Está en la página 1de 2

soborno

(Urgente hacer una pausa entre nosotros. Una pausa y ya volvemos solían anunciar las películas de
la dictadura antes de secuestrar las escenas ardientes que ya nunca regresaban. Una pausa larga y
ya veremos, pensé en medio de la incertidumbre. Un tiempo sin vernos y sin hablarnos por
teléfono para que tú pudieras pensar. Fui yo quien decidió la pausa apostando a que la
interrupción funcionara como un conjuro maligno de amores. Eso es lo que pensaba yo pero quizá
qué pensabas tú cuando aceptaste infelizmente ese pacto de silencio. Pensábamos por separado
pero simultáneamente. Pensábamos distinto pero a ratos también lo mismo. Y también pensaban
por ti tus amigos. Que era forzoso resolver en la distancia ese lío, ese dilema ético, ese chantaje
emocional al que la ciega te estaba sometiendo. Se lo planteaban a su manera todos. Carmen
corrigiendo exámenes con una mano mientras revolvía y probaba con otra su ají de gallina y se
quejaba con la boca del infame padre de su hijo. Osvaldo planificando un festejo matrimonial al
que nosotros no asistiríamos. Gaetán entrenando para su próximo ballet sin concentrarse en los
pasos pero riéndose, nervioso, a los gritos ante el espejo. Julián en su casa se fumaba lentamente
otro cigarro y cuchicheaba por la vía del teclado con Carmen, que demoraba en responder y
copiarle a Osvaldo que ya le contaría a Gaetán, el novio. Laura contestaba sus correos electrónicos
preparando, cansada o tal vez lateada, sus clases de verano. Mariana se pintaba los labios, atendía
a sus pestañas enroscadas como arañas, y se sonreía, y luego fruncía la boca, hacía morisquetas,
evaluando cuál sería la cara correcta ante el espejo, la manera correcta de pensar en ese asunto,
¿piadosamente?, ¿pérfidamente?, y le hablaba al espejo de tu mala suerte.

De tu mal ojo. De tu volverte mi lazarillo. Eso se decían ellos pero aún más Arcadio, que se atrevió
a decírtelo sin escándalo en el café de la esquina. Sin agitarse ni estremecerse, sin despeinarse
porque acababa de raparse; mordiendo una galleta de barquillo delgada coponiéndole una pizca
de azúcar a su expresso y una gota de crema o quizá de leche descremada, haciendo una breve
pausa, deslumbrado por el brillo de su propio cráneo. Ella, te dijo, haciendo una pausa calculada y
dramática, ella no es tu novia sino tu soborno. Y le dio otro trago a su cortado. Escuchar eso te
trastornó, te transformó en otro Ignacio y a ese se le encogieron los tímpanos, se le recogieron las
encías, se le secó la lengua. Se quedó un momento petrificado con el cigarrillo colgando de los
labios, atacado por un súbito dolor de úlcera en la boca del estómago. Ese Ignacio pagó su parte
de la cuenta y partió furibundo pero sobre todo mareado, supurando ácido, muerto de asco. Su
cerebro se retorcía como una ostra viva bañada en limón. Pero a su manera, esa manera
despiadada, esa manera desapegada y maltratadora, esa manera tan hija de puta de Arcadio,
había algo de verdad en lo que decía, algo que yo también había visto en mi ceguera. Está en lo
cierto, te dije después de oírte patear la puerta y luego oyéndote destapar el frasco de antiácido.
En lo cierto, repetí sembrándote a conciencia el rencor hacia los tuyos. Todos piensan eso pero no
te lo dicen, ¿o no te diste cuenta de cómo te hablan últimamente, de lo que te dicen cuando te
llaman, de que yo no existo en sus conversaciones? Y continué separando con dificultad mis
calcetines de las medias de lana destinadas a soportar el crudo invierno de Chile. Arcadio no te ha
dicho nada que tú no sepas, agregué después para acompañar tu severo silencio, sin dejar ni por
un instante de doblar mis camisetas de mangas largas y cortas y mi chaqueta. Negras todas,
literalmente negras pero también negras como el odio que yo le profesaba a todos ellos,
especialmente a Arcadio. Ese amigo tuyo, insistí con toda franqueza, sintiendo que te inflabas de
gases, que casi no respirabas, ese Arcadio ha dado en el clavo. Y entonces agarrando a puntapiés
mi maleta medio vacía, dijiste, desaforado, en el clavo o en el culo de su madre, me cago en Dios).
en el café de la esquina. Sin agitarse ni estremecerse, sin despeinarse porque acababa de raparse;
mordiendo una galleta de barquillo delgada como una hostia y poniéndole una pizca de azúcar a
su expresso y una gota de crema o quizá de leche descremada, haciendo una breve pausa,
deslumbrado por el brillo de su propio cráneo. Ella, te dijo, haciendo una pausa calculada y
dramática, ella no es tu novia sino tu soborno. Y le dio otro trago a su cortado. Escuchar eso te
trastornó, te transformó en otro Ignacio y a ese se le encogieron los tímpanos, se le recogieron las
encías, se le secó la lengua. Se quedó un momento petrificado con el cigarrillo colgando de los
labios, atacado por un súbito dolor de úlcera en la boca del estómago. Ese Ignacio pagó su parte
de la cuenta y partió furibundo pero sobre todo mareado, supurando ácido, muerto de asco. Su
cerebro se retorcía como una ostra viva bañada en limón. Pero a su manera, esa manera
despiadada, esa manera desapegada y maltratadora, esa manera tan hija de puta de Arcadio,
había algo de verdad en lo que decía, algo que yo también había visto en mi ceguera. Está en lo
cierto, te dije después de oírte patear la puerta y luego oyéndote destapar el frasco de antiácido.
En lo cierto, repetí sembrándote a conciencia el rencor hacia los tuyos. Todos piensan eso pero no
te lo dicen, ¿o no te diste cuenta de cómo te hablan últimamente, de lo que te dicen cuando te
llaman, de que yo no existo en sus conversaciones? Y continué separando con dificultad mis
calcetines de las medias de lana destinadas a soportar el crudo invierno de Chile. Arcadio no te ha
dicho nada que tú no sepas, agregué después para acompañar tu severo silencio, sin dejar ni por
un instante de doblar mis camisetas de mangas largas y cortas y mi chaqueta. Negras todas,
literalmente negras pero también negras como el odio que yo le profesaba a todos ellos,
especialmente a Arcadio. Ese amigo tuyo, insistí con toda franqueza, sintiendo que te inflabas de
gases, que casi no respirabas, ese Arcadio ha dado en el clavo. Y entonces agarrando a puntapiés
mi maleta medio vacía, dijiste, desaforado, en el clavo o en el culo de su madre, me cago en Dios).

También podría gustarte