
modelado sobre una mayor proximidad a la Antigüedad clásica. Estas
tradiciones cambiantes tienen relación no sólo con el pasado, sino tam-
bién con la historia general de la época: con la prosperidad y la deca-
dencia económicas, las crisis políticas y las transformaciones, menos dra-
máticas y más graduales, de la estructura social:
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Es harto evidente que las artes están relacionadas con la historia de su


época; el problema estriba en especificar esa relación. Desde esta pers-
pectiva, nuestro intento es evitar las debilidades de las anteriores apro-
ximaciones al Renacimiento, examinadas con más detalle en el capítulo
segundo. La primera es la Geistesgeschichte y la segunda, el materialismo
histórico, conocido más generalmente como marxismo.
La Geistesgeschichte, literalmente <<la historia del espíritu», fue una
aproximación a la historia que insistía en el «espíritu de la época», el cual
se expresaba en cada una de las formas de actividad, incluidas las artes y
sobre todo la filosofía. Los historiadores de esta tendencia, incluido Ja-
cob Burckhardt -todavía el historiador más grande del Renacimiento--,
empezaban analizando las ideas más que la vida cotidiana, subrayaban el
consenso a expensas del conflicto social y cultural, y daban por supuestas
ciertas conexiones vagas entre las diferentes actividades. Por otro lado,
los materialistas históricos comenzaban por la vida cotidiana, moviéndose
después hacia el mundo de las ideas, insistiendo en el conflicto a expen-
sas del consenso y tendiendo a suponer que la cultura -una expresión
de la «ideología>>- está determinada, directa o indirectamente, por la
«base» social y económica.
Pese a mi admiración por Burckhardt y Huizinga, por un lado, y por
determinados estudiosos marxistas, por otro, desde W alter Benjamín
hasta Raymond Williams (cuya obra Culture and Society, de 1958, inspi-
ró el título original), la posición intermedia, que yo defiendo aquí, no es
distinta de la sostenida por los miembros de la «escuela de Annales»
francesa (especialmente Marc Bloch, Lucien Febvre y Fernand Brau-
del). Nuestra preocupación por la historia comparada y la historia de las
mentalidades le debe mucho a su ejemplo. En este estudio reclamamos
una historia social abierta, la cual explore las conexiones entre la cultura
y la sociedad, sin suponer que lo imaginario está determinado por las
fuerzas sociales o económicas. Este tipo de historia social abierta hace
uso de una serie de conceptos aportados por teóricos sociales -por
ejemplo, Karl Mannheim, Emile Durkheim y Max Weber-, sin que por
ello aceptemos todo el conjunto de sus teorías. Las ideas de Mannheim
sobre las visiones del mundo y las generaciones, las explicaciones socia-
les de Durkheim sobre la autoconciencia y el comportamiento competi-
tivo, y los conceptos de Weber sobre la burocracia y la secularización, to-
dos tienen su importancia en la Italia del Renacimiento y podemos
utilizarlos conjuntamente en un proceso de síntesis.
El plan adoptado en este estudio es el de un trabajo que va creciendo
desde un centro, al que llamamos el arte, el humanismo, la literatura y la
música de la Italia del Renacimiento, y que se describe en el capítulo pri-
mero. Éste es, en cierto sentido, el problema que tratamos de resolver en
el resto del libro. ¿Por qué las artes adoptan tales formas particulares
en tales ciudades y siglos? El capítulo segundo aporta un resumen de las
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diversas respuestas que se han ofrecido desde aquellos tiempos hasta hoy
día. (Giorgio Vasari, escritor de finales del período estudiado, era ya
consciente de la necesidad de ofrecer una explicación a los recientes
avances artísticos de los toscanos.)
La segunda parte del libro se centra en el ambiente social inmediato
de las artes. Primero, ¿qué clase de personas produjeron las pinturas, los
edificios, los poemas que tanto admiramos? Ante ello, estudiamos con
cierto detalle unos seiscientos artistas y escritores bien conocidos. Se-
gundo, ¿para quién produjo esta «elite creativa» sus textos, objetos y
actuaciones? ¿Qué esperaban los distintos patronos de su dinero? Par-
tiendo del estudio de estos dos grupos, analizo el uso que hacía la socie-
dad del Renacimiento de lo que nosotros llamamos «obras de arte», las
respuestas de los espectadores, el gusto de la época. Todos estos capítu-
los pueden considerarse una suerte de historia «microsocial».
Algunas personas piensan que la historia social del arte debería pa-
rarse en este punto, pero yo creo que esto sería dejar el trabajo a la mitad,
por lo que la tercera y última parte del libro amplían todavía más los te-
mas. Una descripción del gusto generalizado entre los coetáneos no ad-
quiere un sentido completo si no sabemos algo acerca de la visión que te-
nían del mundo. Los artistas y sus patronos, dos grupos sociales
diferentes, deben ser situados en su entramado social si queremos en-
tender sus ideales, intenciones o exigencias. Finalmente, hay un proble-
ma de cambio, más exactamente el problema de la relación entre el
cambio cultural y el social. Cada capítulo trata de algunos de los cambios
específicos del período, pero en los dos últimos tratamos de reunirlos to-
dos y de iluminar los cambios ocurridos en Italia por medio de la com-
paración y el contraste con una cultura vecina, la de los Países Bajos, y
con la cultura más remota -en el tiempo y el espacio- del Japón en la
famosa «era Genroku».
Esta edición como, la anterior de 1987, difiere de la versión original
en ciertos aspectos. Doy las gracias a quienes revisaron las anteriores edi-
ciones (en particular a Hatfield, 1973, y Kurczewski, 1983) por sus críti-
cas constructivas. Ciertas sugerencias suyas las he tomado muy en serio.
Hay algo, sin embargo, de lo que no me desdigo: los métodos cuantita-
tivos. La polémica sobre el cambio de temas en la pintura se fundamen-
tó en el análisis de una muestra de unos 2.000 cuadros, y el capítulo so-
bre artistas y escritores se basó fundamentalmente en el análisis de 600
profesiones (facilitada por un ordenador ICT 1900, sin duda ya anticua-
do). El empleo de estadísticas sorprendió cuando menos a un crítico que
lo consideró «pseudocientífico». Por otro lado, ese método de biografía
colectiva o,«prosopografía» ha sido adoptado en posteriores estudios so-
bre el Renacimietno italiano (Bec, 1983; De Carpio, 1983; King, 1986).
La historia cuantitativa, vista desde uno u otro campo, sigue suscitando
entusiasmo o desdén.
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Tales reacciones apuntan a la conveniencia de dar unas explicaciones


