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Portada:
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ÍNDICE

PRÓLOGO: WHAT IF...? / Tony Jiménez...........................................................PAG.4

LA REINA BRUJA / Sergio Fernández................................................................PAG.8


YERSINIA PESTIS / Liss Evermore..................................................................PAG.16
UNA CUESTIÓN DE HONOR / Eduardo Ortega..........................................PAG.23
APUNTE SOBRE LA AMNESIA / Marina Aguilar.......................................PAG.30
EL RENACER DE BOABDILL/ José Cisneros................................................PAG.37
EL FIN DE LA REVOLUCIÓN / Carlos García Castilla...............................PAG.45
HASTA LA ÚLTIMA ESTRELLA / Lorena Gil................................................PAG.51
EQUINOCCIO DE OTOÑO / Juan Manuel Sánchez Villoldo...................PAG.54
EL SUEÑO DE JORGE BENFOFTH / Jesús Mesado Sánchez.................PAG.62
EL DÍA D / Michel Deb...........................................................................................PAG.69
PRISIONERO DEL TIEMPO / Fernando Codina.........................................PAG.73
LA CAÍDA DE SAN AGUSTÍN / Miguel Lallena............................................PAG.80
WHAT IF...?
Tony Jiménez

¿Y si Adolf Hitler nunca hubiera nacido? ¿Y si los dinosaurios no se hubiesen extin-


guido? ¿Y si la Primera Guerra Mundial nunca hubiera finalizado? ¿Y si Abraham
Lincoln no hubiese sido asesinado? ¿Y si el dictador Franco hubiera participado
más activamente en la Segunda Guerra Mundial? ¿Y si los móviles se hubiesen
inventado veinte años antes? ¿Y si el cine fantástico no hubiera recibido el empuje
de los 80? ¿Y si esto? ¿Y si aquello? ¿Y si...? La lista de preguntas con ese mantra es
eterna, y no es una forma de hablar, lector, sino una pequeña verdad universal. A
nivel personal, seguro que te has preguntado más de una vez qué hubiera pasado
si en tal o cual ocasión hubieses realizado una acción distinta a la que finalmente
llevaste a cabo. Detengámonos en eso antes de continuar con las líneas que presen-
tan esta antología, las cuales espero no te aburran. Por ejemplo, ¿y si me hubiera
esforzado más en sacar un sobresaliente en esa asignatura en vez de dar lo mínimo
para un suficiente? No sé, es posible que en vez de dedicarme a mi actual oficial
hubiese terminado en otro completamente distinto. ¿Y si aquel día en el que un
conductor apretó el freno de golpe cuando cruzábamos el paso de cebra no lo hu-
biera hecho, atropellándonos? ¿Cómo sería tu vida, lector, si en vez de doblar hacia
la izquierda hubieses doblado a la derecha? ¿Cómo sería todo tu mundo? ¿Cómo
sería el universo? Hubiera, hubiese, habría... ¿Y si...?

Multitud de teorías e hipótesis nos indican que toda la historia podría cam-
biar de arriba abajo si un acontecimiento concreto sucede de otro modo, no sucede
o directamente sucede de una forma opuesta, lo que a su vez daría cuerpo a una
red de universos alternativos, o un curioso multiverso donde en uno de ellos esta-
ríamos casados con nuestra pareja actual, en otro seríamos solteros y en otro quizá
con alguien en el que nunca hubiéramos pensado; las posibilidades son infinitas,
tanto como la cantidad de universos distintos si tenemos en cuenta que las deci-
siones a tomar también podrían ser innumerables. El concepto del multiverso no
es nuevo, tanto fuera como dentro de ramas artísticas como la literatura, el cine o
los videojuegos, entre otras. Albert Einstein es la más famosa personalidad en creer
con verdadero fervor en la existencia de numerosos universos creados a partir de
un punto muy concreto de cambio, o lo que se conoce como el punto Jonbar, un
acontecimiento tan importante que determinar la historia futura, una idea que

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debe su nombre precisamente a un relato de ciencia-ficción. No es de extrañar si
tenemos en cuenta que la ciencia-ficción sólo intenta (y muchas veces lo consigue)
ir más allá de la ciencia que conocemos, la ciencia real, o la supuestamente real que
a veces parece magia, según el prisma del que la miremos. De ahí que el multiver-
so haya sido tan trabajado para nuestro ocio particular, y no digamos ya la eterna
pregunta con la que empezaba este prólogo: ¿Y si...?

Pocos son los medios que han desaprovechado la idea de los universos múl-
tiples, las realidades alternativas, los futuros cambiados, los puntos Jonbar y los
caminos que se toman de forma distinta a la original. La literatura de ciencia-fic-
ción se ha hecho bastante eco de todos estos conceptos, y con el riesgo de ser con-
siderado un fan pesado con respecto a Stephen King, una de las mejores novelas
de su etapa moderna, 22/11/63, trata precisamente de lo que ocurriría si se evitara
el asesinato de JFK, lo cual no desvelaré si sucede o no, porque las consecuencias
de una u otra vía son de lo más interesantes; el mundo gamer también ha tenido
su buena dosis de alteraciones temporales, por ejemplo, en la saga Stalker, donde
el desastre de Chernobyl dio lugar a una historia alternativa con terroríficos re-
sultados, sí, más aterradores incluso que los reales; la serie de televisión Fringe es
la encargada de tratar estos temas en la pequeña pantalla, con toda una realidad
alternativa creada a partir de un evento esencial, una realidad que ataca a la nues-
tra como si estuviéramos librando una guerra multiversal; el filme El Único, que
mezclaba la ciencia-ficción y la acción más desenfrenada, desconocido hoy para
muchos, nos mostraba a un protagonista, interpretado por el actioner Jet Li, en-
frentado a una versión de sí mismo de otro universo, un asesino que iba de realidad
paralela en realidad paralela eliminando a todos sus otros «yo» para reunir la fuerza
de dejaban dentro de sí mismo y así transformarse en lo más parecido a un dios;
pero si hay un terreno, aparte del literario, donde estos conceptos se han utilizado
con mayor cantidad y calidad, ese ha sido el de los cómics, con Marvel y DC en
cabeza, no sólo extendiendo multiversos por doquier, sino mostrando en muchas
ocasiones cómo se creaban, a partir de qué eventos nacían. La Casa de las Ideas
de Stan Lee incluso ha llegado a tener series regulares centradas en tales historias,
tituladas dichas colecciones como What if?, formadas a base de aventuras que em-
pezaban y acababan en cada número, y donde se trataban distorsiones temporales
tan interesantes como estrambóticas, pero todas en la misma línea de las hipotéti-
cas preguntas que te realizaba, lector, al inicio de este prólogo. ¿Y si a Peter Parker
no le hubiera picado la araña radiactiva? ¿Y si Bruce Banner no hubiera protegido
a Rick Jones de la bomba gamma? ¿Y si Arma-X no hubiese experimentado con
Lobezno? ¿Y si Punisher no hubiera perdido a su familia? ¿Y si los Vengadores no se
hubiesen unido? ¿Y si Thor fuera una rana? La última os puede parecer una broma
esperpéntica, pero es real, hubo un Thor rana, aunque no ahondaré en eso. Ni es
el momento ni es el lugar.

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No voy a negar que la primera vez que me sumergí en las inquietudes de
los multiversos fue con el mundo de las viñetas. No sólo no lo niego, sino que lo
digo con orgullo. A partir de ahí, descubrí un universo entero (valga la ironía) de
material alrededor de esta temática. Y dentro de estas ideas infinitas sobre las rea-
lidades alternativas no tardé en toparme con las ucronías, o lo que es lo mismo, la
novela histórica alternativa. Si todos los demás supuestos pueden darse a partir de
puntos Jonbar esenciales en el devenir de la humanidad y también tomando como
inició detalles tan nimios como desayunar cereales en lugar de una taza de café, las
ucronías se suelen asociar a acontecimientos históricos de gran relevancia, siendo
los más usados la extinción de los dinosaurios, la Segunda Guerra Mundial, la exis-
tencia o no del cristianismo, un Viejo Oeste con ciertos cambios... Sin ir más lejos,
Malditos Bastardos de Quentin Tarantino ya mostraba un final de la Segunda Gue-
rra Mundial algo diferente del que conocemos, sin olvidar en temática literaria la
fantástica El hombre en el castillo de Philip K. Dick. A pesar de que los autores que
tratan las ucronías suelen irse casi siempre por los mismos temas (los nazis saliendo
victoriosos ha sido fuente de muchas historias, tanto geniales como flojísimas), hay
que recordar que tenemos toda la existencia del ser humano, e incluso más allá,
para fantasear, trabajar e imaginar. Y eso es lo que han hecho los autores de esta
estupenda antología, lector. Créeme cuando te digo que lo que vas a hallar en las
próximas páginas es una excelente serie de ucronías con la originalidad como prin-
cipal arma para divertirte, entretenerte y hacerte soñar con universos diferentes.
Además, esta antología es rara, rara en el mejor de los sentidos si tenemos en cuenta
que pocas recopilaciones de cuentos ucrónicos podrás encontrar, y no digamos ya
en el terreno de la literatura fantástica. Añadamos la calidad que atesoran los escri-
tores que te transportarán por el tiempo y el espacio, tanto los más veteranos como
los que dan sus primeros pasos en esto de juntar letras, y el resultado es un viaje
como ningún otro por el multiverso.

Créeme, lector, cuando te digo que al sumergirte en las historias que estás a
punto de leer, lo último que preguntarás será «¿Y si fueran mejores?». Te aseguro
que en este caso es una pregunta que no admite otras realidades.

No pueden serlo porque ya lo son.

Buena odisea ucrónica.

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LA REINA BRUJA
Sergio Fernández
(Basado en una idea original de Edu Ortega)

Tordesillas de Ávila, Diciembre de 1491.

El capitán de infantería Diego Díaz de Cánovas esperaba sobre la plataforma de


madera que habían instalado en el centro de la plaza del pueblo. Aquella mañana
hacia frio y aun así, gruesas gotas de sudor bajaban por la frente del militar. Apre-
taba de manera inconsciente el pomo de su espada y sus nudillos se tornaban en
rojo, debido a la presión que ejercían sobre el mismo. La plaza estaba a rebosar y
podía distinguir a gente incluso en las calles colindantes, expectantes. Ningún ha-
bitante de aquella pequeña y tranquila villa castellano quería perderse la ejecución.
Allí nunca pasaba nada y el evento había suscitado el interés de todos. El capitán
no podía apartar los ojos del portón del ayuntamiento. El edificio hacía las veces
de consistorio y juzgado y en los bajos habían instalado algunas celdas. Por aque-
lla puerta, algunos de sus hombres sacarían a la bruja. El mismísimo Tomás de
Torquemada le había encomendado aquella misión. Después de leer su historial
de servicios, el inquisidor general había solicitado a la Casa Real su inmediato in-
greso en el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición. Díaz de Cánovas ya había
cumplido varios servicios para el Santo Oficio, pero aquella era la primera vez que
supervisaba una ejecución en la hoguera.
Y estaba nervioso. Mucho.
Pensaba en maldiciones, hechizos instantáneos antes de morir y en el olor a
carne quemada, cuando el ruido del gran portón al abrirse lo alejó de inmediato de
sus cavilaciones y sus miedos. El populacho había hecho un corrillo entre la salida
del cabildo y la plataforma donde la condenada por brujería sería purificada por
las llamas. La muchedumbre comenzó a gritar, enardecida. Mujeres, hombres y
niños de todas las edades estaban impacientes por ver a la bruja, maldecirla y lan-
zarle todo aquello que estuviera en sus manos, no importaba que fuesen piedras,
verduras podridas o puñados de fango. También carecía de importancia a esas altu-
ras, que, tan solo un par de días antes, aquella mujer hubiese sido vecina e incluso
amiga de muchos de ellos. Ahora era una bruja confesa, y el pasado no existía para
ella, sólo el futuro inmediato.
Abría la comitiva un sacerdote, que lanzaba pequeños chorros de agua de
un recipiente, a la vez que la purificaba, haciendo la señal de la santa cruz entre
chorro y chorro y salmodiaba en latín. Le seguían dos lanceros y dos infantes, que

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se encargaban de facilitar el paso a través del estrecho pasillo que los asistentes ha-
bían dejado libre para permitir el tránsito de la condenada y su escolta. La bruja
iba flanqueada por cuatro infantes más y otros dos cerraban el cortejo, todos ellos
hombres del capitán. En la parte superior de la fachada frontal del consistorio
había un amplio balcón, techado y tapiado a media altura. El alcalde del pueblo,
el alguacil y algunas personalidades religiosas pertenecientes al Tribunal del Santo
Oficio ya se habían acomodado en sus asientos, dispuestos a tal efecto. A ambos
lados del mirador habían instalado sendas estufas de leña, para que aquellos distin-
guidos miembros de la política y el clero no acusaran las inclemencias del tiempo.
Una fina llovizna comenzó a caer desde el cielo. El séquito llegó a la plataforma, el
sacerdote subió y dos de los guardias lo siguieron, escoltando a la rea y ayudándola
a subir los pequeños escaloncillos de madera que permitían el acceso a la tarima.
Los demás soldados se apostaron abajo, cuatro a cada lado de la escalera, vigilando
que ningún pueblerino intentase acceder al entablado y tal vez, intentar tomarse la
justicia divina por su mano. El capitán se fijó en la bruja. Solo quedaba un despojo
de lo que una vez fue una niña de no más de diecisiete años. Bajo el sambenito
llevaba un fino y holgado vestido de tela blanca, que ahora se mostraba mancha-
do, ensuciado por restos de sangre, tierra, orín y excrementos. Su pelo, castaño y
largo, caía a ambos lados de su cabeza, cubierta por la coroza propia que exhibían
los condenados por brujería. La niña llevaba ambas manos atadas con una gruesa
soga de esparto, caminaba encorvada y sin apenas fuerzas para mantenerse en pie.
Los guardias, con evidentes signos en sus caras de asco y algo semejante a la pena,
tenían que sostenerla por los brazos, para que no se fuera al suelo. El rostro de la
chica carecía de expresión alguna. Estaba ausente en algún mundo paralelo, que
debía de existir sólo en su imaginación. Su cordura se había perdido para siempre,
y el capitán tuvo entonces claro que aquella muchacha había confesado su herejía
por pura inercia, vencida su mente por las horribles torturas a las que sin duda, la
habrían sometido. Mientras el cura no paraba de soltar su interminable monólogo,
uno de los guardias ataba a la confesa al poste central, mientras el otro la sujetaba
contra el mismo, para evitar que se cayera. El eclesiástico terminó su diatriba y
acercándose a la niña mientras le asperjaba el agua purificada con el hisopo, le pre-
guntó, alzando la voz por encima del murmullo de la multitud:
—¿Reconoces ante este Santo Tribunal haber practicado las artes oscuras
incitada por Satanás?
La niña miraba al religioso, con los ojos perdidos en algún punto indeter-
minado.
—¿Te arrepientes ante Dios, nuestro Señor, de los pecados cometidos y de
practicar las malas artes y la magia negra, abrazando así las enseñanzas del maligno?
La chica seguía sin reaccionar. El eclesiástico apuntó su mirada al balcón del
ayuntamiento. Con un gesto de afirmación apenas visible, uno de los prelados le
conminó a continuar, y de forma automática, se dictó sentencia.

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—¡Por la gracia de Dios, yo te absuelvo de todos tus pecados y te condeno a
arder en la hoguera. Que el fuego purificador lave tu alma y la eleve así al lado de
Dios, nuestro señor! In nomini patris, et filii et spiritus sancti. Amen.
El sacerdote hizo una señal a uno de los soldados situados al lado de la chica.
Este se agachó un poco y de debajo del tablado en el que se encontraba atada sacó
una antorcha. Se acercó a una de las esquinas de la plataforma principal, donde
ardía una tea, y la prendió. Luego volvió a su punto de partida y encendió la pira,
que empezó a arder de forma tímida, para ir ganando intensidad paulatinamente.
La muchacha, sin saber muy bien que ocurría, intentaba alejar sus piernas del fue-
go en una lucha que no podría ganar. A medida que el fuego iba ardiendo con más
fuerza los gritos de aquella chiquilla también se acrecentaban. Llego un momento
en el que Díaz de Cánovas creyó escuchar el crepitar de la piel de la condenada al
mismo nivel sonoro que los gritos de la misma. El olor a carne quemada en el que
antes pensara el militar, se materializó entonces. Los soldados del estrado miraban
hacia otro lado. El cura mantenía su mirada fija en aquella pira ardiente. Una mue-
ca parecida a una sonrisa, asomaba a su cara. El capitán, apretó aún más el pomo
de su espada, hasta clavarse las uñas en la piel y sangrar. Contuvo las lágrimas y
reprimió una arcada.

***

Díaz de Cánovas terminó de lavarse en la pequeña habitación de la hospede-


ría donde los habían alojado a él y a sus hombres y bajó a la taberna. Los miembros
del clero habían sido alojados en la casa palacio del marqués de Vallereal, el noble
que regentaba aquellas tierras. Tal honor sólo estaba reservado a los altos cargos de
la Iglesia y la política, no así a los hombres de armas.
La posada era vieja, aunque parecía limpia y olía bien. El capitán fue hasta
la barra y pidió cerveza, pan y un plato de estofado. Mientras se tomaba la cerveza
y esperaba la cena, se giró y vio sentado entre las mesas a uno de sus hombres. Se
acercó a él, lo saludó de manera afectuosa y tomó asiento. El hombre era el teniente
Gonzalo García Padrón, su subordinado directo y el encargado de prender la ho-
guera. Aparte de la relación laboral y jerárquica, unía a los dos oficiales una sincera
amistad y cuando no estaban cumpliendo con sus deberes castrenses, ambos se
tuteaban.
—Gonzalo, ¿Qué tal te encuentras?
—No muy bien, la verdad. No puedo dejar de pensar en el rostro de aque-
lla… ¡Dios mío, Diego! ¡Solo era una niña!
El capitán asintió en silencio. No tenía palabras para rebatir a su amigo,
puesto que las mismas sensaciones lo embargaban a él también. El teniente conti-
núo hablando. Parecía como si, a medida que iba desgranando sus pensamientos,
sus actos fuesen más llevaderos y menos execrables:

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—Cuando nos llamaron al servicio del Santo Oficio me sentí henchido de
orgullo, ¿Sabes? Pensaba que no había una forma más gloriosa de servir a Dios que
esta. Pero esto no es lo que yo imaginaba, Diego. Quiero cumplir con mis obli-
gaciones y servir a Dios, pero no así. Voy a presentar mi dimisión y pedir que me
reincorporen al cuerpo de lanceros.
—Vamos, Gonzalo. Piénsalo más tranquilo y no te atormentes. Cumplimos
con nuestro deber. Nuestra mano sólo es guiada por la voluntad de Dios.
—¿Que no me atormente, dices? ¡Diego, por Jesús todopoderoso! ¡Tú esta-
bas allí, a mi lado! ¿Acaso no oíste los gritos de esa niña? ¿No oliste el olor de su
carne cuando se quemaba? Su cara, Diego…No sabía siquiera dónde estaba, ni
porque le pasaba aquello. Estaba ida…
—Nosotros no somos culpables. La muchacha practicaba la brujería, Gon-
zalo. Ella misma lo confesó…—contestó Diego a su amigo, sólo para tranquili-
zarlo y liberarlo del peso de la culpabilidad, puesto que ni siquiera él creía en sus
propias palabras.
—¡Mentiras! —el teniente alzó la voz. Justo en ese momento, el posadero
traía el estofado de su amigo, y se obligó a moderar el tono—. Son mentiras, Diego.
Estando en la puerta de la celda donde tenían presa a la chiquilla, mientras el cura
del pueblo, el mismo que ha oficiado la ejecución, la interrogaba, oí como le decía
que se arrepentiría de haberlo rechazado. La muchacha lloraba y pedía clemencia.
El sacerdote reía. Dudé de mis sentidos, amigo mío. Pensé que no había escuchado
aquello y quise hacer oídos sordos, engañado por mi fe. Porque un hombre de Dios
no puede cometer semejantes atrocidades. Pero así fue…
Luego, entre gritos, antes de perder totalmente la cordura, la niña amenazó
al sacerdote. Fue algo muy raro. Le dijo…le dijo que la reina Isabel se vengaría. Eso
fue lo que le dijo. El cura, lejos de mofarse de su amenaza, se puso nervioso. Reac-
cionó con miedo. También la conminó a bajar la voz. La chica entonces lo acusó
a él de practicar la brujería. Le dijo que él era el brujo. Después de aquello, tardó
muy poco en salir de la celda y me preguntó que qué había oído de la conversación.
Por miedo, le mentí y le dije que no había oído nada. Me miró, desconfiado y se
alejó de allí casi corriendo.
El capitán se quedó sin palabras ante la historia de su camarada. Apuró la
cerveza, aunque no tocó el plato de estofado. Había perdido el apetito. Se despidió
y se fue a la cama. El teniente le manifestó su deseo de quedarse un poco más y
beber unas cuantas cervezas, y allí lo dejó. Esa noche las pesadillas poblaron sus
sueños. En ellas veía cómo el cura del pueblo acababa por la espalda con la vida de
su amigo Gonzalo, rebanándole la yugular con un cuchillo y todo se teñía de rojo
sangre. También se le aparecía aquella muchacha, picando a través de la ventana de
sus aposentos, completamente desnuda y sólo con la coroza puesta sobre la cabeza.
Le imploraba salvación, mientras se acercaba a él, traspasando la cristalera como
un ser etéreo, levitando en el aire. Se acercaba y se alejaba, se acercaba y se alejaba

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una y mil veces, llorando y suplicándole, asegurándole que la reina Isabel lo sabría
y vengaría su muerte.
“Isabel. Isabel. La reina Isabel.”
Díaz de Cánovas despertó de madrugada, empapado en sudor, y ya no pudo
conciliar más el sueño.
A la mañana siguiente, encontraron el cuerpo sin vida del teniente García
Padrón. En apariencia, se había suicidado.

***

El viaje hasta la sede del Tribunal del Santo Oficio fue agotador. Díaz de
Cánovas y sus hombres salieron al día siguiente de la muerte del teniente García
y tardaron una semana en llegar a Murcia. La expedición sólo estuvo formada por
hombres de armas. Las autoridades eclesiásticas partieron hacía Sevilla, pues varios
judíos conversos habían sido sorprendidos celebrando ritos judaicos y a ellos les
correspondía juzgarlos y ajusticiarlos. Realizaron el viaje con muy pocos ánimos.
Todos recordaban al teniente y ninguno de ellos podía explicarse las razones de
aquella extraña muerte. Diego era el más afectado de todos. Pensaba una y otra vez
en la conversación que mantuvo con su amigo horas antes de su muerte y aunque
lo notó afectado por el ajusticiamiento de aquella chiquilla, jamás le hubiese creído
capaz de acabar con su vida de esa manera. Gonzalo siempre había sido un hombre
temeroso de Dios y sabía perfectamente que el suicidio era un castigo divino. A lo
largo del viaje, las pesadillas fueron sucediéndose todas las noches.
Al día siguiente de su llegada a Murcia, Tomás de Torquemada llamó al
capitán a audiencia. Quería conocer de primera mano los detalles referentes a la
ejecución de la bruja. Diego aún esperó en la antesala del despacho del inquisidor
general un buen rato, antes de que su secretario lo hiciese entrar. El capitán ya co-
nocía al clérigo, pero nunca antes había estado en sus dependencias y le impactó el
lujo y la belleza que reinaba en las mismas. La madera de roble, el terciopelo rojo y
la plata y el oro campaban a sus anchas en el despacho del fraile.
—¡Diego! Espero que hayas tenido un buen viaje, amigo mío —Fray Tomás
de Torquemada se levantó de su asiento y salió a su encuentro en cuanto Díaz de
Cánovas entró por las puertas—. Tienes mala cara, hijo. Cuando termines de po-
nerme al día en todo lo concerniente a la ejecución de la bruja, vas a tomarte una
licencia de dos semanas, para reponer fuerzas. Yo mismo te firmaré el permiso.
—Gracias, Padre.
—Cuéntame. ¿Todo salió bien? Lamento mucho la muerte del teniente Gar-
cía… tengo entendido que erais buenos amigos.
—Sí, Padre. Todo lo referente a la ejecución se cumplió según sus instruccio-
nes. Sin duda, la muerte del teniente García Padrón supone una gran pérdida para
el Tribunal del Santo Oficio. Era un hombre temeroso de Dios, Padre, y un gran

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militar. Cumplió con su deber con abnegación y voluntad hasta el último momen-
to. Aún no puedo comprender su terrible final. Creía con fervor en la palabra de
Dios, nuestro señor, Padre. Un hombre con la fe que profesaba Gonzalo, jamás se
habría suicidado. No lo entiendo…
—Hijo mío, no siempre es fácil hacer cumplir la voluntad de Dios. La mano
que castiga soporta una mayor carga que la que perdona, pero ambas son igual de
necesarias. El teniente García ha servido con valentía y presteza a nuestro santísimo
Padre y aunque, al haber acabado con su vida tenga las puertas del paraíso vetadas,
el Señor, en su inmensa sabiduría sabrá recompensarlo.
—Padre… Gonzalo me contó, unas horas antes de morir que había escu-
chado, sin quererlo, una extraña conversación entre la ajusticiada y el sacerdote del
pueblo, el mismo que ofició la ejecución.
—¿Y qué fue lo que te dijo exactamente?
—Fue algo muy extraño, Padre —se frotaba las manos de manera insistente,
nervioso—. Me dijo que la chica había mencionado a la reina Isabel, y que ella
misma se vengaría de su muerte. También, en un determinado momento, acusó al
sacerdote de practicar la brujería, al igual que ella. Gonzalo oyó al cura decirle a la
condenada que se arrepentiría de haberlo rechazado…
—Desgraciadamente, el teniente ya no está entre nosotros para contarnos
lo sucedido con más detalle. No le des más vueltas, Diego. Coge esa licencia de la
que te he hablado y descansa. Olvida lo sucedido. Lo estás haciendo muy bien hijo,
y te felicito por ello. Ahora, retírate. Si me lo permites, tengo otros asuntos que
apremian mi atención. Gracias por todo, capitán.
Diego besó la mano del fraile, hizo una reverencia y salió por donde había
entrado, preguntándose cómo era posible que el inquisidor general supiese del
incidente ocurrido con su amigo. Era la única persona con la que el clérigo había
hablado de todo aquello y nadie antes que él podía haberle informado del suceso.
Cuando se hubo marchado, el inquisidor llamó a su secretario.
—Santiago, haz que sigan al capitán. Y búscale un sustituto, creo que vamos
a prescindir de sus servicios. Que preparen mi carruaje, parto a Córdoba de inme-
diato. He de hablar con la reina.

