Está en la página 1de 11

El PRI, ¿qué hacer?

AGOSTO 8, 2018

Martin Vivanco Lira

El PRI, ¿qué hacer?

Eran las seis de la tarde del primero de julio cuando salieron las
primeras encuestas de salida de algunas gubernaturas en juego.
Yo era entonces candidato a diputado local por el PRI en Durango
y me apresuré a analizarlas. No había mucho que desmenuzar:
Morena arrasaba en casi todas. Desde ese momento supe que la
supuesta ola morenista transmutaría en tsunami y que yo perdería
la elección. Así fue. Todos conocemos qué pasó después: los
candidatos perdedores reconocieron el avasallante triunfo de
Andrés Manuel López Obrador, y se convirtió en el candidato más
votado en la historia moderna de México con más de 30 millones
de votos.

Cuando uno es derrotado en una elección vienen a la mente


muchas escenas pasadas, muchos cuestionamientos
estratégicos, tácticos, contrafácticos (el famoso “si hubiera”) y,
claro, personales. Al final era mi nombre el que estaba en la
boleta. Todo esto sirve para repensarse, para renovarse, para
sacudirse los prejuicios y aquilatar el momento vivido de la
manera más objetiva posible. Si eso pasa en el plano personal,
con mayor razón debería ocurrir en los partidos políticos. 

Ilustración: Víctor Solís

Tres días después de la elección, los candidatos que participamos


en la contienda fuimos convocados a una reunión en el Comité
Directivo estatal del PRI en Durango para hacer una reflexión
sobre lo sucedido. En el aire flotaban –y siguen flotando–
nubarrones de incertidumbre sobre el futuro del partido. Se habló
mucho de las traiciones, de la estructura, de la falta de operación.
También de cómo no habíamos perdido nosotros, sino que
habíamos sido “víctimas” de un fenómeno inasible, etéreo, casi
invisible que suscitó la figura de López Obrador. Me impresionó
hasta qué nivel uno puede justificar su propia situación
modificando las anteojeras con las que ve la realidad. Me
sorprendió que un partido con la tradición pragmática que ha
tenido el PRI no tuviera un diagnóstico acendrado en la realidad;
parecía tomado por sorpresa y, claro, sin plan de acción.

Porque por supuesto que nosotros perdimos. Por supuesto que


arrasó López Obrador. Y arrasó en buena medida porque no
quisimos ver lo que teníamos frente a las narices: un movimiento
que atrajo toda la inconformidad larvada por años, un candidato
que supo construir un discurso poderosísimo.

A partir del día de la elección he escuchado numerosos análisis


del porqué de los resultados. Partamos de un hecho: la gente
salió a votar y votó por el proyecto de López Obrador. Si no
reconocemos que la gente, por convicción, salió a votar por un
proyecto distinto y –ojo aquí– repudió a casi todo lo que se
llamara PRI, no podremos hacer un análisis objetivo de la derrota.
No encuentro discurso más fútil que el paternalista: “la gente no
sabe lo que quiere”, “el ciudadano no supo qué hizo enfrente de la
boleta”, porque los ciudadanos claro que sabían por qué votarían
por Morena.1 Las razones son variopintas: por el hartazgo ante la
corrupción, por la indignante desigualdad; porque “ya estuvieron
los otros dos y no pasó nada, a ver qué pasa con este: hay que
darle una oportunidad”; o, incluso, porque se puso de moda votar
por AMLO. Decir que estas razones no son válidas es desconocer
las reglas más básicas del juego democrático. Lo más importante
es reconocer que fue el único candidato que tuvo una narrativa
consistente –combate a la corrupción y a los privilegios, y “por el
bien de todos, primero los pobres”– y que supo transmitir una
emoción muy clara y muy necesaria: la esperanza.

A la luz de lo anterior, encuentro tres razones fundamentales que


llevaron al PRI a esta debacle: un velo de ignorancia
autoimpuesto sobre la carga negativa de lo que representaban
sus siglas en esta coyuntura; una concepción equivocada de la
militancia; y un desprecio por las ideas que derivó en la ausencia
de una narrativa coherente.

