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UNIVERSIDAD NACIONAL DE LA PATAGONIA SAN JUAN BOSCO

Facultad de Ciencias Jurídicas


Filosofía del Derecho

Unidad 5. Los nuevos paradigmas jurídicos.

Juan Manuel Salgado

¿Qué es un paradigma?

En este punto de la Unidad 5 pretendemos dar un breve panorama de los cambios de enfoque
ocurridos tanto en la práctica cotidiana del derecho como en las teorías jurídicas de las últimas décadas.
El tema está ubicado con posterioridad a la exposición de las filosofías de Cossio y de Dworkin porque
estos pensadores, si bien se diferencian de los puntos de partida del positivismo, se mantienen dentro
de los que llamaríamos estándares clásicos acerca de la función del derecho en la sociedad y de los usos
que le dan los operadores jurídicos.

La bibliografía del tema está en el trabajo “Paradigmas y Paradigmas Jurídicos” que escribí en el
año 2000 y que editó la Universidad del Comahue. Su lectura es necesaria porque en esta clase no se
van a repetir los desarrollos allí realizados. Además, voy a tomar algunos de los aspectos que expuse allí
con ciertas perspectivas diferentes, ya que han pasado 20 años y en el ámbito del derecho positivo así
como en la teoría jurídica han cambiado muchas cosas.

Una de ellas es la incorporación definitiva de la idea de paradigma a los debates jurídicos. Voy a
dar algunos pocos ejemplos. En estos días (noviembre de 2020) encuentro un anuncio sobre una
actividad académica en la Universidad de Buenos Aires cuyo nombre es “Acceso a la justicia: un nuevo
paradigma”. Un artículo académico escrito hace unos pocos años y publicado en una recopilación de
trabajos elaborados a los crímenes internacionales y justicia penal se titula “Sobre los nuevos
paradigmas de la justicia penal”, (https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=5676907).
Innumerables artículos se han escrito sobre el nuevo paradigma en el derecho de familia, sobre todo a
partir de la sanción del nuevo Código Civil y Comercial. Y así en prácticamente todas las áreas del
derecho el término paradigma ha sido utilizado profusamente.

En la imagen positivista del derecho la “norma jurídica” jugaba un rol teórico fundamental, pues
a partir de ella como núcleo básico, a la manera de la estructura atómica de la materia, se organizaba
conceptualmente todo el sistema jurídico. Es decir, la norma era como el “ladrillo” del edificio jurídico.
Pero para adoptar ese punto de partida la norma debía tener un sentido inequívoco, un significado que
no dependiera más que de la claridad del lenguaje utilizado.Si bien los filósofos positivistas admitían
que ello era más bien un ideal, puesto que no sólo muchas normas estaban redactadas ambiguamente
sino que además a menudo era necesario hallar su sentido mediante la coherencia con otras con las
que parecía contradecirse, lo cierto es que para una concepción del derecho alejada de las impurezas
producidas por la vida social (la política o la moral) la ciencia del derecho tenía como finalidad
establecer una lectura única de las normas, la correcta, y todos los debates acerca de su alcance tenían
como trasfondo ese objetivo.

El problema que arrastraba esta concepción venía ya en la vieja cuestión de la interpretación de


la ley. Las normas se formulan en términos generales, determinando que a ciertas conductas,
designadas mediante la descripción de un limitado grupo de hechos los tribunales deberían imputar
unas consecuencias jurídicas también definidas en la norma. En la formulación clásica de Kelsen, “dada
cierta conducta (C) debe ser una sanción (S)”. La dificultad, ya conocida en la antigüedad, consistía en
que los términos generales resultan habitualmente muy escuetos para abarcar la enorme diversidad de
los hechos cotidianos (ese fue el origen de lo que dio lugar a la idea de equidad). La tarea de la
profesión jurídica moderna ha consistido por eso, básicamente, en una técnica que permita encasillar
una infinitud de hechos particulares e irrepetibles, ocurridos en la vida social cotidiana, dentro de un
número limitado de fórmulas jurídicas impuestas por el Estado. Es que entre la realidad del hecho
analizado, con su historia, sus intencionalidades, sus particularidades y detalles, por una parte, y la
formulación general del presupuesto fáctico de la norma, siempre concisa, por la otra, hay una distancia
que impide la aplicación unívoca y precisa del mandato legal, a la manera de la precisión geométrica
que se pretende.