***

Díaz de Cánovas se alojaba en una fonda, cerca de la sede de la Orden del


Santo Oficio. A aquellos que prestaban servicio a la misma se les concedía un vi-
sado firmado por la misma reina Isabel que los eximía del pago por alojamiento y
comida en actos de servicio. Cenó de manera frugal y se retiró a dormir a su habi-
tación. A la mañana siguiente, partiría hacía Madrid, su ciudad de origen, a ver a
sus parientes.
Aquella noche también soñó. En el sueño aparecía la joven bruja de nuevo,

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sólo que algunos años mayor. La chica, al igual que en la pesadilla que tuviera el
día de la ejecución, lo llamaba a través de la ventana, desnuda y sólo con aquel
extraño sombrero, el de los condenados a morir en la hoguera, puesto en la cabeza.
Su pelo se veía limpio, al igual que su cuerpo. Esta vez, Diego se levantaba de su
cama, abría la ventana y la dejaba pasar. Entre lágrimas, le pedía perdón por haber
permitido que cometieran aquella atrocidad con ella. También le pidió perdón
en nombre de Gonzalo. La chica no decía nada. Sólo le plantaba un dedo sobre
la boca, conminándolo a callar y lo acompañaba al catre. Lo tumbaba y allí mis-
mo, situándose sobre él, lo poseía. Cuando culminaban el acto sexual, la chica lo
besaba. El hombre notaba cómo le traspasaba un empalagoso líquido dulzón que
bajaba por su garganta y se mezclaba con su propia saliva. Sin decir nada, la chica
se levantaba de la cama y despidiéndose de él con un gesto de la mano, volvía a salir
por la ventana, fundiéndose con la oscuridad de la noche.
Al amanecer, Diego despertó sobresaltado, con una potente erección. El sue-
ño le había parecido extremadamente real y tuvo la sensación de que aquello había
ocurrido en realidad, aunque desechó la idea de inmediato. Tomó una pieza de
fruta para desayunar y partió hacia Madrid temprano. Sobre el mediodía, noto un
extraño malestar en su cuerpo y comenzó a sentirse débil y soñoliento. Diego Díaz
de Cánovas nunca llegó a su destino.
Se quedó dormido y murió encima de su caballo.

***

Tomás de Torquemada fue recibido casi de inmediato por la reina Isabel.


Los reyes se habían trasladado al Alcázar de Córdoba para dirigir desde allí la cam-
paña de Granada. El rey Fernando, por aquellos días estaba ausente y se encontra-
ba en Santa Fe, en las inmediaciones de Granada, preparando un plan estratégico
para un posible asedio a la ciudad. El asedio nunca sería necesario y la reina era
consciente de aquello, aunque era una buena manera de mantener a su marido
ocupado, ajeno a sus propios planes.
El inquisidor general entró en las dependencias y saludó a la reina, que orde-
nó a sus asistentes que las desalojaran de inmediato. Cuando se quedaron solos, y
antes de que el fraile comenzara a hablar, la reina, llevándose un dedo a los labios,
lo conminó a guardar silencio. Se situó al lado de un inmenso cuadro que represen-
taba la ciudad de Toledo, y hurgó en uno de los laterales. Un “clic” apenas audible
sonó al momento, y uno de los pilares situado en una de las esquinas interiores de
la estancia comenzó a enroscarse sobre sí mismo, dejando una estrecha abertura
que conducía a unas escaleras que bajaban. La reina descendió por las mismas,
indicándole al religioso que la siguiera. Bajaron varios tramos en forma de caracol
y finalmente llegaron a un espacioso sótano iluminado por varias teas, situadas en
unos soportes dispuestos en varios puntos de las paredes. En la parte izquierda de

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la bóveda, pequeños ventanales a ras del suelo permitían que el aire del recinto se
renovara. Los ventanales daban a un pequeño patio de uso exclusivo de la reina al
que estaba totalmente prohibido el acceso, por lo que nadie sabía de la existencia
de aquella habitación subterránea. La estancia estaba plagada de objetos exóticos
y extraños libros y pergaminos, escritos en lenguas aún más extrañas. Había jau-
las con pequeños animales, reptiles, roedores y algunas aves. Una gran estantería
sostenía tubos con líquidos de innumerables colores y texturas. Sobre una amplia
mesa situada en el centro, descansaban varias ollas y calderos, una extraña bola de
cristal y una tabla ouija, tallada con algunas runas ininteligibles. El fraile no salía de
su asombro y posaba su mirada de un lado a otro, maravillado. La reina entonces,
rompió el silencio.
—Tomás, arriba, los muros tienen oídos. Bienvenido. ¿A que debo el honor
de tu visita?
—Saludos, mi reina. Vengo a informaros de los últimos acontecimientos. La
joven hechicera de Ávila fue ajusticiada hace dos semanas por un lamentable error
de uno de nuestros acólitos, el cual ya ha sido castigado. A raíz de ese incidente he-
mos tenido que eliminar también a dos hombres de armas, al servicio del tribunal.
Hombres que cumplían con su deber de manera intachable. Desgraciadamente,
sabían demasiado. El asunto se nos ha ido un poco de las manos. Lo lamento,
majestad.
— Vuestros lamentos no harán que la chica vuelva a la vida, Tomás. Era una
pieza valiosa para mí, y estaba haciendo grandes progresos por aquella zona. Ahora
habrá que buscar y aleccionar a otra nueva bruja tan buena como ella. Espero que
ese incompetente haya recibido un duro castigo. Si vuelve a pasar algo semejante,
te haré responsable directo.
—Le doy mi palabra de que no volverá a pasar, Majestad. ¿Puedo preguntar-
le cómo va el asunto de Granada?
—Ahh, Granada… Fernando se ha desplazado hasta Santa Fe, con algunos
de nuestros generales, para trazar un plan estratégico. Boabdil “el Chico” se mues-
tra reacio a la entrega de la ciudad. Ya he tomado cartas en el asunto. He enviado a
una de nuestras mejores agentes hasta Granada y ha conseguido entrar en su corte.
Ayer llegó una de las aves mensajeras informando. La pócima ha sido administra-
da. En unos días, Boabdil rendirá Granada.

***

Unos días después de aquella reunión, el dos de Enero de Mil cuatrocientos


noventa y dos, Boabdil entregaba las llaves de Granada. La reina Isabel, la reina
bruja de España consiguió así su objetivo. Aunque el proceso duró más de diez
años, en la conquista de la ciudad no hubo derramamiento de sangre.
Al menos, no de manera pública.

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YERSINIA PESTIS
Liss Evermore

Prólogo

‘El planeta azul’, así lo llamaban; el más próspero entre los demás, el más radiante. Era
el centro del universo, el invicto; pero también delicado, tanto que cualquier desequilibrio
podía arrebatarle su belleza en cuestión de años, para siempre.

I
Rusia, 1346

En el fragor de la batalla, Dante se esconde de los demás, atemorizado, como


si presintiera la tragedia. Consigue escabullirse por las dunas de tierra sin que nadie
le vea, y camina agonizante hasta situarse frente al mar. Es la última cosa que desea
ver con todas sus fuerzas; ahora puede descansar en paz. Pero hay algo más que le
inquieta: un objeto que surge de repente ante su mirada, flotando en las aguas bru-
mosas del océano como una silueta fantasmal. Intuye que no es un buen presagio
y que pronto llegará el fin de todo; al menos está preparado, es un chico valiente.

Italia, 1347

La ciudad se despierta bajo un espeso manto de niebla, los rayos del Sol
parecen más tenues que de costumbre, y en las calles, aún desiertas, se percibe un
hedor particular: huele a desolación. Marco cruza el puente como alma que lleva el
diablo. Su cara está pálida. Entra en la iglesia con el gesto contraído.
—Hijo mío, ¿qué es lo que te ocurre?
—Es la Bestia, Padre. Su sombra se cierne sobre nosotros. Lo he visto, viene
por el río.
—¡Que el Señor nos proteja! Vamos, tenemos que avisar a los demás, antes
de que sea demasiado tarde.

Francia, 1347

En el interior de su noble residencia, Pierre Roger de Beaumont se estreme-

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ce de dolor. Sabe que debería obedecer al médico, pero sus métodos no acaban de
convencerle. Desesperado, en busca de un último remedio, se ve obligado a con-
sultar de nuevo con él, no le queda otra alternativa. Después de una reunión más
entre ambas ilustres personalidades, finalmente se impone la voluntad del cirujano.
Guy de Chauliac es toda una eminencia en su campo, nadie osa rebatirle, pero
Pierre Roger se encuentra al borde de la muerte, y le es complicado mantenerse
lúcido en tal situación. Sin embargo, no puede hacer más que acatar sus extrañas
recomendaciones, aunque las considere casi heréticas.

Inglaterra, 1348

William levanta el hacha con fuerza, respira hondo, no se oye ningún sonido
en el bosque. Deja caer su filo contra el último tronco y vuelve a respirar aliviado.
Un pequeño descanso, se lo merece. Camina hacia el acantilado sorteando las rocas
cubiertas de musgo, es un buen lugar. Frente a él se extiende el mar abierto en toda
su grandeza, sombrío y misterioso. Le gusta sentir el viento de la mañana colán-
dose por su barba pelirroja. William se seca el sudor de la frente, aún extenuado.
Éste no es mi mar. El aire porta un aroma pestilente y las aguas parecen tener una
tonalidad distinta, rojiza. El leñador frunce el ceño. Algo no va bien.

Noruega, 1349

Todo está en calma; el paisaje permanece quieto, en silencio, como si con-


tuviera su aliento. Las montañas nevadas, el cielo limpio, una brisa helada apenas
perceptible. Es como si no pasara nada, como si fuera un día más. Pero Thorgul
sabe que no es lo que parece. El pánico se apodera de él mientras corre ladera abajo
a través de prados y granjas. A su espalda se avistan los imponentes fiordos, más
allá de la tundra nórdica. El hombre escandinavo se dirige veloz hacia el pueblo.
—¡Mirad, es Thorgul!
—¡Erik, debemos irnos. Llegará en cualquier momento, la he visto con mis
propios ojos, allá, detrás de las montañas!
—Tranquilízate, hermano, ¿de qué estás hablando?
—¡Es la Muerte, la Muerte viene a por nosotros, se acerca deprisa, no tene-
mos tiempo. Estamos perdidos!

España, 1350

La txalupa parte de la costa como el resto de jornadas, desafiando el duro

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oleaje rumbo al Norte. A bordo de ella, Ortzi, un timonel; Aitor, el arpero, y diez
remeros, se preparan para hacer una incursión hacia las frías aguas septentrionales.
Son los balleneros vascos, conocidos por sus audaces métodos de pesca en todo el
litoral Cantábrico.
—Hoy va a ser un mal día.
—No digas eso, hombre, sabes que tenemos que alimentar a nuestras fami-
lias como sea.
—¿Pero es que no te has dado cuenta? Mira, míralo por ti mismo, justo de-
lante de nosotros.
Ni en sus peores sueños había imaginado semejante horror. Peor que cien
tormentas. La embarcación aminora la marcha y Ortzi da órdenes de virar al resto
de la tripulación. Lo hacen tan rápido como se lo permiten los brazos, pero ya
nada puede salvarles. Hoy no cazarán ninguna ballena. Probablemente nunca más
lo harán.

II

Los ataúdes avanzan con rapidez dejando atrás un paisaje yermo y devas-
tado. Es la señal del advenimiento, el destino de los hombres. Igual que en una
procesión lúgubre, siguen su curso fatídico sin descanso, navegando imparables
por toda Europa. La comunidad cristiana atribuye el mal a los judíos, acusándoles
de contaminar las fuentes y los pozos. Por tal motivo, miles de ellos son quemados
vivos durante la masacre de San Valentín, en Estrasburgo. Algunos afirman que es
un castigo divino por los pecados carnales de la humanidad. Cuando la cólera del
Altísimo se desate para azotar a sus gentes sin piedad, nadie podrá escapar a las llamas
del Infierno. Lo cierto es que se trata de la pandemia más mortífera que hayan co-
nocido en siglos, y no se detendrá hasta que acabe con el último ápice de vida. El
mundo se está preparando para morir.
En las ciudades, las ratas salen de las alcantarillas con los ojos inyectados en
sangre, corretean de aquí para allá contagiando sus calles de miseria. Cientos de
cuerpos mordisqueados por los buitres se amontonan en las plazas, ya no quedan
familiares para darles sepultura. El aire se ha viciado de manera irremediable, como
un vaho espeso y maloliente, todo está contaminado, es la esencia de la angustia.
Los cadáveres de los peces emergen a la superficie; las aguas, en un tiempo trans-
parentes y puras, se han oscurecido y convertido en una especie de lodo negruzco,
en un fango mugriento que atrapa día tras día a miles de animales moribundos. La
vida marina ha dejado de existir. Los pájaros, por su parte, corren la misma suerte:
se lanzan hambrientos sobre los restos de carne podrida que flotan a la deriva, y
en cuanto la ponzoña corre por su torrente sanguíneo, caen del cielo mortalmente
intoxicados.

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La enfermedad se propaga a un ritmo dramático aniquilándolo todo a su
paso. Cada vez aparecen más ataúdes, surcan las aguas sin descanso como mensa-
jeros silenciosos de la dama de negro. Ya no queda ninguna otra opción, sólo se
puede esperar, mirarlos venir desde el horizonte y estar en paz con uno mismo. Es
una carrera contra reloj, las oraciones son inútiles, no hay ninguna salvación. Éste
es el paso de una era, la extinción de todo lo que una vez fue, es el declive de la
humanidad, y no ha hecho más que comenzar.

III

Rusia, mayo de 1346

El ejército mongol de la Horda Dorada acumula un gran número de bajas.


Pero la causa no es la fuerza de sus enemigos, sino el malestar que los soldados
arrastran desde hace tiempo, provenientes de las frías estepas asiáticas, donde fue-
ron picados por las pulgas de la rata negra. Uno a uno, se desploman sin vida aba-
tidos por pulmonías, hemorragias internas y gangrena. Son las primeras víctimas
de una contaminación desconocida, que muestra claramente sus síntomas letales.
Como plan de ataque estratégico, el khan Jani Beg, comandante de las tro-
pas, ordena lanzar los cadáveres sobre los genoveses, sitiados en el interior de Ca-
ffa, un territorio a orillas del mar Negro cuyas fronteras han conseguido defender
durante años, hasta convertirlo en una próspera colonia italiana. Se accionan las
catapultas, el sonido es más estrepitoso que nunca, y el efecto, más demoledor que
cualquier otro. Los cuerpos se elevan describiendo un arco de pestilencia en el aire
y caen certeramente a escasos metros, sobre las viviendas y los habitantes de la ciu-
dad. La suerte está echada.
Sus adversarios genoveses nada pueden contra el nuevo peligro bacterioló-
gico. La transmisión se hace inminente y muchos de ellos empiezan a caer fulmi-
nados. Entre los que siguen en pie está Dante, un joven italiano que logra hacerse
hueco bajo los muertos para ocultar la mordedura de una rata; desde el ataque
aéreo mongol merodean sin cesar carroñeando los desperdicios de comida y los
cuerpos mutilados. Siente fiebre, teme que la infección también haya hecho mella
en él. Con sigilo, intentando que nadie se percate, observa su axila. Un bulto rojizo
y oscuro: un bubón. Se examina el cuello tocándose con las manos temblorosas.
La angustia le oprime, más bultos como el que acaba de ver se extienden bajo la
mandíbula y también en la cabeza. Acumulaciones macilentas de pus que hinchan
la piel hasta casi romperla. Algunos de los abscesos revientan al contacto con sus
ropas, provocando que supure el líquido espeso y blanquecino del interior. Ya no
hay remedio, cierra los ojos lentamente, aspira el aire viciado. En cuestión de días
las sombras le abrazarán a él también para llevarle hacia un lugar de tinieblas.

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Italia, agosto de 1347

Cruzando el Canal de Otranto, doce galeras genovesas navegan con rumbo


a tierras mediterráneas; los supervivientes de la contienda en el mar Negro vuelven
a casa. A su paso por Messina deciden hacer un alto para descansar del viaje, pero
llevan consigo un pasajero invisible: la plaga; y sin saberlo, introducen en la ciudad
un brote de la epidemia más atroz en la historia del hombre. Conforme avanzan
hacia su destino, malheridos y agonizantes, la infección se extiende por todo el
país.
Marco y el cura corren de casa en casa alertando a los vecinos, aunque sus
esfuerzos son en vano; el miasma de la putrefacción ya se siente en cada rincón de
la gran localidad portuaria. Es demasiado tarde, las bóvedas del Infierno se han
abierto bajo Italia.

Francia, noviembre de 1347

Una embarcación comerciante proveniente de Génova atraca en el embar-


cadero de Marsella. No hay nadie con vida a bordo. Cuando los trabajadores del
amarradero abren sus compuertas el horror surge delante de ellos: Decenas de
hombres y mujeres tirados por el suelo en estado de descomposición; no se en-
cuentra ni un hálito de vida humana, sólo carne mordisqueada y podrida. En vez
de ello, hordas de innumerables ratas aparecen entre los despojos y se afanan en
inundar el muelle. La histeria se apodera de la ciudad.
Mientras, dentro de la sede pontificia de Aviñón, Pierre Roger de Beaumont,
nombrado papa Clemente VI, se retira a sus aposentos para evitar el contacto con
cualquier persona, tal y como le ha aconsejado el médico, pero su intento por ha-
cer frente a la dolencia que le consume no servirá de nada; está contagiado, como
todos los demás, y no hay cura para eso.

Inglaterra, junio de 1348

A través del canal de la Mancha un navío del ejército inglés arriba al puerto
de Melcombe Regis desde el sur de Francia. En su interior, los soldados heridos
regresan a su patria tras haber luchado durante nueve años en una serie de encuen-
tros bélicos que enfrenta a ambos países. Junto a ellos, la condena viaja de nuevo.
Los veteranos de guerra, sin sospecharlo, llevan hasta sus tierras el peor de los ma-
les. El Reino Unido está condenado.
William permanece en la cima del monte, observando el caos con atención.
A su lado, la hilera de troncos cortados parece temblar. ¿Puede que incluso la ma-

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dera recién arrancada del árbol perciba la catástrofe? El leñador atraviesa las piedras
musgosas y da un paso hacia el acantilado. Esto no puede ser cierto.

Noruega, julio de 1349

Una nave procedente del puerto inglés de King’s Lynn, con un cargamento
de lana y toda la tripulación muerta, encalla en las proximidades de la ciudad de
Bergen. Los noruegos se apresuran a remontarla hasta el muelle. Su sorpresa se
acentúa cuando amarran la embarcación; en ella sólo hay huesos y bandadas de
roedores, que vuelven a protagonizar una carnicería, mordiendo a todo aquel que
encuentran a su paso. El astillero se convierte en un hervidero de gritos y súplicas.
Es el final para el país de los fiordos.
Thorgul cae al suelo. Un hilo de sangre resbala por su boca y se mezcla con
la escarcha. Erik se abalanza sobre él.
—¿Quién te ha hecho esto, hermano?
Pero no hay respuesta, el hombre escandinavo yace en la nieve con la cara
repleta de tumores. Thorgul ha fallecido.

España, marzo de 1350

Atravesando una de las rutas que aprendieron de los vikingos noruegos, los
balleneros se topan con decenas de cajas flotantes en alta mar: ataúdes a la deriva,
procedentes del Norte de Europa, carcomidos por las ratas y el salitre. Los restos
de sus inquilinos asoman vagamente por las oquedades de la madera, el detalle es
espantoso. Ninguna persona en su sano juicio se aventuraría a suponer que lo peor
está aún por llegar.
Mientras, durante el quinto intento de recuperar Gibraltar por parte del rey
de Castilla, Alfonso XI, la terrible enfermedad le alcanza como un rayo y fallece
en mitad de la cruzada, frustrando sus esfuerzos acometidos en favor de la Recon-
quista española. La ‘muerte negra’ no hace distinción alguna; todos los hombres,
plebeyos y nobles, son de la misma condición frente a ella.

IV

Las campanas ya no tocan a duelo, no hay nadie para encargarse de ellas; las
fosas comunes están desbordadas. Hubo un tiempo en el que la gente caminaba
por este suelo; ahora, observando la tragedia que se cierne sobre el mundo, nadie
lo creería. Las cosas han dejado de ser lo que eran, los horizontes se han oscurecido

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debido a las densas emanaciones de los cadáveres, ni siquiera la luz del Sol traspasa
la atmósfera.
A estas alturas la plaga se ha propagado ya por infinidad de lugares, devas-
tando cualquier cosa a su paso. No queda nación o ciudad que haya eludido su
crueldad. En cuestión de meses el mundo se marchita y ninguna especie con vida
lo habita más. Animales, plantas, hombres… todo ha muerto. Ya no hay pobreza,
no hay intereses ni guerras, ya no existe la crueldad; el Mal ha sido arrancado de la
faz de La Tierra.

Epílogo

Cuando la raza humana se extinguió, el calor del núcleo empezó a enfriarse con ma-
yor rapidez hasta que el planeta entero quedó congelado. Los glaciares avanzaron, las
tormentas se desencadenaron con fuerza y el hielo acabó por ocultar la superficie. Se le
llamó ‘el planeta blanco’, ‘el planeta albino’. Así es como sucedió. La peste bubónica lo
arrasó todo sin excepción, absolutamente todo, incluso la esperanza.

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UNA CUESTIÓN DE
HONOR
Eduardo Ortega

Los ideales pierden lustre cuando deben llevarse a la realidad, sin embargo, llegados
a este punto, no hay vuelta atrás, no hay opción, la retirada es innegociable. Crecí
oyendo hablar sobre Bakunin, Erico Malatesta, Eliseo Reclús, el comunismo
libertario, lo extraño hubiese sido no ser anarquista. Siempre oí historias de
mi abuelo sobre como nuestra familia nunca se acobardó en la lucha, primero
durante la Revolución Española, como le gustaba referirse a la Guerra Civil, es
más presumía de haber saludado al mismo Durruti cuando estuvo luchando en el
frente de Aragón, y luego durante el exilio francés batallando contra el franquismo.
Sin duda, si el destino existe, el mío venía marcado desde el día de mi nacimiento.
Pese a todo tengo miedo. Me tiemblan las manos cuando pienso sobre lo
que debo hacer. Me gustaría poder echarme atrás, pero por otro lado el cargo de
conciencia me puede. No puedo deshonrar a la familia convirtiéndome en un
cobarde, pero por otro lado no me considero un asesino. Hay veces que para mantener
la dignidad es necesario perder la humanidad. Voy a matar, y posiblemente, no solo
a mi objetivo. Pueden morir gente inocente que tan siquiera entiendan mi lucha,
pero es un mal necesario. Como cambian las cosas cuando uno tiene que ser el
brazo ejecutor de unos ideales. Una cosa era leer sobre los atentados cometidos por
otros compañeros y bien diferente ser uno quien los lleva a cabo. Me falta sangre
fría para no sudar mientras pienso en la misión que voy a llevar a cabo.
Debo añadir a mis preocupaciones mi propia seguridad. Quizás es lo que más
debo temer. Durante mucho tiempo me planteé la forma más segura de cometer el
atentado, y sobre todo no dejar huellas, aunque pronto comprobé que aquello era
imposible. Tanto si quería hacerme con un arma, como si quería obtener explosivos,
necesitaba de al menos un contacto. Además, necesitaba financiación. Tuve que
recurrir a mis compañeras y compañeros del sindicato, sindicato que operaba en
la más pura clandestinidad, para lograr ayuda económica y que me facilitasen un
contacto, con el riesgo que ello suponía. Dentro del movimiento existen topos,
policías infiltrados capaces de abortar cualquier acto de insurrección al instante.
Con el afán de evitar cualquier seguimiento policial, opté por quedar con
mi contacto lejos de Madrid, fuera de cualquier foco de sospecha. La capital era
un hervidero de insurrectos que la policía marcaba muy de cerca. Mi contacto, un
minero asturiano retirado, eligió la estación de trenes de Jerez de la Frontera, allí

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me indicaría el lugar y la fecha de entrega de la mercancía: explosivos plásticos
Llovía a cantaros. Me preocupó ver como aún pasaban diez minutos de la
hora fijada y por aquel último banco del andén de la estación donde habíamos
fijado nuestro encuentro, no aparecía absolutamente nadie. Reconozco que no
me hubiese importado que no llegase. Tendría una excusa perfecta para abortar
la misión. Pero al instante sentí rabia. Me enfadé. Era una putada si nos habían
timado, no solo a mí, yo apenas había contribuido con unas dos mil pesetas, sino
al resto de camaradas que habían confiado en el éxito de la misión. Muchos habían
renunciado a comer por aportar al menos una cantidad simbólica.
Todos aquellos pensamientos se esfumaron en cuanto vi mirándome
fijamente desde el otro lado del andén a un hombre vestido con una gabardina
color crema. Quizás fuese un policía a la espera de pillarme junto a mi contacto.
Mataría dos pájaros de un tiro. Posiblemente un topo habría dado el chivatazo.
Alterado tamborileé con mis dedos sobre el banco sin saber qué hacer. Maldije mi
suerte sin dejar de mirar a aquel hombre.
—Tranquilo rapaz. Ese que vigila es de los nuestros —me sorprendió una
voz a mi lado.
Tan ensimismado había estado en mis propios pensamientos que ni siquiera
me había percatado de la llegada de mi contacto.
—¡Joder!¡Casi me matas del infarto! ¿Por qué me has tenido tanto tiempo
esperando? —quise sonar firme pese al reciente susto.
—Es llegar tarde o acabar fusilado, ¿lo entiendes carallo?
—Está bien —acepté sin más remedio —¿Dónde será la entrega y cuándo?
—Lo tienes en la cisterna del último baño de la estación. Dentro de una
mochila, así que date prisa.
—Gracias.
—No hay de qué. No eres el último en querer cargarse a ese cabrón...aunque
por tu cara...
—¿Qué le pasa a mi cara?
—Si has de besa-y el culu al perru, nun-y mires al güeyu.
—¿Qué?
—Es un dicho asturiano. Si tienes que besar el culo al perro, no le mires a
los ojos, o lo que es lo mismo, si tienes miedo de lo que vas hacer, mejor que no
pienses —se despidió el ex minero soltando una risotada.
Una vez tuve los explosivos en mi poder, comprendí que llegado a este
punto no había vuelta atrás. Debía de llevar mi cometido sí o sí. Tengo el corazón
acelerado, las manos me sudan...Con lo sencilla que es la teoría, y lo complicada
que es la práctica. Los ideales nunca fueron más crueles para mí. Tengo todo para
cometer un atentado, excepto el elemento más importante de todos: los cojones
para poder llevarlo a cabo. Así de sencillo.
Cuando pisé por primera vez España, la tierra de mis abuelos, añorada a la par

