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puro Chile

Ya era tarde para capitulaciones: yo volaría a Santiago en la fecha estipulada, Ignacio volaría a
Buenos Aires a dar su seminario. Y a su regreso, prometió, pasaría por Chile a buscarme. Nuestro
contrato de reencuentro eran los pasajes aéreos ya impresos y doblados en el cajón. Habíamos
dejado pendiente la compra del tramo a Bolivia, pero ese vuelo se había ido a pique en la consulta
del oculista. Boulivia, había dicho Lekz, haciendo un esfuerzo mimético al escucharme, Boulivia,
que mejor no fuéramos allá, que la alta presión y la falta de oxígeno no solo nos apunaría sino que
podrían estallarme las venas. Pero no había hecho falta llegar a las alturas de La Paz, había bastado
un noveno piso con vistas al agujero de las torres de Manhattan. La sangre en el ojo, uno primero,
el otro enseguida, había zanjado la disyuntiva del recorrido. No iríamos a Bolivia. Yo no iría
tampoco a Argentina. Ya solo volaría a Santiago, iría sin duda, sin vacilaciones, sin demora: partiría
en apenas unos días y sin embargo. Desde Chile empezaron a repetirse las llamadas de teléfono,
con tarjeta o a cobro revertido, llamadas insistiendo en que adelantara mi vuelo. Que me operara
ahí donde ellos, que eran la familia, ese turbulento clan de origen mediterráneo armado de amor
hasta los dientes, donde ellos, todos juntos o alternándose en turnos, pudieran hacerse cargo.
Acompañarme en el quirófano si fuera necesario. Darle instrucciones a los especialistas.
Asesorarme en la convalecencia. Sin saberlo ellos conspiraban contra mi escasa paz interior,
contra mi imperiosa necesidad de estar un poco sola con mis miedos y mi enorme ingratitud.
Conmigo misma y mis oscuros propósitos. Pero de eso, ni hablar. Me interrumpían. Peroraban sin
escucharme. Prometían cadenas de oración y remedios caseros sin reparar ni por un instante en el
estado agónico de mi cuenta telefónica. Juraban que mi ansiedad desaparecería apisonada bajo la
de ellos. No te preocupes de nada, repetían a coro, un coro alborotado y tenso, de nada, porque
sumada y multiplicada y elevada al cuadrado la angustia familiar aplastaría la mía, que subía,
suhinchaba como levadura segregando una bilis sofocante. Se me prendían luces rojas por todas
partes: la palabra cuidados ardía, perder el control quemaba, regresar era un peligro y operarme
en Chile una condena a la que no pensaba someterme. Yo ya había aceptado una vez atenderme
con ese otro médico de mejillas infladas que diagnosticaba ojos desde el podio de su soberbia.
Estás a punto de reventar, me había dicho con aires deterministas. No sé cómo no estás
completamente ciega ya, porque en cualquier minuto. Acá no hay nada que hacer salvo extirpar,
terminó de decir mirándome fijo e inflexible, con impaciencia, dejándome saber que lo esperaban
otros pacientes. Jamás regresaría. Me lo había prometido. Se los había dicho y sin embargo,
poseídos por una energía atómica me exhortaban a darle otra oportunidad. El no que les daba era
rotundo. Un no mayúsculo. Al otro lado de la línea se quejaban entonces de mi falta de voluntad,
de mi falta de consideración, de mis faltas en general: de mi ausencia, de mi displicencia, de mi
desprecio por la religión. Me reprochaban la decisión apresurada y acaso errada pero ya antigua
de mis padres, la de sus treinta hasta entonces felices años, de regresar a Chile cuando yo. De
suspender los planes que tenían cuando a mí. Y la frase se quedaba en vilo, incrustada entre los
dientes de todos ellos. Nadie decía: esa enfermedad, la tuya. Nadie decía las pruebas, el
diagnóstico, las inyecciones diarias, la dieta especial, el cuidado fatigoso de mi madre y la vida
lejos del apoyo familiar. No hablaban de la difícil decisión de dejar un espléndido trabajo en ese
hospital donde la norma era el despilfarro, ni de la fortuna que habrían amasado mis padres si yo.
No lo decían pero ahí estaban las verdades colgadas en el hilo de la pausa. Verdades empujadas
por la brisa. Era una ofensa que yo volviera a la ciudad tres décadas después, a la edad que mis
padres tenían cuando la dejaron. Y estaba pagando esa afrenta al exponerme a un nuevo fallo
técnico de mi anatomía. Insinuaban que volver a Chile con mis padres era lo que me correspondía.
Lo decían a medias mientras corría el minutero de la cuenta internacional y lo terminaban de
decirvisualizaba mi cuerpo succionado por el vacío, mi esqueleto cubierto de músculos y grasa
vertiginosamente cayendo hacia Chile, mi piel cada vez más estirada, mi pelo electrizado, atraídos
todos mis pedazos por la ley de la gravedad nacional, yo vuelta una materia amorfa que en su caer
acababa por derribar al resto de mi numerosa familia. Me estrellaría contra ellos, los derribaría,
irían cayendo en fila sobre el tablero. Caerían uno a uno empujados por el peso de mi madre, la
más recia de las piezas de nuestro dominó y a la vez la más frágil.

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