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¿Autor muerto o artista demasiado vivo?

Jacques Rancière

La impersonalidad de creación anunciada por la revolución técnica radicalizó la noción de autoría y


transformó el arte en una negociación entre propietarios de ideas y de imágenes.

Esta vez, el autor estaría realmente muerto. Hace 30 años, los filósofos ya habían
pronunciado su sentencia de muerte teórica al destruir el fundamento de su pretensión, la
concepción del sujeto amo y propietario de sus pensamientos. Era la época en la que los
artistas pop, con sus retratos de “stars” o sus latas de sopa en serie, destruían el privilegio de
la obra única. Luego vino: el arte de las instalaciones en las que el artista generalmente se
contenta en redisponer objetos de uso e imágenes ya existentes; la práctica de los DJ
mezclando elementos sonoros tomados de composiciones existentes, al punto de volverlas
imposibles de reconocer; y por fin la revolución informática, instaurando la reproductibilidad
sin control e ilimitada de textos, canciones e imágenes. Así parece deshacerse lo que
constituía el contenido mismo de la obra: la expresión de la voluntad creadora de un autor en
una materialidad específica trabajada por él, singularizada en la figura de la obra, erigida
como original, distinta de todas sus reproducciones. La idea de obra se vuelve radicalmente
independiente de toda elaboración de una materia particular.

Un montón de papeles viejos

“A Salle des Martin” [La Sala de Martin] de Bertrand Lavier expone 50 pinturas
realizadas por autores de nombre Martin. Ninguna de esas pinturas desempeña el papel de
obra original. La originalidad de la obra pasa por la idea, inmaterial en sí misma, de esa
reunión. Cualquier acumulación de materiales puede entonces tomar su lugar, por ejemplo un
montón de papeles viejos, elemento de una instalación de Damien Hirst, que un funcionario
de un museo londinense, preocupado por la limpieza, arrojó inoportunamente al cesto de
basura. Esa indistinción, que vuelve indiferente todo material, es tentador aproximarla a la
que transforma discursos, imágenes o músicas en bits de información. Con la revolución
informática, toda materialidad, dicen, se transforman en idealidad. Las ideas, imágenes y
músicas, igualmente digitalizadas, corren libremente de pantalla en pantalla, burlándose de los
que quieren afirmar sobre ellas el derecho de propietarios. Así desaparecería el principio
mismo del privilegio del autor: la diferencia entre los medios de creación y las máquinas de
reproducción.