aclaratorias para dejar claro cuando menos dos extremos. Primero, que
los historiadores efectúan implícitamente afirmaciones cuantitativas siem-
pre que emplean los términos «más», «menos», «auge» o «decadencia»,
sin los cuales su trabajo sería realmente difícil. Al hacer afirmaciones
cuantitativas, se está obligado a buscar pruebas cuantitativas. Un repro-
che común a los métodos cuantitativos (de esta obra y de otras) es que
generalmente nos dicen lo que ya sabemos. En efecto, a veces confirman
conclusiones anteriores, pero, de igual modo que el descubrimiento
de nueva documentación, muchas veces dotan a dichas conclusiones de
una base más firme. La segunda cuestión corresponde a la precisión.
Como señalaba en la primera edición, las estadísticas son de engañosa
precisión dado que la relación exacta de la «muestra» analizada con el
mundo externo es incierta. Por lo tanto, de nada sirve e induce a error, al
menos en este campo, dar cifras tales como el «7,25 por ciento», por lo
que he trabajado deliberadamente con números redondos. Sin embargo,
para evaluar las magnitudes relativas y los cambios a lo largo del tiempo,
que es el propósito del ejercicio, el cálculo de cifras absolutas aproxi-
madas es el método menos «poco fiable». En pocas palabras, la justifi-
cación del método es puramente pragmática.
Quizá sea preciso extenderse algo más en la aclaración sobre el tipo de
historia cultural que se persigue en las páginas que siguen. El libro fue pro-
yectado y escrito en los años sesenta del siglo XX, en un momento en que
los historiadores del arte, los críticos literarios y los historiadores «a secas»
no tenían mucho que decirse entre sí. En los últimos treinta años, sin
embargo, se ha producido un acercamiento entre ellos al compartir el in-
terés por la historia social del arte y la literatura, acercamiento tan acen-
tuado, que ahora hace difícil distinguir quién es quién. El constructo social
de la identidad «historiador del arte» o «crítico literario» es cada vez más
difícil de sostener. En la actualidad, todos somos historiadores culturales.
A medida que ha ido extendiéndose, la historia cultural ha sufrido
una fragmentación. No existe consenso sobre los métodos de esta clase
de historia ni sobre sus objetivos. Y a partir de los años sesenta se han
desarrollado nuevos estilos de historia cultural, diferenciados por defi-
niciones más amplias de lo que es cultura y enfoques más sutiles y com-
plejos sobre su relación con la sociedad (Baxandall, 1985; Chartier,
1988). Convendría distinguir cuatro enfoques superpuestos que, res-
pectivamente, ponen el énfasis en la cultura popular, la antropología
social, la política y el lenguaje.
El descubrimiento de la cultura popular forma parte de un amplio
movimiento preocupado por escribir la historia desde abajo, un movi-
miento liderado por marxistas (Edward Thompson, por ejemplo), pero
no limitado a ellos. Para Burckhardt, en 1860, era muy natural preocu-
parse por las actitudes y los valores de una minoría en Italia.
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En la actualidad es igualmente natural preguntarse lo que cada cual,


