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DENIS DIDEROT

SUPPLÉMENT AU VOYAGE DE
BOUGAINVILLE
ou Dialogue entre A et B sur l'inconvénient d'attacher des idées
morales à certaines actions physiques qui n’en comportent pas

(1772)

Traducción y notas: Lydia Vázquez

Este texto ha sido expropiado y liberado para la Biblioteca Inexistente


“ Lo m ism o puede decirse de un Diderot , que ha sido el espírit u m ás
am pliam ent e abarcat ivo de su época, pero que, precisam ent e por eso, era el
m enos adecuado com o aut oridad para un program a polít ico de part ido. Y sin
em bargo Diderot , en sus conclusiones de crít ica social, fue m ucho m ás lej os que
ninguno de sus cont em poráneos. Encarnó m ás puram ent e que nadie el espírit u
liberal de Francia. Part idario ent usiast a de las ciencias nat urales que se
iniciaban, repugnaba a su pensam ient o t oda creación art ificial opuest a a la
form ación nat ural de la est ruct ura social de vida. A causa de esa int erpret ación,
la libert ad le pareció el com ienzo y el fin de t odas las cosas; pero la libert ad era
para Diderot la posibilidad de poder com enzar de sí m ism o una acción,
independient em ent e de t odo pasado, com o lo expuso t an ingeniosam ent e en su
Conversación con D’Alem bert . La nat uraleza ent era est aba allí, según él, con el
obj et o de m ost rar la form ación de los fenóm enos por sí m ism os. Sin libert ad, la
hist oria de la hum anidad no t endría absolut am ent e ningún valor, pues fue la
libert ad la que ocasionó t oda reform a de la sociedad y la que abrió el cam ino a
t odo pensam ient o original.

Con sem ej ant e concepción no podía m enos de ocurrir que el pensador


francés llegase a idént icas conclusiones que, después de él, William Godwin
m ism o. Ciert am ent e no ha resum ido sus ideas, com o ést e, en una obra especial;
pero se encuent ran dispersas en sus escrit os, y m uest ran claram ent e que en
Diderot no se t rat aba de algunas observaciones accident ales, cuyo hondo
sent ido no llegaba en él m ism o a la conciencia; no, era el cont enido m ás
profundo de su propio ser el que le hacía hablar así. Cualquier obra suya que se
exam ine, nos hará palpar un verdadero espírit u libre, no aferrado a ningún
dogm a, y que, por t ant o, no había m alogrado su capacidad ilim it ada de
desarrollo. Léanse sus Pensées sur l’int erpret at ion de la nat ure, y se sent irá en
seguida que ese him no m agnífico a la nat uraleza y a t odo lo vivient e sólo podía
ser escrit o por un hom bre que se había em ancipado de t oda ligadura int erior.
Fue esa esencia profunda de la personalidad de Diderot la que sugirió a Goet he,
de quien era en alt o grado espirit ualm ent e afín, las palabras de su conocida
cart a a Zelt er:

Diderot es Diderot, un solo individuo; el que le censura a él y a sus cosas,


es un filisteo, y éstos son legión. Los hombres no saben recibir de Dios, ni de la
naturaleza, ni de sus semejantes, con gratitud, lo que es inapreciable.

Part icularm ent e en sus pequeños escrit os se expresa el caráct er


libert ario del pensam ient o de Diderot del m odo m ás acabado; por ej em plo, en
Ent ret ien d’un pére avec ses enfant s, que cont iene m ucho de la propia j uvent ud
de Diderot y m uy especialm ent e en el Supplém ent au voyage de Bougainville y
en el poem a Les Eleut hérom anes ou abdicat ion d’un roi de la féve [ Est e poem a
debe su origen a un acont ecim ient o alegre. En una pequeña sociedad de
hom bres y m uj eres fue elegido Diderot rey de las habas, y quiso la casualidad
que, durant e t res años, en la m ism a ocasión, encont rase en un t rono de t ort a el
haba am asada en la past a, La prim era vez, siguiendo el espírit u de Rabelais, dio
a sus súbdit os una ley: ¡Sed felices a vuest ro m odo! Pero el t ercer año describió
en la poesía Les Eleut hérom anes cóm o est aba cansado de su reinado y abdicaba
la Corona, m anifest ándose del m odo m ás herm oso su am or a la libert ad. El
pasaj e siguient e lo dem uest ra m ej or que nada:

Jam ais au public avant age


l’hom m e n’a franchem ent sacrifié ses droit s!
La nat ure n’a fait ni servit eur ni m aît re.
Je ne veux pas ni donner ni recevoir des lois!
Et ses m ains ourdiraient les ent railles du prêt re.
Au défaut d’un cordon, pour ét rangler les rois.]

Tam bién en num erosos capít ulos de la Encyclopédie m onum ent al, cuya
t erm inación se debe a la energía t enaz de Diderot , y para la cual sólo él dio m ás
de m il colaboraciones, se m anifiest an con frecuencia m uy claram ent e sus ideas
básicas, aunque los edit ores t uvieron que em plear t oda la ast ucia para engañar
al oj o vigilant e de la censura real. Declaró, por ej em plo, en el capít ulo
procedent e de su plum a sobre Aut oridad, que a ningún hom bre le ha sido dado
por la nat uraleza el derecho a m andar sobre ot ros, y at ribuyó t oda relación de
poder a la opresión violent a, cuya duración persist e m ient ras los am os se
sient en m ás fuert es que los esclavos, pero se deshace en polvo cuando se
produce una sit uación cont raria, cuando los esclavos se sient en m ás fuert es que
los am os. En est e caso los ant eriorm ent e oprim idos t ienen el m ism o derecho
que sirvió ant es a sus ant iguos am os para som et erlos a la arbit rariedad de su
t iranía.”

Rudolf Rock e r , N a ciona lism o y cult ur a .

“ Muy pocos hom bres ent reveían a veces soluciones libert arias y
hablaban de ellas en algunos pasaj es de sus ut opías, com o por ej em plo Gabriel
Faigny en Les Avent ures de Jacques Sadeur dans la découvert e et le voyage de
la Terre aust rale ( 1676) ; o sirviéndose de la ficción de los salvaj es que no
conocían la vida refinada de los Est ados policiales, com o por ej em plo Nicolás
Gueudeville en los Ent ret iens ent re un sauvage et le baron de Hont an ( 1704) ; o
bien Diderot en el fam oso Supplém ent au Voyage de Bougainville” .

M a x N e t t la u, La a na r quía a t r a vé s de los t ie m pos.

“ Ent re los enciclopedist as franceses t al vez nadie t uvo un pensam ient o


m ás rico y profundo, m ás variado y cam biant e que Diderot . Ninguno, ent re
aquellos pensadores t an apasionados por la libert ad, se aproxim ó com o él a
form ulaciones libert arias. En su Supplém ent au voyage de Bougainville escribe
est as frases, dignas de Proudhon: “ Desconfiad de quien quiere im poner orden.
Ordenar es siem pre hacerse am o de los dem ás, m olest ándolos” . Su alej am ient o
de la concepción t eíst a y crist iana del m undo, su rechazo a la filosofía t radicional
( t ant o de la escolást ica aún vigent e en las universidades com o del racionalism o
cart esiano) sit úan su pensam ient o ent re el at eísm o de D’Holbach y La Met t rie y
un pant eísm o nat uralist a, que t al vez debe m ás a los est oicos que a Spinoza” .

Ánge l J. Ca ppe lle t t i, Pr e hist or ia de l a na r quism o.


DENIS DIDEROT

Suplemento al viaje de Bougainville


O Diálogo entre A. y B. sobre el inconveniente de vincular ideas morales a
ciertas acciones físicas que no las comportan 1

At quanto m eliora m onet, pugnantiaque istis,


Dives opis N atura suae, tu si m odo recte
Dispensare velis, ac non fugienda petendis
Im m iscere! Tuo vitio rerum ne labores,
N il referre putas?2

I. Juicio del viaje de Bougainville

A. – La soberbia bóveda estrellada bajo la que volvim os ayer y


que parecía garantizarnos un herm oso día, no ha cum plido su
palabra 3 .
B. -¿Y qué sabréis vos?

1 El punto de partida del Suplem ento es una reseña del Viaje de Bougainville apare-

cido en 1771, destinada por Diderot a la Correspondance littéraire pero n o


publicada por Grim m . La prim era versión del texto, escrita entre el verano de 1772
y principios de 1773, es la copia Vandeul corregida por Diderot de la que H.
Dieckm ann ha facilitado la edición erudita. Viene a continuación, igualm ente
perten eciente al fondo Van deul, una cuidada copia de Naigeon establecida en en ero
de 1773, en la que éste ha aportado nuevas correcciones ulteriores a las de Diderot y
sus adiciones, en la «Continuación del diálogo entre A y B» sobre todo; luego la
copia de la que Naigeon se sirvió para su edición y que es diferente; finalm ente la
copia Girbal de San Petersburgo, «obra m aestra de caligrafía y exactitud» (H.
Dieckm ann ): es el texto m ás tardío y m ás com pleto – inserta hacia 1780 el episodio
de «Polly Baker», com ún a la Historia de las dos indias- que reproducim os aquí.
Una tercera copia del fondo Vandeul recoge tam bién el m ism o episodio pero está
m enos cuidada, y arreglada a su m anera por Vandeul.
2 Horacio, Sátiras, I, 2, v. 73 y ss.: «Pero ¡cuán m ejores, cuán opuestos a tales

com portam ientos [la van idad de buscar am antes ilustres] son los consejos de la
naturaleza, rica de sus propios recursos, si sim plem ente quisieras disponer correc-
tam ente de ellos, en lugar de m ezclar lo que hay que evitar y lo que hay que
perseguir! ¿Crees que no im porta nada que sufras por culpa tuya o por la de las cir-
cunstancias?»
3 El Suplem ento, o «tercer cuento», se in icia donde term ina La señora de La Car-

lière.

1
SUPLEMENTO AL VIAJE DE BOUGAINVILLE

A. – La niebla es tan espesa que nos im pide ver los árboles m ás


cercanos.
B. – Es verdad; pero, ¿y si esa niebla, que perm anece en la parte
inferior de la atm ósfera sólo por estar lo suficientem ente carga-
da de hum edad, cayera sobre la tierra?
A. -¿Y si al contrario atraviesa la zon a esponjosa, levanta,
alcanzando la región superior don de el aire es m enos denso y
donde puede, com o dicen los quím icos, n o saturarse?
B. – H ay que esperar.
A. – Y m ientras, ¿qué hacéis vos?
B. – Leo.
A. -¿Seguís con ese Viaje de Bougainville 4 ?
B. – Sigo.
A. – No entien do a ese hom bre. El estudio de las m atem áticas,
que supon e una vida sedentaria, ha ocupado sus años jóvenes; y
ahora pasa de la con dición m editativa y retirada al oficio activo,
penoso, errante y disipado del viajero.
B. – En absoluto. Si im agin áis un n avío com o una casa flotante,
y al navegante que cruza espacios inm ensos com o un ser
encerrado e inm óvil en un recinto a fin de cuentas bastan te
angosto, lo veréis dando la vuelta al m undo encim a de un
tablón, com o hacem os vos y yo encim a de la tarim a de nuestra
habitación .
A. – Otra cosa extrañ a en apariencia es la contradicción en tre el
carácter del hom bre y su em presa. Bougainville se sien te
inclinado por las diversiones de esta sociedad; le gustan las
m ujeres, los espectáculos, los m anjares delicados; se adapta al
torbellino m undano tan bien com o a la inconstancia del ele-
m ento en el que se ha zam bullido. Es am able y alegre: es un
verdadero francés, lastrado, por un lado, por un tratado de
cálculo diferencial e integral, y por el otro, por un viaje alre-
dedor del globo.
B. – H ace com o todo el m undo: se lan za a la vida disoluta
después de la faena, y se afan a tras un os m om entos de vida
disoluta.
A. -¿Qué pensáis de su Viaje?

4 Aristócrata, diplom ático, m atem ático, soldado, m arino, naturalista y filósofo

aficionado, el conde Louis Antoine de Bougainville nació en París en 1729, adquirió


gran fam a con su viaje alrededor del m undo, por la fragata del Rey, la «Boudeuse»
y la fusta la «Estrella» en 1767, 1768 y 1769. De tierras am ericanas (Brasil) llevó a
Europa la planta trepadora que lleva su nom bre. Los viajes de Cook no tardaron en
hacerle som bra. Cuando se em barcó para su expedición en 1766, el Pacífico era una
extensión desconocida y Bougain ville no disponía de m apas precisos que lo
guiasen . Los franceses en contraron tanto nativos am istosos en Haití (entonces
bautizado Otahití) com o hostiles en Melanesia.