Neocomunismo

Algunos ven esto como la fuerza del cerebro-mundo o de la máquina-mundo, que hace
volar en pedazos la propiedad y la dominación. Los proletarios de todo el mundo no se unirán
para enterrar la dominación burguesa, sino que la revolución técnica ha confirmado, en
detrimento de la propiedad intelectual y artística, la otra gran profecía del “Manifiesto
comunista”: “Todo lo sólido se desvanece en el aire.”. Substituyendo a los productores
debilitados, las máquinas de reproducción trabajarían por un comunismo inédito, volviendo
toda realidad inmaterial y, por lo tanto, inapropiable.
Esa fe en las virtudes comunistas de la técnica no deja de ser problemática. Ni los
ingenieros ni los juristas carecen de medios para reformular los derechos de la propiedad e
inventar programas apropiados para hacerla respetar. Más allá de eso, sin embargo, la
reproductibilidad técnica no tiene ninguna consecuencia evidente en el estatuto conceptual del
autor. En los años ‘30, Walter Benjamin veía en las condiciones industriales de la producción
y de la difusión cinematográficas el principio de un arte liberado del “aura” de la obra única.
La profecía no se verificó, muy por el contrario: en el momento mismo en que
Broodthaers, Beuys y los artistas del grupo Fluxus ridiculizaban al arte de museo, en los años
‘60, los jóvenes radicales de Cahiers du Cinéma consagraban la “política de los autores”. Y,
cuando los propios museos se convirtieron a la prosa de las instalaciones, las Historie(s) du
cinéma de Godard recogieron las sacralidades del museo imaginario de Malraux. No obstante
las multiplicidades de las exigencias de producción y de las colaboraciones artísticas y
técnicas que un film supone, el “director” de cine se volvió una encarnación ejemplar de autor
que pone su marca en su creación.
Ciertamente, esa confianza excesiva en los efectos de la revolución técnica surgió ella
misma de una visión un poco simplista del autor. Se trata de una opinión aceptada que la
modernidad literaria y artística desde el romanticismo estuvo ligada al desenvolvimiento del
culto del autor, nació simultáneamente a los derechos del mismo nombre, simultáneamente
también al individualismo de la “revolución burguesa”.
En consecuencia, todo lo que contradice ese privilegio, desde las imágenes en serie de
“stars” o de productos comerciales de la era del pop hasta los piraterías de la era digital, todo
eso es puesto en la cuenta de una revolución posmoderna que ha destruido, si no los derechos
jurídicos de la propiedad, al menos las ilusiones modernistas de la originalidad artística
asociadas al mito del autor propietario.
Pero las relaciones entre el autor, el propietario y la persona son infinitamente más
complejas. La consagración del genio literario no nació, a finales del siglo XVIII, de las
iniciativas de Pierre Agustin de Beaumarchais [dramaturgo francés, autor de Las bodas de
Fígaro, de 1784] a favor de los derechos de autor ni de las ofensivas del “individualismo
burgués”. Nació, por el contrario, de la insistencia de dos filólogos de esa época en despojar a
Homero de la paternidad de su obra, en hacer de ésta la expresión anónima de un pueblo y de
un tiempo. La idea moderna de autor nació simultáneamente a la de la impersonalidad del
arte. Es esa equivalencia entre el autor y la fuerza anónima que lo atraviesa que, en la época
romántica, la expresa el concepto de genio. Y los supuestos representantes del arte por el arte
y del culto al artista no dejaron, como Flaubert, de expresar la radical impersonalidad del arte
o, como Mallarmé, de afirmar que el poeta estaba necesariamente “muerto como tal”.
Esa idea jamás impidió a ningún artista reclamar sus derechos de autor. Sin embargo,
definió un desdoblamiento de la idea de propiedad, un vínculo singular entre propiedad e
impropiedad. Cerca de dos siglos antes de que Sherrie Levine [pintor americano, nacido en
1947] produjese una obra fotografiando las fotografías de Walker Evans, los hermanos
Schlegel habían puesto en la agenda de los poetas románticos la repoetización de poemas
clásicos. Mientras tanto, los surrealistas demostrarán que las expresiones de los deseos y de
los sueños de la mayoría de las personas podían coincidir con el reciclaje de las mercaderías
fuera de uso o de las ilustraciones de revistas y catálogos antiguos. El autor absoluto e
impersonal es aquel que tiene a su disposición un patrimonio del arte, que se extiende a todo y
a cualquier objeto.
Una solidaridad se afirma, de este modo, entre la impersonalidad del proceso artístico
y la indiferencia de sus temas, tomados de la impersonalidad de la vida común. Walter
Benjamin mostró cómo la fotografía se había vuelto un arte al renunciar a componer cuadros,
para apropiarse de la imagen de lo anónimo. La fotografía de la pequeña pescadora de New
