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DECRETO

CHRISTUS DOMINUS

SOBRE EL MINISTERIO PASTORAL DE LOS OBISPOS

PROEMIO
1. Cristo Señor, Hijo de Dios vivo, que vino a salvar del pecado a su pueblo y a santificar a todos
los hombres, como El fue enviado por el Padre, así también envió a sus Apóstoles, a quienes
santificó, comunicándoles el Espíritu Santo, para que también ellos glorificaran al Padre sobre
la tierra y salvaran a los hombres "para la edificación del Cuerpo de Cristo" (Ef., 4,12), que es la
Iglesia.

2. En esta Iglesia de Cristo, el Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, a quien confió Cristo
el apacentar sus ovejas y sus corderos, goza por institución divina de potestad suprema, plena,
inmediata y universal para el cuidado de las almas. El, por tanto, habiendo sido enviado como
pastor de todos los fieles a procurar el bien común de la Iglesia universal y el de todas las
iglesias particulares, tiene la supremacía de la potestad ordinaria sobre todas las Iglesias.

Pero también los Obispos, por su parte, puestos por el Espíritu Santo, ocupan el lugar de los
Apóstoles como pastores de las almas, y juntamente con el Sumo Pontífice y bajo su autoridad,
son enviados a actualizar perennemente la obra de Cristo, Pastor eterno. Ahora bien, Cristo dio
a los Apóstoles y a sus sucesores el mandato y el poder de enseñar a todas las gentes y de
santificar a los hombres en la verdad y de apacentarlos. Por consiguiente, los Obispos han sido
constituidos por el Espíritu Santo, que se les ha dado, verdaderos y auténticos maestros de la
fe, pontífices y pastores.

3. Los Obispos, partícipes de la preocupación de todas las Iglesias, desarrollan, en unión y bajo
la autoridad del Sumo Pontífice, este su deber, recibido por la consagración episcopal, en lo
que se refiere al magisterio y al régimen pastoral, todos unidos en colegio o corporación con
respecto a la Iglesia universal de Dios.

E individualmente lo ejercen en cuanto a la parte del rebaño del Señor que se les ha confiado,
teniendo cada uno el cuidado de la Iglesia particular que presiden, y en algunas ocasiones
pueden los Obispos reunidos proveer a las Iglesias de ciertas necesidades comunes.

Por ello el sagrado Concilio, considerando también las condiciones de la sociedad humana, que
en nuestros tiempos está abocada a un orden nuevo, intentando determinar más
concretamente el ministerio pastoral del os Obispos, establece lo siguiente:

CAPÍTULO I

LOS OBISPOS CON RELACIÓN A TODA LA IGLESIA

I. Papel que desempeñan los obispos con relación a la Iglesia universal.

Ejercicio de la potestad del Colegio de los Obispos


4. Los Obispos, por el hecho de su consagración sacramental y por la comunión jerárquica con
la Cabeza y los miembros del Colegio, quedan constituidos miembros del Cuerpo Episcopal.
"Mas el orden de los Obispos, que sucede al Colegio de los Apóstoles en el magisterio y
régimen pastoral, y en el cual se continúa el cuerpo apostólico, juntamente con su Cabeza, el
Romano Pontífice, y nunca sin El, es también sujeto de suprema y plena potestad en toda la
Iglesia, potestad que ciertamente no pueden ejercer sin el consentimiento del Romano
Pontífice". Este poder se ejerce "de un modo solemne en el Concilio Ecuménico. Por tanto,
determina el sagrado Concilio que todos los Obispos que sean miembros del Colegio Episcopal
tienen derecho a asistir al Concilio Ecuménico".

"La misma potestad colegial pueden ejercerla juntamente con el Papa los Obispos dispersos en
toda la tierra, con tal que la Cabeza del Colegio los convoque a una acción colegial o, a lo
menos, apruebe o reciba libremente la acción unida de los Obispos dispersos, de forma que se
constituya un verdadero acto colegial".

Sínodo o Consejo de los Obispos

5. Los Obispos elegidos de entre las diversas regiones del mundo, en la forma y disposición que
el Romano Pontífice ha establecido o tengan a bien establecer en lo sucesivo, prestan al
Supremo Pastor de la Iglesia una ayuda más eficaz constituyendo un consejo que se designa
con el nombre de sínodo episcopal, el cual, puesto que obra en nombre de todo el episcopado
católico, manifiesta, al mismo tiempo, que todos los Obispos en comunión jerárquica son
partícipes de la solicitud de toda la Iglesia.

