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CAPÍTULO 10 ;

LA VIDA RELIGIOSA

por JOAN BADA

La Europa de finales del siglo xv es religiosamente tridimensional. Al ma-


yoritario cristianismo se le suma, cada vez de forma más extensa, el islamismo,
mientras que el judaísmo, convulsionado por las matanzas de 1391, está en re-
troceso o mejor dicho en clandestinidad, creando en algunas zonas, como en la
península ibérica, problemas sociales de rechazo.
Para el cristianismo -la Iglesia- el período histórico, que abarca la
Edad Moderna, fue sin duda de los más determinantes de su historia y, desde
esta perspectiva, bien puede calificarse de aciago. Del cristianismo unitario y
unificador de la etapa medieval pasó a ser un cristianismo dividido en tres ra-
mas -catolicismo, ortodoxia, protestantismo-; a la Iglesia le suceden las
iglesias cristianas. Del cristianismo de paz interior se pasó a ser un cristia-
nismo de confrontación, no sólo dialéctica o doctrinal, sino también militar. El
cristianismo capaz de dialogar con las otras «religiones del Libro» -aunque
con las dificultades ya preanunciadas en el siglo XIV- derivó a un cristia-
nismo rígido, preocupado por garantizar las ortodoxias religiosas por cual-
quier medio y a cualquier precio, como demuestran las Inquisiciones, que bajo
formas y maneras distintas, fueron el mecanismo de represión de las religio-
nes contrarias. La historia del cristianismo en los siglos modernos es una his-
toria de luces y sombras. Por una parte, se inicia con la conciencia general de
la necesidad de una reforma profunda y sigue, luego, una etapa de intentos re-
formadores, que alcanzan no sólo a su vida sino también a su doctrina, para
terminar -en parte, como consecuencia de su vinculación a la monarquía ab-
soluta- en una etapa de falta de credibilidad, que abre el paso a la increen-
cia, fenómeno que aparece en el horizonte a mediados del siglo xvm con el
crecimiento del racionalismo ilustrado ajeno, cuando no abiertamente contra-
rio, a aceptar la revelación, cualquiera que ésta fuera, como punto de partida
de un sistema religioso.
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En la tensión «potestad civil-potestad religiosa», el vector de fuerza cambió


de sentido en este período en relación con el Medioevo.
La autocefalia como principio propio y peculiar de la ortodoxia, según el
cual toda nación tiene derecho a tener su propia iglesia independiente, se aplica
con toda su fuerza en Rusia, con la creación del Patriarcado de Moscú (el último
de la ortodoxia) y aún más cuando éste por decreto de Pedro I se convierta en el
Santo Sínodo Gobernante, que vincula absolutamente la Iglesia rusa a las estruc-
turas del Estado; en las demás iglesias de la ortodoxia, su precaria situación bajo
la dominación musulmana reduce el alcance de esta autocefalia a lo puramente
religioso, mientras que en otros aspectos se ven sometidas a los dictados del zar,
que actúa como garante de sus derechos frente al sultán.
En el campo del protestantismo, mientras que para los luteranos la paz de
Augsburgo (1555) establece definitivamente el principio de la religión de Estado
(cuius regio huius et religio) y el anglicanismo nacionaliza la iglesia y da lugar
al erastismo, como sistema doctrinal que explique la fórmula de relación entre
Iglesia y Estado, el calvinismo renuncia a formas de iglesia de Estado, pero en
cambio vincula su desarrollo a la estructura urbana, confundiéndose ambas co-
munidades, la cívica y la religiosa. Otros grupos resistirán a esta vinculación
-anabaptistas, congregacionalistas, rebautizantes- y por ello serán persegui-
dos, expulsados o bien como emigrantes contribuirán a la expansión del cristia-
nismo protestante en la América del Norte.
En el catolicismo, la tensión se traduce en el enfrentamiento contra Roma,
poder centralizador, el cual, si bien había empezado este período en situación crí-
tica --estructural, política, moral-, después de Trento había recuperado su pro-
tagonismo religioso y, aunque esta recuperación sea más meándrica que lineal,
persistirá a lo largo de toda esta etapa moderna de la historia. Dos elementos, de
entre los que en su lugar se exponen, son significativos de esta tensión: el «exe-
quátur real», que pasa de ser puramente administrativo a doctrinal, y el «concor-
dato», que introduce en la relación papado-Estado un elemento de carácter di-
plomático-político.
Problemas, pues, estructurales se presentan mayormente en el campo del ca-
tolicismo. El siglo xv vive el enfrentamiento entre sus dos estructuras de autori-
dad, el papado y el Concilio, bajo la forma doctrinal del conciliarismo, gestado
como fórmula para superar el cisma occidental y que consigue en Basilea una pí-
rrica victoria. Trento (1545-1562) significa el fortalecimiento del papado frente a
cualquier otro tipo de autoridad y la no celebración de Concilios ecuménicos
hasta el siglo XIX (1869-1870, Vaticano I) reforzarán aún más si cabe esta auto-
ridad absoluta. El papado se convierte, pues, en clave de bóveda de la Iglesia ca-
tólica y se acentúa el centralismo -iniciado ya en la etapa aviñonense- que
ahora asume una característica de totalidad --doctrinal, litúrgica, canónica-,
que reduce más allá de lo que era tradicional la autoridad de los obispos. Ello
lleva aparejado el crecimiento y la estructuración de la curia romana, brazo eje-
cutor del centralismo papal, que volverá a reproducir las quejas, que de antiguo
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presentaban algunos obispos, así como la reacción de las monarquías absolutas,


