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AGOSTO 8, 2018
Eran las seis de la tarde del primero de julio cuando salieron las
primeras encuestas de salida de algunas gubernaturas en juego.
Yo era entonces candidato a diputado local por el PRI en Durango
y me apresuré a analizarlas. No había mucho que desmenuzar:
Morena arrasaba en casi todas. Desde ese momento supe que la
supuesta ola morenista transmutaría en tsunami y que yo perdería
la elección. Así fue. Todos conocemos qué pasó después: los
candidatos perdedores reconocieron el avasallante triunfo de
Andrés Manuel López Obrador, y se convirtió en el candidato más
votado en la historia moderna de México con más de 30 millones
de votos.
En primer lugar, hay que aceptar que la carga que tiene en sus
espaldas el PRI es mayor a la que pensamos los priistas previo a
la elección. Déjenme utilizar un ejemplo en primera persona.
Cuando acepté la candidatura yo realmente creí que haciendo las
mejores propuestas, siendo sincero y cercano, y hablando con la
verdad, la gente podría ver más allá de lo negativo que yo sabía
que se relaciona con el PRI. En los recorridos casa por casa, en
los cruceros, en la entrada de las escuelas, y en todas las visitas
domiciliarias, recalcaba que si se concentraban en el perfil y las
propuestas los mejores candidatos éramos los del PRI. José
Antonio Meade era el más preparado, con un historial intachable,
y con el conocimiento práctico que le daba toda su trayectoria en
la administración pública. Y así los candidatos al Senado y la
Cámara de Diputados por los que me tocaba hablar. Pero no dio
resultado. La personas, por más que aceptaran eso, no podían
disociarnos de la historia reciente del partido. Veían a una cara
nueva, sí; veían a un equipo de jóvenes que les pedía una
oportunidad y les gustaba, también; pero después pensaban y
decían, por el PRI: no.
9 Ávila,
Raudel, La asamblea del PRI (II), Periódico La Razón, 1 de
agosto de 2017.