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ESCUELA

SECUNDARIA,
CONVIVENCIA Y
PARTICIPACIÓN
Pedro Núñez, Lucía Litichever y
Denise Fridman
(Compiladores)

05 | COLECCIÓN EDUCACIÓN Y SOCIEDAD

05_Portada_Escuela
Escuela secundaria,secundaria, convivencia
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Paulo Speller
Secretario General de la Organización de Estados Iberoamericanos
para la Educación, la Ciencia y la Cultura (OEI)

Andrés Delich
Director de la Oficina de la OEI en Argentina

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Escuela secundaria, convivencia y participación / Myriam Southwell ... [et al.] ; compilado por
Pedro Núñez; Lucía Litichever; Denise Fridman.- 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires
: Eudeba, 2019.
264 p. ; 23 x 16 cm. - (Educación y sociedad)

ISBN 978-950-23-2916-1

1. Educación Secundaria. I. Southwell, Myriam. II. Núñez, Pedro, comp. III. Litichever, Lucía,
comp. IV. Fridman, Denise, comp.
CDD 373.1

Eudeba
Universidad de Buenos Aires

1º edición: junio de 2019

© 2019
Editorial Universitaria de Buenos Aires
Sociedad de Economía Mixta
Av. Rivadavia 1571/73 (1033) Ciudad de Buenos Aires
Tel.: 4383-8025 / Fax: 4383-2202
www.eudeba.com.ar

Diseño de Tapa: Pablo Alessandrini


Diagramación general: Eudeba

Impreso en Argentina.
Hecho el depósito que establece la ley 11.723

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su almacenamiento en


un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio,
electrónico, mecánico, fotocopia u otros métodos, sin el permiso previo del editor.

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Índice

Prólogo..............................................................................................11
Andrés Delich

Presentación. La escuela secundaria y los desafíos


de la inclusión: nuevos temas de agenda sobre convivencia,
participación y juventudes....................................................................15
Pablo Núñez y Denise Fridman

I. Diálogo sobre la experiencia escolar Argentina-México

Notas sobre la intermitente democratización de la secundaria.............29


Myriam Southwell

Desigualdades invisibles: algunas reflexiones sobre la inclusión


desigual en la escuela............................................................................41
Gonzalo A. Saraví

II. Políticas de convivencia y participación en la región

Teatro para la convivencia.....................................................................61


Leonel Rivera Cancela y Nilia Viscardi

Violências nas escolas: Uma experiência de mudança...................83


Miriam Abramovay

Políticas de convivencia escolar en contextos educativos segregados,


punitivos y de rendición de cuentas: el caso de Chile...........................97
Verónica López

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III. Investigaciones sobre convivencia escolar:
perspectivas y abordajes en Argentina

Convivencia y violencias en la escuela. Recorridos y reflexiones
desde una perspectiva psicosocial........................................................121
Horacio Paulín

Dinámicas de la convivencia: nuevos modos de resolver


los conflictos en las escuelas................................................................145
Lucía Litichever

“El día de la escuela libre”: agencias juveniles e instituciones


educativas...........................................................................................169
Pablo Francisco Di Leo

IV. Experiencias de convivencia y participación.


La mirada de los docentes

Circuitos de abordaje cotidianos de problemáticas institucionales


en la convivencia. El caso de la Escuela de Educación Media Nº2
DE 13 “Ernesto Che Guevara” de la Ciudad de Buenos Aires...........197
Emmanuel Santiago Caamaño

Maravillosa Resistencia: la escuela como espacio social


de construcción de lo público.............................................................203
Silvina Costignola

Anexo. Avances de investigación.................................................225

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Desigualdades invisibles: algunas reflexiones
sobre inclusión desigual en la escuela
Gonzalo A. Saraví*

Introducción

Durante los últimos años, la desigualdad se ha constituido en un tema central


de la discusión académica y ha sido identificada como un rasgo distintivo de la
sociedad contemporánea en los más diversos contextos nacionales. En algunas
regiones, como América Latina, la desigualdad socioeconómica ha mostrado
una persistente continuidad, más allá de algunos vaivenes coyunturales en
momentos y países específicos (CEPAL, 2016); en otras regiones, con ma-
yores niveles de desarrollo y bienestar, las disparidades en las condiciones de
vida entre diferentes sectores sociales se acrecentaron notablemente (OCDE,
2016).1 Pero la desigualdad no significa solamente niveles dispares en variables
unidimensionales y cuantificables como la cantidad de ingresos, el monto de
la riqueza, los años de escolaridad, o contar o no con seguro de salud, entre
muchas otras posibles; la desigualdad se expresa también, y de manera cada
vez más notable, en experiencias de vida diferentes, a veces inconmensurables.
Resulta pertinente hacer esta distinción porque si bien la desigualdad
económica parece evidente, también lo es que, en esa y en otras dimensiones,

* Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS,


Ciudad de México).
1. Según la Comisión Económica para América Latina (CEPAL, 2016), a pesar de la
disminución experimentada en la primera década de este siglo, nuestro continente continúa
presentando niveles de desigualdad extremadamente altos que lo colocan entre las regiones
más desiguales del mundo. Por otra parte, informes recientes de la Organización para la
Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE, 2016) dan cuenta de una tendencia al alza
entre sus países miembros: para 2014 el Coeficiente de Gini de los ingresos de los hogares era
en promedio de 0.318, el más alto registrado desde mediados de los años 1980; en ese entonces
el 10% más rico de la población tenía ingresos 7 veces superiores al 10% más pobre, mientras
que hoy sus ingresos son 10 veces mayores. En América Latina, a pesar de la disminución
reciente, el Coeficiente de Gini ronda el 0.48 y en países como Chile o México el ingreso del
10% más rico es 27 veces mayor al del decil más pobre.

