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Evolución sinérgica hombre-máquina

por Sergio Moriello

No hay duda de que el desarrollo evolutivo de la especie humana está muy ligado con el progreso de sus
herramientas y de sus máquinas. Aparentemente, su fabricación y utilización fue un factor clave para que el
primitivo cerebro humano creciera a un ritmo vertiginoso. Quizás las modernas computadoras, así como
también Internet, afecten en alguna medida la química cerebral humana, con lo cual es posible que se produzcan
importantes cambios en los procesos mentales…

Los diseños más exquisitos y caprichosos del mundo natural surgen de la evolución
biológica -como productos de desecho- por medio del descarte constante de las variantes
menos exitosas. A través de un enormemente largo y pasmosamente lento proceso, chapucero
y sin un propósito consciente, el invisible cincel de la Naturaleza fue dando forma a toda una
inmensa variedad de nuevas criaturas, modificando progresivamente su información genética.
Es por eso que se necesita muchísimo tiempo antes de que se produzcan variaciones
perceptibles, tanto favorables como desfavorables, en una determinada especie animal. En
consecuencia, y si bien la evolución biológica lo perfecciona inexorablemente, no se puede
hablar con propiedad de un nuevo diseño. Está más allá de su alcance hacer cambios
fundamentales de origen porque habría que modificar correctamente muchos parámetros a la
vez.
El ser humano no se aparta de este proceso natural. Como animal biológico, ha
evolucionado durante millones de años a fin de adaptarse adecuadamente dentro del entorno en
que le tocó vivir. Su cuerpo cambió apenas levemente en el último millón de años y su cerebro
es casi exactamente el mismo -al menos en tamaño y peso- que el de un antepasado de hace
100 mil años…, aunque intelectualmente su progreso haya sido impresionante. Es probable
que la organización encefálica interna haya mejorado a lo largo de ese período, pero es
limitada la cantidad de información que se puede introducir y el “cableado” que se puede
desarrollar en un cráneo de dimensiones acotadas. No obstante, la senda evolutiva de los
humanos se aceleró bruscamente, no ya por la lenta evolución biológica, sino por la más rápida
evolución cultural. El desarrollo cerebral le permitió, por medio del ejemplo y de la tradición,
almacenar más información que la de sus genes. Asimismo, la invención de la escritura lo
capacitó para guardar mucha más información que la que podía retener en su materia gris;
primero en papel, luego en libros, más tarde en bibliotecas, después en computadoras y, más
recientemente, en Internet.

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Esta evolución cultural trajo aparejada consigo otra nueva evolución, la tecnológica, que
acelera -una vez más- el rápido progreso de los humanos hacia la dominación del planeta,
hacia la cima de la creación. Primero surgieron las herramientas: las piedras afiladas, las
ruedas, las flechas, entre otras, con el fin de compensar las carencias o las restricciones del ser
humano o, lo que es equivalente, para aumentar y potenciar sus capacidades corporales. Más
tarde aparecieron las máquinas, aparatos más complicados y una forma más avanzada de
herramientas. Con ellas, el Homo Sapiens amplió y extendió su “alcance” al poder recorrer
grandes distancias por tierra, mar y aire, levantar o trasladar enormes pesos, o percibir objetos
más allá de sus capacidades naturales.
Pero surge un nuevo fenómeno. El inventar y utilizar herramientas produjo cambios en
algunos circuitos de su cerebro que mejoraron posteriormente la precisión sensomotriz manual.
Al disponer de esta capacidad, el ser humano fue capaz de construir y usar herramientas cada
vez más complejas, lo cual perfeccionó aún más los circuitos cerebrales, en un proceso
sinérgico coevolutivo. Con el paso del tiempo, dicho proceso se vio notablemente acelerado
con la invención de las máquinas, por lo que fue capaz de dar otro paso fundamental: aprendió
a modificar su propio entorno. De esta manera, se establece algo novedoso en el reino
biológico: la lenta y armoniosa evolución conjunta del ser humano con su entorno, sus
herramientas y sus máquinas. Ya no debe adaptarse pasivamente al medio, sino que adapta el
medio a sí mismo según su propia conveniencia (por supuesto, y por ahora, dentro de ciertos
límites). Se trata, en realidad, de una adaptación mutua.