En primer lugar, hay que aceptar que la carga que tiene en sus
espaldas el PRI es mayor a la que pensamos los priistas previo a
la elección. Déjenme utilizar un ejemplo en primera persona.
Cuando acepté la candidatura yo realmente creí que haciendo las
mejores propuestas, siendo sincero y cercano, y hablando con la
verdad, la gente podría ver más allá de lo negativo que yo sabía
que se relaciona con el PRI. En los recorridos casa por casa, en
los cruceros, en la entrada de las escuelas, y en todas las visitas
domiciliarias, recalcaba que si se concentraban en el perfil y las
propuestas los mejores candidatos éramos los del PRI. José
Antonio Meade era el más preparado, con un historial intachable,
y con el conocimiento práctico que le daba toda su trayectoria en
la administración pública. Y así los candidatos al Senado y la
Cámara de Diputados por los que me tocaba hablar. Pero no dio
resultado. La personas, por más que aceptaran eso, no podían
disociarnos de la historia reciente del partido. Veían a una cara
nueva, sí; veían a un equipo de jóvenes que les pedía una
oportunidad y les gustaba, también; pero después pensaban y
decían, por el PRI: no.

Es decir, todos los candidatos sabíamos que entramos a la


contienda con una loza en la espalda, pero no dimensionamos
que era una verdadera catedral la que cargábamos. La gente veía
el logo del tricolor y lo que venía a su mente era corrupción,
corrupción y más corrupción. Y después veía el gasolinazo, el
aumento de los precios del gas, y una expectativa frustrada de
mejorar sus condiciones de vida. Las caras nuevas, las
propuestas concretas, la sinceridad, el reconocimiento de los
errores y la convicción de hacer política de la buena para ellos,
palidecía ante un alud de concepciones acendradas
profundamente en el ánimo social. Si no entendemos esto, no hay
diagnóstico que valga.

Otro asunto que merece reflexión es nuestra concepción del


militante. El PRI es el partido mejor organizado de México.
Partimos del supuesto de que tenemos múltiples sectores y
organizaciones que aglutinan a comunidades de militantes que,
en teoría, comparten identidad e ideología –los sectores Agrario,
Obrero y Popular y el Movimiento Territorial, la Organización
Nacional de Mujeres Priistas, la Red de Jóvenes por México y la
Asociación Nacional Revolucionaria, entre otros–. Pero sus
miembros han perdido identidad. Ya no contamos con el apoyo y
la emoción de nuestros propios militantes y simpatizantes. Y esta
elección demostró que la identidad, el apoyo y la emoción son
imprescindibles. Tan es así, que Morena ganó sin una militancia
organizada pero sí muy emocionada.

Lo anterior se debe a que algunos líderes piensan más en el


militante como un autómata que obedece verticalmente sus
dictados y cuyo único interés parecería ser la dádiva fácil, y no lo
conciben como lo que es: un sujeto político con expectativas de
mejora en su calidad de vida. El militante debe ser sujeto de la
política partidista y no sólo objeto de ésta. Hay que repensar al
militante en su calidad de ciudadano, como ese sujeto de
derechos y obligaciones que comparte un ideario y una forma de
llevarlo a la práctica cotidiana. Esto implica volver a crear muchos
de los comités seccionales, buscar nuevos liderazgos que
realmente representen los intereses de su comunidad, de su
colonia, y que estén en sintonía con las nuevas formas que la
política demanda. Una política austera, de cercanía, de exigencia
de derechos a las autoridades y, sobre todo, de autorganización y
gestión efectiva. Sólo así pasarán de ser meros operadores
electorales a verdaderos líderes sociales y actores políticos. Es
ahí donde empieza la política: a ras de tierra y atendiendo
demandas concretas. Si sentamos bien las bases, la pirámide de
liderazgos se fortalecerá.

Conviene reflexionar sobre lo dicho tanto por René Juárez como


por la nueva dirigente nacional, Claudia Ruiz Massieu, en sus
discursos recientes acerca de la democratización del
partido.2 Como todo concepto, “democratizar” está sujeto a
interpretación. Una primera aproximación es la que se manifestó –
de manera más enfática por Juárez que por Ruiz Massieu– en el
sentido de que todos los candidatos y liderazgos, de todos los
niveles, deban someterse a elecciones abiertas. En principio,
suena bien. El único asegún que encuentro es que el método de
selección por votación tiene un vicio de origen: los más votados
casi siempre son los más conocidos –el factor de conocimiento
tiene un peso enorme a la hora de marcar una boleta–; y los más
conocidos son quienes ya detentaron una responsabilidad pública
y visible. De esta manera se torna complicado que nuevos
cuadros tengan posibilidades reales de ganar. Creo que debe
haber un equilibrio para garantizar que los jóvenes podamos
participar –e ir construyendo legitimidad– en condiciones de
equidad frente a personajes que tienen años militando y que han
ocupado diversos puestos públicos. El método actual para
garantizar que una de cada tres candidaturas sea para menores
de 35 años tiene todavía resquicios legales para ser burlada.