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que amada, jamás pensé que yo, Mateo Morral, iba a llevar a cabo un magnicidio.
Regresamos tras la aprobación de la Constitución de 1978 cuando la democracia
parecía algo más afianzada. Mi familia seguía sin comulgar con el concepto de
Estado instaurado bajo el reinado de Juan Carlos I, nombrado por el dictador
Franco, algo que siempre se encargaba de recordarnos mi padre, no obstante, el
ambiente facilitaría mejor la labor de lucha social desde dentro. Nuestra idea como
anarquista era lograr la emancipación del Pueblo, y que mejor manera que hacerla
que junto al Pueblo.
Los primeros años en aquel nuevo país para mi resultaron felices. Viví
como cualquier adolescente más de mi época. Hubo tiempo para las amistades, la
lealtad entre compañeros, y como no para la farra. Estos primeros años en España
coincidió con mi curiosidad por el sexo. No es por alardear, pero varias veces me
perdí con alguna por callejones oscuros, no solo para besarles... ¡Cuánto añoro
aquellos tiempos!
Quizás el único recuerdo sombrío de aquella época fue a finales de 1980,
cuando mi abuelo Buenaventura, cayó enfermo de cáncer. Durante varias semanas
estuvimos junto a su cama acompañándolo hasta el triste desenlace.
—Mateo, me estoy muriendo...
—No hagas esfuerzo abuelo. Eres un hombre fuerte seguro que sales de está
—dije casi sin convicción.
—¡Ya viví todo lo que tenía que vivir!¡He visto todo lo que tenía que ver!
—Aún te quedan más por conocer.
—Es a ti a quien te queda por conocer muchas cosas. Eres muy joven —
me sonrió con ternura—. Me voy de este mundo contento. He tenido lo más
importante que se puede tener: una familia a la que quiero...
—...Y nosotros a ti.
—Lo sé —me tomó de la mano—, aun así, solo me arrepiento de una cosa...
—¿El qué abuelo?
—Haber huido a Francia mientras muchos compañeros aún seguían
luchando.
—Eso hace mucho que pasó.
—Fui un cobarde Mateo —lo interrumpió.
—Tu nunca lo fuiste. Eres un luchador.
—¿Puedo pedirte una última promesa?
—Cuando hagas algo hazlo hasta las últimas consecuencias.
—¿Por qué me dices eso?
—Lo entenderás cuando te llegué el momento. No dejes nada a medias o te
arrepentirás durante toda tu vida.
Quizás aquella promesa no hubiese pesado sobre mi conciencia sino llega a ser
porque la felicidad que había vivido durante aquellos años, se vio rota aquel fatídico
veintitrés de febrero de 1981, cuando un grupo de guardia civiles encabezados por el

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coronel Tejero irrumpieron en el parlamento español al grito de “¡Se sienten coño!”.
Vivimos horas tensas. La información de los medios de comunicación era confusa.
Nadie sabía verdaderamente lo que acontecía en la Carrera de los Jerónimos.
El sindicato nos hizo reunirnos de manera urgente. Aquel golpe guardaba
semejanzas con el de 1936, pero en esta ocasión nadie lo había esperado. Tampoco
habían armas para salir a las calles. Era luchar con piedras y palos contra pistolas,
no obstante, aun así hubo compañeras que lucharon contra tanques tan solo con
sus cuerpos y armadas con cocteles molotov en Valencia. Una lucha noble, pero
una lucha perdida.
En el resto de la ciudadanía hubo esperanza al ver aparecer en la televisión
pública al monarca trajeado con su traje de Capitán General del Ejército Español.
Juan Carlos I como garante de la democracia debía defender los derechos adquirido
con la Constitución y condenar a los golpistas:
—Al dirigirme a todos los españoles con brevedad y concisión en las
circunstancias extraordinarias que en estos momentos estamos viviendo pido
a todos serenidad y confianza, pues le hago saber que pese haber cursado a los
capitanes generales de las diferentes regiones mantenerse fiel a la Constitución... —
en ese momento la señal se perdió, según se supo después varios militares entraron
en la Zarzuela amenazando con acabar con la familia real si alguien intentaba
restablecer la emisión.
Aunque la esperanza la perdimos cuando uno de los guardias civiles descerrajó
un tiro en la cabeza al presidente del Gobierno. Vivimos los días siguientes sumidos
en el miedo. La represión se hizo patente en cada intento de alzamiento contra los
golpistas, mientras entre ellos discutía acerca de quien se haría con el gobierno de
la nación. Por lo visto se propuso en unas primeras conversaciones a Blas Piñar,
un político de derecha, quizás por ser el más conocido por la población de los
sublevados y por su carácter civil que ayudaría a la hora de ser reconocido a nivel
internacional, pero fue aquel que según su parecer más había arriesgado, quien se
hizo con el poder.
Durante todo este tiempo no me crucé de brazos, luché contra el régimen:
boicoteé sus medios, repartir panfletos, colaboré organizando huelgas, y muchas
otras formas que se me fueron ocurriendo. Pero pronto me di cuenta que, si quería
acabar con aquella lucha, era llevarla hasta las últimas consecuencias, tal como me
había dicho mi abuelo. No debía dejarlo a medias, o moría él o moría yo.

El miedo a las represalias había sacado a las calles a gran parte de la población
de Madrid. Apenas habían pasado dos años desde el golpe de Estado, cuando
el régimen ideó celebrar el día de la Hispanidad con un gran desfile militar por
el paseo de la Castellana bajo el lema “España una, grande y libre”. El miedo se
podía palpar en el ambiente, el nuevo gobierno instaurado a la fuerza trataba con
especial crueldad a todos sus detractores. Un ejemplo de aquella barbarie fue el de

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Paco Ibañez, un cantautor disidente, capaz de desafiar al poder dando conciertos
clandestinos. En aquellos recitales se cantaba “A galopar”, un poema de Alberti,
que se había convertido en himno de los opositores del régimen. Se mofaron de
su rebeldía cortando sus dedos y su lengua para que jamás volviese a tocar y cantar
nada. Otros tantos artistas, no plegables a los designios del nuevo régimen, lograron
exiliarse, pero fueron los menos, pues a la gran mayoría, el golpe de estado les pilló
por sorpresa.
—¿Está todo dispuesto tal como habíamos previsto? —habló el jefe de
seguridad con uno de sus hombres de confianza.
—Si tal como usted ordenó.
Pese a sus treinta y un año, José Mari, tal como era conocido por todos, un
hombre taimado, quizás por su baja estatura, había logrado un ascenso meteórico
desde su puesto como sargento en el cuartel de Artillería general Monasterio de
Valladolid hasta el CESID. Unos buenos contactos de su paso por el Frente de
Militares Unificados, sindicato embrionario de Falange Española Independiente
y un don especial para la oratoria le había granjeado, la simpatía de los mandos.
Su carácter meticuloso y reservado le habían conducido hasta Madrid, o más
concretamente al Servicio de Protección de Autoridades. Aquel desfile del día de
la Hispanidad era su prueba de fuego. Debía no solo demostrar su capacidad de
mando, sino responder a la confianza vertida en su persona.
—Activen protocolo —ordenó.
Apenas un par de minutos más tarde un agente de policía acompañado por
un operario municipal se presentaron ante él.
—Necesito que acompañes al agente Gómez nuevamente a las alcantarillas
—ordenó el jefe de seguridad al operario municipal.
—Hace apenas dos horas se llevó a cabo una —balbuceó el aludido.
—Cualquier medida de seguridad es poca en estos casos —contestó José
Mari.
—Como usted crea conveniente —aceptó a regañadientes el empleado
municipal.
—Pero antes, agente Gómez quisiera que registrase aquí a... ¿cómo se llama
usted? —inquirió con cinismo.
—Mateo...Mateo Morral —contestó con el rostro desencajado.
—¿Le sucede algo? —preguntó no sin cierta malicia el jefe de seguridad al
ver cómo le temblaba las manos.
—No, nada —masculló mientras el policía lo cacheaba.
—Un par de chicles y esto... —pero no tuvo opción de verlo con detalles ya
que Jose Mari se lo arrebató de las manos.
—Está bien, pueden marchar —se guardó el objeto en el bolsillo.
Una vez se quedó solo, el jefe de seguridad, contempló satisfecho el
detonador, aun así, no pudo evitar sentir lastima por aquel chico. Tanto esfuerzo

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realizado en balde. Tanto empeño para acabar siendo sorprendido. De nada le
había servido esconder un mes antes de forma meticulosa la bomba durante una
revisión rutinaria del alcantarillado público. Pobre iluso. Se había descubierto así
mismo desde el mismo momento que pidió ayuda económica en su sindicato, los
topos de la policía están por todos lados, sin embargo, lo habían dejado proseguir
con su locura de llevar a cabo el atentado, básicamente, porque aquel terrorista le
servía de ayuda a sus intereses.
—Estaré controlado la operación desde mi despacho en el Ministerio —
anunció a su hombre de confianza.
En la comodidad de su sillón, José Mari encendió la televisión para ver en
directo el desfile, o más concretamente el palco de autoridades, un palco situado
en la plaza de Inglaterra, siglos atrás conocida como plaza de Colón, situada en
la confluencia de la Castellana con la calle Génova, no muy lejos del edificio del
Tribunal Supremo. Aquella plaza era el vestigio de la última gran victoria española,
la Batalla de Trafalgar, donde se batieron contra la armada anglosajona. Gracias
aquella victoria se capituló la renuncia de la corona británica a Gibraltar. Una
enorme columna, coronada por la escultura del marino Federico Gravina, héroe
de aquel combate, rodeada de cuatro enormes leones, fabricados con los cañones
de los barcos ingleses apresados, presidía el lugar. Con aquel emplazamiento los
golpistas querían mostrarse como los herederos de un imperio inexistente en aquel
momento. Por mucho que se lustre un zapato no deja de estar gastado.
Casi con lascivia sacó el objeto de su bolsillo que había incautado a Mateo,
un detonador de explosivos. Tenía pensado detonarlo en cuanto la comitiva de la
Guardia Civil pasase frente al palco de autoridades donde se situaba Tejero, pero
sin entender muy bien por qué la bomba detonó antes...

Resulta muy español condecorarse con los méritos de otros, agenciarse el


trabajo ajeno. Desde el mismo momento en que le habían quitado el detonador,
Mateo supo lo que iban hacer con él. Iban a llevar a cabo el atentado, de no ser
así, se lo habrían llevado detenido, pero no obstante lo habían dejado vivo con una
intención: que muriese entre los escombros de la detonación. Querían silenciarlo.
A aquel jefe de seguridad no le interesaría tener a alguien que le restase mérito, o
simplemente contradijese su versión.
Se sintió frustrado. No es que hubiese planeado todo aquel atentado con
ansías de notoriedad, pero le dolía que sirviese para otros propósitos diferente al
suyo. Matar al jefe del Estado, podía haber servido para emprender el camino a la
Revolución Social, o más concretamente hacia la Libertad del Pueblo. ¡Qué bella es
la teoría cuando vive tan solo en el mundo de las ideas! Se sentía como un estúpido.
Lo habían convertido en un arma movida a su antojo.
No obstante, Mateo se permitió un último acto de rebeldía, un pequeño acto
de insurgencia: mientras el policía que le acompañaba en la revisión se despistó

28
mirando su reloj, activó la bomba. Se sacrificaría para que fuesen otros quienes
usasen su trabajo en aras de sus metas, aunque al menos lo haría de la mejor
manera posible: decidiendo el momento de su propia muerte. Siendo por una vez
en su vida libre.

José Mari, como otras personas afines al Régimen, jamás estuvo de acuerdo
en la proclamación de Tejero como Jefe del Estado Español, aquel chiflado acabaría
llevando el país hacia la miseria con sus políticas de autarquía y cierre hacia el
exterior. Por eso, con la ayuda inconsciente de Mateo, urdieron un plan para
deshacerse del dictador. Lo proveyeron de los explosivos, hicieron la vista gorda
cuando un mes antes había colocado la bomba justo bajo donde se situaría el palco
de autoridades. Lo único que no permitieron es dejarlo con vida, no les interesaba
tener ningún testigo, y mucho menos alguien que se atribuyese el mérito de haber
destruido el nuevo régimen, pues con la muerte de Tejero y toda su plana mayor
surgieron hasta de debajo de las tierras grupos opositores, que durante la dictadura
tan siquiera se habían oído, queriéndose atribuir el mérito. Pero el grupo encabezado
por Jose Marí, donde había empresarios dueños de los más importantes periódicos,
supieron adjudicar el atentado al jefe de seguridad. Él había gestionado todo el
proyecto para devolver la libertad a los españoles, según rezaba en muchos medios.
En menos de dos meses se restituyó al rey en su cargo que había vuelto
del destierro, pese a algunas voces discordantes donde se hablaba de propiciar la
República. El monarca en su condición de Jefe del Estado convocó elecciones
apelando a la Constitución aprobada en 1978. Fue abrumadora la victoria del
partido encabezado por Jose Mari, para la ciudadanía era un héroe.
En un acto cargado de solemnidad, el antiguo jefe de seguridad juró su cargo
en el palacio de la Zarzuela. Aquel hombre taimado, bigotudo y pequeño, sintió
como por fin el mundo hacía honor a su inteligencia.
—Miré usté don Juan Carlos, tras devolverle la democracia estos no volverán
a protestar —comentó soltando una risita estridente.
En menos de un año, Jose Marí, que en su programa vendió aquella máxima
del pueblo y para el pueblo, pronto demostró su verdadero rostro. Un ser con delirios
de grandeza a la par que ególatra, capaz de aliarse con dictadores para esclavizar a
otros pueblos. Capaz de recorta en derecho fundamentales como la educación y la
sanidad. Capaz de salvaguardar a las élites en detrimento del pueblo. Pero nadie
protestó, nadie se quejó, nadie salió a las calles a reivindicar nada, simplemente
porque ellos mismos, el Pueblo, era quien se había colocado las cadenas.
Mientras sepultado entre escombro, durmiendo el sueño de los justos,
mientras desde la eternidad aún aspira a alcanzar la Libertad. Pero nadie le llora,
nadie lo añora, nadie lo recuerda, simplemente porque el pueblo español tiende a
ignorar a sus verdaderos héroes.

29
APUNTE SOBRE LA
AMNESIA
Marina Aguilar

Una cosa entraña inmediatamente otra similar que la acompaña. Que tan curioso
par exista es más frecuente de lo que parece a simple vista. Diríase que, al fin y al
cabo, todas las cosas son así. Sin embargo, en su molesta aparición, los dobles sue-
len camuflarse, sobre todo cuando es de día. Entonces su interior se ilumina y su
rostro adquiere una claridad diáfana que impide diferenciarlos de los demás entes.
Esto no evita su anomalía, pues continúan siendo extraños, tanto para sí mismos
como para cualquier espectador.
El número perfecto para las clasificaciones es sin duda el dos, ya que nombra
a la vez una cosa y ésa que va detrás, esa especie de sombra dilatada. En un movi-
miento imperceptible, la segunda se solapa a la primera. Distinguir a ambos entes
se vuelve imposible. Como si se retirase y se dejase ver al mismo tiempo, sombra y
figura se envuelven en un ritmo lento y pesado. En ese paso previo se hallan E y E’.
La anomalía que presentan es geométrica y pertenecen al género de seres incluidos
dentro del gran conjunto de los numerables. La nomenclatura, para ser efectiva,
debe llevar el nombre de un par de conjuntos. Uno de los dos es el primero, el nú-
mero uno, pero ese uno implica un doble. Ambos son equívocos, son una cosa y
ésa otra que va detrás. Con qué cosa se correspondería cada uno, eso lo ignoramos.
Los dos personajes comparten algo, un rasgo, un reflejo, un brillo, un arre-
bato de sensaciones al rozar la madera húmeda, una historia contada no sin cierta
nostalgia. Se los puede confundir fácilmente, pero no son iguales, ya que estos seres
fragmentados poseen dentro de sí infinitas variaciones que los alejan en un mo-
vimiento endiablado y constante. Con frecuencia, la ilusión de la identidad surte
efecto: cortando el aire a su paso, el segundo precede al primero, aunque también
pasa lo contrario y a menudo se los ve deambular dando vueltas en círculo. Pero
no es nada o casi nada. Instantes después, la ilusión se deshace y ambos vuelven a
la línea recta.
La pareja se dispone a salir al exterior, pero la calle está fría. Sus finos y húme-
dos dedos bordean nuevamente la barandilla de la escalera como si se tratase de un
antiguo ritual. Llueve. Probablemente, tampoco consigan salir esta vez. Después
de todo, no sabrían determinar qué vez se distingue de qué otra y si ésta sucedería o
no a la vez anterior. Prefieren esperar deleitándose en el instante del roce cercano de
unos viejos tablones cuyos extremos comienzan a deteriorarse. Recorren el borde

30
lateral llegando al último rincón de la escalera. Sus dedos se humedecen al contacto
con las gotas que franquean la ventana, acompañando a la escalera en su descenso.
Aunque se repita, cada sensación es necesariamente nueva. Fruto de la repetición,
todas esas sensaciones parecen idénticas, pero algo muy distinto sucede cada vez
que sus dedos delicadamente dan con el tronco en otro tiempo tratado y lijado que
ahora se pudre sin remedio bajo la lluvia.
E y E’ apenas son nadie. Ni siquiera son nada, pero aún admiten algunas
descripciones. Podría decirse que se asemejan a un grupo de conexiones metálicas
unidas bajo una superficie carnosa. Forman dos figuras tan idénticas que hacen
creer que su mente goza de la misma identidad y que ambos sienten lo mismo en
las mismas condiciones.
Parecen no tener nada en común con la madera, tan llamativa para ellos. Su
cuerpo se asemeja más bien al de un dispositivo de naturaleza incierta, humana
o de otro tipo que para percibir usara los cinco sentidos. Toda descripción que se
hiciese de ellos, por muy exhaustiva que fuese, no contendría más que una banal
lista de atributos imposibles de fijar.
Ambos permanecen unidos a algo equívoco que insisten en llamar concien-
cia, aunque su historia no es distinta de cualquier historia posible y, cuando hay
indistinción, la conciencia se resiente. Si tuviera que decirse una sola cosa de estos
personajes, se diría que apenas son capaces de construir una historia. El resto de
características sigue la misma tendencia contradictoria. E y E’ parecen haber esta-
do solos desde siempre, a pesar permanecer indeleblemente ligados el uno al otro.
Junto al aislamiento, se apodera de ellos la horrible sensación de no ser más que
una copia de tantas, sin ápice de originalidad. Unos cuantos pedazos de cuerpo los
unifican formando la enorme membrana táctil que los mantiene en pie. A través
de ésta, E y E’ absorben sensaciones.
Tras la escalera, el tiempo se vuelve acuoso, casi estancado. Pese a su fluidez,
forma círculos como si deseara aniquilarse. Estático y sinuoso, el círculo vuelve
sobre sí como una serpiente ciega que avanzara hasta, ciegamente, devorarse a sí
misma, criatura bestial y silenciosa. Todo círculo, de apariencia perfecta y de su-
perficie y longitud simples, posee infinitas capas. Avanza a saltos y retrocede como
una rueda que desanduviese lo andado, deslizándose como una serpiente hasta
convertirse en hiedra. En respuesta a un extraño efecto mimético, la historia de E
y E’ se desanuda a la par que el círculo.
Lo que de verdad inquieta a E y E’ es su mutua incapacidad para recordar.
No hay nada en su memoria salvo la vaga idea de una vida en común, plagada de
intentos de huir de ese hogar sombrío donde residen. Condenados a recorrer cir-
cuitos cerrados, E y E’ describen surcos cada vez más bruscos e inverosímiles, casi
programados, llenando el espacio vacío de movimientos forzados. Una ansiedad
grotesca se acumula en sus cuerpos semimetálicos. Desean escapar, pero no saben
cómo.

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La incertidumbre del olvido es la misma que trae recuerdos a su memoria.
Pero sus recuerdos no aciertan a ordenarse. Solamente perciben su propia textura
sinuosa y abigarrada de caja vacía. Sus temblores ilustran algún miedo lejano. E y
E’ se acurrucan en su cobijo y sería absurdo decir que pasan días, ya que todo pare-
ce agolparse como una cadena de elementos deshaciéndose. Su unión es tan fuerte
que apenas saben a ciencia cierta quién es uno y quién es el otro. A decir verdad,
no recuerdan haberlo sabido nunca.
El punto de su singularidad, ese punto último que los mantiene apartados el
uno del otro, no está en ningún lugar y tampoco es separable del punto de confu-
sión de aquélla. Que sean dos no es irrelevante, ya que eso los mantiene unidos a
un punto esencial: ninguno conoce otra vida más allá de aquel refugio. Su doble y
siniestra naturaleza estrecha el vínculo hasta hacerlo irrompible: E no puede apar-
tar de sí al otro, tal es su mutua pertenencia; E’ no puede escapar sin el otro de ese
agujero de la memoria.
La idea de los dobles traiciona al solitario, pero también lo fortalece, tentán-
dolo aún más con la soledad, pues nadie que piense que forma parte de su sombra
necesita otra cosa. E y E’ encajan muy bien en el perfil, conservando casi la misma
naturaleza. Pero una incertidumbre se abre paso desde ellos lentamente, afectando
no sólo al par de conjuntos vacíos, sino a todas las cosas: a la escalera, a la madera,
a la barandilla, a la ventana. Las demás cosas quedan totalmente sumidas en la
imprecisión.
Algo hace que su visión se nuble. Su mirada no puede apartarse del sonido
de algunas de las gotas que atraviesan la ventana al cruzar el espacio vacío entre los
escalones y la pared hacia el fondo de la escalera. El lugar queda fuera del alcance
de su mirada, pero se oye. En su mente se ha perfilado una misma intuición: algo
demoledor ha ocurrido. Algo tan demoledor que sería inútil preguntar cuándo
ocurrió; sin duda fue eso lo que rompió sus recuerdos. No recuerdan nada y sería
inútil pedirles que se acordasen de una fecha. Pero algo ha sucedido, algo a lo que
se le puede llamar acontecimiento. Al menos, se dicen, ya saben algo. Hay una
diferencia entre que les haya ocurrido algo y que no les hubiese ocurrido nada.
Además, lo pasado ha debido ocurrirles en otro tiempo, por lo que ahora son dos
los que están en juego. Los dos conjuntos, E y E’, se complacen entusiasmados.
Inferir que ambos tiempos están ordenados y que uno va tras otro sería suponer
demasiado. Pero, al menos, saben algo: que alguna cosa ha ocurrido y que, al pare-
cer, se han olvidado de ella.
Bajo la lluvia, aquellos tablones ya no responden a su propio nombre. Tam-
poco el nombre de madera parece ya tener sentido. Todos los nombres que la desig-
naban parecen haberse extinguido hace tiempo. Hay en ellos una señal, el indicio
de un cambio. Ellos son una pista, una clave que podría remontar hasta explicar su
causa, la más insignificante consecuencia del ignorado y terrible acontecimiento.
Aquellos tablones han ido labrando una historia en sus horadados cuerpos. Sus

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cicatrices anuncian algo, una división absoluta que se ahonda con el tiempo, esa
serpiente estancada que, sin embargo, no deja de girar sobre sí.
La división está presente en las grietas de esa madera innombrable, en sus
agujeros. La división anida en su interior más profundo. Parece poseer un cuerpo
mortal y animado, escasamente diferente al resto de cuerpos, con los mismos ori-
ficios, fragmentados como cristales rotos y destellantes. Igual que otros, su cuerpo
describe las señales de varias historias posibles. La madera envejecida y casi podrida
refiere a movimientos pasados, vividos en un tiempo donde no había necesidad de
señalar nada, ni siquiera, tal vez, su nombre. Su cuerpo inerte anuncia algo revela-
dor: quizás un pasado, una memoria que sólo parece funcionar retroactivamente,
bajo los efectos de un cierto montaje que se remonta sin cese a un golpe fatal. Ha-
bita un entorno en el que parece perdida y que la debilita, muy distinto del bosque
donde habitaría en otro tiempo.
Un amplio espectro se abre en la memoria de E y E’. Sus cuerpos, su historia,
son un mero decorado. La madera, sin embargo, deja una huella que les toca y les
susurra. El tacto humedecido los traslada a otro tiempo. Casi por instinto, E y E’
corren a su encuentro en el umbral de la escalera. El encuentro con los tablones se
convierte en un diálogo, una conversación, pero siempre algo más: toda una lec-
ción de historia. Esos objetos vacíos, olvidados, parecen cobrar vida e incluso les
hablan. Pero, ¿cuál es la palabra de un objeto abandonado y alejado de cualquier
mirada? ¿Se pueden oír a los objetos cuando hablan? Tal vez nadie los oye. Tal vez
el olvido haya provocado un falso mutismo o quizás son los oídos los que se han
quedado sordos. Pero eso no impide que conserve aún el don de la palabra. E y E’
se convierten, no se sabe si por gracia o azar, en los interlocutores asiduos y hasta
rituales de unos cuantos trastos arrinconados.
Normalmente pasamos frente al objeto casi sin advertirlo, ignorándolo. Lo
nimio, hasta el más ínfimo detalle, incluso su profunda relevancia, suelen caer en
desuso. Pero no conviene ignorar los puntos de fuga, las mil quiméricas salidas que
pueden sellarse con demasiada facilidad. En un lento proceso desencadenado hace
tiempo, no se sabe muy bien cómo, aquellos maderos se han ido olvidando. Es más
cómodo así. Ninguna mirada los reclama ya, ninguna los sostiene. Su existencia se
renueva ahora gracias al contacto repetido de sus interlocutores y al tacto del agua
fina de lluvia.
Los tablones son materiales dejados de lado. Su utilidad fue su razón de ser
durante un tiempo. Antes de eso, eran libres. Ahora, en cambio, no sirven para
nada más que para las caricias de E y E’. No obstante, su alcance se extiende más
allá de lo que dictan las leyes de la función. Lo efímero se evapora dejando que algo
más hondo se cristalice bajo su piel porosa, esa piel tan tenue de los objetos. La
madera ha resistido mal el paso del tiempo. El precio a pagar fue el del abandono y
la inutilidad: el mundo siguió honrando el derivado y el artificio, sin dar cabida a
los restos débiles de lo salvaje. En virtud de un mundo así, pasaba el tiempo lineal,