en nada dispuestas a aceptar que los obispos -la iglesia de la nación- queda-
ran al margen de su autoridad. La iglesia de Estado responde, pues, a este plan-
teamiento de los monarcas católicos: englobar en la propia administración todo
lo concerniente a la Iglesia católica, dejando a su jerarquía únicamente la autori-
dad directa sobre los asuntos estrictamente eclesiásticos. Un elemento de nove-
dad se incorpora a esta curia: la internacionalización definitiva del colegio car-
denalicio, que contribuye en cierta manera a suavizar lo dicho anteriormente,
puesto que los cardenales se encuentran relacionados con el centro del poder
eclesiástico, aunque en otros casos traslade al consistorio las tensiones naciona-
les a través de los «cardenales de la corona».
Por otra parte, sigue a lo largo de estos siglos el carácter político del papado,
en un proceso que se había acentuado en el último tercio del siglo xv. Esto, ló-
gicamente, ensombrece su actuación pastoral o la dificulta como aparece de
forma nítida en la controversia luterana y aun en las guerras religiosas francesas
o la de los Treinta Años. El papa es considerado por los reyes como un igual
--enemigo o aliado tanto da- en el campo político; de aquí a hacerlo también
en el campo religioso, el paso es muy sencillo. Además, no deja de ser relativa-
mente fácil trasvasar a nivel político por parte del papa el concepto religioso-
teológico del primado, convirtiéndolo así en fuente de la sacralización del abso-
lutismo, junto a la idea del rey por gracia de Dios, que establecerán algunos ideó-
logos, principalmente franceses. Por último, esta implicación política trae con-
sigo otra vez la aparición del nepotismo papal, acentuado por el hecho de que la
dignidad papal se vincula de nuevo a las principales familias nobles romanas.
Como ya se ha dicho anteriormente, el clero configura uno de los tres esta-
mentos clásicos de la época. Un estamento que se compone de elementos muy
variados y diversos. Su ubicación en el espacio social varía según los siglos. C.
de Seysel, en el siglo XVI, afirmaba que para él el clero era un estamento para-
lelo a los demás grupos sociales, puesto que siempre se podía encontrar dentro
del clero un grupo de personas, que se correspondía a otro en los restantes esta-
mentos. En la sociedad del Antiguo Régimen, el clero formó parte del grupo de
los privilegiados, si bien también en estos momentos el grado de privilegio a ni-
vel individual era muy distinto (así, entre un obispo y un cura rural: para el pri-
mero, su parangón podía ser el noble; para el segundo era el campesino, con el
que compartía unas mismas estrecheces reales). A la cúpula del poder en el es-
tamento clerical -obispos y, en parte, canónigos- se ascendía de forma asaz di-
versa según los Estados; mientras en Francia procedían por lo general del esta-
mento noble y burgués, en el mundo hispánico no faltaron, siguiendo la práctica
iniciada por Isabel I de Castilla, obispos procedentes de la pequeña burguesía y
aun del pueblo llano, máxime al proceder muchos de ellos de las órdenes men-
dicantes. Poco a poco su designación fue quedando totalmente en manos de los
monarcas y ello contribuyó a crear lazos de fidelidad personal a tener en cuenta
al hablar de la alianza trono-altar. Los dos grandes bloques, que configuran el es-
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tamento eclasiástico -regular y secular-, tienen un fuerte crecimiento. El pri-