2
DENIS DIDEROT

B. – Según puedo juzgar tras una lectura bastan te superficial,


destacaría tres logros principales: un m ejor con ocim ien to de
nuestra vieja m orada y de sus habitan tes; m ás seguridad en
unos m ares que ha recorrido son da en m ano y m ás corrección
en nuestros m apas geográficos. Bougainville partió con las luces
necesarias y las cualidades adecuadas a sus expectativas: filo-
sofía, valor, veracidad; gran capacidad de observación capaz de
captar rápidam ente las cosas, abreviando así la duración de las
observacion es; circunspección, paciencia; deseo de ver, de
ilustrarse, de instruirse; conocedor del cálculo, de la m ecánica,
de la geom etría, de la astronom ía; y un a pátina suficiente de
historia n atural.
A. -¿Y qué decís de su estilo?
B. – Nada afectado; tono n atural, sencillo y claro, sobre todo
teniendo en cuenta el lenguaje habitual de los m arinos.
A. -¿Ha sido largo su recorrido?
B. – Lo he trazado en este globo. ¿Veis esta línea de pun tos
rojos?
A. -¿Qué sale de Nan tes?
B. – Y va hasta el estrecho de Magallanes, entra en el océan o
Pacífico, serpentea entre esas islas que form an el archipiélago
inm enso que se extiende de las Filipinas a la Nueva Holanda,
rodea Madagascar, roza el cabo de Buena Esperanza, se
prolonga por el Atlántico, bordea las costas africanas, y alcan za
con una de sus extrem idades el punto de em barque de nuestro
navegante.
A. -¿Ha sufrido m ucho?
B. – Todo n avegante se expone y consiente a exponerse a los
peligros del aire, del fuego, de la tierra y del agua; pero que
después de haber errado m eses en teros entre m ar y cielo, en tre
la m uerte y la vida, después de haber sido golpeado por tem pes-
tades, de haber estado a punto de perecer en un naufragio, de
m orir enferm o, por falta de agua y pan, venga un desdichado,
con el navío todo destartalado, a caer, a punto de expirar de
cansancio y m iseria, a los pies de un m on struo duro e inflexible
que le niega o le hace esperar sin com pasión los auxilios m ás
urgen tes, ¡es dem asiado!... 5
A. – Un crim en dign o de castigo.
B. – Una de las calam idades con las que el viajero no había
contado.
A. – No podía con tar con ella. Yo creía que las potencias euro-
peas enviaban com o com andan tes a sus posesiones de ultram ar

5 Se refiere a las dificultades de Bougainville para aprovisionarse en las Molucas.

3
SUPLEMENTO AL VIAJE DE BOUGAINVILLE

a personas honradas, hom bres buenos, súbditos dotados de


hum anidad y capaces de com partir…
B. -¡Pues sí que les preocupan esas cosas!
A. – H ay m uchas cosas singulares en ese viaje de Bougainville.
B. – Muchas.
A. -¿No asegura que los anim ales salvajes se acercan al hom bre,
y que los pájaros vienen a posarse sobre él cuando ignoran el
peligro de tal fam iliaridad?
B. – Otros lo habían dicho an tes que él.
A. -¿Cóm o explica la pervivencia de ciertos anim ales en islas
separadas de todo continente por intervalos abrum adores de
m ar? ¿Quién ha llevado hasta allá el lobo, el zorro, el perro, el
ciervo, la serpiente?
B. – No explica n ada, da fe de los hechos.
A. -¿Y vos, cóm o lo explicáis?
B. -¿Quién sabe la historia prim itiva de n uestro globo? ¿Cuántos
espacios de tierra, ahora aislados, estaban antaño unidos? El
único fenóm en o sobre el que podrían hacerse conjeturas, es la
dirección de la m asa de las aguas que los separó.
A. -¿Es decir?
B. – Por la form a general de los corrim ientos. Un día nos dis-
traerem os investigán dolo, si os parece 6 . Por el m om en to, ¿veis
esa isla que se llam a de los Lanceros? Todo el que vea el lugar
recón dito y dim inuto del globo que ocupa se preguntará: ¿quién
ha puesto ahí a los hom bres?, ¿qué com unicación les unía en
otro tiem po con el resto de su especie?, ¿qué les sucede cuando
se m ultiplican en un espacio que no tien e m ás de una legua de
diám etro?
A. – Se exterm in an y se devoran; de ahí venga probablem ente la
prim era rem otísim a y natural época de la antropofagia, de
origen insular 7.
B. – O la m ultiplicación se en cuen tra lim itada por algun a ley
supersticiosa; se aplasta al niñ o en el sen o de la m adre pisotea-
da por alguna sacerdotisa.
A. – O el hom bre expira degollado por el cuchillo de un sacer-
dote; o se recurre a la castración de varones…
B. – A la infibulación de las hem bras, y de ahí tantos usos crue-
les necesarios y extraños cuya causa se ha perdido en la n oche
de los tiem pos y som ete a tortura a los filósofos 8 . Una obser-
vación constan te es que las instituciones sobrenaturales y
divinas se refuerzan y se eternizan, y las instituciones civiles y

6 Idea originaria de Buffon (Teoría de la tierra, 1749). Diderot retom a efectiva-


m ente este tem a en la Historia de las dos Indias, X, 2, pp. 221-227.
7 Diderot defiende esta teoría en la Historia de las dos Indias, III, I.
8 Diderot retom a la cuestión en la Historia de las dos Indias, III, I.

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DENIS DIDEROT

nacion ales se consagran y degeneran en preceptos sobrenatu-


rales y divinos.
A. – Es una de las palingenesias m ás fun estas.
B. – Una hebra m ás añadida a la soga que nos asfixia.
A. -¿No se encon traba en Paraguay en el m om ento m ism o de la
expulsión de los jesuitas?
B. – Sí.
A. -¿Qué dice al respecto?
B. – Menos de lo que podría, pero lo bastante para que nos en te-
rem os de que esos crueles espartanos de hábito negro se servían
de sus esclavos indios com o los lacedem onios de los ilotas,
conden ándolos a un trabajo asiduo, saciándose de su sudor,
arrebatándoles todo derecho a la propiedad, m antenién dolos en
la ignorancia de la superstición, exigiendo de ellos una profun da
veneración, y cam inaban entre ellos látigo en m ano, y los
golpeaban sin distin ción de sexo ni edad. Un siglo m ás y su ex-
pulsión habría sido im posible, o m otivo de guerra entre esos
m onjes y el soberano cuya autoridad habían ido m in ando poco a
poco.
A. -¿Y esos patagon es que han dado tanto de que hablar al
doctor Maty y al académ ico La Con dam ine?
B. – Son buen as gen tes que se os acercan, abrazán doos y gritan-
do Chauá; fuertes, vigorosos, sin por ello superar la altura de
cinco pies y seis pulgadas; son enorm es en corpulencia, en el
tam año de la cabeza y de los m iem bros.
Nacido con esa inclinación por lo m aravilloso que hace
que uno tienda a exagerar todo lo que le rodea, ¿cóm o iba a res-
petar la justa proporción de los objetos cuando, por así decirlo,
tenía que justificar el cam in o recorrido y lo que le ha costado ir
a verlos tan lejos?
A. -¿Y qué piensa de los salvajes?
B. – Según parece, ese carácter cruel que los caracteriza a veces
procede de la necesidad de defenderse a diario de las fieras. El
salvaje es inocen te y dulce allá don de n ada turba su reposo o su
seguridad. Toda guerra n ace de una pretensión com ún a un a
m ism a propiedad. El hom bre civilizado com parte con otro hom -
bre civilizado la aspiración a poseer el cam po en tero del que
sólo ocupan un a parte, y dicho cam po se convierte en objeto de
disputa en tre ellos.
A. – El tigre aspira com o el hom bre salvaje a la posesión de la
selva; y es la prim era de las pretensiones y la causa m ás vieja de
toda guerra… ¿Visteis al otahitian o que Bougainville había traí-
do a bordo de su nave hasta aquí?
B. – Lo vi; se llam aba Aoturú. La prim era tierra que avistó la
tom ó por la patria del viajero, o bien porque le hubieran m enti-

5
SUPLEMENTO AL VIAJE DE BOUGAINVILLE

do sobre la duración del viaje o bien porque, engañ ado natu-


ralm ente por la poca distancia aparente entre la orilla del m ar
donde habitaba y el lugar donde el cielo parece confinar el
horizonte, ignorara la verdadera dim ensión del globo. El uso
com ún de las m ujeres se hallaba tan rotundam ente anclado en
su cabeza, que se precipitó sobre la prim era europea que vino a
su encuentro y estuvo a punto de rendirle los honores otahitia-
nos. Se aburría entre nosotros. El alfabeto otahitiano no tenía ni
b, ni c, ni d, ni f, ni g, ni q, ni x, ni y , ni z, así que nun ca pudo
aprender nuestra lengua que com portaba para sus órgan os
inflexibles dem asiados sonidos n uevos y articulacion es ex-
trañ as. No paraba de suspirar por volver a su país, y no m e
extrañ a. El viaje de Bougainville es el único que m e ha desperta-
do el gusto por otras region es del planeta distintas de la m ía;
hasta esa lectura, había pensado que n o se estaba en ningún
sitio com o en casa, deducción que creía idéntica para cada habi-
tante del orbe, efecto natural de la atracción del suelo, atracción
que tiene relación con las com odidades de las que goza uno, y
que n o sabe si encon trará en otro lugar 9 .
A. -¡Qué! ¿No creéis que un parisino piense que un cam po de
m aíz en la cam piña rom ana o en el ejido de La Beauce crezcan
parejos?
B. – La verdad es que no. Bougainville despidió a Aoturú, des-
pués de haberse ocupado de los gastos y la seguridad de su re-
torn o.
A. -¡Oh, Aoturú!, ¡qué contento estarás de volver a ver a tu
padre, a tus herm an os, a tu m adre, a tus herm an as, a tus com -
patriotas! ¿Qué les dirás de nosotros?
B. – Pocas cosas, que no creerán.
A. -¿Por qué pocas cosas?
B. – Porque ha enten dido bien poco, y porque no encontrará en
su lengua térm inos correspondien tes a las escasas ideas que
haya forjado al respecto.
A. -¿Y por qué n o iban a creerle?
B. – Porque tras com parar sus costum bres con las nuestras,
preferirían tom ar a Aoturú por un m en tiroso que pensar que
estam os tan locos.
A. -¿De verdad?
B. – Estoy convencido. ¡La vida salvaje es tan sen cilla, y nuestras
sociedades son unas m áquinas tan com plicadas! ¡El otahitian o
se encuentra tan próxim o a los orígen es del m undo, y el europeo
tan cerca de su ocaso! El intervalo que lo separa de nosotros es
m ayor que la distancia del niño que nace y el hom bre decrépito.
9Recordem os que el Diderot que en vidia al Bougainville de Tahití es tam bién el
autor de N ostalgia de m i viejo batín (1772).

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DENIS DIDEROT

No entiende nada de nuestras costum bres, de nuestras leyes,


donde sólo ve obstáculos disim ulados de cien form as diversas,
trabas que no pueden sino provocar la in dignación y el despre-
cio en un ser cuyo sentim iento m ás profundo es la libertad.
A. -¿No estaréis abun dando en la fábula de Otahití?
B. – No se trata de una fábula; y n o albergaríais ninguna duda
sobre la sinceridad de Bougainville, si conocierais el Suplem en-
to de su Viaje.
A. -¿Y dónde se encuentra ese suplem ento?
B. – Ahí lo tenéis, en cim a de la m esa.
A. -¿Y n o m e lo prestaríais?
B. – No. Pero podem os leerlo juntos si os parece bien.
A. -Claro que quiero. Em pieza a disiparse la niebla, y el azul del
cielo vuelve a asom ar. Es com o si m i destino fuera equivocarm e
con vos hasta en los m enores detalles; he de ser m uy buen o para
perdon aros un a superioridad tan sistem ática.
B. – Tom ad, tom ad, leed. Saltaos el preám bulo, que no significa
nada, e id directo a la despedida de uno de los jefes de la isla a
nuestros viajeros. Ello os dará una idea de la elocuencia de esas
gentes.
A. -¿Cóm o ha podido com prender Bougainville esa despedida
expresada en un a len gua que ignoraba?
B. – Ahora veréis.

II. La despedida del anciano

Habla un ancian o, padre de fam ilia num erosa. A la llegada de


los europeos, los m iró con desprecio, sin m ostrar ni asom bro, ni
espanto, ni curiosidad. Lo abordaron; les dio la espalda y se reti-
ró a su cabañ a. Su silencio y su preocupación dejaban ver lo que
pensaba: se lam en taba de que los herm osos tiem pos de su país
hubieran llegado a su fin. Cuando Bougainville se dispuso a
partir, los habitantes corrieron en m asa a orillas del m ar desga-
rrán dose la ropa, abrazándose los unos a los otros y lloran do,
m ientras el anciano, acercán dose a la playa con aire severo, dijo:
«Llorad, desdichados otahitian os, llorad: pero que sea por
la llegada y n o por la partida de esos hom bres am biciosos y
m alvados. Un día los conoceréis m ejor. Un día volverán, con ese
trozo de m adera que veis atado a la cin tura 10 en una m ano, y el
hierro que pende junto al trozo de m adera en la otra, para en ca-

10 El crucifijo.

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SUPLEMENTO AL VIAJE DE BOUGAINVILLE

denaros, degollaros, som eteros a sus extravagancias y a sus


vicios. Un día os encontraréis a su servicio, e igual de corrom pi-
dos, viles y desgraciados que ellos. Pero m e queda un consuelo.
Llego al final del cam ino; y no veré la calam idad que os an uncio.
¡Oh, otahitianos, oh, am igos m íos!, existe un m edio de salvaros
de tan funesto porvenir, pero preferiría m orir que daros ese
consejo. ¡Que se vayan, y que se vayan vivos!»
Después, dirigiéndose a Bougainville, añ adió: «Y tú, jefe
de estos bandidos a tus órdenes, aleja cuanto antes tu navío de
estas costas: som os inocentes, som os dichosos, y no puedes sino
alterar nuestra felicidad. Seguim os el puro instinto de la
naturaleza, y tú has intentado borrar el carácter que llevam os
im preso en n uestras alm as. Aquí todo es de todos, y tú nos has
predicado no sé qué distinción entre lo tuyo y lo m ío. Nuestras
hijas y nuestras m ujeres nos son com unes 11; has com partido ese
privilegio con n osotros, y has venido a en cender en ellas furores
desconocidos. Se han vuelto locas en tus brazos, tú te has
sentido arrebatado en los suyos. Ellas han em pezado a odiarse;
vosotros os habéis degollado entre vosotros por ellas, y han
vuelto a nosotros teñidas de vuestra san gre. Som os libres, y tú
has plan tado en nuestra tierra la sem illa de nuestra esclavitud
futura. No eres ni un dios ni un dem onio. ¿Quién eres tú pues
para hacer de nosotros unos esclavos? Orú, tú que entiendes la
lengua de estos hom bres, dinos a todos, com o m e has dicho a
m í, lo que hay escrito en esta hoja de m etal: Este país es
nuestro 12 . ¡Este país es tuyo!, ¿y por qué?, ¡porque has puesto
los pies en él! Si un otahitiano desem barcara un día en vuestras
costas, y grabara en una de vuestras piedras o en la corteza de
uno de vuestros árboles: Este país perten ece a los habitan tes de
Otahití, ¿qué pensarías? Eres el m ás fuerte, ¿y qué? Cuando se
te ha quitado una de esas bagatelas que llenan tu n avío, te has
indignado y te has vengado, ¡y en ese m ism o instan te has
proyectado en el fon do de tu corazón el robo de toda una región!
No eres esclavo, preferirías m orir an tes que convertirte en un o,
¡y quieres esclavizarnos! ¿Crees pues que el otahitian o no sabe
defender su libertad y m orir? Aquél de quien quieres apoderarte
com o si de un a fiera se tratara, el otahitiano, es tu herm an o;
sois am bos hijos de la naturaleza; ¿qué derecho tienes sobre él
que n o tenga él sobre ti? Has venido hasta aquí; ¿nos hem os
precipitado sobe ti?, ¿hem os saqueado tu navío?, ¿te hem os

11 El elem ento esencial y m ás visible del prim itivism o de Diderot es debido a la


brevedad de la estancia de Bougain ville que generalizó la idea de la com unidad de
las m ujeres; los viajeros in gleses, Cook y luego Ellis, restablecen la verdad, a saber
que sólo las jóvenes de las clases m ás bajas son propiedad de todos.
12 Retom ado en la Historia de las dos Indias, VIII, I.