Esta cuestión dio lugar a las escuelas de interpretación que ya hemos visto en la unidad
anterior. Sucintamente, la escuela de la exégesis partía de la suposición de que la solución correcta se
encontraba en el texto legal y que la dificultad para hallarla era más bien una deficiencia del intérprete,
quien debía acudir a la “intención del legislador” para determinarla. La dogmática alemana, por su
parte, buscaba hallar el sentido exacto de la norma ubicándola dentro de un conjunto lógico en donde
la concatenación con un escenario de conceptos era lo que permitía su precisión. Más adelante otras
escuelas, que con gran amplitud podríamos llamar “realistas”, sostuvieron que ese sentido era
necesario establecerlo también por referencia a pautas sociales extra-legales como los intereses en
juego o la valoración comunitaria o judicial.
El positivismo jurídico, ya como teoría del derecho y tanto en su versión continental (Kelsen)
como anglosajona (Hart), sostuvieron que se trataba de un problema lógicamente irresoluble puesto
que la formulación de la norma en términos generales inevitablemente hacía que habitualmente
hubiera más de una posibilidad de aplicarse a una realidad infinitamente diversa. Esto normalmente
dejaba a quien tomaba la resolución jurisdiccional un cierto margen de decisión imposible de subsanar
mediante una mayor precisión legislativa, puesto que no se debía a una mala utilización del lenguaje
legal (que de todas maneras solía existir y agravaba el problema) sino a una distancia lógica insalvable
entre la forma general de la norma y la particularidad irrepetible del hecho analizado.

Si lo que se pretendía era una aplicación precisa y unívoca de la ley, una única determinación
correcta que excluiría a las demás como erróneas, Kelsen y Hart sostenían que se trataba de una ilusión.
Ambos afirmaban que la decisión adoptada jurisdiccionalmente entre las distintas opciones que
permitía la norma en el caso concreto, se fundaba en elementos extrajurídicos, en los valores, la
ideología, la religión o la moral de quienes juzgaban. En esto consistía el margen “discrecional” de
decisión al que se refería Hart y que, como vimos en el punto anterior, Dworkin criticaba.

Esta afirmación se explicaba acudiendo al carácter jerarquizado del sistema jurídico. De igual
modo que las normas constitucionales permiten una cierta diversidad de reglamentaciones legales cuya
opción se encuentra en manos del legislador, así también la sentencia como norma individual, se
establece entre las opciones que deja la norma general legal a aplicar. Por ejemplo, nuestra
constitución asegura el derecho a la defensa en juicio, pero en qué momento ella tiene lugar, en qué
plazos y mediante qué forma del proceso, son determinaciones que realiza la ley procesal entre varias
opciones igualmente respetuosas de la garantía constitucional. Son elecciones políticas que una vez que
ingresan al sistema jurídico como normas, establecen el significado concreto de aquella garantía
constitucional. Del mismo modo cuando una ley remite a que el Poder Ejecutivo establezca la
reglamentación, ésta se realiza entre varias posibilidades. Por ejemplo, si la ley determina que una
persona tiene derecho a recurrir una decisión ante un órgano administrativo superior, cómo se tiene
que hacer ese recurso (si es necesariamente por escrito o también puede ser verbalmente, si requiere
patrocinio legal o no, si se tiene que presentar ante el órgano recurrido o ante el órgano superior, etc.)
es una decisión que se adopta en la reglamentación escogiendo la opción que el Poder Ejecutivo
prefiere dentro de una gama de posibilidades válidas. Las razones por las que se elige una alternativa
entre otras son, en la imagen positivista, extra jurídicas, pues intervienen fundamentos políticos o
ideológicos que la autoridad que reglamenta prefiere en lugar de otros. Lo que hay en esta
representación del funcionamiento del Estado es una idea del derecho como armazón rígido pero
incompleto, que se va “llenando” mediante decisiones políticas o morales que el derecho tiene que
aceptar acríticamente tal como vienen dadas. Se trata de una concepción que en términos generales
puede describir también el funcionamiento de ciertos estados democráticos, puesto que no se sostiene
que las decisiones adoptadas mediante argumentos extra jurídicos sean “arbitrarias” en el sentido de
que no están controladas. Sólo que ese control social no se realiza jurídicamente sino mediante los
múltiples mecanismos del debate político, la actividad parlamentaria, los partidos políticos y las
diferentes organizaciones sociales, los medios y la expresión pública, la protesta social, etc. Una
variedad de actores y actividades poco estandarizadas, casi nada rígidas, en donde se expresa la
diversidad y libertad de los puntos de vista, los intereses y las presiones de la vida social. Sin embargo,
una vez que los órganos determinados jurídicamente adoptan una decisión y la transforman en
derecho, estas normas ingresan a un sistema diferente, al sistema jurídico, con sus propias reglas de
juego, distintas de las del ámbito político o moral.

