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Sesión 8

Presentado por:

Juan David Sáenz Reyes

Formación:

Implementación de infraestructura de las tecnologías de la información y las


Comunicaciones

Ficha:
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Darlac y el sauce llorón.

Aquella noche, tenía algo de misterio; la luna de plata se derramaba sobre el bosque,
dejando un sendero luminoso, una estela que daba fin a los pies del gran sauce, en cuyo
interior albergaba la entrada a la morada de Darlac, un viejo mago muy poderoso, que
dominaba las ciencias ocultas.

Conocedor de secretos, sortilegios, maleficios y hechizos.

Quiso el destino, que la hija recién nacida del rey fuese abandonada a su suerte, cuando
su ama intentando salvarla de una muerte segura, se la arrebató a su madre en el
momento de nacer.

El castillo, se vio asediado, por enemigos ávidos de la riqueza del reino.


La niña sobrevivió milagrosamente, esa noche hasta el amanecer.

El mago la encontró, envuelta en una piel de oveja, cuando se dirigía a buscar plantas y
semillas para sus potingues.

Hombre solitario y parco en palabras, viendo la destrucción del poblado y del castillo,
resolvió que aquella niña se la habían dejado a su cuidado, para que no pereciera en esa
infortunada noche, a manos del enemigo, que sin duda serian los nuevos dueños del
lugar, y la llamó Miracle, que quiere decir milagro.

Creció esta niña, entre alambiques, y calderos mágicos, con la única compañía de los
animalitos el bosque.

Darlac el mago, le tenía prohibido alejarse más allá de donde terminaban las ramas del
gran sauce, que tocaban el suelo, formando una gran campana verde donde estaría
protegida.
Darlac, siempre supo que la niña se iría cuando cumpliese los quince años.; Lo vio, en
su bola de cristal.
Llevado por esta creencia, decidió no encariñarse con la pequeña Milagro, y se
mostraba hosco, desconfiado. Tenía la certeza que, llegado el día lo traicionaría,
llevándose sus conocimientos.

No se permitió ni un solo pensamiento amoroso, para la pobre niña; sin embargo


Milagro sí; amaba a aquel viejo gruñón y cascarrabias, que no dejaba de repetirle que no
era nada suyo, la encontró a los pies del gran sauce, envuelta en una piel de oveja, y un
día lo abandonaría robándole sus mágicos secretos.
Milagro, pensaba que su padre, que para ella era el viejo mago, algún día la miraría con
amor.

Pero los años pasaban y ella seguía esperando. Se convirtió en una jovencita, y esperó,
esperó…

Hasta que se cansó de esperar.

Y llegó el día en el que cumplió los quince años y, cogiendo un hatillo con un poco de
pan y una vasija de miel, se despidió del viejo mago con gran pesar.

Darlac, le dijo:

¡Ves como yo tenía razón, sabía que me abandonarías!

La joven contestó:

-Si padre, tu bola no te mintió, pero no me voy por los motivos en los que siempre has
creído.

-Me alejo de ti y de este lugar porque nunca has podido quererme. Tu miedo al
abandono y a la traición, tus viejas creencias nos han robado a los dos, momentos
felices, años de amor fraternal. Quiero que sepas que me llevo lo mejor de ti, y si,
también me llevo tus conocimientos. En tu afán de ocultar tu corazón, me has enseñado
que cada uno “da lo que tiene y recibe lo que da”. Es por eso padre, que voy en busca de
nuevas gentes a las que darle mi amor, con la esperanza de recibirlo. Iniciaré un camino
en el que tu recuerdo, vendrá siempre conmigo. Pues aun sin tu saberlo, me has
enseñado a amar.

Y diciendo esto, se despidió de Darlac el viejo mago que quedó solo en el interior del
gran sauce.

Tarde comprendió cuánto había amado a su hija.

La nostalgia y el llanto serian desde aquel día sus únicos compañeros y desde entonces
se conoce a los sauces, como sauces llorones, porque sus ramas y hojas caen como
lágrimas tocando el suelo, igual que las lágrimas que derramaba Darlac el viejo mago,
día a día.
Un compañero nuevo

Oliverio despertó, como todas las mañanas, con alegría y ganas de ir al colegio. Tomó el
desayuno, dio un beso a su mamá y partió hacia la escuela. En el camino, como siempre,
iba imaginando los casos que resolvería cuando fuese un hombre grande y el mejor
detective que se hubiese visto jamás.