Una nueva aliada


Durante siglos, al Homo Sapiens le bastó con la propia capacidad computacional de su
cerebro para desenvolverse adecuadamente dentro de su entorno. Aunque es capaz de resolver
algunos problemas de cómputo elemental, lo hace de una manera pasmosamente lenta y con
una “notable habilidad” para equivocarse cuando el nivel de complicación aumenta, aunque
sea levemente.
No obstante, a medida que iba desarrollándose la sociedad, se hacía más imperiosa la
necesidad de resolver problemas matemáticos relativamente complejos. Es por eso que, a partir
de la segunda mitad del siglo XX, el hombre concibe un tipo especial de máquina: la
computadora digital. Su particularidad es que no extiende su cuerpo sino su cerebro, sobre
todo sus capacidades limitadas de almacenamiento, procesamiento y recuperación de
información, a las que le adiciona velocidad y precisión.

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Si bien en su origen fueron utilizadas como meras herramientas de cálculo, pronto se
comprendió que eran mucho más que eso. Indudablemente las computadoras aumentan y
enriquecen las posibilidades de la inteligencia orgánica. Su enorme velocidad para realizar
operaciones reiterativas y complejas junto con su elevada confiabilidad, son las principales
razones por las cuales están reemplazado al Homo Sapiens en muchas de las tareas más
mecánicas. A medida que se acrecienta la confianza depositada en ellas, gradualmente
expanden su dominio sobre casi la totalidad de las actividades humanas. Entre otras cosas, le
ayudan a pensar más rápidamente y de un modo más comprensible que antes, a concebir ideas
previamente imposibles de captar para su mente, a ordenar mejor la información y analizarla
desde diferentes ángulos, a considerar un número enormemente grande de variables
simultáneas o a trabajar con múltiples espacios dimensionales. Como una suerte de
“amplificador mental”, le permiten al hombre estimular y expandir su capacidad de lidiar con
lo complejo y llegar a lugares que hasta ahora le estaban vedados.
Pero aunque son muy aptas para tareas específicas, las modernas computadoras personales
(PCs) son demasiado inflexibles y rudimentarias, particularmente en aquellas tareas en donde
las reglas de juego están poco definidas. Tienen varias restricciones, muchas limitaciones y sus
programas de control son ciertamente primitivos. Son máquinas grandes que ocupan espacio en
el escritorio, con manuales de instrucciones cada vez más abultados y que exigen una constante
actualización, corrección y revisión de su software. Además, la interacción con ellas es
bastante dificultosa, compleja y muy poco orientada al ser humano: presenta miles de
opciones, la mayoría muy poco útiles y comprensibles. Por eso, se espera que las patéticas
máquinas actuales sean reemplazadas por otras más sofisticadas, complejas y “evolucionadas”
que se encarguen cada vez más de las labores rutinarias y laboriosas. En ese sentido, y siempre
que sea posible, se deberían delegar en ellas las actividades mecánicas y repetitivas, a fin de
permitir que la inteligencia humana se concentre en lo esencial de su labor y disponga de más
tiempo para la reflexión, la creatividad, la contemplación y la originalidad.

Cambio de paradigma
La tecnología está basada en la forma humana. Los teléfonos, los electrodomésticos, los
medios de transporte y los objetos cotidianos (como sillas, mesas, cuchillos o vasos), están
diseñados para los requerimientos del hombre. En consecuencia, las personas no deberían
amoldarse pasivamente a las máquinas sino éstas a aquellas: es lo que se conoce como
“computación centrada en el ser humano”. Por ejemplo, el usuario de una computadora no
tendría que decirle a un módem cómo transmitir un documento, de la misma forma que el

