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LUIS MONTAN

EPISODIOS DE LA GUERRA CIVIL

La conquista
de Retamares
por la
columna
Castejón

LIBRERIA SANTAREN - VALLAD0LID


MUY PRONTO

APARECERÁ:

Revoluciones políticas
y selección humana

U n g r a n l i b r o del d o c t o r

M. Bañuelos García

5 P E S E T A S
LA CONQUISTA DE RETAMARES

P O R LA COLUMNA DE C A S T E J Ó N
EPISODIOS PUBLICADOS:

Núm. 1 , — C ó m o fué tomado el A l i o del León.


» 2 . — L o s c e n t a u r o s de E s p a ñ a en el Puerto del P i c o .

Imprenta C a s t e l l a n a
EPISODIOS DE LA GUERRA CIVIL
POR

LUIS MONTAN

ILUSTRACIONES DE «GEACHE»

La conquista de Retamares
por la columna de Castejón

EPISODIO NÚMERO 3

LIBRERÍA SANTARÉN V ALLADOLID


Episodios de la guerra civil, por Luis Montán
--luí,,, i i».n-| Ilustraciones de «Geache» | ¡

La conquista de Retamares por la columna oe casida

ESPAÑA AVANZA
Corrían los primeros días de Noviembre, y España proseguía su
avamce por las tierras rojizas de Castilla sobre la meta* de Madrid,
Ya había dejado atrás nuestro Ejército, enrolados a la gran página
de sus conquistas, los nombres de Toledo, Griñón, Pinto, Navalcarnero
y Getafe, y 2a nueva España era un clamor unánime de victoria.
Desde los campos de Extremadura, nuestras fuerzas coloniales, cons-
tituidas por Tercio y Regulares, venían trazando a su paso como una
estela de triunfo, de ¿a que vivían pendientes la curiosidad y la ad-
miración de Europa. El ímpetu unido a la previsión táctica, el valor
sereno ligado a la decisión en los momentos culminantes. Los nombras
de Franco, Mola, Várela, Yagüe, Castejón, Asencio, Deüigado, Serrano,
Telia y los de otros muchos generales y jefes, eran pronunciados por
el pueblo con esa veneración que levanta el afecto y sostiene el entu-
siasmo. Eil dogal de las fuerzas nacionales sobre Madrid iba estrechán-
dose día a día. Desde lias avanzadas, ya la gran fábrica urbana de la
capital del país se dominaba con la mirada. Sobre el mapa volcaba su
impaciencia y su fe el patriota, en una observación ¡minuciosa del
posible enlace de las columnas y de las zonas más cercanas a la nue-
va conquista.
Próximos ya a la gran urbe, pero aún en plena paramera caste-
llana, se izaban con su traje de tejas rojas los pabellones del pol-
vorín de Retamares, de los que las (hordas asalariadas de Moscú ha-
bían hecho duigar de amunieionamiento de verdadera importancia, y
en cuya defensa habían de poner, sin duda, las máximas resistencias,
ya que su caída suponía, a más de su gran pérdida material, abrir ai
Ejército nacional un nuevo camino hacia Madrid. Fué entonces
cuando...
CAMINO DEL FRENTE
lEil día primero de Noviembre comenzaron a concentrarse en Valí a-
dolid las primeras -fuerzas de choque de Falange designadas para el
frente de Madrid. Santiago, Campo Grande, Fuente Dorada vivían
una animación nueva y (precursora de lo que más tarde había de tra-
ducirse en otra página de gloria para los aguerridos camisas azules.
En Ja Academia de Caballería, convertido en Cuartel general de Fa-
lange, en el Pinar y hasta en calles y cafés, iba adensándose la atmós-
fera de la preparación. Capotes nuevos, .botas de mancha, fusiles de
reluciente acero y, sobre todo esto, una luz viva de esperanza en la
mirada y una calidez de mocedad bravia a flor de labio. Hasta en
plena Acera surgía la despedida cordial al camarada o al amigo :
—¿Cuándo marcháis?
— N o puedo decirte. Estamos esperando órdenes. Lo mismo puede
ser esta noche que mañana. Y a lo tenemos todo dispuesto para cuan-
do digan.
—¿A Madrid?
—Hacia Madrid.
— D e buena gana marcharía con vosotros.
—Pues porque no querrás.
—¿Porque no querré? ¡Si tengo ya dos hermanos en el frente,
y en casa no me dejan! En parte, tienen razón. Si nos matan a Jos
tres, ¿quién se cuida de los viejos? Al menos, que quede uno. Y ese
uno he tenido la desgracia de ser yo en mi casa. ¿Os vais muchos?
.—De choque, vamos tres centurias. Una de Valladoldd, otra de
Segovia y ¿a de Madrid.
Entramos en el día 4 de Noviembre, y la noticia se esparció como
la ¡lumbrarada de un cohete por üa ciudad.
—¡Esta noche se va Falange!
-—¿Va tu hermano?
—-Naturalmente. Si no le dejásemos ir por las buenas, se escapa-
ría, y era lo mismo. Se va mucha gente. Voy a comprar unos «de-
tentes» y unas medallas para los chicos.
—Nosotras ya las compramos. ¿A qué hora se van?
— N o sé. Voy a adquirirlas antes de que cierren, porque luego, a
última hora...
Y las muchachas veinteañeras de Valladolid, madres y hermanas,
formaban a primeras 'horas de fia tarde cordiales corrillos con los fa-
— 7 —