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las brechas en algunos contextos y momentos parecieran haberse acortado.


En el ámbito de la educación, por ejemplo, esto último ocurre de manera
paradigmática. Los sectores más desfavorecidos han incrementado los años
de escolaridad y en algunos niveles básicos se ha llegado a la universalización;
sin embargo, diversas evidencias cotidianas nos llevan a preguntarnos si este
proceso ha significado realmente una mayor igualdad. El mismo razonamiento
podríamos aplicar para otros ámbitos de la vida.
En este texto me ocuparé precisamente de esbozar una reflexión sobre
esas desigualdades de la experiencia escolar que emergen justamente cuando
la educación formal se extiende y se hace más “incluyente”. Estamos frente a
desigualdades invisibles con frecuencia ocultas tras el discurso de la diferencia.
Advierto que se trata de una reflexión que no brinda respuestas precisas, sino
que plantea paradojas, tensiones, y preocupaciones que aquejan a quienes
pensamos en una sociedad más justa y menos desigual. Con esta pretensión,
el capítulo se organiza en cuatro secciones en las cuales exploro la relación
entre desigualdad y educación, discuto la distinción entre diferencia y des-
igualdad, sugiero la hipótesis de procesos de inclusión desigual, y finalmente
planteo algunas referencias para mirar o preguntarnos si detrás de ciertos
procesos educativos no están operando desigualdades invisibles. El argumento
desarrollado tiene cierto grado de abstracción, pero las ideas y dudas que lo
nutren se sustentan en mi experiencia de investigación y trabajo de campo
con adolescentes y jóvenes en México, así como en otros estudios empíricos
sobre el tema realizados en la región.

Paradojas de la relación entre desigualdad y educación

La educación es uno de los espacios paradigmáticos en el que se cristalizan


muchas de las implicaciones de la desigualdad, y también uno de los ámbitos
privilegiados en el debate sobre el tema. La relación entre la desigualdad y la
escuela ha sido clave en la sociedad moderna liberal-democrática, constitu-
yéndose en centro de discusión entre perspectivas encontradas. Por un lado,
la educación formal es considerada el factor clave para que individuos y países
alcancen un mayor nivel de desarrollo y bienestar económico, al tiempo que
constituye el fundamento último de la igualdad de oportunidades. Por otro
lado, la escuela también puede ser vista como el mecanismo por excelencia
de reproducción de las desigualdades de clase y, sobre todo, de legitimación
de las desigualdades heredadas, las cuales, luego de pasar por el tamiz escolar,
se vuelven desigualdades justas.
Bajo los influjos del primer paradigma y como parte de las reformas
estructurales que comenzaron a implementarse desde los años 1980, la

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expansión de la cobertura del sistema educativo pasó a desempeñar un papel


clave en la agenda global del desarrollo. Tal como lo señala Tarabini (2010:
204) tanto los “organismos internacionales, gobiernos del norte y del sur,
e incluso organizaciones no-gubernamentales coincidieron en enfatizar las
virtudes de la inversión en educación como estrategia clave para enfrentar la
pobreza y alcanzar un mayor desarrollo”. Desde entonces, en la mayor parte
de los países de la región, se implementaron diferentes medidas tendientes a
incrementar los años de escolaridad de la población, universalizar y extender
los niveles de educación básica, e incluir a minorías y sectores desfavorecidos
hasta entonces excluidos. Un ejemplo paradigmático de esto último han
sido los programas de transferencias monetarias condicionadas, los cuales
incluyen entre sus principales requisitos que los hogares beneficiarios envíen
a sus hijos a la escuela y se aseguren de su continuidad. Pero también se
han creado formalmente nuevas modalidades educativas o informalmente
algunas escuelas se han ido adaptando a los sectores antes excluidos. Sea
consecuencia directa o indirecta de estas medidas, lo cierto es que a lo largo
de las últimas décadas en la mayor parte de los países de América Latina se
experimentaron avances sustantivos en términos educativos y de inclusión
de nuevos públicos.
Esta expansión, principalmente en términos de acceso y cobertura, nos
plantea una nueva serie de cuestionamientos referidos a la relación entre edu-
cación y desigualdad. En primer lugar, una observación casi evidente es que,
más allá de todas las contribuciones que puedan atribuirse al incremento de la
escolaridad, esta expansión de la educación no se tradujo en una disminución
de la desigualdad. Es decir que algo en esta relación no está funcionando en los
términos en los que lo planteaba la primera perspectiva referida. Sin embargo,
una segunda observación es que también es cierto que el incremento de los
años de escolaridad, la universalización de algunos de sus niveles y el creciente
acceso de sectores desfavorecidos mina los cuestionamientos que apuntaban
a la desigualdad y exclusión educativa en las sociedades liberal-democráticas.
Las nuevas tendencias conducen a preguntarse si efectivamente es la escuela
la que está reproduciendo la desigualdad,2 tal como lo sugería el segundo
paradigma, y si es así, cómo ocurre si ya no es a través de la exclusión.
Es decir, estamos en una especie de encrucijada. La escuela ha dejado de
ser excluyente como lo sostenían las perspectivas críticas, pero la desigualdad
tampoco ha disminuido como lo sostenían las perspectivas más liberales. Para
salir de esta paradoja, emergen por lo menos dos nuevos temas de análisis y
debate en los que vuelven a confrontarse posiciones antagónicas.

2. Dejemos por el momento a un lado el efecto que puede tener la devaluación de las
credenciales educativas, lo cual es un problema mucho más puntual.

