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pensé a continuación sin decirlo, si no pudo asegurarme contra esto.

Pero sí, volví a decirle, todo


sigue igual, la misma universidad, los mismos libros envejeciendo bajo el polvo, el mismo número
de seguridad social, la misma soledad ahora compartida con Ignacio. Todo seguía igual y sin
embargo todo parecía radicalmente transformado. Doris dio el interrogatorio por concluido y nos
mandó sentarnos. ¿Y se puede saber por qué no contestabas a las preguntas?, oí que decía
Ignacio, malhumorado, haciendo sonar las coyunturas de sus dedos. ¿Cómo voy a explicar por ti
cosas que ni siquiera sé? ¿Te crees que soy clarividente? No te adivino el pensamiento, concluyó
metiéndose la camisa bajo la pretina del pantalón para entretener unas manos que querían fumar
pero no podían. Pero no, Ignacio, por supuesto que no, y menos mal que no adivinas, le contesté
sin pensar qué estaba diciendo. Y luego me dije a mí misma. Nunca te dejaré ver lo que hay aquí
dentro, cosas que ni siquiera me cuento a mí misma. Y luego, sacando la voz le expliqué que no
había percibido a quién se dirigía Doris cuando me habló. No la vi gesticulando sus preguntas ni vi
sus labios para leerlos ni el movimiento desatado de sus manos. Estar así, en esta bruma, es como
estar dormida y a la vez despierta. Es como estar un poco sorda. Ignacio asintió con la cabeza
porque él sabía lo que era quitarse los anteojos por la noche y quedarse sordo. Se frotó los
párpados o yo imaginé que se los frotaba debajo de los anteojos. Resolló junto a mi oreja. Después
me tomó del brazo y ya no volvió a soltarme. resguardando de sus estridencias, perdida
completamente en el vacío de mí misma hasta que Ignacio pinchó la burbuja con su dedo entre
mis costillas. ¡Lina! Me atrajo hacia él y tartamudeó nerviosamente otro Lina en mi oído, hace rato
que Doris te está esperando. ¿Quién? ¿Doris?, ¡Doris!, solté frunciendo los labios, confundida,
abriendo demasiado los ojos, what is it? Sin verla más que entre sombras pude adivinar su mueca.
Sin oírla pude reconstruir la pregunta que acababa de hacerme llamándome por mi nombre oficial,
el de los papeles. ¿Seguía o no teniendo el mismo seguro médico? Y yes, of course, en mi mejor
inglés, the same insurance. Pero de qué me había servido tenerlo, pensé a continuación sin
decirlo, si no pudo asegurarme contra esto. Pero sí, volví a decirle, todo sigue igual, la misma
universidad, los mismos libros envejeciendo bajo el polvo, el mismo número de seguridad social, la
misma soledad ahora compartida con Ignacio. Todo seguía igual y sin embargo todo parecía
radicalmente transformado. Doris dio el interrogatorio por concluido y nos mandó sentarnos. ¿Y
se puede saber por qué no contestabas a las preguntas?, oí que decía Ignacio, malhumorado,
haciendo sonar las coyunturas de sus dedos. ¿Cómo voy a explicar por ti cosas que ni siquiera sé?
¿Te crees que soy clarividente? No te adivino el pensamiento, concluyó metiéndose la camisa bajo
la pretina del pantalón para entretener unas manos que querían fumar pero no podían. Pero no,
Ignacio, por supuesto que no, y menos mal que no adivinas, le contesté sin pensar qué estaba
diciendo. Y luego me dije a mí misma. Nunca te dejaré ver lo que hay aquí dentro, cosas que ni
siquiera me cuento a mí misma. Y luego, sacando la voz le expliqué que no había percibido a quién
se dirigía Doris cuando me habló. No la vi gesticulando sus preguntas ni vi sus labios para leerlos ni
el movimiento desatado de sus manos. Estar así, en esta bruma, es como estar dormida y a la vez
despierta. Es como estar un poco sorda. Ignacio asintió con la cabeza porque él sabía lo que era
quitarse los anteojos por la noche y quedarse sordo. Se frotó los párpados o yo imaginé que se los
frotaba debajo de los anteojos. Resolló junto a mi oreja. Después me tomó del brazo y ya no volvió
a soltarme. alargue

No fueron minutos sino horas, días, meses en esa espera con su constante cruzar y descruzar de
piernas, su arrastrar de zapatos hacia el baño y un dejarse caer sobre sillas desvencijadas. Ignacio
dormitaba, se le caía de vez en cuando la cabeza. A mi derecha se había instalado alguien que
emitía agresivos suspiros mientras pasaba las páginas de una revista llena de historias
deprimentes que sirven para levantar el ánimo; sentía bostezos, la continua música del minutero,
y por fin un ansioso ponerse de pie y acercarse a la secretaria para pedir explicaciones por la
demora del médico. Doris sacaba la nariz de sus papeles para recordarnos a todos con aprendida
frialdad que había que hacerse el tiempo para consultar a ese oculista, porque este oculista solo
atiende cegueras graves, es decir, decía Doris, imitando el tono del doctor y carraspeando como la
portavoz del espanto que ella era, a este especialista solo le importan los casos extremos, los ojos
in extremis, los que requieren de una extraordinaria agudeza; a Lekz, siguió Doris tragándose una
galleta que masticaba con la boca abierta, al doctor Lekz le interesa detenerse en cada ojo, buscar
en las retinas la presencia sibilina de otros males del cuerpo, el sida, por ejemplo, la sífilis, la
tuberculosis, y seguía enumerando mientras se escarmenaba la melena con un dedo, la diabetes
mal cuidada, la presión alta, incluso el lupus. Porque la retina, continuaba su retintín perverso, la
retina era nuestra hoja de vida, el espejo de nuestros infortunados actos, una superficie
perfectamente pulida que vamos dedicándonos a estropear a lo largo de nuestras existencias. Por
todo el estropicio que nos habíamos causado ahora tendríamos que esperar nuestro turno,
esperar sin chistar o simplemente largarnos. El oculista no se iba a apurar por ninguno de
nosotros, repitió. No hacía excepciones porque todo lo que veía ya era excepcional. Y no era
meramente un discurso de Doris. Yo había ido constatando lo que ella decía durante incalculables
horas de espera en esa sala y luego dentro de la consulta. Nunca noté que Lekz apurara una sílaba
o

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