langistas, les paraban en iplena calle de Santiago para hacerles el ofre-


cimiento de "una reliquia o de un pequeño recuerdo ¡bendecido.
A las seis, Campo Grande y los alrededores de 3a Academia ofre-
cían el soberbio espectáculo^ de una gran muchedumbre enracimada.
Ya se encontraban en el cuartel de Falange los camisas azules lle-
gados deH Pinar. En el gran patio central de la Academia fueron for-
mando' las milicias expedicionarias,
y ai filo de las seis y media, un
movimiento de expectación en el
gentío, que recorrió la explanada
con un crescendo de pleamar, fué
eil1 anuncio de que las fuerzas se dis-
ponían ya a salir.
E3 desfile de los falangistas des-
de la Academia a la estación del
Norte, por todo Campo Grande,
fué aligo apofeósico... Los camisas
azules, vitoreados frenéticamente
por la multitud, marchaban can-
tando el himno de Falange, cuyos
versos se erguían arropados en una
maban las fuerzas expedicionarias
tres centurias: la de Valladoiid, la
continuada saliva de aplausos. For-
de Madrid y la de Segó vi a, man-
dadas por eü comandante Navarro,
con los siguientes jefes de centu-
ria: Luis Argüelles, la de Vallado-
lid; capitán Navarro, la de Segovia, y capitán Silvestre, la de Madrid.
Con las centurias marchaban también otros falangistas destinados al
servicio de orden y vigilancia.
En tren marcharon las fuerzas hasta el pueblo de Azaña, que fué
bautizado por los Ejércitos de España, al ser conquistado, con el nom-
bre de Nueva Numancia, seguramente para evitar a sus honrados ve-
cinos el oneroso título de «azañistas» en la nueva historia de España.
Antes de llagar a Nueva Numancia, el convoy se detuvo un par de
horas largas en Tala vera, con objeto de que las centurias fueran re-
vistadas por el general Varela, ante el cual desfilaron en perfecta for-
mación y con la impedimenta de ametralladoras. El general Varela
felicitó ail comandante Navarro por la marcialidad y buen conjunto
de la muchachada azul. Desde Nueva Numancia, ios expedicionarios
marcharon a (pie, por carretera, a Ule seas, y desde este punto, en
camiones, se trasladaron a Alicorcón.
El viaje se hizo de noche. Por da carretera avanzaban 'los camiones
de Falange envueltos en mil cánticos. La juventud española sabía
marchar a la guerra con la generosidad que imprime la convicción
de una patria necesitada del esfuerzo de sus mejores hombres. Y cara
a la muerte, la Falange iba desbordada en cantos de optimismo, como
si quien 1a- esperase fuera la vida
joyante y prometed ora.
Llegados a Alcorcón, el pueblo,
que había sido tomado por nues-
tras tropas el día antes a los ro-
jos, se envolvía aún en un olor
penetrante a pólvora. Por sus ca-
lles se amontonaban en la oscuri-
dad esos residuos trágicos que la
guerra va dejando a su paso. Mue-
bles rotos, prendas abandonadas,
hierros e n último retorcimiento,
puertas arrancadas por la violen-
cia de las explosiones, hoyos, tie-
rra removida, trozos de cascote y
tejas voladas por el estallido de
los obuses: Y envolviendo el silen-
cio, hundiéndose en él para ha-
cerlo más profundo, las sombras
cerradas del nocturno, sin una lu/,,
sin una pequeña hoguera. La vida
hubiera quedado detenida, si en el fondo de una corralada, saltando
sobre sus bardas de caña y adobe, las notas melódicas de un acor-
deón no hubiesen puesto como un pequeño temblor de cosa latente.
Alcorcón había sido tomado por el Tercio, y en la corralada, un
grupo de legionarios fumaban y bebían bajo ese signo de amistad
y de confortación que hasta en los más graves momentos de riesgo
y soledad nos proporciona la música.
A Jos falangistas se les habían asignado Has naves derruidas de la
iglesia del pueblo para descansar hasta Ja salida para el frente, y
sobre el suelo-, revuelto con restos de una destrucción reciente de alta-
res y coros, se echaron unas mantas y los camisas azules se entre-
garon a un breve sueño reparador.
— 9 —

CON EL TERCIO

A las tres de Ja mañana se tocó diana, y la Falange se puso nue-


vamente en pie. Aún era noche cerrada, y se desconocían los mo-
tivos del llamamiento.
Las centurias formaron dentro de la misma iglesia, bajo la gran
nave central, y al salir a la calle, algo extraño en el ambiente les
dió a entender que algo inmediato se preparaba.
La noticia se esparció con la rapidez del relámpago por entre los
falangistas:
—¡Vamos con él Tercio hacia Retamares!
Una impaciencia que contaba los minutos por horas se había apo-
derado de nuestros muchachos; ía nerviosidad ponía un tic singular
en los rostros.
—¿Tardaremos mucho en salir?
— N o sé. Serán ya las cuatro, ¿no?
— Y a deben ser. Esperaremos seguramente que empiece a ama-
necer.
Minutos después, aún no amanecía, las centurias abandonaban
Alcorcón. Se marchaba despacio, sin prisas, obedeciendo las órde-
nes del mando, como si, previamente medida la distancia, se llevase
una pequeña anticipación sobre el horario previsto para la llegada
a un punto determinado.
Una claridad lechosa comenzaba a apuntar por el Este, corríase
por el cielo como las luces precursoras del amanecer. Los mucha-
chos caminaban charlando en su formación de fres por línea. Un
vientecillo fresco golpeaba los rostros. De pronto se hizo un alto. Al
borde del camino, sobre una gran explanada de la izquierda, apare-
ció un nuevo núcleo de fuerzas. Era el Tercio, al mando del co-
mandante Castejón, que esperaba previamente el enlace con las cen-
turias en aquel lugar. El encuentro despertó entre los falangistas un
gran entusiasmo, contenido a duras penas. Era verdad: la Falange ; ba
a entrar en fuego junto a la Legión. Y cada camisa azul se hizo en
el corazón una promesa inviolable, por España y por la Falange:
«A donde llegue el Tercio, llegaré yo».
— IO —-

Días largos de la espera; inquietud hecha carne; ansiedad por la


hora que nunca llega. Pero ya -estaba próxima, ya estaba, al alcance
de la mano. Batirse por España, y batirse junto a la Legión, nido de
héroes y ejemplo renovado de insuperables temeridades. Las manos
se tendían solícitas, como una larga caricia, sobre las culatas de los
fusiles, como calmando un ¡deseo transmitido desde la carne, subiendo
del corazón al hombro, para pasar por la correa del arma al acero
rayado, a la recámara, ai cerrojo, al interrogante bruñido del gatillo.
—Ahora sí que va de veras.
— Y a era hora.
• — Y hay que «¡pitar», pase lo que pase.
Los legionarios reflejaban en sus rostros la satisfacción del mo-
mento. Sabían ya de su bravura, y sonreían a aquellos bisoños de la
guerra con las cinco flechas sobre el ¡pecho, como en un saludo de
amistad y oclaboración.
E l comandante Castejón hizo un aparte con el comandante Nava-
rro, jefe de las centurias.
En cabeza del Tercio, los carros de asalto se alineaban en for-
mación abierta. Grises, largos y enanos, corno orugas pegadas a la
tierra, con sus torretas giratorias y la ranura abierta en trágica mueca,
por donde asomaba el tubo de fuego, como un ojo vigilante en el
camino.
El mando dió la orden de avanzar.
LA CONQUISTA DE RETAMARES

