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Mitos y leyendas de Chile y América

René Pulido Cifuentes

Edición, diseño y diagramación: equipo Edebé Chile

Ilustraciones de Carlos Miranda Zamora y Osvaldo Carvallo Molina

© René Pulido Cifuentes

© 2000 Editorial Don Bosco S.A.

Registro de Propiedad Intelectual Nº 1142


.95

ISBN: 978-956-18-1218-5

Primera edición impresa, mayo 2000

Primera edición electrónica, Febrero 2020

Editorial Don Bosco S.A.

General Bulnes 35, Santiago de Chile

www.edebe.cl

docentes@edebe.cl

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escrito del edtior.


Índice

Leyendas chilenas

“La Ciudad de los Césares”

“El Bosque Fray Jorge”

“Las Tres Pascualas”

“El sapo y la rana”

“El diablo del cerro Gulutrén”

“Licán Ray”

“La laguna del Inca”

“La leyenda del copihue”

“La Pincoya y las sirenas de Chiloé”

“La princesa Malloa”

“Casquels y Cuányip”

“El Caleuche”

““Juan Soldado””

“La Tirana del Tamaruga”l

“El hombre pájaro”

“Licarayén”

Leyendas americanas

“La “Difunta Correa””

“El ceibo”

“Las brujas de Argentina”

“El Diluvio Universal en América”

“El gusano de luz”

“La ciudad de piedra”

“Las cinco águilas blancas”


Leyendas

chilenas
La Ciudad de los Césares

Entre las leyendas de Chiloé, una de las

más importantes es la de la Ciudad de los

Césares. No sólo ha sido muy difundida en la

isla, sino que también ha motivado a hombres

provenientes de distintas latitudes a emprender

innumerables expediciones con el propósito de

encontrarla.

Para los isleños, la fabulosa ciudad se halla

situada entre los lagos Viedma, por el , rus y

Nahuelhuapi, por el norte. Mas los aventureros

que lograron llegar hasta sus muros perdieron

sus facultades mentales y perecieron, vagando sin

descanso por los inhóspitos parajes cordilleranos,

por lo que carecemos de testimonios fidedignos

sobre su localización efectiva.

Sin embargo, se asegura que algunos hombres

tuvieron la suerte de trasponer sus murallas, pues

de otra manera nada se sabría sobre esta ciudad

de ensueño. Entre ellos se encuentra un religioso

franciscano, quien per maneció en ella más de

tres años. Por sus referencias, se sabe que la


Ciudad de los Césares es maravillosa y que posee

una suntuosidad y una riqueza indescriptibles.

odoT en ella es de oro, piedras preciosas y

plata, desde los muros que la circundan hasta el

pavimento de sus calles, siendo lo más gracioso

y sobrecogedor su catedral de cuatro torres,

cuyas cúpulas de oro lucen incrustaciones de

piedras preciosas multicolores que refulgen

iluminando cada rincón de la ciudad. Esta

iglesia posee una campana gigantesca, de tan

grandiosas dimensiones que, si llegara a repcai,r

se escucharía en toda la Tierra y sus vibraciones

reducirían a polvo las cordilleras más altas del

planeta. Por esta razón, per manece silenciosa, y

así continuará hasta el día del Jucioi Final. Sólo

entonces tocará a vuelo, para que acudan todos

los mortales a conocer la Ciudad Encantada de

los Césares...

Emplazada sobre una suave colina en cuyas

faldas se encuentra un lago de azules y tranquilas

aguas, sus habitantes son hombres y mujeres

comunes, que viven felices porque nada les hace

falta. odoT allí es abundante. Nadie trabaja;

no saben de enfer medades ni de dolores; nadie

nace ni muere, ya que sus pobladores son los


mismos que milenios atrás construyeron la

ciudad. Tampoco envejecen. ¿Puede sorprender,

entonces, que tantos hombres hayan arriesgado

la vida en su afán por redescubrirla?

Esta leyenda tiene su origen histórico en un

hecho protagonizado por el capitán Francisco

C
,arsé en 1528. En aquella época, Sebastián

Caboto, un marino veneciano al servicio de

España, poco antes de partir a las minas del río

,yu
agrP
a autorizó al capitán Francisco César a

que, en compañía de catorce soldados, fuera a

descubrir las minas de oro y plata que, según se

contaba, existían tierra adentro.

César inició su expedición en noviembre del

año 1528 desde el fuerte Sancti Spiritu, que

fuera construido por Caboto a orillas del río

Carcarañá. Para cumplir mejor su cometido,

dividió a su gente en tres grupos, que tomaron

distintas rutas.

Dos meses después, en febrero de 1529, César

regresó con siete de sus compañeros cargados

de oro y plata, y contando maravillas acerca de

las fabulosas riquezas que existían en la comarca

que habían visitado. De lo que ellos dijeron, sólo

se rubrica: “Hemos visto grandes riquezas de oro


y plata; también, piedras preciosas”.

El resto fue agregado por la imaginación

popular; cada cual puso algo en ello. Y así fue

tomando for ma la leyenda de la Ciudad de los

Césares. Acerca de esta aventura misteriosa

existen varias versiones.

Hay quienes aseguran que la ciudad encantada

se encuentra en las soledades patagónicas,

y relacionan el origen de la leyenda con los

náufragos de la armada del obispo de Plasencia.


El Bosque Fray Jorge

Allá por el año 1627, llegó hasta las playas de

la ciudad de La Serena una balandra tripulada

por dos marineros españoles y un inglés

conocido como oJgre, que se había incorporado

a la embarcación cuando luchaba contra el mar

embravecido, después del naufragio de su barco.

Como este marinero inglés era profundamente

católico, mientras combatía contra la despiadada

fuerza de las olas frente a lo que hoy es la playa

de Las Cuatro Esquinas, sin esperanza alguna

de salvación, se hizo el firme propósito de vestir

el hábito de la religión del primer hombre que

encontrase al pisar tierra firme.

Así, cuando desembarcó, junto con los

marineros que lo habían salvado de morir

ahogado, vio pasar a un lego franciscano que

tiraba de una cuerda a un asno gordo y rollizo,

mientras recolectaba pescados, mariscos y algas

en la playa.

Al instante, el inglés Jorge se le acercó y le

habló, diciéndole:
–Padre, he salvado de morir ahogado porque

me encomendé a Dios, y le prometí que, si

sobrevivía, me haría monje, y eso es lo que deseo

hacer ahora mismo: cumplir mi promesa.

El cura lo escuchó muy atento, le sonrió y

le respondió que si ese era su deseo, él no se

opondría.

–Hijo mío, los designios de Dios no pueden ser

resistidos por el hombre. ,neV súbete a la g rupa

de mi asno y vamos al convento. Que se cumpla

la voluntad del .ñ
roS
e

Así fue como el inglés Jorge llegó poco

después al monasterio de San Francisco , y tras

entrevistarse con el ,orp


ir fue aceptado y se unió

a la comunidad.

Pasó el tiempo. Después de seis años de vida

conventual, todos querían y respetaban al

marinero oJgre, pues era un modelo de humildad

y mansedumbre. Su fama llegó a tal extremo,

que muchos creyeron que se trataba de un santo

enviado por Dios a la ciudad.

Por esos días, los monjes franciscanos no

habían podido terminar la construcción de su

iglesia porque les faltaba madera; sobre todo,

no tenían medio de proporcionarse los troncos


largos necesarios para hacer las vigas del techo.

Los frailes estaban muy tristes , y por supuesto,

esto lo sabía muy bien fray og.erJ

Así las cosas, un buen día este se presentó

ante su superior y le contó que le había estado

rogando a Jesús que le ayudase a concluir lo

antes posible la construcción del templo.

–Padre Supeori,r anoche tuve un sueño

muy hermoso –dijo–. Soñé con Dios, y me ha

ordenado algo...

–Hijo mío, las órdenes de nuestro Señor

siempre deben ser cumplidas. Dime, ¿de qué se

trata esta vez?

–Me dijo que , yoh en cuanto despertase,

tomase una carreta con bueyes y me dejase llevar

por el camino hasta donde quisieran conducir me

los animales.

–Pues, entonces, así se hará.

–Padre Supeori,r será preciso que autoricéis

que me ausente del convento y que me leve una

carreta de bueyes conmigo.

Al día siguiente, muy de madrugada, fray

Jorge salió del convento sin rumbo fijo. laT

como lo había escuchado en su sueño, siguió a

los mansos animales, que lo condujeron hasta


un bosque frondoso. No mucho tiempo tardó el

monje en cargar completamente la carreta con

largos troncos. De regreso a la Congregación, la

población quedó estupefacta ante aquello que les

pareció un milagro, y ya no tuvieron dudas de

que ese hombre era un santo.

Desde entonces, aquel bosque lleva el nombre

de Fary oJgre, en memoria del franciscano

que cortó las maderas con que se terminó de

construir la iglesia de San Francisco, en La

Serena.
Las T
esr Pascualas

En Concepción, Octava Región, aún existe la

Laguna de las seT


r Pascualas. Su nombre evoca

el nombre de tres mujeres que lo llevaban de

nacimiento, hecho usual en los pueblos de la

zona, cuyas familias acostumbran bautizar a sus

niños, honrándolos con el recuerdo de su santo

patrono.

Se cuenta que las seT


r Pascualas fueron

tres lavanderas que, hace ya muchos años, se

pasaban el día a orillas de la laguna lavando

sus ropas mientras cantaban y esperaban, muy

contentas, la llegada del amor a sus vidas.

Una mañana, en que el sol parecía más

brillante y los pájaros trinaban más alegres,

se acercó a ellas un hombre que reunía las

cualidades soñadas por las tres jovencitas. Era un

muchacho joven, risueño y de ojos verdes como

el agua de la laguna.

El recién llegado habló a las mujeres por

separado y conquistó el corazón de las tres.

Cuando estas se dieron cuenta de que habían


sido seducidas por el extraño, comenzó la

discordia. Y entonces vinieron los días sin alegría

y se olvidó la amistad entre las lavanderas. Ahora

se trataban con recelo y sus cantos sólo referían

historias de traiciones y desventuras.

Pasado un tiempo, y sin que se supiera por qué,

el seductor desapareció del ug.lar Nadie volvió

a verol. Las tres muchachas quedaron sumidas

en una profunda tristeza y sus lágrimas cayeron

en tal abundancia sobre la laguna, que hicieron

subir el nivel de sus aguas. Al paso de soles y

lunas, sin embargo, las jóvenes se reconciliaron.

Lavando y lavando, llegó el día en que el olvido

anidó en sus corazones y se tragó para siempre

el recuerdo de aquel mal m


.aro Hasta aquí

una de las versiones de la historia de las tres

muchachas enamoradas que unieron su suerte al

nombre de la laguna. Mas los penquistas añaden

una variación a esta leyenda, exacerbando la

misteriosa imagen de las Pascualas.

En efecto, se dice que tres jovencitas vestidas

de blanco, a quienes nadie conocía, empezaron

a acudir cada noche a tejer donde las hilanderas

del pueblo. La gente les tomó cariño porque

siempre estaban alegres, aunque muchos creían


ver en ellas algo de encantamiento, pues ninguna

mujer del lugar podía igualárseles ni en agilidad

ni en precisión al .ralh
i

A este hecho se agregaba que, en cuanto se

daban las campanadas de las once de la noche,

las tres muchachas interrumpían abruptamente

su ,aborl tomaban sus ruecas y husos, y se

marchaban. Nadie sabía adónde se dirigían

con tanta prisa, y nadie entendía por qué

desaparecían con la misma premura con que

habían llegado.

Los pobladores, que ignoraban sus verdaderos

nombres, sólo se referían a ellas como las seT


r

Pascualas, “las hermanas del lago”, o “las

blancas hijas del lago”, ya que siempre parecían

venir desde esa dirección y hacia allá dirigían sus

presurosos pasos cuando el reloj daba las once en

punto.

Poco a poco, los jóvenes comenzaron a

sentirse muy atraídos por aquellas misteriosas

muchachas, hasta el punto de que muchos de

ellos habrían hecho cualquier cosa por conseguir

su m
.aro El más enamorado era el hijo de un

acaudalado campesino de la comarca. No se

cansaba de admirar la irresistible belleza de las


lavanderas ni de escuchar sus melodiosas voces.

Y cuando por las noches las veía alejarse tan

de prisa y tan temprano, su corazón quedaba

apesadumbrado.

Cierto día de festejos, al joven se le ocurrió

atrasar en una hora el reloj del pueblo. Esa

noche era tanta la alegría que había en aquel

ug,lar que nadie se dio cuenta de que el tiempo

pasaba con más lentitud que de costumbre. Así,

cuando el reloj dio once campanadas, siendo

en realidad la medianoche, las tres hermanas,

como siempre, recogieron sus implementos y se

marcharon.

A la mañana siguiente, algunos pescadores que

pasaban por las orillas del lago escucharon unos

lastimeros gemidos bajo la superficie del agua , y

horrorizados, vieron aparecer ante sus ojos tres

enormes manchas de sangre. Aquella misma

mañana, el enamorado hijo del rico campesino

se enfermó de un misterioso mal que, poco

después, le arrebató la vida.

Desde aquel desgraciado incidente, las tres

hermanas no regresaron nunca más a tejer

con las hilanderas de Concepción. Sus alegres

cantos, su dulzura y sus gracias jamás volvieron


a deleitar a los esforzados lugareños. Se cuenta,

sin embargo, que en las noches de luna llena

aparecen las siluetas de las tres muchachas en el

centro del lago, cantando, riendo y agitando sus

hermosas cabelleras al compás del viento.