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usuario de un automóvil no tiene que indicarle al motor la mezcla de combustible y aire, ni el
tiempo de combustión. El conductor se debe limitar a manejar un vehículo, no a manipular
controles. La gran experiencia acumulada durante décadas en el diseño de automóviles ha
hecho posible este logro.
Los sistemas computacionales deberían lograr una interacción transparente con la persona,
a fin de que la comunicación entre ambos sea lo más fácil, eficaz y naturalmente posible.
También deberían colaborar con el usuario y brindarle su ayuda siempre que sea necesario:
interrogando y pidiendo precisiones sobre tal o cual problema, aclaraciones sobre tal o cual
información, a fin de refinar solicitudes incorrectas o incompletas. En esta tarea, el uso de
canales diferentes pero integrados sería esencial, como lo es en el caso de la comunicación
humana. En efecto, las personas no sólo usan el lenguaje hablado, sino que emplean una
amplia gama de señales corporales que incluyen el contacto ocular, las expresiones faciales, los
movimientos de los brazos y las manos, los cambios en la entonación de la voz y la postura. A
esto habría que agregarle el reconocimiento de gráficos, fotografías, imágenes y escritura
manuscrita. Incluso, se podría pensar en la posibilidad de medir e interpretar las emociones1.
Los sistemas del futuro operarán en niveles más próximos a la manera como la gente
piensa y se relaciona naturalmente. Al poder reconocer los gestos, la mirada, el tono de voz,
los olores despedidos y los estados emocionales del usuario, la máquina lo conocerá mejor y le
será más útil. Intentando mejorar el servicio provisto día tras día, se adaptarán a sus gustos,
acumulando experiencia a partir de sus anteriores selecciones y/o directamente de ejemplos
concretos. Debido a que serán proactivos, se anticiparán a las necesidades reales de su dueño:
sabrán, por ejemplo, qué cosas convienen recordar en ese momento y en qué tono decirlas. O,
en el caso de ideas gráficas, serán capaces de comprender pensamientos incompletos y
ambiguos, característicos de las primeras etapas de cualquier proceso de diseño.
Paulatinamente se irá imponiendo el concepto de consultar a la máquina en vez de darle
órdenes y, en consecuencia, la relación pasará de ser autoritaria a ser colaborativa.
Por supuesto, toda esta facilidad no es gratuita: se necesitará mayor cantidad de memoria
dinámica, procesadores más rápidos y potentes, sensores más especializados y diminutos y
programas mucho más elaborados (seguramente con técnicas de Inteligencia Artificial) para
que trabajen con eficiencia. No hay que olvidarse que detrás de esa aparente simplicidad, se
ocultarán los colosales esfuerzos de toda una gama de profesionales: ingenieros, matemáticos,

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La emoción es un proceso biológico que se origina a partir de una señal por la cual la persona libera ciertas
sustancias químicas. Habría sensores especializados en detectar cambios químicos, como el sudor.

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programadores, lógicos, lingüistas, sociólogos, psicólogos, educadores, artistas, diseñadores
gráficos, etc.

Computación ubicua
La PC es, tal vez, el aparato que más frustración provoca en la actualidad. Sigue siendo
muy complicada y difícil de utilizar; un medio tan poco “amistoso” para con el usuario que
excluye a gran parte de la población mundial. Sin embargo, y por otro lado, la inmensa
mayoría de las personas disfruta plenamente del teléfono, la televisión, el automóvil, la
heladera o el aire acondicionado, a pesar de que ignora totalmente cómo funcionan. La historia
demuestra que, a medida que se hace más compleja, la tecnología mejora y se hace más
accesible, más “orientada al ser humano”, tan fácil de utilizar que se vuelve virtualmente
invisible, imperceptible, hasta desaparecer...
El objetivo es conseguir que los usuarios se concentren en la tarea que deban realizar en
lugar de tener que prestar atención al manejo de la computadora; que obtengan comodidad y
simpleza, en vez de complicaciones y molestias. No se precisaría un conocimiento previo ni
habría que preocuparse si los distintos componentes armonizan o no entre sí. La estrategia más
adecuada para lograrlo, sería que nadie piense en ellas, que no exijan la atención consciente,
que se vuelvan tan discretas y poco llamativas que desaparezcan de la conciencia humana.
Deberían estar disponibles en todo momento y lugar, tan profunda y completamente integradas
en los objetos de uso común que perderían su individualidad, se disolverían en el ambiente y se
las usarían sin pensar, intuitivamente, como hoy se usa una radio.
Dentro de un par de décadas, el poder computacional será tal que podrá incluir fácilmente
una cierta “inteligencia” en los artefactos comunes. Todas los objetos incorporarán en su
diseño un microchip, tal vez en forma de una etiqueta autoadhesiva, que lo identificará
inconfundiblemente (reemplazando al tradicional código de barras). Contendrá procesadores,
memorias, sensores, actuadores y una conexión a Internet siempre activa y de gran ancho de
banda. Con él, los artefactos se volverán cada vez más “amigables”, sencillos de utilizar y
autoexplicativos; ya no se necesitará un manual de instrucciones, sino que el propio aparato se
convertirá en el mejor instructor. Incluso tendrán un alto grado de “personalización”, una
característica muy valorada por los usuarios (en especial, cuando ellos mismos son capaces de
personalizarlos). Muchos no necesitarán encenderse ni apagarse, o que se los programe o
sintonice; simplemente se activarán automáticamente cuando la persona se acerque.
La computación ubicua acentuará y magnificará el mundo existente, haciendo al entorno
un poco más “inteligente” y controlable. No es que las PCs vayan a desaparecer

