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En términos más tangibles, se podría decir que una buena parte de las fuerzas que
rodearon la Constitución de 1991 tenían la convicción de que las futuras luchas políticas se
dirimirían entre tradicionales e independientes. Es cierto que los independientes
conquistaron alcaldías clave comenzando por Bogotá, una ciudad con una larga tradición
de voto inconforme, pero su desempeño en elecciones nacionales y para cuerpos
colegiados siempre fue pobre. La campanada de alerta sobre el poder de la condición
transicional la dio Noemí Sanín, quien en las elecciones de 1998 saco un resultado
espléndido. Afines de la última década del nuevo siglo, la competencia política estaba
planteada en los siguientes términos. El Partido Liberal ya en la oposición, y desangrado
por el tránsito de sus barones electorales al campo gubernamental era el partido más
popular del país, pero esto no se reflejaba con claridad en las elecciones, puesto que
buena parte de quienes simpatizaban con él apoyaban a Uribe. Entre los dos sumaban
algo más del 20 por ciento de los votos. La izquierda obtuvo en las últimas presidenciales
un resultado notable; su piso rondaba el 10 por ciento de los sufragios.
El Estado