Precedido de los carros de asalto, ei Tercio salió por delante, que-


dando un poico a la retaguardia las centurias. La operación sobre Re-
tamares estaba a cargo de la columna de Castejón, dividida en tres
alas: la del centro, formada por 'el Tercio; la de 'la izquierda, cubriendo
el flanco, integrada por Falange, y la de la derecha, que ya había
salido con anterioridad, para enlazar más tarde con la Legión, com-
puesta por los Regulares.
La misión confiada por ©1 mando a las centurias era delicadísima,
y para cumplirla había necesidad de jugarse cuanto el enemigo pu-
siera sobre el campo, ya que consistía en proteger todo el flanco iz-
quierdo de la operación para evitar que los rojos hicieran cualquier
movimiento envolvente.
A las siete de la mañana comenzó el fuego por el sector centro
y derecha, al encontrar contacto nuestros tanques y las avanzadillas
del Tercio y Regulares con las primeras posiciones ocupadas por el
enemigo. Los rojos, pegados al terreno y protegidos por parapetos v
trincheras, hacían un nutrido fuego de ametralladora y fusilería. El
terreno, suavemente ondulado, pero todo él cuesta arriba, hacia el
polvorín cuya conquista se intentaba, favorecía aul enemigo.
Mientras nuestras tropas coloniales proseguían su avance, lias cen-
turias ocuparon una vaguada sita detrás de un altozano que daba vista
a la venta del Cano, en espera de órdenes de nuevo avance, según los
movimientos que hicieran los rojos al verse atacados por el centro y
por la derecha.
El ímpetu del Tercio y de los tábores era, una vez más, admi-
rable. Las primeras trincheras rojas, defendidas por una doble fila de
alambradas, eran un verdadero cráter. Se disparaba desde ellas por
descargas cerradas y fuego en cortina de ametralladoras.
Los moros, arrastrándose por tierra y ofreciendo apenas blanco,
avanzaban penosamente, pero seguros de sí mismos, envueltos en una
verdadera nube de metralla. Los legionarios, abiertos en guerrilla, aco-
saban por su flanco, aprovechando las hendiduras del terreno, las pe-
queñas matas del monte y las piedras de algún saliente. Iban avan-
zando por galopadas de veinte en veinte metros, llevando en vilo sus
12

ametralladoras, con una precisión tal en la medición de las distancias


de piedra a piedra, que al salir de detrás de la ultima ocupada ya sa-
bían sobre la que iba a terminar el salto iniciado, con una experien-
cia de la guerra y una serenidad tan admirables, que los obstáculos
parecían rendirse dóciles a su marcha. Los oficiales del Tercio y Re-
gulares gritaban enardecidos a sus hombres, cubriendo los puestos de
mayor peligro en la vanguardia:
—¡Adelante la Legión!
—¡Mis moros, los primeros!
Los Regulares aseguraban el tiro echados a la larga sobre la tierra
espolvoreada por la lluvia del plomo enemigo, proseguían su marcha
ya a escasos metros de las alambra-
das enemigas. Cuatro moros se ha-
bían distanciado en aquella carrera
en la que dos cuerpos, de bruces
sobre el polvo, daban la sensación
de ir avanzando sobre el agua de
tina piscina en dura competencia
de natación. Eran los especialistas
en el corte de alambradas: hombres
avezados a olfatear de cerca la
muerte con el hacha en el cinto y
una sonrisa blanca e indiferente so
bre los dientes entreabiertos.
Ren Achac, ell viejo beniurriague-
lás, con su cabeza rapada, su pe-
rilla ¡hirsuta y el cuerpo, lleno de
cicatrices, llegaba el primero a los
postes.
Tendido en tierra, giró sobre la
cadera hasta ponerse cara arriba,
y blandiendo el hacha, de un golpe
seco y certero partió por la raíz
el poste. Cada uno iba enfilado a un palo, como los nadadores se
proyectan, sin perder la recta, sobre el número de su calleja de cor-
chos. Los postes fueron cayendo sucesivamente, segados a ras del
terreno.
Los infantes moros de primera línea, ya sin alambradas entoipece-
dores para su avance, se irguieron rápidos a la voz de mando. Sobre
él monte se levantó un griterío ensordecedor. Los moros se lanzaban
aullando, gesticulantes, enfurecidos, sobre las trincheras rojas, con un
ardor de .mil furias desatadas. En la mano derecha, la bomba de mano,
y el fusil, plegado a la altura del muslo izquierdo.
A unos quince metros de las trincheras rojas, los moros lanzaban
sobre los reduot-os, ya vacilantes, aquella saeta de muerte y extermi-
nio, que volaba de su mano a la zanja con un tino resuelto en res-
plandores de matanza. Y a al borde de las trincheras, saltaban sobre
su fondo con ell cuchillo, cruzado por el brillo de un relámpago, de
sus dientes a su diestra. Tomado el reducto en una feroz lucha cuerpo
a cuerpo, entre gritos, blasfemias y súplicas delirantes de perdón sin
perdón, los Regulares hacían de la trinchera recién conquistada abri-
go momentáneo, cru-
zando su fuego con
los de la zanja in-
mediata, aún ocupa-
da por el enemigo.
Mientras Tercio y
Regulares p r o s e -
g u í a n su rnarc ha,
conquistando terreno
al e n e m i g o , que
iba retrocediendo' de
trinchera en trinche-
ra, el ala izquierda
de los rojos, que estaba de refresco sobre la retaguardia, inició un
movimiento envolvente para coger entre dos fuegos a la Legión, y
'las centurias, que ya habían recibido órdenes de avanzar y tenían
tomadas las dos primeras lomas, se disponían a cortar la maniobra
soviética, tirándose a fondo sobre los primeros núcleos enemigos, eon
los quet rabaron un copioso fuego de fusilería y ametralladoras.
Los camisas azules, con una precisión de verdaderos veteranos en
sus movimientos, no sólo contuvieron la ofensiva por aquel sector, sino
que obligaron a replegarse al enemigo, un poco sorprendido por k
táctica de aquellos muchachos y por el ardor puesto en la lucha. Los
falangistas, sujetos en todo instante a las voces de mando, actuaban
como el ala de un auténtico ejército regular. Era al filo de la una de
la tarde, y desde el medio día, ya en terrenos del campamento de Re-
tamares, hacían un fuego que con intensidad varia sostuvieron
hasta las seis de la tarde, en que, ya libre de enemigos aquel sector y
afianzado el éxito de Ja operación, dispusieron la marcha sibre el pol-
— 14 —