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completamente del escenario, pero durante las próximas décadas convivirán con una gran
variedad de otros tipos de dispositivos informáticos. En vez de ofrecer poderosas
computadoras capaces de hacer de todo, el paradigma actual consiste en una colección de miles
de sistemas especializados, sumamente baratos y densamente interconectados entre sí. Se
tratará de una red auto-organizada, una clase especial de organismo, en donde cada elemento
“reaccionará” ante los estímulos del medio y “cooperará” con los demás, ya que adquirirán
una especie de “consciencia mutua”2.
La idea es similar a lo que pasó con la electricidad: se integró tan bien a la vida del hombre
que actualmente está en todas partes, oculta en las paredes y almacenada en minúsculas
baterías. Y al igual que la omnipresente toma eléctrica, la nueva red lo cambiará todo: los
vasos indicarán cuánto líquido ha sido bebido, las sillas avisarán cuándo el usuario lleva
demasiado tiempo sentado en una misma posición, los zapatos medirán la cantidad de metros
recorridos, las bañeras medirán el peso corporal y dibujarán gráficas de su evolución temporal
y los anteojos le informarán al oculista que necesitan una nueva graduación y concertarán una
cita…
Pero la verdadera novedad es que ese microchip posibilitará que los objetos dialoguen
entre sí, con lo cual podrán ofrecer una vasta cantidad de originales aplicaciones para la vida
diaria. Por ejemplo, la cafetera automática sabrá perfectamente cómo le gusta el café a su
propietario y podrá llevar una estadística del consumo diario o mensual; al tener acceso a su
agenda personal, lo preparará más tarde que de costumbre, si se entera que tiene una reunión
programada. Un peine inteligente analizará y comunicará el estado del cuerpo cabelludo al
centro de diagnóstico dermatológico, que propondrá el tratamiento más adecuado. Un frasco de
medicamentos podrá contener un mensaje grabado con su acción terapéutica, recordarles a los
más ancianos que ya es hora de tomar una nueva pastilla o comunicarse con la farmacia para
encargar una nueva caja. Algo similar pasará con los libros: si pertenece a una biblioteca
personal, indicará su localización física, así como en qué año/mes se leyó, cuánto se tardó en
hacerlo y hasta qué página se llegó (si todavía no se terminó de leerlo); si pertenece a una
librería, informará cuándo llegó al local, cuántos ejemplares quedan, si ese título ya está
agotado o en qué parte de la cadena de abastecimiento se encuentra.

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Desde hace rato ya se comercializa este tipo de tecnologías. Un ejemplo típico es el ICQ, un programa que le
indica al usuario cuando una persona -de una lista predefinida- se conecta a Internet.

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El hogar inteligente
Actualmente los aparatos hogareños y los electrodomésticos cumplen su función específica
de manera aislada, por lo que son incapaces de “dialogar” entre sí. A través de una red de
comunicación interna, en cambio, podrán interconectarse y ampliar enormemente sus
prestaciones. En esta configuración, cada aparato, cada electrodoméstico, cada sensor y
actuador disperso por la casa se comportará como un nodo, transmitiendo y recibiendo
mensajes entre ellos. Incluso la red dispondrá de salida a Internet, con lo cual cualquier
miembro de la familia podrá, a distancia, regular el aire acondicionado, descongelar la comida,
preparar la ducha o recibir un mensaje de la heladera “recordándole” que compre latas de
cerveza, en el camino de regreso a su casa.
No sorprenderá a nadie, por ejemplo, que el lavarropas elija el programa de lavado más
apropiado según los parámetros de la prenda que se coloque (qué tipo de fibra usa, de qué
color es y qué clase de suciedad presenta), dosificando la cantidad de jabón en polvo y
suavizante y controlando el tiempo de funcionamiento. O que la aspiradora regule
automáticamente su potencia de acuerdo con la cantidad de polvo que está siendo succionado y
lo descargue directamente en el recipiente de la basura. O que el horno a microondas tenga la
capacidad de vigilar lo que se cocine, decidiendo si los alimentos necesitan descongelarse antes
o simplemente ser calentados. En todos los casos, los mismos aparatos se ocuparán de
contactarse con el servicio técnico cuando detecten algún tipo de anomalía o cuando sea
necesario descargar una nueva actualización de su software.
Pero en donde resaltan las verdaderas posibilidades de este tipo de sistema es cuando se
consideran sus propiedades sinérgicas. Así, cuando alguien deambula por su casa, los sensores
de la pared seguirán sus pasos y ajustarán las variables ambientales, como la iluminación, la
calefacción, la refrigeración, la humedad o la música de fondo. El sistema sabrá que la persona
acaba de sentarse a la mesa para cenar, que fue a acostarse para dormir, que está tomando una
ducha, que está mirando un programa de TV o que está en un momento íntimo. En
consecuencia, el teléfono deberá tomar la decisión de no sonar, comunicándole al originante
que llame más tarde o que deje su mensaje. Por otro lado, el equipo de música sabrá que
cuando el dueño regresa a su casa -de un día agotador- quiere escuchar algún tema New Age,
pero los sábados a la noche prefiere algo más movido. Del mismo modo, el televisor
inteligente (cuya pantalla puede ocupar toda una pared) no ignorará que le interesa todo lo
relacionado con los robots humanoides, y que si en el noticiero se menciona algo sobre el
tema, lo debería grabar (en la videograbadora o en el disco rígido de la PC). Si la persona

