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CELESTINA COMO PARADOJA

Mario M. González
UNIVERSIDADE DE SAO PAULO

Cuando Fernando de Rojas leyó el auto anónimo, encontró en él casi todos los
personajes de la obra que concluiría como Comedia. La mayoría de ellos ya ac-
tuaban en ese primer acto: Calisto y Melibea, Sempronio y Pármeno, Celestina,
Elicia, y hasta Crito, el de una única frase. La otra discípula de Celestina, Areú-
sa, es citada durante ese acto. Los padres de Melibea aparecen nombrados en el
«Argumento» que, de acuerdo con la tradición de la comedia terenciana y de las
comedias humanísticas italianas, precedería el texto del primer autor. Tan sólo
personajes secundarios, como Lucrecia, Tristán y Sosia serían creación de Ro-
jas. O sea, Rojas continuó realmente el auto anónimo, en cuanto a los personajes
centrales. Sin embargo, por obra de Rojas alguno de ellos traicionaría al autor
de ese auto y obligaría a alterar la denominación genérica de la obra que, en el
proyecto implícito del autor anónimo era apenas una comedia cargada de senti-
do didáctico. Y alguno de ellos traicionaría, tal vez, al propio Rojas, multipli-
cando el sentido del texto.1
En efecto, Rojas tenía entre manos, al iniciar su trabajo, un paródico amante
rechazado, los criados de éste (divididos entre el traidor y el fiel corrompido) y
una tercera con sus pupilas. Todo apuntaba hacia una lección que girase sobre el
caricaturesco Calisto explotado por el submundo que lo rodea al iniciarse la
obra. La parodia del amor cortés, de esa manera, estaba propuesta ya en el auto
anónimo. Y todo corre de acuerdo con ese plan, hasta el momento en que Ce-
lestina penetra en la casa de Pleberio, en el acto IV de la obra. El encuentro con
Melibea revela en ésta una mujer que no parecería prestarse fácilmente al juego
planeado por Celestina.
Melibea no se sitúa en el mismo plano cómico en que la obra venía siendo
elaborada hasta entonces. Allí se instala el punto de partida para que lo grotesco
inicial deje de ser el espacio en que se realizaría el castigo de los amantes enlo-
quecidos y la advertencia contra las alcahuetas y los malos sirvientes. Melibea
no da lugar a una caricatura semejante a la que Calisto permite. Esto, sin embar-
go, no anula la comicidad que subsiste y que persistirá hasta la muerte del

1
Cito siempre según la edición de P. Russell: Femando de Rojas, La Celestina, Comedia o Tragi-
comedia de Calisto y Melibea, ed., introd. y notas de P. Russell, Madrid: Castalia, 1991, indi-
cando el acto en números romanos, y la escena y, a continuación, la(s) página(s), en arábigos.
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amante. Lo trágico, entretanto, comienza a hacerse presente, especialmente si


aceptamos que el conjuro demoníaco de Celestina tiene un función real en el
drama. El punto de partida de esa dimensión es Melibea. No pretendo, con esa
afirmación, recuperar la lectura romántica del personaje, pero creo que tampoco
se la puede simplemente equiparar a Calisto.2 No se puede imaginar a Melibea
simplemente en base a la exagerada descripción que Celestina de ella le hace a
Calisto (VI, 2, 344), como no se puede confiar en la imagen que éste último tie-
ne de la mujer que desea. Tampoco es la belleza de Melibea lo que está en jue-
go, sino lo que ella siente y, más aún, lo que no puede negar que siente después
que Celestina le da la oportunidad de dejarse llevar por su deseo. Esto no la tor-
na ni paródica ni grotesca.
Melibea es una mujer que se descubre absurdamente enamorada, cuya locura
se contrapone a la del grotesco Calisto y que, así, tiene sentido en la obra: Meli-
bea sería la mujer cuya sensatez desaparece gracias a su pasión por un amante
cuyo carácter grotesco lo hace muy distante de la mujer que él pretende poseer
por cualquier medio. La lección se intensifica gracias a lo paradójico de la pa-
sión de Melibea. Pero esto abre el camino hacia la tragedia.
La Melibea que dialoga con Celestina es una mujer de fuerte personalidad,
que suma a eso la cultura adquirida mediante la lectura con que el autor la ca-
racteriza. Parte de esa cultura son las reglas el amor cortés, que ella quiso aplica
al principio de la obra y que imponían que ella se preservase. Ese universo entra
en contacto con el de Calisto que es la negación del amor cortés. El papel de
Celestina es mediar la anulación del rechazo completamente lógico de Calisto
por parte de Melibea. La astucia y la philocaptio de Celestina echan por tierra
las reglas de que ésta se cercara al inducir la entrega de Melibea y ponerla a ca-
mino de que confiese que ama a Calisto. A partir de ese momento, Melibea deja
de poder reprimir sus deseos y hasta estará dispuesta no sólo a otorgar la saya
que Celestina aprovecha para pedirle sino a entregar lo que sea, como queda cla-
ro en la entrevista del acto X. No se puede identificar a Melibea con Calisto que,
a priori, paga la mediación de Celestina. Melibea está dispuesta a todo después
que Celestina ha derribado las barreras y, al mismo tiempo, se ha transformado
en el único camino de acceso al amante. Por eso acabará por entregarse al hom-
bre que es la parodia del amante implícito en las reglas a que se aferraba al co-
mienzo.
Esa caracterización de Melibea como mujer fatalmente marcada por una pa-
sión incontrolable tiñe con el matiz de la tragedia lo grotesco que predomina en
la mayoría de los demás personajes, particularmente el universo de sus padres,
quienes existen en la obra solamente en función de su hija y acabarán aniquila-
dos con la muerte de ésta. El universo grotesco, que irradia de la figura de Ca-
listo, se expande por los espacios de la alcahueta de las prostitutas y de los cria-