8
DENIS DIDEROT

hecho prisionero y expuesto a las flechas de nuestros


enem igos?, ¿te hem os puesto junto a n uestros anim ales a tra-
bajar en el cam po? Hem os respetado nuestra im agen en ti.
Déjanos n uestras costum bres, son m ás sabias y m ás honradas
que las tuyas. No querem os cam biar lo que tú llam as nuestra
ignoran cia por vuestras inútiles luces. Poseem os todo lo bueno y
necesario. ¿Som os dignos de desprecio por no haber sabido
inventarn os necesidades superfluas? Cuando tenem os ham bre,
tenem os de qué com er; cuan do tenem os frío, ten em os con qué
vestirnos. Tú que has entrado en n uestras cabañas, ¿te parece
que falte algo? Aspira tanto com o quieras a lo que llam as
com odidades de la vida; pero perm ite a seres m ás sensatos no
seguir tus pasos, puesto que no obtendrían, al prolongar sus
penosos esfuerzos, sino unos bienes im aginarios. Si nos
convences de que fran queem os el estrecho lím ite de la
necesidad, ¿cuándo dejarem os de trabajar?, ¿cuándo disfruta-
rem os? Hem os con seguido que nuestro cansancio an ual y
cotidian o sea el m enor posible, porque nada n os parece pre-
ferible al reposo. Ve a tu país a agitarte, a atorm en tarte todo lo
que quieras; déjan os descansar: no nos m arees con tus
necesidades facticias, con tus virtudes quim éricas. Mira a esos
hom bres, qué erguidos andan, qué sanos y robustos están . Mira
a esas m ujeres, erguidas, san as, frescas y bellas. Coge este arco,
es el m ío; llam a, para que te ayuden, a uno, dos, tres, cuatro de
tus cam aradas, e intentad tensarlo. Yo lo tenso solo; labro la
tierra; trepo la m ontaña; penetro en la selva; recorro un a legua
del llano en m enos de una hora. A tus jóvenes com pañeros les
cuesta seguirm e; tengo m ás de noventa añ os. ¡Isla m aldita!
¡Malditos otahitianos!, ¡los presentes, los venideros, desde el día
en que viniste a visitarn os! No con ocíam os m ás que un a en-
ferm edad, aquella a la que están con den ados hom bres, anim ales
y plantas, la vejez; y tú nos has traído otra. H as infectado
nuestra sangre 13 . Puede que tengam os que exterm inar con
nuestras propias m anos a nuestras hijas, nuestras m ujeres y
nuestros niños, a todos aquellos que se hayan acercado a tus
m ujeres, a tus hom bres; nuestros cam pos se verán an egados por
la sangre im pura que ha pasado de tus venas a las nuestras; o a
nuestros hijos, condenados a alim entar y perpetuar el m al que
has transm itido a padres y m adres, y que legarán por siem pre a
sus descendien tes. ¡Malditos!, serás culpable o de los estragos

13 Se refiere aquí Diderot a la sífilis. El origen se atribuyó indistintam ente a los


indios de Am érica por fran ceses y españoles; éstos, a su vez, lo atribuyeron a los
franceses, quien es acusaron de haber propagado el m al a españoles e ingleses.
Éstos, por su parte, lo denom inaron «el m al francés». Aquí el tahitiano reprocha a
los franceses haberlos contagiado.

9
SUPLEMENTO AL VIAJE DE BOUGAINVILLE

consiguientes a las funestas caricias de los tuyos, o de los ase-


sinatos que habrem os de com eter para deten er el avance del
veneno. Hablas de crím enes, ¿se te ocurre algún crim en peor
que el tuyo?, ¿cuál es en tu país el castigo por m atar al vecino?
La m uerte por el fuego. ¿Cuál es en tu país el castigo al cobarde
que lo enven ena? La m uerte por el fuego. Com para tu fechoría
con ésta últim a, y dinos, envenen ador de naciones, qué castigo
m ereces. H ace tan sólo un m om ento, la joven otahitiana se
abandonaba arrebatada a las caricias del joven otahitian o;
esperaba con im paciencia que su m adre, autorizada por la edad
núbil, le levantara el velo dejando su pecho al desnudo. Ella se
sentía orgullosa por despertar el deseo y las m iradas apa-
sionadas del desconocido, de sus parientes, de su herm ano; ella
aceptaba sin m iedo ni vergüenza, en nuestra presen cia, en
m edio de un círculo de inocen tes otahitianos, al son de las
flautas, en tre danzas, las caricias de aquél al que su joven
corazón y la secreta voz de sus sen tidos le designaban. La idea
del crim en y el peligro de la enferm edad ha pen etrado con tigo
entre nosotros. Nuestros goces, antes tan dulces, se ven ahora
acom pañ ados por el rem ordim iento y el tem or. Ese hom bre
negro que está junto a ti y que m e escucha ha hablado con
nuestros hijos; no sé lo que ha dicho a nuestras hijas, pero
nuestros hijos dudan y nuestras hijas se ruborizan. Intérn ate si
quieres en la selva oscura con la com pañera perversa de tus
placeres, pero deja a los buen os y sencillos otahitianos que se
reproduzcan sin vergüenza cara al cielo y a la luz del día. ¿Qué
sentim iento m ás hon esto y m ás grande podrías haberles infun-
dido en lugar del que les hem os inspirado y que los anim a?
Piensan que ha llegado el m om en to de en riquecer la nación y la
fam ilia, y se congratulan. Com en para vivir y crecer; crecen para
m ultiplicarse, y no encuen tran en ello ni vicio ni vergüenza.
Escucha el resultado de tus fechorías. Apenas te has m ostrado
ante ellos y se han convertido en ladron es. Apenas has puesto
un pie en nuestra tierra, y ésta rezum a sangre. A ese otahitian o
que corrió a tu en cuentro, que te recibió gritando: «Taio, am igo,
am igo», lo habéis m atado. ¿Y por qué? Porque se había dejado
seducir por el brillo de tus huevecillos de serpiente 14 . Te daba
sus frutos; te ofrecía a su m ujer y a su hija; te cedía su cabaña, y
tú lo m ataste por un puñado de esas sem illas que había cogido
sin pedírtelas. Con el ruido de tu arm a m ortífera, el espan to se
apoderó de él y huyó a la m ontañ a. Pero puedes estar seguro de
que n o hubiera tardado en bajar; y de que, sin m í, en un
instante habríais perecido todos. ¡Ay!, ¿por qué los he calm a-

14 Balas de fusil.

10
DENIS DIDEROT

do?, ¿por qué los he contenido? Ni yo m ism o lo sé, porque tú n o


m ereces que se apiade n adie de ti, alm a feroz que n o sabes lo
que es la piedad. Te has paseado, con los tuyos, por nuestra isla;
se te ha respetado; has disfrutado de todo; no te has tropezado
en tu cam ino con barrera ni negativa alguna; se te invitaba, te
sentabas; se te presentaban todas las riquezas del país. ¿H as
querido a cualquiera de nuestras jóven es salvo aquellas que aún
no tien en el privilegio de m ostrar su rostro y su pecho?, las
m adres te las ofrecieron desnudas; hete aquí convertido en
poseedor de la tierra víctim a del deber de hospitalidad; se ha
sem brado para ti y para ella la tierra de hojas y flores; los
m úsicos han afin ado sus instrum entos; nada ha turbado la
ternura ni perturbado la libertad de tus caricias o de las suyas.
Se ha cantado el him no, el him no que te exhortaba a ser
hom bre, que exhortaba a nuestra hija a ser m ujer, y m ujer
com placiente y voluptuosa. Se ha bailado alrededor de vuestro
lecho, y al salir de los brazos de esa m ujer, tras sentir en su seno
la m ás dulce em briaguez, has m atado a su herm ano, a su am igo,
quizá a su padre. Has hecho algo peor aún. Mira hacia ahí.
Observa ese recinto sem brado de flechas; esas arm as que sólo
habían am en azado a nuestros enem igos, m íralas vueltas con tra
nuestros propios hijos: observa a las desgraciadas com pañ eras
de vuestros placeres; m ira su tristeza; m ira el dolor de sus
padres; m ira la desesperación de sus m adres; m íralas con de-
nadas a m orir entre nuestras m anos o por el m al que les has
contagiado. Aléjate, a m enos que tus crueles ojos gocen con esos
espectáculos de m uerte. Aléjate; ¡vete, y puedan los m ares ven-
garn os haciéndote desaparecer antes de tu retorno! Y vosotros,
otahitianos, volved a vuestras cabañas, volved todos y que estos
indignos extranjeros no oigan antes de su partida sino el rugido
de las olas, y n o vena sino la espum a que blan quea con su furor
una orilla desierta.»
Apen as hubo concluido el discurso, los habitantes
desaparecieron en m asa; un vasto silencio reinó en toda la isla,
y sólo se oía el silbido de los vientos y el ruido de las aguas por
toda la costa. Se habría dicho que el aire y el m ar, sensibles a la
voz del ancian o, se disponían a obedecerlo.

B. -¡Y bien!, ¿qué opinas?


A. – Me parece un discurso vehem en te; pero a pesar de lo
abrupto y lo salvaje, puedo entrever cierto ton o europeo.
B. – No olvidéis que se trata de un a traducción del otahitiano al
español, y del españ ol al francés. El otahitiano había acudido la
noche an terior a casa de Orú, en cuya cabañ a se había conser-

11
SUPLEMENTO AL VIAJE DE BOUGAINVILLE

vado el uso del español desde tiem pos in m em oriales. Orú había
escrito en españ ol la arenga del ancian o, y Bougainville tenía
una copia en la m an o m ientras la pron unciaba el otahitian o.
A. – Ahora m e doy cuenta perfectam en te de por qué suprim ió
este fragm ento Bougainville; pero seguro que hay m ás, y m i
curiosidad por el resto es gran de.
B. – Lo que sigue os interesará m enos.
A. -No im porta.
B. – Es una conversación entre el capellán de la tripulación y un
habitante de la isla.
A. -¿Orú?
B. – El m ism o. Cuan do el navío de Bougainville se acercó a Ota-
hití, un núm ero infinito de árboles huecos se lanzaron a las
aguas; en un instante el bajel se vio rodeado por ellos; adonde
quiera que m irara, todo eran dem ostraciones de sorpresa y
bondad. Le lan zaban provisiones; le tendían los brazos; se am a-
rraban a las cuerdas, trepaban por las planchas de m adera;
llenaban sus canoas de hom bres de la tripulación; gritaban en
dirección a la orilla; los desem barcaban; los distribuían; cada
uno se llevaba el suyo a su cabañ a; los nativos los llevaban
cogidos por la cintura; las m ujeres les daban palm aditas en las
m ejillas. Im agin aos en m edio de esa espectacular escena de
hospitalidad, pensad en ello y decidm e ahora qué pensáis de la
especie hum an a.
A. – Que es m uy bella.
B. – Pero no querría olvidarm e de contaros un acon tecim ien to
singular. Este espectáculo de hospitalidad y bondad se vio in-
terrum pido de repen te por los gritos de un hom bre que pedía
socorro. Era el criado de uno de los oficiales de Bougainville.
Unos jóvenes otahitianos se habían echado encim a de él, lo ha-
bían tum bado, lo desnudaban y estaban ya a punto de hacerle
los honores propios de la isla.
A. -¡Cóm o! ¿Esos pueblos tan sen cillos, esos salvajes tan bue-
nos, tan hon estos?...
B. – Os equivocáis. Ese criado era una m ujer disfrazada de hom -
bre. Ign orada por la tripulación en tera duran te todo el tiem po
de un a larga travesía, los otahitianos adivinaron a la prim era su
sexo. Había nacido en Borgoña, se llam aba Barré 15; ni fea ni
bonita; de veintiséis años, n unca había salido de su aldea, y lo
prim ero que se le ocurrió fue dar la vuelta al m undo. Siem pre
dem ostró prudencia y valor.
A. – Esas endebles m áquinas encierran a veces alm as fuertes.

15 Ciertam ente, J ean ne Barré acom pañaba al naturalista Philibert de Com m erson .

12
DENIS DIDEROT

III. La conversación del capellán y Orú

B. – En el reparto que los otahitian os hicieron de la tripulación,


el capellán le tocó a Orú 16 . El capellán y el otahitiano eran m ás o
m enos de la m ism a edad, treinta y cinco a treinta y seis años.
Orú sólo tenía por entonces a su m ujer y tres hijas llam adas
Asto, Palli y Thia. Lo desvistieron, le lavaron la cara, las m an os
y los pies, y le sirvieron un a com ida sana y frugal. Cuando
estaba a pun to de acostarse, Orú, que se había ausentado con su
fam ilia, reapareció, le presen tó a su m ujer y a sus tres hijas des-
nudas y le dijo:
«Has cenado, eres joven, gozas de buen a salud; si duer-
m es solo, dorm irás m al; por la noche el hom bre necesita un a
com pañera a su lado. Aquí te presen to a m i m ujer y a m is hijas.
Escoge la que te con venga; pero si quieres com placerm e, darás
preferencia a la pequeña que aún no ha tenido hijos.» La m adre
añadió: «¡Ay, el caso es que no tengo queja!, ¡pobre Thia!, n o es
por su culpa.»
El capellán con testó que su religión , su estado, las buenas
costum bres y la honestidad n o le perm itían aceptar la oferta.
Orú replicó:
«No sé qué es esa cosa que llam as religión, pero no puedo
sino pensar m al de ella, puesto que te im pide disfrutar de un
placer tan in ocente al que la n aturaleza, n uestra dueñ a y sobera-
na, nos invita a todos y que consiste en dar la existen cia a un o
de tus sem ejantes; rendir un servicio que el padre, la m adre y
las hijas te solicitan; saldar la deuda que te vincula al anfitrión
que te ha acogido bien; y enriquecer a una nación , acrecen -
tándola con un súbdito m ás. No sé qué esa cosa que llam as
estado, pero tu prim er deber es ser hom bre y ser agradecido. No
te propongo llevar a tu país las costum bres de Orú; pero Orú, tu
anfitrión y am igo, te suplica que te prestes a las costum bres de
Otahití. ¿Son m ejores o peores que las vuestras, las costum bres
de Otahití? Muy fácil. La tierra donde has nacido, ¿tien e m ás
hom bres de los que puede alim entar? En ese caso tus
costum bres no son ni peores ni m ejores que las nuestras.
¿Puede alim entar m ás de los que tiene? Entonces nuestras
costum bres son m ejores que las tuyas. En cuanto a la hones-
tidad que m e objetas, te com prendo; confieso que m e he
equivocado y te pido perdón. No reclam o que perjudiques tu
salud. Si estás cansado, debes descansar; pero espero que no
sigas entristeciéndonos. Mira la preocupación que has engen-