¿Qué fue lo que realmente sucedió? ¿Por qué

las tres hermosas doncellas desaparecieron

para siempre? Nadie lo sabe en verdad.

Desaparecieron para siempre las seT


r Pascualas,

pero los ancianos aseguran que ellas no

han muerto. Dicen que viven en un palacio

encantado en el fondo de la laguna, y que

per manecen allí para no volver a ,riu


rsf nunca

más, una decepción amorosa.


El sapo y la rana

Una tribu araucana del extremo sur de Chile,

hace muchísimos años, tenía por jefe a un

valiente y apuesto guerrero de nombre Paicaví.

Sus súbditos lo querían y respetaban tanto por

su arrojo y valentía, como por sus preciadas

cualidades humanas. Y no sólo en su pueblo era

estimado; también en las aldeas vecinas.

En uno de esos pueblos gober naba un cacique

que tenía una hija tan hermosa como hermoso

era su nombre: Ollagua. Paicaví estaba muy

enamorado de ella y aspiraba a convertirse

en su esposo. Como ambos tenían edad para

comprometerse, un día el joven guerrero envió

a sus emisarios ante el padre de su amada,

obsequiándole en ese acto gran cantidad de

presentes, al tiempo que le anunciaba la fecha en

que lo visitaría.

Cuando llegó el momento del encuentro, los

vecinos del pueblo vestían sus mejores galas.

Paicaví se postró ante el cacique, le presentó

sus respetos , y sin tardanza, pidió la mano de la


bella Ollagua. Con mucho agrado, y tras elogiar

a su hija, el cacique llamó a la muchacha para

preguntarle cuál era su voluntad. Ella dio su

consentimiento y enseguida se fijó la fecha de la

boda para cinco lunas después. Hasta ahí, todo

parecía desarrollarse sin contratiempos.

Peor entre los araucanos, como en la mayoría

de los pueblos de nuestra Tierra, existen algunos

sucesos que son interpretados como malos

augurios. Esto fue lo que inquietó, por esos días,

el espíritu de aquellas buenas gentes.

Lo primero ocurrió cuando los emisarios

de Paicaví visitaron al anciano cacique y lo

encontraron dormido, hecho que consideraron

una señal evidente de mala suerte. Poco

después, en la presentación de los jóvenes,

cuando la machi de la tribu quemaba yerbas

para consagrar el momento, el humo ascendió

en espirales en vez de elevarse en línea recta.

Esto hizo que se levantaran intranquilas voces

pidiendo se apagara el fuego, puesto que tan

funesto signo presagiaba la infelicidad de los

novios.

Ollagua, presa de la inquietud, obsequió a su

prometido una hermosa piedra verde, símbolo


de felicidad, mientras Paicaví, a su vez, rompió

su cuchillo golpeándolo fuertemente contra una

piedra ritual, a fin de prevenir las desventuras e

infortunios que se anunciaban.

Para el día de la boda, estos hechos ya se

habían olvidado. El pueblo cantaba, bailaba

y reía; demostraba vivamente su felicidad.

La novia, primorosamente engalanada y

a la diestra de su padre, presidía aquellas

festividades en su ho,nor en tanto el gallardo

Paicaví, algo intranquilo, procuraba ocultar su

temor gastando bromas y jugueteando con sus

hermanos de la tribu.

Cumplidos los ritos y solemnidades de la

ceremonia, el toqui de la tribu unió a la pareja

en matrimonio. Enseguida hubo grandes

manifestaciones de júbilo y se dio inicio a una

fiesta que se prolongó hasta entrada la noche. Al

terminar los festejos, los lugareños despidieron a

los recién casados y estos comenzaron a retirarse

a sus aposentos. Mas en el momento en que la

Luna asomaba con redoblada luminosidad en

el cielo, y proveniente del sendero que conducía

a la laguna cercana al pueblo, se escuchó una

misteriosa voz que, con irresistible poder de


atracción, repetía el nombre del joven guerrero.

La gente quedó paralizada, clavados sus pies en

el suelo.

Ante el asombro del cacique, de Ollagua y

de todos los presentes, Paicaví echó a andar

en dirección a la laguna, sin poder resistirse a

aquel llamado. La gente, que lo seguía a cierta

distancia, intentó en vano convencerlo de que

detuviera su marcha; hasta se abalanzaron sobre

él para impedirle el paso, pero todo fue inútil.

Un impulso poderosísimo lo llevaba hacia la

laguna.

“¡La Luna, diosa de las aguas, no aprueba

la boda de Paicaví y Ollagua!”, dijeron los

indígenas, mientras la veían descender a la

laguna e iluminar sus aguas, al tiempo que atraía

los pasos del encantado guerrero. Entonces,

todos en la aldea, a una voz, invocaron al

Dios Supremo del Bien para que conjurara el

sortilegio.

Y el Dios del Bien los escuchó. En el momento

en que Paicaví alcanzaba el borde de la laguna,

se detuvo, y los allí presentes pudieron observar

que dos fuerzas se disputaban el espíritu del

guerrero: una intentaba arrastrarlo hacia las


aguas y alejarlo de su joven esposa, y la otra

procuraba apartarlo de ella. Después de unos

segundos de tensión, pareció como si Paicaví

se liberase de algo, giró sobre las plantas de

sus pies y empezó a correr desesperadamente

en dirección a Ollagua. El Dios del Bien había

triunfado, para regocijo de todos.

Peor muy poco les duraría la felicidad. Entrada

esa noche, cuando aquellas gentes, cansadas ya

de tanto am
cl,ar cantar y ,ab
rlai se entregaron

al sueño después de festejar el triunfo del Dios

del Bien, se produjo un nuevo suceso extraño.

Las aguas de la laguna comenzaron a subir

poco a poco hasta rebasar su lecho y llegar a

las mismas lindes del poblado. Allí se for mó un

arroyuelo del cual se desprendió un hilo de agua

que penetró en la choza donde, profundamente

dormidos, reposaban los jóvenes esposos. El agua

mojó los pies de Paicaví , y enseguida, retornó a

la laguna, que lentamente volvió a aquietarse.

Fue como si nada hubiera sucedido.

A la mañana siguiente, la joven doncella

despertó sobresaltada al no encontrar a su

amado en el lecho.

–¡Paicaví! ¡Esposo mío! –gritó Ollagua, una y


otra vez.

A todos preguntó por él, pero nadie lo había

visto.

Entonces oyó una voz que parecía venir de

muy lejos. Era la de Paicaví, diciendo que se

había marchado y que no regresaría nunca más

junto a ella.

Consternada, Ollagua miró a su areldedo,r

tratando de identificar el lugar de donde venía

aquella voz. Instintivamente, empezó a seguir

la huella dejada la noche anterior por el hilillo

de agua , y con eutspo,r descubrió que, a medida

que se acercaba a la laguna, más nítida podía

escuchar la voz de Paicaví.

Anhelante, apresuró el paso hasta que alcanzó

las orillas húmedas de la laguna. Permaneció

unos instantes observando el ug,lar sin moverse,

sin siquiera pestañea.r De pronto, emergió

del agua un animalito horrible y desconocido,

pequeño, de color verdoso y ojos también verdes,

que se le acercó a brincos y le clavó su triste

mirada. La turbada muchacha escuchó la voz

de su amado saliendo de aquella criatura, que se

despedía una vez más de ella.

, Y a saltos otra vez, se hundió en las profundas


aguas de la laguna.

Inconsolable, la indiecita comprobó que

la Luna había convertido a Paicaví en sapo.

Llorando, se arrodilló y elevó una plegaria a la

diosa de las aguas, suplicándole le per mitiera

reunirse con su esposo. La Luna, conmovida por

el amor sincero de Ollagua, accedió a sus deseos

, y como por encanto, la transfor mó en otro

animalito, parecido al sapo, pero un poco más

agraciado. De un gran brinco desde la orilla, se

sumergió en la líquida y pantanosa superficie en

busca de su compañero.

Cuenta la leyenda que así fue como nacieron el

sapo y la rana, y que cuando ambos salen de las

aguas a croar por las noches, es porque han visto

a la Luna reflejada en la superficie líquida, a la

que agradecen por haberlos unido para siempre

en los cuerpos de esos animalitos brincadores.


El diablo del cerro Gulutrén

Peumo es una pequeña localidad encajonada

al interior de la Sexta Región, y lo cierto es que

se trata de un pueblo rico en tradiciones, algunas

un tanto novelescas; otras, más o menos pícaras,

pródigas en galanterías y terrores. En el pasado,

estas historias solían contarse en voz baja, con un

aire de misterio y secreta complicidad.

Según la tradición popua,lr el diablo llegaba

de vez en cuando a hacer algunas de sus

bellaquerías hasta el hermoso cerro Gulutrén,

primero de una cadena de suaves colinas

situadas al norte de Peumo. En ocasiones así, y

para cumplir sus malévolos propósitos, tomaba

la apariencia de un criollo.

Durante algún tiempo, vestido como un huaso

endomingado, el diablo se presentaba sobre un

hermoso caballo negro, con el que competía en

los rodeos; bailaba cueca con las despreocupadas

mozas del pueblo, y hasta payaba como el m


,orje

acompañado de una guitarra. Los únicos lugares

donde nunca se le vio fueron los velorios de


angelitos y las iglesias. Claro, no le gustaban ni

los campanarios ni las cruces.

Señalada era, entre sus aficiones, el juego de la

rayuela, y cuando bajaba del cerro a practicar

este deporte, se le reconocía de inmediato,

porque extendía sobre la cancha una gruesa

lienza de varios metros de largo. En los primeros

tiempos, siempre resultaba vencedo.r Peor una

vez que se despertó la sospecha acerca de sus

artes mágicas, cuando llegaba el turno de que

lanzara los tejos, los campesinos del lugar hacían

cruces con los dedos para evitar que el extraño

forastero diera en “la quemada”. Molesto por

la maña de los huasos, el diablo decidió jugar

solo, y así lo hizo por algún tiempo, hasta no

encontrar nuevas diversiones.

Lo cierto es que el curita López estaba siempre

en guardia frente a este “hombre” tan nsigual,r

que a diario incitaba a la gente a entrar en las

tabernas, dejándole vacía la iglesia. Además,

apenas aparecía, los animales corrían a

esconderse entre los bosques, lo que perjudicaba

el trabajo y dificultaba el traslado de los

pobladores. Llegó un momento en que el cura

López estimó que la cosa se estaba poniendo gris


oscura y se inquietó: la gente había comenzado

a perder sus buenos hábitos y a holgazanear. Y

como si fuera poco, más de una vez se escuchó

cantar a las monjitas, en pleno claustro, unas

cuecas de versos bastante subidos de tono;

aunque desde luego, no eran ellas las que

cantaban realmente, sino el Maligno a través de

sus candorosos labios. Peor este llegó al extremo

de su bribonería el día en que decidió esconder a

las religiosas.

El cura López no las encontró en la iglesia; las

buscó por todas partes y grande fue su sorpresa

cuando las vio, felices de la vida, encaramadas

sobre el techo del templo.

–... ¡Santo Dios!... ¿Qué hacen ustedes ahí? –

exclamó.

–No sabemos cómo llegamos aquí, padre

López –le respondió, azorada, una de ellas–. Lo

único que recordamos es que de pronto sentimos

mucho calor y nos vimos arrastradas por una

brisa que nos levanto hasta acá...

T
asr hacerlas descende,r sirviéndose de un

escalera, el sacerdote se convenció de que aquel

suceso tan inexplicable sólo podía ser obra del

“Garrudo”, como él apodaba al diablo. Encerró


a las monjitas bajo siete laves en las celdas del

convento , y después de hacer las oraciones,

comenzó a pensar en la for ma de librarse de

aquel indeseable.

odoT pareció volver a la nor malidad, hasta que

un día, a pesar de las siete laves que protegían

a las religiosas, estas amanecieron en la cima del

cerro Gulutrén. El cura estaba desolado. Cuenta

la leyenda que desde el cerro se escuchaban

espeluznantes carcajadas, que estremecían a los

pobladores.

Así las cosas, el cura López reunió a todos

los campesinos de la zona y los invitó a que lo

ayudasen a deshacerse del Garrudo.

–Her manos –dijo–, entre todos tendremos que

hacer algo. Esto no puede seguir así.

–¿Y cómo podemos ayudar nosotros, padre?

–Se me ha ocurrido una idea –dijo el cura–:

organizaremos una colecta , y con el dinero que

juntemos, vamos a levantar una enorme cruz

de madera en la cima del cerro Gulutrén. Así

espantaremos al Garrudo, para que se vaya y nos

deje en paz.

–¡Eso vamos a ,harec padre! –gritaron todos a

coro.
–Además –agregó–, cada uno de los que

suban al cerro el día que coloquemos la primera

piedra, deberá llevar un ladrillo para construir el

cimiento.

Así fue como sobre una peana de doce metros

de altura, se levantó una gran cruz de madera

de robel, y todo anduvo muy bien durante

algún tiempo. Peor un día cualquiera, la cruz

de madera apareció cortada en dos: el diablo

había regresado. A esta desgracia se sumó la

misteriosa desaparición del cura López. ¿Había

muerto? ¿Se había marchado del pueblo? Lo

cierto es que, de la noche a la mañana, no hubo

rastros del sacerdote, lo que dejó el camino

libre para que los lugareños de Peumo cayeran

nuevamente en ese ritmo de vida despreocupado

y pecaminoso, con el demonio haciendo las de

Quico y Caco.