Oliverio era un niño curioso, atento y con muchas, pero muchas ganas de crecer rápido
y abrir su propia agencia de detectives. Había leído todas las historias de Sherlock
Holmes, su personaje favorito, tenía una lupa y un mejor amigo llamado Simón, al que
prefería llamar Watson. Pipa no tenía porque era muy pequeño para ello, pero bueno ya
vería cuando creciera cómo resolvía ese asunto.

Simón, su amigo, estaba contento con el nombre que le había tocado en suerte y eso de
que Oliverio lo llamase Watson no le convencía demasiado, menos aún usar ese
sombrerito estilo inglés que le había regalado, pero por un amigo uno hace muchas
cosas, aun aquellas que no nos convencen demasiado.

Oliverio entró al colegio y saludó a Pancho, el perrito que vivía en la escuela hacía poco
tiempo. Pancho era un perro que había recogido de la calle la señora directora, quien
como no tenía lugar en su casa y además pasaba casi todo el día en el colegio, había
dejado que el animalito viviese allí.

Pancho, hay que decirlo, resultó un perro muy disciplinado. Jamás ladraba mientras
izaban la bandera, menos aún cuando se escuchaba el himno nacional y hasta usaba una
escarapela colgada de un collarcito en los actos patrios.

Todos lo amaban, era la mascota de la escuela. Pancho esperaba a todos los niños en la
entrada del colegio y los despedía cuando salían. Era un perro que de no haber sido
perro, hubiese sido un muy buen alumno, estoy segura.

Oliverio era muy buen alumno, sólo tenía un problema y era su excesiva curiosidad. Su
alma de detective lo llevaba a curiosear todo, todo el tiempo y muchas veces eso hacía
que se distrajese en clase y Matilda tuviese que llamarle la atención.

La señorita Matilda lo quería mucho y conocía a la perfección el sueño de Oliverio de


convertirse en el mejor detective de todos los tiempos. No le parecía mal porque ella
pensaba que uno debe ser en la vida lo que el corazón le dicta y era evidente que el
corazón del pequeño le dictaba a gritos ser un detective hecho y derecho. Además,
pensaba Matilda, ya había muchos médicos, ingenieros, vendedores de pochoclos y de
tarjetas de crédito dando vueltas por el mundo. Un buen detective no vendría nada mal.

El timbre sonó llamando a todos los niños a clases. Oliverio y Simón o Watson, como
más les guste se sentaban juntos. Saludaron a Matilda y cuando iban a abrir sus libros en
la página veintitrés, la señorita hizo un anuncio que sorprendió a todos.
-Bueno niños, tengo una sorpresa-dijo la maestra emocionada-tenemos un nuevo
alumno en clases, tienen un nuevo compañero, pasa corazón pasa-

Entró entonces un niño un poco raro. Era alto, mucho más alto que el resto de los niños,
tenía una mirada un poco extraña y no sonría.

-Pasa corazón, pasa-insistió Matilda.

“Corazón” como decía la maestra, resultó llamarse Tobías y parecía que era un niño de
pocas palabras.

Todos lo miraron de arriba abajo. Su aspecto era un poco raro, parecía quizás más
grande que el resto, más serio. Algo diferente había en ese niño, algo que nadie sabía
precisar pero que sin dudas, Oliverio estaba dispuesto a averiguar.

Tobías no dijo palabra y se sentó en la última fila, daba la impresión de no querer ser
visto.

-Espero que le den una cálida bienvenida a su nuevo compañero y que pronto sean
buenos amigos-dijo la señorita Matilda con su habitual dulzura.

La clase transcurrió tranquila y sin sobresaltos. Ninguno de los niños parecía prestar
demasiada atención al nuevo compañero, excepto Oliverio que pasó casi toda la mañana
tratando de darse vuelta sin ser visto.

-¿Ocurre algo Oliverio?-preguntó la maestra a quien no se le perdía detalle de lo que


hacían sus alumnos.

-Nada, nada señorita-contestó el pequeño.

-¿Todo está en orden?- insistió Matilda.

-No podría estar mejor-contestó Oliverio pero Simón no le creyó. No hacía falta querer
ser detective para conocer a su mejor amigo.

Cuando la señorita continuó escribiendo en el pizarrón, Simón miró fijamente a su


amigo y le dijo.

-Te conozco más que la señorita ¿A mí sí me dirás qué ocurre?

-Creo que tenemos un caso Watson-contestó Oliverio.

-¿Qué dices? –preguntó Simón.

-Mi olfato de detective no se equivoca y presiento que tenemos un caso-contestó el


pequeño Sherlock.

Y no se equivocaba, aunque en realidad sí, es algo confuso de explicar, pero ya lo


entenderán.

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