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Respecto al primero de estos temas, sería mejor decir que es solo “relativa-
mente” nuevo, ya que tiene un antecedente directo en un informe ampliamente
conocido en el ámbito de la sociología de la educación, el Informe Coleman,
realizado en los Estados Unidos hace ya más de cincuenta años (Coleman et
al., 1966). Este informe demostraba que las condiciones socioeconómicas del
hogar de origen tienen un efecto determinante sobre el desempeño escolar de
los estudiantes. El tema que reemerge a partir de este antecedente, pero con
fuentes de información, métodos estadísticos y recursos computacionales más
sofisticados, consiste en saber si es la escuela misma o son factores extraescola-
res los principales responsables de las desigualdades en el desempeño escolar de
los estudiantes; dicho en otros términos, la pregunta es cuál es efectivamente
la contribución (positiva o negativa) de la escuela a la desigualdad educativa.
La posición predominante ha ido cambiando desde aquel informe precursor;
no obstante, la tendencia es poner el mayor peso o responsabilidad en los
factores escolares. La idea subyacente es que si la expansión educativa no
redujo la desigualdad como se esperaba es porque las escuelas están teniendo
un efecto desigual sobre el desempeño escolar, y es por lo tanto necesario
fortalecer a las escuelas menos “exitosas”. Una posición alternativa consiste
en dirigir la mirada hacia las desigualdades previas o anteriores a la escuela.
Numerosos y recientes estudios etnográficos han explorado estos aspectos,
aunque, tal como lo señala Nash (2005), con frecuencia han sido objeto de la
crítica, e incluso del desdeño, al asociarlos a una teoría del déficit (cultural)
y acusarlos de responsabilizar a las propias víctimas por sus condiciones de
vida y su desempeño (en este caso, a las familias más desfavorecidas por el
desempeño escolar de sus hijos).
El segundo tema que se desprende de la paradoja anterior se refiere a la
conformación de diferentes circuitos escolares. Si la expansión educativa no
mantuvo la relación esperada con la desigualdad (en cualquiera de los dos
paradigmas), es posible entonces que ello se deba a que dicha expansión no fue
pareja, homogénea o unívoca. Y, en efecto, existe un amplio consenso respecto
a esta última observación; la expansión y masificación de la escuela ha sido
acompañada de su diversificación y segmentación. Es en la interpretación de
este proceso, sin embargo, donde encontramos, nuevamente, posiciones con-
frontadas. Por un lado, la “diversificación” puede ser vista como el resultado
de una escuela que responde y se abre (con distintas modalidades, estrategias,
expectativas, niveles de exigencia, etcétera) a la diversidad de la sociedad y
de los públicos que ahora acceden a ella. Por otro lado, podemos interpretar
que esta diversificación se acerca más a una fragmentación producto de una
expansión que se da por medio de inclusiones desiguales (Saraví, 2015b).
En ambos temas emergentes (el desempeño escolar y los circuitos esco-
lares) subyace una misma contradicción sustantiva y fundamental: la relación

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entre diferencia y desigualdad. En el primero la duda es si los variables desem-


peños escolares resultan de diferencias en los talentos, habilidades, esfuerzo y
otras cualidades individuales de los estudiantes y las escuelas, o de desigual-
dades estructurales de clase que anteceden a la escuela misma; en el segundo,
la pregunta es si los circuitos escolares se conforman siguiendo las líneas que
dividen a la sociedad según estilos, preferencias y cualidades de diferentes
grupos de la población o siguiendo los clivajes de las desigualdades de clase.
Es decir, el dilema a resolver o discutir es si estamos ante diferencias o ante
desigualdades: ¿cuándo una diferencia puede considerarse una desigualdad?
y ¿cuándo una aparente desigualdad es simplemente una diferencia?

¿Desigualdad o diferencia?

La relación entre desigualdad y diferencia no es nueva en el ámbito de la


discusión sociológica y política sobre la educación. Sin embargo, la confluencia
de dos procesos hace que en la actualidad sea particularmente relevante pensar
y reflexionar sobre ella. El primero son las crecientes disparidades socioeco-
nómicas entre sectores de la población. El segundo, la creciente demanda,
valorización y reconocimiento de la diferencia, ya sea tanto a nivel de las
identidades colectivas como de las decisiones de los individuos. Podríamos
decir que nos encontramos frente a otra paradoja (fundante de las anteriores)
en la que dos tendencias con signos opuestos confluyen en un mismo punto
o resultado. La paradoja consiste en poder identificar cuándo aquellas con-
diciones y experiencias de vida son diferentes y cuándo son desiguales. La
desigualdad puede considerarse (en beneficio de la brevedad) como una forma
particular de diferencia, y en este sentido, el interrogante se reduce a saber
si una diferencia es también una desigualdad o simplemente una diferencia.
En la sociedad contemporánea, o más precisamente en una sociedad en
la que los principios del neoliberalismo imponen una forma de ver el mundo,
muchas desigualdades de clase tienden a ser tematizadas como diferencias de
estilos de vida o diferentes elecciones de vida. Pero también, muchas desigual-
dades redistributivas se plantean exclusivamente en el campo de las luchas por
el reconocimiento. Para decir esto último con otros términos, retomo una adver-
tencia que hacía García Canclini sobre la atracción populista ante las riquezas
de la cultura popular que “soslaya lo que en los gustos y consumos populares
hay de escasez y resignación” (2005: 71). En un plano más abstracto y general,
vuelve a ser relevante tomarse un tiempo para reflexionar sobre esta relación.3