vorín, quie ya había sido tomado heroicamente por los Regulares y


el Tercio. ¿Cómo? Para seguir paralelamente la acción de los tres sec-
tores, tenemos que hacer un pequeño regreso.
El objetivo de la operación era la conquista del ya citado polvorín
de Retamares, , cuya fábrica la constituyen unos pabellones de ladrillo
ocre, en. los que ondeaba la ban-
dera roja desde los primeros días
del glorioso alzamiento.
Y a desaparecido el peligro de que
eil sector centro, formado por fuer-
zas del Tercio, fuese envuelto, gra-
cias a la brillante actuación de las
Falanges, Legionarios y Regulares,
prosiguieron su avance hasta hallar
contacto, a unos ochocientos me-
tros del1 polvorín. F u é entonces
cuando di ataque al fortín rojo al-
canzó mayor ©moción e intensidad.
Las fuerzas coloniales se1 abrieron
en semicírculo bajo el mando direc-
to del comandante Castejón, que
sobre la misma marcha iba movien-
do sus tropas con un acierto insu-
perable.
£1 Los últimos reductos rojos fue-
ron los que mayor resistencia ofre-
cieron al avance victorioso de nuestras tropas; pero, uno tras otro,
iban cayendo bajo el ímpetu de legionarios y moros, que, con bombas
de mano, a machetazos, a golpes de cuchillo, seguían abriéndose paso
hacia las naves donde la bandera soviética se erguía al viento como
un reto.
Los rojos habían convertido el polvorín en una verdadera forta-
leza, rodeado todo él de una profunda trinchera, y las ventanas, pro-
tegidas con sacos terreros, transformadas en nidos de ametralladoras.
Cuando las fuerzas coloniales llegaron a unos cien metros de las
naves, siguiendo pegadas a tierra para no ofrecer blanco a¡l enemigo,
y saltando de reducto en reducto, un clarín penetrante fué la voz que
tendió sobre los aires la orden decisiva: ¡Ai asalto!
A pecho descubierto1, desafiando la granizada de las ametrallado-
ras rojas, Tercio y Regulares avanzaron como empujados por un tor-
bellino de locura resuelto en gritos, vítores y vivas. Las bombas de
— i6.—

rna.no surcaban el espacio, cubriendo de estallidos la fachada, las ven-


tanas, el último baluarte enemigo. El ataque en forma de herradura
sobre el polvorín fué tan enérgico, tan rápido, tan bien trazado, que
viéndose los rojos envueltos por todas partes y a nuestros soldados
dispuestos a no detenerse en el asalto, antes de llegar la .primera olea-
da de moros al pie de las ventanas, sin esperar el choque de los bra-
vos legionarios en el fondo de la última trinchera, el enemigo huj'ó
a la desbandada, abandonando ametralladoras, fusiles y toda clase
de pertrechos.
Un vítor unánime unió en entusiasmo1 a nuestras fuerzas. Moros y
legionarios, al grito de «¡Viva España!», se metían de cabeza por las
ventanas, en persecución d^ los fugitivos. A hachazos, a culatazos, a
patadas, fueron derribadas las puertas del polvorín.
El asalto había sido tan rápido, que un grupo de rojos, sin tiempo
para huir, se había refugiado en el fondo de uno de los últimos pabe-
llones e intentaban hacerse fuertes en él. Un moro, arrastrándose por
debajo de las ventanas, colocó un
cartucho de dinamita en la puerta.
Cada ventana era un volcán de fue-
go. Pega dios a la pared, nuestros
soldados cruzaban retos y dicterios:
—¡Salid, cobardes!
—¡Entrad vosotros!
—¡Os vamos a pelar vivos!
—¡Abrid la puerta, si os atrevéis!
Desde dentro se hacía sobre aqué-
lla un fuego granizado, y la ma-
dera de los tablones saltaba en pe-
queñas astillas al paso- de las balas,
cuando un estallido seco hizo re-
tumbar la nave y la puerta saltó
hecha mil pedazos. Por el hueco,
cuchillo en mano, penetraron legio-
narios y moros. Poco a poco, fué
cesando, eil fuego del interior. Sólo
se percibía un estrépito sordo de
jadeos, de imprecaciones cortadas a flor de labio, de juramentos
roncos.
Y de pronto, un silencio hondo y trágico. Moros y legionarios sa-
lían de la nave con sus uniformes rasgados, con las huellas de una
lucha a muerte en sus rostros amoratados. Los cuchillos brillaban como
extraños rubíes.
— 17 —

Por el tejado trepaba un legionario. La bandera soviética se de-


rrumbó bajo el golpe certero de un hacha. Y en su lugar, la enseña
roja y gualda de España se rizó a los vientos, proclamando que Re-
tamares había sido< ya ganado para la gran causa nacional.

LA GLORIA DE FALANGE

La acción paralela obliga a otro pequeño retroceso, en busca de la


gloria de Falange.
Al avanzar el Tercio hacia el polvorín, las centurias del coman-
dante Navarro sustituyeron al Tercio en la posición de la Venta del
Cano., con objeto de que la Legión, como ya dijimos antes, quedase
protegida por su flanco izquierdo.
En la última loma de este sector fué herido en el pie izquierdo
José Antonio Girón, cuando, en cumplimiento de sus funciones de
subjefe de centuria, iba poniendo los puestos para escalonar el avance.
Girón, en lo más alto de la loma, atendiendo sólo a su centuria y sin
cuidarse del nutrido fuego' que desde abajo hacía el enemigo, fué al-
canzado por una bala.
José Antonio1 Girón, cuya modestia sólo puede compararse con su
entereza, se limitó a decir, al ver su borceguí manchado de sangre:
—Deben haberme herido; pero no es nada.
—Sus camaradas, que adoran en él, le rodearon solícitos, forman-
do a su alrededor una muralla con sus cuerpos.
—Ahora te evacuaremos.
Ya habían sido avisados los médicos, y acudían solícitos para
atenderle los doctores Corzo y Petschen, sin: importarles el fuego de
fusilería que desde sus escondrijos seguían haciendo los rojos contra
ia loma.
Girón mandaba imperativamente:
No preocuparos, que esto no es nada. ¡A vuestros puestos! ¡To-
dos a vuestros puestos, y dejadme!
—Luego, luego. Ahora tenemos que llevarte.
Y casi, a viva fuerza, los falangistas cogieron en brazos al valeroso
Girón para proceder a su evacuación cuando llegaban los médicos. Cor-
zo y Petschen no sólo prodigaron los consuelos de la ciencia y el afec-
to de la camaradería entre los camisas azules, sino que también rirt-
— i 8 —