A los pocos meses, sin embargo, llegó otro

religioso a la comarca. Se trataba de Eliseo

Fernández, hombre enérgico que, una vez

enterado de lo que sucedía, optó por lo más

simple: levantar una nueva cruz, pero esta vez

de hierro, es ,rdice a prueba de serrucho... y de

diablos. Entonces sí que el Malo desapareció


para siempre del pueblo, aunque los lugareños

aseguran que aún anda suelto por los campos.

Y acaso esté escondido en las cercanías y siga

urdiendo sus siniestras barrabasadas.


Licán Ray

odoT comenzó cuando un valeroso soldado

español se hubo separado de sus compañeros , y

luego de perder su caballo, se echó a andar sin

rumbo en medio de una tierra extraña.

Al llegar a un pequeño promontorio, divisó las

aguas de un lago al que sabía los indios llamaban

Calafquén. Estaba ya muy cerca cuando notó

que algo se movía en él y que alguien entonaba

una canción en una lengua que él desconocía.

Observando más atentamente, descubrió a una

joven indígena de extremada belleza que secaba

sus cabellos al sol.

Se acercó hasta donde estaba, pero como no

quería atemorizar a la jovencita, comenzó a

tararear la misma canción que ella cantaba.

La muchacha lo vio y se quedó expectante...

Durante largo rato ambos sólo se miraron en

silencio, hasta que él sonrió y ella le devolvió la

sonrisa. Cantando y riendo, se hicieron amigos.

Se presentaron. La joven india extendió su

mano hacia el soldado y le dijo : A


u
“im
l anche”
(hombre blanco), y después, señalándose a sí

misma, exclamó: “Licán Ray” (flor de la piedra

mágica). Fue así como Aliumanche, el soldado

español, y Licán , yaR la muchacha indígena, se

conocieron y comenzaron a amarse. Y fue tanto

el amor que creció entre ambos, que decidieron

per manecer en los bosques de Arauco.

El cacique Curilef, padre de Licán , yaR era un

jefe poderoso y muy temido en la zona. Después

de varios días de ausencia, añoraba el regreso de

su adorada hija. T
m
aeí que los espíritus malignos

la hubiesen arrebatado o que hubiese muerto en

las aguas del lago o en el torrente de algún río,

pero lo cierto es que en el fondo de su ser sabía

que ella estaba viva, y esperaba su regreso.

Un día, un guerrero de la tribu habló al viejo

cacique:

–Sé dónde está tu hija... –le dijo–, la he visto.

–¿Dónde? –preguntó, ansioso, Curilef.

–Está escondida en lo profundo de un bosque...

pero ella no está sola...

–Entonces dime con quién está.

–La he visto acompañada de un hombre

blanco. Ambos se ven muy felices, y parece que

se aman, gran cacique.


T
asr cavilar unos momentos, C u r i l e f resolvió

enviar a sus mejores guerreros a buscarla. Y les

ordenó:

–Ustedes deberán dar muerte a ese hombre

blanco y traer a mi hija de regreso a la tribu.

–¿Y si Licán Ray se opone? –preguntó,

inquieto, un guerrero.

El cacique C u r i l e f no vaciló en responder:

–En ese caso, ella también deberá .rm


iro

Así fue como, al día siguiente, los guerreros de

la tribu salieron en busca de Licán . y aR

Entretanto, la muchacha y Aliumanche

vivían sin sombras la alegría de su m


.aro Ella,

sin embargo, sabía que, ante su ausencia

inexplicable, más temprano que tarde saldrían

en su busca.

–Amado mío –dijo al soldado–, en mi tribu ya

deben haber notado mi ausencia, y no pasará

mucho tiempo antes que vengan por mí...

–¿Y qué haremos entonces? –preguntó él.

–Tenemos que . riuh

–¿Y a dónde...?

–Haremos una balsa y nos dirigiremos hacia

alguna de las islas que hay en el centro del lago.

–Pues pongámonos a trabajar de inmediato


–dijo él–. Nadie pondrá obstáculos a nuestro

.m
rao

Construyeron una balsa de troncos y huyeron

al interior del lago. Llegaron a una isla y allí

los amantes se sintieron seguros. Peor no

podían protegerse del frío, pues temían que,

al hacer fuego, el humo delatara su presencia.

Sopló el viento del norte, que trajo las lluvias,

muchos días de lluvia, y luego, un frío mucho

más intenso. Los amantes, creyendo que los

perseguidores habían renunciado a su búsqueda,

decidieron prender fuego, ya que de lo contrario

perecerían congelados. Así lo hicieron, y una leve

columna de humo se levantó hacia el cielo desde

la islita del centro del lago.

No imaginaban que los guerreros enviados por

C u r i l e f seguían afanados tras sus pasos ni que

al descubrir el humo , y con él, la proximidad de

los amantes, gritarían de alegría, satisfechos de

poder cumplir las órdenes del viejo cacique. Peor

el viento llevó hasta la isla el eco de la distante

algarabía, y Licán Ray comprendió que habían

sido descubiertos.

Los jóvenes amantes se dispusieron a partir

nuevamente. Esta vez, con unos viejos troncos


que amarraron unos a otros, construyeron una

nueva embarcación para poder alcanzar una

isla aún más lejana, a un extremo del lago. Peor

ni este ni ningún otro refugio de allí en más les

resultaría invulnerable, pues adondequiera se

trasladasen, siempre eran descubiertos por los

hombres del cacique Curilef. Sin embargo, y por

increíble que parezca, nunca fueron atrapados;

se perdieron en el tiempo y la distancia. Jamás se

encontraría a los amantes de Calafquén.

Hoy en día, a orillas del lago, existe un

pueblecito llamado Licán . yaR Se dice que,

en las tardes de primavera, suele divisarse una

columna de humo muy lejana. T


sd
o saben que

son Licán Ray y su amado soldado español.


La laguna del Inca

Mucho antes de la llegada de los españoles

a América, los incas que habitaban el Perú

extendieron su poderoso imperio hasta Chile,

donde alcanzaron las mismas riberas del río

Maule, en la Séptima Región. Celebraban sus

ceremonias religiosas en las montañas, y esta es

la razón por la cual en los volcanes de casi todo

el norte chileno, y también en el cerro El Plomo,

cercano a Santiago, se hayan encontrado varias

momias y diversas construcciones rituales o

“huacas”. Los incas, de acuerdo con su tradición,

se consideraban hijos del Sol, lo que explica que

siempre realizaran sus actos religiosos en las

grandes alturas.

La fiesta nupcial del príncipe inca I-ilYanqui

y la bella princesa Kora-Lle se celebró en una

cumbre, a los pies del cerro Aconcagua, el más

alto del macizo andino. Y debe haberse llevado

a cabo muy cerca de la laguna que da origen a

esta leyenda, en la que se menciona un “lago de

aguas muy claras”.


La leyenda también recuerda que la princesa

era una her mosísima joven, la más bella de todo

el vasto imperio inca; fina y delicada, de ojos

profundos, muy dulces, y de un maravilloso color

esmeralda. El príncipe la amaba con locura.

Una vez finalizado el ceremonial de la boda, la

princesa, para cumplir el rito establecido, debía

descender lentamente la escar pada y peligrosa

ladera, seguida de su séquito. No era, en modo

alguno, un descenso fácil, considerando el peso

del vestido y los adornos nupciales, además de

la recargada trama de joyas con que se había

engalanado. El sendero era estrecho, pedregoso

y estaba flanqueado por enormes precipicios de

roca casi verticales.

De pronto, y sin causa aparente, sólo en

cumplimiento de un trágico destino, la princesa

trastabilló, resbaló y cayó al vacío desde un alto

risco. Su g rito de espanto y el de sus doncellas

fue repetido lastimosamente hasta el infinito por

el eco de las montañas.

Illi se lanzó en una desesperada carrera,

bajando por las gargantas de piedra y tierra en el

intento de socorrer a su amada.

–¡Princesa!, ¡princesa! –gritaba como un


enloquecido.

Cuando al fin llegó hasta ella, comprendió de

inmediato que su esfuerzo había sido vano: sólo

pudo estrechar entre sus brazos el cuerpo inerte

de la infortunada muchacha. Se dice que, pese a

la horrible caída, su hermoso rostro conservaba

una dulce y singular serenidad.

El príncipe I-ilYanqui no aceptó que se hiciera

un entierro común para la princesa. Ordenó que

su cuerpo fuera depositado en las aguas de la

laguna, ya que, según él, ningún sarcófago hecho

por manos humanas sería comparable a esa

sepultura.

Envuelto en blancos linos, el grácil cuerpo

de la muchacha descendió a lo profundo de las

aguas, ante la mirada llorosa del séquito nupcial.

Fue entonces cuando sucedió el prodigio: poco

a poco, el agua, que reflejaba el intenso azul del

cielo, comenzó a cambiar de color y a tomar la

tonalidad esmeralda de los hermosos ojos de la

difunta Kora-Lle.

La leyenda agrega que, día tras día, desde la

mañana hasta la noche, el Inca veló a su amada

sin dejar de mirar un solo instante las aguas

ahora verdes de la laguna... por el resto de su


vida, hasta que lo sorprendió la muerte.

Desde aquel acontecimiento ya remoto, la

laguna es conocida como Laguna del Inca.


La leyenda del copihue

Mucho antes de la llegada de los

conquistadores españoles a tierras chilenas,

vivía en medio de la selva araucana, entre

Maule y Llanquihue, una hermosa y muy joven

doncella, que se pasaba largas horas en aquel

vergel natural, siempre triste y solitaria. Nada

la distraía; nadie era capaz de arrancarle una

leve sonrisa de los labios. Su padre, un poderoso

cacique de la zona, la colmaba de regalos:

collares preciosos, ricos manjares y hermosas

mantas multicolores, pero con ellos no conseguía

sacarla de su abatimiento.

Hasta de los lugares más apartados de la

Araucanía acudían continuamente valerosos

guerreros a solicitar su mano, pero la hermosa

muchacha, después de mirarlos detenidamente

con sus maravillosos ojos, movía la cabeza,

suspiraba y regresaba sola al espléndido boscaje.

Era una esplendorosa noche de Luna llena

y la joven no podía dormir. Se levantó y salió

a caminar y a admirar una vez más aquel


paisaje que le era tan afmai,lri suspirando más

lánguidamente que nunca. De pronto, oyó que

otro suspiro le respondía desde una quebrada

cercana. Una dulce voz le decía, susurrando, que

era una doncella muy hermosa.

Ella se acercó y descubrió, escondido entre los

matorrales, a un indio joven y apuesto.

–No te asustes... soy un hombre de tu tribu –

dijo él– y he llegado hasta ti porque te amo...

–¡Qué insolencia!... ¡Cómo te atreves a decirme

esto y a seguirme a la soledad del bosque!

uJnot con hablar tan duramente al atribu-

lado joven, en el colmo de su indignación,

la muchacha sacudió con fuerza su cabeza,

y sus pendientes, dos piedras bellísimas, se

desprendieron de sus orejas y cayeron sobre

la hierba, al borde de la quebrada. Cuando la

joven, aún molesta, se marchó, el indio recogió

los pendientes y los ocultó entre las raíces de un

frondoso canelo.

Y pasaron los meses, hasta que llegó la

primavera. Un buen día, mientras caminaba

por el lugar en que se había encontrado con la

amada hija del cacique, el sorprendido joven vio

despuntar sobre la tierra donde antes escondiera


los pendientes, unas diminutas hojas verdes en

for ma de corazón que, poco a poco, se fueron

convirtiendo en una vigorosa planta. Llevaba

unidas a su tallo dos florcitas idénticas y de un

brillante color carmesí. Era la flor del copihue.

Mientras la contemplaba asombrado, escuchó

una dulcísima voz que murmuraba a sus oídos:

–¿Querrías perdonar las crueles palabras

que te dije aquella noche de plenilunio? Desde

entonces no he tenido un solo instante de reposo

y he llorado y sufrido mucho pensando en ti. eT

lo ruego, perdóname; no quiero seguir sufriendo,

porque también te amo.

Al escuchar aquello, el indio, conmovido,

se arrojó delante de la hermosa muchacha,

y tiernamente le besó los pies. Entonces esta,

tomándolo de una mano, lo hizo incor porarse

y lo condujo hasta su padre, que se hallaba en

asamblea. , Y una vez allí, en presencia de todos,

la muchacha, sin poder contener su alegría, dijo:

–Finalmente soy feliz, padre mío. He

encontrado al esposo digno de mí. Bendice, pues,

a tus hijos. eT lo ruego.

–¡No sabes la dicha que me haces ,ren


sit hija!...

¡Sea, pues! –le respondió el cacique.


La boda se celebró sin tardanza con gran

pompa y felicidad de todos. Los invitados se

contaban por centenares, pues de todas las

tribus de Arauco habían llegado los más nobles

representantes.

La novia llevaba un espléndido vestido de lana

pura, collares y brazaletes de plata, y pendientes

de piedras preciosas. Nada más bello, sin

embargo, que la corona de copihues rojos que

ador naba su frente; flor que desde entonces sería

el símbolo sagrado de la noble y aguerrida raza

araucana.
La Pincoya y las sirenas de

Chiloé

La Pincoya es, en Chiloé, la diosa que

personifica la fertilidad de todas las especies

marinas. De ella depende la abundancia o la

escasez de los mariscos en las playas y de los

peces en los canales del archipiélago. Vvie

acompañada de su marido, el ,yocnP


i y ambos

frecuentan los parajes solitarios de la costa y el

roquerío de cientos de ensenadas misteriosas.