3. En el ámbito de la educación encontramos algunos antecedentes de esta discusión, la


cual mantuvo cierta continuidad aunque –al menos en mi revisión de la literatura– con algunas

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En un artículo de 1981, James Murphy examinaba los estudios sobre las


desigualdades de clase en la educación y concluía, a partir de esta revisión, que
en general ninguno de ellos mostraba evidencias robustas sobre la existencia
de tales desigualdades. El autor sostenía, en aquel artículo, que en todos estos
estudios se asume que la presencia de disparidades o diferencias entre clases
en la educación automáticamente denota la existencia de desigualdades de
clase. Esta asociación es justificada desde enfoques similares por dos vías po-
sibles: porque dichas diferencias de clase serían producto de cierta exclusión
estructural, o bien porque ellas resultan de cierta desposesión cultural. Sin
embargo, siempre según la revisión de Murphy, ninguna de estas justificaciones
es acompañada de una evidencia robusta.
Murphy nos dice que para tomar estas diferencias como desigualdades
debería comprobarse primero que quienes están excluidos o desposeídos de
un bien o servicio desean o anhelan ese bien o servicio, y, en segundo lugar,
que, si en determinados sectores no existe ese deseo o anhelo, ello se debe a
una exclusión estructural o desposesión cultural. Para el caso de la educación,
esto significaría comprobar una demanda universal por la educación o que
cuando esa demanda no es universal ello se debe a alguna forma de exclusión
o desposesión. El argumento del autor es que aquello que se tematiza como
desigualdades de clase son en realidad diferencias aspiracionales entre clases;
dicho en términos más simples, que la gente prefiere o desea cosas diferentes, y
esas diferencias no pueden atribuirse con evidencia científica a una condición
de clase (Mohan, 1985).
Antes de continuar con el segundo ejemplo, mucho más reciente en el
tiempo, cabe mencionar que con posterioridad al artículo de James Murphy, se
publicaron dos investigaciones particularmente relevantes en este campo. Tanto
el libro de MacLeod (1987)4 como el de Annette Lareau (2003)5 constituyen,
en mi opinión, excelentes estudios etnográficos en los cuales se analiza cómo
diferentes experiencias de clase van dando forma desde temprana edad a estas
diferencias de clase; es decir, me parece que ambos estudios responden a las
demandas de Murphy para poder sostener que esas diferencias efectivamente
constituyen desigualdades. Tanto MacLeod como Lareau lo hacen de una ma-
nera mucho más etnográfica, menos rígida, y más apegada a la heterogeneidad
y los matices del mundo popular que las interpretaciones previas desde los

discontinuidades. Aquí solo me referiré a dos trabajos en distintos extremos temporales en los
cuales está presente un aspecto similar sobre esta relación que deseo discutir.
4. El libro de Jay MacLeod al que me refiero es: Ain’t no makin’ it. Leveled Aspirations in
a Low-Income Neighborhood.
5. Cabe mencionar que si bien la publicación de Annette Lareau, Unequal Childhoods.
Class, Race and Family Life, es de 2003, la investigación fue concluida una década antes.

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enfoques reproduccionistas. Las dos investigaciones parten claramente desde


la propuesta de Bourdieu sobre la reproducción, pero enriquecen y fortalecen
esa perspectiva a partir de estudios etnográficos que les permiten matizar el
determinismo estructural, la homogeneidad de la experiencia de clase, y la
carencia o inutilidad de los capitales de las clases subalternas.
MacLeod, por ejemplo, estudia dos pequeños grupos de adolescentes de
clase baja en un barrio de vivienda social de los Estados Unidos; el interés del
autor reside precisamente en lo que Murphy considera simples diferencias
aspiracionales. MacLeod analiza cómo las aspiraciones y expectativas sobre
la educación van siendo permeadas por la condición y experiencia de clase,
constituyéndose así en un mecanismo clave de reproducción de la desigualdad.
Las aspiraciones de ambos grupos de adolescentes, sin embargo, presentan
matices y diferencias que responden a sus respectivas experiencias de clase,6
con lo cual el autor cuestiona un determinismo absoluto y unidireccional. La-
reau también trabaja con dos grupos, aunque en este caso son niños de menor
edad que aún asisten a la escuela primaria. Además, en lugar de pertenecer
a una misma clase, como en el estudio de MacLeod, los niños de uno de los
grupos son de familias pobres trabajadoras y los otros de las típicas familias
norteamericanas de clases media y media-alta. En este estudio, al igual que
en el anterior, hay un esfuerzo por explorar cómo la desigualdad se filtra en el
tejido cultural y contribuye así a su reproducción. Lareau lo hace dirigiendo su
mirada hacia las prácticas y estilos de crianza y formación de los hijos en estos
dos grupos pertenecientes a clases diferentes. Las familias de ambos grupos,
nos dice la autora, buscan lo mejor para sus hijos tanto en la escuela como en su
vida futura, pero lo hacen criando a sus hijos a través de repertorios culturales
diferentes asociados a su condición de clase, los cuales resultan más y menos
exitosos, respectivamente, en relación con las compensaciones sociales que
reciben. Debemos reconocer, sin embargo, que en años recientes se ha insistido
en acusar a los estudios que priorizan la condición y experiencia de clase de
los hogares como fundamento de las desigualdades educativas que padecen
sus hijos, de propiciar una “teoría del déficit”; es decir, una interpretación de
las desigualdades que las atribuye a las deficiencias (sociales y culturales) de
los hogares más desfavorecidos; es decir, un ejemplo particular de lo que se
conoce como blame the victim (culpar a la victima).
Volviendo a nuestro planteamiento sobre la relación entre diferencia
y desigualdad, mucho más cerca en el tiempo Bernhard Lahire (2003)

6. Uno de los grupos incluido en el estudio está compuesto por adolescentes de familias
afroamericanas, mientras en el otro son de familias de blancos pobres; MacLeod encuentra que
esta diferencia racial, entre otras, genera matices en la forma en que ambos grupos experimentan
y perciben su condición de clase y construyen expectativas y aspiraciones hacia el futuro.

