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A comienzos del siglo XV, Italia no era una unidad social o cultural,
aunque existía el término Italia y algunas personas cultas podían enten-
der el toscano. Italia era simplemente una expresión geográfica, la geo-
grafía influía tanto en la sociedad como en la cultura. El medio geográ-
fico alentó a los italianos a prestar más atención que sus vecinos al
comercio y la industria. La posición central de Italia en Europa, y el fácil
acceso al mar, dio a sus mercaderes la oportunidad de convertirse en los
intermediarios entre el Este y el Oeste, mientras que su tierra -un quin-
to de la cual es montañosa mientras que otros tres quintos tienen fuertes
pendientes- desaconsejaba la agricultura. No es sorprendente que las
ciudades italianas -Génova, Venecia, Florencia- ejerciesen un papel de
líderes en la revolución comercial del siglo XIII, o que en el año 1300 al-
gunas de las veintitrés ciudades del norte y centro de Italia tuviesen una
población igual o superior a los veinte mil habitantes. La ciudad-estado
era la forma de organización política dominante en el siglo XII y a co-
mienzos del XIII; una población urbana relativamente numerosa y un
alto grado de autonomía urbana reforzaban la importancia, inusual en
otras latitudes, de los laicos cultos. Desde esta perspectiva, sería muy di-
fícil entender el desarrollo cultural y social de los siglos XV y XVI sin hacer
una referencia a estas precondiciones y tradiciones (Waley, 1969; Marti-
nes, 1979, capítulos 1-4; Lamer, 1980).
Entre finales del siglo XIII y comienzos del XIV, un determinado nú-
mero de ciudades-estado perdieron su independencia y los italianos de la
década de 1340, como otros europeos, fueron golpeados por la depresión
económica y las plagas. Sin embargo, pervivieron las tradiciones de un¡
modo de vida urbano y un laicado culto, temas centrales de este estudio.
La mayoría de los pobladores de Italia (entre nueve y diez millones)
eran campesinos, que vivían casi todos ellos en una situación de pobreza
extrema y probablemente sin que fuesen afectados por el Renacimiento.
Esta parte de la población tenía su cultura, desde luego digna de estudio,
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l
forma su individualidad sobre tablas o lienzos que hoy -quinientos
años después- no es difícil identificar ciertas obras como suyas, también
es claro que no era un ejecutor totalmente libre. A diferencia de los ar-
tistas contemporáneos -aunque a menudo se exagere su libertad-,
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los del Renacimiento hacían rÍÍ.ás o menos lo que se les mandaba. En este
sentido~as presiones sobre ellos son Qarte su istoria.
Sería una caricatura presentar a Boticelli forzado a producir La Pri-
mavera contra su voluntad, como también lo sería defender la idea de
que su inspiración le llegó espontáneamente una mañana cualquiera.
Las nociones románticas de la expresión espontánea de la individualidad, 1
no eran asequibles a él. El papel que ocupaba el pintor era el definido
por (o, en cualquier caso, en) su propia cultura. En un sentido, esta de-
finición social de un rol es una forma de limitación; todos somos, como
señaló el historiador francés Fernand Braudel, «prisioneros» de nuestras
presunciones, de nuestras mentalidades. Y, como decía otro historia-
dor francés, Lucien Febvre, es imposible que podamos pensar en todas
las formas de ideas de cada una de las épocas. Al mismo tiempo, hay so-
ciedades -y la Italia del Renacimiento fue una de ellas- en las que po-
demos encontrar definiciones alternativas del papel de los artistas y de
otras muchas cosas. De alguna forma, este pluralismo pudo muy bien ha -
ber sido una condición previa para otros logros del período, pero, en
cualquier caso, la metáfora de Braudel puede ser en algunos aspectos
confusa. Sin experiencias sociales o tradiciones culturales que nos ayuden
a dar sentido a estas experiencias, es imposible que podamos pensar o
imaginar nada. El problema la posteridad es que el Renacimiento ha
llegado a ser -casi como la Edad Media- una cultura extraña, o «casi
extraña» (Medcalf, 1981). Lo que un autor da por hecho, el otro lo en-
cuentra cuestionable, con lo que se producen continuos malentendidos.
De alguna forma , los artistas y escritores del Renacimiento están cada vez
más lejanos de nosotros, o nosotros de ellos.
El enfoque
Por esta razón, el interés de este libro no se centra tanto en los indi-
viduos -aunque algunos de ellos, como Miguel Ángel por ejemplo,
nunca nos permitan olvidar su individualidad- como en las tradiciones.