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quisiera saber más sobre el tema, el aparato debería ofrecerle una lista de enlaces hacia páginas
web que ampliasen el tema.
Algo más espectacular sería el sistema de seguridad. El picaporte de la puerta de entrada al
hogar podrá “ver” a la persona que quiera entrar. En caso de “reconocer” al propietario, le
abrirá la puerta y posiblemente lo salude. Si se trata de un amigo, lo “identificará” y puede
que le dé los buenos días como un mayordomo bien entrenado. Pero si “notase” que se trata
de una persona sospechosa, tendrá la capacidad de tomarle varias fotografías o filmarlo y
avisar a la policía o al servicio de seguridad. De la misma forma, el sistema tendrá la habilidad
de detectar fugas de gas o de agua, de cerrar instantáneamente las llaves de paso o, incluso, de
llamar a los bomberos si se origina un incendio que no puede controlar.

No todo lo que brilla es oro


A pesar de todas las ventajas que puede ofrecer la tecnología “centrada en el ser
humano”, surgen algunos problemas relacionados con la confidencialidad. A mucha gente le
inquieta y le disgusta la posibilidad de que su información personal se encuentre disponible.
Esos datos que hasta hace muy poco eran privados (o, al menos, difíciles de conseguir), de
pronto y con muy poco esfuerzo, pueden estar al alcance de conocidos y de desconocidos..., de
cualquier parte del planeta. Con cientos de microchips en cada casa, comunicándose
permanentemente entre sí a través de redes de computación, bastaría con que hubiera una sola
“microfisura” en cualquier parte para registrar todo lo que ocurra en ella. Y dado que todos los
objetos estarían conectados a Internet, esa microfisura oficiaría de “portal de ingreso” para
cualquier hacker avezado.
A fin de obtener confidencialidad, es preciso balancear el compromiso entre seguridad y
facilidad de uso. Generalmente, cuanto más seguro se vuelve un artefacto, más dificultades va
a plantear a su legítimo dueño. En efecto, para poder utilizarlo, el propietario deberá demostrar
fehacientemente que es la persona que dice ser y, en muchos casos, incluso que se tiene tanto
el derecho como la necesidad de acceder a la información requerida. No faltarán oportunidades
en que se necesite la cooperación de otra persona (por ejemplo, el cónyuge) o de una entidad
(por ejemplo, un banco). En consecuencia, el proceso de identificación puede tornarse bastante
molesto.
Una solución práctica, para proteger la información privada contenida en las redes,
consiste en emplear una combinación de diferentes técnicas biométricas. Cada una de éstas
aprovecha las características únicas y particulares de cada persona (físicas, anatómicas y
morfológicas), a fin de lograr su identificación rápida y fidedigna. Ejemplos de ellas son el