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reflexiona también en torno a esta misma asociación, y lo hace también


desde la educación. La pregunta que se plantea es prácticamente la mis-
ma: cuándo estamos frente a una diferencia social y cuándo frente a una
desigualdad social. La respuesta de Lahire es que para que una diferencia
se constituya en una desigualdad “es preciso que todo el mundo (o por lo
menos una mayoría tanto de los privilegiados como de los desfavorecidos)
considere que la privación de tal actividad, es decir, el acceso a determi-
nado bien cultural o servicio constituye una carencia, una deficiencia, o
una injusticia inaceptable” (2003: 991). Un principio clave, entonces, para
determinar si una diferencia realmente constituye una desigualdad es el
principio al que Lahire denomina deseabilidad colectiva: si el objeto de
diferencia es valorado y anhelado solo por un grupo particular, estamos en
el ámbito de la diferencia, pero cuando ese objeto de diferencia se legitima
como algo deseable y valorado también por quienes carecen de él, entonces
la diferencia se convierte en una desigualdad. Por eso, para el autor, la tarea
fundamental del sociólogo no consiste en identificar y medir diferencias que
luego automáticamente serán convertidas en desigualdades, sino en explorar
la génesis de las creencias colectivas que legitiman la deseabilidad de un
bien o servicio. En este sentido, para el caso específico de la educación, solo
se instaura el discurso de las desigualdades educativas cuando la cultura
escolar se torna un valor social colectivamente compartido.
Los planteamientos de Murphy y Lahire, más allá de la brecha tempo-
ral que los separa, permiten identificar un criterio lógico y consistente para
poder reconocer y distinguir una diferencia de una desigualdad; la aspiración
o deseabilidad de un bien sería una condición primera y necesaria para que
una diferencia se constituya en desigualdad. La segunda condición es que si
esa aspiración no existe en determinado grupo ello pueda atribuirse a una
condición estructural o cultural de clase; o bien, que se demuestre que aun-
que la deseabilidad esté ausente en un grupo en particular, en la sociedad o
colectivo mayor ese bien está legitimado como deseable y con valor, es decir,
que socialmente es visto y experimentado como un capital. En el siguiente
apartado, planteo la idea de la fragmentación social como una posible vía
(entre otras) para identificar desigualdades invisibles detrás de las diferencias.

Fragmentación social: un manto sobre la desigualdad

La hipótesis de la fragmentación social emerge en el cruce de dos lí-


neas de análisis relativamente contemporáneas pero que han permanecido
indiferentes hasta hace muy poco tiempo: la exclusión y la desigualdad. El
primero de estos conceptos da cuenta del debilitamiento del lazo social en

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determinados individuos y/o segmentos de la población (Saraví, 2007). Las


reformas sociales y la reestructuración socioeconómica que acompañaron a
la globalización a partir del último cuarto del siglo XX desencadenaron pro-
fundas transformaciones en los regímenes de bienestar y en los mercados de
trabajo que agudizaron la desprotección de los sectores más desfavorecidos y
sumieron en la vulnerabilidad a muchos otros. La concentración y encadena-
miento de desventajas amenaza con la posibilidad de que estos individuos y
sectores vulnerables queden entrampados en espirales de desventajas (Esping
Andersen, 1999). La fractura del lazo social aparece así como el destino final
al que puede conducir este proceso.
Los estudios empíricos sobre la exclusión social se concentran mayorita-
riamente sobre los segmentos más desfavorecidos y vulnerables de la población.
Sin embargo, es posible pensar que el debilitamiento del lazo social puede
afectar también a los sectores privilegiados, a las elites. Paralelamente a la
acumulación de desventajas, la persistencia e incremento de la desigualdad
nos sugiere que otros individuos y sectores de la población experimentan un
proceso semejante, pero inverso, de acumulación de ventajas que también puede
llevar a un distanciamiento respecto al resto de la sociedad.7 La acumulación
de desventajas y ventajas podría tener un mismo destino definido por el de-
bilitamiento del lazo social. Tal como lo señalara Scott (1994), el privilegio
y la privación pueden concebirse como expresiones similares de un mismo
proceso de exclusión o distanciamiento social con respecto a los estándares de
participación y bienestar social asumidos como normales en una sociedad. Es
decir, la profundización de la desigualdad, aleja cada vez más a los más pobres
y los excluye de las actividades y condiciones de vida consideradas socialmente
apropiadas para sus miembros en cada sociedad; pero la profundización de
las brechas sociales también promueve el alejamiento y exclusión de los más
ricos respecto de esos mismos estándares de vida y participación social. La
privación y el privilegio, dice Scott, son términos que tienen incluso una mis-
ma raíz etimológica que da cuenta de este rasgo común a ambas condiciones:
los deprivados son excluidos de la vida pública, los privilegiados son capaces
de excluirse de la vida pública (Scott, 1994: 151). En última instancia ambas
condiciones pueden conceptualizarse como formas de exclusión con respecto
a una común membresía ciudadana.

7. Resulta pertinente recordar en este momento que el planteamiento original de esta


idea es atribuible a Robert K. Merton, representante del estructural funcionalismo y uno de
los sociólogos más reconocidos de la segunda mitad del siglo XX. Merton (1968) se refirió
precisamente a un proceso de acumulación de “ventajas” al que denominó “The Matthew
Effect”, que se daba entre los miembros de la comunidad científica generando una desigualdad
creciente entre ellos. La acumulación de “desventajas” es un desarrollo posterior propio de los
estudios sobre exclusión social.