hombre o mujer, pensaba, sentía y hacía en su momento, así como estu-
diar sus culturas. Desde la primera edición de esta obra la historia de las
mujeres se ha afianzado, y las mujeres creativas del Renacimiento (junto
con mujeres mecenas e imágenes de mujeres y actitudes hacia las muje-
res) han sido objeto de notable atención en los estudios más recientes 1 •
Desafortunadamente, los dos conceptos básicos de esta especiali-
dad, «popular» y «cultura», son muy difíciles de concretar. ¿Quién es el
pueblo? ¿Todos o solamente los que no pertenecen a la elite? Si la con-
testación es la segunda, ¿debemos definirlos en términos sociales, políti-
cos o culturales, como la falta de estatus, poder o educación? ¿Carecían
de educación, o solamente de lo que la elite define como educación? En
otras palabras, ¿qué es cultura? La tendencia reciente es estudiar -si-
guiendo la estela de teóricos sociales como Pierre Bourdieu-las actitu-
des codificadas en la vida diaria o en la «práctica cultural», las conven-
ciones locales en el comer, el beber, el hablar, sentirse enfermo (o ser
visto como un enfermo) y otro tipo de manifestaciones similares (Bour-
dieu, 1972, 1979). En el caso del Renacimiento, cada vez existe mayor
número de estudios sobre la cultura material cotidiana 2 •
Estudiar la práctica cultural y los valores que la definen es lo que ha-
cen los antropólogos sociales. No está de más decir que los especialistas
en el estudio de la muerte deberían sentirse atraídos por una disciplina
centrada en el mundo de los vivos, o que los historiadores especializados
en los países occidentales deberían leer etnografías de África central o In-
donesia. Sin embargo, esta atracción no debe ser ciega o irracional. Los
historiadores de las prácticas culturales necesitan desligarse de su propia
cultura con el fin de no dar demasiado por hecho la continuidad, y la et-
nografía exótica aporta muchos medios para este fin. Su trabajo facilita lo
que podríamos llamar «antropología del Renacimiento» (Burke, 1992b).
Los denominados «antropólogos símbólicos», en concreto, han desa-
rrollado un método y un vocabulario útiles para analizar mitos, rituales y
símbolos, y situarlos en su contexto social.
Este planteamiento incluye la política. Aproximadamente en la dé-
cada pasada, los historiadores culturales han adquirido una mayor preo-
cupación por ésta. La fórmula de los años sesenta, «cultura y sociedad»,
ha sido ampliada, o desplazada, por la de «políticas culturales». Los
historiadores políticos han descubierto la cultura («cultura política»,
como la llaman a veces), mientras que los historiadores culturales han
encontrado necesario interesarse por el poder. El concepto «hegemonía
cultural», desarrollado por Antonio Gramsci en el período de entregue-