En la concepción positivista, entonces, de la misma manera que el órgano subordinado


establece el carácter concreto de la norma de jerarquía inferior mediante una opción entre las
diferentes posibilidades que le permite la norma superior, así también el órgano jurisdiccional mediante
su “arbitrio” (término utilizado por Hart) dicta sentencia, o sea la norma individual (en la terminología
de Kelsen), escogiendo entre las distintas posibilidades que le ofrece la ley, recurriendo a fundamentos
no jurídicos, o sea ideológicos, políticos, morales, etc. De modo que para los filósofos iusposivistas, a
diferencia de lo que llamaríamos el positivismo vulgar de la mayoría de los operadores jurídicos
cotidianos, el sistema siempre se encuentra indefinido y debe “rellenarse” mediante recursos
conceptuales que son ajenos al derecho.

La crítica de Dworkin, que hemos visto en el punto anterior de esta unidad, cuestiona con
claridad esta asignación de un espacio de libertad extrajurídico a los tribunales. Dworkin sostiene que el
propio derecho cuenta con los elementos para evitar la arbitrariedad judicial, pero para ello hace falta
concebir al derecho como algo más que sólo un sistema de normas. Cossio, desde la realidad de
América Latina, hace una crítica más compleja (y por ello tal vez menos clara), pero también cuestiona
la idea de que las decisiones judiciales tienen una parte carente de control argumentativo jurídico.

Ambos pensadores consideran que el derecho dispone de los medios para evitar el “arbitrio”
judicial y que éstos se hallan en la vida social, en la práctica de la comunidad que vive en el derecho. De
algún modo, y sin decirlo explícitamente, lo que también se cuestiona es la imagen hobbesiana del
orden jurídico, como un conjunto de mandatos estatales sin los cuales la sociedad sería imposible.
Tanto para Dworkin como para Cossio, la propia vida comunitaria tiene su normatividad extra estatal,
que también debe considerarse parte del derecho. Esta concepción más realista, suele ser considerada
por los positivistas como una rémora del iusnaturalismo, puesto que al igual que el derecho natural, ya
sean los “principios y directrices” de Dworkin como la “conducta en interferencia intersubjetiva” de
Cossio, a diferencia de las normas –que pueden describirse objetivamente y con precisión- tienen un
nivel de vaguedad o indefinición que impiden, a su criterio, que se los pueda conocer científicamente.

Hasta aquí hemos llegado en el desarrollo de la materia a través de los últimos puntos y es en
esta instancia que hace su entrada la noción de paradigma. Lo hace precisamente en el ámbito que el
positivismo había considerado desde su inicio como estándar de racionalidad, la ciencia de la
naturaleza. La adopción de la ciencia natural como modelo de conocimiento, llevaba al iuspositivismo a
excluir del derecho a todo lo que no fueran normas estatales, pues sólo éstas debido a su existencia
clara podían aspirar a ser objeto de conocimiento jurídico. Del mismo modo que la ciencia natural,
como ejemplo de conocimiento racional, sólo podía tener como objeto aquellas aseveraciones que
pudieran verificarse empíricamente –sostenía el positivismo dejando de lado las afirmaciones
subjetivas que no tenían método de establecer su verdad o falsedad, el derecho sólo podía estar
constituido por aquellos objetos, las normas jurídicas, cuyo conocimiento pudiera determinarse de
modo indibutable, sin recurrir a opiniones o ideologías inverificables.

Para el positivismo, tanto filosófico como jurídico, la ciencia natural, especialmente la física,
constituía el modelo de conocimiento racional. Como ya hemos visto al tratar el pensamiento moderno,
una disciplina adquiría mayor status de ciencitificidad cuanto más se aproximara al modelo de la ciencia
natural. Siguiendo los parámetros de la filosofía de Kant, Kelsen subordina las preocupaciones
ontológicas (aquello que el derecho es) a la epistemología, o sea, a los fenómenos que pueden
conocerse racionalmente. El carácter científico del derecho está, entonces, determinado por la
posibilidad de su conocimiento objetivo. Por eso carecerían de cientificidad tanto el llamado derecho
natural como la justicia, pues consisten en ideas difusas que se prestan a ser formuladas de muy
diferentes modos según la subjetividad, la cultura o la posición social de quienes traten de dilucidarlas.
Y dado que no pueden constituirse en objetos de ciencia, se encuentran por ello excluidas del derecho.