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donde el antes precedía al después y todo parecía tener un orden.
A pesar del esporádico pretérito perfecto, aún no se ha descrito qué sucedió
realmente. Tal vez ni E ni E’ lo recuerden. Pero decir que no lo recuerdan es lo
mismo que decir que algo ha sucedido, que un hecho cualquiera ha provocado un
cambio decisivo en la historia, cuya consecuencia más anodina está en esos trozos
triturados de bosque ahí tirados junto al umbral.
Pero, por mucho que quieran revelar, esos trozos no dicen nada de lo que
pasó. No reflejan ninguna guerra, ni epidemias, ni hambrunas. No hubo tales
catástrofes, naturales o humanas, no hubo ataques exteriores, tampoco conflictos
interiores. El único desastre que parece haberlo inundado todo es una rara ano-
malía temporal, pero todo eso pertenece al género de las suposiciones, puesto que
E y E’ no recuerdan nada. Sobre la evidencia de su olvido se formulan las más re-
cónditas conjeturas. El tiempo es el elemento que presenta alteraciones de mayor
intensidad. El olvido les deja sin aliento, induciéndoles a regresar por un instante a
un mundo arcaico. Pero que se encaminen hacia los tablones es algo casi fortuito.
Sin cómo ni por qué pero, con ayuda de alguna clave desconocida, se dirigen hacia
ellos.
En torno a la pareja se labra una historia cuya única condición de posibili-
dad es que se rompa en su más rígido centro. Parece como si una fina y cristalina
hoja separase la soldadura de estos seres, tan enraizada como inverosímil. Sus tím-
panos se han nublado, percibiendo sólo señales indeterminadas y alejadas de todo
objeto que se pueda nombrar. Huyendo de la estabilidad, las cosas se han vuelto
más fluidas y escurridizas. En tales circunstancias, los extraños no tienen más reme-
dio que esperar en silencio a que su memoria reaparezca, pero ésta parece haberse
perdido en la neblina. El tiempo se cruza, también él, entre la indistinción. Todo
él permanece edificado sobre el olvido, prematuro y distante.
Un solo dato bastaría, un detalle histórico, un hecho objetivo, una causa
de la que todo derivase. Qué maravilla, eso de tener, eso de encontrar y poseer
una causa, alguna cosa, no importa el qué. Sin embargo, hay infinitos detalles que
escapan al control de dicha causa, detalles que yacen escondidos donde el mundo
es más oscuro, en la espesura. Ni siquiera la madera se encuentra en ese punto tan
poco luminoso, ese punto casi inasible, tan fugaz, cuya existencia apenas podemos
advertir o nombrar y tan desbordado que apenas se le puede localizar en un lugar
concreto. Esos detalles se deleitan en un juego muy suyo, macabro y delicado, des-
componiendo la historia en diez mil partes desconectadas.
Lo que ha ocurrido parece ser más bien el producto de un montaje a pos-
teriori. Una hebra lo une al presente a través del roce de la madera. Es el hilo del
olvido, que configura toda la cadena del pasado. La memoria no tiene otro camino
para abrirse paso que no sea ése mismo, el del olvido. Sólo al estar, como E y E’,
hueca y alejada de todo contenido, puede ser fructífera. El antes y el después están
unidos a través de dicho hilo. Ya fuese algo que pudo suceder o algo totalmente

34
imposible, algo ocurrió sin duda, y es el motivo por el que E y E’ han divagado
durante toda una eternidad.
A continuación, lo natural sería esperar que dicho acontecimiento se desve-
lase. Pero no ocurrirá así. Pensar un punto aislado del tiempo es igual de problemá-
tico que pensar un punto dentro del mismo, sobre todo si el primero de los puntos
se comprende dentro de un todo temporal que lo englobe y lo acabe atrapando.
Que algo pueda suceder así y alterar alguna cosa da origen un antes y un después
que a su vez pueden ser la base de una historia. Según esta suposición, normalmen-
te, el tiempo pasa.
Pero no ocurre así. El tiempo no pasa normalmente. Y la memoria no remite
a nada. Nada ha ocurrido verdaderamente. Todo recuerdo implica que otra cosa es
olvidada, mientras éste se reactualiza en un ejercicio de ficción. Todo se organiza
en torno a un ensamblaje que sólo a veces es progresivo. En dicha progresión, el
después sigue a un antes que parece haberlo fundado para luego borrarse sin reme-
dio. Pero cuando lo progresivo falla, surgen olvidos y desconexiones. E y E’ no son
ajenos a ese movimiento retroactivo del roce de sus dedos con la superficie lijada,
mojada y marchita de lo orgánico. La madera los mantiene unidos a esa doble
tendencia.
La existencia de un punto situado fuera del tiempo que a la vez lo alterase
sería absurda, pero también lo sería que dicho punto no existiera en absoluto. Un
tiempo en línea recta del que un personaje debiera escapar o que algún hecho his-
tórico debiera anular también sigue la misma lógica. Esto describe un punto estáti-
co, un corte en el tiempo que no depende ya de un axioma determinado. Pero, ¿no
es posible un tiempo donde se diese, a la par de lo lineal, lo desalineado?
La revelación de la madera no solucionaría nada respecto del tiempo y tam-
poco respecto de esta historia. Causa y efectos parecen negarse a cumplir más a
menudo de lo que parece. Siempre habrá otra causa tras la primera, otro aconteci-
miento que preceda al decisivo y que lo desplace hasta desdibujarlo. Todo evento,
al igual que E y E’, es, en el fondo, asunto de dobles, siempre precedido por otra
cosa, siempre provisional. Es, como todo dato, una historia inventada. Los recuer-
dos borrados de E y E’, su narración, su montaje, son modos de elaboración de un
tiempo que pareciera estar roto y acristalado en su interior, lanzando reflejos desde
dentro.
Si buscásemos escapar del tiempo por medio del tiempo, es decir, de la línea
de un tiempo objetivo, fidedigno y equívoco, nos quedaríamos en la superficie. Ya
que buscamos dificultades, pretendamos algo todavía más inverosímil: salir dos
veces del tiempo o lo que es lo mismo, no salir o entrar, sino mantenerse dentro y
fuera a la vez, cuando estas dos posturas parecen imposibles. No se trata más que
de eso mismo, de lo imposible hecho tiempo.
Cualquier punto en la historia podría ser el causante del cambio temporal
a partir del cual algo sucedió. Pero ninguno de esos innombrables puntos cambia

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nada en absoluto. No cambia la historia y, al no cambiarla, apenas puede decirse
que haya existido. Si la analizamos fríamente, esa historia no es más que el relato
de dos personajes que no aciertan a contarse del todo, impedimento que la hace
aún más remota. Si lo que sucedió pierde importancia, otros encuentros más pue-
riles ganan sentido. Y pocas cosas hay más pueriles que tocar un trozo de madera
húmeda sin razón. Ahora, la madera consumida es testigo de lo que pasa. También
los dedos tienen ojos, pero son los ojos del tacto, más suaves, más amables. Incluso
el tacto se resiente.
Lo que sucedió carece de importancia. Pertenece a la memoria de sus au-
tores, E y E’, que acumulan el peso del asunto. En torno al hecho, un reducido
aspecto del mundo, arrancado y situado en ninguna parte, persiste junto a las cosas
mundanas como E y E’, entre aquellos viejos tablones. Y no es tan reducido si se le
mira desde otro ángulo. Lo que pasó fue algo más amplio que un dato susceptible
de ser archivado en una enciclopedia o que un hecho que pueda contribuir a hacer
más verosímil una historia. También fue más borroso, como si quisiera desencajar
los goznes del tiempo. Y, sin embargo, eso mismo ocurre todos los días, repitién-
dose en los delicados gestos de E y E’.
Los dos personajes empiezan a comprender poco a poco. Su comprensión se
mezcla ahora con sus recuerdos. Su olvido y su memoria se reactualizan, sus recuer-
dos y sus acontecimientos bailan, sumidos en esa fluidez vacilante que pone a uno
sobre la pista del otro. E y E’ se recomponen junto a sus dos memorias inciertas.
Ellos son lo que pasó, aunque no sólo sean eso, porque sean algo más que una sola
cosa. Eso explica que no sean nada: nada concreto, nada determinado, pero no
nada en absoluto. Al fin y al cabo, lo que pasó sólo es posible gracias al hilo de sus
recuerdos, recorriendo la madera con fuerza. Gracias a ellos, E y E’ viajan por el
pasado y ya no saben si recuerdan o inventan lo que añoran. La madera también
responde. En secreto, los tres forjan una historia mínima, un susurro contra la
amnesia.

36
EL RENACER DE
BOABDILL
J.M. Cisneros

«Está escrito en los cielos —o al menos eso dijeron los astrólogos— que el
príncipe ocupará el trono de Granada, pero bajo su reinado se consumará la
perdición del Reino y la Media Luna se convertirá en Cruz, pues el rey nazarí
vivirá para padecer en el dolor.»

La brisa de la mañana acompañaba al suave sonido de las aves que revoloteaban


surcando el cielo despejado de Alhama. A lo lejos, el sol aparecía haciendo mella en
la tez pálida, inusual color de piel entre los hombres musulmanes, de aquél que ha-
bía conquistado con sus propias manos todo el vasto territorio de Al-Ándalus, un
territorio formado hasta ese mismo momento por 19 reinos de taifas, divididas en
las taifas de Toledo, Badajoz, Sevilla, Niebla, Huelva, Arcos, Carmona, Algeciras,
Morón, Ronda, Málaga, Alpuente, Albarracín, Zaragoza, Tortosa, Tudela y Lérida,
Valencia, Denia y Baleares, Almería y Murcia. Su esposa Morayma le acompañaba
en silencio, su alma había conseguido aquella libertad que tanto ansiaba su pueblo
sitiado durante años por los impíos cristianos. Un pueblo que por fin era libre. Él,
orgulloso de ello, portaba con honor la bandera que había cargado en la batalla,
aquella que posó sobre su tierra, la tierra del árabe, y que estaba presidida en el
centro de la misma por el lema “Solo hay un Dios”.
—Boabdill, mi amado Boabdill, ahora puedes echar la vista atrás porque
todo eso que ves desde lo más alto de este alto pico en la montaña, toda esa tierra,
es de tu pueblo, de tus hermanos, y ahora te pido que lo hagas, ahora que puedes,
disfruta como un gran emir lo que has podido defender como un gran guerrero.
—Al pronunciar estas palabras, Morayma le miró y su mirada penetrante, con
aquellos grandes ojos de color marrón, traspasaron el alma de Boabdill que estre-
mecido a la vez que emocionado alzó la vista al cielo, cerró sus ojos y dio gracias a
Alá susurrando su nombre.

***

Los años no habían pasado en balde para el pequeño Boabdill. De una vez por to-
das había logrado el reinado que tanto ansiaba, un puesto por el que sería conocido

37
como “Muhammed XII”. El reino musulmán ahora tenía en Boabdill a su líder.
Boabdill era el segundo de dos hermanos y desde su niñez había poseído más bien
un espíritu de poeta, indeciso y timorato por naturaleza. Su virtud no era ni su
poderoso físico en el cuerpo a cuerpo, ni tampoco una cuidada estrategia en la ba-
talla, pero había logrado reunir un ejército lo suficientemente grande y preparado
para hacer frente a las continuas luchas con sus vecinos cristianos. Las tropas de
refuerzo venidas desde el norte de África y sobretodo el acuerdo logrado con el im-
portante tratado de “Hacén”, en honor a su padre Muley Hacén, que promulgaba
la unión del pueblo árabe en pos de la defensa del territorio peninsular, le hacían
poseedor de una brutal fuerza de combate lista para atacar en cuanto diera la or-
den. Con este tratado firmado con el tío de Boabdill, conocido vulgarmente como
“El Zagal” o “El Valiente”, se cerraba una unión que haría tambalear los cimientos
de la dinastía católica española instaurada en los reinos de Castilla y Aragón.
Ya quedaron atrás aquellos tiempos en los que Boabdill era un ser débil, pu-
silánime y sometido a la voluntad de su madre Aixa. Ella le hizo creer desde bien
joven que combatir contra su padre y su tío le permitiría conseguir un puesto en la
corte musulmana y finalmente lograr ser emir. Ilusa de ella, la que pensaba que así
la devolverían a su lugar en la corte, después de tantas traiciones y mentiras, con
el apoyo de su hijo Boabdill. Aixa, se había convertido en una mujer despechada
y resentida porque su esposo el emir Muley Hacén la había reemplazado por la
esclava cristiana Isabel de Solís, la favorita del monarca, que convertida al Islam,
pasó a llamarse Zoraida.
Boabdill después de años de intentos de traición fallidos contra su padre y en
menor medida contra su tío, había logrado entender que lo mejor para su pueblo
no era sino la unión junto a su lado. El joven había comenzado a aprender con
rapidez la templanza y el valor necesarios para reinar como sus antepasados musul-
manes antes hicieron. Su pueblo aún más unido desde su proclamación como líder
musulmán le había concedido una seguridad y confianza como nunca antes había
tenido. Tras la muerte años después de su padre, el reino no quedó dividido como
estaba estipulado antes del tratado de “Hacén” en dos regiones, la occidental y la
oriental, si no que se conjuraba como un pueblo árabe unido que haría forjar las
bases del gran reinado que estaba por llegar.

***

El sueño aún se apoderaba de su mente y su cuerpo. El olor a los deliciosos paste-


les con almendras y miel recién hechos comenzaba a deslizarse sinuosamente por
la habitación de Boabdill. Un olor que se fundía con el de la hierbabuena recién
cortada que minuciosamente preparada daba como resultado el té moruno que por
las mañanas el emir ansiaba degustar. Una de sus sirvientas le animó a despertar

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mientras le acercaba en una bandeja, de plata brillante y resplandeciente, aquellos
manjares matutinos.
Boabdill despertó pausadamente. Mientras se incorporaba hacia la parte iz-
quierda de la cama le dio las gracias por aquel primoroso desayuno y mandó retirar
a la sirvienta. Tomó con sumo cuidado un vaso de aquel sabroso té y se acercó a la
ventana por donde los rayos de un radiante sol hacían acto de presencia. Apenas
corría la brisa, el aire estaba algo seco debido a las varias semanas sin lluvias. Hip-
notizado por la vista que alcanzaba ver, miró al horizonte y dio un sorbo. Cuando
hubo degustado aquel intenso sabor, su mente, como atraído por sus pensamien-
tos, le hizo sugestionar y evocar aquello por lo que tanto había sufrido su pueblo.
El odio pobló sus recuerdos, un sentimiento que yacía desde lo más profundo de
su ser y que le carcomía desde su llegada al trono.
—Alá me protege en el seno de su reino, pues es sabio y misericordioso.
Harto me hallo ya de comprobar cómo el odio y las luchas entre nuestros pueblos
han conducido al hombre al miedo, la locura y la muerte. Estos impíos cristianos,
que se hacen llamar católicos y actúan en nombre de un Dios que sólo quiere ver
correr la sangre de mis hermanos, quieren conquistar nuestras tierras, pues se creen
dominantes de todas aquellas que pisan, dejando a nuestros hijos sin la voz de sus
padres y sus casas vacías arrastrando nuevos muertos en cada una de nuestras co-
munidades.
Hasta tres golpes en la puerta le hicieron volver en sí. Su mujer Morayma
acudía a sus aposentos después de haber dado un paseo matutino por las calles de
la corte y pedía paso a su esposo. Esa mañana la caminata había sido breve, el calor
y la falta de la brisa fresca le habían hecho mella en su físico. Boabdill confirmó su
entrada a la habitación y echó la vista hacia atrás. Y allí la vio. Su gesto serio dio
paso a una leve sonrisa. Ella le respondió con el mismo gesto sonriente y acercán-
dose hasta su posición le regaló un sólido abrazo.
—Alá está contigo. Devuelve a tu pueblo esa libertad que tanto ansía. Tus
hermanos estarán contigo hasta la muerte. Por nuestro dios que lo están querido
Boabdill. —Mientras, una leve caricia le recorrió la mejilla y sintió como los labios
de Morayma se posaban en su frente en señal de ternura.

***

A la hora y el día acordado se produjo el acercamiento que durante varios meses el


núcleo de poder musulmán había estado preparando. Mucho tuvieron que luchar
por aquel entonces contra las revueltas y los grupos de sublevados que creían que
Granada sería entregada a los cristianos, pero lo que no sabían es que Boabdill te-
nía un plan muy diferente. Durante meses había logrado convencer a los monarcas
cristianos que estaba a su merced, que su pueblo sucumbiría a los objetivos de las
coronas de Castilla y Aragón. Y hoy era el día para llevarlo a cabo.

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Los reyes, Fernando e Isabel partieron al encuentro con Boabdill para la
finalización del acto entrega de las llaves de Granada que anteriormente habían
acordado. Crédulos y seguros de su victoria ante un Boabdill que se había postrado
ante el poder del reino cristiano, ambos reyes se personaron ante el emir musulmán
y parte de sus allegados para la entrega de la ciudad, pues estos deseaban acabar
con las sangrientas campañas militares españolas que pretendieron durante años
sitiar la ciudad mediante las armas. Con esta entrega Boabdill cedería Granada,
para posteriormente poder acabar con la guerra y la sangría económica que para la
dinastía cristiana esto había supuesto.
—Es un honor volverles a ver majestades —dijo Boabdill fijando su mirada
en ambos monarcas con un gesto reverencial inclinando levemente su cabeza hacia
el suelo.
—Emir Muhammed no nos hagas demorar nuestra visita y realiza lo que tú
y tu pueblo habíais prometido —le respondió Fernando en un tono soez a lomos
de su caballo.
—Si para que mi pueblo sobreviva a estas incesantes guerras he de entregar
mi ciudad, que así sea. Pero en nombre de mi pueblo les exijo el respeto a la vida,
bienes y leyes a las que nos debemos, garantizando la libertad de culto y permi-
tiéndoles poder seguir hablando sin limitaciones en nuestra lengua, como bien
habíamos acordado —respondió Boabdill con un tono firme.
—Que así sea según lo acordado emir —respondió Isabel rotundamente
para evitar alargar la conversación.
Finalizaba ya el mes de Septiembre, donde las primeras lluvias habían hecho
acto de presencia. Boabdill había descendido a lomos de su mula por la colina de
la Sabika, hasta el morabito que se encontraba cercano al palacio real del Alcázar
Genil donde los reyes les esperaban para hacer entrega de las llaves de la ciudad
de Granada, siendo el intérprete de dicho acto Hernando de Baeza, el cual asistió
en primera persona a lo que estaba a punto de ocurrir. Con las llaves en su mano
derecha, Boabdill bajó de su mula apoyándose con la otra y se dispuso a acercarse
al rey Fernando. Mientras lo hacía dijo:
—Permítame señor que le bese en la mano en señal de respeto y gratitud
por hacer de mi pueblo, un pueblo libre, libre de más guerras. —El rey castellano,
con ademán de rechazo y gesto despectivo frunciendo el ceño, no le consintió tal
petición.
Había llegado el momento, el rey “Chico” con el torso flexionado en señal
de reverencia, oyó la negativa respuesta del monarca y esbozando una sonrisa pro-
firió para sí mismo: “Alá es grande. Alabado sea”.
Todo sucedió en una maniobra con gran rapidez. Boabdill con un veloz
movimiento pasó las llaves a su mano izquierda y con su mano derecha desenvainó
su espada. En la empuñadora podía leerse una inscripción con el lema de la casa
nazarí: “A Dios solo Dios es vencedor”.

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El rey chico alzó la espada y en un certero e inesperado golpe, con un mo-
vimiento firme y rápido, rebanó la cabeza del rey Fernando cogiendo por sorpresa
a todo el bando cristiano, que no creían que aquel que les había prometido sumi-
sión y había pactado con ellos la entrega de la ciudad de Granada, les traicionaba.
Mientras la cabeza del monarca volaba por los aires, las gotas de sangre surcaban el
ambiente para acabar impregnando su caballo y las vestiduras de los guerreros que
le acompañaban, que aún sin entrar en su asombro no tardarían en desenvainar sus
espadas y dar la voz de alarma. La batalla había comenzado.
Pronto y por sorpresa los musulmanes habían tendido una emboscada, en
la que como si de un embudo se tratara acorralarían a los cristianos hasta darles
muerte. Apenas unos pocos cientos de soldados habían estado acompañando a
Boabdill en la entrega de las llaves de la ciudad, pero miles de ellos se apostaban
en los alrededores desde donde con gran rapidez podían atacar a los cristianos. La
reina Isabel no había tardado en morir cuando en el empeño por desenvainar su
espada para vengar la muerte de Fernando, su caballo blanco, temeroso ante los
gritos y voces de alarma de los guerreros de ambos bandos que alzaban sus armas,
la hizo caer al suelo. El seco y severo golpe la aturdió durante un momento. Ha-
bía caído fuertemente sin ningún apoyo hasta que el suelo hizo acto de presencia
ante su espalda y su cabeza. Y allí, ya postrada en la tierra que ansiaba conquistar
desprovista de su espada, como si de un animal indefenso se tratara fue presa fácil
del tío de Boabdill. El “Zagal” la agarró de su pelo y tirando fuertemente hacía sí
mismo pronunció: “Es hora de que te reúnas con tu Dios. Que él se apiade de ti
furcia cristiana”. Su mano derecha y la espada que en ella portaba cortaron la ca-
beza de la reina y tomándola de su larga melena castaña la anudó a las riendas de
su caballo, como era de costumbre en sus batallas, para hacer ver a todo su ejército
quien era el que ahora poseía el alma de aquella reina infecta. Los cristianos aterro-
rizados viendo como los reyes, aquellos a los que veneraban y defendían, estaban
muriendo en manos de esos musulmanes que sin piedad les estaban arrebatando
su vida y su alma.
La bandera del antiguo reino de Granada hizo acto de presencia en el terreno
embarrado, provocado por la lluvia que había comenzado a caer con insistencia,
como si los cielos se hubieran abierto de par en par para descargar la tristeza y el
llanto de aquel rey cristiano al que veneraban y hacían llamar Dios. El lema que
podía leerse impreso en ella representaba la primera sura del Corán escrita en árabe:
“Solo hay un Dios”. El largo estandarte de madera en el que se posaba la bandera se
clavó en suelo granadino bajo las miradas de los últimos supervivientes cristianos
de aquella masacre que los musulmanes les habían infringido. Una mano la había
clavado en el suelo, la de Boabdill. Una mano en la que la sangre y el barro se ha-
cían uno formando un color de tono cobrizo que revestía su piel pálida. Boabdill
había lucido su antigua marlota roja de terciopelo, de seda y lino, confeccionada
con el color de la dinastía reinante en Granada en aquellos años, los Banu Ahmar.

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Sus botas de piel marrón curtidas y su turbante, al igual que su marlota, se habían
cubierto de esa mezcla turbia de sangre y barro. Sangre cristiana y barro de esa tie-
rra que les pertenecía y que habían defendido con tesón y valor.

***

Una vez la batalla concluyó, las guerras prosiguieron con el paso de los años hasta
la conquista total de los musulmanes de todo el vasto territorio castellano. La Pe-
nínsula acogería la religión musulmana, y el símbolo de la media luna ocultaría la
cruz cristiana que por años había cubierto las banderas de los impíos. La muerte de
los reyes a manos del sultán Muhammed XII y su pueblo, hicieron tambalear los
cimientos de cada pueblo de Castilla y Aragón hasta su expulsión total. Nadie en la
corte cristiana pensaba que Boabdill, ese ser que creían indefenso y débil, hubiera
sido capaz de traicionarles y haberles arrebatado junto con su ejército lo que les
pertenecía. Una estratagema que ni el más perspicaz pudo acertar.
La expulsión cristiana de la Península fue paulatina durante poco menos
de una década. Emigraron a otros países europeos donde intentaron integrarse y
poco a poco asumir todo aquello que había ocurrido en sus propias tierras. Su Dios
cristiano no les había protegido ante los ataques y la invasión musulmana. Ya todo
estaba perdido y esa derrota tardaría años en cicatrizar en los corazones de los que
un día habitaron los reinos de Castilla y Aragón. Los reinos de lo que España podía
haber sido y nunca fue.