16 La Vèze era el capellán de La Boudeuse, navío de Bougainville.

13
SUPLEMENTO AL VIAJE DE BOUGAINVILLE

drado en los rostros de estas m ujeres. Tem en que les hayas


encontrado algún defecto que cause tu desdén. Pero si así fuera,
el placer de hon rar a un a de m is hijas entre sus com pañeras y
herm anas, y hacer una buena acción, debería bastarte. Sé
generoso.
E L CAPELLÁN . – No es eso. Las cuatro son igualm ente bellas. Pe-
ro, ¡y m i religión!, ¡y m i estado!
ORÚ. – Me pertenecen y te las ofrezco. Se perten ecen a sí m ism as
y se entregan a ti. Sea cual sea la pureza de conciencia que la
cosa religión y la cosa estado te prescriben, puedes aceptarlas
sin escrúpulos. No abuso de m i autoridad, y ten por seguro que
conozco y respeto los derechos de las personas.»
Aquí el verídico capellán reconoce que nunca la Provi-
dencia lo había expuesto a una tentación tan seductora. Era
joven. Se agitaba. Se atorm entaba. Desviaba la vista de las am a-
bles postulantes. La fijaba de nuevo en ellas. Levan taba los ojos
y las m an os al cielo. Thia, la m ás joven, le besaba las rodillas y le
decía: «Extranjero, no aflijas a m i padre, no aflijas a m i m adre,
no m e aflijas. H ónram e en esta cabañ a y entre los m íos; haz que
alcan ce el rango de m is herm an as que se burlan de m í, Asto, la
m ayor, tiene ya tres hijos; Palli, la segunda, tiene dos; ¡y Thia no
tiene ninguno! Extranjero, hon rado extranjero, no m e rechaces.
Hazm e m adre; hazm e un hijo que pueda pasear un día de la
m ano, a m i lado, en Otahití; que lo vean durante nueve m eses
asido a m i pecho; del que pueda en orgullecerm e y que form e
parte de m i dote, cuando pase de la cabaña de m i padre a otra.
Quizá tenga m ás suerte contigo que con nuestros jóvenes ota-
hitianos. Si m e concedes este favor, no te olvidaré; te ben deciré
toda m i vida; escribiré tu nom bre en m i brazo y en el de m i hijo;
lo pron unciarem os sin cesar con alegría; y cuando te vayas de
estas costas, m is buenos augurios te acom pañarán por los m ares
hasta que llegues a tu país.»
El ingenuo capellán explicó que le estrechaba las m anos,
que dirigía sobre él m iradas tan expresivas y conm ovedoras, que
lloraba, que su padre, su m adre y sus herm an as se alejaron, que
se quedó solo con ella, y que diciendo todo el rato: «¡Y m i reli-
gión!, ¡y m i estado!», le sorprendió el día siguiente acostado al
lado de aquella joven que lo abrum aba con sus caricias y que
invitaba a su padre, a su m adre y a sus herm an as, cuando se
acercaron a la cam a por la m añan a, a unir su agradecim iento al
de ella.
Asto y Palli, que se habían alejado, entraron con los platos
típicos del país, con bebidas y frutos. Besaban a su herm an a y le
auguraban lo m ejor. Desayunaron todos juntos; a continuación
Orú, que se había quedado a solas con el capellán , le dijo:

14
DENIS DIDEROT

«Veo que m i hija está satisfecha de ti, y te doy las gracias.


Pero, ¿podrías enseñ arm e lo que quiere decir la palabra religión
que pronun ciaste ayer tantas veces y con tanto dolor?»
El capellán, después de haberlo pensado un m om ento,
respondió:
«¿Quién ha hecho tu cabañ a y los utensilios que la am ueblan?
ORÚ. – Yo.
E L CAPELLÁN . – Pues nosotros creem os que este m un do y lo que
encierra es obra de un artesan o.
ORÚ. -¿Con pies, m anos, cabeza?
E L CAPELLÁN . – No.
ORÚ. -¿Dón de está?
E L CAPELLÁN . – En todas partes.
ORÚ. -¿Aquí m ism o?
E L CAPELLÁN . – Aquí.
ORÚ. – No lo hem os visto nunca.
E L CAPELLÁN . – No se le ve.
ORÚ. -¡Pues qué padre m ás indiferen te! Debe de ser viejo pues
al m enos habrá de tener tantos añ os com o su obra.
E L CAPELLÁN . – No envejece. H a hablado a nuestros ancestros;
les ha dado un as leyes; les ha prescrito la m an era de honrarle;
les ha orden ado ciertas acciones com o buenas, y les ha prohi-
bido otras com o m alas.
ORÚ. – Ya veo; y un a de esas acciones que les ha prohibido por
m alas es acostarse con una m ujer o una joven. ¿Y para qué ha
hecho enton ces dos sexos?
E L CAPELLÁN . – Para que se unan , pero con ciertas condicion es,
tras ciertas cerem onias previas, a consecuencia de las cuales un
hom bre pertenece a una m ujer, y sólo a ella, y un a m ujer per-
tenece a un hom bre, y sólo a él.
ORÚ. -¿Para toda la vida?
E L CAPELLÁN . – Para toda la vida.
ORÚ. – De suerte que, si sucediera que un a m ujer se acostara con
otro que no fuera su m arido, o que un m arido se acostara con
otra que no fuera su m ujer… Pero eso no sucede puesto que, si
no le gusta, sabe im pedirlo.
E L CAPELLÁN . – No, los deja hacer, y pecan contra la ley de Dios,
nom bre con el que conocem os al gran artesano; contra la ley del
país, y com eten un crim en.
ORÚ. – No querría ofenderte con m is discursos, pero si m e lo
perm ites, te daré m i opinión.
E L CAPELLÁN . – Habla.
ORÚ. – Esos preceptos singulares, los encuentro contrarios a la
naturaleza, contrarios a la razón, hechos para m ultiplicar los
crím en es y enfadar en todo m om ento al viejo artesano que lo ha

15
SUPLEMENTO AL VIAJE DE BOUGAINVILLE

hecho todo sin cabeza, sin m anos y sin herram ien tas; que está
por todas partes y no se le ve en ninguna; que dura hoy y m añ a-
na y no tiene un día de m ás; que orden a sin ser obedecido; que
puede im pedir y no im pide. Contrarios a la naturaleza, porque
suponen que un hom bre que siente, que piensa y que es libre
puede ser la propiedad de un sem ejan te. ¿En qué derecho se
fundaría? ¿No ves acaso que en tu país se ha confun dido la cosa
carente de sensibilidad, de pensam iento, de deseo, de voluntad,
que se tom a, se deja, se guarda, se intercam bia sin que sufra ni
se queje, con la cosa que no se cam bia, que no se adquiere, que
tiene libertad, volun tad, deseo, que puede entregarse o negarse
para un m om ento, entregarse o negarse para siem pre, que se
queja y sufre, y que n o podría convertirse en objeto de com ercio
sin olvidar su carácter y violentar la naturaleza? Con trarios a la
ley general de los seres. Nada, efectivam ente, parece m ás insen -
sato que un precepto que proscribe el cam bio que llevam os
dentro, que ordena una constan cia im posible, y que viola la
naturaleza y la libertad del varón y de la hem bra en ca-
denándolos para siem pre el uno al otro; que exige una fidelidad
que lim ita el m ás caprichoso de los goces a un m ism o individuo;
un juram en to de inm utabilidad a dos seres de carne y hueso,
frente a un cielo que no es un solo instan te el m ism o, en an tros
que am en azan ruina, bajo un a roca que se deshace en arena, a
los pies de un árbol que se agrieta, sobre un a piedra que se
quebranta 17. Créem e, habéis convertido la condición hum ana en
algo m ucho peor que la anim al. No sé quién es ese gran arte-
sano tuyo, pero m e alegro de que no hablara a los padres de
nuestros padres, y deseo que siga m udo an te n uestros hijos;
porque podría hablarles y contarles las m ism as tonterías y ellos
quizá com etieran la m ás grave, hacerle caso. Ayer, en la cen a,
nos hablaste de m agistrados y sacerdotes, no sé qué son esos
personajes a los que llam as m agistrados y sacerdotes y que re-
gulan vuestra conducta, pero dim e una cosa, ¿son acaso dueñ os
del bien y del m al? ¿Pueden hacer que lo que es justo sea injus-
to, y que lo injusto sea justo? ¿Depende de ellos asociar el bien a
accion es perjudiciales, y el m al a accion es inocen tes o útiles?
Eres incapaz de pensar un a cosa así, pues si así fuera n o habría
ni verdadero ni falso, ni buen o ni m alo, ni bello ni feo, salvo
aquello que tu gran artesan o, tus m agistrados y tus sacerdotes
tuvieran a bien declarar tal; y de un m om ento a otro, te verías
obligado a cam biar de ideas y de conducta. Un día se te diría de
parte de un o de tus tres am os: «m ata», y te verías obligado en
conciencia a m atar; otro día: «roba», y deberías robar; o «n o

17 Cfr. Jacques el fatalista.

16
DENIS DIDEROT

com as de este fruto», y no te atreverías a com er; «te prohíbo


esta verdura o este anim al», y no osarías poner un a m ano
encim a. No hay bon dad que pueda prohibirse; ningun a m aldad
que pueda ordenarse. ¿Y a qué te verías reducido si tus tres
am os, poco de acuerdo en tre sí, se pusieran a perm itirte, a
prescribirte y a prohibirte lo m ism o, com o m e tem o que suele
suceder? Entonces, para com placer al sacerdote, tendrás que
reñir con el m agistrado; para satisfacer al m agistrado, tendrás
que disgustar al gran artesan o; y para agradar al gran artesan o,
tendrás que renunciar a la n aturaleza. ¿Y sabes qué sucederá?
Que los despreciarás a los tres, y no serás ni hom bre, ni ciu-
dadano, ni piadoso; no serás nada; no te am oldarás a ningun a
autoridad, te sentirás m al contigo m ism o, m alvado, atorm en-
tado por tu corazón , perseguido por tus insensatos am os, y
desdichado, com o te vi ayer por la n oche y te presenté a m is
hijas, y exclam aste: «¡Y m i religión, y m i estado!» ¿Quieres sa-
ber en todo m om en to y en todo lugar qué es buen o y qué es
m alo? Guíate por la naturaleza de las cosas y accion es; fíate de
las relacion es con tu sem ejan te; de la influencia de tu conducta
en tu utilidad particular y el bien gen eral. Deliras, si piensas que
hay algo, arriba o abajo, en el universo, que pueda m odificar,
am pliándolas o restringiéndolas, las leyes de la naturaleza. Su
voluntad eterna reside en preferir el bien frente al m al y el bien
general fren te al particular. Si ordenaras lo contrario, n o
podrías ser obedecido. Multiplicarás el n úm ero de crim in ales y
desdichados por el m iedo, el castigo y el rem ordim ien to. Depra-
varás las conciencias, corrom perás los espíritus. No sabrán qué
hacer o qué no hacer. Turbados en su estado de inocencia, tran -
quilos en la fechoría, habrán perdido de vista la estrella polar
que los guía en su cam ino. Respóndem e sinceram en te. A pesar
de las órdenes expresas de tus tres legisladores, un joven, en tu
país, ¿no se acuesta nunca con una joven, sin el perm iso de
ellos?
E L CAPELLÁN . – Men tiría si te dijera que no.
ORÚ. – La m ujer que ha jurado pertenecer a su m arido, ¿no se
entrega a ningún otro?
E L CAPELLÁN . – Nada hay m ás com ún .
ORÚ. – Tus legisladores actúan con rigor o no. Si así actúan, son
com o bestias feroces que castigan a la naturaleza. Si no, son
unos im béciles que exponen al desprecio su autoridad con pro-
hibiciones inútiles.
E L CAPELLÁN . – Los culpables que escapan a la severidad de las
leyes se ven castigados por la reprobación general.

17
SUPLEMENTO AL VIAJE DE BOUGAINVILLE

ORÚ. – Es decir, que la justicia se ejerce por defecto de sen tido


com ún de toda una nación, y la locura de la opinión pública es
la que suple a las leyes 18 .
E L CAPELLÁN . – La joven deshon rada n o en cuentra m arido.
ORÚ. -¡Deshonrada! ¿Y por qué?
E L CAPELLÁN . – La m ujer infiel es m ás o m enos despreciada.
ORÚ. -¡Despreciada! ¿Y por qué?
E L CAPELLÁN . – Al joven se le tilda de cobarde seductor.
ORÚ. -¡Cobarde! ¡Seductor! ¿Y por qué?
E L CAPELLÁN . – El padre, la m adre y el hijo están pesarosos. El
esposo infiel es un libertino; el esposo traicionado com parte la
vergüen za con su m ujer.
ORÚ. -¡Qué m onstruosa serie de extravagancias!, y estoy seguro
de que encim a no m e cuentas todo. Porque en cuan to se otorgan
el poder de disponer a su libre albedrío de las ideas de justicia y
propiedad, de sustraer u otorgar a las cosas un carácter arbitra-
rio, de asociar o disociar el bien y el m al a las distintas acciones,
consultando exclusivam en te el capricho, se difam a al otro, se le
acusa, se sospecha de él, se le tiraniza y se le envidia, se le
traicion a, se aflige a todo el m un do, se esconde un o, se disim ula,
se espía al de al lado, se le atrapa, se riñe, se m iente; las hijas
engañ an a sus padres, los m aridos a sus m ujeres, las m ujeres a
sus m aridos. Las jóvenes, no m e cabe la m enor duda, llegarán a
asfixiar a sus hijos; los padres n ada seguros de serlo desprecia-
rán e ign orarán a los suyos; las m adres e separarán de ellos y los
abandonarán a su suerte; y el crim en y la depravación se m os-
trarán en todas sus facetas. Lo sé com o si hubiera vivido entre
vosotros. Así es porque así ha de ser; y la sociedad cuyo her-
m oso orden tanto os pondera vuestro jefe será siem pre un atajo
o de hipócritas que pisotean a escondidas las leyes que m en os-
precian, o de desdichados som etidos a un suplicio del que son
m eros instrum entos, o de im béciles cuya naturaleza se halla
com pletam en te en m udecida por los prejuicios, o de seres m al
hechos y com pletam ente desnaturalizados.
E L CAPELLÁN . – Puede ser. ¿Pero aquí no os casáis?
ORÚ. – Nos casam os.
E L CAPELLÁN . -¿Y en qué consiste vuestro m atrim onio?
ORÚ. – En el consen tim iento de vivir en una m ism a cabaña y
acostarse en un m ism o lecho, m ientras nos encon trem os bien
juntos.
E L CAPELLÁN . -¿Y cuando os en con tráis m al?
ORÚ. – Nos separam os.
E L CAPELLÁN . -¿Y qué sucede con vuestros hijos?