2
Como en el caso de M.a Eugenia Lacarra: «La parodia de la ficción sentimental en La Celestina»,
Celestinesca, 13, 1 (mayo, 1989), págs. 11-29.
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dos. Tragedia y comedia coexisten a lo largo de los acontecimientos: aquélla, en


potencial; ésta en la descontrolada progresión de engaños, corrupción, infideli-
dades y avaricia que corre a espaldas del caricaturesco Calisto, ciego de pasión.
Hasta que el esperpéntico complot es implodido por la violencia latente que cre-
ce dentro de él. Calisto ha sido incapaz de percibir hasta qué punto es usado: él
sólo tiene ojos para la noche de placer que acabará obteniendo de Melibea. Y
muere tras eso, en una simbólica -por grotesca- caída: le falta a él la densidad
necesaria para la tragedia. Pero ésta lo alcanza, a posteriori, como alcanza a to-
dos los demás personajes déla obra, sobrevivientes o no, a partir del suicidio de
Melibea. Melibea había sido, hasta su muerte, el único personaje con potencial
trágico, en la medida en que es la única para quien la muerte no es un accidente
sino que forma parte de ella en cuanto ser reducido a la dimesión de su amor
que, al perder el objeto amado, ha perdido la razón de existir. Su tragedia, desa-
tada en el momento de la muerte de Calisto, se expande hacia atrás e incorpora
en su fatalidad la muerte del amante,3 de los criados de éste y de la alcahueta, y
hasta la frustración de las prostitutas privadas de sus hombres; y se expande ha-
cia adelante, alcanzando a sus padres que ahora carecen de sentido. La Comedia
del anónimo, que Rojas había continuado, se había transformado, de ese modo,
en tragedia. Los lectores de Rojas lo entendieron así y éste tuvo que cambiar el
título. Pero quiso también extender la comicidad y alargó el deleite de los aman-
tes. El añadido, en buena medida, quiebra el ritmo de la catástrofe que, paradó-
jicamente, la Comedia había sostenido. Pero la rica contradicción subsistió.
Un claro ejemplo de ese paradójico subsistir es que muchas de las manifesta-
ciones de la ironía apuntadas en Celestina, y entendidas como un signo básico
del sentido cómico de la obra, pueden ser leídas en otra dirección: funcionan al
mismo tiempo como verdaderos omina trágicos que anticipan la tragedia final.
Así pueden considerarse las frases de Calisto (I, 2, 214-215) en su primer diálo-
go con Sempronio, donde él alude por dos veces a la muerte violenta, la segunda
de ellas evocando la trágica leyenda de Píramo e Tisbe; también la frase de Eli-
cia (I, 5, 235) que, al dirigirse a Sempronio, anticipa exactamente el modo de la
muerte de éste; igualmente, la frase de Celestina (IV, 5, 309) con que ésta re-
cuerda a Melibea que nadie es tan joven que no pueda morir; del mismo modo,
la irónica alusión de Celestina (IX, 4, 418), al constatar que el hecho de que su
honra ha alcanzado un punto máximo indica que le resta poca vida; por último,
poco antes de morir, cada uno de los amantes conjuga esse sentido ominoso em
frases que, en otra perspectiva, son también cómicas ironías: Calisto (XIII, 4,
493) equipara su nostalgia de Melibea a la situación evocada en el antiguo pro-
3
El carácter paródico de Calisto comienza a ser atenuado inmediatamente después de la conversa-