***

Pasados unos meses Boabdill y su corte recibieron una visita de lo más inesperada y
que cambiaría el mundo árabe tal y como se conocía por aquel entonces. Un señor
con aspecto descuidado y desaseado llegó a la ciudad de Granada para traer una
propuesta que otros monarcas anteriormente rechazaron y dilapidaron. Pasaron
varias ocasiones antes de que el emir Muhammed XII lo recibiera en la corte, pues
era bien conocido el deleite de los emires y cortejanos árabes ante los regalos, su
excelsa arrogancia y la tremenda tozudez ante peticiones de la clase media-baja.
—Emir Muhammed, alguien ha venido a verle. Se hace llamar Cristóbal,
Cristóbal Colón y viene directamente desde Lisboa. Hace saber que tiene algo muy
importante que ofrecerle. Ha hablado sobre un viaje a otra tierra aún desconocida
por el hombre, traspasando hasta las mismas fronteras del cabo Finisterre. Esas han
sido sus palabras. Me temo que tuvo algún tipo de relación con los impíos cristia-
nos de Castilla y León, ya que también los ha mencionado en su presentación.
—¿Relación con esos cristianos? Y, ¿qué viene a buscar en nuestras tierras?
¿Realmente cree que hay algo más que lo que la vista logra alcanzar y que puede
encontrar tierra pasado Finisterre? Osado pero incrédulo. Hágale pasar, quiero oír

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que tiene que decir ese tal Colón —le respondió Boabdill con cierto interés y cau-
tela a la vez.
Rápidamente el sirviente se retiró de la mesa donde Boabdill estaba sentado
reposando el almuerzo que sus sirvientas le habían servido. Cordero bien hecho,
como su madre le preparaba desde pequeño, junto a una bandeja de frutas de la
temporada y una buena botella de vino que había degustado en compañía de su
mujer Morayma. Las puertas de sus aposentos se abrieron a su paso, caminando
lentamente por el ancho y vasto pasillo que concluía en una gran habitación donde
le esperaba ese tal Colón.
Colón dio un respingo cuando vio aparecer al emir, alzó la mirada, se levantó
de la silla y su gesto se tornó aún más serio al ver acercarse a él a ese hombre que ha-
bía derrotado con sus propias manos a los reyes de Castilla y Aragón. Muhammed
XII había conseguido ser temido a la par que respetado una vez su victoria sobre el
gran reino cristiano se consumó. Boabdill le ofreció tomar asiento de nuevo y una
vez ambos estuvieron cara a cara el emir le otorgó la palabra.
—Dígame a que se debe su presencia en Granada, señor Colón.
—Seré breve emir, pero óigame con atención pues creo será de sumo interés
lo que tengo que decirle. Vengo expresamente desde Lisboa para poder presentarle
mi visión, mi sueño y hacerle artífice del mismo. Y este no es otro que poder viajar
desde las costas más occidentales de la Península hacia una nueva tierra, pues tengo
la certeza de que la tierra tal y como la conocemos no existe. La burda mentira que
nos han hecho creer nuestros antepasados de que la tierra es plana es falsa, es re-
donda, tan redonda es que seré capaz de embarcarme junto a un nutrido grupo de
marineros y exploradores por la Mar Oceánica para llegar a tierra nueva. Y créame
que tendré éxito en mi ruta, cueste lo que cueste —finalizó Colón con gran segu-
ridad en su discurso.
Colón había sido el hazme reír de las cortes portuguesas y castellanas, pues
estas hicieron caso omiso a las ideas del navegante genovés. Su reunión con Boab-
dill no fue muy diferente a las anteriores, pero semanas más tarde el núcleo religio-
so y económico más influyente de la ciudad de Granada en una comisión junto al
emir y su tío lograron convencerle de que este ideal era algo a lo que debía apoyar
si querían hacer del reino de Al-Ándalus uno de los mayores del mundo. Una gran
inversión económica sufragada en parte por todos los enseres y tesoros conquista-
dos y expropiado en las cortes castellanas.
El viernes 12 de Octubre de 1492 Cristóbal Colón partía en tres embarca-
ciones hacia lo que él denominaba Las Indias, un viaje que cambiaría el mundo tal
y como se conocía, y en el que descubrió una nueva tierra a la que llamó América.
Aquellos tres barcos portaban la bandera en la que presidía la media luna en lo más
alto de cada mástil y Al-Ándalus se convertiría así en uno de los mayores y más
poderosos reinos del mundo.

43
***

Poco antes del mes de Agosto de 1493, Morayma, aquella mujer a la que Boabdill
dio su corazón y la madre de sus tres hijos aspiraba un último aliento para abando-
nar su reino terrenal.
—Pues no lloréis más hijos míos, vuestra madre en paz descansará bajo los
destellos de este reino que un día se hizo el más grande, estad orgullosos porque de
su vientre vinisteis al mundo para velar por todo lo que sus pies pisaron y su mirada
alcanzó ver. Acompañad con tesón a nuestros hermanos que con orgullo portan el
cuerpo de vuestra madre hasta el lugar donde los ángeles de la muerte, Munkar y
Nankir, la aguardan para interrogarla sobre los actos de su vida y pronunciar el fa-
llo que decide su suerte allá en el reino de Alá. No temáis hijos míos, Ahmed, Aixa
y Yusef vuestra madre siempre estará con vosotros y con el reino de Al-Ándalus,
uno de los más grandes que el hombre haya conocido.

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EL FIN DE LA
REVOLUCIÓN
Carlos García Castilla

Y, entonces, perdimos.
Yo estaba ahí, y lo vi todo. Vi cómo se produjo el fin de la revuelta; vi cómo
segaban todas nuestras esperanzas.
Quiero dejar constancia de ello por escrito para advertir a las generaciones
futuras de que todo intento de cambiar el orden establecido es en vano y única-
mente trae dolor. Es por ello que me hallo dictando lo que vi a alguien cuyo nom-
bre debe permanecer en secreto pero que conoce el noble arte de las letras, algo que
yo nunca aprendí y que, desde luego, ya jamás podré aprender.
Recuerdo que en mi casa celebramos, aunque discretamente, la muerte de
Luis XV. Por entonces yo tenía doce años y muy atrás quedaban los días del Rey
Sol. Todos teníamos fe en que el rey entrante, Luis XVI, guiaría al pueblo hacia la
prosperidad, dejando atrás los duros tiempos que su antecesor nos había procura-
do.
Pero nos equivocamos.
Creímos ser afortunados cuando las primeras olas de un nuevo movimiento
intelectual empezaron a penetrar entre los más favorecidos; un movimiento que
cuestionaba el orden de clases establecido hasta la fecha y que impulsaba a los ilus-
trados, gente pudiente, a contarnos a las castas inferiores cuál era la verdadera causa
de nuestra miseria. Pese a que al principio estos contactos entre clases no eran muy
frecuentes, poco a poco irían incrementándose.
Durante esos años de escasez —incrementada como luego pude saber debi-
do a que nuestro rey prefirió gastar millones de soles en una guerra que tenía lugar
en el Nuevo Mundo en vez de apostar por su pueblo y que nuestra reina, apodada
ya Madame Déficit, estaba más interesada en despilfarrar dinero en sus caprichos
que en preocuparse de sus gentes— también pasamos momentos divertidos. Re-
cuerdo cómo solíamos cantar, ya en casa o con nuestros amigos, tonadillas sobre
la aparente incapacidad de nuestros monarcas para engendrar un heredero. No me
atrevería a cantar en voz alta de nuevo esas canciones, no en vistas del devenir de
los acontecimientos y de nuestra aplastante derrota, pero hablaban de un cerrajero
llamado Luis XVI que era capaz de abrir cualquier puerta excepto una, para la cual
no era capaz de encontrar el agujero ni de meter la llave.

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También durante esos tiempos se acrecentó mi propia miseria. Al poco de
cumplir los dieciséis, perdí a mis padres con una diferencia de meses: mi padre,
de treinta y ocho, murió mientras trabajaba en una construcción fruto de un acci-
dente laboral; mi madre murió de tuberculosis a los treinta y seis, enfermedad que
arrastraba desde hacía ya varios años. Debo admitir que ambas pérdidas, que me
dejaban a cargo de mis dos hermanos menores, avivó en mí el odio hacia las clases
pudientes, que vivían a cuerpo de rey mientras nos daban la espalda a nosotros, los
miserables, que no teníamos derecho ni siquiera a mirarles.
Envié a mi hermano, Pierre, a trabajar de aprendiz de mesonero en una
taberna de mi quartier: le pagarían unas pocas monedas y le ofrecerían una forma
digna de ganarse la vida. A mi hermana, Marie, la puse a trabajar como costurera
con la firme intención de que aprendiera un buen trabajo que evitara que acabase
vendiendo su cuerpo en las calles. Por mi parte, trabajé durante años en decenas de
trabajos temporales. Entre los tres, conseguíamos subsistir, pese al encarecimiento
cada vez más acuciado de la harina.
Por fin me casé a los dieciocho años con una bella muchacha, Anne-Marie,
una chica huérfana como yo. La boda fue un gran acontecimiento tanto para mi fa-
milia como para mis amigos, y un año más tarde tuve mi primer hijo, un varón, al
que llamé Antoine en honor a mi padre. Por fin parecía que volvíamos a ser felices.
Pero aquello fue sólo un espejismo. Luis XVI cargó a la clase baja con nue-
vos impuestos y el precio de todo aumentó escandalosamente: pese a que tanto yo
como mi mujer trabajábamos todo el día, a medida que pasaban los años nuestro
sueldo, que nunca se vio incrementado, nos permitía hacernos cada vez con menos
comida. No olvidaré jamás la sensación de impotencia que me recorría el cuerpo
cada vez que miraba a mis cuatro hijos, quejándose de hambre, sin poderles dar
nada más que unos mendrugos de pan y una sopa que tenía más de agua caliente
que de caldo; las lágrimas que asomaban en mis ojos en aquellos momentos me
escuecen incluso hoy al recordarlo. Con cada día que pasaba, aquel sentimiento se
mezclaba con el odio y la ira hacia aquéllos que nos gobernaban y que permanecían
impasibles ante la situación de su pueblo. Pese a que mi mujer intentaba tranqui-
lizarme cada noche, poco a poco la indignación dio paso a las ganas de acabar con
la fuente de nuestra desdicha.
Siempre fui alguien pacífico, a Dios pongo por testigo de ello. Siempre in-
tenté huir de cualquier tipo de violencia, pero no es menos cierto que estaba dis-
puesto a cualquier cosa, sea la que fuere, con tal de que mi familia pudiera comer.
Así que, cuando en 1788 fui a la panadería y los que allí estábamos comprobamos
que una rebanada de pan —una— costaba todo lo que muchos de los presentes
ganábamos en un mes, empezamos a gritar y exigir pan.
No puedo explicar cómo pasó ni qué fue lo que lo inició: si el panadero
gritándonos, si el primer golpe que asestó al pobre diablo que intentó saltar el
mostrador para quitarle el pan o el llanto de una mujer suplicando un mendrugo

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para sus hijos, pero recuerdo que, de pronto, algo en mí dijo basta ya de miseria.
Lo siguiente que recuerdo es que todos nos abalanzamos sobre el panadero y su
familia, que había salido a defenderlo, y que mis manos y mis ropas se mancharon
de la sangre de aquel hombre que hacía ya minutos que había muerto a fuerza de
golpes. Me hice con dos panes y salí corriendo de allí, golpeando a todo aquél que
intentó pararme.
Llegué a mi casa, los dejé sobre la mesa y me fui al río a lavarme, ignorando
los gritos y preguntas de mi mujer, asustada al verme de tal guisa. Me froté hasta
dejarme la piel completamente roja, queriendo eliminar la sangre y el tacto pegajo-
so del pecado que había cometido, pero en el fondo sabía que había dado un paso
que no podría deshacer. Era consciente de que volvería a repetirlo si era necesario.
El altercado en aquella panadería no fue el único. Estos actos se repitieron
por todo París, hasta que el ejército sofocó la revuelta.
El invierno siguiente fue el más frío que soy capaz de recordar. Incluso los
ancianos aseguraban no haber vivido un invierno más frío que aquél. Muchos ni-
ños y viejos murieron, y yo perdí a mis dos hijos menores, de dos y cinco años, a
causa de una pulmonía y una caries respectivamente. Mi mujer nunca se recuperó
de esas muertes, aunque siguió adelante por los dos que aún le quedaban.
El frío y la miseria provocaron más reyertas, de nuevo sofocadas por el ejér-
cito real. Tal fue el límite al que los ciudadanos estábamos llegando que el rey ame-
nazó a las clases bajas mandando apuntar los cañones de la Bastilla hacia nuestros
barrios. Eso consiguió contenernos por el miedo a que dañaran a nuestras familias,
pero también avivó las llamas de la rabia, que aún de vez en cuando provocaban
disturbios entre las gentes.
Quiero pensar que fue el poder de todos los plebeyos lo que obligó a nuestro
rey a nombrar ministro de economía a Jacques Necker, que anunció que pretendía
asegurar el pan y el grano para todos, incluyéndonos a nosotros. Gracias a él vimos
cómo se constituían los Estados Generales y, por primera vez en toda mi vida,
albergué la esperanza de que todo empezara a cambiar de verdad. Al fin el pueblo
tenía mandatarios que se interesaban por nosotros y los hombres podíamos votar
a nuestros representantes.
Pronto uno de ellos destacó entre los demás y su voz fue la voz del pueblo:
Robespierre. Pedía que los nobles pagaran impuestos y que el Tercer Estado, nues-
tro estado, tuviera más peso en las votaciones, ya que éramos estadísticamente más
numerosos que los aristócratas y nobles. Eso comportó que se les cerrara la puerta
del Parlamento y que nuestros diputados juraran crear una Constitución donde
todas las gentes fueran iguales, jurando que no descansarían hasta que fuera apro-
bada.
La suerte estaba echada. Muchos de nosotros nos respaldamos la revolución,
queríamos ayudar a provocar el cambio; cambio que —yo estaba seguro— iba
a pasar por la violencia y el derramamiento de sangre, pues los nobles no iban a

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permitir jamás que los que no éramos nada les arrebatáramos sus privilegios. En-
seguida empezó a correr el rumor de que Luis XVI estaba reuniendo a su ejército
para acabar con nosotros y con los diputados del Tercer Estado, así que asaltamos
diversas armerías para hacernos con los útiles necesarios para defendernos. Aun así
teníamos otro problema: las armas no servían de nada si no teníamos pólvora. Así
pues, el siguiente paso estaba claro: nuestro objetivo debía ser la Bastilla, donde
aquélla estaba almacenada.
El despido de Monsieur Necker fue lo que provocó que estallara nuestra
cólera, pues sin él volvería a arreciar el hambre y la escasez. Casi sin necesidad de
decir nada, todo el pueblo se dirigió hacia la Bastilla, dispuestos a hacernos con su
pólvora y de acallar sus cañones. La batalla duró cuatro horas y me sentí ebrio por
la sangre que me salpicaba la piel. Acorralamos al director de la prisión y, mientras
suplicaba piedad, lo degollé sin miramiento alguno. Alguien (no alcanzo a recordar
quién) gritó que nos hiciéramos con su cabeza, y entre unos cuantos lo decapita-
mos y la paseamos por las calles de París. Me sentía poderoso: la pólvora era nuestra
y la Bastilla, símbolo de poder de nuestro rey, había caído.
Todos entendimos que la guerra civil era inevitable y nos dispusimos a le-
vantar barricadas para defendernos del ejército real.
No estábamos preparados para lo que aconteció a continuación.
Durante tres semanas no ocurrió absolutamente nada. La Asamblea del Ter-
cer Estado redactaba la Constitución y ninguno de los integrantes de los otros
dos estados hizo acto de presencia en todo ese tiempo. Al fin, un día, apareció
una carroza rodeada de guardias, que paró en el Parlamento. De ella descendió la
mismísima reina, que abrió las puertas del edificio y mandó a sus sirvientes que
invitaran a entrar a todos los habitantes que cupieran en él, pues tenía que hacer
un importante comunicado.
María Antonieta estaba espléndida: se mantenía erguida y elegante, vistien-
do un sobrio pero exquisito vestido verde botella y un espléndido recogido, exhi-
biendo su cuello y sus clavículas, níveos.
—Querido pueblo —empezó a hablar cuando todos los que cabíamos hu-
bimos entrado—. En nombre de Su Majestad, debemos pediros disculpas. Los
hechos que han acontecido últimamente no tienen perdón y entendemos vuestro
enojo. No os preocupéis: nos entendemos que las revueltas que han tenido lugar
han sido fruto de la necesidad y no del desafío a la autoridad de nuestro esposo y
así se lo hemos transmitido. Le hemos dicho que la culpa ha sido nuestra, y que
debemos mirar más por nuestro pueblo y menos por la guerra, pues sin vosotros
Francia no sería la gloriosa nación que es. Sois importantes, pues un rey no tiene
razón de ser si sus súbditos no existen.
»Es por ello, humildes gentes, que nos misma, con el consentimiento de
Su Majestad, hemos decidido ocuparnos personalmente de que tengáis acceso al
pan y a la comida necesaria para que no paséis penuria: es cierto, no obstante, que

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pasamos por tiempos difíciles, así que os rogamos paciencia y entendimiento si no
podemos ofreceros manjares exquisitos.
»Estamos preparando la comida necesaria para poder abasteceros. Os pedi-
mos solidaridad entre vosotros, ya que para poder garantizar el acceso a ella a todo
el mundo, deberemos racionar los alimentos hasta que nuestra economía vuelva a
florecer. Mañana mismo empezará el reparto de víveres; instalaremos aquí mismo,
si Monsieur Robespierre y el resto de los integrantes del Tercer Estado están de
acuerdo, el puesto de reparto.
Robespierre, incapaz de reaccionar ante todo lo dicho por la reina, sólo pudo
asentir a lo que escuchaba.
—Bien, entonces mañana al alba todo estará listo.
Al día siguiente, tal y como la reina nos prometiera, se instaló en el Parla-
mento toda la estructura necesaria para repartir ordenadamente la comida. Todo
el mundo estaba tan sorprendido por el giro inesperado de los acontecimientos
que no hubo ningún altercado en el reparto. Cada uno de nosotros recibió víveres
acorde con lo numeroso de su familia; en mi caso yo acabé con tres quilos de pan
y verduras para preparar una sopa, ingredientes con los que podríamos pasar todo
el día.
Volví a casa pletórico; la revolución había hecho que los reyes se sensibiliza-
ran hacia nuestra situación y habían decidido actuar. Cuando llegué a casa con la
comida, mis hijos saltaron de alegría y mi mujer y yo incluso lloramos de alivio.
Ella se puso a preparar la sopa y yo fui a trabajar, diciéndoles que comieran mi
parte por mí, que yo me espabilaría. Mi mujer asintió con una sonrisa y me besó
antes de salir.
Jamás olvidaré esa sonrisa ni aquel beso; tampoco los saltos de alegría de mis
hijos, sangre de mi sangre, pues es lo único que me acompaña desde entonces.
Cuando volví a casa, la puerta estaba abierta y olía a heces y orín. Entré alar-
mado y me encontré con el panorama más desolador que jamás haya vivido: mi
mujer y mis hijos yacían muertos, con la cara desencajada, envueltos en vómito y
con las manos asiéndose el cuello, como si les hubiera faltado el aire. Los zarandeé,
en un vano intento de despertarles, incapaz de asimilar lo que había ocurrido, y salí
corriendo a buscar ayuda.
Fue inútil.
Pronto me percaté de que por doquier había gente en mi misma situación,
chillando desesperada ante la muerte de los suyos y, entonces, en medio de tanta
muerte, lo entendí todo: la reina nos había traicionado.
Apenas acababa de comprender lo que había ocurrido cuando empecé a oír
ruidos de pasos acompasados, firmes. Corrí calle abajo, intentando llegar hacia el
origen de todo aquel alboroto, y cuando llegué entendí que todo había acabado:
el Parlamento había sido tomado por el ejército francés y miembros del ejército
de los Habsburgo. Una verdadera barrera de soldados nos impedía acercarnos a

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las puertas del edificio, de donde sacaban atado a Robespierre, seguido de María
Antonieta, que sonreía triunfante, mientras un pelotón de soldados se colocaba
frente a aquél.
Pletórica, se dirigió a los que nos habíamos congregado a mirar.
—¡Pueblo de Francia, gentes indignas de ese nombre! Habéis osado cons-
pirar contra vuestros reyes, elegidos por la gracia de Dios, y ni los cielos ni vues-
tros monarcas vamos a perdonaros. Debéis aprender que nada sacaréis de revelaros
contra vuestros señores, pues somos superiores a vosotros en todos los aspectos.
¡Tenemos el favor de los Cielos! ¿Acaso pensabais que podríais ganar? ¡No sois más
que gusanos que no deberíais haber levantado nunca la vista del barro! Aprenderéis
a permanecer en vuestro lugar con el castigo que hoy os hemos impuesto, la muer-
te de vuestros seres queridos, y la muerte de este traidor, de nombre Maximilien
François Marie Isidore de Robespierre, que ha sido el fósforo que ha prendido en
vuestras pobres mentes la idea de la Revolución. ¡Observad cómo muere y, con él,
vuestras ansias de grandeza!
Dicho esto, la reina se apartó del reo y, con un simple movimiento de su
mano derecha, el pelotón de fusilamiento descargó sus mosquetes sobre aquél que
había sido nuestra luz entre tanta sombra, cayendo fulminado.
Ni siquiera recogieron su cadáver. Lo dejaron ahí tirado, dejando claro que
no les importaba en absoluto nuestra suerte y recordándonos cómo acabaríamos si
osábamos contradecirles; recordándonos que nada podíamos contra la monarquía.
Y, tal y cómo me temí al ver el cuerpo de Robespierre tirado en el suelo en aquella
postura antinatural y rodeado de sangre, tiempos aún más oscuros que los que nos
habían precedido nos aguardaban.
Habíamos perdido. La monarquía jamás podrá ser vencida.
Abandonad toda esperanza, pues ya no queda.

50
HASTA LA ÚLTIMA
ESTRELLA
Lorena Gil

COLONIA I: Tierra

El cielo, brillante, adornado por un sol fulgurante casi parece conocedor de la ce-
lebración.
El mar, sorprendente elemento azul y calmado, rodea la construcción de
la ciudad; conectada entre sí por canales de carreteras y puentes construidos del
material más avanzado hasta la fecha. En ella se da cabida a la mayor civilización
conocida. Desde la torre más alta, la cual alberga la soberanía de la población hasta
las casas colindantes. Sorprendía ver la tranquilidad y transcurso con el que día a
día vivían.
Lejos quedó cualquier atisbo de esclavitud y de unas labores por encima de
otras. Las materias filosóficas, políticas, matemáticas, astrológicas y un gran etcé-
tera, concluían en un solo cometido: el predominio de la libertad y de la suprema
cultura.
Con el paso de los años, sus habitantes tomaron decisiones fundamentales
en la conservación y conocimiento de la vida. Empezaron por el Senado y la es-
tructura del mismo.
El resto de ciudades y pueblos, mucho más pequeños, pero conectadas como
si de un cruce de caminos neuronales se tratase, vivían y dependían de todo lo que
el Senado declarase.

***

COLONIA 2: Marte

Las pisadas de varios guardias se oían fuertes sobre el suelo color marfil que recorría
el pasillo central.
El gran portón, que daba acceso a la sala principal, se abrió de forma auto-
mática al detectar la entrada del guardián de la ciudad.
Miles de personas abarrotaban cada recodo.
Con un gesto de respeto, se desplazó delante del comité quitándose el casco.

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La lectura sagrada en recuerdo de cómo llegaron a ser lo que eran, había co-
menzado. La senadora prosiguió y su imagen se agrandó en la gran pantalla.
«…las avenidas de mármol, repletas de estatuas dormidas y obeliscos inermes,
jardines y grandiosos edificios, además de magnos palacios, acompañaban en la visión
a Hypatia que recogía su falda para recorrer más rápido las calles que llevan hasta la
biblioteca. Una Alejandría que todavía permanecía indemne a las guerras civiles acu-
ciadas en Roma.
Esa mañana se había levantado sudorosa rodeada por documentos de sabios
antiguos.
Algo la decía que solo disponía de una oportunidad, que, por alguna razón o
motivo, si no lo hacía se perderían tantas cosas…
Había sido un sueño tan real que sentía todavía el calor del fulgurante infierno
por el que había pasado hasta llegar a la conclusión de que solo existía una forma de
salvarse; de salvarlos.
Pensó en que, era probable, que incluso muerto, el hombre fundador de la ciu-
dad, se retorciese de dolor por lo que estaba a punto de suceder.
El patriarca Cirilo urdió un plan para acabar con ella por su alianza con Ores-
tes, alumno y amigo además de prefecto de Alejandría. El rumor más calumnioso jamás
llegado a ningún oído. Los celos por sus clases, y su amistad, se convirtieron para él en
artes oscuras y magia satánica por parte de la joven. No tardó en acusarla y condenarla.
Religión y conocimiento enfrentados, para crear destrucción y muerte; la de ella misma.
Al subir las escaleras un fuerte pinchazo atenazó su pecho sucumbido ante algo
casi incomprensible.
—¿Qué te aflige mi querida Hypatia? —le dijo el bibliotecario.
—He de sacar cada pliego, cada papiro, cada hoja. No me queda mucho tiempo.
Lo he sentido en mí, tan adentro que quema. Si yo corro peligro también vosotros, todo
esto —dijo señalando con los brazos abiertos—. Necesitaré de vuestra ayuda.
Los nervios, patentes en cada gesto y comentario de la muchacha sobre la posible
destrucción de la biblioteca como castigo a sus enseñanzas y su paganismo, instan al
anciano poniéndole en guardia.
El silencio reinó por completo en el amplio salón. Ambos se abrazaron y espera-
ron con incertidumbre que muchos de los profesores y alumnos que quedaban por llegar
asumiesen un papel diferente al de cada día.
Las horas, imposibles de pausar, corrían en la contra de los que se precipitaron a
ayudar a Hypatia para salvar todo lo guardado entre los muros. Los muchos discípulos
empezaron a echar mano de los papiros para sacarlos lo antes posible de que todo esta-
llase como la maestra había anunciado.
El sol, en lo más alto del cielo, le dictaba a Hypatia el tiempo necesario para
salvaguardar cada escrito.
De camino a casa, para recoger algunos de sus últimos estudios, se relajó en el
carruaje. Poco le sirvió el sosiego pues un asalto volcó el carruaje con ella dentro. Todo

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se volvió bruma para ella. La gente, en avalancha, le sacó a golpes arrastrándola por
toda la ciudad hasta donde tenía que ser avergonzada y juzgada por pagana.
Allí donde la llevaron, fue desnudada y golpeada con piedras, para después ser
descuartizada y pasear después sus restos por la ciudad en símbolo de poder y aviso.
Las miradas y conducta de aquellos que le habían condenado, no dudaron ni
una sola vez. El miedo se había convertido en odio; su mayor pecado.
Pero antes de morir, los últimos pensamientos de Hypatia mostraron una sonrisa
dulce mezclada con lágrimas. Por la ventana que dejaba entrar la luz de un atardecer
sombrío, se fijó por último en la gran ciudad que dejaba, en su sabiduría, sus gentes.
Tanto conocimiento, tanta grandeza. Se vio a sí misma pasear por grandes parques en
los que una enorme cantidad de especies vegetales la acompañaban en las clases que
podría haber llegado a dar.
“Etérea. Me volveré etérea. Como el conocimiento. Como el paso de los siglos.
Como todo lo acontecido. He impedido la destrucción de la sabiduría que os llevará
a muchos a ser eternos y en esa eternidad nos encontraremos para proclamarnos entre
nosotros como Dioses, sin mayor egoísmo que el de alcanzar el sumo saber.”
La muchedumbre formada fuera de la biblioteca no tardó en entrar para des-
truir cualquier forma de sabiduría o escrito que viniese de la yaciente Hypatia o de
algún discípulo o maestro que allí instruyese sus clases.
Los grandes y amplios salones, rodeados por estatuas fornidas y esculpidas para ser
guardianes silenciosos de aprendizaje, se habían quedado solos.
Todo el archivo estaba vacío. Habían llegado tarde y todas las ciencias albergadas
en las repisas sobrevivieron escondidas para revelarse ante el mundo entero.
Cientos, miles de pedazos de mármol, junto con pergaminos vacíos, plagaron el
suelo. Pudieron mancillar la construcción, pero no el saber».