18 Cf. La señora de La Carlière.

18
DENIS DIDEROT

ORÚ. -¡Oh, extranjero! Esta pregunta últim a tuya acaba de


confirm arm e la profunda m iseria en que se en cuen tra sum ido
tu país. Que sepas, am igo m ío, que aquí el nacim iento de un hijo
es siem pre un a alegría, y su m uerte m otivo de persares y
lágrim as. Un hijo es un bien preciado, porque ha de convertirse
en un hom bre. Así que lo cuidam os de m anera m uy distinta a
nuestras plantas o nuestros anim ales. Un hijo que nace ocasion a
una alegría dom éstica y pública. Es un increm ento de fortun a
para la cabañ a, y de fuerza para la n ación. Son m ás brazo y m a-
nos para Otahití. Vem os en él a un agricultor, un pescador, un
cazador, un soldado, un esposo, un padre. Al pasar nueva-
m ente de la cabaña de su m arido a la de sus padres, un a m ujer
se lleva consigo a los hijos que había aportado com o dote; se
reparten los habidos en com ún; y se com pensa en la m edida de
lo posible el n úm ero de varon es y de hem bras, de suerte que le
quede a cada uno un núm ero igual de niñas que de niños.
E L CAPELLÁN . – Pero los hijos suponen una carga duran te m ucho
tiem po antes de ser útiles.
ORÚ. – Destinam os a su m an tenim ien to y a la subsistencia de los
ancian os una sexta parte de los bienes del país. Ese tributo les
sigue a todas partes. De tal suerte que cuanto m ás num erosa es
una fam ilia otahitian a, m ás rica es.
E L CAPELLÁN . -¡Un a sexta parte!
ORÚ. – Sí. Es un m edio seguro de anim ar a la población e inte-
resarla por el respeto a los ancian os y por la conservación de los
niños.
E L CAPELLÁN . -¿Sucede que vuestros esposos vuelvan a vivir jun-
tos?
ORÚ. – Muy a m enudo. No obstan te, la duración m ás breve de
un m atrim onio es de una lun a a otra.
E L CAPELLÁN . – A m enos que la m ujer esté em barazada; en tal
caso la cohabitación será de nueve m eses, supongo.
ORÚ. – Te equivocas. La paternidad, com o el tributo, sigue a su
hijo a todas partes.
E L CAPELLÁN . – Me has hablado de hijos que aporta un a m ujer
com o dote a su m arido.
ORÚ. – Por supuesto. Mira m i hija m ayor que tien e tres hijos.
Cam inan; están san os; son guapos; prom eten hacerse fuertes.
Cuan do le dé por casarse, se los llevará, son suyos. Su m arido
los recibirá con alegría, y su m ujer le agradaría aún m ás si
estuviera em barazada de un cuarto.
E L CAPELLÁN . -¿De él?
ORÚ. – De él, o de otro. Cuantos m ás hijos tienen nuestras jó-
venes, m ás codiciadas son. Cuan to m ás robustos y herm osos
son nuestros hijos, m ás ricos son. Por ello, precisam en te, de la

19
SUPLEMENTO AL VIAJE DE BOUGAINVILLE

m ism a m an era que nos esm eram os en preservar a aquéllas del


contacto con el hom bre, y a los otros de acercarse a las m ujeres
antes de la edad de la fecundidad, asim ism o los exhortam os a
procrear, cuando los m uchachos son púberes y las chicas n ú-
biles. No te im agin as la im portancia del servicio que habrás
rendido a m i hija Thia si la has preñ ado. Su m adre ya no le dirá
a cada luna: «Pero, Thia, ¿en qué piensas? No te quedas em ba-
razada. Tienes diecin ueve años; ya deberías ten er dos hijos, y no
tienes ningun o. ¿Quién se hará cargo de ti? Si pierdes así tus
años jóven es, ¿qué harás cuando seas vieja? Thia, algún defecto
has de tener para alejar así de ti a los hom bres. Corrígete, hija
m ía. A tu edad, yo ya había sido tres veces m adre.»
E L CAPELLÁN . -¿Qué precauciones tom áis para preservar a vues-
tros hijos e hijas en su adolescen cia?
ORÚ. – Es el objeto principal de la educación dom éstica y el
punto m ás im portante de las costum bres públicas. Nuestros
m uchachos, hasta los veintidós años, dos o tres después de la
pubertad, van revestidos con una larga túnica, y llevan las
caderas ceñidas por una cadenita. Antes de ser núbiles, nuestras
hijas no osarían salir sin un velo blanco. Quitarse la cadena,
levantar el velo, son faltas que se com eten rara vez, porque les
enseñam os desde pequeñ os las penosas consecuencias. Pero en
el m om ento en que el varón ha adquirido toda su fuerza, cuando
los síntom as de la virilidad se presentan de m anera constante, y
la efusión frecuen te y de calidad del licor sem inal nos da todas
las garantías, en el m om en to en que la joven em pieza a m archi-
tarse, a aburrirse, a encontrarse m adura para concebir deseos,
despertarlos y satisfacerlos útilm ente, el padre le suelta la
caden a al hijo y le corta la uña del dedo corazón de la m an o
derecha, y la m adre levanta el velo de la hija. El uno puede soli-
citar a un a m ujer y ser solicitado por cualquiera de ellas; la otra
puede pasearse públicam ente con la cara descubierta y el pecho
desnudo, aceptar o rechazar las caricias de un hom bre. Sólo se
indica antes a los m uchachos y a las m uchachas a quien es deben
preferir. La fiesta de em ancipación de un joven o de un a joven
es un gran acon tecim iento. Si se trata de una chica, la víspera,
los m uchachos se reúnen todos alrededor de la cabaña y los
cantos y los instrum entos m usicales resuenan duran te toda la
noche. Por la m añ ana la conducen su padre y su m adre a un
recinto donde se baila y donde el ejercicio del salto, de la lucha y
la carrera m uestran al hom bre desnudo ante ella en todas sus
facetas y todas sus aptitudes. Si es la de un joven, son ellas
quienes en su presen cia se ocupan de hacerle los hon ores en la
fiesta y expon en an te su m irada la desnudez fem enina, sin
reservas ni secretos. El resto de la cerem onia con cluye en un

20
DENIS DIDEROT

lecho de hojas, com o has visto al llegar aquí. A la caída del día,
la joven vuelve a la cabaña de sus padres o penetra en la cabaña
de su elegido, y perm anece en ella cuan to le plazca.
E L CAPELLÁN . – Así pues, esa fiesta puede ser o no un día de nup-
cias.
ORÚ. – Tú lo has dicho.»

A. -¿Qué veo ahí, en el m argen?


B. – Es una n ota don de el buen capellán dice que los preceptos
de los padres sobre la elección de los m uchachos y las
m uchachas eran de lo m ás sensato y las observaciones finísim as
y utilísim as; pero que ha suprim ido ese catecism o que habría
parecido a person as tan corruptas y superficiales com o
nosotros, de una licencia im perdon able, añadien do con todo
que sentía obviar unos detalles que habrían perm itido ver
prim eram ente hasta dónde puede llegar en sus investigacion es
una nación que se ocupa acertada y constan tem ente de un
objeto im portan te, sin la ayuda de la física y la anatom ía; en
segundo lugar, la diferencia de las ideas sobre la belleza en un a
región del globo donde las form as dependen del placer del
m om ento, y en el seno de un pueblo donde se aprecian según
una utilidad m ás con stante. Allá, para ser bella, se exige una tez
resplandeciente, un a frente am plia, ojos grandes, rasgos finos y
delicados, un talle ligero, un a boca pequeña, m an os pequeñ as,
pie pequeño… Aquí no se valora casi ninguno de esos ele-
m entos. La m ujer que atrae las m iradas, que despierta el deseo,
es la que prom ete m uchos hijos, la m ujer que lleva dentro el
cardenal de Ossat 19 , y que los prom ete activos, inteligen tes,
valientes, san os y robustos. Nada hay en com ún en tre la Ven us
de Aten as y la de Otahití; la un a es una Venus galan te, la otra,
una Venus fecunda. Una otahitiana decía un día con desdén a
otra m ujer de su país: «Eres bella, pero haces hijos feos; soy fea,
pero hago hijos herm osos, por eso m e prefieren los hom bres.»
Tras esta n ota del capellán, Orú prosigue.

A. -Antes 20 de que retom e su discurso, tengo un ruego que hace-


ros; que contéis un a aventura acaecida en Nueva Inglaterra.
B. – Aquí la tenéis. Una joven, m iss Polly Baker, habiéndose
quedado em barazada por quinta vez, fue llevada ante el tribun al
19 Diderot tien e al cardenal en m ente porque acaba de hacer una reseña de la obra
de la señora de Arconville, Vida del cardenal de Ossat, en la Correspondance litté-
raire de noviem bre de 1771.
20 Aquí em pieza la gran adición tom ada en 1780 de la Historia de las dos Indias

donde Raynal había insertado el texto de Diderot (libro XVII, cap. 21). La fuente es
una anécdota inventada por B. Fran klin y publicada en abril de 1747 en el London
Magazine.

21
SUPLEMENTO AL VIAJE DE BOUGAINVILLE

de justicia de Conn ecticut, cerca de Boston. La ley conden a a


todas las person as de sexo fem enino que deben el título de
m adre exclusivam en te al libertinaje, a una m ulta o un castigo
corporal cuando no pueden pagar la m ulta. Miss Polly, al entrar
en la sala donde se hallaban reunidos los jueces, profirió el
siguiente discurso: «Perm itidm e, señ ores, dirigiros unas pala-
bras. Soy una joven desgraciada y pobre, no ten go m edios para
pagar abogados que m e defiendan , y no os retendré m ucho. No
preten do que en la sentencia que pron un ciéis os desviéis de la
ley; lo que m e atrevo a esperar es que os dignéis im plorar al
gobierno tenga a bien dispensarm e del pago de la m ulta. Ésta es
la quinta vez, señ ores, que m e presento aquí por el m ism o
m otivo; dos veces he pagado m ultas on erosas, dos veces he su-
frido castigos públicos vergonzantes porque n o podía pagar. Lo
cual es a todas luces conform e a la ley, y no lo discuto; pero en
ocasion es hay leyes injustas y se derogan; las hay tam bién en
exceso severas, y el poder ejecutivo puede dispensar de su
acatam iento. Me atrevo a decir que la que m e con den a es a la
vez injusta en sí y dem asiado severa para con m igo. Nunca he
ofendido a n adie en el lugar en donde vivo, y desafío a m is en e-
m igos, si los tuviera, a que prueben que he perjudicado lo m ás
m ínim o a un hom bre, a una m ujer, o a un niño. Perm itidm e que
olvide por un m om ento que existe la ley, en cuyo caso no sé cuál
puede ser m i crim en; he traído al m undo cinco niños m uy
herm osos, a riesgo de m i vida, los he alim entado con m i leche,
los he m an tenido con m i trabajo, y habría hecho m ás por ellos,
si no hubiera pagado las m ultas que m e han privado de los
recursos necesarios. ¿Es un crim en increm entar el n úm ero de
súbditos de Su Majestad en un a nueva región del globo que está
falta de habitantes? No he robado ningún m arido a su m ujer, ni
pervertido a ningún joven; nunca se m e ha acusado de tales
procedim ientos culpables, y si alguien se queja de m í, sólo
puede ser el m inistro a quien no he pagado los derechos de
casam iento. Pero, ¿es culpa m ía? Lo pregunto aquí y ahora; m e
suponéis seguram en te suficien te sensatez com o para creer con
razón que prefiero la con dición de esposa que la otra vergon-
zante a la que m e he visto obligada hasta hoy. Siem pre he
deseado, y sigo deseándolo, casarm e, y puedo asegurar que m e
conduciría, com o en el caso de m i m aternidad, con la prudencia,
la industria y la econom ía propios de una señ ora. Desafío a
quien sea probarm e que m e haya n egado a adoptar tal estado.
Acepté la prim era y única proposición que se m e haya hecho;
era virgen aún; tuve la sim pleza de confiar m i hon or a un
hom bre que carecía de él y que m e aban donó tras hacerm e el
prim er hijo. Lo conocéis: es actualm en te m agistrado y se sienta

22
DENIS DIDEROT

en estas m ism as filas; esperaba que com pareciera hoy aquí e


intercediera por m í, por un a desgraciada que lo es por su culpa;
entonces no m e habría sentido capaz de avergonzarlo en público
recordando lo sucedido entre n osotros. ¿Me equivoco al quejar-
m e hoy de la injusticia de las leyes? La prim era causa de m is
extravíos, m i seductor, goza del m áxim o poder y de grandes
honores gracias a ese m ism o gobierno que castiga m is desdichas
con el látigo y la infam ia. Se m e replicará que he transgredido
los m ás sagrados preceptos de la religión; si he ofendido a Dios,
dejadle a él el cuidado de castigarm e; ya m e han excom ulgado,
¿acaso no basta? ¿Por qué añadir al suplicio del infierno, al que
m e creéis con den ada en el otro m un do, el castigo de las m ultas
y el látigo en éste? Perdon adm e estas reflexiones; no soy teó-
logo, pero m e cuesta creer que sea un crim en haber dado a luz a
cinco herm osos niñ os a quien es Dios ha otorgado alm as in-
m ortales y que lo adoran. Si hay que prom ulgar leyes que
cam bian la naturaleza de las acciones volviéndolas crim inales,
hacedlas contra los solteros cuyo núm ero aum enta día a día,
que llevan la seducción y el oprobio a las fam ilias, que engañ an
a jovencitas com o yo, y que las fuerzan a vivir en el vergonzoso
estado en el que vivo en m edio de un a sociedad que las rechaza
y desprecia. Son ellos quienes alteran la tran quilidad pública;
ésos son crím en es que sin duda m erecen m ás la anim adversión
de las leyes que el m ío.»
Aquel discurso singular produjo el efecto que esperaba
Miss Baker; sus jueces le condon aron m ulta y pen a sustitutiva.
Su seductor, instruido de lo acontecido, sintió rem ordim ien tos
por su prim era conducta: quiso repararla; dos días después se
casó con Miss Baker haciendo de ella una m ujer hon rada, cuan -
do cinco años antes la había convertido en una m ujer pública.