Se presenta siempre vestida con un precioso

traje de hojas de sargazo. Completa su atavío un

cinturón de huiro que, a la luz de la Luna, brilla

como el oro. Es hermosa, sensual y tan atrayente

que hasta los peces se quedan embobados

cuando la contemplan. Su abundante cabellera

dorada se derrama sobre sus espaldas , y a la

blanca luz de los astros, semeja una llovizna de

luciér nag as o una cascada de oropel.

Cuando los Pincoyes salen juntos a la playa,

corren por la arena, radiantes de alegría. De


pronto, el Pincoy se sienta sobre una roca y

entona una extraña melodía. Su voz dulce y

susurrante atrae una y otra vez a la Pincoya,

que busca el compás moviendo con lentitud las

caderas. Cuando la voz sube, el cuerpo de la

diosa del mar se enerva, sus brazos se levantan al

cielo y agita las manos en busca de las estrellas.

Se entrega a una danza frenética y maravillosa.

Si bailara mirando hacia los cerros de la costa,

las playas de aquel lugar se volverían estériles;

ya no habría en ellas mariscos ni peces. Peor si

lo hiciera mirando hacia el mar y al término

de su baile recorriera las playas sembrando

mariscos, la abundancia rebasaría los roqueríos.

Del mismo modo, los peces se pasearían por los

canales en cardúmenes incontables.

El Pincoy es tan rubio y hermoso como ella, y

un gran admirador de las mujeres bonitas. Horas

enteras se pasa contemplando a las mariscadoras

jóvenes. , Y a veces, también conquista sus

favores, aunque ellas saben que él no engendra

seres humanos, sino focas o niñas con cabeza de

foca.
Las sirenas

Las sirenas –según las creencias chilotas– son

ninfas que recorren los laberintos de los canales

del archipiélago. Se las describe como doncellas

de extraordinaria belleza y como hembras

sensuales y de encantos irresistibles.

Se instalan generalmente sobre los peñascos

de la costa, donde per manecen sentadas

car menando sus cabelleras con finos peines de

oro y .náacr aY al atrdece,r entonan hermosas

canciones de amor que cautivan a los marineros

que las escuchan y les hacen perder el juicio.

El embrujo es aún mayor si el marino log ra

divisar a una de ellas. Allí está desnuda,

apenas cubierta por su larga cabellera dorada,

sonriéndole y llamándolo. De pronto, el hombre

descubre que aquella ninfa no es una mujer

verdadera, ya que de la cintura para abajo tiene

cuerpo de pez. Cuando la sirena comprende la

decepción que ha causado a su galán, estalla en

llanto , y entre sollozos, le cuenta su desgracia y

fatalidad. Si el cándido la escucha, es seducido

y llevado al fondo del ,m


ra hasta el palacio

encantado donde ella habita. Y desde ese

instante, pasa a integrar el ejército de prisioneros

que las sirenas mantienen para saciar sus

caprichos.
La princesa Malloa

A comienzos del siglo XVI, vivía en los

alrededores de Rigolemo, en el valle central

chileno, un conocido cacique también llamado

Rigolemo, casado con Traalna. Ambos tenían

una hermosa hija: la princesa Malloa. La

singular belleza de la muchacha despertaba la

admiración y el interés de casi todos los hombres

que la conocían, entre los que destacaban

sus primos Corcolén y Panquehue. Malloa,

sin embargo, desoyendo a todos, terminó por

casarse con otro miembro de la tribu, el gallardo

joven Pelequén.

Esto llenó de furia a sus pretendientes, y sobre

todo a sus primos. Sin darse por vencidos,

redoblaron sus atrevidos requiebros, y la

hermosa joven, hastiada, rogó a su marido que la

liberara de tan cruel hostigamiento:

–Pelequén, –dijo–, mis primos Corcolén y

Panquehue me hacen la vida imposible. Me

asedian y me molestan sin consideraciones.

Debes hacer algo.

–Amada mía, haré lo que sea necesario para


librarte de ellos. Les quitaré la vida si fuere

preciso.

T
–m
oa estas flechas envenenadas, esposo mío,

y mátalos. Así podré ser realmente feliz.

Y Pelequén dio muerte a los primos de Malloa.

Entonces, las cosas volvieron a ser como querían

que fueran: sólo amor y felicidad.

odoT indicaba que, a partir de entonces,

la dicha ya no se iría del lado de la bella

princesa, pero lo cierto es que pronto volvieron

las sombras a su vida, cuando se supo en el

poblado que la madre de la muchacha, Traalna,

mantenía amores ilícitos con un joven guerrero

de nombre Nunco. El rumor se difundió

calladamente hasta el día en que los amantes

fueron sorprendidos en pleno coloquio amoroso

por el cacique Rigolemo. Ambos intentaron

,rh
u
i pero el hechicero Chochué, alertado por

Rigolemo, impidió su fuga, convirtiéndolos

en dos bloques de piedra que –se dice– aún se

pueden ver cerca del pueblo de Malloa, en la

Sexta Región.

Estos sucesos habían cambiado el carácter de

la princesa Malloa. Un día, en un furibundo

arrebato de ira, dio muerte a su amado

Pelequén, aunque se arrepintió enseguida.


Como nada podía ,harec decidió pedir ayuda

al hechicero Chochué. Este, luego de abismarse

en mudos pensamientos durante un momento,

la miró a los ojos y le pidió que lo siguiera. En

silencio, condujo a la desdichada joven hasta

donde estaban los dos bloques de piedra y allí le

dijo:

–Princesa Malloa, has cometido un horrendo

crimen al ultimar a tu esposo... y la verdad

es que sólo yo puedo ayudarte... Ahora todo

depende de ti, puesto que me necesitas, ¿no es

así?

–Sí, necesito tu ayuda.

–La tendrás, a condición de que aceptes

convertirte en mi esposa.

Al escuchar esta proposición, Malloa se resistió,

pero tras prometerle el hechicero que viviría

en un palacio encantado en la laguna T


agua

Tagua, la muchacha terminó por acepat.r Mas

al darse inicio a las celebraciones de la boda, se

produjo un suceso que nadie ha podido explicar:

un violento terremoto partió en dos el cerro,

sepultando al hechicero y a la princesa en sus

entrañas, y enseguida recuperó su conformación

original.
Casquels y Cuányip

En tiempos muy remotos, muchísimo antes

de la aparición del hombre blanco en nuestro

continente, vivió en la zona de Tierra del Fuego

uno de los hombres-monstruo más detestables de

que se tenga noticia.

Casquels –que así se llamaba– fue la viva

imagen de la maldad: sanguinario, vengativo y

de una crueldad asombrosa. Era un individuo de

figura gigantesca, de cuello grueso y arrugado.

Sus piernas eran fornidas como troncos, y sus

brazos tan fuertes, que con su honda era capaz

de arrojar enormes piedras a grandes distancias.

Este malvado gigante acostumbraba cazar y

raptar niños para ponerlos a su servicio. Los

hombres de la zona estaban desconsolados, pero

por más esfuerzos que hicieran, no conseguían

detenerlo. Peor aún, las flechas que le disparaban

se partían contra la dura capa de cuero que

envolvía su cuerpo descomunal. Parecía

invencible.

Un día, el gigante se coló en la vivienda

del guerrero Cuányip , y sin más, raptó a


sus sobrinos, los hermanos Sasán. Cuányip,

enardecido y lleno de cólera, quiso lanzarse

sobre el monstruo y luchar cuerpo a cuerpo

con él. Sin embargo, se dio cuenta de que

tal empresa fracasaría irremediablemente;

sus fuerzas eran demasiado dispares y sus

posibilidades de vencer en tales condiciones, casi

nulas.

El guerrero concluyó que lo más sabio sería

buscar un ardid, ya que, en su opinión, Casquels

sólo podría ser vencido mediante una celada

astutamente urdida. Más que la fuerza, era

necesaria la inteligencia. Así, Cuányip dejó

crecer su barba y su cabello, cubrió sus espaldas

con una vieja y raída capa y luego, cojeando

y apoyado en un bastón, se encaminó hasta la

cueva de Casquels a mendigar comida bajo la

apariencia de un anciano pobre.

A la vista del pordiosero, el gigante estalló

en carcajadas; se burló de él por su aspecto, y

hasta se atrevió a tirarle de las barbas. Y una

vez que lo observó y registró minuciosamente

–por cierto, con modales muy poco corteses–,

le indicó con un dedo la parte posterior de la

guarida, ordenándole que se sentara a comer

algo y a descansa.r El gigante, como si nada,


continuó destripando el animal que preparaba

para conc.iar

Cuányip descubrió a sus sobrinos en el fondo

de la cueva. Trabajaban arduamente en un

rincón , y merced al disfraz que vestía, en un

comienzo no reconocieron a su tío. Sin embargo,

al hablarles descorrió el velo de su identidad.

Los pequeños iban a estallar en gritos de alegría

cuando él los hizo callar:

–¡No, no, niños!... Ríanse de mí para que

Casquels no sospeche nada... ¡Ríanse... ríanse!...

Y Cuányip les explicó el plan que se había

trazado para rescatarlos:

–Escúchenme con atención –dijo–: yo me voy

a , ri pero no muy lejos. Permaneceré escondido

muy cerca de aquí , y cuando ustedes oigan tres

veces seguidas el g rito del , yorohc corran al

cerro. Allí estaré esperándolos.

Más tarde, Cuányip se despidió de Casquels,

agradeció su hospitalidad y desapareció del

ug.lar El gigante, por su parte, se dio un gran

banquete, se echó en el suelo y se durmió, feliz y

contento.

A la señal convenida, los her manitos Sasán

salieron de la cueva y corrieron a toda prisa

hacia el cerro, de modo que cuando Casquels


despertó, no los encontró, hecho que desató en él

una furia incontenible. m


oT
ó su honda y rastreó

en la nieve las huellas de los niños, para saber

adónde se habían dirigido. Cuando encontró el

rastro, partió tras ellos.

El cerro donde se hallaba la guarida, estaba

separado por un ancho río, imposible de vad


.ear

Cuányip, avezado conocedor del terreno, se

había ubicado cerca del puente que había

en el ug,lar muy bien escondido, y al oír que

se acercaban sus sobrinos, salió de allí y los

hizo correr y cruzar al otro extremo. Luego se

devolvió y cortó las amarras del puente, que

oscilaba a gran altura. El gigante, a medio

camino sobre él, se precipitó al vacío. Peor log ró

aferrarse a una gran roca. Pedía socorro a gritos,

y entonces apareció Cuányip, todavía disfrazado.

–¡Ayúdame, pordiosero... ayúdame...! –

clamaba Casquels.

neT
– calma... allá . . . yov

–¡De prisa, que ya no aguanto más...! ¡Soy un

hombre bueno y no merezco morir así...! ¡Tienes

que ayudarme, pordiosero!

–Lo haré... –le aseguró Cuányip–. T


atr de

tumbarte sobre la roca, para que pueda tomarte

de los pies y sacarte de ahí.


–Está bien... pero de prisa, que ya me caigo...

Cuando Casquels se extendió sobre la roca, el

indio se dejó caer de pie con todas sus fuerzas

sobre su espina dorsal, y ¡crac...!, al gigante lo

abandonó la vida.

Al verse libres de peligro, los hermanos Sasán

salieron de su escondite y al llegar al ug,lar

dispararon sus hondas a cada uno de los ojos

del temible monstruo, cuyo contenido líquido

se derramó sobre el río, y comenzó a teñir de

manchas verde-grisáceas las aguas de tantas

lagunas y cauces que hay en Tierra del Fuego.

Hasta el día de , yoh el cuerpo de Casquels

per manece en la misma posición en que murió.

Es la montaña que lleva su nombre, cuya

configuración puede dar una clara y precisa

imagen de su extraordinario tamaño.

No muy lejos del río Mac Lean, la guarida

del monstruo todavía es visible en la for ma de

una enorme quebrada, y los pedrejones que se

encuentran desparramados en el ug,lar se dice

que son los huesos de las muchas víctimas que

murieron bajo el cautiverio del temido y odiado

Casquels.
El Caleuche

Antiguamente, para la gente que vivía en

Chiloé, la Isla Grande era un continente casi

desconocido. Queilen y Chonchi quedaban

lejos, y sólo se navegaba hacia allá de tarde

en tarde, para vender el producto de la pesca.

Castro aparecía como una ciudad remota; la

esperanza de algunos jóvenes era llegar hasta

ella y quedarse ahí o partir hacia rumbos más

distantes, pero eso se veía como un sueño, como

una quimera. Y ahí fue donde nació la leyenda

de El Caleuche.

El Caleuche es el barco fantasma utilizado

por los brujos del misterioso archipiélago de

Chiloé para trasladarse de un punto a otro,

y que puede navegar tanto en la superficie

de las aguas como debajo de ellas. Tambéin

recibe el nombre de “buque de arte”. Esta tal

vez sea la denominación más adecuada que

pueda dársele, ya que por arte de magia recorre

enormes distancias a una velocidad fantástica y

transfor ma a voluntad su estructura, ya sea en


un tronco de árbol o en una roca de color negro.

Por lo general, El Caleuche se presenta como

un velero muy hermoso, pintado de blanco y

profusamente iluminado. Sobre su cubierta, la

tripulación se entretiene bailando al compás de

una música enervante , y a la vez, tan maravillosa,

que subyuga y atrae con mágico encantamiento.