***

COLONIA 2: Marte

La celebración acabó con una pequeña fiesta en la que todos demostraron ser fieles
legatarios de la herencia que Hypatia y todos sus discípulos y los sucesores de estos;
aquella que se repartió a lo largo de los siglos.
El guardián de la ciudad, complaciente con las personas que se le acercaban,
no tardó mucho tiempo en retirarse hacia sus dependencias acompañado de su
mujer e hija.
Los tres bajaron las escaleras sin dejar de fijarse en su pequeña Hypatia. Era
un orgullo haberla puesto ese nombre.
En los alrededores, los jardines plagados de sauces y bellos arbustos de una
altura considerable, daban paso a estatuas significativas, pero la que más gustaba
ver a la pequeña era la de la mujer que se llamaba igual que ella. Se imaginó a sí

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misma en la piel de aquella que liberó al ser humano de un declive hacia la invo-
lución y que consiguió llevarles hacia la luz y la sabiduría intrínseca en cada uno y
más allá de las fronteras que el universo ofrecía en un primer momento.
Una fulgurante luz cruzó el cielo, una estrella fugaz pasó muy cerca de Mar-
te, se dirigía no muy lejos, hacia la tierra, aquella que abandonaron dejando a los
primeros conocedores y sabios, poco después de la conquista del planeta rojo en la
misión por la cual asentaron las bases de la primera colonia fuera de allí. El astro
prosiguió su camino sin rozarla.

***

COLONIA 6: Nave Alejandría

Entre algunos luceros no muy lejanos, una madre apagó la comunicación con el
planeta azul, es hora de irse a dormir y seguir viajando.
Habían pasado muchos años desde que llegaron a Neptuno y colonizaron
cada rincón del recóndito planeta. Sus hijos crecieron allí, en la colonia. Y sus nie-
tos que ahora debían descansar para embarcar en la nueva nave dispuesta a seguir
atravesando mundos y galaxias.
Su antepasado, gran amigo y alumno de Hypatia, Sinesio de Sirene, enseñó
a la familia todo lo concerniente a ser personas sabias y humildes.
Siempre recordará como su abuela le contaba historias de él, las mismas que
ella cuenta ahora a sus descendientes, aquella en la que se agradece el sacrificio de
una mujer que luchó hasta el último momento por la evolución humana y la liber-
tad de pensamiento: con respeto y amor. Sin más Dioses que aquellos que mueren
y se elevan como polvo de estrellas entre la inmensidad, dejando un reguero de
intelecto que no morirá en ellos.
En el pequeño ventanuco, pudo vislumbrar el paso de un asteroide que se
dirigía raudo en dirección al planeta que engendró la vida por primera vez, al lugar
de sus raíces. Ella lo ve ahora, no así sus “hermanos” pues pasará mucho tiempo
hasta que lo observen.
Afuera, el aire gélido complicaba las maniobras de la expedición que daba
los últimos retoques a la cercana misión: atravesar la galaxia. Plutón no ofrecía ni
el amparo para una pequeña compañía de humanos en el desarrollo y prácticas de
la colonización.
Todo estaba listo, un nuevo rumbo, una nueva estela, y un nombre en la
nave que les llevará hacia la frontera: “Alejandría”.
Los hombres sin su oscurantismo, empezaron a colonizar los planetas para
descubrir un universo lleno de posibilidades, con la sabiduría máxima y hasta la
última estrella.
Lo que pueda pasar más allá de las fronteras que delimitan nuestra concien-

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cia, o los márgenes que dominan nuestro futuro, nunca estuvieron en manos de
una sola mujer, fue cosa de toda la humanidad.
Aceptarlo y comprenderlo, es lo difícil. Lo fácil, siempre está ahí para que
todos podamos asumir nuestro papel en ello.

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EQUINOCCIO DE OTOÑO
Juan Manuel Sánchez Villoldo

»¡Amerikancam tovarisi! Hoy celebramos los cien años de supremacía soviética. La


U.R.S.S. es hoy la mayor nación que ha conocido la humanidad. No ha sido fácil.
Hemos dejado a muchos valiosos camaradas en el camino, pero cuando decidimos res-
ponder aquel cobarde ataque de los arrogantes «amerikanskie» de entonces, sabíamos
que nos enfrentábamos a una guerra sin precedentes de la que sólo saldría un ganador.
Nosotros no iniciamos aquel infierno, pero caminamos en él hasta la victoria, con los
heridos sobre nuestros hombros y nuestros héroes bajo la tierra de la amada Unión
Soviética. Como consecuencia de ello, no ha vuelto a haber guerra alguna sobre la
Tierra. Trajimos la paz e hicimos que se quedara. ¡Camaradas de la «Sovetskaâ Ame-
rika» y representantes de las repúblicas de los cinco continentes! ¡Hombres y mujeres!
¡Proletarios, oficiales y soldados del glorioso Ejército Rojo! ¡Alcemos nuestras copas por
la paz y por la Unión!
Cientos de millones de gargantas rugieron al unísono antes de vaciar de un
trago sus vasos. La mayoría era vodka, pero en muchos lugares corrió el champán o
el whisky. Había vasos de plástico, copas de cristal, hasta hubo quien usó un cáliz,
desposeído de su mística y convertido en valioso objeto de lujo y colección, sólo al
alcance de los más afortunados. Era el Año Nuevo de una nueva época, la madre de
todas las celebraciones. Los niños nacidos ese día se llamarían «Yuri», en honor de
quien fuera secretario general del Partido de aquella Unión Soviética que borro del
mapa a los corruptos Estados Unidos de América, enemigos seculares de la libertad
y tiranos imperialistas al servicio del capital. Aquel 26 de septiembre de 1983 no
tembló el pulso de Yuri Adropov cuando tomó el control de la defensa estratégica
y puso todos los misiles en el aire. Tuvo el valor de silenciar a Stanislav Petrov y en-
cerrarlo por traición. Aquel oscuro funcionario defendía que todo era un error del
sistema de detección. ¡Un error! La tecnología más avanzada de la U.R.S.S. había
descubierto un misil volando hacia Rusia y Petrov decía que era un error. En lugar
de transmitir la información perdió un tiempo precioso en comprobar si de verdad
aquel misil nuclear iba a su encuentro. El resultado fue demoledor. No uno, sino
cinco de aquellos pájaros volaban sobre el atlántico hacia ellos. Andropov no se lo
pensó. Destituyó a Petrov y tomó el mando en persona para ordenar la respuesta.
Era la guerra total. Estaba escrito que aquello sería una guerra de destrucción mu-
tua. Las defensas automáticas de ambas naciones seguirían lanzando sus heraldos

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de muerte aunque ya no quedara nadie a quien matar. Pero nada de eso ocurrió.
La historia contaba cómo hubo un fallo en los sistemas americanos. Fueron sólo
unos minutos de retraso, pero ese tiempo supuso su derrota. Los eficientes misiles
soviéticos destruyeron la mayoría de los silos conocidos estadounidenses y arrasa-
ron las principales ciudades del país. Por supuesto que había más, y causaron un
daño atroz en suelo soviético, pero nada comparado con la total destrucción del
imperio americano.
Todo aquello duró cuarenta y ocho horas, y había ocurrido cien años antes.
Se recordaba como: «El equinoccio de otoño». En la hora cuarenta y nueve, Stanis-
lav Petrov fue fusilado.
Yurina Lysenkova se sentó un momento sobre una roca; necesitaba descan-
sar. El implacable y eterno invierno nuclear quedaba fuera de su traje climatizado,
pero el propio calor generado por el esfuerzo la estaba agobiando. Sentía correr
regueros de sudor por su espalda y entre los pechos. No era una sensación desagra-
dable, pero le hacía sentirse sucia, aunque era consciente de todo lo contrario. Pi-
dió una superposición histórica sobre su visor. Lo hizo por diversión, por ver cómo
era el paisaje antes del Equinoccio. Al instante el interior de su casco se convirtió
en una sala de cine en tres dimensiones. Estaba maravillada. Una pared de agua
de más de setenta metros de altura se estiraba frente a sus ojos durante cientos de
metros. Al pie de la cascada el agua parecía hervir en una explosión de espuma que
se iba alejando de la roca y escapaba río abajo mientras tomaba todos los matices
del azul, desde un vívido turquesa hasta más profundo añil. Era una cicatriz en la
prístina roca primitiva, lavada por siglos de agua y hielo en aquel norte irrepetible.
No se pudo resistir.
—Audio —dijo lacónica.
Al momento su casco se llenó del fragor de miles de toneladas de agua des-
plomándose desde lo alto. El sonido era tan profundo que tuvo vértigo y tuvo que
pedir al sistema que bajara el volumen.
—¡Yurina Theressa Am Lysenkova! —tronó la voz de su compañera en la
radio—. No quiero pasar aquí todo el día de Equinoccio. ¿Cómo vas con esas
muestras?
Su compañera, Jasmine Yevdokimova tenía la desagradable costumbre de
ser la persona más inoportuna del mundo. Desconectó su casco con un suspiro y
se enfrentó a la realidad. Lejos de la bella catarata de unos instantes antes, frente a
sus ojos se extendía un desierto de roca desnuda y arenas rojizas. Aun se apreciaba
parte del anfiteatro desde el que el agua caía mientras pintaba el aire con un arco
iris permanente, aunque ya no era más que un semicírculo de piedra que daba la
impresión de poder derrumbarse en cualquier momento.
—¿Cómo se llamaba esto antes? —preguntó su compañera—. No he carga-
do los mapas históricos.
—El supervisor Am Leonov te matará si se entera de que lo has olvidado.

57
—¿Ese americanskie? ¡Que se atreva!
Yurina sonrió con tristeza. Su compañera olvidaba a menudo que ella era
también una de esos amerikanskie. Por esa razón su nombre familiar tenía que
llevar «Am» por delante. La primera acción de los vencedores había sido eliminar
cualquier detalle cultural de los derrotados Estados Unidos de América, entre ellos
el inglés. Al censar de nuevo a los escasos supervivientes, se les obligó a aceptar el
comunismo y a cambiar su apellido. Permitieron nombres propios siempre que
fueran en segundo lugar, por eso conservaba Jasmine el suyo, sin embargo, su
apellido de antes del Equinoccio, «Hosey», se había quedado en algo de lo que se
hablaba en voz baja cuando era seguro que nadie escuchaba. El por qué su madre
había elegido Lysenkova, era algo que ni tan siquiera se había molestado en pre-
guntar.
—¿Irás a la fiesta del centenario esta noche? —preguntó Jasmine ajena a sus
tribulaciones.
—Tal vez —respondió evasiva—. Antes quiero ir al hospital a visitar a Kari-
na Mordvinova. Salía de cuentas hoy.
—¡Ah, sí! ya sé quién es. Me han dicho que le quiere poner de nombre
al niño Ravnodenstvie. ¡Es la nueva moda para los niños del centenario! —dijo
riéndose.
—¿En serio? Ya me parecía bastante mal que lo llamara «Yuri», así que ni te
comento lo que me produce saber que lo quiere llamar “equinoccio”.
—Sí, bueno… No me has contestado. ¿Cómo se llamaba esto antes de la
guerra?
—Niágara —respondió distraída.
Poco más tarde el polvoriento rover saltaba sobre las piedras sueltas mientras
regresaban a Gromburgo, en la incipiente Respublika Ontario. Aunque el aislamien-
to no era bueno, podían, en determinados momentos, desprenderse de casco du-
rante el viaje. Había quien no quería hacerlo porque el invierno nuclear se colaba
por todos los sitios, y las juntas desvencijadas de aquel vehículo no eran enemigo
para él, pero Yurina nunca se había sentido cómoda con aquel aparatoso traje
ABQ. Iba a descabezar una siesta cuando Jasmine, de nuevo inoportuna, llamó su
atención.
—¿Has visto eso?
—¿Un destello a la izquierda? —afirmó más que preguntó Yurina—. Sí, Lo
he visto.
—Es muy extraño —dijo Jasmine mientras escrutaba a través de cristal raya-
do por la arena—. ¿Echamos un vistazo?
—Por mí, de acuerdo, pero ¿y tu fiesta?
—Mihail Mikelayev encontrará otra a la que tocar el culo: no me apetece
nada pasar la velada con ese cerdo —contestó con los dientes apretados mientras
tomaba el control manual del rover.

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Ese era otro de los problemas que se habían enquistado en la Gran Nación
Soviética. Si bien sobre el papel todos los ciudadanos y ciudadanas eran iguales
ante la ley y el estado, en la práctica los hombres se habían quedado con todos los
derechos, y las agresiones hacia las mujeres eran despachadas con enorme condes-
cendencia. Muy rara vez había una condena proporcional al delito, salvo que la
muchacha fuera amiga o pariente del algún miembro del «aparato».
Condujo con pericia el vehículo en la dirección correcta hasta que encon-
traron la causa de aquellos destellos. No tardaron en hallar un extraño vehículo
tumbado de lado. Era evidente que tenía un eje roto, por lo que había habido un
accidente. Junto a él, había un hombre con un antiguo traje militar, muy raído.
Tenía en la mano un pequeño espejo con el que sin duda hecho las señales que ellas
habían seguido.
—¡Esto es una locura! —dijo Yurina mientras pasaba sobre el hombre su
detector de radiación. ¿Cómo ha podido salir al exterior con esto? ¡Es equivalente
a manejar uranio con guantes de lana!
—¿Está vivo? —preguntó su compañera.
—Sí, pero no sé por cuánto tiempo. Ha recibido varias veces la dosis letal
de radiación. Debe llevar días aquí. Mira la sangre seca… ¡Es increíble que haya
aguantado tanto! ¿Puedes tráeme el botiquín? —Miró a Jasmine—. Le inyectaré
una buena dosis de promorfina: al menos evitaremos que sufra.
Se metió en el rover a buscar el maletín de primeros auxilios mientras Yuri-
na intentaba decidir qué hacer con aquel hombre. Ni tan siquiera podía darle de
beber, el suministro de agua estaba dentro de su casco y no pensaba quitárselo en
el exterior. De repente, sin saber cómo se encontró tendida boca arriba en el suelo.
El sol crudo se coló en su visor y la deslumbró, aunque, aun así, acertó a entrever la
figura del desconocido arrodillado a su lado mientras sujetaba sus hombros contra
el suelo. Acercó su cabeza al casco de ella y le gritó.
—¡Nadie inicia una guerra con cinco misiles!
Al instante siguiente la cabeza del desconocido desapareció en una explosión
de sangre, sesos y esquirlas de hueso. Se mantuvo un instante erguido y después,
muy despacio, comenzó a caer sobre ella. En un reflejo automáticola abrazó antes
de morir. Yurina estaba aterrorizada. El pánico la había inmovilizado. Se quedó allí
bajo el cuerpo del difunto decapitado, recibiendo chorros de sangre arterial sobre
el visor de su casco.
—¿Estás bien? —sonó al fin la voz de Jasmine.
No respondió. Apartó con gran esfuerzo el cadáver y sacó una baliza mag-
nética de su mochila para señalar la posición del vehículo. La sangre goteaba desde
su traje y se mezclaba con la arena roja tomando un aspecto como de chocolate.
—¡Hey! —insistió su compañera aun con el rifle en alto—. ¿Cómo estás?
—¿Era necesario volarle la cabeza? Podías haber apuntado a otro sitio, inclu-
so haber disparado al aire… No le has dado ninguna oportunidad.

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—Ya… Cuando se trata de salvar la vida de alguien no suelo fijarme mucho
en los detalles —respondió Jazmine molesta—. ¿Qué te ha dicho?
—No he podido entender lo que hablaba. Ya he señalizado el sitio. Largué-
monos de aquí.
Ya de vuelta en el vehículo, Yurina se preguntó por qué había mentido.
Había escuchado a la perfección las palabras del desconocido. «Nadie inicia una
guerra con cinco misiles», había gritado a su cara antes de morir. ¿A qué se refería?
¿Por qué tenía esa sensación de que nada de lo ocurrido era por casualidad?
Llegaron a la base «Tri reki» una hora después. Las enormes puertas metá-
licas se alzaron con un lamento de bisagras y arena, y engulleron el rover como si
fuera un pececito en las fauces de un tiburón. Pasaron el control anti radiación y
entregaron las muestras en los contenedores estancos antes de pasar ellas mismas
por descontaminación. Estaba vaciando la mochila cuando en uno de los bolsillos
laterales vio algo extraño. Era una tarjeta de memoria, un modelo muy antiguo,
pero que aún era operativo según en qué equipos. El desconocido tenía que haberla
puesto allí antes de recibir la bala de Jasmine. En cualquier caso, era algo irregular y
lo detectarían en la inspección que se hacía de todo lo que entraba y salía de la base.
El problema es que tenía que ir a la ducha e incluso allí una matrona las cachearía
hasta en el rincón más íntimo de su cuerpo. Decidió jugársela. Ocultó la tarjeta en
el único sitio que su desnudez no denunciaría.
Marina Sonja Am Bololdova era la encargada de los cacheos ese día. Estaba
ajustándose unos guantes de látex con cara de circunstancias cuando Yurina se
acercó hasta ella. Le mostró la mano manchada de sangre del desconocido que
había tomado de su propio traje y dijo con voz preocupada.
—Estoy teniendo pérdidas, camarada Am Bololdova. No creo que te guste
meter la mano «ahí» —dijo mientras abría ligeramente las piernas ofreciendo su
vulva a la inspección.
—Tuviste tu periodo hace… siete días —dijo consultando una pantalla a su
izquierda—. ¿Has consultado tu nivel de radiación?
—Es alto, pero dentro del límite. Iré al dispensario tras la ducha, a ver al
doctor Lenkov.
—Hazlo sin falta —dijo la matrona—. Mejor no te toco nada. Espero que
esa dismenorrea no sea indicadora de contaminación: ya sabes qué significaría eso.
¡Suerte, camarada! —dijo mientras se aplicaba en la entrepierna de Jazmine.
Yurina pasó a la ducha mientras pensaba en los que llamaban fern o «gran-
jas». Desde el Equinoccio habían llevado a aquellos campos de exterminio a los
contaminados por la radiación, en teoría para tratarlos, pero todos sabían la reali-
dad: eran eliminados sin piedad. Si ella estuviera de verdad contaminada termina-
ría allí sus días, como lo había hecho cientos de miles de estadounidenses después
de la guerra.
Ya en su cámara introdujo la tarjeta en un lector y se dispuso a ver el conteni-

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do. En la imagen apareció un pelotón de fusilamiento y frente a ellos la inconfun-
dible figura del traidor Stanislav Petrov. Los soldados estaban esperando la orden
de dispara, cuando el reo levantó la cabeza y gritó «¡Nadie inicia una guerra con
cinco misiles!». La sangre se congeló en las venas de Yurina. ¡Las mismas palabras
del desconocido! En ese momento todo se precipitó. Vio la imagen de Yury Votint-
sev en una conversación privada ocultando los datos de radar que daban la razón
a Petrov, y aconsejando a Andropov la respuesta inmediata. Vio el origen de una
guerra sustentada en el fallo de los satélites Mólniya y al director Matus Bisnovat
negando el error, mientras salvaban sus propios traseros sin importarles mandar a
la humanidad al infierno nuclear. Después, aparecieron imágenes de los bestiales
pogrom en contra de los estadounidenses supervivientes y sus aliados. Juicios suma-
rísimos, linchamientos, toma de embajadas… La locura desatada bajo la mirada
paternalista del Estado.
Alguien llamó a la puerta.
Al abrir se encontró al supervisor Am Leonov. Se había arrancado el nombre
del uniforme y en su lugar había puesto una pegatina con el apellido «McIntire».
Estaba armado y tras el reconoció a Marina Sonja Am Bololdova y a la mayoría de
los americanskie de la base. No dijo nada. Le entregó un adhesivo escrito a mano.
«Hosey» leyó. Am leonov la interrogó con la mirada. Ella asintió.
Fijó la pegatina sobre su pecho y tomó el arma que alguien le tendió. Recor-
dó a su madre, diciendo siempre en voz baja que nunca olvidara su nombre real
que un día lo volvería a usar.
—Ha llegado el momento, dijo Leonov/McIntire.
»¡Vamos a terminar esta guerra!

61
EL SUEÑO DE JORGE
BENFOFTH
Jesús Mesado Sánchez

—¿Quién de vosotros sabe en qué año se fundó nuestra sagrada Orden del Temple?
Varios chicos alzan la mano, ansiosos por responder a la pregunta que su
maestro les plantea. No era una cuestión muy difícil, y todos sabían que una buena
respuesta puede significar subir algún punto extra en el siguiente control de eva-
luación.
—Muy bien, veamos, Jorge. Inténtalo tú.
—Maestro, en el año 1118 d.C. —responde el joven convencido de que era
el año correcto.
—Así es, Jorge. Fue fundada por los nueve en el año 1118 d.C.
Instantes después, antes de que el profesor pueda proseguir con su lección,
suena la sirena que indica que las clases han terminado por hoy.
—Bueno chicos, mañana repasaremos la biografía del santo papa Clemente
V, y cuan de importante fue su contribución a la causa de nuestra amada orden.
Una vez concluidas las clases, todos los alumnos salen de manera ordenada
del centro para regresar a sus hogares. Algunos de ellos son recogidos por sus pa-
dres, otros en cambio, se marchan por su cuenta. Las calles son seguras desde hace
varias décadas, bajo el control de los caballeros de la sagrada Orden del Temple,
no había peligro alguno. La ley que impera en la calle, es la del orden y el civismo
absoluto. La criminalización era mínima, por no decir inexistente. La razón de que
no hubiera crimen en la sociedad, es porque cualquiera sabe que si cometes un
acto impuro u hostil, el precio a pagar es la propia vida. Por esa razón, no había
tenido lugar ni un solo altercado desde los últimos cincuenta años, a excepción, de
las típicas pequeñas disputas domesticas que no iban muy lejos, y que por norma
general se resolvían con una reprimenda por parte de los caballeros de la Orden y
de una leve sanción económica.
Jorge y sus amigos habían cumplido los doce años en este curso escolar, eso
significaba, que ese mismo año terminarían la educación primaria, y pasarían a la
secundaria, siempre que aprobasen la C.E.I. (Control Extraordinario Imperial).
Temida por muchos, y deseada por otros tantos. La única verdad incuestionable
sobre el C.E.I. es que se realiza una única vez en la vida a todas las personas, esta
llevaba cerca de tres siglos realizándose entre todos los niños de doce años, y el ob-
jetivo de la misma es analizar en el individuo: la aptitud, el coraje y la fe a la Orden
del Temple y a los nueve.