Es decir, el positivismo tenía una concepción clara y determinante de lo que era el conocimiento
científico con base en el modelo de las ciencias de la naturaleza, una concepción que excluía toda
posibilidad de tratamiento científico del derecho recurriendo a conceptos difusos y discutibles,
incapaces de ser determinados mediante una verificación empírica.
Carlos Cossio, como también lo hacían en la misma época algunos filósofos europeos, criticó
esta identificación de ciencia con ciencia de la naturaleza, retomando cuestionamientos
epistemológicos ya expuestos desde fines del siglo XIX que distinguían a las ciencias naturales, cuyo
método era la explicación, de las ciencias sociales, guiadas por la comprensión. Se trataba de un
cuestionamiento serio puesto que actualmente se encuentra afirmado ya con cierto consenso, sobre
todo entre quienes se trabajan en la investigación social, que es muy problemático suponer que el
único modelo de conocimiento científico sea el seguido por la ciencia natural.

Sin embargo el principal golpe a la concepción de recionalidad única no provino de la distinción


entre la ciencia natural y la ciencia social, sino del derrumbe de la idea que se tenía acerca de la
metodología científica en la investigación de la naturaleza.

En 1962 el historiador de la ciencia Thomas S. Kuhn publica un ensayo filosófico que tituló “La
estructura de las revoluciones científicas”, en donde mostraba que la actividad científica real, desde el
mismo origen de la ciencia moderna, distaba de guiarse por los parámetros que el positivismo había
supuesto.

La idea clásica que se tenía de la ciencia entre los epistemólogos, también llamada concepción
heredada (received view) era muy aproximada a la que aún hoy se tiene vulgarmente, sobre todo en los
medios de difusión, centrada en una noción acumulativa del conocimiento. Se suponía que las teorías
científicas intentaban reflejar el mundo tal cual era y que el avance científico se producía con el
reemplazo de unas teorías por otras que lo reflejaban mejor. La garantía de este avance la constituía el
método científico, mediante el cual se estimaba que los datos objetivos de la observación empírica
permitirían establecer, entre dos teorías enfrentadas, cual de ellas era la incorrecta. Esta imagen del
conocimiento se acompañaba de una teoría del lenguaje para la cual éste constituye un espejo del
mundo. Los problemas del lenguaje ordinario (imprecisiones, ambigüedades, vagedades, etc.) se
superan, al igual que en las ciencias naturales, utilizando una terminología más exacta y precisa.

Esta concepción de la ciencia, adoptada también por los filósofos iuspositivistas, llevaba a
pensar como ya se dijo que sólo podían ser objeto del conocimiento científico del derecho las
afirmaciones cuya verdad o falsedad pudiera ser probada. De allí que sólo las normas positivas,
concebidas como entidades lingüísticas de significación única, tuvieran esa aptitud.
Este paralelo entre el método de la ciencia natural y el de la ciencia del derecho, tal como la
concebía el positivismo, fue dejado de lado junto con las ideas predominantes en la filosofía clásica de
la ciencia a partir del libro de Kuhn.

Un mayor detalle de los puntos básicos de esa obra se encuentran en el trabajo “Paradigmas y
Paradigmas jurídicos”, de modo que no los voy a reiterar aquí.