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reconocimiento de las huellas dactilares, de las manos, del iris de los ojos, de la voz o de la
huella digital genética. Aunque ninguno de estos métodos -por sí solo- es lo suficientemente
seguro, la combinación de dos o tres de ellos proporciona un elevado nivel de seguridad 1.
También podría exigirse una contraseña o algún método criptográfico.
La idea que subyace en el empleo de las técnicas biométricas, es tomar una muestra de la
variable (un patrón vocal u odorífero, el dibujo de una huella dactilar, las impresiones de la
retina, la morfología de un rostro), codificarla digitalmente y almacenarla en una base de
datos. Luego, cuando se requiere la verificación de la identidad, nuevamente se toma otra
muestra y, en un tiempo razonable, se la compara con la existente en la memoria. Como puede
fácilmente deducirse, surgen problemas en todos y cada uno de los pasos. Primeramente, es
necesario contar con adecuados sensores para tomar muestras fidedignas y que, a su vez, sean
relativamente económicos y rápidos. En segundo término, se requiere codificar -de manera
eficaz- esa información a un formato digital (¿cómo se representa una cara?, ¿qué datos se
deben tener en cuenta?). Nuevamente, un parámetro a considerar es la velocidad; de nada sirve
que se tarde un día para extraer una muestra y codificarla. En tercer lugar, se debe contar con
una especie de base de datos que permita guardar dicha información y que garantice su
eficiente recuperación. Obviamente, el archivo debería ser relativamente “liviano”, ya que el
sistema debería guardar las muestras de todos los integrantes de la familia y recuperarlos
velozmente. Por último, el software debe ser capaz de comparar la muestra tomada con la
previamente almacenada. Aquí también los requerimientos de velocidad se tornan delicados.
Sería poco tolerable tener que esperar varios minutos -todos los días y varias veces por día-
para ser identificado por la misma máquina…

La red corporal
Una forma de solucionar este problema es contar con lo que se conoce como “red
corporal local” o BAN (Body Area Network), una derivación del actual concepto de “red de
área local” o LAN (Local Area Network). Para fines de la presente década, será normal que
cada individuo cuente con muchos microchips situados a lo largo de su cuerpo y conectados
entre sí, formando una red corporal. Podrán estar integrados en la ropa, en el reloj o en los
distintos accesorios y proporcionarán facilidades para la comunicación, la localización, el
control de funciones corporales, la identificación eficaz y muchos otros servicios. Entre otras

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Vale aclarar que, tanto los lectores de huellas dactilares como del iris, pueden burlarse con reproducciones
altamente sofisticadas a partir de geles. Un método seguro de identificación podría ser, por ejemplo, que al
llegar a la casa, el usuario se ubique frente a su puerta, coloque su mano en un pequeño rectángulo, al tiempo
que acerque su ojo a la mirilla y pronuncie su nombre.

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cosas, liberarán a su portador de muchas preocupaciones triviales y sustituirán poco a poco su
necesidad de hacer cálculos, memorizar cifras y textos, recordar fechas y eventos, tomar notas
y fotografías, etc.4
Por ejemplo, el reloj de pulsera podría ser muy útil para monitorear continuamente la
actividad cardíaca de los pacientes de alto riesgo, ya que cualquier persona tiene uno y está
casi todo el tiempo en contacto con su piel. Al producirse un ataque cardíaco, sería capaz de
enviar un mensaje al centro médico con su ubicación actual gracias a un sistema de
posicionamiento global (Global Positioning System o GPS). Además, en el mismo reloj se
podría almacenar la historia clínica del paciente o, incluso, las recomendaciones de su propio
médico personal. Los anteojos también se volverían particularmente interesantes. Estarían
provistos de unas diminutas videocámaras que proyectarían imágenes virtuales -a una distancia
cómoda- justo delante de los ojos: mapas de ciudades desconocidas, mensajes de correo
electrónico, artículos de revistas o fotografías almacenadas. Esas mismas videocámaras
podrían, con un simple guiño de ojo, fotografiar el rostro del interlocutor y compararla con una
base de datos de todas las personas conocidas; al ubicarla, mostraría discretamente el nombre,
el lugar y la fecha en que se conocieron y alguna información adicional.
Un pequeño audífono telefónico incorporado dentro de la oreja (o embutido en un aro o en
un pendiente) podría llevarse puesto todo el día, siempre encendido, permanentemente a
disposición. En consecuencia, no se necesitaría utilizar las manos ni disponer de un espacio
para llevarlo. Al recibir un mensaje o una llamada telefónica, la gema sintética del anillo
emitiría un color diferente, según sea normal o de urgencia, de un familiar o del trabajo. Al
tener un sistema GPS integrado, el aparato permitiría localizar en todo momento a su usuario
y, con la información sobre sus preferencias, podría advertirle que en la librería frente a la cual
acaba de pasar están ofreciendo el libro que estaba buscando. Incluso se podría sintonizar una
o varias emisoras de radio por Internet y escuchar música o noticias, enterarse de accidentes o
atascos en el tránsito, saber el estado del tiempo y la cotización de las acciones, etc.
La multinacional IBM, vale aclarar, ya presentó un aparato que puede enviar, mediante un
simple apretón de manos, la tarjeta de presentación del usuario a otra persona que tenga el
mismo dispositivo. Es muy útil en reuniones o conferencias: uno podría estrechar su mano con
muchas personas y, luego, al regresar a su casa, descargar en la PC todas las tarjetas de
presentación e imprimirlas. Al tener la posibilidad de intercambiar diferentes datos, la máquina
podría -por ejemplo- comparar las personas o los lugares que conocen en común. Por ahora, se

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No obstante, vale aclarar, las redes corporales y la computación ubicua son complementarios: la primera se
mueve con uno, mientras que la segunda está a su alrededor.