Por último, tenemos que volver al debate de las ideas, darles la


importancia que merecen, y reasumirnos como un partido de
centro-izquierda comprometido con las causas que más le duelen
a la gente: la pobreza y la desigualdad.3 Llevamos mucho tiempo
hablando de crecimiento económico, de programas sociales para
abatir la pobreza, de políticas públicas para paliar la desigualdad.
Al margen de algunas interpretaciones, lo cierto es que tenemos
62 millones de pobres (medidos de forma multidimensional) y 21.4
millones de personas en pobreza extrema.4 Esto es simplemente
inaceptable. Un partido cuyos estatutos expresamente señalan
que se identifica con la socialdemocracia, no puede pasar por alto
que las políticas económicas que se han instrumentado en México
–y en el mundo– en los últimos 25 años han dejado a grandes
segmentos de la población en el olvido. El liberalismo que se ha
instaurado a ultranza y que a nombre de la estabilidad financiera
ha desatendido la estabilidad humana, debe someterse a la crítica
más profunda posible. Las alarmas están a la vista: el Brexit,
Trump, el voto por el No en Colombia, el avance de los
movimientos ultranacionalistas en Europa, el nuevo predominio
ruso, etcétera.

Hay que tomar en serio lo que dicen nuestros estatutos acerca de


nuestro ideario socialdemócrata. Los mejores años del priismo
fueron los años en que el partido fue arquitecto del Estado
Benefactor mexicano. Como dice Rogelio Hernández Rodríguez,
“Los años del priismo dominante coinciden con los del crecimiento
sostenido, durante los cuales el gobierno atendió la educación en
todos sus niveles; los servicios médicos y asistenciales; la
vivienda y su financiamiento; la expansión de la energía eléctrica
y petrolera; la construcción de obras de infraestructura y, en un
sentido amplio, permitió empleos e ingresos estables”. 5 No
pretendo lanzar un argumento de nostalgia por el pasado. Lo que
me interesa recalcar es que debemos compatibilizar una agenda
liberal y democrática –que no tuvimos durante el siglo XX–  con
un fuerte componente social, como el que sí tuvimos. Nuestro reto
es mayúsculo, desde una nueva atalaya ideológica, debemos dar
respuesta a problemas globales y nacionales insospechados:
desempleo por irrupción tecnológica, discriminación de minorías,
problemas de seguridad transfronterizos, la crisis del estado-
nación como unida de decisión soberana, y un gran etcétera.

Lo más importante es que esta filosofía –este pensamiento


socialdemócrata y liberal igualitario–6 debe encarnar cierta actitud
ante lo público. Es decir, debe mostrarnos verdaderamente
igualitarios, sin ostentación y con la humildad que debe
caracterizar a todo político moderno. Como dice Silva-Herzog
Márquez citando a Garton Ash: los liberales “debemos reconocer
que hemos traicionado la promesa de trato igualitario para todos,
que es uno de los ladrillos del proyecto liberal”. 7 En un país con
las cifras de pobreza ya mencionadas, esto tiene que cambiar.

¿Qué hacer? Primero, reconocer el diagnóstico, repensar nuestro


ideario, dar un giro a la izquierda moderna, volver a crear un
sentido de identidad, emocionar a nuestros militantes,
escucharlos, tomarlos en cuenta, hacer trabajo de tierra, no
prometer cosas que no se puedan cumplir: ser muy realistas.
Dejar de hacer política mediante dádivas y hacer una de
convicción y emoción. Dar oportunidad a los mejores cuadros, no
sólo los que sepan cómo trabajar en una campaña, sino también
a los que puedan ocupar la plaza pública, los foros empresariales,
y acercarse a la academia y a las universidades con un arsenal
intelectual robusto. Tener muy claro lo que proponemos y no sólo
a lo que nos oponemos, de ahí la importancia del viraje ideológico
hacia la socialdemocracia. Adoptar una actitud de verdadero
servicio, igualitaria, que refleje que se entiende la circunstancia
donde nos movemos: una de profunda desigualdad, de
indignación ante los privilegios, ante los que hacen del patrimonio
público un bien privado mediante la corrupción. Aceptar lo que
hemos hecho mal, denunciar lo que se haga mal y, como dijo
Claudia Ruiz Massieu en su discurso ante la Comisión Política
Permanente, “Vamos a perderle el miedo a las palabras. Si
queremos cambiar la realidad, primero tenemos que atrevernos a
describirla sin eufemismos.”8 Perder el miedo a la autocrítica,
dejar de lado el mito de que la institucionalidad es obedecer en
automático sin cuestionar los méritos de las
decisiones.9 Necesitamos una actitud que esté a la altura del
espíritu de los tiempos. Necesitamos ser cautos y responsables y
muy valientes para no dejar de decir lo que haya que decir y
defender siempre los derechos, las conquistas sociales, nuestras
instituciones, y, por supuesto, a los más necesitados que han sido
las víctimas de los procesos económicos globales y nacionales.