ción con Melibea, por entre las puertas de la casa de ésta, en el acto XII. En el acto siguiente,
como quiere P. Russell (op. cit., pág. 488, n. 3), esa dimensión desaparece. Calisto parece ha-
berse contagiado de la dimensión diferente de Melibea; esto, sin embargo, no mudará radical-
mente el personaje de Calisto que, así, será sujeto de actitudes opuestas a la dignidad de Meli-
bea, hasta en su grotesca manera de morir.
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verbio que dice que «de muy alto grandes caydas se dan»; y Melibea, en los
añadidos del «tratado de Centurio» (XIX, 3, 569), define su canto como una
«ronca boz de cisne», en involuntaria alusión a su muerte ya tan próxima.
Esta paradójica trayectoria de la comedia que se desvía hacia la tragedia pro-
pia del relato sentimental, como entiende Deyermond,4 y que, de esa manera, es
portadora de elementos propios de la narración, lo que ha permitido que entrase
en la historia de la novela, alcanza a la estructura del texto en varios niveles.
El diálogo, que, como base de esa estructura, es una de las pocas unanimida-
des de la crítica al respecto de Celestina, es el primero de ellos. Russell,5 por
ejemplo, ya ha apuntado la paradójica coexistencia no sólo de formas diferentes
y hasta opuestas de réplicas, sino, más aún, de texto «real» y texto citado.
El tiempo es también tratado de modo paradójico. La carrera contra el reloj
vivida por los personajes, según define Rodríguez-Puértolas,6 determina que,
además de las frecuentes menciones de la fugacidad del tiempo haya numerosas
alusiones minuciosas a la circunstancia temporal, como la hora exacta, el mo-
mento del día o de la noche y los toques de las campanas marcando las horas.
Pero esos elementos no significan que sea posible siempre determinar una cro-
nología clara. Hasta el acto VIII, y mucho más si incluímos el tiempo no repre-
sentado de la fábula, no parece posible. Sin embargo, a partir de dicho acto, en
la Comedia hay una enorme condensación temporal: entre el despertar de Pár-
meno y la muerte de Melibea claramente transcurren apenas dos días, repletos
de acontecimientos decisivos. O sea, conviven en Celestina una falsa cronolo-
gía, la indefinición temporal y un tiempo fuertemente condensado en dirección
al final trágico, condensación cuya quiebra en la Tragicomedia mediante la in-
corporación de un mes, paradójicamente, diluye la catástrofe.
Sería imposible, a mi modo de ver, por incoherente, dejar de considerar lo
paradójica que resulta Celestina si tenemos en cuenta el contexto histórico que
la cerca. Es un momento de fuerte radicalización, sin duda. Y, sin embargo, Ce-
lestina, al mismo tiempo que parece ser una fuerte denuncia de conflictos so-
ciales, desarrolla su trama dentro de una casi absoluta exención histórica, al
punto que sus autores crearon como escenario una ciudad imaginaria. El objeti-
vo (en este caso, del autor del auto anónimo) sería centrar la obra en la lección
propuesta en el incipit. Pero es muy posible entender que Rojas va más allá y
abandona la exención histórica del primer autor, si entendemos con Maravall,7
que él sería un reformador social, preocupado con los cambios económico-
sociales de su época, que en su obra denunciaría la apropiación de los valores de
la aristocracia por parte de la nueva clase ociosa que despuntaba.