62
Los nueve son los guardianes que rigen y gobiernan con mano firme el Im-
perio de Cristo, y que hacen posible, que sus millones de habitantes diseminados
por todo el planeta, gocen de una vida correcta y segura. La persona que no supera
esta prueba, no puede pasar a la siguiente etapa educativa, y lo que era peor aún,
jamás podrá convertirse en un caballero. No obstante, aprobar solo es un primer
paso para alcanzar el principal objetivo al que todo ser vivo puede y debe aspirar en
este mundo, convertirse en un miembro apto para la sociedad.
Cuando Jorge llega a su casa, le espera su cariñosa madre. La señora Laura
Benfoth, es una hermosa mujer que recién ha cumplido los cuarenta, madre de
dos niños muy sanos: Jorge y Raúl, a los que cuida con mucho esmero y amor. El
pequeño de la casa, apenas había cumplido los cuatro años hace unos meses, y era
un niño muy despierto, siempre lleno de alegría. Por su parte, Jorge no podía evitar
pensar cada día en su padre, al cual añoraba mucho. El señor Benfoth hacía ya casi
un año que se había marchado, y sabía que jamás regresaría. Por ello, Laura se es-
forzaba cada día en que sus dos pequeños no notaran la ausencia de su progenitor,
pasando el mayor tiempo posible junto a ellos.
—Mamá, ¿hoy puedes ayudarme a preparar el C.E.I.?
—Por supuesto, cielo. Lo tienes dentro de dos semanas ¿Verdad?
El chico asiente, mientras su madre con un gesto cariñoso le azuza un poco
el cabello.
—Después de que merendéis tu hermano y tú, me siento contigo y te echo
una manita —responde la señora Benfoth en un tono dulce y maternal—. Ya ve-
ras, estoy convencida de que aprobaras sin ningún problema.
Después que los dos muchachos toman su tentempié, y el pequeño se queda
viendo los dibujos en el canal infantil. Jorge y su madre se sientan en el salón, y re-
pasan juntos los diferentes temas que entran en la futura prueba que el joven debe
superar para avanzar a la siguiente etapa educativa. La señora Benfoth le explica a
su hijo mayor sobre los sucesos más trascendentales en la larga y casi milenaria his-
toria de la Orden del Temple y el Imperio de Cristo. Desde su fundación en 1118
d.C por los auténticos nueve, un grupo de caballeros de la antigua Francia lidera-
dos por el valeroso caballero Hugo Payns, tras la Primera Cruzada. El Concilio de
Troyes que transcurrió en el año 1129, donde la iglesia aprobó de manera oficial
a la Orden y le otorgó el poder que necesitaba para expandirse, haciendo que esta
tuviese mucho más poder que muchos de los antiguos reinos. Laura hizo especial
hincapié, en uno de los sucesos más importantes de la historia de la humanidad: el
fallido intento de abolición en 1313 por parte del Rey Felipe IV de Francia, quien
fue considerado un traidor y ejecutado en público ante la población por orden del
papa Clemente V. El sumo Pontífice que evitó que la Orden desapareciera, y fue
santificado por el Consejo de los Nueve. La ejecución del rey francés fue el pri-
mer hecho, que seguido de varios sucesos en los años posteriores, fue el detonante
para que Clemente V en su cargo como santo papa, permitiendo que la Orden se

63
extendiese por todos los rincones del planeta. Uno a uno todos los continentes se
fueron adhiriendo en un único reino, que fue bautizado como el Imperio de Cristo
en el año 1318. Un año después, inicio la Gran Cruzada, que duró casi dos siglos
y que erradicó cualquier credo o nación que no fuese cristiana. Los siglos XIV y
XV fueron tiempos muy oscuros, donde murieron muchas personas, pero tras casi
doscientos años de lucha, la Orden del Temple se impuso por encima de todas las
demás religiones, obligando a todos los supervivientes a adoctrinarse en la religión
cristiana. Culturas y pueblos enteros desaparecieron por completo. A finales del
siglo XV, el Imperio de Cristo liderado por el sabio Consejo de los Nueve, era la
única potencia militar del mundo. El Consejo iba rotando generación tras genera-
ción, y con el numeroso y extenso cuerpo de Caballeros patrullando las calles día
y noche, mantenían la seguridad y el orden en el imperio. Después de quinientos
años de existencia, aún perdura el invencible Imperio de Cristo, al mismo tiempo
que permitía a sus habitantes a creer en los valores cristianos, que la sagrada Orden
del Temple promovió desde sus más humildes inicios.
—Mamá —pregunta incrédulo el joven—, ¿en serio existían esos pueblos y
esas religiones diferentes a la nuestra? ¿No creían en Dios como nosotros?
—Hace muchos siglos de eso, cariño. No estoy segura, pero todas desapare-
cieron por ser una herejía contra nuestro señor Jesucristo.
La señora Benfoth también le cuenta a su hijo, que en la actualidad la Orden
cuenta con unos veinte millones de miembros distribuidos por todo el globo, y
que constaba de unos casi sesenta millones de habitantes en todo el planeta, pero
solo unos cincuenta mil ostentaban el título de Caballero. Para un hombre, era el
mayor logro que podía alcanzar en esta vida. Muchos chicos como Jorge, soñaban
con ello, pero solo muy pocos lo conseguían entregando su vida a ello. El resto se
tenían que resignar a ser meros miembros de rango inferior, o incluso, a ser simples
civiles, que no tenían siquiera el estatus de ciudadano.
Jorge siempre soñaba con convertirse en un valeroso e imponente caballero
desde que era muy pequeño. Cuando cerraba los ojos, el se veía así mismo empu-
ñando la espada que solo un caballero tenía derecho a llevar consigo, y por supues-
to, la armadura gris con la cruz en el pecho, máximo símbolo de la Orden y que
solo podían lucir los considerados por muchos, como los verdaderos soldados de
Dios.
—Mamá, me esforzaré mucho y cumpliré mi sueño de convertirme en un
Caballero de la Orden. Te lo prometo.
La mujer solo podía observar entre una mezcla de ternura y orgullo a su
retoño.
—Así debe ser, mi vida. También fue el sueño de tu padre, pero, el no pudo
lograrlo y se convirtió en profesor —dijo la señora Benfoth con cierta melanco-
lía—. Aunque, estoy segura que mi campeón lo conseguirá y algún día será el me-
jor y el más apuesto de todos los Caballeros.

64
Durante los días posteriores, Jorge y su madre estudiaron juntos cada tar-
de, para preparar la prueba que cada vez estaba más cerca. La señora Benfoth se
esforzaba en que su hijo, entendiera cada uno de los puntos que podían entrar en
la misma y comprendiese lo importante que era esta etapa en su vida, ya que sin
duda, el resultado marcaría su futuro, y en cierta forma, su vida para siempre.
Los días transcurrieron muy rápido, y llegó el momento en que Jorge y sus
compañeros tenían que presentarse para realizar la CET. Sin embargo, para sorpre-
sa de todos, resultó ser un control escrito como cualquier otro. Jorge estaba nervio-
so, pero una a una fue respondiendo a cada de unas de las preguntas. Varias horas
después, cada uno de los jóvenes recibió su respectiva evaluación. Jorge y todos sus
amigos aprobaron la CET sin mucha dificultad. La señora Benfoth como recom-
pensa decidió llevar al día siguiente a sus dos hijos a celebrarlo muy contenta, al
lugar que más feliz podía hacer a cualquier niño: el parque de atracciones.

***

Hoy, era un día muy especial para la familia Benfoth. Jorge cumplía dieciséis años.
Su madre le había preparado una fiesta sorpresa, donde había invitado a todos sus
amigos. Sin duda, fue un momento entrañable para el muchacho, que disfrutaba
mucho aquella tarde soleada de septiembre junto a sus amigos y familiares. En
concreto, de la compañía de Lucia, una chica que había llegado nueva a principios
de año, y que desde el primer momento, conquistó el corazón del joven Benfoth.
Una vez terminó la fiesta y todos se marcharon a sus casas, Jorge decide acompañar
a su amiga antes de que comience el toque de queda, que prohibía a las personas
que no fuesen miembros de la Orden estar por la calle, cualquiera que lo violase
tendría un desagradable final.
Jorge y Lucia caminan por la calle, observando el bello atardecer, que pronto
dará paso a la noche. Una vez Lucia llega a su hogar sin problemas, el muchacho se
despide de ella y se apresura en regresar a su casa lo más rápido posible, y así evitar
cualquier problema por el toque de queda.
El joven Benfoth no tarda mucho en llegar, y cuando entra por la puerta, su
madre le espera impaciente en el recibidor.
—¿Y bien? —carraspea la señora Benfoth mirando de modo inquisitivo a su
hijo—. ¿Al fin mi pequeño ha conocido a una chica especial?
—¡Mamá! —chilla el muchacho muy avergonzado—. Por favor, yo… Lu-
cía, es solo una amiga.
La mujer ante las palabras de su hijo, no puede más que reírse mientras le
insta a expresar mejor sus sentimientos. Jorge rojo como un tomate, solo quiere
que en ese momento le trague la tierra, tras escuchar durante un largo rato a su
madre, hablarle sobre las chicas de hoy en día.
Los días posteriores al cumpleaños de Jorge, todo el mundo empezó a hablar

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de la noticia del siglo cuando se hizo pública en todos los medios. El hombre iba
a salir al espacio exterior en una nave, en concreto, un grupo de tres astronautas
muy bien preparados, iban a viajar a la luna y pisarla con sus propios pies como no
había hecho nadie jamás, para demostrar que el Imperio de Cristo podía llegar a
cualquier parte, incluso fuera de la atmosfera terrestre. Apenas hacía un siglo, que
se crearon las primeras máquinas voladoras, también conocidas como aviones y
que permitían recorrer grandes distancias en mucho menos tiempo sin necesidad
de viajar por mar.
En todos los colegios, muchos niños estaban muy contentos ante la idea de
que el ser humano visitase otros planetas, porque era algo que solo podían ima-
ginar en sus fantasías más alocadas. Por supuesto, Jorge y sus amigos no eran la
excepción, todos ellos estaban igual de emocionados.
Tras acabar las clases, el joven quiere volver rápido a casa para hacer los de-
beres, y si había suerte, quizá salir con Lucía al cine local, que apenas había abierto
sus puertas hace pocas semanas, y de paso tener una cita con la chica que le gustaba.
—¡Ya estoy en casa!
Cuando Jorge llega a casa, se percata que su madre está sentada en la cocina
con la mirada perdida en algún punto de la mesa. Extrañado por la actitud de la
mujer, se acerca para ver qué le sucede.
—Mamá, —pregunta algo preocupado, observando que su madre parecía
haber estado llorando por un largo rato—, ¿estás bien?
La señora Benfoth al escuchar a su hijo, reacciona y le devuelve la mirada
con una débil sonrisa.
—Perdóname —dice ella con ternura mientras besa su mejilla—, cielo.
Anoche no dormí muy bien, y solo estoy un poco agotada. ¿Qué tal ha ido tu día?
Jorge sonríe y le cuenta a su madre, que está muy feliz, al igual que todos
sus amigos por lo del viaje espacial. El chico no podía contener el entusiasmo por
el tema.
—¿Significa eso que ya no quieres ser caballero? —pregunta curiosa la seño-
ra Benfoth—, tal vez, mi chico quiere surcar los cielos.
—¡No! ¿Bromeas? Claro, que quiero ser caballero, y voy a luchar por conse-
guirlo. Te lo prometí y sigo manteniendo mi promesa.
Laura en ese momento tenía una cosa clara, y es que no podía estar más or-
gullosa de sus dos hijos, en especial, de su hijo mayor.
Cuatro meses después, Laura Benfoth estaba ingresada y postrada en una
cama de hospital. Ella había estado luchando durante semanas, intentando ocultar
a sus dos hijos que estaba muy enferma, siempre llevando su vida de la forma más
normal posible. Sin embargo, el cáncer estaba muy avanzado cuando se lo detecta-
ron. Una fría mañana de invierno la mujer ya no podía combatir más y tuvo que
ser ingresada. Jorge que le había pillado todo por sorpresa, no quería separarse de
ella en ningún momento. Día y noche pasaba todo el tiempo que podía junto a su

66
progenitora. El comprendía que el mal que padecía su madre, no tenía cura, pero
no podía permitirse el lujo de llorar, aun cuando Raúl, su hermano pequeño le
preguntaba todos los días cuando volvería su madre a estar con ellos.
—Cariño —pronuncia la mujer con un tono débil y cansado—, debes ser
fuerte. Tu hermano te necesita, y debes cuidarle por mí. ¿Me lo prometes?
Jorge agarra con suavidad la mano de su madre, aunque las lágrimas caen
por su rostro, intenta parecer calmado. No desea que ella lo vea sufrir, quiere man-
tenerse sereno porque es su deber como hijo. Para él es lo mínimo que podía hacer,
para agradecerle todo lo que esa mujer había hecho por él y su hermano durante
tantos años.
—Los dos tenéis que ser muy valientes —la señora Benfoth apenas tenía ya
fuerza y era consciente de que estos serían sus últimos momentos en este mundo—.
Yo, cuidaré de vosotros siempre y velaré por los dos, porque cumpláis vuestros…
El corazón de Jorge se acelera en ese instante, cunado siente como la voz de
su madre se apaga y esta exhala su último aliento. Laura Benfoth se había ido para
siempre.
Una semana después de la muerte de la señora Benfoth, la nave Imperial 11
llega a la luna, ante millones de telespectadores que ven el momento cumbre por
televisión: como el primer astronauta en pisar la superficie lunar, un hombre lla-
mado Christer Fuglesang, acto seguido este en compañía de otros dos compañeros
clavan un mástil con la bandera del Imperio de Cristo, dejando así una prueba irre-
futable, de que el hombre había estado en la luna. El mundo jamás olvidaría aquel
día, ya que pasaría a la historia y se contaría en los libros de texto de las futuras
generaciones. Muchos se sentían orgullosos ante la proeza de aquel astronauta. Sin
embargo, Jorge observa todo en silencio, junto con su hermano y sus amigos que
saltaban de alegría. Él solo tenía un único pensamiento para su madre, la extrañaba
con todo su corazón, y quería pensar, que los estaría observando desde las estrellas.
—Tranquila mamá, yo cuidaré de Raúl y luchare para cumplir mi sueño.
No dejes de mirarme, por favor.
El tiempo pasa de manera inexorable, y Jorge se gradúa al terminar el curso.
El joven Benfoth había completado la última etapa educativa. Ahora, se le abriría
un sinfín de posibilidades en las cual podría enfocar su futuro, pero el joven siem-
pre lo tuvo claro desde que tenía uso de razón. No había otra opción, y apostaría
todas sus cartas para lograr ese objetivo que siempre había perseguido. No sería
un camino sencillo, pero su madre le enseñó a no rendirse nunca y a luchar por
cumplir sus sueños.

Cinco años después…

—Jorge Benfoth, de un paso al frente.


Un joven de veintiún años recién cumplidos, convertido en un hombre alto

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y fornido, vistiendo una gruesa armadura gris, cumple con la orden que su supe-
rior le da, ante la atenta mirada de Lucía, su pareja y pronto futura esposa, y de su
hermano Raúl, que ya había cumplido los trece años. Jorge inclina una rodilla en
el suelo mientras que el capellán del templo le bendice con una oración, para acto
seguido hacerle entrega de su nueva espada.
—Desde este instante, entras a formar parte de la sagrada Orden del Temple.
Ahora, puedes cumplir la voluntad de nuestro señor Jesucristo, y tu deber como
soldado, es y será siempre proteger a tu pueblo y a tus hermanos.
El sueño de Jorge al fin se había cumplido, ahora era un caballero de la Or-
den del Temple al servicio del Imperio de Cristo, y lo sería por el resto de sus días.
El joven caballero alza la mirada hacia el cielo con una sonrisa, porque con toda la
certeza de su corazón, está convencido de que, desde algún lugar, su madre estaría
observándole muy feliz y orgullosa por el hombre en el que se había convertido.

68
EL DÍA D
Michael Deb

El teniente Erick Von Bohlen, perteneciente a las divisiones Panzerwaffer, había


sido recientemente asignado a las costas del sur de Normandía, con órdenes
específicas de no permitir a ninguna fuerza tomar las playas en caso de invasión; los
rumores en los mandos medios hablaban de una gran operación para desembarcar
tropas aliadas y así liberar Francia. No estaba de acuerdo con cómo Hitler llevaba la
guerra, sobre todo por las atrocidades que vio en Polonia y en las afueras de Berlín;
pero la lealtad a su país estaba primero. Creía fervientemente en que la guerra
terminaría pronto y que podría entonces volver con su familia; su esposa Sarah y
las dos pequeñas, Gretha y Anna. Las fuerzas rusas y aliadas estaban cerrando el
círculo, sin mencionar que los mismos generales se hallaban divididos; obviamente
esos rumores e información mellaban el ánimo de las tropas.
Tras terminar la desastrosa campaña de África, al mando de Rommel, fue
llevado a Berlín, donde no hizo más que pasear y fugarse a ver a su familia cada
vez que podía. Aún recordaba el insoportable calor, la arena metiéndose por todos
lados. En los rifles, pistolas, engranajes, y sobre todo la horrible sensación de
tenerla en las botas y la ropa interior. Al general Rommel se le dio la «misión» de
minar la costa francesa; todos sabían que era un castigo por lo sucedido en África.
Prontamente la asignación lo llevó hacia las frías playas normandas.
El 3 de julio llegó la orden directa, desde la oficina del Führer, de evacuar
a todas las tropas apostadas en la línea costera; todos, exceptuando los puestos de
vigías, debían dejar la zona y dirigirse a París. A su batallón se le ordenó dispersarse
y alejarse 15 kilómetros hacia el interior de la campiña. Sólo quedaron puestos de
observación y comunicación; pocos para presentar resistencia si es que a los aliados
se les ocurría invadir.
A Von Bohlen y su grupo se les ordenó camuflarse y no dejarse ver por
los vuelos de observación, así como mantener silencio radial a menos que se les
ordenara lo contrario. Cubrir su tanque fue tarea fácil en los bosques cercanos,
los árboles junto con la maya cobertora hacían todo el trabajo. Las transmisiones
codificadas hablaban de paracaidistas, y las tropas que salían debían capturar o
eliminar a soldados infiltrados.
El retiro tan apresurado de tropas hacía pensar que estaban replegándolas
para defender París o eventualmente Berlín; era lo más lógico, dada la magnitud de
recursos requeridos en esta operación. Para la lluviosa mañana del día cinco, casi

69
todas las tropas habían abandonado las playas y se dirigían en caravanas interminables
hacia el Este. El mal tiempo daba su peor cara ese día; fuertes vientos junto a una
lluvia espantosa auguraban una larga y somnolienta jornada. Los soldados que
estaban apostados en las inmediaciones solo podían calentar agua en agujeros bajo
los tanques, como aprendieron en las campañas rusas, todo esto para evitar delatar
su presencia con fogatas ante los constantes vuelos de reconocimiento. Mientras
tanto, las tripulaciones de los tanques procuraban no morir de aburrimiento, sobre
todo quienes estaban en los nuevos Tiger VI. El Konigstiger* era el último módulo
Panzer de la serie Tiger; rápido, preciso, mucho más liviano que sus predecesores.
Un magnífico cañón de 88 mm y una torreta de MG-32, lo hacían un terrible
oponente para la caballería americana, a la cual Erick había enfrentado en las áridas
arenas de África.
Las horas avanzaban y no tenían noticias del alto mando; trataban de pasar
el tiempo con juegos o conversando sobre sus vidas antes de la guerra, la familia
y cosas triviales. Erick era muy reservado respecto a su postura política; muchos
oficiales habían sido enjuiciados y fusilados por dar públicamente su opinión sobre
cómo dirigían la guerra sus superiores. Su pensamiento lo mantenía escondido;
nadie sabía de su repudio a cómo eran tratados los judíos. «Los seres humanos no
merecen un final como este; tantas vidas desperdiciadas… cuántos miles seguirán
muriendo»; esas frases recorrían regularmente su cabeza. Y él no sabía qué iba a
pasar cuando la guerra acabara.
La noche cayó por completo; dispusieron entre los hombres turnos de tres
horas para dormir y hacer guardia. Verificaron las líneas de comunicación con los
vigías en el borde costero. Llovía torrencialmente. El primer turno de vigilancia era
suyo, así que tendría tiempo de escribir a su esposa e hijas y tratar de encontrar paz
en medio de esto.
La noche se estaba haciendo larga, más aún al desear con toda el alma volver
a casa. Aprovechó de hacer limpieza a su Luger. Afiló su cuchillo, aquel tan buscado
por los soldados americanos como souvenir de guerra, su fusil Stg 44 fue aceitado
cuidadosamente; no era prudente que se atascara en medio de una batalla; «además,
con este aire marino, todo tiende a atascarse», pensaba. Aseó sus botas y uniforme:
«un soldado alemán debe verse impecable incluso en las garras de la muerte», esa
frase vino a su mente y una sonrisa cruzó su cara al recordar la junta de oficiales
donde la escuchó. Y es que no dejaba de tener sentido: estaba rodeado de ególatras
y xenófobos de las SS, los cuales llevaban la arrogancia como estandarte.
Ya era tiempo de dormir, aunque el frío y el piso duro de su Panzer lo hacían
difícil.
Los frenéticos llamados de radio y el bullicio de fondo despertaron a Erick.
Al parecer, dados los primeros informes, una gran avanzada estaba en las playas.
Pasando los minutos, comunicaban que eran cientos, miles tomándose sin esfuerzo
los puntos estratégicos de la costa.

70
Habían pasado más de tres horas y seguían llegando efectivos, tanques y
vehículos medianos en formación. «Si esta es una estrategia militar, que alguien por
Dios me la explique», pensaba Erick después de recibir instrucciones de mantener
su puesto y no delatar su posición; su tarea era «observar». «¿Pero observar qué?
¿Cómo el enemigo llegaba en masa para agruparse e invadir Alemania?». Los
temores estaban tornándose reales: que Hitler se volviera loco y arrastrase a todos
a la muerte.
Ni siquiera la Luftwaffe había aparecido; nadie les daba una respuesta. Las
transmisiones eran cada vez menos frecuentes, lo que significaba que la débil
resistencia apostada en la costa había sido tomada.
En ese instante, un ruido muy particular se dejaba oír desde lo alto: decenas
de V2 surcaban el cielo en dirección del Atlántico. «Con esa cantidad de cohetes
no lograrán detener el avance americano»: eso pensaban muchos en ese instante.
De pronto un estallido tras otro iluminaba el horizonte; era como si el tiempo se
detuviera. Una luz enceguecedora golpeó el cielo. Erick dio la orden de resguardarse
tras el tanque, mientras él cerraba la escotilla superior. Un viento huracanado
sacudía violentamente todo, arrancando árboles a su paso. La luz del día se volvió
roja, anaranjada. Al cesar el ruido y el viento, decidieron abrir la escotilla; no
podían salir de su asombro al observar en dirección al mar; más de una docena de
hongos gigantescos se elevaban a cientos de metros. Una oscura lluvia comenzó a
caer, mezcla de cenizas negras y grises que se deshacían fácilmente. Un escalofrió
recorrió la espalda de Erick.
El contacto radial con los puestos de observadores estaba cortado; incluso
las transmisiones enemigas habían cesado. Un silencio sepulcral cayó de pronto.
Nadie de los que estaban ahí respondían o decían algo. «¿Desde cuándo el Füher
tenía tanto poder?», era la pregunta que se hacía el teniente Von Bohlen. Estaban
presenciando el ataque más grande efectuado jamás contra cualquier fuerza. Era un
día histórico, para bien o para mal, ese día lo cambiaría todo; el curso de la guerra,
el destino de millones; nunca nada volvería a ser como antes.
Un comunicado radial abierto comenzó a sonar minutos después,
informando que el futuro de Alemania estaba asegurado. La misma suerte sufrida
por los invasores americanos estaba teniendo las hordas soviéticas. Nada ni nadie
sería capaz de parar la maquinaria germana. La superioridad aria se demostraba
una vez más. La paz del mundo recaería sobre los hombros de los ciudadanos
alemanes. Media hora más duró el discurso, supervisado claramente por Goebbels.
Una semana después, el mismo fuego, las mismas bombas caían sobre Londres,
terminando de destruir lo que quedaba de ciudad; a las pocas horas Moscú ardía
y se quemaba. La rendición fue incondicional, ningún término intermedio fue
aceptado. Estados Unidos, Inglaterra y Rusia reconocían que sus territorios estaban
bajo jurisdicción alemana. Los países sudamericanos se doblegaron, adoptaron con
facilidad todas las imposiciones de los ganadores, no querían sufrir las mismas

71
consecuencias, todo el mundo estaba rendido a sus pies. Desde ese punto todo
fue sumamente rápido; el III Reich que durará mil años estaba comenzando con
sangre y dolor.
Diez años después, esos son los recuerdos que atormentan a Von Bohlen.
Aún ve a la armada germana desembarcando en New York, los soldados en las
calles, la esvástica como símbolo nacional, niños cantando himnos militares en los
colegios mientras rendían adoración a un viejo y canoso Adolf Hitler. «Salvamos
al mundo» se lee en las calles, mientras una nueva campaña política dará como
ganador al mismo de siempre. Ya con rango de Coronel, Erick está a cargo de
la logística en la nueva y creciente carrera espacial que el Führer anunció para
disparar la aprobación popular. «Para extender los dominios y llevar la paz a todo
el universo en nombre de Alemania», se escucha en las tandas de propaganda para
televisión y radio.
Erick Von Bohlen se pregunta cómo sería el mundo si los aliados hubieran
ganado la guerra. ¿Su vida sería diferente?, eso es algo que nunca sabrá. Además, la
historia la escriben los ganadores.

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PRISIONERO DEL TIEMPO
Fernando Codina

- CERO-

“La última y más importante experiencia hiper sensorial y televisiva. El reality


show definitivo, educativo y apropiado para todos los mayores de edad y, en su defecto,
para los menores autorizados. Experimente la Historia, sus Grandes Momentos, en di-
recto y con las mayores garantías. Siéntase parte, durante un mínimo de doce horas, de
los acontecimientos que han marcado la Tierra. Si algo ha sucedido, si existen pruebas y
si hay testigos presenciales, nosotros podemos ayudarle a revivirlo. “ (enero 2040)

-UNO-

Cuando me presenté voluntario al leer el anuncio en el periódico (“Persona


joven, con don de gentes, cierto nivel cultural, inquietud por el pasado y el futuro,
gran adaptabilidad, sin vínculos familiares o personales. Interesante remuneración,
con pluses relacionados con la perseverancia y los objetivos cumplidos”), no podía
suponer que alguna vez llegaría a encontrarme en esta situación, totalmente per-
dido en el tiempo y sin ninguna posibilidad de volver a “mi presente” de un siglo
XXI que tal vez nunca llegue a ser como yo lo recuerdo.
Ya durante la propia entrevista, en la sede de “Time Hunters”, tendría que
haber sospechado algo, pues lo primero que nos solicitaban, era que depositásemos
el certificado de familia en el escáner óptico y, en cuanto detectaba la menor altera-
ción del mismo, la máquina interrumpía el procedimiento y un asistente robótico
acompañaba al infractor a la calle. De esta forma, en muy poco tiempo los 2.000
candidatos iniciales nos quedamos reducidos a poco más de 100.
La siguiente prueba era el análisis médico, donde con una simple gota de
sangre extraían toda la información genética necesaria: enfermedades presentes y
futuras, problemas mentales, trastornos alimenticios, digestivos, vacunas, expe-
diente hereditario... Al final, seleccionaron a 20 candidatos, 13 hombres y 7 mu-
jeres, y en ese mismo momento nos privaron de nuestra identidad: todos los hom-
bres nos llamamos “Adán”, y todas las mujeres, “Eva”, seguido por nuestro número,
aleatoriamente adjudicado por la Organización. Yo era “Adán 13”.
Durante nuestra permanencia en las instalaciones, estábamos obligados a

73
llevar siempre el mono de viaje especial. Los alojamientos, aunque eran muy cómo-
dos, estaban diferenciados por sexos y ocupábamos dos plantas diferentes de “Time
Hunters”, filial de NBC-MGM, ubicada en las “Torres del Recuerdo” de Nueva
York. Dentro de las instalaciones, teníamos restringidos los movimientos y una
pulsera-localizadora facilitaba nuestra posición en todo momento a los producto-
res, directores y demás personas implicadas en la realización de los programas. No
se diferenciaba mucho de vivir en una cárcel de lujo. Aunque al menos teníamos el
privilegio de vivir a salvo, con todas nuestras necesidades cubiertas, y de ganar una
buena cantidad de dinero para cuando regresásemos al mundo exterior.