Cuando El Caleuche llega a abandonar

su fondeadero, lo hace desapareciendo

repentinamente y dejando tras de sí un

murmullo misterioso orquestado por ruidos de

cadenas y el eco de melodías cautivadoras.

Se sabe que la plana mayor de su tripulación

está integrada por brujos, y se sabe también

que el barco es aprovechado para surtir de

mercaderías a los comerciantes con los que se ha

celebrado convenios.

Para proveerse de tripulación, el capitán

de El Caleuche se vale de las encantadoras

melodías de su orquesta; de esta manera subyuga

y atrae a los incautos navegantes isleños, a

quienes “enlesa” y mantiene indefinidamente

a su servicio. Si, por cualquier causa, alguno

de ellos no goza del agrado del capitán, es

abandonado en una caleta solitaria. Cuando tal


cosa acontece, el desdichado se vuelve mudo o

per manece para toda la vida con sus facultades

mentales perturbadas.

Pese a la creencia popular de que la visión de

El Caleuche presagia una muerte segura, hay

personas en la Isla Grande que afirman han

conocido a hombres que dijeron haber visto El

Caleuche. laT vez lo hicieron desde la costa y no

navegando.

En todo caso, los que navegan entre las islas

del archipiélago durante la noche lo hacen

con el profundo temor de divisar al hermoso y

misterioso barco iluminado. Este puede aparecer

en cualquier momento, y cuando de él surgen la

música y las canciones es porque la muerte está

muy próxima y el naufragio será ya inevitable.

Los que no perezcan pasarán a for mar parte de

la tripulación del barco fantasma, El Caleuche.


“Juan Soldado”

En el pasado, la ciudad de La Serena era

mucho más hermosa que en la actualidad. En

ella vivía un joven muy bien parecido, pero

lamentablemente también muy pobre, llamado

uJan Díaz. T
sd
o lo conocían con el apodo

de “uJan Soldado”, nombre que más tarde

designaría el cerro cerca del cual está edificada la

ciudad.

Ocurre que “uJan Soldado” se enamoró

perdidamente de la única hija de un riquísimo

y poderoso cacique que, por entonces, vivía en

un poblado indígena no muy lejos de la ciudad.

Enterado este de lo que sucedía, y puesto que era

extremadamente ambicioso, se opuso en for ma

tajante a que su única hija fuera desposada por

un hombre pobre, y por añadidura, blanco. Y así

se lo hizo saber a todo el mundo, para que, de

paso, se enterara “uJan Soldado”.

uJan Díaz, al ver que su condición de hombre

blanco y pobre era un obstáculo para su

romance, quiso cortar por lo sano. Decidió


raptar a la joven muchacha para luego casarse

con ella en una pequeña iglesia muy oculta en

los alrededores de La Serena, toda vez que él era

un ferviente cristiano.

Y así, tal cual, sucedió. Un día, y sin previo

aviso ni siquiera a su amada, “uJan Soldado”

irrumpió intrépidamente en el poblado indígena.

Tomando a la muchacha de un brazo, la

encaramó a la g rupa de su caballo, , y sin perder

un momento, huyó con ella a galope tendido en

dirección a la ciudad. Se dice que en el momento

en que un sacerdote bendecía su unión, llegó

hasta la iglesia un g rupo de vecinos que se

habían enterado de lo sucedido y deseaban

advertir a “uJan Soldado” que el cacique venía

tras sus pasos.

–¡“Juan Soldado” –dijeron–, el padre de tu

novia está furioso y viene hacia acá con todos sus

guerreros!... ¡Debes huir cuanto antes...; tu vida

y la de tu amada corren peligro!

–¡Eso habrá que verlo! –respondió el valiente

mocetón.

–El cacique amenazó con que los va a ,m


rata a

ti y a su hija y que, además, destruirá la ciudad...

¡Huyan antes de que sea tarde!...


–Eso será después de que nos casemos... –

insistió “uJan Soldado”.

–Es que ya no tienes tiempo. Las autoridades

también se han enterado de lo que está pasando,

, y para evitarse problemas, han ordenado tu

captura. No tienes escapatoria.

Nadie sabe con certeza qué sucedió, pero en

los mismos momentos en que el cacique con sus

guerreros pisaban los suburbios, y los guardias

enviados por las autoridades llegaban a las

proximidades de la capilla, esta simplemente

desapareció. ¿Qué ocurrió?

Dios, que cultiva los grandes amores y juzga

del bien y del mal, viendo que no había nada

más grande que el cariño de aquella pareja, y

que se cometía con ellos tan tremenda injusticia,

envolvió las inmediaciones del lugar en un

manto de luz tan intensa, que ya ningún ojo

humano fue capaz de verol.

Ambos bandos, tanto las huestes del cacique

como los soldados, recorrieron todo el lugar

de un extremo al otro durante mucho tiempo,

sin resultados, porque la capilla no estaba;

definitivamente había desaparecido.

Desde entonces, y en ciertas noches,


particular mente los sábados, los que pasan cerca

del lugar donde estuvo edificada la pequeña

iglesia escuchan música y canciones, mientras

que los Viernes Santos la capilla se hace visible

sólo a los que la contemplan desde lejos,

borrándose poco a poco a los ojos de los que

pretenden llegar a ella.


La Tirana del Tamarugal

uJnot con el conquistador Diego de Almagro,

llegaron a Chile tres importantes personajes

peruanos: el príncipe Paulo, cuyo hermano,

Manco, había sido designado emperador por

Pizarro; Huillac Huma, sumo sacerdote del

templo del Sol ubicado en el Cusco, y su hija,

una hermosa “ñusta” o vestal, por entonces de

veintitrés años. Los tres venían con Almagro

para prevenir algún posible alzamiento. La idea

era muy simple: cualquier intento de rebelión

de los yanaconas, mucho más numerosos que

los españoles, lo pagarían los peruanos con

sus vidas. Sin embargo, estos tres personajes

venían escoltados por un séquito de sacerdotes

y capitanes quechuas, los que bajo su aparente

sumisión escondían intensos deseos de liberarse y

de vengarse del yugo hispánico.

Al regresar a Chile, cuando las ya

desmoralizadas huestes de Diego de Almagro

atravesaban la Pampa del Tamarugal, y después

de recibir un mensaje de Manco, quien se había

sublevado contra los conquistadores y tenía


sitiada la ciudad de Cusco, el príncipe Paulo

consiguió fugarse, huyendo hacia la provincia

de Charcas –lo que hoy es Bolivia–, para desde

allí extender la rebelión. Más tarde, el sumo

sacerdote y doce oficiales quechuas quisieron

hacer lo mismo, pero no lograron consumar su

evasión, y tras ser alcanzados y detenidos, fueron

ajusticiados en presencia de la horrorizada ñusta.

La ñusta huyó poco después, adentrándose,

seguida por un centenar de leales guerreros

y servidores, en los bosques de la Pampa

del Tamarugal. Allí reinó por cuatro años,

convertida en sacerdotisa y capitana de sus

hombres, ejecutando sin piedad a cuanto

español cayera en sus manos. La fama de su

belleza y de su crueldad traspasó los límites

de sus dominios y también atrajo a numerosos

guerreros de otras comarcas, que acudían a

ponerse incondicionalmente bajo el mando de

quien ya había comenzado a ser conocida como

“la Tirana del Tamarugal”.

Por aquellos años, un joven y muy apuesto

minero portugués, llamado ocsV


a de Almeyda,

trabajaba en Huantajaya, un mineral de plata

situado a corta distancia de Iquique. Una

noche, ocsV
a de Almeyda soñó con la Virgen
del Carmen, quien le señaló la ruta que debía

seguir para llegar a la fabulosa Mina del

Sol, un legendario yacimiento de plata muy

famoso entre los quechuas. Desoyendo a sus

compañeros, el alucinado ocsV


a de Almeyda

partió solo por la Pampa del Tamarugal, y se

adentró en los dominios de la Tirana, cuyos

guerreros lo apresaron y lo llevaron de inmediato

ante la princesa. No bien lo vio, la ñusta se

prendó perdidamente del gallardo lusitano.

Pese a que, de acuerdo con lo establecido por

la propia Tirana, el prisionero debía morir

enseguida, esta ideó un ingenioso ardid para

postergar la ejecución: dijo que la sentencia

debería ser confir mada por los astros. “El

prisionero no podrá ser ejecutado antes del

cuarto plenilunio”, fue el comprensivo veredicto

que estos entregaron.

De este modo, la ñusta se hizo cargo

personalmente de la custodia del detenido, y

lo mantuvo en su propia vivienda de piedra.

Descuidando a sus huestes y sin preocuparse

ya de su lucha contra los españoles y de las

prácticas del culto, a partir de ese momento

la princesa se dedicó por completo a su joven

amante, provocando con ello el profundo


resentimiento de sus hombres.

De acuerdo con las elyes, sin embargo, ocsV


a

de Almeyda debía .m
rior En su afán de salvarle

la vida, la ñusta trató de atraerlo a su fe. Peor

las cosas ocurrieron al revés: el cautivo le habló

de su propia religión, y poco a poco la princesa

se fue sintiendo seducida por las consoladoras

promesas del cristianismo. La muerte –

le aseguraba el portugués– no conseguiría

separarlos; al contrario, los uniría para siempre.

Por fin, la ñusta decidió convertirse a la religión

de su amado. Un día, en vísperas del fatídico

cuarto plenilunio, ocsV


a y la ñusta se dirigieron a

un claro del bosque, donde corría un manantial

, yoh– según la tradición, la plaza del pueblo

de La Tirana. En ese lugar la princesa sería

bautizada por ocsV


a de Almeyda con el nombre

de María, para conrtae,r en ese mismo acto,

cristiano matrimonio con él.

Mientras tanto, entre los árboles, los

despechados guerreros de la Tirana espiaban la

imperdonable traición de su señora. De pronto,

una lluvia de flechas truncó la ceremonia,

derribando a la pareja. ocsV


a de Almeyda

falleció casi instantáneamente; no así la ñusta,

quien todavía moribunda, pudo hablar a sus


vengativos vasallos acerca de la religión por la

cual había abandonado la fe de sus antepasados.

Y les hizo prometer dos cosas: que la sepultarían

junto a su amado, y que sobre la tumba

colocarían la rústica cruz frente a la cual había

sido bautizada.

Algunos años más tarde, un sacerdote

mercedario, Antonio Rondón, halló durante

sus andanzas evangelizadoras por la zona de la

Pampa del Tamarugal una tosca cruz cristiana

en un claro del bosque. Viendo en aquel hallazgo

una señal divina, mandó levantar allí un templo.

Luego, enterado de la trágica muerte de los dos

amantes y de la devoción de ocsV


a de Almeyda

por la Virgen del Carmen, el mercedario bautizó

el nuevo templo como “Iglesia de Nuestra

Señora del Carmen de La Tirana”.

Con el paso del tiempo, ese lugar se fue

convirtiendo en el centro de una festividad que

perdura hasta nuestros días, y que se celebra

todos los años a mediados del mes de julio,

llenando de colorido y de fervor el pueblecito de

La Tirana, que creció en los alrededores de la

iglesia.
El hombre pájaro

Isla de Pascua, eT pito o te henua (el ombligo

del mundo), es una lejana posesión chilena en

medio del océano Pacífico.

Una vez al año, al comenzar la primavera,

entre los meses de agosto y octubre, la población

de la isla, los jefes guerreros y los sacerdotes de

cada tribu a la cabeza, se reúnen en la cumbre

del volcán Rano Kao, centro ceremonial de

Orongo, a celebrar la fiesta del hombre pájaro,

Tangaat Manu. En ella per petúan el culto al

dios Make-Make, la más grande divinidad

del ug,lar cuya leyenda es la siguiente: una

sacerdotisa se encontraba, un día, en una roca

de la bahía de Tongarki,i vigilando un cráneo.

Inesperadamente, una gran ola se llevó el cráneo

mar adentro y ella se lanzó al agua dispuesta a

recuperarlo. Después de nadar varios días sin

lograr alcanzarlo, llegó a un islote llamado Motu

Motiro Hiva. Allí, el dios Haua se le apareció y

le preguntó:

–¿A qué has venido tú?


oV
–n
ge en busca de mi cráneo –respondió la

sacerdotisa.

–Ese cráneo es el dios Make-Make –le infor mó

Haua.

La sorprendida sacerdotisa no supo qué

responde,r pero pronto comprendió que su

destino era per manecer en el islote con Make-

Make y Haua. Allí se quedó por un tiempo,

viviendo de la pesca que estos le llevaban. Cierto

día, Make-Make dijo al dios Haua:

–La vieja sacerdotisa ha venido a buscar

pájaros... ¿Y si nosotros lleváramos los nuestros a

la isla de donde ella viene?

Después de meditarlo, Haua respondió:

–De acuerdo. Dile a tu sacerdotisa que se

prepare para viajar con nosotros. En su tierra,

revelará nuestros nombres y enseñará el culto

que han de rendirnos sus habitantes.

Los dioses indicaron a la sacerdotisa los

ritos que deseaban dar a conocer a los isleños

y enseguida se alejaron, llevando delante

de ellos los pájaros en busca de un lugar

apropiado donde dejarlos. Haua y Make-Make

prometieron no descansar hasta encontrar un

sitio seguro, lo que aconteció cuando los pájaros


se establecieron en los islotes Motu Nui y Motu

Iti. Durante todo ese tiempo, la anciana mujer

recorrió la isla iniciando a los lugareños en las

ceremonias y ritos del nuevo culto.