A. -¿Seguro que n o es un cuen to de vuestra invención?


B. – No.
A. – Me alegro.
B. – Creo que el abate Rayn al cuen ta el hecho y reproduce el
discurso en su Historia del com ercio de las dos Indias.
A. – Obra excelente y con un tono tan diferente de las preceden-
tes que se ha sospechado que el abate habría con tado con ayuda
exterior 21.
B. – Es una injusticia.
A. – O un a m aldad. Se deshoja la corona de laurel de un gran
hom bre tan to y tan bien que al final apen as si queda algo.
B. – Pero el tiem po reúne las hojas y recom pone la coron a.

21 Diderot, Pechm eja, Deleyre, entre otros.

23
SUPLEMENTO AL VIAJE DE BOUGAINVILLE

A. – Mientras tan to el buen hom bre ha m uerto, ha sufrido el


oprobio de sus contem poráneos y es insensible a la rehabilita-
ción de la posteridad.

IV. Continuación de la conversación entre el capellán


y el habitante de Otahití

ORÚ. -¡Qué feliz m om ento para un a joven y sus padres, el de la


constatación de su em barazo! Se levanta, corre; se precipita en
brazos de su padre y de su m adre; en m edio de tales arrebatos
de alegría com partida les com unica el acon tecim ien to. «¡Ma-
dre!, ¡padre!, ¡abrazadm e!, ¡estoy em barazada! -¿Es eso cierto?
-¡Y tan cierto! -¡Y de quién? – De Fulanito.»
E L CAPELLÁN . -¿Cóm o puede n om brar al padre de su hijo?
ORÚ. -¿Por qué habría de ignorarlo? La duración de nuestros
am ores es com o la de nuestros m atrim onios: al m enos de una
luna hasta la siguiente.
E L CAPELLÁN . -¿Y se respeta escrupulosam ente esa regla?
ORÚ. – Puedes juzgarlo por ti m ism o. Para em pezar, el in tervalo
entre dos lunas no es largo; pero cuan do dos padres tienen
pretension es bien fundadas sobre su intervención en la form a-
ción de un niño, éste deja de pertenecer a la m adre.
E L CAPELLÁN . -¿Y a quién pertenece pues?
ORÚ. – A aquél a quien, de en tre los dos, quiera dárselo ella. Ése
es todo su privilegio; al ser el niño un objeto de valor e interés
en sí, con cebirás fácilm ente que entre n osotros las libertinas n o
abundan , y no son precisam ente las preferidas de n uestros
jóvenes.
E L CAPELLÁN . -¿Así que tam bién tenéis libertinas? Eso m e tran-
quiliza.
ORÚ. – Ten em os incluso m ás de una clase. Pero m e desvías del
tem a. Cuando un a de nuestras hijas se queda em barazada, si el
padre es un joven herm oso, bien plantado, valiente, inteligente
y trabajador, la esperanza de que el hijo herede las virtudes de
su padre es m otivo renovado de alegría. Nuestros jóvenes sólo
sienten vergüenza por haber escogido m al. Así que concebirás
fácilm ente el valor que dam os a la salud, a la belleza, a la fuerza,
al esfuerzo, a la valen tía. Enten derás, claro, que aquí, sin necesi-
dad de m ediar nosotros en ello, las prerrogativas de la sangre
prevalezcan . Tú, que has recorrido diferentes region es de la
tierra, dim e si has visto en algun a tantos hom bres y m ujeres

24
DENIS DIDEROT

herm osos com o en Otahití. Míram e. ¿Cóm o m e ves? Pues bien,


hay aquí diez m il hom bres m ás grandes, y tan robustos; aun que
ninguno tan bravo. Por eso las m adres les dicen a sus hijas que
soy un buen partido.
E L CAPELLÁN . – Pero de todos esos hijos que puedes haber hecho
fuera de la cabaña, ¡qué te queda?
ORÚ. – El cuarto, varón o hem bra. Así se ha establecido en tre
nosotros un a circulación de hom bres, m ujeres y niños, o de
brazos de toda edad y función m ucho m ás relevante que la de
vuestras m ercancías, que n o son m ás que su producto.
E L CAPELLÁN . – Ya veo. ¿Qué son esos velos negros 22 que m e he
tropezado en algun a ocasión?
ORÚ. – Son señ al de esterilidad, defecto de nacim iento, o secuela
de una edad avanzada. La que se quita el velo y se m ezcla con
los hom bres, es una libertina. El que levanta ese velo y se acerca
a un a m ujer estéril, es un libertino.
E L CAPELLÁN . -¿Y los velos grises?
ORÚ. – El signo de la enferm edad periódica. La que se quita ese
velo y se m ezcla con los hom bres, es una libertina; el que lo le-
vanta y se acerca a una m ujer en ferm a, es un libertino.
E L CAPELLÁN . -¿Ten éis castigos para ese libertin aje?
ORÚ. – Sólo el oprobio.
E L CAPELLÁN . -¿Un padre puede acostarse con su hija, una m a-
dre con su hijo, un herm ano con su herm ana, un m arido con la
esposa de otro?
ORÚ. -¿Por qué n o?
E L CAPELLÁN . – La fornicación, pase, ¡pero el incesto, el adulte-
rio!
ORÚ. -¿Qué significan esas palabras, forn icación, incesto, adul-
terio?
E L CAPELLÁN . – Son crím enes, crím en es enorm es por los que en
m i país se quem a viva a la gente.
ORÚ. – Se quem e o no se quem e viva a la gente en tu país, m e da
exactam ente igual. Pero no censurarás las costum bres europeas
en com paración con las de Otahití ni, por consiguien te, las de
Otahití en com paración con las de tu país. Necesitam os una
regla m ás segura; ¿cuál? ¿Acaso con oces alguna m ejor que el
bien general y la utilidad particular? Ahora dim e en qué perju-
dica al prim ero o a la segunda tu crim en incesto. Te equivocas,
am igo m ío, si crees que un a vez publicada una ley, inventada
una palabra ignom iniosa, o designado un castigo, queda todo
dicho. Respón dem e, ¿qué entiendes por incesto?
E L CAPELLÁN . – Pues un incesto…
22 Esos velos n egros no son en el Viaje de Bougainville m ás que señales de duelo

(nota de P. Vern ière).

25
SUPLEMENTO AL VIAJE DE BOUGAINVILLE

ORÚ. – Un incesto… ¿Hace m ucho tiem po que tu gran artesano


sin cabeza ni m an os ni herram ien tas ha hecho el m un do?
E L CAPELLÁN . – No.
ORÚ. -¿Hizo toda la especie hum an a de golpe?
E L CAPELLÁN . – Sólo creó a un hom bre y un a m ujer.
ORÚ. -¿Tuvieron hijos?
E L CAPELLÁN . – Desde luego.
ORÚ. – Supón que esos dos prim eros padres tuvieran sólo hijas y
que su m adre m uriera antes, o bien sólo hijos y la m ujer perdie-
ra al m arido.
E L CAPELLÁN . – Me en redas. Pero por m ucho que digas, el incesto
es un crim en abom in able, y hablem os de otra cosa.
ORÚ. – Porque tú lo digas; yo m e callo, pero para que m e cuen tes
qué es ese abom inable crim en incesto.
E L CAPELLÁN . -¡Pues bien! Te doy la razón en que quizá el incesto
no sea un crim en contra la n aturaleza; ¿pero n o basta con que
suponga un a am en aza para la constitución política? ¿Qué sería
de la seguridad de un jefe y de la tranquilidad de un Estado si
toda un a nación com puesta de varios m illones de hom bres se
hallara agrupada alrededor de un a cincuenten a de padres de fa-
m ilia?
ORÚ. – Nada, sólo que donde n o hay m ás que un a gran sociedad,
habría cincuenta pequeñas, m ás felicidad y un crim en m enos.
E L CAPELLÁN . – Creo, sin em bargo, que incluso aquí un hijo no
suele acostarse con su m adre.
ORÚ. – A m enos que sienta tan to respeto y ternura por ella que
le haga olvidarse de la disparidad de la edad y preferir a un a
m ujer de cuarenta añ os a un a joven de diecinueve.
E L CAPELLÁN . -¿Y las relacion es entre padres e hijas?
ORÚ. – Tam poco son m uy frecuen tes, a m enos que la hija sea
poco agraciada y se vea poco solicitada. Si su padre la quiere, se
ocupa de prepararle la dote en form a de hijos.
E L CAPELLÁN . – Lo que m e hace suponer que las m ujeres poco
agraciadas de Otahití no deben con ocer un destino m uy ventu-
roso.
ORÚ. – Lo que m e hace suponer que n o tienes buen a opinión de
la gen erosidad de nuestros jóvenes.
E L CAPELLÁN . – En cuanto a las union es entre herm an os y her-
m an as no dudo de que sean m uy frecuentes.
ORÚ. – Y m uy bien consideradas.
E L CAPELLÁN . – Al oírte, cabría pensar que esa pasión origen de
tantos crím enes y desgracias en nuestra tierra, aquí es com ple-
tam ente inocen te.
ORÚ. – Extranjero, n o tien es ni juicio ni m em oria. J uicio, puesto
que allá don de existe la prohibición, siem pre existe la ten tación

26
DENIS DIDEROT

de hacer lo que está prohibido, y se hace. Mem oria, porque n o


recuerdas lo que te he dicho. Tenem os viejas disolutas que salen
por la noche sin el velo negro y reciben a hom bres cuando n ada
puede resultar de tales encuentros. Si se las reconoce o sor-
prende, se las destierra al n orte de la isla o se las conden a a la
esclavitud; para las jóvenes precoces que se quitan el velo blan-
co a escon didas de sus padres, reservam os un lugar cerrado
dentro de la cabaña; en cuan to a los m uchachos que se quitan la
caden a antes del tiem po prescrito por la naturaleza y la ley,
repren dem os a sus padres; am onestam os a las m ujeres que
encuen tran el em barazo dem asiado largo, o a las m ujeres y
jovencitas em peñ adas en quitarse el velo gris; pero de hecho n o
acordam os m ucha im portancia a ese tipo de faltas, y no im agi-
nas hasta qué punto la idea de riqueza particular o pública,
unida en nuestras m entes a la de población, depura nuestras
costum bres en ese terren o.
E L CAPELLÁN . – La pasión de dos hom bres por una m ism a m ujer,
o el gusto de dos m ujeres o dos jovencitas por un m ism o hom -
bre, ¿no son causa de desorden?
ORÚ. – No conozco ni cuatro ejem plos. La elección de la m ujer o
la del hom bre lo concluyen todo. La violencia de un hom bre
sería un a falta grave; pero se necesita un a queja pública, y resul-
ta inusitado que una m uchacha o un a m ujer eleven una queja.
Lo único que he visto es que nuestras m ujeres sienten m en os
com pasión por los hom bres feos que nuestros jóvenes por las
m al hechas, y no nos im porta.
E L CAPELLÁN . – Por lo que veo, prácticam ente desconocéis los
celos; pero la tern ura m arital, el am or paterno, esos dos senti-
m ientos tan poderosos y tan dulces, si bien no os resultan
extrañ os, supon go que no serán m uy frecuentes.
ORÚ. – Los hem os sustituido por uno m ás gen eral, en érgico y
duradero, el in terés. Echa m ano a tu conciencia, deja de lado
esa fanfarronada de virtud que está siem pre en boca de tus
cam aradas y nunca en su corazón. Dim e si, en cualquier región,
existe un padre que, si no fuera por cierto sen tim iento de
vergüen za que lo contiene, n o prefiera perder a un hijo, o un
m arido que no prefiera perder a su m ujer, antes que la fortuna y
el bienestar de toda su vida. Ten por seguro que don de el hom -
bre necesite de la conservación de su sem ejante para preservar
su cam a, su salud, su reposo, su cabañ a, sus bien es, sus tierras,
hará por él todo lo que sea posible. Aquí se bañ a en lágrim as el
lecho de un niño que sufre; aquí se cuida a las m adres enferm as;
aquí se respeta y adm ira a un a m ujer fecunda, núbil, a un
adolescente; aquí nos ocupam os de sus person as porque su con-

27
SUPLEMENTO AL VIAJE DE BOUGAINVILLE

servación supone siem pre un aum en to de nuestra fortun a y, al


contrario, su pérdida, una m engua.
E L CAPELLÁN . – Mucho m e tem o que este salvaje tien e razón. El
pobre cam pesino m iserable de nuestros países, que agota a su
m ujer para aliviar a su caballo, deja m orir a su hijo sin auxilio
ninguno y llam a al m édico para su buey.
ORÚ. – No entiendo m uy bien lo que acabas de decir; pero
cuando vuelvas a tu patria tan civilizada, intenta introducir esta
idea, y en tonces sentiréis el valor del recién n acido, y la
im portancia de la población. ¿Quieres que te revele un secreto?
Pero cuida que n o se te escape. Llegáis, os aban don am os
nuestras m ujeres y nuestras hijas; os sorprendéis; nos dais
prueba de un a gratitud que nos hace son reír. Nos dais las gra-
cias cuan do os im ponem os la m ás fuerte de las obligaciones. No
te hem os pedido dinero; n o n os hem os precipitado sobre tus
m ercancías; hem os m enospreciado tus riquezas; pero n uestras
m ujeres y nuestras hijas han venido a extraerte la sangre de tus
venas. Cuando te alejes, nos habrás dejado un os hijos; ese
tributo, extirpado de tu person a, de tu propia sustan cia, ¿no es
tan valioso com o cualquier otro? Y si quieres apreciar su valor
de verdad, im agin a que tengas que recorrer doscientas leguas de
costa corrien do, y que cada veinte m illas se te solicite sem ejan te
contribución . Tenem os tierras in m ensas baldías; nos faltan
brazos, y te los hem os pedido. Tenem os calam idades epidé-
m icas que subsan ar, y te hem os em pleado para reparar el vacío
que dejen. Tenem os enem igos vecinos que com batir, necesidad
de soldados, y te hem os rogado que nos los des; nuestras m uje-
res y nuestras hijas son dem asiado num erosas con respecto a
los hom bres, y te hem os asociado a nuestra tarea. Entre esas
m ujeres y esas hijas, las hay con las que nunca hem os podido
obtener hijos, y son esas las prim eras que hem os expuesto a
vuestras caricias. Hem os de pagar un tributo en hom bres a un
vecino opresor; tú y tus cam aradas nos habréis ayudado a sal-
darlo, y dentro de cinco a seis años le enviarem os a vuestros
hijos, si valen m enos que los nuestros. Más robustos, m ás san os
que vosotros, n os dim os cuenta desde el principio que erais m ás
inteligentes que nosotros, así que enviam os a algunas de
nuestras m ujeres e hijas m ás bellas a recoger la sem illa de un a
raza m ejor que la n uestra. Es un ensayo que hem os llevado a
cabo y esperem os que nos salga bien. Hem os sacado de ti y de
los tuyos lo único que podíam os extraer; y créem e, por m uy
salvajes que seam os, sabem os calcular. Vete adonde quieras, y
siem pre encontrarás a un hom bre tan listo com o tú. Nunca te
dará m ás que lo que no le sirve, y siem pre te pedirá lo que le
resulte útil. Si te presenta un trozo de oro a cam bio de un trozo

28
DENIS DIDEROT

de hierro, es porque no le interesa el oro y necesita el hierro 23 .