-DOS-

“Estos son algunos principios rectores del programa “Arca de la Memoria”. Mu-
chas veces, los momentos culminantes de la Historia del Hombre son aquellos de los que
no se conserva ningún recuerdo de primera mano: el Diluvio Universal, el hundimiento
del Bismark, la noche de los cristales rotos, o la muerte de Alejandro Magno. Por eso,
nuestra empresa ha decidido que sería muy rentable mandar a una serie de observado-
res, utilizando nuestra tecnología, a vivir en directo estas y otras muchas experiencias,
siempre en función de los intereses de nuestros televidentes y de nuestros patrocinadores.
Nuestros voluntarios serán transportados en el tiempo y el espacio, mientras que
sus cuerpos permanecerán en estado de animación suspendida. Los navegantes serán
enviados al pasado y su mente será implantada de manera automática en el cuerpo
de algún espectador aleatorio, siempre y cuando nuestros sistemas informáticos hayan
podido garantizar la total idoneidad del procedimiento, la mejor localización posible,
y la más completa seguridad de nuestros nautas.”

-TRES-

De 2000 candidatos, nos habíamos quedado reducidos a 20 “adanes” y


“evas”. Nuestras principales características, por lo que deduje en aquella jornada
inicial, eran una excelente forma física, un nivel de estudios elevado, y la disciplina
y resistencia mental necesarias para el desarrollo de una actividad tan exigente. El
resto de la jornada lo pasamos con los médicos y los científicos, quienes nos so-
metieron a cientos de pruebas y nos aplicaron todo tipo de sensores hasta que, a
última hora, nos hicieron probar nuestros nuevos trajes biomecánicos desechables
y nos informaron de otras peculiaridades de nuestra estancia.
Las primeras sesiones, algunas de ellas de prueba, fueron muy sencillas. La
principal restricción (que solamente nos encargaríamos de acontecimientos históri-
camente demostrables y ubicados, asimismo, en el espacio y el tiempo), nos alejaba

74
de los deseos de muchos clientes potenciales, a quienes interesaban el nacimiento
de Jesucristo, la muerte de Budha, la ascensión de Mahoma a los cielos, entre otras.
El equipo informático recopilaría toda la información existente sobre un he-
cho concreto (lugar, fecha, hora y localización del hecho o personaje), y los intro-
ducirían en el sistema informático de última generación, para fabricar una huella
espacio-temporal que localizaría el rastro astral específico del personaje. El nauta
se instalaría dentro del habitáculo, se pondría en marcha el proceso, y su mente
se instalaría en segundo plano dentro del “receptor” o “huésped”, estableciendo la
fusión por un periodo de consciencia determinado. Y cuando la persona “huésped”
se dormiría, se restablecería la conexión, y el nauta despertaría en su realidad, en
pleno siglo XXI... Al menos esa era la teoría.
Pero enseguida surgen las paradojas. Por ejemplo, en cuanto a la recepción
de la señal de audio y vídeo. Por mucho que el “nauta” sea una persona comple-
tamente sana, sin problemas de visión ni de oído, no se puede garantizar que su
“casero” esté en las mismas condiciones. En el caso del asesinato de Kennedy, fue
necesario mandar a 12 nautas distintos, pues de entre los testigos presenciales, in-
cluyendo al propio Oswald, dos estaban demasiado lejos para ser fiables, el tercero
no estaba mirando en esa dirección, el cuarto era el propio Kennedy, el quinto era
miope y no llevaba las gafas...
El mismo principio de las distorsiones se aplicaba al audio: dependía mu-
chísimo de las capacidades del huésped, del ruido ambiental... Por ello, se implan-
taron en cada “nauta” dos pequeños amplificadores internos para imagen y sonido
que se activaban al introducirse en el interior del habitáculo y cuya intensidad se
regulaba desde el centro de emisiones. Nosotros éramos, al mismo tiempo, los ojos
y los oídos de los millones de personas que pagaban tantísimo dinero a cambio de
vivir, por persona interpuesta, algunos de los momentos más importantes de la
historia de la humanidad.

- CUATRO-

Trece de abril de 2045, tres años después de que se efectuara la primera mi-
sión. Un día que se nos quedará grabado a fuego a los supervivientes del programa
“nauta”, pues han muerto tres de nuestros compañeros, que estaban recreando para
mentes morbosas las últimas horas de Pompeya. Se suponía que nuestra conexión
nos permitía asistir como simples espectadores a cualquier catástrofe y que, al mo-
rir nuestro huésped, el link se quebraba y nosotros volvíamos a nuestro tiempo sin
sufrir daño alguno, pero hoy, por alguna razón, el sistema ha fallado. A pesar de
todas las señales de alarma proporcionadas por los sentidos de los nautas, a pesar de
los desesperados esfuerzos que realizaban por despertar antes de que los alcanzase
la lava o fueran sepultados por los pedazos de escoria volcánica, los técnicos que

75
administran el sistema no fueron capaces de desconectarlos. Lo peor no fue que
murieran así, sino tener que verlo, asistir a sus convulsiones provocadas por la lava
ardiente, a sus espasmos en busca de aire mientras morían, hasta que se quedaron
inmóviles en los habitáculos.
El 30 de junio, mientras cinco compañeros revivían el hundimiento del Ti-
tanic por enésima vez, el sistema falló de nuevo, la conexión neuronal no se anuló
de forma automática, y tres nautas fallecieron congelados. Lo más triste es que, a
raíz del primer “incidente” (curiosa manera de referirse a los compañeros falleci-
dos), la facturación de la empresa se multiplicó por dos, igual que la cantidad de
personas que estaban dispuestas a pagar un “suplemento” por vivir, a través de los
ojos y sentidos de otro, una tragedia semejante y que preferían incluso asegurarse
de la mayor posibilidad de muerte violenta. Por ejemplo, se realizaron peticiones
para revivir la masacre del estadio de Heissel, donde tantas personas murieron
aplastadas; o el hundimiento del Wilhem Gustloff, con sus ocho mil víctimas. Por-
que no había otra forma de llamarlos: carroñeros. No les importaba el momento
histórico que presenciaban, sino la posibilidad de experimentar situaciones extre-
mas, a salvo, desde su sillón.

-CINCO-

Como la empresa argumentaba que los doce supervivientes teníamos nues-


tro propio club de fans, en cuanto pasaron los primeros cinco años, se negó com-
pletamente a que fuéramos sustituidos, al mismo tiempo que incrementó las ta-
rifas por conexión en vivo y empezó a comercializar las repeticiones o los grandes
momentos que habíamos presenciado: la verdadera muerte de Marilyn Monroe, el
primer paseo espacial por la superficie de la Luna, el último concierto de Michael
Jackson... Por supuesto, ser tan pocos (sobre todo desde que Eva 2 fue expulsada
del programa por su embarazo) permitía a “Time Hunters” incrementar (una vez
más) sus tarifas y, al mismo tiempo, nosotros cobrábamos más, pues se suponía que
nuestro contrato era por diez años, prorrogables por un periodo igual o mayor “en
función del acuerdo al que llegasen las partes”.
A estas alturas del proyecto, y sobre todo por la fama que habíamos alcan-
zado a nivel mundial como intermediarios altamente cualificados, la empresa se
planteó la posibilidad de sacar partido incluso de los accidentes neuronales que
pudiéramos sufrir y, en caso de fallecimiento durante uno de los viajes tempo-
rales, aspiraba a sacar partido incluso de la propia muerte. Por eso, a cambio de
incrementar sustancialmente las cantidades que en nuestro nombre donarían a las
ONGS que nosotros escogiéramos, nos convencieron para que llevásemos a cabo
la última modificación en las máquinas: replicar nuestra personalidad entera en el
interior de los cerebros positrónicos de los servidores, con lo que, en cierto modo,

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seguiríamos viviendo incluso después de la muerte.
¿Un buen plan, verdad? Sobre todo, porque se suponía que, una vez realiza-
das las últimas y más complicadas reparaciones en los equipos, sería virtualmente
imposible que se produjeran más fallos en la programación y los triples controles
de seguridad garantizarían nuestra salida del sistema de manera inmediata. El rit-
mo de trabajo era más relajado, pues con el paso de los años, la propia vida de los
telespectadores había cambiado tanto por los nuevos implantes neuronales, los
juegos de realidad virtual, los dobles robóticos para hacer los trabajos pesados y las
drogas de síntesis para cambiar de cuerpos, que nosotros, una especie de versión
“gore” del venerable programa “Gran Hermano”, tampoco aportábamos demasia-
do al género.
Pero claro, eso fue antes de la Batalla de Agincourt, el 25 de octubre de 1415.
Un grupo de historiadores y amantes de la estrategia militar ofrecieron a
nuestra empresa, “Time Hunters”, una cantidad escandalosamente elevada a cam-
bio de mandarnos a seis de nosotros al campo de batalla, tres a cada bando, con la
finalidad de comprender de primera mano las razones de la derrota francesa que,
durante todos aquellos años, se había achacado siempre a la superioridad de los
arqueros británicos (5.000) y a sus tropas auxiliares (1.000), cuyos “Longbows”
demostraron una vez más su superioridad frente a las tropas francesas, mucho más
numerosas (36.000 soldados, de los cuales 11.000 jinetes, 18.000 infantes y 6.000
ballesteros). En principio iba a ser una misión rutinaria, simples observadores,
como en todas las demás. Pero el sistema falló estrepitosamente, en el peor mo-
mento posible.
Normalmente, nuestra misión era la de observadores, nos “conectábamos”
neuronalmente con una serie de testigos en el campo de batalla y, tal y como es-
taba estipulado, teníamos la posibilidad de mejorar la vista y el oído de nuestro
involuntario “casero” durante el tiempo que durase la retransmisión. De ninguna
manera podíamos intervenir en el desarrollo de los acontecimientos, obligando a
cualquiera a hacer algo en contra de su voluntad. Hasta que falló el sistema.
Las dos primeras cargas de la caballería francesa terminaron de la manera
prevista, los nobles brutos fueron acribillados por los arqueros, los jinetes experi-
mentaron tremendas dificultades para reagruparse, impedidos en buena manera
por el peso de sus armaduras de hierro y por las grandes dificultades para comuni-
carse entre ellos en medio del fragor de la batalla. La tercera y última carga, efectua-
da por los milicianos franceses, también fue un absoluto fracaso y en el campo de
batalla quedaron innumerables muertos y heridos, entre ellos, un pequeño grupo
de ballesteros que optó por tirarse al suelo y camuflarse, buscando alguna posibili-
dad de venganza.
Allí estaba François Tillac, de quien hasta la fecha nadie se había ocupado,
por su miopía, que le restaba eficacia a la hora de escoger un blanco. Pero este fac-
tor fue drásticamente alterado por la entrada en escena de Adán 17 y la repentina

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mejoría de su visión.
Lo que tampoco estaba documentado fue el interés de Enrique V, el monar-
ca inglés, por recorrer el campo de batalla acompañado de sus lugartenientes para
evaluar de primera mano la eficacia de sus “Longbow”, las heridas que producían
en monturas y jinetes, además de la forma más adecuada de extraer y recuperar las
flechas de los cadáveres. Al observar este despreocupado paseo por el escenario de
una gran victoria y comprobar que el monarca se aventuraba hacia el lugar donde
él se encontraba emboscado, parcialmente cubierto por el cadáver de un caballo,
François Tillac comenzó a tensar lentamente el mecanismo de la ballesta y colocó
un virote en el disparador.
Si hubiera seguido padeciendo miopía, lo más seguro es que no lo hubiera
intentado, pero con las fuerzas renovadas por la posibilidad de vengar la muerte
de su padre y de su hermano, decidió arriesgarse y, apuntando cuidadosamente,
disparó. El virote se incrustó violentamente en el cuello del monarca, seccionando
la carótida y causándole la muerte casi en el acto. Adán 17/ François Tillac fue
inmediatamente capturado y ejecutado a espadazos por los enfurecidos soldados
ingleses. Pero la historia de aquella batalla, y el resultado de la misma Guerra de los
100 años, fue drásticamente modificado.
En los libros de historia ya no pondrían “Luego de esta victoria, los ingleses
se apoderaron de Normandía mientras los franceses consumían sus fuerzas en una
guerra interna, impulsando a la corona inglesa en su campaña de conquista para
alcanzar el trono francés, permitiéndoles imponer nuevos límites territoriales e
introducir modificaciones en tratados políticos anteriores.”
Al contrario, conscientes de repente de su inferioridad numérica, los ingleses
empezaron a retroceder, primero de manera imperceptible, y luego con algo más
de premura, llevando el cadáver de Enrique V. Los restos de las tropas francesas,
comandadas por el Duque de Orleans, recuperaron el valor al ver caer al monarca
inglés, y efectuaron una campaña victoriosa.

- SEIS-

Sin duda alguna, el más beneficiado sería el Duque, mi “casero”, puesto que
el rey francés Carlos VI lo nombraría heredero suyo, ofreciéndole la mano de su
hija, la princesa Catalina, y comenzando a acumular poder y gloria que le llevarían
años más tarde al trono de Francia. Sí, es cierto, he salido ganando. De simple
peón, aventurero en el tiempo del siglo XXI, a monarca de un país. La muerte del
rey inglés generó una tremenda paradoja temporal que llevó a la Humanidad a una
realidad alternativa en la que prefiero no pensar. Y al mismo tiempo, hizo desapare-
cer en el futuro cualquier posibilidad de llevar a cabo el proyecto “Time Hunters”.
Muchas veces, al despertar, me siento prisionero en este cuerpo que no co-

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nozco, en esta época que admiro pero que me sigue resultando completamente
extraña y donde es imposible pronosticar el mañana. Por eso, a menudo, no quiero
abrir los ojos. Ni comprobar dónde estoy. Y me quiero morir. Pero no puedo.

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LA CAÍDA DE SAN
AGUSTÍN
Miguel Lallena

Desde que Leopoldo fuera coronado en Madrid, treinta y cinco años ha, el presti-
gio del país no ha dejado de crecer. Tras una guerra que España ni había buscado ni
había deseado, pero en la que había vencido, el país había resurgido de las cenizas
atrás dejadas por la reina Isabel Segunda y sus ancestros, y había ido de triunfo en
triunfo. El final de la rebelión de Cuba, la reconstrucción del país, la industriali-
zación, la mejora de la economía, los triunfos en África y Asia, la unificación con
Portugal, el retorno del hijo pródigo Santo Domingo... el Imperio sólo crece, desde
aquel día de diciembre de 1870 en que España amaneció con un nuevo Rey.
Pero la envidia siempre ha sido mala consejera, y muchos países extranjeros
la sufren. Francia, incapaz de aceptar que su derrota en la guerra de 1870 se debía
a sus intentos de inmiscuirse en lo que no les correspondía (¿apoyar a Alfonso de
Borbón? ¡Qué desfachatez!) conspira para expulsar a España del justo lugar que
había recuperado después de que le fuera arrebatado también por Francia en el
siglo diecisiete. El Reino Unido, tras su inconfesable traición a Portugal, que había
provocado su guerra civil, desea forzar la división del Imperio y tornar a los herma-
nos lusos en sus marionetas en el continente. Y los codiciosos Estados Unidos no
buscan sino arrebatar a España las tres joyas del Caribe, las tres Comunidades que
tanto han dado y recibido desde que se impuso el justo orden en ellas: Cuba, Puer-
to Rico y Quisqueya, cuyos habitantes son tan fervientes patriotas como quienes
viven en la Península y en las Filipinas.
Y todo eso ha llevado hasta este momento de septiembre de 1906. Desde
el traicionero ataque de los estadounidenses a la flota española que protegía las
obras del Canal de Nicaragua, España y Estados Unidos han estado enzarzados en
cruenta guerra, motivada entre los yanquis por su desmesurada codicia y por su
falso sentido de la justicia (patente desde que su propio presidente demandara la
liberación de los brutales marineros que habían violado a varias mujeres en Santo
Domingo, claro símbolo de lo que su país buscaba hacer con el resto de la Amé-
rica latina), y entre los españoles por su sentido patriótico y por la defensa de sus
amigos y aliados.
Tras varios bombardeos de distintas ciudades costeras, los Estados Unidos
habían lanzado su primer ataque: Cuba, y más en concreto Isabela de Sagua, ha-
bían sufrido los embates de los cañones y los rifles yanquis, mientras que los solda-

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dos ponían pie a tierra y trataban de tomar posesión de la ciudad, para así iniciar lo
que ellos proclamaban era la liberación de la isla, pero en realidad no era más que
una invasión con la que pondrían fin a treinta años de prosperidad.
Los soldados españoles, bravos como sólo un español podían ser, lucharon
duramente contra el avance del enemigo, pero en ese momento pocos eran en
número, y no tuvieron más remedio que retirarse en dirección sur, para poder rea-
gruparse con mayores números. Esto hizo creer a los yanquis que la campaña sería
corta y fácil.
La siguiente batalla les demostró que no sería así, pues los defensores espa-
ñoles de la siguiente ciudad, Sagua la Gran, batallaron durante días en un duro
combate que dejó muchos caídos en ambos bandos (particularmente el de los esta-
dounidenses) y, si bien los españoles volvieron a retirarse, esta victoria supo a muy
amarga entre los invasores, que ni siquiera pudieron hacer uso de los suministros
de la ciudad, pues sus ciudadanos se habían llevado cuanto podían, y la vía de fe-
rrocarril que pasaba por el pueblo había sido saboteada para que fuera inútil para
los americanos.
Sin embargo, no fue esta la peor parte de la segunda fase de la guerra: los
trenes de suministros que debían llegar lo hacían con cuentagotas, y a menudo con
graves pérdidas gracias, sobre todo, a los Tercios Especiales, las fuerzas de guerrilla
del Ejército Imperial que tanto habían probado su valía en las guerras anteriores.
Esta vez, se ganarían a pulso su salario, en una guerra a gran escala, asaltando la
retaguardia de los invasores.
Y peor todavía fue la llegada de la mejor arma de la Armada Imperial: los
submarinos. Desde los tiempos de Cosme García Sáez, los submarinos españoles
habían experimentado una gran mejoría, tanto en velocidad como en armamento
(particularmente los nuevos modelos, que usaban ya torpedos dirigidos con el tele-
kino de Torres Quevedo), y ahora se habían convertido en el terror del mar, sobre
todo para unos estadounidenses sin preparación para defenderse del ataque por
debajo de las olas.
Finalmente, los yanquis trataron de avanzar en dirección sureste, para tomar
la importante ciudad de Santa Clara, pero esta vez los españoles estaban preparados
y tendieron dura emboscada a mitad de camino, una emboscada en la que esta vez
fueron los defensores quienes resultaron victoriosos.
Perseguidos por las tropas españolas y castigados por los Tercios Especiales,
los estadounidenses se batieron en retirada hacia Sagua la Gran, donde una segun-
da batalla obligó a los españoles a detenerse, pero era obvio que los estadouniden-
ses habían perdido la iniciativa, y que, a medida que más tropas españolas llegaran
al campo de batalla, más difícil sería defenderse, así que el general al mando tomó
la decisión de abandonar la isla.
La “liberación de Cuba” había resultado en un resonante fracaso, tras un mes
de lucha.

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Muchos en España celebraron la victoria, pero una batalla no significaba la
guerra. Y la lucha en los mares continuaba, mientras que tropas estadounidenses y
españolas se preparaban para el siguiente ataque.
Esta vez, serían los españoles quienes atacarían al enemigo, enviando tropas
contra Nueva Orleans, la principal ciudad del estado de Luisiana. Tomando tierra
varios kilómetros al oeste de la ciudad, los españoles habían avanzado entonces,
luchando contra milicias, tropas e irregulares levantados en armas ante la llegada
del invasor. El avance fue más difícil que el llevado a cabo durante las batallas en
Cuba, pero a su favor tenían la menor distancia que recorrer, la presencia de los
Tercios y la profesionalidad de las tropas frente a los recién reclutados soldados
estadounidenses.
Fue por ello por lo que los españoles lograron alcanzar Nueva Orleans, y,
si bien no la llegaron a tomar en su totalidad, sí que pudieron adueñarse de los
elementos de mayor importancia —como el puerto, en el que barcos españoles
empezaron a descargar más tropas y suministros. En este éxito ayudó mucho el
enorme tamaño del país estadounidense, que impedía una rápida reacción de las
tropas al actuar en casa.
Sin embargo, lo que los estadounidenses no saben era que este movimiento
no es más que una distracción.
Pues, al este, una flota y un ejército se dirigen a la captura de un premio
que, si bien no era enorme en lo que se refería a lo económico, sí que lo era en lo
histórico: San Agustín, antaño capital de la Florida española, y zona providencial
para los planes de las Fuerzas Armadas.
Así, el día 19 de septiembre de 1906, una gran flota parte del puerto de San-
tiago de Cuba en dirección este: con este movimiento, esperan evadir la atención
de los estadounidenses, que han concentrado su atención en la zona occidental
de Cuba, de donde partieron las naves dedicadas al asalto de Nueva Orleans. Al
amanecer del día siguiente, tras un viaje sin imprevisto alguno, el acorazado Juana,
buque insignia de la Flota del Caribe, avista la costa.
De inmediato, las barcazas de infantería española, ademas de varias especial-
mente preparadas para el transporte de artillería de campo, empiezan su camino
hacia la costa. Su objetivo en mente, soldados y oficiales preparan sus armas, mien-
tras que los mozos aseguran las cargas de munición, comida y otros suministros
con los que sustentar la ofensiva. Todo realizado con la mayor cautela posible: uno
de los principales problemas que los estadounidenses tuvieron durante su invasión
de Cuba fue la apurada descarga de tropas, que causó no pocos problemas, varios
ahogamientos y la pérdida de importante cargamento que, si bien no habría ayu-
dado a los invasores a realizar su objetivo, sí habría dificultado la liberación del
terreno perdido.
Hacia las diez de la mañana, hora local, el número de tropas en la playa supe-
ra ya 3,000 soldados de infantería, 2 batallones de los Tercios Especiales, 2 cañones

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de campo CESA CC-99 y 30 cañones de infantería CESA CM-1901. Mientras,
las naves que protegen los transportes bombardean los alrededores de San Agustín,
teniendo cuidado de no causar daños a la ciudad: de hecho, el número de fallecidos
en el bombardeo inicial apenas se aproxima a la decena, la mayoría soldados que se
disponían a luchar contra los atacantes.
Esta estrategia resulta providencial para los españoles, que avanzan con rapi-
dez, bajo la cobertura de sus cañones, en dirección a la ciudad. Las defensas en el
exterior de la ciudad, reblandecidas tras el embite de los obuses de las naves espa-
ñolas, caen enseguida ante el ataque español, y las pocas tropas que no se han reti-
rado hacia el interior de la ciudad son heridas, mueren o siguen a sus compañeros.
Es en el interior de la ciudad donde la situación se hace más compleja. Los
edificios permanecen intactos, ya que los españoles no buscan la destrucción de
la ciudad, y eso facilita la labor de los estadounidenses, que, al contrario que los
españoles, conocen la ciudad y sus recovecos en mayor o menor grado. Pero los
defensores, aunque en igual número, carecen en su mayoría de la experiencia que sí
poseen los atacantes, por lo que la situación queda equilibrada. Y, para terror de los
estadounidenses, los batallones de los Tercios Especiales son el Agustina de Aragón
y el Don Pelayo, ambos con enorme entrenamiento para la lucha en terreno urba-
no. Los treinta soldados luchan sin temor alguno, causando decenas de bajas en el
enemigo y sufriendo tan solo heridas de diversa consideración.
Otro de los efectos del bombardeo inicial era destruir las líneas de comu-
nicación entre San Agustín y el exterior. Si bien es más que probable que los lo-
cales lograran enviar un telegrama a tiempo, nunca está de más intentar evitar la
posibilidad. De esta manera, podrían retrasar la casi inevitable llegada de tropas
estadounidenses a la ciudad.
Pero, primero, la ciudad debe caer. Y por ello más de 2,500 soldados atravie-
san las calles de la ciudad, reduciendo barricadas y haciendo prisioneros a cualquie-
ra que se les enfrenta, si no caen víctimas de las balas. A los civiles que encuentran,
se les indica que no salgan de sus casas hasta que termine la lucha.
Lucha que, por cierto, es encarnizada. Lucha que continúa a lo largo del día,
a medida que los españoles abruman a los estadounidenses en la desesperada de-
fensa de cada calle, cada edificio gubernamental, cada punto crítico para el control
de la ciudad. La estación de ferrocarril cambia tres veces de manos en pocas horas,
debido al desesperado (y finalmente inútil) contraataque estadounidense por man-
tener el control del único punto por donde pueden llegar suficientes tropas con
velocidad para reforzar las posiciones defensivas.
Finalmente, al caer la noche, los últimos defensores estadounidenses se reti-
ran en dirección al Castillo de San Marcos, la principal fortaleza de la zona. Cono-
cedores de las fortalezas del castillo, ni barcos ni artillería tratan de bombardear el
edificio. En vez de ello, Agustina de Aragón decide infiltrarse, utilizando las zonas
sin patrullar que el reducido número de defensores no puede observar para ocul-

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tarse, y así poder abrir las puertas a sus compatriotas españoles.
A la mañana siguiente, el ejército regular inicia un asalto al que los esta-
dounidenses responden como pueden, pero, distraídos, no pueden evitar que los
Tercios logren su cometido de franquear el paso a los asaltantes. Es a las once de
la mañana cuando los estadounidenses se rinden a la evidencia y a los españoles,
que con gran júbilo (aunque también con respeto) descuelgan la bandera esta-
dounidense y la reemplazan por la bandera del Imperio, roja, amarilla y azul, que,
ondeando sobre el cielo de San Agustín, proclaman la victoria hispana y el retorno
de quienes la perdieron 85 años atrás.
A partir de ahí, sólo queda la espera a la reacción enemiga... y el final de la
guerra.

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