Hasta aquí la primera parte de la leyenda, que

explica cómo los pájaros llegaron a la isla y por

qué anidan en los islotes aledaños. Así también

surgió la fiesta del hombre pájaro.

En efecto, a partir de ese momento, cambió

la vida en eT pito o te henua. La población se

reunía a esperar el retorno de las “golondrinas

de mar”, los manutara, que vuelven a an


d,air

todos los años, sobre esos dos islotes.

Hoy en día, la espera del primer pájaro está

viva en las letras de sus cantos, en las ceremonias

y en las danzas locales. En estas ocasiones, los

guerreros se pintan la cara con los más bellos

colores y reina pacífica convivencia entre las

tribus.

Estas designan un hopu, una suerte de

atleta, para que las represente. Desde que

los primeros pájaros hacían su aparición, los

“hopu” descendían por el acantilado cortado

a pique sobre el mar –un murallón de unos

doscientos metros de altura– y una vez en las


aguas recorrían dos kilómetros a nado en un mar

agitado e infestado de tiburones hasta alcanzar el

islote Motu-Nui. Algunos se servían de flotadores

confeccionados con juncos, la totora silvestre que

crece al interior del volcán. Es ,rdice era, y es

todavía, una empresa muy peligrosa, que tiene

las características de un drama. En el caso de

la desaparición de uno de los atletas, muerto o

devorado por los tiburones, este era reemplazado

de inmediato por otro.

Esos hombres dormían en dos grutas en el

islote Motu-Nui y pasaban sus días en busca del

primer huevo puesto. La espera podía durar

incluso semanas. Cuando el mar per manecía en

calma, el abastecimiento estaba asegurado por

otros servidores, que transportaban la comida

guardada en juncos cónicos. El primero de

los “hopu” en descubrir un huevo gritaba el

nombre de su jefe. El g rito era repetido por un

centinela que quedaba aguardando durante

todo ese tiempo en una g ruta ubicada al pie del

acantilado, llamada Haka Rongo Manu (“para

escuchar al pájaro”).

Una vez descubierto el primer huevo, los

“hopu” dejaban el lugar para retornar a lo alto


del acantilado. Aquel que había tenido el honor

de descubrirlo, lo fijaba en su frente y se lanzaba

al agua para ganar la orilla opuesta, seguido muy

de cerca por los demás, ya que, según la leyenda,

los dioses lo protegían y también a los que lo

seguían. Curiosamente, jamás hubo un accidente

para aquellos hombres al volver de su misión, ni

siquiera se supo que alguna vez fueran atacados

por los tiburones.

Al llegar a lo alto del acantilado, el hopu

ganado,r en gran ceremonia, entregaba el

huevo a su respectivo jefe de tribu, quien era

de inmediato proclamado Tangata-Manu. Este

se cortaba el pelo , y al recibir el sagrado huevo,

salía acompañado triunfalmente por una jubilosa

comparsa, por toda la isla, llevando además la

insignia de su cargo, el ao.

Durante todo un año, aquel hombre era tapu,

o sea, una “persona sagrada”, y debía ,rvivi al

menos durante seis meses, en el más estricto

aislamiento en una casa ubicada en las faldas del

Rano Raraku.
Licarayén

Cuenta la leyenda que cuando todavía no

habían llegado a las tierras sureñas de Chile

los hombres blancos, vivían en la región del

lago Llanquihue varias tribus indígenas que se

dedicaban más a la borrachera y al ocio que al

trabajo.

Sucedía que un genio maléfico, conocido como

el Pillán, había infiltrado a sus secuaces en medio

de esos indígenas con el fin de causarles toda

suerte de males. A muchos había vuelto locos,

suministrándoles infusiones de latué, una poción

de yerbas que perturbaba el razonamiento, en

tanto que a otros había defor mado la cara y los

demás miembros del cuerpo.

Es que el Pillán y sus machis esparcían la

maldad entre los pobres indios que, esclavizados

por los vicios, ya no conseguían ni siquiera darse

cuenta de la triste situación en que se hallaban.

Durante las noches, todas aquellas comarcas

presentaban un aspecto verdaderamente

pavoroso. Grandes llamaradas salían de los

cráteres e iluminaban el cielo con resplandores


de fuego. Las montañas parecían hogueras y

las quebradas que circundaban los volcanes

Osorno y Calbuco eran como la misma boca del

infierno.

Cuando los infortunados indios, inspirados

por los buenos genios, se entregaban al trabajo

y a la labranza de la tierra, el gran Pillán se

enfurecía, hacía estallar los volcanes y sacudía

horrorosamente el suelo. Durante días y semanas

enteras llovían fuego y ceniza que destruían, en

pocas horas, los frutos de varios años de ardua

a.borl Es que el Pillán odiaba el trabajo y odiaba

la virtud.

Se decía, desde muy antiguo, que para

vencer al Pillán era menester arrojar al cráter

del volcán Osorno una hoja de canelo, y que

entonces empezaría a caer del cielo tanta nieve

que ter minaría por cerrar su boca, dejando al

malvado prisionero en su nietroi.r Peor los indios

no podían llegar allí, porque lo impedían las

inmensas quebradas que rodeaban los volcanes

y los ríos de fuego y lava que corrían por sus

laderas constantemente.

En el colmo de la desdicha, un día celebraron

un gran machitún. De improviso, apareció entre

ellos un indio viejo al que nadie conocía ni sabía


de dónde venía. Después de pedir permiso para

,harbl dijo lo siguiente:

–Para llegar al cráter y terminar con los

problemas que los aquejan, será necesario que

sacrifiquen a la virgen más hermosa de la tribu.

Deberán arrancarle el corazón y colocarlo en la

punta del Pichi uJan, tapado con una rama de

canelo.

–¿Y qué pasará después? –preguntó, temeroso,

el cacique.

El anciano desconocido respondió:

–Entonces vendrá un pájaro del cielo, que se

comerá el corazón de la doncella. Enseguida

se llevará la rama de canelo , y desde lo alto,

la dejará caer en el cráter del volcán Osorno.

Peor para que esto se cumpla y sus efectos sean

duraderos, deberán hacer la promesa for mal

de ser trabajadores y virtuosos, pues de volver a

caer en brazos del vicio, la nieve se derretirá y

el Pillán volverá a arrojar fuego y cenizas sobre

ustedes y sus rucas, y temblará la tierra.

T
asr decir aquello, el indio viejo desapareció

tan misteriosamente como había llegado.

A partir de ese momento, el cacique se dio a

la tarea de indagar para saber cuál de todas las

vírgenes de su tribu era la de más valía. Una


asamblea de indios ancianos resolvió que esta era

Licarayén, la hija menor del cacique, una joven

de singular belleza, de ojos claros como el agua y

poseedora de un alma blanquísima. Tembalndo

de amargura, el mismo cacique dio la noticia

a su hija. Ella, al escucharlo, muy serena, lo

consoló diciéndole:

–Padre mío, moriré contenta, sabiendo que mi

muerte aliviará las penurias y los sinsabores de

mi valerosa tribu.

–Hija adorada, no sabes el dolor que todo esto

me causa...

–Lo sé, lo sé... –dijo ella–, pero no debes

entristecerte por lo que el destino ha dispuesto

para mí... –y después de un momento de

silencio, agregó–: Quiero pedirte un favor muy

especial...

–Lo que tú digas, Licarayén...

–Mi único deseo es que los guerreros no me

sacrifiquen ni con sus hachas ni con sus lanzas,

sino con perfumes, porque las flores son el único

encanto de mi vida...

–Descuida, hija..., así se hará.

–Por último, padre, deseo que sea el joven

toqui Quiltrapique, con quien nos amamos en

silencio, el que prepare mi lecho de muerte y me


arranque el corazón, como lo han deter minado

los dioses...

Al día siguiente, cuando el Sol recién

empezaba a asomar su rostro por encima de

la cordillera y los pajarillos trinaban su canto

matinal, un gran cortejo acompañó a Licarayén

hasta el fondo de una quebrada, donde el

toqui ya tenía preparado un lecho con las más

perfumadas flores que había encontrado en los

prados y bosques de la región. Cuando llegó

la doncella, sin queja ni protesta alguna se

tendió sobre aquel tálamo florido que habría de

transportar su alma a la eter nidad.

Al tender la tarde su manto gris sobre la

llanura y enmudecer su último pajarillo, la virgen

exhaló su postrer suspiro. Se adelantó el toqui,

se arrodilló a su lado , y con mano temblorosa,

rasgó el pecho de la joven, arrancó el corazón

, y siempre en silencio y con paso vacilante, lo

depositó en las manos del cacique. Entonces, el

toqui volvió a donde se encontraba el cuerpo de

la doncella , y sin proferir una queja, se atravesó

el pecho con su lanza para irse con su amada.

El más fornido de los mancebos de la tribu fue

el encargado de llevar el corazón y la rama de

canelo a la cima del cerro Pichi uJan. La tribu


quedó en el valle, aguardando la realización

del milagro. Y sucedió que apareció un enorme

cóndor que bajó en raudo vuelo. De un bocado

engulló el corazón , y luego de agarrar la rama

de canelo con sus patas, se remontó a las alturas,

hacia el cráter del volcán Osorno, que en esos

momentos arrojaba gigantescas bocanadas de

humo. El ave hizo un vuelo en espiral, dando

tres vueltas por la cumbre , y tras una súbita

bajada en picada, dejó caer adentro la rama

sagrada.

En ese mismo momento aparecieron en el cielo

negras nubes y empezó a caer sobre los volcanes

una lluvia de plumillas de nieve que a los rojos

fulgores de las llamas parecía una finísima

cascada de oro. Y precipitó nieve durante días,

semanas, meses y años enteros.

Derretida, corría impetuosa for mando

torrentes por las faldas del Osorno y del Calbuco

, y en loca carrera, se despeñaba por los inmensos

barrancos que servían de defensa a la morada

del Pillán, hasta que, llenando las profundas

hondonadas, las aguas quedaron al nivel de las

tierras cultivadas. Así fue como se formaron los

lagos Llanquihue, T
sd
o los Santos y Chapo.

Cuando los indios volvieron al día siguiente


al lugar en que se había consumado el sublime

sacrificio de la púdica virgen y del valeroso

toqui enamorado, vieron con asombro que

las flores que habían ornado el lecho mortal

de Licarayén habían echado raíces y que

sus ramas, entrelazándose, for maban el más

hermoso palacio que jamás mente humana

pudo m
i agnia.r Y vieron también que en las

maravillosas salas floridas de aquel palacio vivían

felices y contentos la virgen y el toqui, que se

habían inmolado para devolver la esperanza a su

tribu.

La leyenda refiere que ese palacio de helechos

y flores existe en el fondo de la Quebrada del

Diablo, cerca de Puerto .sarV


a Se dice que

muchos son los que han bajado a admirar su

maravillosa belleza, pero que sólo unos cuantos

han podido observarlo, porque el palacio sólo se

hace visible a los ojos de quienes no tienen una

sola mancha en su conciencia y saben sentir los

íntimos encantos de la naturaleza.


Leyendas

americanas
La “Difunta Correa”

La leyenda de la difunta está muy arraigada

en toda Latinoamérica, mas tiene su origen en

Argentina.

Cuenta la tradición de la provincia de

San uJan, que antes del año de 1840 era

gobernador en aquellas tierras don Plácido

Fernández Maradona, y que tenía este un amigo

incondicional y cordial en Pedro Correa, un

viejo guerrero de la época de la Independencia

argentina, reconocido como un hombre leal,

valiente, sin tacha, respetuoso y muy querido por

todos aquellos que lo conocían.

Sin embargo, muerto el gobernador Fernández

Maradona, los cambios y azares del poder

convirtieron a Pedro Correa en un perseguido de

la misma política, pese a todas las inmunidades

que como guerrero de Chacabuco le habían sido

acordadas.

Esto provocó que varios de sus perseguidores

fijaran muy interesados sus miradas en Deolinda,

la hija de don Pedor, una grácil muchacha de


excepcional belleza, quien, pese a todos los

acosos, supo resistir , y más aún, log ró casarse con

el hombre que había elegido su corazón. Un año

después, sin embargo, las montoneras de uJan

Facundo Quiroga alejaron de su vida a su padre

y al joven amante desposado, quienes fueron

enrolados para la guerra civil que se había

desatado en el país.

Deolinda quedó sola ante una verdadera

jauría de acosadores que no la dejaban en paz.

Para librarse de ellos, la desesperada mujer

decidió huir una madrugada. Arropó a su

hijito de cortos meses y emprendió la marcha

en pos de su esposo Baudilio, hacia La Rioja,

lugar donde, según se había enterado, este se

encontraba peleando junto a su padre en las filas

de Quiroga.

Cuando llegó a aquella zona, que le era

completamente desconocida, Deolinda anduvo

por valles y quebradas, cruzó arenales ardientes

que llagaban sus pies y se estremeció en la

penumbra de sus montes, hasta que sus fuerzas

la abandonaron. Extenuada y sedienta, incapaz

ya de continuar la búsqueda de su esposo,

Deolinda se dejó caer en la cima de un pequeño


cerro. Sintiéndose ,m
rior según cuenta la

tradición, en sus últimos momentos la valerosa

mujer pidió al cielo que diera suficiente vitalidad

a sus pechos para que su pequeño hijo no

muriese como ella, de hambre y sed.