dieron su tributo de sangre a la gloria de España y de Falange, por-


que, en su abnegación, cayeron heridos bajo el plomo marxista.
Las centurias, a'l llegar al polvorín, fueron recibidas con vítores por
¡legionarios y regulares. Habían peleado derrochando sangre, abnega-
ción y patriotismo. Sólo la centuria de Valladolid contaba con veinti-
tantos heridos en sus filas.
El comandante Navarro podía sentirse orgulloso de sius camisas
azules. En Retamares, el heroico comandante Castejón, jefe de la co-
lumna, estrecha con efusión la mano del comandante Navarro:
—Esos muchachos se han batido oomoi leones. Así deben ser los
soldados de España. Les felicito y me felicito.

LA CASILLA DE LA MUERTE

Aunque de hecho Retamares ya estaba en poder del Ejército es-


pañol, la amenaza constante que durante deirca de un mes se abatió
sobre él constantemente bajo los fuegos de la aviación y la artillería
rojas, y con. el enemigo no sólo a escasos metros, sino- además ata-
cando y aprovechando cualquier descuido para intentar una sorpresa,
hizo que su posesión no fuese verdaderamente: efectiva hasta que, to-
mado Pozuelo, el enemigo quedó tan castigado y distante de nuestras
posiciones, que ya Retamares quedaba consolidado- y casi como zona
de la retaguardia. En todo este azaroso período de consolidación, fué
cuando las fuerzas de Falange templaron bien sus armas y las centu-
rias de Valladolid, Madrid y Segovia batieron un verdadero récord
de espíritu militar, de pujanza y bravura. Tercio y Regulares prosi-
guieron su avance hacia Madrid por el ala izquierda, en busca leí
enlace de las carreteras de Pozuelo y La Coruña, y en Retamares sólo
siguieron' (tas tres centurias citadas y una «mía» de moros. Estas fuer-
zas quedaron a la defensa y custodia de la nueva zona conquistada,
que los rojos rodeaban por todas paites menos por eil sector del cam-
pamento de Cuatro Vientos.
Los falangistas, poseídos de.un gran espíritu, se dedicaron a afian-
zar sus posiciones, construyendo sólidos parapetos y trincheras cu-
biertas para hurtar la acción de los ((pájaros)) y cañones rojos. Mu-
chachos todos de carrera, despiertos de inteligencia y entusiastas de
— 19 —

corazón, ponían tan felices intuiciones en su obra, que las fortifica-


ciones parecían hechas por soldados ya expertos en tales menesteres
bélicos.
Entre cantos, siempre con una sonrisa sobre el esfuerzo, unos
acarreaban cemento, otros llevaban piedras, aquéllos cargaban sacos
terreros, los de más allá abrían profundas zanjas, provistos de palas y
picos. Y mientras unos trabajaban, otros, turnándose, y Cada cual su-
perándose en e¡T cumplimiento de sus deberes, montaban las guardias
en los puestos de avanzada señalados por los jefes.
En el campamento se vivía para la guerra, pero con tal colabora-
ción fraterna entre ellos, de la que
también participaban los moros, que
hacía d)e Retamares un lugar que era
©1 orgullo del comandante Navarro v
la satisfacción de sus aguerridos mora-
dores.
Una pequeña chavola, a la que las
centurias habían bautizado con el nom-
bre de ((Casilla de la Muerte)), se le-
vantaba en el lugar más avanzado del
frente. Era una casina de adobe y
ladrillo, de un solo piso, en la que
estaban de guarnición diaria una sec-
ción de moros y una Falange de vein-
ticuatro camisas azules, que eran re-
levados periódicamente por otros. Los
moros vivían encantados con los fa-
langistas, a los que llamaban el (char-
ca amiga», y unos y otros se, dispu-
taban en todo momento los sitios de
mayor peligro, en un alarde de patrio-
tismo y arrojo de buenos guerrilleros, que se haría difícil determinar
quién superaba a quién.
La casilla, por su situación era blanco constante de la artillería
roja, que disparaba contra ella jornada tras jornada gran número de
abuses y granadas, no dando lugar a que sus bravos defensores se
aburrieran en ella. A veces, cuando el fuego enemigo era más inten-
so y se corría el peligro de que un obús deil quince se la llevase como
a una paja con todos sus guardadores dentro, moros y falangistas la
abandonaban transitoriamente, tomando posiciones a sus alrededores,
ocultos entre piedras y breñales, pero con el fusil y la ametralladora
dispuestos a no ceder el paso a los rojos, si es que lo intentaban.
Día tras día, la casilla, removida por los impactos de la artillería
roja, iba perdiendo algo de «carne». Hoy era un trozo de tejado; ma-
ñana, una porción de pared, hasta que quedó reducida sólo a las oa-
redes, con un poco de techumbre. Pero esto les bastaba a falangistas
y moros para guarecerse en ella en los paréntesis de calma, y hasta
para sentir como una
reminiscencia de confort
alrededor del té pre-
parado por los marro-
quíes, o enzarzados en
una amistosa partida de
c a r t a s , que discurría
entre bromas y la ad-
miración de los moros
al ver lo bien que algu-
nos de la «harca ami-
ga» le daban al naipe.
Era la guerra, la gue-
rra cruenta, lo que en
la ((Casilla de la Muer-
te» vivían de día y de
noche, y por algo aque-
líos mozos resueltos y valientes la habían bautizado así. Es que era 1?
jornada en la que los disparos- rojos no causasen víctimas entre sus
defensores. Tan avanzada y próxima al campo contrario sé encon-
traba, que de ella a las trincheras enemigas sólo- había la distancia
de unos cincuenta metros.
Por las noches, desde la casilla a las zanjas enemigas se entablaban
pintorescas conversaciones. Falangistas y rojos, con cierta donosura,
se ponían verdes, o bien se cruzaban esos diálogos de la guerra, en
los que la chanzoneta iba envuelta en la tragedia inminente.
Entre los rojos había un teniente que era el más hablador y buen-
humorado de todos. Y a le conocían de nombre hasta en la ((Casilla
de la Muerte)), porque frecuentemente se lies oía decir a los mili-
cianos marxistas:
—¡Tócanos un poco la guitarra, Serafín, que te oigan los fascistas!
Y el teniente Serafín, en di fondo de la trinchera, rasgueaba con
cierto primor un fandanguillo, cuyas notas quedaban temblando en
la profundidad silenciosa de la noche, Los nuestros gritaban:
—¡Otra, otro! ¡Ahora tócanos algo de Wagner!
—¡No me da la gana, que ese es alemán!
— 21