mero crece por la reforma mendicante, que desdobla muchas de las órdenes en
calzados y descalzos, y también por la aparición de la nueva figura canónica de
las congregaciones de clérigos regulares, más centralizadas y dedicadas a tareas
concretas. El segundo crece a causa de aumentar, como consecuencia de la exal-
tación religiosa creada en la reforma tridentina, la dotación de beneficios, en sus
distintas formas canónicas, que permiten obtener medios de vida en una sociedad
que se presenta difícil en cuanto a la subsistencia. En muchos casos, ello se debe
tener en cuenta a la hora de valorar la acción pastoral católica -eclesiástico no
es sinónimo de sacerdote, como se dirá en su momento-; de aquí que, mientras
en los núcleos urbanos se concentra gran número de beneficiados, los obispo tie-
nen dificultades para encontrar párrocos y vicarios para las zonas rurales. Hacia
el final de este período, el menosprecio ilustrado para con los regulares y las
campañas demográficas contribuirán a mermar sus efectivos, mientras que se-
guirán siendo notables los del clero secular, si bien su imagen será presentada
más como la de un potencial educador del pueblo que la estrictamente religiosa
del sacerdote. A pesar de todo y, gracias también a las disposiciones tridentinas
sobre la formación de los sacerdotes -seminarios para los seculares, colegios
para los regulares-, el nivel intelectual del clero mejora y contribuye a crear un
fuerte clericalismo interno a la Iglesia católica, corregido sólo en parte por el
mantenimiento de los laicos en la esfera de la administración parroquial (los
obreros) y externo por el peso de este numeroso grupo social. Por otra parte, tam-
bién en este tiempo se produce una mutación notable en la vida religiosa feme-
nina. Las «monjas» -nombre genérico usado para designar a las mujeres que vi-
vían en los monasterios vinculados a las órdenes monásticas, primero, y a las
órdenes mendicantes, luego, como segundo orden (el tercero acogía a los lai-
cos)- habían visto reafirmarse en Trento la obligación de la clausura solemne o
papal, es decir, total, cortando así algunos intentos pretridentinos de dar una pre-
sencia activa a las mujeres comprometidas por votos. Será en el siglo xvn cuando
los primeros intentos de M. Ward y J. de Lestonnac cristalicen en el proyecto de
Vicente de Paúl y L. de Marillac, que rompe con la clausura y abre el camino a
una nueva concepción de vida religiosa femenina, que se hará común a partir de
la segunda mitad del siglo xrx.
Como cabía esperar, este aumento del potencial humano en el clero se tra-
duce en un aumento en la religiosidad del momento, auspiciada ya por los de-
cretos tridentinos. Índices de este aumento son entre otros: 1) el crecimiento de
las cofradías de acuerdo con las peculiares devociones de cada una de las nuevas
congregaciones religiosas, que vienen a sumarse a las anteriores y a las dos, que
serán comunes en todas las parroquias urbanas y rurales, es decir, la de la Mi-
nerva y la del Rosario; 2) el aumento consiguiente de la predicación extraordi-
naria con motivo de novenarios, fiestas -tan numerosas que tuvo que urgirse a
Roma un recorte- y misiones populares; 3) la exagerada proliferación de reli-
quias, debida en parte a las excavaciones de las catacumbas romanas, y también
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a la creciente credulidad, que aceptaba sin rubor como reliquias cualquier objeto
que pudiera potencialmente serlo; por ello la Ilustración contribuyó a sanear esta