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50 Gonzalo A. Saraví

Barry (2002) plantea una idea similar al señalar que en las sociedades
contemporáneas no nos enfrentamos a una sola línea divisoria que separe un
adentro y un afuera, a los integrados de los excluidos. En sociedades que com-
binan una economía de mercado y una democracia liberal, observa este autor,
resulta común encontrarse con dos umbrales de exclusión: un escalón inferior,
por debajo del cual están los sectores más desfavorecidos y privados del acceso
a las principales instituciones y beneficios sociales, y un escalón superior, por
encima del cual se encuentran los sectores privilegiados que tienen la capacidad
para prescindir de esas instituciones y obtener los mismos servicios (pero de
mejor calidad) de manera privada en el mercado. Los países latinoamericanos
son mencionados como un ejemplo paradigmático y extremo de sociedades
en las cuales los umbrales inferior y superior generan profundos contrastes en
las trayectorias vitales, los modos de vida y la relación con las instituciones de
diferentes segmentos de su población. La principal consecuencia de la profun-
dización de la desigualdad es el distanciamiento y el aislamiento social, una de
cuyas expresiones más significativas e inevitables es la ausencia o pérdida de
experiencias sociales compartidas entre diferentes sectores sociales.
Cada uno de estos espacios puede pensarse (especialmente en el caso
latinoamericano, donde el peso de las clases medias ha sido menor, con la ex-
cepción de Chile, Argentina y Uruguay), más que en términos de una exclusión
absoluta, como espacios de exclusión relativa. Ellos constituyen espacios de
inclusión diferenciada y, al mismo tiempo, desigual, que coexisten y se repelen
mutuamente. Pensar la exclusión como un espacio de inclusión es una idea
que ya ha sido sugerida por otros autores: Amartya Sen (2000), por ejemplo,
señaló que en países en vías de desarrollo la exclusión social asume con fre-
cuencia la forma de una inclusión desfavorable; para América Latina, Bryan
Roberts (2007) plantea la consolidación de una pobreza institucionalizada, lo
que daría cuenta también de la emergencia de modalidades diferenciadas de
integración con mayor o menor calidad; y Cristina Bayón (2015) sugiere, a
partir de la experiencia mexicana, la posibilidad de pensar en una integración
excluyente. En todos estos casos los referentes empíricos son los sectores más
desfavorecidos de la población; pero así como la acumulación de desventajas
consolida espacios de inclusión desfavorable, también debemos considerar que
la concentración de ventajas consolida espacios de inclusión privilegiada. Y entre
ambos extremos, otros espacios intermedios que también se distancian y buscan
diferenciarse recíprocamente. Es por ello que hablamos de fragmentación y
no solo de polarización. Se trata de una diferenciación de espacios en la que
se combina la jerarquía propia de la desigualdad, con la ruptura propia de la
exclusión (Vranken, 2009). Exclusiones recíprocas e inclusiones desiguales.
La profundización y persistencia de la desigualdad objetiva, sin embargo, no
es suficiente para poder explicar la evolución de la desigualdad en fragmentación.

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La ruptura supone un distanciamiento social entre esos espacios de inclusión


desigual, la cual es producto de las brechas en las condiciones estructurales y
de ingreso. Pero también es resultado de la emergencia de repertorios y fron-
teras socioculturales que los aleja y produce un extrañamiento recíproco. Tal
como lo señalan Tiramonti y Ziegler (2008: 29), la fragmentación denota “una
distancia que se expresa en términos de extrañamiento cultural y fronteras de
exclusión”, lo cual nos obliga a examinar las dimensiones que dan forma a la
experiencia del sujeto, sus prácticas y sentidos.

Desigualdades invisibles y nuevos circuitos escolares

Mientras la fragmentación social es producto de la desigualdad, una vez


consolidada contribuye a ocultar esa misma desigualdad que le dio origen.
Cada uno de estos microcosmos en los cuales los individuos nacen, crecen y
mueren se constituyen en espacios de pertenencia e inclusión. Pero al mismo
tiempo, se trata de espacios de inclusión desiguales, cuya homogeneidad interna
y distanciamiento recíproco diluye la experiencia cotidiana de la desigualdad.
Ian Shapiro (2002) se refirió a este proceso como la emergencia de un “abismo
de empatía” que impide a unos colocarse en el lugar del otro, no solo porque
esa posibilidad resulta impensable, sino porque además se carece de referentes
para poder imaginarla. Los individuos aprenden a actuar, relacionarse, pensar,
y significar, e incluso a sentir, de acuerdo con las pautas y repertorios sociales
y culturales que prevalecen en cada uno de esos espacios. Construyen así su
propia realidad, y al mismo tiempo son construidos para esa realidad.
Este planteamiento nos permite regresar a nuestra discusión inicial sobre
lo que hace de una diferencia una desigualdad. En un contexto de creciente
fragmentación social como el que experimentan muchas sociedades latinoa-
mericanas, ciertas desigualdades pueden permanecer invisibles e incluso pro-
fundizarse silenciosamente como resultado del aislamiento y distanciamiento
implícito en este proceso. La ausencia de la deseabilidad y de una demanda
por lo que se carece (que además se desconoce) puede hacer que algunas
desigualdades sean “confundidas” o tematizadas como diferencias, y que ellas
sean legitimadas como si se tratara simplemente de diferentes estilos de vida,
gustos o preferencias. La emergencia y conformación de nuevos circuitos
escolares que acompañan la expansión del sistema educativo es atravesada
por este dilema entre diferencias que responden a una sociedad diversa, y
diferencias que responden a una sociedad desigual.
Los circuitos escolares se conforman en el cruce entre la condición de
clase, el capital cultural y las elecciones de los estudiantes y sus hogares (Ball
et al., 1995). En términos simples, la expansión del sistema educativo ha sido