1
King (1976), Kelly (1977), Greer (1979), Jardine (1983, 1985) , Jordan (1990), Migiel y
Schiesari (1991), Niccoli (1991), Benson (1992) y Jacobs (1997)
2 P. Thornton (1991); Burke (1998a, págs. 170-226) ; Findlen (1998); D. Thornton (1998) .
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rras en una prisión fascista, se utiliza ampliamente en la historiografía


como resultado de esta tendencia, algo que también ha sucedido con el
término «estrategia» 3 . El concepto de ideología ha sido redefinido o
reformulado para analizar las diversas maneras en las que el sentido, o la
significación, «sirve para mantener relaciones de dominio» (Thompson,
1984, pág. 131 y ss.). La historia de los rituales políticos ha resultado es-
pecialmente atractiva como un medio para estudiar la relación entre la
cultura y el poder y algunos importantes estudios sobre el Renacimiento
en Florencia y Venecia se han escrito desde esta perspectiva (Trexler,
1980; Muir, 1981).
Los rituales a menudo son una forma de persuasión, una clase de re-
tórica, una forma de lenguaje. Los historiadores culturales han dirigido
recientemente su atención al elemento lingüístico o retórico. Desde lue-
go, este interés en la retórica como parte de la crítica literaria no es algo
nuevo. Sin embargo, este tema es demasiado importante para que los his-
toriadores se lo dejen a los críticos literarios. En parte, porque es impo-
sible usar fuentes escritas sin ser conscientes de las convenciones de los
géneros literarios (cartas, testamentos, diarios o decretos, sin olvidar los
poemas o las obras de teatro). Pero también, porque hablar y escribir son
actividades humanas que tienen relación con la sociedad (como nos re-
cuerdan los etnolingüistas y los sociolingüistas) y su propia historia. La
historia social del lenguaje empieza a tomarse en serio. Este tipo de es-
tudios supone preocuparse no sólo por las variedades de la lengua ha-
blada por los diferentes grupos sociales en diferentes períodos, sino
también por las variedades empleadas por la misma gente en distintos
contextos sociales, y con la utilización del lenguaje para expresar o crear
relaciones sociales (deferencia, intimidad, hostilidad y otras). La cuestión
básica es «¿quién habla, qué lengua, a quién y cuándo?» 4 • El ritual, las
artes visuales y otras actividades culturales pueden muy bien considerarse
(al menos en ciertos aspectos) como lenguajes, o mejor (porque no im-
ponen un modelo verbal) como formas de comunicación.
En el campo del Renacimiento, probablemente el interés por la re-
tórica, pero los retratos (por ejemplo) o los edificios, así como la narrativa
visual, se estudian cada vez más como formas de comunicación 5 .
Reflexionando sobre este libro treinta años después de haberlo es-
crito, está claro que los cuatro enfoques de la historia que hemos men-
cionado estaban ya perfilados, si no desarrollados en muchos casos, en su
3 Sobre hegemonía, ver Williams (1977 ), págs. 108- 114; sobre estrategia, ver Bourdieu

(1972), págs. 6 y ss. , 58 y ss., estudiada en el contexto del arte renacentista por Castelnuovo
(1976), pág. 48.
4
Ver Fishman (1965 ); la formulación en Williams (1974), pág. 120. Para ejemplos de res-
puestas de historiadores a esta pregunta, ver la recopilación de ensayos The Social History o/
Language, ed. P. Burke y R. Porter, Cambridge University Press.
5 Para un intento sistemático de estudio de la cultu ra italiana y la comunicación, ver Burke