Lo importante es señalar si bien Kuhn no cuestiona que la ciencia natural constituya el modelo
de racionalidad, no concibe a ésta con las características que le daba la concepción heredada, que en su
opinión resultaba una versión muy estrecha de la racionalidad, confundida más con la lógica formal que
con una actividad dirigida al conocimiento colectivo. Kuhn muestra que las personas dedicadas a la
investigación científica se enfrentan a la observación de los fenómenos de la naturaleza armados ya con
una serie de preconceptos adquiridos en el entrenamiento profesional. Los manuales universitarios, el
fuerte disciplinamiento que significan los estándares de aprobación, la guía docente permanente y la
práctica de laboratorio orientada a obtener los resultados que señala la teoría que se enseña,
constituyen un formato a priori en la mentalidad científica. Quienes estudian ciencia “aceptan teorías
por la autoridad del profesor y de los textos, no a causa de las pruebas”.1 Esta matriz disciplinaria unida
a los modelos exitosos de práctica científica que dieron origen a la teoría, fue denominada por Kuhn,
paradigma (un término importado de la gramática). En virtud de un paradigma aceptado, señalaba, “el
científico sabía qué era un dato, qué instrumentos podían utilizarse para ubicarlo y qué conceptos eran
importantes para su interpretación”.2 El paradigma introduce a los novatos en el aprendizaje científico
mediante rasgos dogmáticos que provienen del éxito obtenido en el pasado por una o más realizaciones
científicas. El paradigma proporciona el marco categorial a priori que las y los científicos utilizan
colectivamente en su investigación de la naturaleza. Así sostiene Kuhn que la empresa científica,
examinada de cerca, “parece ser un intento de obligar a la naturaleza a que encaje dentro de los límites
preestablecidos y relativemante inflexibles que proporciona el paradigma”.3

Para Kuhn, la ciencia normal guiada por un paradigma constituía la mayor parte de la
investigación científica. El mismo progreso científico tenía origen en que el paradigma proporcionaba
un esquema conceptual que no se ponía en duda y ello permitía la investigación detallada de la
naturaleza. Sin embargo, la fecundidad que permitía un paradigma se podía ir agotando y comenzaban
a aparecer problemas o anomalías que no podían resolverse mediante las herramientas conceptuales
1
La estructura de las revoluciones científicas, Fondo de Cultura Económica, México DF, 1995, Cap. VIII, pág. 133.
2
Idem, Cap. X, pág. 192.
3
Idem, Cap. III, pág. 52.
habituales. En algún momento, sostenía Kuhn, la acumulación de anomalías producía una crisis
paradigmática, pero ni siquiera en ese caso el paradigma era abandonado hasta que no aparecía un
candidato a reemplazarlo, que reformulaba la visión de la disciplina y que introducía conceptos y
modelos incompatibles con el paradigma anterior. Una de las afirmaciones más innovadoras de Kuhn
consistía en que la elección de un nuevo paradigma por parte de la comunidad científica no se realizaba
acudiendo a los estándares metodológicos de comparación de teorías que suponía la concepción
clásica, puesto que no había un terreno común en donde poder cotejar la mayor corrección de uno de
los dos paradigmas, ya que cada uno de ellos implicaba una “visión del mundo” incompatible con el
otro. En un nuevo paradigma, el mismo conjunto de datos se percibe de modo diferente ya que se ubica
un un sistema nuevo de relaciones proporcionado por otro marco conceptual.

De este modo lo que era un conocimiento objetivo, empíricamente establecido, pierde


consistencia al cambiar el paradigma. Y es aquí en donde podemos salir de la filosofía de la ciencia
natural y trasladarnos a la filosofía del derecho (una operación que Kuhn no hizo y que probablemente
no autorizaría), para explicar porqué la noción de paradigma cuestiona los principios básicos del
positivismo jurídico. Del mismo modo que en la ciencia natural un mismo conjunto de datos puede ser
visto o comprendido de un modo distinto al ubicarlo en el marco conceptual diferente que proporciona
un nuevo paradigma, un mismo sistema de normas positivas (que constituyen los “datos” empíricos en
la imagen positivista) puede tener otro significado dependiendo de los principios que se adopten.

El fenómeno de la modificación del significado de las normas pese a que se mantiene inalterado
su texto no es una novedad en la práctica jurídica. Precisamente por eso se considera a la doctrina
como una fuente del derecho, ya que un cambio en la teoría usada para tratar una problemática
jurídica puede arrojar diferentes soluciones en base a un mismo texto legal. Sin embargo, estos cambios
tradicionalmente aceptados como una evolución de la doctrina no han tenido el alcance
“revolucionario” que se atribuye a la adopción de un nuevo paradigma. Aunque la aplicación del código
penal de 1921 fue modificándose en las décadas siguientes, a medida que se abandonaba la teoría
peligrosista de sus redactores, ello ha sido visto como un progreso o perfeccionamiento similar a los
avances que tienen lugar en lo que Kuhn denominaba ciencia normal más que como un cambio de
paradigma.