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necesita una computadora, pero ya se piensa en dispositivos transportables como teléfonos
celulares, asistentes digitales personales y tarjetas inteligentes. Extrapolando un poco la idea,
se podría imaginar un microchip -oculto entre las ropas- en el cual el usuario ingresaría
información sobre sus gustos, preferencias o filosofía de vida. A través de un intercambio
inalámbrico de señales (en la calle, en una reunión o en una fiesta), el dispositivo sería capaz
de indicar que dos o más personas tienen gustos similares.

La red de redes
La historia demuestra que la tecnología ejerce profundos cambios -o ayudan a facilitar
cambios- sobre la sociedad que las origina. En otras palabras, la tecnología creada moldea, a su
vez, a su creador. Así sucedió con el alfabeto, la imprenta, la electricidad, la televisión, el
automóvil y el avión. En todos los casos transformó el modo de pensar del hombre, modificó
sus categorías de pensamiento y cambió su estilo de reflexión. Por ejemplo, el libro permitió
almacenar pensamientos, sentimientos y conocimientos, independizándolos del tiempo. Las
telecomunicaciones alteraron el concepto de espacio, ya que permitieron que las ideas y las
palabras se desplacen miles de kilómetros, que se muevan a escala global. La televisión llevó
la visión humana hasta los más recónditos lugares del planeta y más allá. Del mismo modo, los
sistemas informáticos del futuro modificarán los hábitos de trabajo del Homo Sapiens, así
como también su forma de aprender y de pensar.
La importancia de Internet reside en que es una infraestructura apta para la interacción
colectiva entre muchos seres humanos, ya que posibilita intercambios múltiples e instantáneos
entre individuos dispersos a lo largo de la superficie terrestre. Al disponer de una conectividad
global e inmediata, la especie humana puede multiplicar enormemente su gran fortaleza: la
capacidad de compartir pensamientos y experiencias. Por primera vez en la historia, hay
millones de personas interactuando y relacionándose, al mismo tiempo y dentro de un mismo
espacio virtual, en diferentes grupos, equipos de trabajo, foros de discusión o canales de chat,
sin importar la distancia, la cultura o el sexo. Por el momento, comparten entre sí datos, textos,
dibujos, palabras, sonidos, música, imágenes, fotografías y videos, pero pronto se extenderán a
olores, texturas y sensaciones táctiles.
Esto puede originar un verdadero proceso de metamorfosis, una auténtica mutación
intelectual, con efectos todavía impredecibles. Por ejemplo, la posibilidad de tener una copia
de “respaldo” (un back-up) del cerebro significará que una persona nunca olvidará algo vivido
o aprendido. El acceso inmediato a enormes bancos de memoria (con la información correcta,
en el momento adecuado, con la necesaria profundidad y en la forma apropiada) habilitará la

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expansión de los medios educativos. La comunicación constante entre grupos de personas -no
importa la distancia- optimizará la coordinación y armonización de sus labores. Una conexión
permanente a Internet podrá hacer que las relaciones sociales se desarrollen totalmente en un
entorno virtual. Una cada vez mayor delegación de las facultades lógicas y de razonamiento
hacia las máquinas modificará la forma de trabajo de la mente humana, como antes lo hizo el
uso de calculadoras electrónicas.
Yendo un poco más lejos, ¿cómo se alteraría una sociedad cuando haya algunas decenas de
microchips por cada individuo? ¿Y cuando la mayoría de dichos chips se comuniquen entre sí?
¿Qué pasaría si, algún día, a través de implantes cerebrales conectados a Internet, se puedan
transmitir emociones, sensaciones y pensamientos directamente de una persona a otra? Sería
una suerte de telepatía digital, que permitiría enlazar las mentes de varios individuos en una
forma de asociación simbiótica nunca antes experimentada por la especie. Como dice el
profesor inglés Kevin Warwick, de la Universidad de Reading, “al sentir -de verdad sentir- su
tremenda fuerza, aprenderemos a controlar nuestras emociones para no dañar a otros con la
rabia o ira. Eso nos hará mejores seres humanos”. O, como afirma el empresario y escritor
americano Ray Kurzweil, “podremos conectarnos a un sitio Web y experimentar la vida de
otras personas, de la misma manera que lo hacen los personajes en las películas. Será posible
vivir y revivir experiencias muy interesantes en cualquier momento”.