Poco después, unos arrieros que pasaban por

el lugar vieron revolotear algunas aves de rapiña

, y al acercarse, con mucha sorpresa hallaron

al pequeño niño aún con vida, bebiendo y

alimentándose de los pechos de su madre

muerta. Con devota pasión, recogieron y

dieron cristiana sepultura al cuerpo de la mujer

en las proximidades de V
oetcal,il vivamente

impresionados por la tragedia.

Poco tardó en conocerse el infortunio de

la joven, y de ese modo fue como hasta su

humilde tumba comenzaron a acudir hombres

y mujeres del llano y de las sierras. Y con esas

peregrinaciones comenzó la devoción por la

“Difunta Correa”.

Se levantó un oratorio que todavía hoy se ve

lleno de ofrendas. Llama la atención la profusión

de coronas, muy humildes, hechas de papeles

de colores, que bien puede decirse cubren todas

las paredes del recinto. Es esta, indudablemente,


la ofrenda del pobre, del que está falto de los

medios suficientes para donarle algo que iguale

la importancia de su íntimo agradecimiento a

la benefactora. Porque a ella recurren los que

sufren, los que lloran, los que carecen de los

halagos que brinda la vida y los que en sus labios

llevan una mueca de ,ordol como seña de su

abatimiento; los que han perdido las fuerzas,

los que no tienen ánimo para seguir adelante,

los vencidos. Es a ellos a quienes la “Difunta

Correa” sabe infundir consuelo y mitigar

milagrosamente las penas del alma y del cuerpo.

La difusión de sus milagros, hoy ya

tradicionales, se ha extendido por toda la

comarca de San uJan. Los poetas y cantores

populares le dedican sus coplas y canciones; los

hombres de campo le piden protección para sus

ganados y cosechas; los arrieros, con quienes

tiene una deuda, la consideran su protectora

y hacen sus peligrosos viajes a través de las

serranías y quebradas bajo su amparo; las

madres, que por debilidad carecen del necesario

alimento para sus pequeñuelos, elevan sus

oraciones clamorosas hacia ella, para que nutra

sus escuálidos pechos.


Además, el fervor hacia la “Difunta Correa”

une a los esposos desavenidos, a los novios

contrariados, y también protege la felicidad

de todos los seres dignos que a ella recurren

a exponerle sus luchas, sus sufrimientos y sus

pesares.

La “Difunta Correa”, cuyo culto fue hace

unos años for malmente desautorizado por

la Conferencia Episcopal Argentina, es un

personaje unido de modo entrañable a la

población de Caucete, a sus tradiciones y

leyendas. En ella habría vivido con un criollo

llamado Baudilio Bustos, su esposo –quien

habría muerto de sed en las proximidades del río

Jachal–, allá por el año 1830.


El ceibo

En épocas muy lejanas, las guerras de las tribus

aborígenes en el antiguo territorio que ocupaban

los guaraníes, obligaron a los hombres a ser muy

crueles, rudos y fuertes, porque de la victoria

en sus combates y de nada más debía derivar la

posesión de las mejores y más bellas tierras de su

hábitat.

En aquel tiempo, los lugares donde abundaba

la caza, los bosques espesos que servían de

refugio; las playas de los ríos, en las cuales

podían ponerse a cubierto de las tempestades

y sorpresas, o los saltos de agua, hasta donde

llegaban los peces, eran muy codiciados y

disputados, pues de ellos dependía, por lo

general, la vida de las tribus.

Razón había entonces para que el despiadado

y a la vez valiente cacique fuera objeto de

admiración y mucho respeto, que sus hazañas

fueran cantadas por los bardos primitivos, y que

sus iras se temiesen muchas leguas a la redonda.

Su lanza de madera de u,nrdya la más pesada

y también la más temida por sus enemigos;


sus arrojadizas bolas de piedra mora, las más

grandes y las más certeras; sus flechas de puntas

agudas y duras, envenenadas de curare, y sus

macanas poderosas, lo convertían en un guerrero

invencible.

Peor sucedió que un día ya no fueron

necesarias las guerras; el dios áT


pu mandó a

sus emisarios para que estas ter minaran. Peor

el gran Ibbotig ya había hecho del combate

toda una costumbre; para él, la guerra era una

segunda naturaleza, y de ese modo fue que

altivamente se enfrentó al dios, y contestó a sus

enviados:

–No obedeceré, porque mi oficio es pe.arl No

pienso ceder; es mi actitud y mi decisión.

Sin embargo, los emisarios del dios áT


pu no se

dieron por vencidos e insistieron en disuadirlo.

–Ibbotig, recapacita –le dijeron–. No es

bueno que seas tan arrogante. La paz amable

hace hermanos a los hombres, y con el trabajo

fecundo, sin causar mal ni provocar la muerte, se

consiguen beneficios mucho más grandes y más

duraderos.

–¡Bah! Eso no es cierto... odoT no es más que

guerra en el universo.

–T
upá dice que no es así... Tú te equivocas,
Ibbogi.t

–Lo que sucede –acabó diciendo Ibbotig– es

que áT
pu debe ser un flojo y un cobarde y debe

temer al varonil y peligroso juego del combate.

En vez de enojarse y castigarlo como se

lo merecía, el dios trató nuevamente de

convencerlo, hablándole esta vez cara a cara.

Nada consiguió; al contrario, en el colmo de su

soberbia, Ibbotig tuvo la audacia de desafiarlo a

.h
ru
acl

áT
pu aceptó el reto y le respondió que

se enfrentarían en un duelo, advirtiéndole

que, para dar una lección a su pretensión y

desmedida arrogancia, lo haría derrotar con

soldados pequeñitos y con armas insignificantes,

dominándolo a su amaño e hiriéndolo en su

orgullo y en su carne, que él creía duros como la

piedra.

El día del combate, el cacique, más fuerte

y más erguido que nunca, ostentaba al

frente de su no menos poderoso ejército, sus

innumerables armas; lucía su valentía y su

decisión inquebrantable, y se imponía con su

gran estatura, que a ratos parecía mayor gracias

a su abundante cabellera ador nada con plumas

de colores.
Sus hombres avanzaron profiriendo gritos

salvajes, en procura de los enemigos invisibles,

que lo único que esperaban era la orden divina

para iniciar su propia ofensiva. Los soldados de

áT
pu estaban escondidos en el bosque, y cuando

la gente del cacique Ibbotig lo supo, lanzó sobre

ellos una verdadera lluvia de flechas y piedras, y

así comenzó la batalla.

El ejército contrario los recibió con un

contraataque, en el que zumbaban las alas y

repiqueteaban en la tierra, como diminutos

palillos, sus innumerables patitas, ya que los

soldados del dios eran mosquitos, tábanos,

hor migas, mangangaes, avispas, machines y

vinchucas.

Ibbotig demostró enseguida tener la carne muy

blanda, al igual que los hombres de su ejército,

puesto que de inmediato sus cuerpos empezaron

a colorearse con la sangre de sus heridas, y

viendo que no había manera de terminar con

aquello, de vencer a tales enemigos, y mucho

menos de defenderse, optaron por arrojar sus

armas y .rh
u
i Peor entonces, el dios áT
pu tronó

violentamente:

–¡Ahí se quedarán plantados; se volverán

árboles!
Al escuchar aquello, Ibbotig, lloroso, se animó

a pedir perdón al dios:

–¡Señor de los cielos..., te pido clemencia...

reconozco que he sido soberbio... ¡No me

castigues, por favor!

Y T
upá, que ahora sonreía al ver los efectos de

su lección y castigo, accedió al ruego, diciéndole:

–De acuerdo, te perdonaré la vida, pero vivirás

para siempre, eternamente, y tu sólida carne se

transformará, a partir de ahora, en una madera

dulce y blanda. Y para que no olvides ni tus

fechorías ni tus antiguas maldades, y para que

recuerdes cómo te herimos con las armas de

enemigos pequeños e insignificantes, se verán

siempre, en cada primavera, tus rojas heridas.

Así, el dios T
upá, excesivamente bueno,

aunque no levantó la pena que condenaba a

Ibbotig a ser árbol, a las heridas de este las

ha vuelto rojas y bellas flores que recuerdan,

desparramadas en el verde follaje del ceibo,

las plumas de los churrines, los federales y los

perchicolorados, con las cuales el bizarro cacique

se ador naba en su época de fiero combatiente la

renegrida cabellera.
Las brujas de Argentina

En el noroeste de la Argentina, es una creencia

muy arraigada que la bruja es la séptima hija

de un matrimonio. Del mismo modo, cuando se

trata de hijos varones, el séptimo se transfor ma

en lobisón. En ambos casos, los hijos son,

hasta el séptimo, del mismo sexo. Aseguran

también que viven en las casas abandonadas y

que aparecen de improviso en las habitaciones

oscuras durante la noche. No hacen ningún

daño, pero su aspecto terrorífico y sus risas

agudas y estridentes pueden enloquecer a los

hombres.

Para anular el poder a las brujas, en la

región argentina de Misiones los pobladores

acostumbran tirar el calzoncillo en la dirección

en que “se las ve”, o bien agitarlo en el aire

como si golpearan un rosario bendito. En

Rincón de Esperanza, provincia de Santiago del

Estero, es costumbre que, antes de entregarse al

sueño, la gente haga cuatro cruces para conjurar

su inquietante presencia en medio de la noche.

Entre quienes conocen sus secretos, no existe


unanimidad acerca del día, o mejor dicho, la

noche, en que aparecen las brujas. Hay quienes

afirman que lo hacen los martes; otros, los

jueves y los más, los días viernes. Montadas en

escobas o transformadas en pájaros, recorren el

fir mamento hasta los lugares más alejados de la

Tierra. Se cuelan en las casas por los ojos de las

cerraduras o por las grietas de las paredes.

Las brujas de las que se habla en Misiones no

son maléficas y tampoco benéficas, aunque sí,

afectas a los pequeños hurtos, ya que gustan de

los dulces, las tortas y las comidas azucaradas.

Vu
anel siempre en compañía, juegan, ríen y se

introducen en las casas de familias adineradas;

mientras sus moradores duermen, víctimas del

encantamiento, ellas se regalan con toda clase

de golosinas, al tiempo que entran y salen de las

habitaciones a su regalado antojo.

Estas brujas no tienen la maldad de sus

antecesoras europeas, o los poderes de las efrits

árabes, y tampoco parecen tener entrevistas con

el diablo o reunirse en aquelarres. Simplemente

se dedican a divertirse, llenando el aire con

sus risas en la noche y comiendo uno que otro

bocadillo en casas ajenas.

A pesar de la proximidad geográfica, en


Corrientes, la concepción popular de la bruja

es distinta. Por supuesto, también se trata de

la séptima hija consecutiva que no ha sido

bautizada, pero los días martes y viernes

adquiere caracteres malignos sin abandonar su

for ma humana. Se las describe de la siguiente

manera:

“Pasa volando bajo, rozando los techos de las

casas, montada en una escoba, desnuda –pelada,

dicen los lugareños– y haciendo oír su carcajada

horrible, aguda y diabólica. Se va burlando de

todos, pues su mirada atraviesa techos y paredes,

y sabe así lo que ocurre al interior de las casas.

Peor hay en su contra una única for ma infalible,

que la hace caer irremediablemente. En el

momento en que se la ve ,aprs hay que arrojarle

lo más cerca posible un calzoncillo usado de

hombre.”

El empleo de la escoba, como elemento mágico

indispensable de estas mujeres endemoniadas,

es común en la historia de todas las brujas del

folclor universal.

En este sector de nuestro continente, es

creencia muy generalizada que brujas y brujos

son cristianos renegados, que han aprendido

las artes diabólicas a lo largo de los años en


las salamancas, donde viven y quedan en

condiciones de hacer maleficios.

En Pozuelos, Santiago del Estero, existía

allá por el año 1920, una mujer llamada Pepa

Manca, la que, según la creencia general, era

bruja. Vivía semidesnuda en un rancho de palos

parados. Dormía en el suelo y los vecinos decían

que a la hora de la siesta la veían en el monte

debajo de un quebracho, sin ropas, rodeada

de cuervos, ensayando sus malas artes. A Pepa

la culparon de haber embrujado a una vecina

llamada Elisa Iramain; esta se volvió loca, pero

fue deshechizada por otra bruja más inteligente,

que le recomendó mudarse de casa. A otra

vecina, de nombre Gerarda Cajal, le introdujo

una aguja en una pierna y le hizo el “daño”,

pues al poco tiempo le sacaron un sapo de la

herida.

En la región central de la Argentina, cuando

la gente del campo cree que las brujas andan

“cerca”, inician su conversación diciendo:

“¡Sábado, María!”. Aconsejan llevar ruda en los

bolsillos, poner ajo o ruda debajo de la almohada

y comer de vez en cuando carne de lechuza para

defenderse de sus ataques.


El Diluvio Universal en

América

La explicación del diluvio universal tiene muy

variadas versiones entre los pueblos aborígenes

de América. Es interesante que conozcamos

algunas de ellas.

Los guaraníes

Según los indios guaraníes, áT


pu había

prevenido al hechicero Tamandaré que la Tierra

sería cubierta por las aguas, y que, sobresaliendo

en medio de ellas, quedaría una gran palmera

donde deberían refugiarse él y su familia.

Al llegar las aguas, Tamandaré y los suyos

treparon a lo alto de la palmera, donde

permanecieron largo tiempo, alimentándose

de sus frutos. Cuando las aguas se retiraron,

descendieron y poblaron la Tierra.

