La noche del 14 de octubre de 1912, mientras se dirigía a un evento de
campaña, el dos veces presidente de los Estados Unidos, y entonces candidato, Theodore Roosevelt, sufrió un intento de asesinato. John Schrank le disparó porque “cualquier hombre que busque un tercer mandato debería ser asesinado”. La bala penetró en su pecho, pero la potencia del disparo fue reducida por un discurso de 50 páginas que tenía en el bolsillo de su camisa; Roosevelt se negó a ser atendido por un doctor, y asistió al evento de campaña donde pronunció el discurso que le había salvado la vida. Este intento de asesinato puede tener algunos elementos curiosos —lo que lo provocó o la valentía de Roosevelt—pero no hay nada que lo sea más que la causa de sobrevivencia del candidato: su discurso. Roosevelt fue salvado por la palabra. El 4 de junio de 1940, mientras informaba al Parlamento de los resultados de la Operación Dinamo, con la que se logró rescatar más de 340, 000 soldados varados en Dunquerque, el primer ministro Winston Churchill pronunció uno de sus discursos memorables con los que animó a su país a enfrentarse al terror nazi, contrastando con la política de apaciguamiento de su antecesor Neville Chamberlain. Es evidente que los discursos no ganan guerras, pero los de Churchill sirvieron para infundir esperanzas en un país aterrorizado por la posible repetición de los horrores de la Primera Guerra Mundial. Por eso, el periodista Edward Murrow afirmó que Churchill “movilizó el idioma inglés y lo envió a la batalla para estabilizar a sus compatriotas y animar a aquellos europeos sobre los que había caído la larga y oscura noche de la tiranía”. Gran Bretaña, y quizá el mundo, fueron salvados por la palabra. No queremos que esto sea lo único que atreviese las pupilas del lector, también debemos hacer una confesión: somos adictos a ver presidentes que, en vez de “salvarse”, se condenan por sus palabras. Estos podrían pertenecer a la lista, hecha en otro artículo, de los presidentes que ganan y gobiernan en contra de alguien y no a favor de algo, por lo que se desdicen constantemente de todo lo que han dicho. Las hemerotecas podrían producirles el mismo efecto que la cruz al diablo… si es que le produce alguno. Aquellos que no saben manejar las expectativas y la incertidumbre —en una entrevista o en un discurso— revelan su inexperiencia y su falta de pensamiento estratégico, pues el contexto en el que se afirma una cosa puede cambiar, lo que los hace parecer alérgicos a la coherencia. Pedro Sánchez, presidente del Gobierno español, es la quintaesencia de este tipo de políticos. No es que a veces diga una mentira, es que nunca dice una verdad. Mintió sobre las primarias en su partido; mintió sobre los pactos con Bildu, Podemos y los partidos independentistas para lograr ser investido presidente; mintió sobre su tesis doctoral; mintió sobre los datos de la pandemia; mintió sobre un supuesto comité de expertos que asesoraría al gobierno para enfrentar al virus; mintió sobre que España estaba preparada para enfrentar una segunda ola del Covid-19; mintió sobre el número de muertos provocados por el virus; mintió sobre las condiciones para recibir la ayuda de la Unión Europea para enfrentar la crisis económica producida por la pandemia. Si mentir es una condición para condenarse, a Pedro Sánchez le espera en el Tártaro la vida eterna. Asimismo, el actual presidente de Argentina, Alberto Fernández, es otro adicto a desdecirse y mentir. Sufre de Alzheimer selectivo con las críticas que hizo, hace menos de dos años, a Cristina Fernández, quien hoy es su vicepresidente; mintió sobre los datos de la pandemia; mintió sobre la preservación del empleo en Argentina durante la cuarentena; mintió sobre la duración de la cuarentena; mintió al decir que usa mascarilla cada vez que sale a la calle; mintió sobre la intervención del Estado en empresas; mintió sobre el aumento de las pensiones; mintió sobre ser tolerante. Pero este, al contrario que Sánchez, a veces intenta decir una verdad. Lo hizo cuando afirmó que “no hay mayor acto de corrupción que mentirle a un votante, y después hacer todo lo contrario” y “no mentir en política es muy importante”. Si las consecuencias de lo anterior sólo fueran religiosas, este artículo no se hubiese escrito. El problema es que las mentiras y las incoherencias producen desafección política en las sociedades donde se exponen, volviéndolas un polvorín que puede explotar en cualquier momento. Si viviéramos otra noche como la del 14 de octubre de 1912, siendo Sánchez y Fernández las víctimas del atentado en vez de Roosevelt, no tendrían que llevar un discurso de 50 páginas en sus bolsillos para salvarse, les bastaría con llevar un listado de sus mentiras para que la bala ni siquiera les roce. Y carecemos de imaginación para pensar si uno de sus discursos nos infundiría ánimos en medio de una guerra; pero, siendo coherentes, pelearíamos en el bando contrario.