A. Deyermond, Edad Media (F. Rico, Historia y crítica de la literatura española, 1), Barcelona:
Crítica, 1980, pág. 486.
5
Op. cit., págs. 136-38.
6
J. Rodríguez-Puértolas, Literatura, historia, alienación, Barcelona: Labor, 1976.
J. A. Maravall, El mundo social de «La Celestina», Madrid: Gredos, 1972 (3 a ).
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Sin embargo, ninguna de esas dos lecturas (válidas en sí mismas, pero que
no parecen agotar el texto) explica qué lleva a Rojas a cerrar la obra con un la-
mento de Pleberio en el que faltan las referencias ideológicas que eran de espe-
rar en la España ortodoxa de fines del siglo XV y sobran elementos que pueden
ser entendidos como ajenos a ésta.
Pleberio es, así, el personaje que habría traicionado no sólo al autor del auto
anónimo, sino al propio Rojas, ya que abre un espacio inesperado de significa-
dos dentro de la comedia didáctico-moralizante. Pleberio es diferente porque,
aunque se comporte como un aristócrata, poco tiene que ver, en sus ocupacio-
nes, con la aristocracia de la época. Si lo comparamos con Calisto, ni siquiera
guarda los resquicios de ser, como éste, un hombre que, aunque paródicamente,
tendría alguna semejanza con la clase guerrera. Mas aún, es innegable que pien-
sa de manera diferente. Su lamento final por la hija muerta deja claro que él llo-
ra, básicamente, la inversión del orden del morir que lo deja sin heredera; su
única transcendencia estaba cifrada en dejarle a alguien las torres construidas,
las honras adquiridas, los árboles plantados y los navios fabricados; todo eso ca-
rece ahora de sentido, tanto cuanto él mismo. Es eso lo que Pleberio lamenta,
antes de considerar otro aspecto paradójico que ahora se expone y que domina
la obra: que la causa de la muerte de su hija haya sido el amor. Él llora básica-
mente la pérdida de la heredera, cuya tarea sería la de cuidarlos a él y a su mujer
en la vejez, como símbolo de la continuidad que ella les garantizaría. Pero no
hay alusiones a cualquier otro tipo de transcendencia.
Es evidente que, así, llama la atención la ausencia de cualquier sentimiento
cristiano en el planto de Pleberio. Las citas bíblicas corresponden todas al Anti-
guo Testamento; no hay ninguna mención a otra vida, más allá, para su hija, ni
de la condenación eterna que, como suicida, le auguraría el pensamiento cristia-
no; falta también lo que para todo cristiano sería fundamental en una hora como
ésa: la esperanza. Por eso, Celestina se tiñe definitivamente de tragedia, ya que
el autor ha reducido el ser de sus personajes a la existencia.
No creo necesario insistir en eso, ni discutir aquí si ese pensamiento de Ple-
berio revela -como parecería ser- un judaismo latente en su personaje. Lo que
importa es que Pleberio es diferente. Diferente de la aristocracia que poco más
de veinte años antes había establecido su modelo de vivir y de morir en las
«Coplas» de Jorge Manrique. Éste y Pleberio llegan a utilizar casi las mismas
palabras, como se sabe, en una semejanza que oculta la radical diferencia. Man-
rique termina sus «Coplas» encontrando en la memoria de su padre harto con-
suelo para la pérdida. La desesperada serie de «por qué» sin respuesta que cie-
rran el lamento de Pleberio y la obra de Rojas deja claro que estamos en un
universo muy diferente. Don Rodrigo Manrique había hecho en vida cosas ab-
solutamente opuestas a aquellas mencionadas por Pleberio, cuya especie, a su
vez, ni siquiera es mencionada en el universo social descripto por Manrique.
Pleberio parece representar esa conjunción de judaismo y del pensamiento y ac-
tividades propias de la futura burguesía, característica del grupo que, a partir del
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siglo XIV había optado por la conversión para escapar a las persecuciones y pa-
ra intentar integrarse en el círculo de los poderosos. ¿Por qué se arriesgaría Ro-
jas, descendiente de conversos, a cerrar su obra con una exposición tan clara de
pensamiento no cristiano, en un momento tan crucial como los años inmediatos
a la expulsión de los judíos? La respuesta ha de quedar, sin duda, en el terreno
de las conjeturas. Cabe arriesgar que el lamento de Pleberio podría pasar desa-
percibido, como ideología, ya que aparecía apenas como el cierre de la tragico-
media didáctico-moralizante que la obra resultó para los lectores de la época.
Cabe pensar, también que la figura de Pleberio, rico, siendo una representación
de esos hombres portadores del espíritu burgués, que Maravall8 sostiene existie-
ron en la época, no sorprendiese al centrar su lamento en la pérdida de la here-
dera para sus bienes tan duramente conseguidos. O, tal vez, porque, en una épo-
ca, como quiere Severin,9 capaz de percibir el humor negro en que se apoyaría
el lado cómico de Celestina, ese aspecto disminuyese el peso de la tragedia que,
como quiera que sea, los contemporáneos de Rojas percibieron igualmente.
Pero cabría ir más lejos. Pleberio, en su lamento final, se apoya en un pen-
samiento que puede ser entendido como judaico, ya que no se refiere a dogmas,
como haría un cristiano, sino a una ética, elemento característico del judaismo,
como distingue Martínez-Miller10 en su análisis de Celestina. El padre de Meli-
bea revela allí el carácter absoluto de la destrucción que lo ha alcanzado. Esa
destrucción puede tener un sentido simbólico, el de la destrucción del universo
judaico por las fuerzas de la España cristiana, hecho que conlleva la destrucción
de la burguesía. Rojas resultaría, así, profético, a partir de la exposición del ma-
yor conflicto social de su época (que lo había alcanzado personalmente), cuyas
consecuencias no podía adivinar pero sí intuir. Construye, así, una obra apoyada
en un texto anónimo que le llegó y cuyo sentido cómico decidió explotar; pero,
por debajo, fluiría la tragedia que Melibea carga desde el principio y que aflora
al final invadiendo todos los espacios. El resultado, cuando se incopora a ello el
lamento de Pleberio, es que la ciudad deshumanizada y fría que para Rodrí-
guez-Puértolas11 sobrevive, queda vacía, como símbolo de una España sin ele-
mentos para dar sentido a la nueva sociedad que el fin del feudalismo había es-
tructurado. Calisto, así, representaría la nueva nobleza alienada, que, aliada al
universo de los picaros y de la superstición, liquida la posible futura burguesía
española.
Pero lo que importa aquí es que en Celestina todo es doble y ambiguo: su
autor converso, el modo como la obra habría sido escrita, la maquiavélica moral