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acompañada de la paulatina emergencia de “diferentes” circuitos escolares,


es decir, conjuntos de escuelas de un mismo y distinto nivel (que pueden
extenderse desde la escolaridad preprimaria hasta la universidad) por el cual
transitan “diferentes” grupos de estudiantes y familias.
La experiencia escolar tiene dos grandes dimensiones. La primera se
refiere a la inclusión del individuo en una experiencia particular; podríamos
llamar a esta primera dimensión la experiencia de rol. Dicho en otros términos,
el niño o adolescente que llega a la escuela debe incorporar los comporta-
mientos, expectativas, códigos, normas e interacciones apropiadas a ese espacio
institucional y responder en concordancia con ellas. La segunda dimensión
se refiere, en cambio, a la incorporación de una experiencia particular en la
trayectoria individual; podríamos referirnos a ella como la dimensión de la
experiencia biográfica. En este caso, es la institución escolar (y todo lo que
ella implica) la que el sujeto debe incorporar a su experiencia, es decir, cómo
la experiencia escolar es significada, vivida, e incorporada a su vida cotidiana
por la niña o el niño, adolescente o joven. En los circuitos escolares suele
ocurrir que la experiencia de rol coincide cada vez más con la experiencia
biográfica. En algunos casos este empate se busca expresamente; en otros
ocurre de manera espontánea.8
Por un lado, estos circuitos efectivamente pueden responder a la diversi-
dad propia de la masificación de un sistema que ahora atiende a un público
mucho más amplio y por ende diverso, y a la multiplicación de intereses y
estilos de vida que caracterizan a las sociedades modernas, a la modernidad
líquida en términos de Bauman (2004). En este sentido, la currícula escolar,
pero también la atmósfera escolar, los “valores” que se promueven, las orien-
taciones que se estimulan, y las comunidades educativas que se conforman
intentan responder a las demandas de una sociedad diversa. Para el caso de
Argentina, Tiramonti y Ziegler (2008) han dado cuenta de este proceso ex-
presado en la proliferación de escuelas cuyas propuestas intentan correspon-
derse con los valores, saberes y expectativas particulares de distintos grupos
o sectores sociales. Para decirlo con ejemplos que todos podemos reconocer
fácilmente en nuestro entorno inmediato, surgen escuelas con un perfil más
ecológico comprometidas con el medioambiente, otras que intentan rescatar
la disciplina y el carácter, otras que enfatizan la excelencia académica, otras
las expresiones artísticas y la creatividad, y otras más que pretenden inculcar
el emprendedurismo o liderazgo desde temprana edad, entre muchísimos
otros perfiles posibles. Pero por otro lado, en este esfuerzo de las escuelas por
responder a las diferencias de la sociedad, surgen también circuitos escolares

8. Espontáneamente quiere decir aquí por múltiples causas sociales cuya exploración nos
desviaría del eje de este artículo.

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que responden a las desigualdades de la sociedad. La disquisición entre unas


y otras no es fácil, y nos plantea innumerables dilemas.
Una primera y gran divisoria de circuitos escolares en América Latina
está dada por la distinción del universo escolar entre escuelas públicas y
privadas (CEPAL, 2010). En términos muy generales, en ellos coinciden
tres dimensiones de segmentación: la infraestructura pedagógica, la calidad
educativa y la composición social. En las escuelas de gestión privada tienden
a predominar los estudiantes que provienen de familias con mejores condi-
ciones socioeconómicas, mientras en las escuelas públicas se da una mayor
heterogeneidad y, en algunas de sus modalidades y escuelas en particular, una
clara concentración de los sectores menos favorecidos. A su vez, las primeras
tienden a obtener mejores resultados en cualquiera de las diferentes evaluacio-
nes de calidad educativa y, por lo general, cuentan con mejor infraestructura,
recursos y organización. Estas dimensiones han sido ya reportadas en múltiples
estudios sobre segmentación educativa.
A partir de una investigación reciente sobre México (2015a), sugerí la
posibilidad de reconocer sobre la base de todas estas dimensiones, incluyendo
también las experiencias y sentidos, dos circuitos escolares representados por
la escuela total y la escuela acotada, respectivamente. Si bien no me detendré en
su caracterización, y menos aún en todas sus especificidades, cabe señalar que
la escuela total y la escuela acotada no coinciden con la división entre privada
o pública, sino que recortan un circuito al interior de estos dos universos. La
escuela total se compone de escuelas privadas, generalmente pequeñas, en las
que se integran varios niveles (muchas veces desde preprimaria a media supe-
rior), suelen ser bilingües, con horarios extendidos, y con una amplia oferta de
actividades extracurriculares; la escuela acotada la integran escuelas públicas,
de tamaño variable pero con alta densidad, de un solo nivel, con un programa
curricular básico y general, y frecuentemente estigmatizadas por su calidad,
localización o comunidad. Las primeras tienden a ser homogéneamente de
clases medias-altas y las segundas reciben mayoritariamente a estudiantes
provenientes de sectores populares desfavorecidos.
Como señalé previamente, no me extenderé en las características que
marcan los contrastes en la infraestructura, los recursos, la organización, ni
tampoco en las experiencias y sentidos en ambos circuitos (Saraví, 2015a).
Solo me interesa señalar de manera muy puntual y rápida algunos aspectos
que pueden leerse como ejemplos del argumento desarrollado previamente en
torno a la presencia de desigualdades invisibles, o desigualdades camufladas
como diferencias.
En distintos niveles de educación básica, pero especialmente en la media,
la escuela acotada suele tener grupos de 50 a 60 o más alumnos por maestro
y la ausencia de los maestros es frecuente; ninguno de estos aspectos fue