Haven, dice él, hizo más por la gloria de David Octavius Hill que sus grandes composiciones
pictóricas. De ese modo, la fotografía se puso en la estela de una revolución literaria que, con
Flaubert, asimilara lo absoluto de un libro, sostenido apenas por su estilo, a la impersonalidad
captada del lenguaje, del sueño y de la vida de los individuos comunes. El culto del arte nació
con una afirmación del esplendor de lo anónimo.
En cierto sentido, puede decirse que las performances y las instalaciones del arte
contemporáneo llevan a su extrema consecuencia la impersonalidad de la creación y la
indiferencia de su material. Las imágenes obtenidas por Sophie Calle en cuartos de hotel
serían entonces una versión contemporánea del “Journal d’une femme de chambre” [Diario
de una camarera, novela de Octave Mirbeau, 1900] y, de una manera más amplia, del sueño
novelesco de entrar en la vida de cualquier persona.
Sin embargo, tal vez esa consecuencia aparente oculte una inversión lógica que
subvierte la noción de autor de un modo completamente diferente de cómo se la acostumbra
describir: no haciendo desaparecer tal noción en la banalidad de las cosas y en la infinidad de
las reproducciones, sino, por el contrario, aproximándola a la propiedad personal de la idea.
La idea flaubertiana de la obra absoluta obligaba al novelista a identificar los esplendores de
su frase con la reproducción de las banalidades del mundo. La idea del artista contemporáneo,
al contrario, se retira en relación al trabajo de su realización. Christian Boltanski no tiene
necesidad de arreglar él mismo en la pared las fotografías anónimas que cubren sus salas de
exposición. Y Lawrence Weiner no tiene necesidad de tomar un instrumento para abrir en una
pared del museo el minúsculo agujero que constituye su casi inmaterial contribución a una
reciente exposición.
Lo que se pierde entonces no es ni la personalidad del autor ni la materialidad de la
obra. Es el trabajo por el que esa personalidad se modificaba en esa materialidad. La retirada
de la obra en dirección a la idea no anula la realidad material de la obra. Por el contrario, ella
tiende a transformar la propiedad paradojal de la obra impersonal en la propiedad lógica de
una patente de inventor. En este sentido, el autor contemporáneo es más estrictamente
propietario de lo que jamás lo fue cualquier autor. Pero eso quiere decir que se rompió el
pacto entre la impersonalidad del arte y la de su material. Mientras la primera se aproxima a la
propiedad de la idea, la segunda tiende a pasar hacia la propiedad de imagen.
Generaciones de fotógrafos hicieron arte captando, en las calles de las grandes
metrópolis, fiestas de barrio o bien escenas populares, ocupaciones cotidianas o placeres
extraordinarios de los anónimos. Hoy, esos anónimos son llamados a hacerse reconocer, a
reclamar, en vez de la inmortalización del arte, derechos más tangibles sobre la propiedad de
la imagen que les fue sustraída.
La propiedad no se disuelve en la inmaterialidad de la red. Al contrario, ella tiende a
poner su marca en todo lo que es susceptible de entrar en el arte, a hacer del arte una
negociación entre propietarios de ideas y propietarios de imágenes.
Ciertamente es por eso que la autobiografía, que hace coincidir las dos propiedades,
adquiere tanta importancia en el arte de nuestro tiempo. Basta pensar en los escritores que, en
realidad, no publican más que el interminable diario de su vida y de sus pensamientos; en los
fotógrafos que privilegian su propia imagen, como Cindy Sherman, o las escenas de intimidad
de los amigos, como Nan Goldin; en los cineastas que, como Nanni Moretti [director de
películas como “El cuarto del hijo” de 2001], reducen su trabajo sobre la época a la crónica de
su propia vida; en los artistas instaladores que, como Mike Kelley o Annette Messager,
tienden a poblar sus obras con los peluches de sus fantasías en vez de los objetos e imágenes
desviados del mundo.
El autor por excelencia sería entonces, actualmente, aquel cuya idea es explorar lo que
le pertenece como algo propio, su propia imagen. El autor no sería más el “espíritu
histriónico” del que hablaba Mallarmé, sino el comediante de su imagen. El arte del
comediante tiende siempre al límite que es la transformación del simulacro en realidad.
Ocupada en remodelar físicamente el propio rostro, Orlan [artista plástica francesa, nacida en
1947] sería, en este sentido, la artista típica de nuestro tiempo. En el tiempo de la
digitalización universal, el “muerto” del que hablaba Mallarmé parece todavía vivo. Un poco
demasiado vivo, precisamente.

Fuente: A Folha de São Paulo, 06/04/2003.

[Traducción: Matías Raia para la cátedra de Literatura del Siglo XX (FFyL, UBA), 2011.]

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