Y terminado el concierto, los diálogos continuaban de nuevo de


posición a posición. Los rojos decían:
—¡Pasaros, que aquí se está muy bien!
— ¡Quiá! Se está mejor aquí. Tenemos hasta cuarto de baño.
—¡Ja, ja! ¿Nos lo dejáis?
—¿Para qué? ¡Si no sabéis lavaros!
Un día el chanceo corrió a cargo del popular teniente Serafín.
Este gritó:
Bueno, ¿íes que no vamos a salir nunca de paseo?
—Sal, si quieres, que no te tiramos.
—¡Miau! Primero, salir uno de vosotros.
—Palabra, que no te tiramos.
—¿Palabra de señoritos?
—Palabra de Falange.
— E s que quiero que me veáis el tipo.
—¡A verlo, a verlo!
— E s que, como me matéis, no oís ya más la guitarra.
—Claro, claro. ¡Sal, hombre!
Y Serafín dió un salto, se puso dle pie en el borde de la trinchera
y compuso una ñgura coreográfica.
—¿Qué tal? ¿Estoy bien de línea?
—¡Eres Serafín el pinturero!
.Bueno, y gracias por no haberme tirado. Ahora os voy a tocar
algo del maestro Onofrof, que es de los míos.
El optimismo joven vivía también sus buenos ratos bajo la me-
tralla, en una mezcla de sangre y de risa, de esperanza y desespe-
ración. Uno de los que cayeron en la trágica casilla, ya en los últi-
mos días fué al falangista vallisoletano Marcelo Cesteros. La me-
tralla de un obús lo destrozó horrorosamente cuando se disponía a
salir de la casilla con el también camisa azul López Perrín, un cha-
val de Castilla, que supo jugarse la vida a cara o cruz por la gloria
del yugo y ías cinco flechas.
— 22

¡PRESENTES, S O B R E LOS LUCEROS!

En eil tiempo en que las centurias estuvieron en Retamares, y du-


rante las conquistas realizadas hasta llegar al polvorín en sus avances
por el sector izquierdo, la Falange vió caer envueltos en heroísmo a
muchos cama radas, algunos de los cuales hacen ya guardia sobre
los luceros. La relación de bajas, sólo durante los días 7, 8 y 9, fué
la siguiente en las tres centurias:

CENTURIA MECANICA DEL CAPITAN TREJO

HERIDOS

Valera (grave), cabo de máqui- Julián Martín, sirviente, menos


nías. grave.
Víctor García, sirviente, menos Eleuterio de Pablo, sirviente,
grave. menos grave.

* *

CENTURIA DEL CAPITAN SILVESTRE

MUERTOS

Francisco de Alberola. Angel Alvarez Ribledillo.


Juan, ¡Redondo Galindo. Manuel' Lloreba Rueda.
Francisco Sánchez García.

HERIDOS

Jaime Zabalo Gástelo. Francisco García Iglesias.


Angel Abad Mingúelo a. Ignacio Herreras.
Julián Martín García. Antonio Hermosilla.
Geferino V arel a Alonso. Francisco Bar alio.
Antonio Alberola Ruisz. Leopoldo López Carrión.
Ignacio Pérez Rodríguez. Miguel Guijarro Rodríguez.
Antonio Stolbe Cerezal. José Ardura Vitilia.
— 23 —

Luciano Romero Julián. Marcelino Gutiérrez González.


Fernando Becthez. Luis Romero1 y Julián.
Luis Serra Hamiltón. Basilio Sed Hurtado.
Joaquín Loizo Agoiretoa. Guillermo Hernanz Blanco.
José María Rodrigo Carranz. Pascual' Llórente Pascual.
Blas Serafín) González. Wiülebaldo Farabal.
Jesús Millán Sánchez. Guillermo Pérez.
Angel Manzano Ventura.

CENTURIA DEL CAPITAN NAVARRO

MUERTOS
i
Florencio Condado Jaivier López Vázquez.

DESAPARECIDO
Eugenio Alonso.
HERIDOS

Juan Redondo. Juan José de Frutos.


Miguel Tejedor. Félix Rulero.
Enrique Muñoz. Benedicto San Miguel.
Emiliano de Pedro. Isidro Notario.
Ignacio Herranz. Sin toroso Sáiz Redondo.
Cirilo Casas. Vicente Pérez Martín.
Isidro Martin. Doroteo Pato.
Gregorio García Palomares. Ladislao Catalina.
David Lucas. Arcadio Aragón.
Elias de Andrés. Anastasio' Gil.
José Torres Que vedo. José Hernández Contreras.
Manuel Santos. Paulino Callejo.
Victorio García.

CENTURIA DEL CAPITAN ARGÜELLES

HERIDOS

José Antonio Girón. Manuel Hernández Galván.


Angel Herranz. Camilo Millán Carrasco.
Francisco Gutiérrez. Fernando Molpeceres.
— 24 —

Pedro Barrigón. Barrigón. Ignacio Esbévez.


EutiquiO" Sanz Muñoz. Angel de la Iglesia.
Cesáreo del Caño. Bernardo Estévez.
Salvador Montes. Melitón Arranz.
Argimiro Recio Pelayo. Antonio Petschen Kutz (mé-
Eme te rio Manjarrés Antoraz. dico).
Emilio Iglesias. Francisco Corzo (médico).
Hernando Calleja.