Los araucanos

Los araucanos relatan que durante un tiempo

, yum muy largo, llovió sin .aresc El pueblo debió


refugiarse en un cerro llamado Tenént, y los

animales, en el cerro Caicán. Subían más y

más en pos de la cima a medida que las aguas

también lo hacían y amenazaban con sumergir a

cada ser viviente refugiado en las alturas.

Pasaron varias lunas, hasta que las lluvias

cesaron y las aguas comenzaron a descende.r

T
sd
o retornaron a la tierra llana, , y desde

entonces, los araucanos adoran los cerros

mencionados.

Los araucanos del extremo sur de Chile, por

su parte, dicen lo siguiente: en unos cerros

mitológicos se refugiaron varios indios cuando

llegó el diluvio. Una culebra que los protegía,

llamada Trentrén, les advirtió que debían hacer

lo posible por resistir a las aguas, ya que otra

enorme culebra, enemiga declarada de los

hombres, barrería con todos ellos.

Arreciaron las olas y en cada embate se

llevaron a aquellos que habían buscado

resguardo en el cerro, convirtiéndolos de

inmediato en ballenas, piedras y peces. Los que

lograron sobrevivir descendieron a los llanos y

dieron origen a las diferentes tribus.


Los onas

Entre los onas, se menciona un largo tiempo

de lluvias torrenciales. T
sd
ao las tierras se

inundaron y el agua, incontenible, terminó por

cubrir las montañas. Para salvarse, los hombres

treparon a las rocas, convirtiéndose unos en

lobos y otros, en pájaros. Esta es la razón, según

los onas, por la que a los hombres y a los pájaros

les gusta posarse sobre las rocas.

Los mapuches

Respecto del diluvio, entre los mapuches existe

la siguiente versión: la inundación del mundo

ocurrió en Fuchatripakon y fue causada por

el gran animal Karhkarfilu, mitad ser piente

y mitad caballo, que levantó las aguas. Las

aguas descendían también del cielo, pero no en

for ma de lluvia, sino como ríos, día y noche, no

dejando un solo lugar seco en la Tierra.

Peor entonces llegó la poderosa ser piente

Thren-Threng, que avisó a la gente, con un

silbido muy fuerte, que buscasen sin dilación

un lugar seguro. Los mapuches subieron a la

montaña, la única zona seca, luego de lo cual

la ser piente se la echó a la espalda y la levantó


El diluvio según los Onas
casi hasta Anti, el Sol. Los que se salvaron

treparon a las alturas seguidos por animales que

nunca antes habían trepado, y que debieron

aprenderlo de los hombres. No fueron muchos

los que sobrevivieron. Murieron todos aquellos

que se quejaban de su suerte; otros quedaron

petrificados o tomaron for mas animales de

rostros empavorecidos. Por esta razón –se cree–

hay gente parecida a peces, perros, leones, aves y

otros bichos.

Los antepasados decían que estas aguas caen

de tiempo en tiempo sobre el mundo para que se

pueda elegir a los buenos, a los que no se quejan,

a los que treparán callados, junto con animales

que no bramarán ni ladrarán ni rugirán. Estos

serán los salvados: los mansos, los que no hacen

ruido y no estorban a la buena serpiente, que

con lentitud sube la montaña a su lomo.


El gusano de luz

En la inmensa región que se extiende desde

el río Paraná hasta el U


,ugrya en la parte

comprendida entre los arroyos Yabebriy y

Guañarepí, se pueden observar durante las

noches unos maravillosos resplandores, que

se mueven muy lentamente, como espectrales

procesiones luminosas.

Con frecuencia, las gentes de las inmedia-

ciones llegan, atraídas por tan deslumbradora

belleza, a contemplar los fosforescentes

cortejos de esos seres misteriosos, y se sienten

transportados a países de ensueño y de fantasías

asombrosas.

T
sd
o saben que se trata del isondú, que vaga

por los montes para castigar a los envidiosos. En

su origen, el isondú fue un gallardo y apuesto

joven que habitaba en aquella región vasta,

de frondosa vegetación y fértiles tierras. Este

mancebo, de conducta irreprochable y corazón

generoso, era tan perfecto, que atraía a todas las

doncellas de la región. Estas, nada más verol, se

enamoraban perdidamente de él y ya no querían

volver a mirar a otros varones, por estimarlos


despreciables en comparación con aquel

prototipo de belleza y de virtud.

Los demás hombres, sintiéndose humillados,

se enfurecieron con él, y un día cualquiera se

reunieron, con el afán de buscar una solución al

problema. Lo cierto es que no tenían nada de

qué acusarlo, porque el joven no había cometido

delito alguno y tampoco podía ser culpado de

su perfección física. Habían intentado, de todas

las for mas posibles, que cayera en algún vicio,

pero, una y otra vez, se habían estrellado contra

su temple prudente. Pese a todo, decidieron

que tendrían que eliminar a aquel ser perfecto

que desviaba hacia él los corazones de todas las

c u ñ á s .

Fue así como los jóvenes, amarillos de envidia,

una noche de luna se apostaron entre los

árboles del bosque, cerca del sendero por donde

debía pasar el gallardo joven. Allí esperaron

pacientemente a que llegara, y cuando apareció,

lo sorprendieron por la espalda, cayeron sobre

él y le asestaron veintidós puñaladas en distintas

partes de su cuerpo. Por sus heridas brotaron

chorros de sangre que empaparon la tierra y lo

dejaron exánime. Peor antes de exhalar su último

aliento, los hombres vieron, aterrorizados, cómo

el cuerpo del mancebo se transformaba en un


pequeño insecto de maravillosos resplandores;

por cada una de las heridas que había recibido

en la alevosa emboscada salía una misteriosa luz.

Por la herida del corazón asomó la cabeza de un

insecto, que fue tomando, poco a poco, la for ma

de un gusano. Este emitía un intenso fulgor rojo,

rojo como un rubí.

Los asesinos, atónitos ante el prodigio, se

marcharon apesadumbrados por el crimen que

habían cometido, y a partir de entonces tuvieron

que contemplar noche tras noche, a lo largo de

todas sus vidas, aquel resplandor siniestro que les

recordaba su maldad y torturaba sus conciencias.

Desde ese momento, ninguno de ellos pudo vivir

en paz.

Y desde entonces, enormes grupos de isondúes

pueblan, con su magnífica claridad noctur na, el

bosque, convirtiéndolo en un paraje encantado.

Dice la tradición que si se log ra atrapar un

isondú o gusano de luz, se puede observar que

tiene once lucecitas a cada lado de su cuerpo,

vestigios de las veintidós puñaladas recibidas. Y

la luz roja de la cabeza es el corazón de aquel

joven hermoso que un día, hace mucho, despertó

los celos de los demás hombres de la comarca.


La ciudad de piedra

Muy cerca de la frontera de Honduras con

Guatemala, existió, en tiempos ya muy lejanos,

una gran ciudad. Sus habitantes eran civilizados

y cultos, y llegaron a ser verdaderos maestros en

todas las artes, especialmente en la escultura y la

arquitectura.

Esos seres construyeron magníficos teatros,

tan enormes como los antiguos circos romanos

y suntuosos edificios que adornaron con

magníficas pinturas y estatuas. Sin embargo

–según nos dice la leyenda–, su alto nivel

cultural fue declinando lentamente, y poco a

poco sus costumbres se relajaron; empezaron

a extenderse entre ellos la superstición y la

idolatría. Así, adoraron al Sol y comenzaron

a ofrecerle sacrificios humanos, para lo cual

labraron una gran piedra, que colocaron en una

de sus principales plazas, donde realizaron las

inmolaciones.

Los ciudadanos del país se fueron contagiando

paulatinamente de aquellas prácticas


sangrientas, hasta que quedó un solo hombre

que no quiso aceptar tan bárbara religión, y que,

por el contrario, dedicó su vida entera a predicar

en contra de aquellas costumbres aberrantes.

Peor sucedió que los sacerdotes del nuevo culto

y sus adeptos lo persiguieron tenazmente con

el solo propósito de matarlo, acusándolo de

blasfemo.

No les costó mucho conseguirlo. Una vez

apresado, lo condujeron a una colina cercana

para allí acabar con él. Caminaban de espaldas

a la ciudad, a paso lento por el tortuoso y

áspero camino. Cuando llegaron a la cumbre,

los verdugos preguntaron al hombre si antes

de morir deseaba el cumplimiento de algún

último deseo, y este, levantando levemente su

cabeza, les contestó que lo único que quería era

contemplar la ciudad. Entonces, con la mirada

puesta en el valle, g ritó con todas sus fuerzas:

“¡Ciudad maldita! ¡Cuando yo muera, todo

quedará convertido en piedra!”. Y así sucedió,

pues la ciudad, sus habitantes, sus animales y

sus árboles, absolutamente todo, en el mismo

instante en que el puñal se hundió en su pecho,

quedó convertido en piedra.


Muchos siglos después se descubrieron los

restos de la ciudad de Copán. odoT allí estaba

quieto, como si el mundo hubiera detenido su

camnia.r Se encontraron mujeres con canastas

de frutas sobre la cabeza, como quien va

vendiendo; otras, con sus niños en la cintura,

con el paso detenido a medio andar; hombres

labrando la tierra; gallinas, pájaros y perros,

y sobre la cumbre, una roca semejante a un

hombre hundiendo un puñal en el pecho de otro

hombre caído...
Las cinco águilas blancas

Cinco águilas blancas volaban cierto día por

el azul fir mamento caraqueño. Eran cinco

águilas enormes, cuyos cuerpos resplandecientes

dibujaban sombras errantes sobre las hermosas

montañas del paraje venezolano. No se sabía si

venían del sur o del norte. La tradición indígena

sólo dice que las cinco águilas blancas surgieron

del hermoso cielo estrellado en una época muy

remota.

Eran aquellos los días de ,byaC


iar genio

femenino de los bosques aromáticos, la primera

mujer de los indios mirripuyes, habitantes del

empinado Andes. Ella era la hija del ardiente

Zuhé y de la pálida Chía. Imitaba el canto de los

pájaros, corría ligera sobre el césped, igual que el

agua cristalina, y jugaba como el viento con las

flores y los árboles.

Caribay vio volar por el cielo las enormes

águilas blancas, cuyas plumas brillaban a la luz

del sol como láminas de plata, y quiso adornar

su coraza con tan raro y espléndido ornamento.


Así fue como corrió sin descanso tras aquellas

alas que, fugaces, ensombrecían el suelo; salvó

profundos valles, subió a un monte y a otro

monte. Llegó, al fin, fatigada, a la cumbre

solitaria de las montañas andinas. Las pampas,

lejanas e inmensas, se divisaban por un lado

y por otro, y los montes, una escala ciclópea,

jaspeada de gris y esmeralda; iba por la onda

azul del Coquivacoa.

Súbitamente, las enormes aves se remontaron,

graciosas y en inversa picada, sobre aquella

altura, hasta perderse de vista en el espacio. Y

sus sombras dejaron de dibujarse sobre la tierra.

Entonces, Caribay pasó de un risco a otro

por las accidentadas sierras, regando el suelo

con copiosas lágrimas. Invocó a Zuhé, el astro

, ye r pero el viento se llevó su voz. Las águilas

ya no estaban, y el Sol se hundía en el ocaso.

Aterida, volvió sus ojos al oriente e invocó a

Chía, la pálida Luna. En ese mismo instante, se

detuvo el viento para hacer silencio en la Tierra,

brillaron las estrellas y un resplandor en for ma

de semicírculo fulguró vago en el horizonte.

Al ver aquello, Caribay rompió el sepulcral

silencio de los páramos con un g rito de


admiración. Comprobó que había aparecido la

Luna y que alrededor de ella volaban otra vez las

cinco águilas blancas, refulgentes y majestuosas.

Caribay observó cómo estas descendían,

al tiempo que ella, el genio de los bosques

aromáticos, la india mitológica de los Andes,

modulaba dulcemente sobre la altura su canto

selvático.

Las misteriosas aves revolotearon por encima

de las crestas desnudas de la cordillera, y

se sentaron al fin, cada una sobre un risco,

clavando sus garras en la roca viva. Ahí se

quedaron inmóviles y silenciosas, con las cabezas

vueltas hacia el norte, extendidas sus gigantescas

alas en actitud de remontarse en cualquier

instante nuevamente hacia el fir mamento azul.

Caribay quería adornar su coraza con aquellas

hermosas plumas, raras y espléndidas, , y en

su afán, corrió hacia ellas con la intención

de arrancarles el codiciado tesoro. P


oe,r en

ese mismo instante, un frío glacial entumeció

sus manos: las águilas se habían petrificado,

convirtiéndose en cinco enormes moles de hielo.

Al ver aquello, Caribay dio un g rito de espanto

y huyó aterrorizada del ug.lar Las águilas blancas


eran un misterio, un misterio pavoroso.

De pronto, la Luna se oscureció, golpeó el

huracán, bramando siniestro sobre los desnudos

peñascos, y entonces las águilas blancas

despertaron. Se alzaron furiosas, y a medida que

iban sacudiendo sus monstruosas alas, el suelo se

cubría de copos de nieve y la montaña entera se

engalanaba con albo plumaje.

Este es el origen fabuloso de las Sierras

Nevadas de Mérida. Las cinco águilas blancas

de la tradición indígena son sus cinco elevados

picos, siempre cubiertos de nieve. Las grandes y

tempestuosas nevadas son el furibundo despertar

de las águilas, y el silbido del viento en esos

días de páramo, el remedo del canto triste y

monótono de .bC
yaiar Es el hermoso mito de los

Andes de Venezuae.l

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