Su preocupación no es únicamente lo que los lingüistas llaman el «men-
saje», el acto de comunicación particular, sino también el «código», el
lenguaje o, más generalmente, la tradición cultural, que limita lo que se
puede decir y lo que hace posible el mensaje.
El tema principal es la ruptura de un código o tradición, la del pasa-(
do medieval («germánico», «gótico», «bárbaro») , y el desarrollo de otro,\
modelado sobre una mayor proximidad a la Antigüedad clásica. Estas
tradiciones cambiantes tienen relación no sólo con el pasado, sino tam-
bién con la historia general de la época: con la prosperidad y la deca-
dencia económicas, las crisis políticas y las transformaciones, menos dra-
máticas y más graduales, de la estructura social:
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diversas respuestas que se han ofrecido desde aquellos tiempos hasta hoy
día. (Giorgio Vasari, escritor de finales del período estudiado, era ya
consciente de la necesidad de ofrecer una explicación a los recientes
avances artísticos de los toscanos.)
La segunda parte del libro se centra en el ambiente social inmediato
de las artes. Primero, ¿qué clase de personas produjeron las pinturas, los
edificios, los poemas que tanto admiramos? Ante ello, estudiamos con
cierto detalle unos seiscientos artistas y escritores bien conocidos. Se-
gundo, ¿para quién produjo esta «elite creativa» sus textos, objetos y
actuaciones? ¿Qué esperaban los distintos patronos de su dinero? Par-
tiendo del estudio de estos dos grupos, analizo el uso que hacía la socie-
dad del Renacimiento de lo que nosotros llamamos «obras de arte», las
respuestas de los espectadores, el gusto de la época. Todos estos capítu-
los pueden considerarse una suerte de historia «microsocial».
Algunas personas piensan que la historia social del arte debería pa-
rarse en este punto, pero yo creo que esto sería dejar el trabajo a la mitad,
por lo que la tercera y última parte del libro amplían todavía más los te-
mas. Una descripción del gusto generalizado entre los coetáneos no ad-
quiere un sentido completo si no sabemos algo acerca de la visión que te-
nían del mundo. Los artistas y sus patronos, dos grupos sociales
diferentes, deben ser situados en su entramado social si queremos en-
tender sus ideales, intenciones o exigencias. Finalmente, hay un proble-
ma de cambio, más exactamente el problema de la relación entre el
cambio cultural y el social. Cada capítulo trata de algunos de los cambios
específicos del período, pero en los dos últimos tratamos de reunirlos to-
dos y de iluminar los cambios ocurridos en Italia por medio de la com-
paración y el contraste con una cultura vecina, la de los Países Bajos, y
con la cultura más remota -en el tiempo y el espacio- del Japón en la
famosa «era Genroku».
Esta edición como, la anterior de 1987, difiere de la versión original
en ciertos aspectos. Doy las gracias a quienes revisaron las anteriores edi-
ciones (en particular a Hatfield, 1973, y Kurczewski, 1983) por sus críti-
cas constructivas. Ciertas sugerencias suyas las he tomado muy en serio.
Hay algo, sin embargo, de lo que no me desdigo: los métodos cuantita-
tivos. La polémica sobre el cambio de temas en la pintura se fundamen-
tó en el análisis de una muestra de unos 2.000 cuadros, y el capítulo so-
bre artistas y escritores se basó fundamentalmente en el análisis de 600
profesiones (facilitada por un ordenador ICT 1900, sin duda ya anticua-
do). El empleo de estadísticas sorprendió cuando menos a un crítico que
lo consideró «pseudocientífico». Por otro lado, ese método de biografía
colectiva o,«prosopografía» ha sido adoptado en posteriores estudios so-
bre el Renacimietno italiano (Bec, 1983; De Carpio, 1983; King, 1986).
La historia cuantitativa, vista desde uno u otro campo, sigue suscitando
entusiasmo o desdén.
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1
King (1976), Kelly (1977), Greer (1979), Jardine (1983, 1985) , Jordan (1990), Migiel y
Schiesari (1991), Niccoli (1991), Benson (1992) y Jacobs (1997)
2 P. Thornton (1991); Burke (1998a, págs. 170-226) ; Findlen (1998); D. Thornton (1998) .
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(1972), págs. 6 y ss. , 58 y ss., estudiada en el contexto del arte renacentista por Castelnuovo
(1976), pág. 48.
4
Ver Fishman (1965 ); la formulación en Williams (1974), pág. 120. Para ejemplos de res-
puestas de historiadores a esta pregunta, ver la recopilación de ensayos The Social History o/
Language, ed. P. Burke y R. Porter, Cambridge University Press.
5 Para un intento sistemático de estudio de la cultu ra italiana y la comunicación, ver Burke
(1987).
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