A POR VINO A LA CASA DEL RELOJ

Estando las centurias ya en Retamares, supieron, que en la finca


conocida por Gasablanca, rica propiedad de un título de Castilla, ro-
deada de hermosos viñedos y sobre cuya fachada existe un hermoso
reloj, por lo que tos falangistas la bautizaron con el nombre de «Casa
dell Reloj», había un magnífico
vino. Recordaban la sed devo-
radora que pasaron desde la sa-
lida de Alcorcón hasta la llegada
al polvorín: todo el día metidos
in fuego y sin encontrar agua
por ninguna parte. Y tea la vis-
ta» del rico mosto, decidieron
nacer una incursión.
La «Casa del Reloj» tenía una
extraña situación entre los dos
trentes. Enclavada en mitad de
ja- zona de fuego, no estaba en
posesión ni de las centurias ni de
tos rojos. Pero la noticia del
ouen vino y el haber observado
durante la noche que algunos
grupos enemigos se dirigían a
ella, les hizo sospechar a los ca-
misas azules que algo que valía la pena debía haber en ella, y hacia
el sospechado descubrimiento se dirigieron los falangistas Enrique
Sáenz, Represa, Zaera, Chomón y Salcedo.
El enemigo les vió llegar, y esperó que la abandonasen para tiro-
— 25 —

toarles. En efecto, a la misma salida de da casa un plomo hirió a En-


rique Sáenz.
Salcedo, arriesgándolo todo, se echó a campo traviesa, cruzando la
zona de fuego, con objeto de buscar iun coche en Retamares, con el
que poder transportar al herido, mientras los restantes camaradas se
quedaban en la ((Casa del Reloj» protegiéndole; sobre la que se seguía
disparando, incluso con artillería, cada vez con mayor intensidad.
Desde Retamares, Salcedo, en unión de Pepe Sáez, marcharon a
Carabanchel para dar cuenta a los artilleros de lo que ocurría, ya
que, llegados a la casa en reconocimiento, nuestras baterías podían
no conocer la condición de los que en ella se encontraban y pudieran
ser nuestros propios artilleros los que disparaban sobre ella.
En Carabanchel, una vez hecha la notificación, los dos falangistas
recogieron una bandera para ponerla en el coche, ya que estaba anoche-
ciendo y convenía que desde nuestra línea vieran que el coche era de
España y no le tirasen. Y a en marcha, se perdieron por confundir la
carretera, hasta .que salieron a Retamares, y, ya en plena noche, pero
mejor orientados, se dirigieron directamente a Casablanca.
La llegada fué de verdadero susto. Sin perder minuto, Salcedo y
Pepe Sáez penetraron en la casa, y cuál no sería su sorpresa al en-
contrarla completamente deshabitada. Les llamaron a grandes voces:
—¡Enrique!
—¡Choimoooon... Represaaaa!
Nadie respondía. La alarma era lógica. La primera suposición fué
la de que podían haber caído prisioneros, y con objeto de poder reco-
ger refuerzos para poder rescatarlos aunque hubiera tenido que arder
toda la zona, regresaron a Retamares para comunicar al comandante
Navarro do que ocurría. Todos los falangistas se ofrecían como volun-
tarios para ir en busca de los camaradas desaparecidos; pero el coman-
dante ¡Navarro les hizo ver la dificultad grande de la empresa no sa-
biendo ni aproximadamente dónde podrían hallarse. Y en estas dudas
e inquietudes se encontraban, cuando apareció de improviso Zaera,
que llegaba de la Casa del Reloj en vista de la tardanza de Salcedo.
La llegada de Zaera levantó de nuevo ¿os ánimos y por él se supo
lo ocurrido:
—¿Dónde estabais?
—Escondidos en un soto próximo a la casa.
—-Es que estuvimos en ella y al no encontraros...
Cualquiera se estaba allí con los pepinazos que nos facturaban.
Era más peligroso, incluso para Enrique.
—¿Cómo está Sáenz?
—Está bien. ¿Vamos por él?
— 26 —

Y se encargó a Vicent, que con Pepe Sáez, Pombo, Sanz el pe-


queño y Salcedo, fueran a recoger al (herido con el que se encontraban
Represa y Choimón.
Salieron los expedicionarios en busca del camarada herido; y orien-
tados por Zaera llegaron hasta el soto donde se encontraba; pero una
vez allí se dieron cuenta de que no habían llevado camilla y que el
'traslado en brazos sería muy molesto' para Sáenz, por lo que decidie-
ron regresar de nuevo un par de ellos en busca de la camilla. Y a ésta en
el soto, acomodaron en ella al herido y lo llevaron en hombros cerca
de cuatro kilómetros hasta e¡l campamento de Retamares. La herida
ia tenía Enrique Sáenz en el costado, sobre da que hicieron una cura
provisional, lavándosela con agua que era do- único que (tenían a mano.
El desfile con k camilla en ¡hombros, a través del monte, en noche
cerrada y bajo ¡los estallidos de la artillería en plena acción, tenían un
hondo sabor de agua fuerte.

UN TIRADOR

En la «crnia» que había quedado de guarnición con las centurias en


Retamares había un marroquí viejo, esquelético, natural de Ifni, que
llevaba la ternilla de la nariz traspasada por am pequeño orificio del que
en otros tiempos pendía una pequeña ajorca de oro, que es como el
símbolo de los tiradores de dicha zona, y a ¡lindantes casi, con el Sahara .
El africano respondía por Ali Mamit y era un verdadero prodigio
con la «fusila».
Ali Mamit era un guerrero montaraz envejecido sobre las ascuas
del desierto^, que tenía que pelear a su modo para ir apuntando rusos
en su ((cuaderna», como él llamaba a un grasiento blok de notas en
el que iba trazando con lápiz un palito por cada rojo «cazado».
Alí Mamit se obstinaba en pelear solo por ser esa su «costumbre»,
y como era sagaz y astuto como él solo y se sabía que su procedimien-
to era realmente eficaz, se le permitía desenvolverse por su propia
cuenta. Y así Alí Mamit salía antes de la amanecida de su trinchera,
y arrastrándose entre las sombras de lia noche, olfateando como un
sabueso, tomaba posiciones tirado entre dos piedras en los lugares
más propicios que encontraba cerca del enemigo.
Su hora era entre dos luces y a las primeras fases de lia madrugada,
en las que-su mirada de lince no encontraba secreto. Agazapado, hacía
— 27 —