Pero dim e por qué n o vas vestido com o los dem ás. ¿Qué sign i-
fica esa larga casaca que te envuelve de la cabeza a los pies, y ese
saco puntiagudo que dejas caer por los hom bros, o que te pones
cubriéndote las orejas?
E L CAPELLÁN . – Es que, aquí don de m e ves, form o parte de un a
sociedad de hom bres que en m i país reciben el nom bre de m on -
jes. El m ás sagrado de sus votos consiste en n o acercarse a una
m ujer y no tener hijos.
ORÚ. -¿Qué hacéis en tonces?
E L CAPELLÁN . – Nada.
ORÚ. -¿Y tu m agistrado os aguanta, perezosos de la peor espe-
cie?
E L CAPELLÁN . – Hace m ás; nos respeta y hace que se nos respete.
ORÚ. – Lo prim ero que m e vino a la m ente es que la naturaleza,
por acciden te o arte cruel, os había privado de producir sem e-
jantes vuestros, y que por com pasión os dejaban vivir en lugar
de m ataros. Pero, m onje, m i hija m e ha dicho que eras un
hom bre, y un hom bre tan robusto com o un otahitiano, y que
esperaba que tus reiteradas caricias dieran sus frutos. Ahora
que he entendido por qué gritabas anoche: «¡Y m i religión, y m i
estado!», podrías explicarm e el m otivo del favor y el respeto que
os conceden los m agistrados?
E L CAPELLÁN . – Lo ign oro.
ORÚ. -¿Sabes al m en os, por qué, siendo hom bre, te has conde-
nado librem en te a no serlo?
E L CAPELLÁN . – Sería dem asiado largo y com plicado de explicar.
ORÚ. -¿Y el m onje es fiel a ese voto de esterilidad?
E L CAPELLÁN . – No.
ORÚ. – Estaba seguro. ¿Tenéis tam bién m onjes m ujeres?
E L CAPELLÁN . – Sí.
ORÚ. -¿Tan virtuosos com o los m onjes varones?
E L CAPELLÁN . – Más encerradas, se secan de dolor, perecen de
aburrim iento.
ORÚ. – Y la injuria hecha a la n aturaleza se ve así vengada. ¡Oh!
¡País infam e! Si todo obedece al m ism o orden, sois m ucho m ás
bárbaros que n osotros.

El buen capellán cuenta que estuvo el resto del día


recorriendo la isla, visitando cabañas, y que por la n oche, des-
pués de cen ar, el padre y la m adre vinieron a rogarle que se
acostara con la segunda de sus hijas, y que Palli se había pre-
sentado igual de desnuda que Thia, y que él no había cesado de
23 Encontram os el m ism o ejem plo, expresado en idénticos térm inos, en la Historia

de las dos Indias, libro III, introducción, y libro VIII, capítulo I.

29
SUPLEMENTO AL VIAJE DE BOUGAINVILLE

repetir: «¡Y m i religión, y m i estado!», y que la tercera n oche


había sufrido los m ism os rem ordim ientos con Asto, y que la
cuarta la había pasado por educación con la m ujer de su an -
fitrión.

V. Continuación del diálogo entre A y B

A. – Estim o a ese capellán educado.


B. – Y yo, m ucho m ás que las costum bres de los otahitianos y el
discurso de Orú.
A. – Dem asiado europeizado.
B. – Cierto.

Aquí el buen capellán se queja de la brevedad de su están -


cia en Otahití, y de la dificultad de conocer m ejor los usos de un
pueblo lo bastante virtuoso com o para haberse detenido en un
justo m edio, lo bastante dichoso com o para vivir en una región
del globo cuya fertilidad le garantizaba un prolongado letargo,
lo bastante activo com o para asegurarse las necesidades vitales
absolutas, y lo bastante indolen te com o para que un progreso
dem asiado rápido de sus luces no pusiera en peligro su ino-
cencia, su reposo y su felicidad. Nada era m alo por opinión o
por ley, m ás que lo m alo por naturaleza. Las labores y las cose-
chas se hacían en com ún. La acepción de la palabra propiedad
era m uy restringida. La pasión del am or, reducida a un sim ple
apetito físico, no producía ninguno de nuestros desórden es. La
isla entera ofrecía la im agen de un a sola fam ilia num erosa y
cada cabañ a representaba las diferen tes habitacion es de una de
nuestras gran des m ansiones. Para con cluir, jura que los ota-
hitianos siem pre estarán presentes en su m em oria, que le había
tentado arrojar los hábitos al navío y quedarse con ellos el resto
de sus días y que tiene m iedo de arrepen tirse a m en udo de n o
haberlo hecho.

A. – A pesar de tal elogio, ¿qué consecuencias útiles podem os


extraer de las costum bres y usos extrañ os de un pueblo no civi-
lizado?
B. – Veo que cuando ciertas causas físicas, com o por ejem plo la
necesidad de vencer la ingratitud de la tierra, han puesto en
juego la sagacidad del hom bre, este im pulso le ha llevado
m ucho m ás allá que el fin en sí de dicho im pulso, y que, un a vez
superada la necesidad, ha desem bocado en el océano sin lím ites

30
DENIS DIDEROT

de las fan tasías de donde ya no sale. ¡Pueda el infeliz otahitian o


m antenerse donde está! Veo que, excepto en ese rincón alejado
de nuestro globo, no hay costum bres en ninguna parte, y quizá
no las haya nunca m ás.
A. -¿Qué en tendéis por costum bres?
B. – Entiendo un a sum isión general, y una conducta
consecuente, a un as leyes, buen as o m alas. Si las leyes son bue-
nas, las costum bres son buen as. Si las leyes son m alas, las
costum bres son m alas. Si las leyes, buenas o m alas, no son
respetadas, la peor situación posible de una sociedad, entonces
no hay costum bres. Y, ¿cóm o queréis que se respeten las leyes si
se contradicen? Repasad la historia de los siglos y de las
naciones, las antiguas y las m odern as, y veréis a los hom bres
som etidos a tres códigos, el código de la naturaleza, el código
civil y el código religioso 24 , y obligados a infringir altern ati-
vam en te los tres códigos, que nunca han sabido ponerse de
acuerdo; de lo que se concluye que no ha habido en ningún país,
ni en el nuestro, com o bien ha adivinado Orú, hom bre, ciuda-
dano o religioso.
A. – De donde concluís sin duda que al fundar la m oral en las
relaciones etern as que subsisten entre los hom bres, la ley reli-
giosa quizá se vuelva superflua, y que la ley civil no debe ser
sino el enun ciado de la ley de la n aturaleza.
B. – Y ello so pen a de que se m ultipliquen los m alvados en lugar
de hacer a la gen te buena.
A. – O que, si se juzga n ecesario conservar las tres, las dos
últim as deben lim itarse a ser calco riguroso de la prim era, gra-
bada en el fondo de nuestros corazon es, de suerte que siem pre
será la m ás fuerte.
B. – No exactam en te. Al n acer sólo aportam os un a sim ilitud de
organización con otros seres, las m ism as necesidades, la atrac-
ción por los m ism os placeres, una aversión com ún por las
m ism as penas; todo ello com pone al hom bre tal y com o es, y
debe fun dar la m oral que le conviene.
A. – No es tan fácil.
B. – No es tan difícil, pues m e inclino a creer al pueblo m ás
salvaje de la tierra, el otahitian o, que se ha dejado guiar escru-
pulosam ente por la ley de la n aturaleza, m ás próxim o a un a
buen a legislación que ningún pueblo civilizado.
A. – Porque le resulta m ás fácil deshacerse de su exceso de rus-
ticidad que a nosotros volver sobre nuestros pasos y reparar
nuestros abusos.

24 Cfr. Salón de 1767, Observaciones sobre el N akaz e Historia de las dos Indias,

libro XIX, cap. 14, sobre esta teoría que Diderot defendió particularm ente en la
década de 1770 a 1780 .

31
SUPLEMENTO AL VIAJE DE BOUGAINVILLE

B. – Sobre todo los referen tes a la unión del hom bre y la m ujer.
A. – Puede ser. Pero em pecem os por el principio. Interroguem os
buen am ente a la naturaleza, y veam os sin parcialidad lo que n os
responde a este respecto.
B. – Consiento a ello.
A. – ¿El m atrim onio existe en la naturaleza?
B. – Si en tendéis por m atrim onio la preferencia que un a hem bra
otorga a un m acho por encim a de los dem ás m achos, o la que un
m acho otorga a una hem bra por en cim a de las dem ás hem bras,
preferencia m utua en consecuen cia de la cual se form a un a
unión m ás o m enos duradera, que perpetúa la especie m edian te
la reproducción de los individuos, el m atrim onio existe en la
naturaleza.
A. – Pienso com o vos; pues esta preferen cia se observa n o sólo
en la especie hum an a sino tam bién en las dem ás especies ani-
m ales: da fe ese cortejo de m achos que persiguen a un a m ism a
hem bra en la prim avera de nuestra cam piña, y de los cuales sólo
uno obtien e el título de esposo. ¿Y el galanteo?
B. – Si enten déis por galan teo esa variedad de m edios enérgicos
o delicados que inspira la pasión ya sea al m acho, ya sea a la
hem bra, para obten er esa preferen cia que conduce al m ás dulce,
al m ás im portante y m ás gen eral de los goces, el galan teo existe
en la n aturaleza.
A. – Pienso com o vos. Testigo de ello, toda esa diversidad de
gentilezas practicadas por el m acho para gustar a la hem bra, y
por la hem bra para irritar la pasión y fijar la predilección del
m acho. ¿Y la coquetería?
B. – Es una m entira consistente en sim ular una pasión que no se
siente, y en prom eter una preferencia que no se otorgará. El m a-
cho coqueto se m ofa de la hem bra; la hem bra coqueta se m ofa
del m acho; juego pérfido que a veces conduce a las catástrofes
m ás fun estas; m aniobra ridícula por la que tan to el burlador
com o el burlado acaban castigados por igual por la pérdida de
los instantes m ás valiosos de su vida.
A. – Así la coquetería, según vos, n o existe en la n aturaleza.
B. – No he dicho eso.
A. -¿Y la constan cia?
B. – No os diré nada que n o haya dicho ya, y m ejor, Orú al cape-
llán. ¡Pobre vanidad la de dos niños que ni siquiera se conocen a
sí m ism os y que la em briaguez de un instante ciega frente a la
inestabilidad de todo lo que les rodea!
A. -¿Y la fidelidad, ese raro fenóm en o?
B. – Casi siem pre el em peño y el suplicio de todo hom bre honra-
do y de toda m ujer honesta.
A. -¿Los celos?

32
DENIS DIDEROT

B. – Pasión de un anim al indigente y avaro que tem e la escasez;


sentim iento injusto del hom bre; consecuencia de nuestras falsas
costum bres, y de un derecho de propiedad extendido a un ob-
jeto con sentim ientos e inteligen cia, con voluntad y libre.
A. – Así los celos, según vos, ¿no existen en la naturaleza?
B. – Yo n o he dicho eso. Vicios y virtudes, todo se encuentra en
la naturaleza.
A. – El celoso es tétrico.
B. – Com o el tiran o, porque es conscien te de ello.
A. -¿El pudor?
B. – Aquí m e arrastráis a un a clase de m oral galan te. El hom bre
no quiere ni que le turben ni que le distraigan en sus goces. Los
del am or se ven seguidos por un a debilidad que lo abandon aría
a m erced de su enem igo. A eso se lim ita la n aturalidad del pu-
dor. El resto es institución. El capellán subraya, en un tercer
inform e que no os he leído, que el otahitiano no se ruboriza por
unos m ovim ien tos involuntarios fruto de su excitación cuan do
se encuentra al lado de su m ujer, en m edio de sus hijas, que
asisten al fenóm eno espectadoras, a veces conm ovidas, nun ca
turbadas. En cuan to la m ujer pasó a ser propiedad del hom bre y
el goce furtivo de un a joven se consideró com o un robo, brota-
ron los térm inos de pudor, com edim ien to, decoro, virtudes y
vicos im aginarios, en una palabra, barreras entre un sexo y otro
que im pidieran invitarse recíprocam ente a la violación de las
leyes que se les habían im puesto, y que a m en udo produjeron
un efecto contrario, enardeciendo las im aginacion es e irritan do
los deseos. Cuando veo árboles plan tados alrededor de n uestros
palacios, y un a pren da de vestir que esconde un a parte y enseña
otra del pecho de una m ujer, m e parece reconocer un retorno
secreto a la selva, y una llam ada a la libertad prim era de n uestra
prim itiva m orada. El otahitian o nos dirá: «¿Por qué te escon -
des?, ¿de qué te avergüen zas?, ¿acaso estás haciendo daño
cuando cedes al im pulso m ás augusto de la n aturaleza? H om -
bre, preséntate fran cam ente si ves que gustas. Mujer, si ese
hom bre te conviene, recíbelo con la m ism a fran queza.»
A. – No os enfadéis. Si em pezam os com o los hom bres civili-
zados, casi siem pre acabam os com o el otahitiano.
B. – Sí; pero esos prelim inares de convención consum en la m i-
tad de la vida de un hom bre de genio.
A. – De acuerdo; pero ¿qué im porta, si ese im pulso pernicioso
del espíritu hum ano contra el que os habéis pronunciado hace
un m om ento, se ve reducido en la m ism a m edida? Un filósofo
de nuestros días, in terrogado sobre por qué los hom bres corte-
jaban a las m ujeres y no las m ujeres a los hom bres, respondió