El cerebro planetario
Ya se habla del surgimiento de una “inteligencia planetaria” que, tal vez, conduzca a la
humanidad hacia un nuevo estado evolutivo, hacia un nuevo estado de consciencia. En efecto,
se está creando un substrato tecnológico, un tejido de cables de fibra óptica, satélites y
microondas, que está envolviendo rápidamente al planeta. Junto con enormes bases de datos,
poderosas computadoras y sofisticados algoritmos informáticos y de inteligencia artificial, se
está gestando una especie de “cerebro global” que interconectará a los millones de cerebros
individuales dispersos. De este modo, a través de la tecnología, los seres humanos podrán
compartir y combinar su inteligencia, sus conocimientos y su creatividad, los cuales se
potenciarán y realzarán por las posibilidades de los sistemas informáticos: su velocidad de
cómputo, el acceso a grandes almacenes de datos, sus capacidades gráficas, sus poderes
lógicos, etc.
Pero en este proceso de gestación de un cerebro global, también aparece -a su vez- un
proceso inverso en el que cada cerebro individual se reacomoda y adapta a ese sistema. Como
en el caso de las herramientas, del lenguaje o de la sociedad, se da otra vez el proceso gradual

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de coevolución y adaptación mutua. Cada parte trata de adaptarse al otro, pero convergiendo
lentamente hacia un objetivo común. Así, en poco tiempo más, la interfaz entre el hombre y la
máquina se optimizará, será única y continua, sin discontinuidades, “sin fisuras”. Uno podrá
moverse libremente entre Internet, la televisión, la radio, la PC o cualquier dispositivo que esté
usando. Entonces ya no pensará en la red como algo extraño, complicado, difícil. Estará al
alcance de cualquiera y será algo tan común como lo es hoy un libro, un teléfono o un
automóvil.
Para el francés Joël de Rosnay, doctor en Ciencias y actualmente presidente de Biotics
International, ese supercerebro planetario ya tiene nombre: lo denomina “cybionte” (de cyb:
cibernética, bios: biología y ente). Lo concibe como una nueva forma de vida sobre la Tierra
que se está conformando -lenta y progresivamente- a partir del conjunto de cerebros
individuales humanos, sus organizaciones, sus sistemas informáticos y sus redes de
telecomunicaciones. Se trata de organismo híbrido en donde los hombres equivalen a sus
neuronas, las redes informáticas a sus sinapsis y las organizaciones a sus tejidos cerebrales. Y,
al igual que el órgano encefálico, se reconfigura constantemente ajustando y modificando sus
enlaces en respuesta a las decisiones tomadas en paralelo por centenares de millones de
personas y máquinas interactuando entre sí.
Se estima que actualmente (año 2003) hay, en Internet, cerca de 660 millones de usuarios,
poco más de 175 millones de computadoras, y un promedio de 50 enlaces por sitio. Si bien es
un número enorme, y que crece diariamente, solamente representa el 11% de la población
mundial. Por otro lado, su concentración no es homogénea: un 25% de internautas vive en
EE.UU., otro 29% reside en Europa y un 24% se reparte entre Japón, China y Australia,
mientras que existen enormes regiones desconectadas de la red (no sólo África, sino también
parte de Asia, América Latina y Eurasia). Sin embargo, y siguiendo a de Rosnay, ¿qué pasará
cuando cambien esas cifras? ¿Qué ocurrirá cuando más personas se conecten y estén repartidas
más homogéneamente por todo el planeta? ¿Y cuando haya más máquinas conectadas, no sólo
computadoras sino teléfonos móviles, electrodomésticos, microchips inteligentes, juguetes
inteligentes…? ¿Y cuando se incremente la cantidad de enlaces por sitio? Tal vez ocurra una
especie de metamorfosis, una “transición de fase”, como cuando el vapor se transforma en
agua o ésta en hielo. Del mismo modo, quizás emerja -poco a poco- una nueva entidad con
propiedades enteramente nuevas, una inteligencia colectiva autoconsciente que condicione el
desarrollo futuro de la humanidad…

29/10/2021 552976233.doc 13

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