de la paciencia ana profesión en espera de descubrir un trozo o un


pedazo de cabeza sobresalir entre las zanjas enemigas. Sonaba en-
tonces un disparo. Alí Mamit sacaba su «cuaderna», y tomando la
tierra por pupitre, marcaba un nuevo palito.
A media mañana regresaba al campamento. Iba arrastrando el
fusil, caminando lentamente como si fuese aun arrastrándose sobre
sus piernas cortas y arqueadas.
—¿Cuántos han caído, hoy, Alí?
Alí sacaba tranquilamente su «cuaderna)). Contaba con la punta
del dedo índice, y respondía suavemente:
— H o y haber caído cuatro «rusos». *
Ya se sabía cuántos disparos había hecho aquella mañana. ¿Cua-
tro «rusos»? Pues cuatro disparos.
Pero una mañana, al filo del mediodía, Alí aun no había regresado
al campamento. Se ¡Le' esperó en vano durante toda la tarde y la noche,
y los moros, temiendo alguna desgracia, salieron al siguiente amanecer
en su busca.
A las pocas horas regresaban los seis regulares. Desde lejos se les
veía llegar formando dos (filas de a tres, como si llevaran algo suspen-
dido en sus brazos. Era el cadáver de Alí Mamit cosido a bayoneta-
zos. Le habían encontrado entre dos piedras, de cubito supino, sin
fusil, sin correaje y sin, municiones. Los bolsillos estaban con los forros
fuera, acusando un mísero y cobarde saqueo.
Uno de los Regulares llevaba en la mano el pequeño «cuaderna)) y "
el lápiz, encontrados a pocos metros del cadáver. En la última hoja
escrita del block, correspondiente al día anterior; había anotados con
firme pulso seis palitos. Se sumaron con los de las hojas anteriores.
El total de los palitos era el de veintiséis. Aquello era el precio de
una muerte heroica.
Al viejo tirador de Ifni se le enterró junto a una bancada de tierra
próxima, áin armas, sin correaje, sólo con su uniforme «caqui» ro
zado por las malezas y raspado por las piedras, y d bolsillo del lado
izquierdo ¡de la .guerrera, el más próximo al corazón, su pequeño «cua-
derna» y su lápiz despuntado, con el que fué trazando su corto, camino
sobre el heroísmo.
EL Ú L T I M O

Posiblemente porque era buen español, un cristiano y un valiente,


Dios quiso acogerlo en sus brazos el último, porque «los últimos serán
los primeros». Hemos de referirnos al falangista Pombo, cuya actua-
ción, desde la toma del Alto del León, a la de Pozuelo de Alarcón,
fué una brillante cadena de heroísmos.
Pombo, muchacho de una bondad rayana en la abnegación, culto,
decidido, bravo y entero, con una
entereza a trayente que cautivaba,
fué el último camarada que las cen-
turias entregaron a España en Re-
tamares.
Se operaba aquel día sobre Po-
zuelo; era el tercer día del ataque
a este poblado por nuestras fuer-
zas, y desde las avanzadas de Re-
tamares se veía parte de la opera-
ción. Un poco más a la izquierda
del campamento, el Estado Mayor
del general Varela observaba con
sus telémetros la marcha de la ac-
ción, combinada entre Regulares y
Tercio.
Los falangistas, que ocupaban
aquel día la avanzadilla de la «Ca-
silla de la muerte», la contemplaban
también. Entre ellos estaba Pom-
bo, un poco inquieto y en espera de salir a cumplir un cometido para
el que se había ofrecido como voluntario.
En medio de la izona de fuego, en lugar sito bajo la acción de los
dos bandos en lucha, se veía volcado un hermoso tanque ruso, al
parecer sin avería de importancia. Y a Pombo se le iban los ojos
detrás de él. Se presentó al comandante Navarro y le dijo:
—Mi comandante, a poca distancia de nuestras trincheras hay
un tanque ruso volcado. Si usted me autoriza voy por él. Se han
ofrecido para acompañarme otros camaradas.
29

El comandante Navarro le respondió:


—-Ahora es un poco arriesgado, porque están tirando aún mucho .
por ese sector. Cuando se haya tomado el cementerio de Pozuelo, *A
avance de las tropas forzará a la retirada el enemigo y podrán ustedes
ir con mayor tranquilidad. Además hay que ir limpiando de arma-
mento todo lo que los rojos hayan abandonado por aquella parte.
Y Pombo se volvió a la «Casilla de la muerte)), siguiendo desde
su misma puerta, con la ansiedad del que espera ofrecer a su Patria
un nuevo servicio, el avance victorioso- del Tercio y Regulares sobre
Pozuelo. Los minutos debían pareoeries años, y fumaban nerviosa-
mente un pitillo, acariciando desde lejos con la mirada el hermoso
tanque ruso volcado.
La' artillería roja intensificó el fuego, abriéndolo en amplia ala,
con objeto- de proteger la retirada die sus milicianos huidos y en franca
derrota. P-ombo, con el cigarrillo entre los labios, oteaba impaciente
el campo de ¡lucha, cuando de pronto una granada enemiga cayó a
unos metros de sus mismos pies, envolviéndole en una densa huma-
reda. El estallido fué seco, hondo y vaticinador de una nueva tragedia.
Los camisas azules que se encontraban más próximos al lugar de
da explosión y que habían visto allí momentos antes a Pombo, se lan-
zaron rápidos en socorro- del buen cantarada.
—¡Pombo! ¡Pombo!
Aún la nube de polvo no dejaba ver.
—¡Pombo! ¡Pombo!
Hasta que en la recobrada transparencia se vió el cuerpo exánime
del valiente Pombo destrozado por la metralla. Estaba con los brazos
extendidos cara al cielo-. Era el último crucificado en el deber por Es-
paña y la Falange.
El próximo Episodio:

Asalto yfdefensa heroica

del Cuartel de la Montaña

\
PRÓXIMAMENTE:

Los dramas de la
guerra en España,
en la ciudad y
en las trincheras.

Por

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TRES LIBROS SENSACIONALES

Crónica de las operaciones del ejército nacional,


en su avance hacía la capital de España, por

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(Un libro de combate contra el marxismo y sus


hombres, en el que por primera vez s€ tíatía en
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mandante Galbis). Libro intenso y emocio-
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