Para que tengamos una mejor idea de a qué nos estamos refiriendo voy a tomar la definición,
algo informal, que Kuhn daba a su filosofía cuando se consideraba a sí mismo como un “kantiano
evolucionista”. Al estudiar la epistemología de Kant hemos visto que en ella la ciencia no tenía acceso a
la realidad “tal cual era” (la cosa en sí) sino al fenómeno, que estaba constituido por un torrente de
datos empíricos ordenados racionalmente por el entendimiento. De este modo era nuestra propia
racionalidad la que introducía orden en la naturaleza mediante condiciones y categorías que a priori nos
permitían conocer a los fenómenos. El papel que ocupa el paradigma en la investigación científica es
muy similar al que Kant otorga al entendimiento, como una especie de molde mental a priori en el cual
volcamos, ordenamos y comprendemos nuestras sensaciones, sin el cual éstas constituirían un caos
ininteligible. Sin embargo, para Kant este formato racional previo que nos permitía conocer era
úniversal pues resultaba parte de la condición humana. En cambio para Kuhn, el paradigma es una
elaboración comunitaria e histórica adquirida en el proceso de aprendizaje científico y por ello puede
cambiar en ciertas condiciones como las crisis científicas.

Nuevos paradigmas jurídicos

Pese a lo que sugiere el título del libro que lo hizo famoso, la intención de Kuhn no era tanto
señalar la importancia de las revoluciones científicas sino la de la ciencia normal, la actividad de
investiigación guiada por un paradigma, algo que ya había sostenido en una conferencia anterior
titulada “La función del dogma en la investigación científica”.4 Por eso puede decirse que un cambio de
paradigma no ocurre a menudo sino ocasionalmente, cuando se modifican los dogmas que orientan a
una disciplina.

Esto es lo que ha ocurrido en el derecho de las últimas décadas con la creación del sistema
internacional de derechos humanos. El derecho moderno nació con los estados soberanos cuya
justificación se hallaba en las filosofías del contrato social, para las cuales en todas sus versiones la
autoridad estatal constituía la garantía de la posibilidad de vida en sociedad. Desde hace siglos el
aprendizaje legal consiste precisamente en dominar lo que Kelsen llamaba “una técnica de control
social”, consistente en articular el poder estatal en la resolución más adecuada de los innumerables
conflictos surgidos de la convivencia social. El esquema conceptual consistía en tomar al Estado
soberano como punto de partida y origen del derecho de un modo que otra forma de ver el derecho no
era jurídica. Para darles un ejemplo, recuerdo que en la época en que yo estudié, en los años ’70, los
principales maestros del derecho civil se consideraban iusnaturalistas (de la vertiente católica o
tomista) y dedicaban el primer capítulo introductorio a sostener la prioridad del derecho natural tal
como ellos lo entendían. Pero en el resto de la obra esa definición filosófica no jugaba prácticamente
ningun papel, puesto que la enseñanza se desarrollaba comentando a manera de comentario del código

4
Editada en castellano en Cuadernos Teorema, Valencia, 1979.
civil, explicado desde las distintas doctrinas jurídicas aplicables en cada institución. De modo que aun
para quienes se llamaban a sí mismos iusnaturalistas, el derecho se identificaba totalmente con el
derecho de Estado. El iuspositivismo era la mejor versión jurídica del paradigma del Estado soberano.

Esto no implicaba el desconocimiento de derechos subjetivos o derechos constitucionales que


las personas podían oponer al Estado, pero el origen de estos derechos se encontraba sólo en el
reconocimiento que el propio Estado realizaba. De modo que aún en constituciones como la Argentina,
que tenían un importante catálogo de derechos, éstos se entendían y aplicaban de acuerdo a como los
órganos del propio Estado, sobre todo mediante la ley, lo decidían. Aunque desde 1853 se aseguraba
que todos los habitantes “son iguales ante la ley”, sólo en 1947 la ley otorgó a las mujeres el derecho a
votar y hasta 1968 no fue reconocida la igualdad civil entre varones y mujeres, que recién fue plena con
la ley de matrimonio civil del año 1987. De igual modo, aunque también “todos los habitantes” tenían el
derecho de “profesar libremente su culto”, la misma constitución establecía que el Congreso debería
“promover” la conversión de “los indios” al catolicismo. Como aún hoy ocurre con los derechos
constitucionales a la participación de los trabajadores en las ganancias de las empresas o al juicio por
jurados, no tienen vigencia en tanto no se encuentran reglamentados por ley. En el paradigma
positivista del Estado soberano sólo el Estado otorga derechos y establece su alcance, lo que en la
práctica se realiza mediante ley, y ninguna instancia ajena al Estado puede revisar estas decisiones.