(1987).
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primera edición. En primer lugar, de objetos cotidianos y de cultura


popular se hablaba en más de una ocasión. Aunque el movimiento que
denominamos Renacimiento implicó tan sólo a una minoría de italianos,
fueron frecuentes los intercambios entre alta cultura y cultura popular,
coadyuvados por el hecho de que la mayoría de los artistas eran consu-
mados artesanos. Tampoco eludía la primera edición interrogantes sobre
la contribución de las mujeres al Renacimiento, un tema que ulteriores
investigaciones han permitido explorar con mayor detalle. En segundo
lugar, el autor de la versión de 1972 citaba ya a los antropólogos sociales
(desde Evans-Pritchard, 1940, hasta Bohannan, 1961). También estaba
ya esbozada una antropología histórica en la sección sobre el empleo de
imágenes para propiciar la lluvia,- ahuyentar los peligros o difamar y hu-
millar a enemigos (cf. Trexler, 1972a; Ortalli, 1979; Edgerton, 1985). En
tercer lugar, como en anteriores estudios sobre el Renacimiento, se ex-
ponía detalladamente la relación entre arte y política. En cuanto al as-
pecto lingüístico, hay que señalar que la edición de 1972 enfocaba el Re-
nacimiento italiano desde la perspectiva de un modelo de comunicación
de cultura, situando las «obras maestras» dentro de una gama más am-
plia de mensajes o «acontecimientos comunicativos», tales como las can-
ciones populares, los sermones y los rituales, desde las Bodas del Mar
hasta el Carnaval, diferenciando las distintas clases de emisores y recep-
tores de tales mensajes: gobernantes y súbditos, clero y laicos, la sociedad
en bloque y las diversas familias, facciones, cofradías, e individuos que la
componían.
Podría argüirse que los cuatro nuevos enfoques en historiografía de
que hemos hablado, junto con los cambios culturales ocurridos a finales
del siglo XX, que los han fomentado o incluso propiciado, implican que
ya no debe estudiarse el Renacimiento. Éste solía estudiarse como parte
de un «gran relato» sobre el auge de la civilización occidental moderna,
como una narración triunfalista y elitista que implícitamente negaba los
logros de otros grupos sociales y de otras culturas (Bouwsma, 1979), y
que ahora que este relato ha sufrido un rechazo generalizado, la impor-
tancia de estudiar el Renacimiento cobra importancia. Por otro lado, la
alta cultura italiana de los siglos XV y XV1 no ha perdido su atractivo. De
hecho, el «Nacimiento de Venus», «Monalisa» y el «Moisés» de Miguel
Ángel nunca habían sido tan conocidos y admirados como en nuestra
época de turismo de masas y reproducciones en serie.
Así pues, la conclusión que se perfila es que el Renacimiento italiano
debe estudiarse desde una perspectiva diferente. Hay que reencuadrar-
lo, distanciándolo de la idea de modernidad tan cara a Burckhardt, y es-
tudiarlo de un modo «descentrado». El surgimiento de la cultura rena-
centista, por ejemplo, no debe exponerse en términos de progreso, como
si la arquitectura de la antigua Roma, pongamos por caso, fuese sin lugar
a dudas superior al gótico o a la construcción tradicional china. Estos su-
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puestos huelgan para la comprensión del movimiento o para apreciar los


logros individuales o colectivos del período.
Otra manera de descentrar el Renacimiento sería poner de relieve el
hecho de que este movimiento coexistió con otros movimientos y cultu-
ras, ejerciéndose una interacción recíproca en el marco de un incesante
proceso de intercambio (Farago, 1995; Burke, 1998a). Hace tiempo que
se ha reconocido la deuda del humanismo italiano con la erudición de Bí-
zancio (Kristeller, 1964; Geanakoplos, 1976). Sin embargo, la contribu-
ción de los eruditos judíos al Renacimiento (en particular por el auge de
los estudios hebreos) y las modalidades de repercusión de este movi-
miento en su propia cultura sólo ahora empieza a tomarse en serio (Bon-
fil, 1984, 1990; Tirosh-Rothschild, 1990). Más oscuras siguen siendo las
interacciones entre Renacimiento y mundo islámico, a pesar de la publi-
cación de estudios sobre medicina árabe, sobre el geógrafo musulmán
León el Africano y sobre los intercambios culturales entre Venecia y el
Imperio otomano (Raby, 1982; Siraisi, 1987; Zhiri, 1991). En este campo
queda mucho por hacer.
Para esta segunda edición he añadido más de ciento veinte referen-
cias a la bibliografía que cubren la investigación realizada entre 1987 y
1998. También se han puesto al día las notas a pie de página, modifi-
cando el texto con arreglo a los nuevos enfoques del tema correspon-
diente.

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