8
J. A. Maravall, Estado moderno y mentalidad social. Siglos XV a XVII, Madrid: Revista de Occi-
dente, 1972, II, pág. 134.
9
Dorothy S. Severin, «Introducción» en Fernando de Rojas, La Celestina, Madrid: Cátedra, 1987,
págs. 22-23.
10
O. Martínez-Miller, La ética judía y «La Celestina» como alegoría, Miami: Universal, 1978.
'' Cf. Historia social de la literatura española (en lengua castellana), de C. Blanco Aguinaga et
alii, Madrid: Castalia, 1978, vol. I (coordinado por J. Rodríguez-Puértolas), pág. 185.
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defendida y su género dramático plural construido com base en los diversos sen-
tidos de la obra que, como vimos, sus personajes van superponiendo. Querer li-
mitar la obra de Rojas a una única lectura que resuelva todas esas oposiciones es
privarla de esa ambigüedad, limitar su esencia, anular el punto en que reside en
gran parte su poder de seducción. Trátase de una obra cuyo carácter paradójico
es su más claro signo de modernidad, ya que la modernidad parece ser mucho
más una crisis que un estado. Celestina, así, estaría no en el límite entre la Edad
Media y el Renacimiento, como es lugar común en los manuales de literatura,
sino en ese ápice de la Edad Media que es el Renacimiento. Son valores rena-
centistas los que entran en crisis en la obra de Rojas, especialmente si tenemos
en cuenta ese simbolismo posible de aniquilación de la burguesía. Con ello,
Celestina abre camino al manierismo, ese modo de representación artística que,
en el concepto de Arnold Hauser12 atravesará los siglos XVI y XVII en España,
coexistiendo con la representación renacentista y con la asimilación nacional de
ésta en el barroco. El signo básico de la literatura manierista es precisamente la
paradoja que, en el caso de Celestina, parte de que la propuesta del primer autor
de, en base a una parodia, dar una lección lleva a que Rojas realice el «amargo y
desastrado fin» propuesto por aquél de tal manera que sus lectores no pudieron
dejar de percibir que la comedia se había contaminado de tragedia, con Melibea
como personaje portador de ese desvío. En un segundo momento, ese «amargo y
desastrado fin», si no bastasen las muertes violentas de los principales persona-
jes, gracias a Pleberio quedaría subrayado por el pesimismo total de su lamento
final que, al distanciarse radicalmente de la ideología dominante en la sociedad
en que la obra había sido producida, marcó el conjunto con un grado máximo de
ambigüedad en el que se diluye la simplicidad del didactismo inicialmente pro-
puesto.

Amold Hauser, Der Urspring der modernen Kunst und Literatur, trad. al español: Origen de la
literatura y del arte modernos - I. El Manierismo, crisis del Renacimiento, Madrid: Guadarra-
ma, 1974.

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