dimensión de la devoción popular, como lo hizo también al expurgar elementos
legendarios de la hagiografía católica, descollando en esta labor los bolandistas
belgas; 4) la espectacular producción de literatura religiosa, que alcanza desde las
obras de los grandes místicos -Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Francisco de
Sales, etc.- hasta pequeños opúsculos, no exentos en muchos casos de los de-
fectos culteranistas del momento.
Este clima mantenía en su vigor las controversias religiosas doctrinales que
vivió la época moderna. Seguía preocupando el tema de la salvación en el más
allá, al que Lutero quiso dar respuesta para conjugar Dios-hombre, gracia-liber-
tad, sobrenatural-natural, como en el siglo XVII quiso darla Jansen, al amparo
también de la imprenta; la producción literaria controversista contribuye a la ex-
pansión de la industria editorial, como ha puesto de relieve P. Chaunu. Al mismo
tiempo, no es de extrañar que este ambiente de exaltación religiosa aportase tam-
bién un crecimiento en la atención al mundo preternatural; la brujería, en sus mo-
dalidades diversas, fue su lógico fruto y motivó, desgraciadamente, la represión,
que ya se había iniciado en tiempo medieval. En su dimensión positiva, y desde
la exclusiva perspectiva católica, el barroco fue época de santos y santas fruto del
empuje religioso y causa de él. La controversia quietista contribuyó a debilitarlo,
precisamente en los momentos que el creciente racionalismo lo hacía más nece-
sario. El siglo XVIII fue crítico en este aspecto y la calidad de su producción de-
cayó notablemente.
La llegada de Castilla al Nuevo Mundo provocó también un cambio impor-
tante en la dinámica religiosa del momento. La evangelización había quedado
paralizada por la presencia otomana en Oriente. Se abría un nuevo campo a la
evangelización y el cristianismo pasaba de ser un fenómeno religioso, funda-
mentalmente euroasiático, a serlo euroamericano, sobre todo cuando a partir del
siglo XVII se cerrase el Lejano Oriente. Pero la evangelización se hizo de la mano
de la colonización y a ella quedó sujeta por la figura del Patronato, que obtuvie-
ron Castilla y Portugal, y que dio amplia ventaja a la segunda sobre la primera.
La evangelización pasó a ser en ocasiones un instrumento de la colonización y
fracasó el intento de algunos de inculturar el cristianismo en aquellas culturas. La
experiencia provocó un replanteamiento por parte de Roma a medida que se iba
produciendo la universalización geográfica y el pontificado decidió la creación
de la Congregación de Propaganda Pide (1622) para reasumir la dirección de la
tarea evangelizadora, aunque los territorios vinculados al Patronato permanecie-
ron vetados a su acción. La nueva experiencia inculturadora de Nobili (India) y
Ricci (China) fueron también prohibidas por Roma a mediados del siglo XVIII, en
plena campaña contra los jesuitas, propugnadores de las dos experiencias, y el
proceso de evangelización se vio abortado.
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Bibliografía

Congar, Yves, Verdadera y falsa reforma de la Iglesia, Madrid, Instituto de Estudios Po-
líticos, 1973.
Evdokimov, Paul, Ortodoxia, Madrid, Península, 1968.
Leonard, Émile, Histoire générale du Protestantisme, 3 vols. , París, Presses Universitai-
res de France, 1961-1964.
Lortz, Joseph, Historia de la Iglesia en la perspectiva de la historia del pensamiento,
2 vols., Madrid, Cristiandad, 1987.

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