33
SUPLEMENTO AL VIAJE DE BOUGAINVILLE

que era natural que se solicitara a quien estaba siem pre en posi-
ción de otorgar.
B. – Tal razón m e ha parecido desde siem pre m ás ingeniosa que
sólida. La naturaleza, indecen te si queréis, em puja indistinta-
m ente un sexo hacia otro; y en un estado del hom bre triste 25 y
salvaje que quizá no exista en ninguna parte…
A. -¿Ni siquiera en Otahití?
B. – No… La distan cia que separa a un hom bre de una m ujer la
fran quearía el m ás enam orado. Si se esperan, se rehúyen, se
persiguen, se evitan, se atacan , se defien den, es que la pasión,
desigual en su progresos, se concreta en uno y otro con desigual
intensidad. De donde acon tece que la voluptuosidad se expande,
se consum e y se apaga de un lado, cuan do com ienza apen as a
despertar del otro, lo que en tristece a am bos. Ésa es la fiel
im agen de lo que sucedería entre dos seres libres, jóvenes y
perfectam en te inocentes. Pero cuando la m ujer ha conocido, por
experiencia o educación, las consecuencias m ás o m enos crueles
de un m om ento de ternura, su corazón se estrem ece cuando se
le acerca un hom bre 26 . El corazón del hom bre no se estrem ece;
sus sentidos im peran y él obedece. Los sentidos de la m ujer se
explican, y ella tem e escucharlos. Es cosa del hom bre in tentar
distraerla de sus tem ores, em briagarla y seducirla. El hom bre
conserva todo el im pulso natural hacia la m ujer; el im pulso
natural de la m ujer hacia el hom bre, com o diría un geóm etra,
resulta de la com binación entre su relación directa con la pasión
y su relación inversa con el tem or, m ás una m ultitud de elem en -
tos diversos en nuestras sociedades, elem entos que concurren
casi todos a acrecentar la pusilanim idad de un sexo y la prolon-
gación de la persecución por parte del otro. Es una especie de
táctica donde los recursos de la defensa y los m edios del ataque
han seguido un trazado paralelo. Se ha consagrado la resisten cia
de la m ujer; se ha asociado la ignom inia a la persecución del
hom bre, violencia que no sería sino una ligera injuria en Otahi-
tí, y que se convierte en un verdadero crim en en n uestras
ciudades.
A. – Pero, ¿cóm o ha sucedido que un acto cuya finalidad es tan
solem ne, y al que n os invita la naturaleza por la atracción m ás
poderosa; que el m ás grande, m ás dulce, m ás inocente de los
placeres se haya con vertido en la fecunda fuen te de nuestra de-
pravación y de nuestros m ales?
B. – Orú se lo repitió diez veces al capellán : escuchadlo de nuevo
e intentad retenerlo.

25En las otras copias, en lugar de «triste» aparece «bruto».


26Cfr. Sobre las m ujeres. Artículo aparecido en la Correspondance littéraire de
Grim m en 1772, y que Sainte-Beuve tilda de «pequeña obra m aestra».

34
DENIS DIDEROT

Por la tiranía del hom bre que ha convertido la posesión


de la m ujer en una propiedad.
Por las costum bres y los usos que han gravado de condijo-
nes la unión con yugal.
Por las leyes civiles que han som etido el m atrim onio a
una infinidad de form alidades.
Por la naturaleza de nuestra sociedad don de la diversidad
de fortun as y rangos ha instituido con veniencias e inconve-
niencias.
Por una con tradicción extrañ a y com ún a todas las socie-
dades subsistentes, donde el n acim iento de un niño, siem pre
contem plado com o un increm ento de la riqueza de la nación,
constituye a m enudo y con m ayor frecuencia un acrecenta-
m iento de la indigen cia de las fam ilias.
Por los intereses políticos de los soberan os que no con -
tem plan sino el suyo personal y la propia seguridad.
Por las institucion es religiosas que han tildado de vicio o
virtud accion es que en sí no eran m oralm ente evaluables.
¡Qué lejos nos hallam os de la n aturaleza y de la felicidad!
El im perio de la naturaleza es indestructible, y por m ucho que
se le contraríe con obstáculos diversos, perdurará. Escribid en
tablas de bronce, com o diría Marco Aurelio 27, que el frota-
m iento voluptuoso de dos intestinos es un crim en , el corazón
del hom bre se verá desgarrado en tre la am en aza de vuestra
inscripción y la violencia de sus inclinaciones. Pero ese corazón
indócil no dejará de protestar, y cien veces a lo largo de la vida
perderem os de vista esas espantosas inscripciones vuestras.
Grabad en el m árm ol: «No com erás ni ixión, ni grifón 28 ; no
conocerás m ás m ujer que la tuya; no serás el m arido de tu her-
m an a.» No olvidéis aum entar los castigos en proporción a la
excentricidad de vuestras prohibiciones, os volveréis feroces,
pero n o lograréis desnaturalizarm e.
A. -¡Qué breve sería el código de las n aciones si se con form ara
rigurosam ente al de la naturaleza! ¡Cuántos vicios y errores se le
ahorrarían al hom bre!
B. -¿Queréis saber la historia abreviada de casi toda nuestra
m iseria? Hela aquí. Existía un hom bre natural; se introdujo en
el interior de dicho hom bre un hom bre artificial, y se desenca-
denó en la caverna una guerra con tinua que perdura toda la
vida. Ora el hom bre natural es m ás fuerte, ora es aplastado por
el hom bre m oral y artificial; y, en uno com o en otro caso, el

27Pensam ientos, VI, 13.


28Deuteronom io, 14, 13-14; Voltaire se había burlado ya de esos m ism os tabúes ali-
m enticios (m itológico y fabuloso, respectivam ente) en los Diálogos filosóficos, en
Zadig.

35
SUPLEMENTO AL VIAJE DE BOUGAINVILLE

triste m onstruo se encuentra desgarrado, aten azado, ator-


m entado, atado a la rueda 29 , gim iendo sin cesar, sin cesar
desdichado y, o bien un falso entusiasm o de gloria lo arrebata y
lo em briaga, o bien una falsa ignom inia lo doblega y lo abate.
No obstan te, se dan circunstan cias extrem as que retrotraen al
hom bre a su sencillez prim igenia.
A. – La m iseria y la enferm edad, dos gran des exorcistas.
B. – Vos las habéis nom brado. En efecto, ¿en qué quedan en-
tonces todas esas virtudes convencionales? En la m iseria, el
hom bre no sabe de rem ordim ien tos; en la enferm edad, la m ujer
no con oce el pudor.
A. – Bien lo he observado.
B. – Pero otro fenóm eno que tam poco se os habrá escapado es
que el retorno del hom bre artificial y m oral sigue paso a paso la
progresión del estado de enferm edad al estado de convalecen-
cia, y del estado de convalecencia al estado de buen a salud. El
m om ento en que la enferm edad cesa es el m ism o en que co-
m ienza n uevam en te la guerra intestin a, y casi siem pre con
desventaja para el intruso.
A. – Es verdad. Yo m ism o he com probado que el hom bre n atural
posee en la en ferm edad un vigor fun esto para el hom bre artifi-
cial y m oral. Pero a fin de cuentas, decidm e, ¿hay que civilizar al
hom bre o abandonarlo a su instinto?
B. -¿He de responderos con fran queza?
A. – Sin duda.
B. – Si os proponéis ser un tiran o, civilizadlo; enven enadlo lo
m ejor que sepáis con una m oral contraria a la naturaleza;
ponedle trabas de todo gén ero; dificultad sus m ovim ientos con
m il obstáculos; cargadle de fan tasm as que le asusten; eternizad
la guerra en la caverna, y que el hom bre natural perm anezca en
ella, encadenado a los pies del hom bre m oral. ¿Lo queréis feliz y
libre? No os inm iscuyáis en sus asun tos; bastantes incidentes
im previstos lo conducirán a la luz y a la depravación; y con-
venceos para siem pre de que esos sabios legisladores os han
m odelado y configurado com o sois, no por vos, sino por ellos.
Apelo a todas las instituciones políticas, civiles y religiosas.
Exam inadlas en profundidad y, o m ucho m e equivoco, o veréis
en ellas a la especie hum an a som etida de siglo en siglo al yugo
que un puñ ado de tunantes se prom etía im ponerle. Desconfiad
de aquél que quiera poner orden. Ordenar significa siem pre
hacerse el am o de los dem ás poniéndoles trabas; y los cala-
breses son casi los únicos a quienes los legisladores no hayan
em baucado aún con sus halagos.

29 Suplicio de Ixión .

36
DENIS DIDEROT

A. – Y esa an arquía de los calabreses, ¿os com place?


B. – Me rem ito a la experiencia, y apuesto a que su barbarie es
m enos viciosa que nuestra urbanidad. ¡Cuán tas pequeñ as
fechorías com pensan aquí la atrocidad de algunos grandes
crím en es de los que tanto se habla! Considero a los hom bres no
civilizados com o un a m ultitud de resortes dispersos y aislados.
Sin duda, si dos de esos resortes llegaran a chocar en tre sí, un o
u otro o am bos se rom perían . Para obviar tal inconvenien te, un
individuo de profunda sabiduría y de sublim e genio reunió esos
resortes y com puso una m áquina, y en esa m áquin a llam ada
sociedad todos los resortes eran activos, reaccion ando un os
contra otros, siem pre cansados; y en un día de legislatura se
rom pieron m ás que en un año de anarquía natural. Y ¡qué es-
truen do!, ¡qué destrozo!, ¡qué enorm e destrucción de pequeñ os
resortes, cuando dos, tres, cuatro de esas en orm es m áquin as
colisionaron en tre sí violentam en te!
A. – Así pues, ¿preferiríais el estado de naturaleza bruta y sal-
vaje?
B. – A fe m ía que n o sabría pronunciarm e; pero sí sé que se ha
visto en diversas ocasiones al hom bre de las ciudades despo-
jarse de todo para in tern arse en la selva, y nunca se ha visto al
hom bre de la selva vestirse e instalarse en la ciudad 30 .
A. – Se m e ha ocurrido con frecuencia que la sum a de los bien es
o los m ales era variable para cada individuo; pero tam bién que
la felicidad y la desdicha de un a especie anim al cualquiera ten ía
siem pre un lím ite infran queable, y que quizá nuestros esfuerzos
conllevaban siem pre al final tantos inconvenientes com o venta-
jas, de suerte que n os habíam os atorm entado para hacer crecer
los dos m iem bros de una ecuación entre los cuales subsistía una
eterna y necesaria igualdad. No obstante, no dudo que la vida
m edia del hom bre civilizado sea m ás larga que la vida m edia del
hom bre salvaje 31.
B. – Y si la duración de un a m áquina no es una justa m edida de
su m ayor o m enor cansancio, ¿qué concluís?
A. – Veo que a fin de cuentas os inclinaríais a creer que los
hom bres son m ás m alvados y desdichados cuanto m ás civil-
zados.
B. – No recorreré todas las regiones del un iverso; pero os advier-
to solam en te que no encontraréis la condición del hom bre feliz

30 Fórm ula idéntica en los Fragm entos diversos para la Historia de las dos Indias,
nº 12.
31 Se anuncia ya aquí este argum ento que lim ita el prim itivism o de Diderot y que

será desarrollado en la Refutación de Helvétius, secc. V, cap. 8 , p. 41, en los Frag-


m entos diversos para la H istoria de las dos Indias (n º 2 y nº 12), y en la Historia
m ism a (libro XVII, cap. 4, ed. De 1774) adonde fue a parar ese nº 12.

37
SUPLEMENTO AL VIAJE DE BOUGAINVILLE

m ás que en Otahití, y la soportable en un pequeño rincón de


Europa. Ahí unos am os tétricos y celosos de su seguridad se han
ocupado de m an tener lo que vos denom in áis el em brutecim ien -
to de los hom bres.
A. -¿Os referís a Ven ecia quizá?
B. -¿Por qué n o? No negaréis al m enos que en ningún lugar se
hallan m enos luces adquiridas, m enos m oral artificial y m enos
vicios y virtudes quim éricas.
A. – No m e esperaba el elogio de ese gobierno.
B. – Por eso no lo hago. Os indico sim plem ente una especie de
resarcim iento de la servidum bre que todos los viajeros han
sentido y preconizado.
A. -¡Pobre resarcim iento!
B. – Quizá. Los griegos proscribieron a quien añ adió un a cuerda
a la lira de Mercurio 32 .
A. – Y esa prohibición es un a sátira sangrante de sus prim eros
legisladores. La prim era era la que tenían que haber cortado.
B. – Me habéis com prendido. Allá donde hay un a lira, hay cuer-
das. Mien tras los apetitos n aturales sean sofisticados, contad
con la existencia de m ujeres m alvadas.
A. – Com o la Reym er.
B. – Y de hom bres atroces.
A. – Com o Gardeil.
B. – Y de desdichados por n ada.
A. – Com o Tanié, la señorita de La Chaux, el caballero Desro-
ches y la señora de La Carlière 33 . Es cierto que se buscaría en
vano en Otahití ejem plos de depravación com o los dos prim eros
y de desgracia com o los tres últim os. ¿Qué harem os pues? ¿Re-
torn arem os a la naturaleza? ¿Nos som eterem os a las leyes?
B. – Hablarem os contra las leyes insensatas hasta que las re-
form en, y m ientras tanto las acatarem os. Quien, escudado en su
autoridad privada, infringe un a ley m ala, autoriza a los dem ás a
infringir las buen as. Hay m enos inconven ientes en estar loco en
m edio de los locos que en ser el único cuerdo. Digám onos a
nosotros m ism os, repitám on os con voz atronadora que se ha
asociado la vergüen za, el castigo y la ignom inia a acciones
inocentes en sí m ism as; pero no las com etam os, porque la ver-
güenza, el castigo y la ignom inia son los peores de todos los
m ales. Im item os al buen capellán , m onje en Francia, salvaje en
Otahití.
A. – Revestir el hábito del país donde se está.

32 Tim oteo, poeta y com positor griego (450 -360 a. C.), fue en efecto condenado por

los jueces de Esparta por añ adir cuerdas a la lira.


33 Véanse respectivam ente Esto no es un cuento y La señ ora de La Carlière.

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DENIS DIDEROT

B. – Y sobre todo ser honrado y sincero hasta el escrúpulo con


seres frágiles que no pueden hacern os felices sin renunciar a las
ventajas m ás preciadas de nuestra sociedad. ¿Y qué ha sido de
esa niebla espesa?
A. – H a desaparecido.
B. – Y esta noche, ¿serem os libres de salir o de quedarnos?
A. – Dependerá, m ucho m e tem o, m ás de las m ujeres que de
nosotros.
B. -¡Mujeres, siem pre las m ujeres! No se puede dar un paso sin
tropezar con una.
A. -¿Y si les leyéram os la conversación en tre el capellán y Orú?
B. -¿Qué pensáis que dirían?
A. – No tengo ni idea.
B. -¿Y qué pensarían ellas?
A. – Quizá lo con trario de lo que dijeran.

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