En suma: debatamos todo. Incluso la posibilidad real de cambiar


hasta de nombre. No encuentro otra forma más contundente de
mostrar que realmente cambiamos. Nos urge cambiar. O nos
transformamos o morimos por inanición. De ese tamaño es el
reto.

Martin Vivanco Lira


Abogado por la Escuela Libre de Derecho. Maestro en
argumentación jurídica por la Universidad de Alicante. Maestro en
teoría política por la London School of Economics and Political
Science. Doctorando en Derecho por la Universidad de Chile. Fue
candidato a Diputado local por PRI para el quinto distrito del
estado de Durango.

1 Elartículo “¿Cómo ganó AMLO?” de Data Cívica publicado


en Nexos presenta el desempeño de los candidatos frente a cada
grupo de escolaridad. AMLO tuvo su mejor desempeño con los
votantes de escolaridad promedio, es decir, 9 años o con
secundaria o preparatoria. Por su parte, Anaya se desempeñó
mejor en los extremos: secciones con muy baja o muy alta (14
años o universidad) escolaridad; en tanto que la fuerza de
votantes de Meade radicó en secciones con baja escolaridad y
bajos ingresos. Asimismo, una encuesta de Parametría realizada el
día de la elección apunta a que el 65% de los votantes con
universidad o un grado mayor de estudios le dieron su voto a
AMLO, mientras que sólo el 20 por ciento se lo dio a Anaya.

2 Aquí pueden consultarse ambos discursos.

3 Ante la pregunta de René Delgado por el fondo y la definición


del partido, Ruíz Massieu contesta: “El partido en el que yo pienso
es un partido de centro-izquierda con un componente social muy
fuerte, más cercano a la socialdemocracia”. Entrevista con Claudia
Ruíz Massieu en Entredichos de Reforma, 23 de julio de 2018.

4 Esquivel, Gerardo, “Vieja historia, Nueva historia”, en ¿Y ahora


qué? México ante el 2018. Nexos/Debate. México 2017 p. 256. Y
según el último reporte de “ Medición de la pobreza en México y en
las Entidades Federativas” realizado en 2016 por el Coneval, 53
millones de personas viven en situación de pobreza y 24 millones
sufren de carencia por acceso a la alimentación.

5 Hernández Rodríguez, Rogelio, “Historia mínima de El PRI”. El


Colegio de México. México, 2016, p. 16

6 En palabras de Claudio López Guerra: el núcleo de ideas que


comparten los liberales igualitarios es fácil de comprender. Todas
las personas tenemos el mismo derecho a concebir y llevar a
cabo un cierto proyecto de vida. Por la finitud de recursos
materiales y la diversidad de proyectos personales, no es posible
que todas las personas vivan la vida que idealmente quisieran
vivir. Necesitamos entonces una distribución de libertades y
recursos que se ajuste a la premisa fundamental de que todas las
personas merecen igual consideración y respeto. La respuesta del
liberalismo igualitario es que una distribución justa es aquella que
otorga oportunidades iguales a todos: cualquier factor que
inicialmente ponga a algunas personas en desventaja debe
compensarse. Derivar sólo libertades formales del principio de
igual consideración y respeto es una traición a los principios
liberales. Una sociedad justa es aquella cuyas instituciones
ofrecen un sistema robusto de derechos sociales, civiles y
políticos para garantizar a todos la misma oportunidad de
controlar el curso de su existencia. “Hacia el liberalismo
igualitario”, https://www.nexos.com.mx/?p=18361

7 ¿Dónde falló el liberalismo?’, Reforma, 16/07/18.

8 Mensaje de Claudia Ruíz Massieu en la Tercera Sesión Extraordinaria


de la Comisión Política Permanente del PRI, 18 de julio de 2018.

9 Ávila,
Raudel, La asamblea del PRI (II), Periódico La Razón, 1 de
agosto de 2017.

También podría gustarte