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cuestionado por los propios alumnos a lo largo de nuestro trabajo de cam-


po, desconociendo, por ejemplo, que en otras escuelas los grupos por grado
difícilmente superen los 24 alumnos. En la escuela total son frecuentes las
salidas de los estudiantes grupalmente, pero también los intercambios y expe-
riencias escolares individuales en el exterior, lo cual no solo resulta imposible,
sino inimaginable en el circuito de la escuela acotada. Lo mismo ocurre con
ciertas materias optativas, la presencia de actividades extraescolares, y la dis-
ponibilidad de ciertos recursos. El distanciamiento recíproco genera no solo
el desconocimiento del otro, sino la naturalización de lo propio, con lo cual
muchas desigualdades permanecen invisibles para los propios involucrados.
Las representaciones de los profesores sobre sus alumnos, los discursos
que se construyen, y las expectativas que se depositan sobre ellos también son
radicalmente diferentes en uno y otro circuito (Saraví, 2015b). Recientemente,
sin datos duros que permitan confirmarlo, a partir de la experiencia en campo
en distintas escuelas empezamos a notar que en muchas de ellas, tanto del
circuito de la escuela total como de la escuela acotada, varios de sus profesores
son también egresados de la misma escuela. Se genera así una mayor empatía,
afinidad e incluso acercamiento entre la institución escolar y los estudiantes,
pero al mismo tiempo pareciera que la homogeneidad social, el cierre y la
clausura social se extienden ya no solo a los estudiantes y sus familias, sino
a la comunidad educativa en su conjunto. La cercanía entre iguales puede
reproducir de manera invisible la desigualdad.
La elección que hacen las familias de las escuelas no solamente responde
a condiciones económicas (colegiaturas y distancias) y criterios académicos
(elegir la mejor educación), sino también (y a veces principalmente) a un
componente social y cultural asociado a la comunidad que compone la escuela.
Ball et al. (1995) se refirieron a este aspecto como “los sentimientos sobre la
atmósfera” escolar, asociándolo a su vez con lo que Bernstein (1975, citado
en Ball et al., 1995) había llamado en su momento “el orden expresivo de la
escuela”, es decir, un conjunto complejo de comportamientos y actividades que
tienen más que ver con las conductas, las actitudes, y las maneras. Las familias
que tienen la posibilidad de elegir las escuelas para sus hijos lo hacen pensando
en brindarles la mejor educación posible, lo cual, aunque entendible y legítimo,
contribuye silenciosa e irremediablemente a profundizar las distancias entre
diferentes circuitos escolares (Reay, 2004; Dubet, 2015). Pero estas elecciones
también están guiadas por un criterio de diferenciación menos explícito y
legitimado, al que podríamos llamar un principio de “asociación diferencial”
por el cual la gente tiende a vincularse con gente similar a ella misma (Bot-
tero y Prandy, 2003). Los estigmas, el rechazo y el desprecio por un lado, y la
búsqueda de “gente como uno”, por otro, actúa como un poderoso criterio de
fragmentación del sistema educativo y conformación de circuitos escolares.

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Como lo señala Wendy Bottero (2007), la desigualdad está sistemáticamente


incrustada en las redes sociales, la gente más cercana a nosotros es también
socialmente similar a nosotros en muchas dimensiones de desigualdad (2007:
814). Nuestras elecciones, gustos, afinidades y preferencias están contaminadas
de manera más o menos visible por la desigualdad.

Conclusión

Que la experiencia de rol se trate de acercar a la experiencia biográfica, la


institución escolar a los sujetos y públicos potenciales, puede tener la virtud de
la inclusión. Más allá de la diferencia, esto también aplica a las desigualdades;
la institución escolar se diversifica para acercarse a los grupos previamente
excluidos de una institución rígida y unívoca. En su afán por extender el acceso
al sistema educativo, de incluir a sectores y grupos desfavorecidos, la escuela
intenta adaptarse a las particularidades de esos sujetos, grupos y sectores. Dicho
en estos términos no hay dudas sobre las virtudes de este proceso.
Pero también hay otra lectura posible. Los circuitos escolares, la coinciden-
cia entre la experiencia de rol y la experiencia biográfica, pueden desencadenar
que lo que el estudiante espera de la escuela sea lo que la escuela da, y lo que
la escuela espera del estudiante sea lo que el estudiante da. En este contexto,
el principio de aspiración o deseabilidad, cuya presencia sería necesaria para
poder reconocer que una diferencia es una desigualdad, queda abortado desde
el inicio. Es difícil imaginar que pueda aspirarse o desearse lo que se descono-
ce. En mi opinión esto no las hace diferencias, sino desigualdades invisibles.
Hemos llegado no a una respuesta, sino a las preguntas centrales que
he pretendido plantear a lo largo de este texto: ¿este proceso conduce a la
inclusión de la diferencia o a la inclusión de la desigualdad, o a ambas cosas
simultáneamente? ¿Cómo evitar que en el discurso de la diversidad se cuele la
desigualdad? ¿Y cómo ser lo suficientemente críticos como para no ser ciegos a
una expansión de la educación que se logre a través de inclusiones desiguales?

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