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UNA DE ROMANOS

Abrieron las puertas de la arena y le obligaron a salir a puntapiés. La gente enfebrecida clamaba por el
espectáculo, que era prácticamente el único motivo de la existencia de él y todos los de su raza. Sólo eran
esclavos que servían para divertir a aquella turba. Ellos sedientos de sangre, los otros luchando por su vida.
Aferrándose de manera patética a esta miseria que les toco en suerte vivir.

No se aprecia un solo rostro amable. Más sin embargo saben que pueden llegar a ser benévolos cuando
observan que algún condenado emprende una acción temeraria que según ellos amerita que conserven la vida.
Creo que todos la buscan, más son pocos y contados los que lo merecen. Pero él sabe bien que tiene una ventaja y
lo piensa en su interior. Alguien en su familia ya lo ha conseguido. Si, el padre de su abuelo pudo hacerlo casi a
costa de su vida (que paradoja imperdonable) y fue absuelto de esta pena de muerte. Sabe que es algo que corre
en su sangre y que la herencia lo favorece. El precio de su sangre será alto.

Piensa también que le habría gustado más el poder ser libre, no poseer absolutamente nada, salvo esa libertad
de poder vagar alegremente por la tierra, comer a la vera del camino lo mejor de sus frutos y conducirse como
mejor le viniera en gana. Disfrutar de esa verde pradera. Ya que contra lo que todos pueden creer por su
aspecto, siempre ha amado la tranquilidad. ¡Es una verdadera lastima que lo obliguen a pelear por su vida! No
desea esta pelea, pero no tiene opciones y parece que el adversario como siempre será difícil.

Abrió los ojos al máximo ante la sorpresa de darse cuenta de quien salía por el otro extremo de la arena.
Habían crecido juntos, compartido en ocasiones el alimento y conversado ocasionalmente a través de los
barrotes que los separaban. No podía decirse que fueran grandes amigos, pero habían compartido la soledad y la
esclavitud impuesta por sus amos. Aunque habían recibido tratos distintos por ser de razas diferentes, no
dejaban de ser lo que eran. Sus ojos se encontraron en medio de una mutua disculpa que aunque lastimera,
reflejaba todo el sentido que tenia el hecho de que estuvieran allí. ¡Lo siento hermano, prisionero!

Y con todo el vigor que le inyectaba el deseo de la vida trato de embestir atropelladamente a su adversario. El
recibió y resistió el embate y acto seguido rasgo su piel con el acerado metal que hasta entonces relució con los
rayos del sol.

Revolviéndose de rabia y dolor trato de derribarle, pero el metal hacia que la mayor parte de las veces no
hiciera blanco efectivo sobre su rival. En su espalda se marcaron los surcos de sangre que primero moderada y
luego mas intensamente fueron haciendo que la savia de la vida le abandonara. La noche anterior había sido una
vigilia de incertidumbre ante lo que era el presentimiento de esta masacre que tajo a tajo mermaban su
fortaleza. Pero aunque así fuera, no podía claudicar, ya que si no encontraba la vida, al menos encontraría una
muerte digna.

“No seré tu victimario“. Parecía decir su adversario al dar media vuelta y desaparecer por la misma puerta que
había llegado. Desconcertado quiso creer que en ese momento recibiría el indulto que le preservara, pero por
desgracia solo fue un grave error. Por la puerta aparecieron los arqueros del emperador.

Por más que trato, antes de alcanzarlos, invariablemente hundían sus dardos punzantes en sus hombros y
espaldas, nunca pudo tocarlos, siempre le evitaban con agilidad sorprendente y sin fallar en lastimar sus ya
laceradas carnes. Tan sólo por dignidad no cayó.

Entonces se fueron. Ellos tampoco serian el verdugo.

Fue cuando él apareció. La armadura de su cuerpo despedía destellos metálicos y el populacho enardeció ante
su presencia.

Había llegado la hora que estaba escrita desde su nacimiento. Solo podía matar o morir. Pero ya no tenia
consigo el animo ni la fortaleza que tratara de desarrollar en sus cortos años con tanto entrenamiento con sus
hermanos que compartían la misma suerte.
Su cuerpo temblaba y un sudor viscoso le cubría por completo, no podía coordinar sus movimientos y su
cerebro carecía de claridad para pensar y la vista se le nublaba, estaba vacilando.

El caballero de la armadura resplandeciente, se dio incluso el lujo de jugar con él, sólo se desplazaba un poco
para evitar los lances del prisionero. En varias ocasiones le hizo morder el polvo de la arena.

La gente clamaba enloquecida, tal vez por la sangre que desataba la locura colectiva.

Entonces sonaron las trompetas y al toque del clarín siguió la afilada espada que en lo alto anunciaba el final
de la batalla. ¡Una ultima oportunidad!

Corrió hacia su destino con todo lo que en el alma le quedaba con una suplica por vivir, pero no hallo blanco
alguno. Sólo sintió el acero traspasando su cuerpo y liberando su espíritu. Lentamente se desplomo y sus ojos se
llenaron de lágrimas y de perdón para su rival. En su mente desfilaron recuerdos, las imágenes de una breve vida
de golpe cortada. Le pareció absurdo que hubiese gente que disfruta de su sufrimiento y que vitoreara a su
victimario y que su nombre fuera reconocido, mientras que él que era sacrificado permanecería como un escalón
anónimo en la “gloriosa carrera” del ilustre verdugo. También perdono a todos los que se alegraron de su muerte.

Antes de sumirse en las sombras pudo seguir escuchando los vítores: ¡Torero, torero, torero...!

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