En la próxima clase veremos cómo este paradigma del Estado soberano se encuentra en
disolución frente a instancias políticas internacionales o subnacionales, siendo una de las principales los
estándares internacionales de derechos humanos, que no sólo reconocen derechos previos al Estado,
que éste debe proteger, sino que impone instancias de decisión y control externos al Estado. Este ya no
es soberano, del mismo modo que nuestra Corte Suprema ya no es más suprema, puesto que sus
decisiones pueden ser revocadas por órganos internacionales.

Con anterioridad a la creación del sistema internacional de los derechos humanos, el modo en
que un Estado trataba a las personas sometidas a su jurisdicción no era asunto que pudiera interesar
jurídicamente al derecho internacional ni a la comunidad internacional de estados. En esto consistía
precisamente la soberanía irrestricta.

A partir del restablecimiento de la democracia en 1983 la Argentina, al igual que la mayoría de


los países de América Latina, se incorporó al derecho internacional de los derechos humanos ratificando
la mayoría de los tratados existentes y reconociendo la competencia de órganos internacionales para
resolver sobre la responsabilidad estatal respecto de violaciones a tales derechos. Sin embargo fue un
proceso muy lento de comprender y aplicar en todas sus consecuencias en el ámbito jurídico. Gran
parte de la enseñanza legal, aún en la actualidad, adopta implícitamente el dogma del Estado soberano
y apenas concede lugar a la importancia de los tratados de derechos humanos. De igual modo todavía la
mayoría de las decisiones jurisdiccionales se adoptan sin conocer ni aplicar el derecho internacional de
los derechos humanos, en muchos casos contrariándolo.

La incorporación de los derechos humanos al derecho interno, tal como son reconocidos en el
ámbito internacional, modificó completamente el paradigma positivista, estrechamente ligado a la
irrestricta soberanía estatal, el que sólo se mantiene en áreas del derecho especiales o por parte de los
grupos de operadores legales más conservadores.

Estrechamente vinculado a los derechos humanos de las últimas décadas, se hallan también las
profundas modificaciones producidas en el derecho una vez que a la matriz jurídica dominante se la
despojó de su lugar como pensamiento único, en favor de la pluralidad de racionalidades. Esta también
es una consecuencia de la revolución kuhniana en filosofía: si la racionalidad de una disciplina está
vinculada a la hegemonía de un paradigma es que puede haber otras formas diferentes de racionalidad.
En el ámbito jurídico ello ha permitido un anclaje filosófico sólido a las teorías feministas y a la
perspectiva de género en la aplicación del derecho, las que han demostrado de modo concluyente que
gran cantidad de teorías tradicionales estaban elaboradas desde la exclusiva experiencia masculina. Lo
mismo ha ocurrido con el reconocimiento de la pluriculturalidad o plurinacionalidad (como se declara
en las constituciones de Bolivia y Ecuador). Si el derecho de Estado es el derecho propio de una cultura
hegemónica, no está en condiciones de aplicarse sin más a los pueblos originarios sobre los que aquel
asentó su dominación. Por ello se reconoce jurídicamente el derecho a la consulta y a la participación
colectiva de estos pueblos, mediante sus propias autoridades tradicionales, como el ejercicio de su libre
determinación en el marco del Estado en que viven (como lo establece la Declaración de las Naciones
Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas).

Es aventurado señalar si algún paradigma de alcance total sustituirá al positivismo. Ni siquiera


puede afirmarse que hoy ello sea deseable. El tránsito de una juridicidad monopolizada por el Estado a
otra en donde se entremezcla con la recepción de formas jurídicas extra estatales vinculadas a la
igualdad y autonomía de colectivos sociales diversos, posiblemente dé lugar a la formación de nuevos
paradigmas en áreas específicas del derecho y a una intercomunicación amplia con el derecho
internacional de los derechos humanos. Una pluralidad en donde la consolidación de un nuevo
paradigma más amplio dependerá más que de las nuevas torías jurídicas, de la estabilidad institucional
de un sistema político diferente, con una concepción amplia y abarcativa de la democracia y la igualdad.

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