Los Obispos, partícipes de la solicitud para todas las Iglesias

6. Los Obispos, como legítimos sucesores de los Apóstoles y miembros del Colegio Episcopal,
reconózcanse siempre unidos entre sí y muestren que son solícitos por todas las Iglesias,
porque por institución de Dios y exigencias del ministerio apostólico, cada uno debe ser fiador
de la Iglesia juntamente con los demás Obispos. Sientan, sobre todo, interés por las regiones
del mundo en que todavía no se ha anunciado la palabra de Dios y por aquellas en que, por el
escaso número de sacerdotes, están en peligro los fieles de apartarse de los mandamientos de
la vida cristiana e incluso de perder la fe.

Por lo cual pongan todo su empeño en que los fieles sostengan y promuevan con ardor las
obras de evangelización y apostolado. Procuren, además, preparar dignos ministros sagrados e
incluso auxiliares, tanto religiosos como seglares, para las misiones y los territorios que sufren
escasez de clero. Tengan también interés en que, en la medida de sus posibilidades, vayan
algunos de sus sacerdotes a las referidas misiones o diócesis, para desarrollar allí su ministerio
sagrado para siempre o, a lo menos, por algún tiempo determinado.

No pierdan de vista, por otra parte, los Obispos, que, en el uso de los bienes eclesiásticos,
tienen que tener también en consideración las necesidades no sólo de su diócesis, sino de las
otras Iglesias particulares, puesto que son parte de la única Iglesia de Cristo. Atiendan, por fin,
con todas sus fuerzas, al remedio de las calamidades que sufren otras diócesis o regiones.

7. Manifiesten un amor fraterno y ayuden con un sincero y eficaz cuidado, sobre todo, a los
Obispos que se ven perseguidos con calumnias y vejámenes por el Nombre de Cristo,
encerrados en las cárceles o impedidos de desarrollar su ministerio, para que sus penas se
alivien y suavicen con las oraciones y la ayuda de los demás hermanos.
II. Los Obispos y la Santa Sede.

Los Obispos en sus Diócesis

8. a) Los Obispos, como sucesores de los Apóstoles, tienen por sí, en las diócesis que se les ha
confiado, toda la potestad ordinaria, propia e inmediata que se requiere para el ejercicio de su
oficio pastoral, salvo en todo la potestad que, en virtud de su cargo, tiene el Romano Pontífice
de reservarse a sí o a otra autoridad las causas.

b) Todos los Obispos diocesanos tienen la facultad de dispensar, en caso particular, de una ley
general de la Iglesia a los fieles sobre los que ejercen la autoridad según derecho, siempre que
lo juzguen conveniente para el bien espiritual de ellos, mientras no se trate de algo que se
haya reservado especialmente la Autoridad Suprema de la Iglesia.

Dicasterios de la Curia Romana

9. En el ejercicio supremo, pleno e inmediato de su poder sobre toda la Iglesia, el Romano


Pontífice se sirve de los dicasterios de la Curia Romana, que, en consecuencia, realizan su labor
en su nombre y bajo su autoridad, para bien de las Iglesias y servicio de los sagrados pastores.

Desean, sin embargo, los Padres conciliares que estos dicasterios, que ciertamente han
prestado al Romano Pontífice y a los pastores de la Iglesia un servicio excelente, sean
reorganizados según las necesidades de los tiempos y con una mejor adaptación a las regiones
y a los ritos, sobre todo en cuanto al número, nombre, competencia, modo de proceder y
coordinación de trabajos. Desean, igualmente, que habida cuanta del ministerio pastoral
propio de los Obispos, se concrete más detalladamente el cargo de los legados del Romano
Pontífice.

10. Puesto que estos dicasterios han sido creados para el bien de la Iglesia universal, se desea
que sus miembros, oficiales y consultores e igualmente los legados del Romano Pontífice, en
cuanto sea posible, sean tomados de las diversas regiones de la Iglesia, de manera que las
oficinas u órganos centrales de la Iglesia católica presenten un aspecto verdaderamente
universal.

Es también de desear que entre los miembros de los dicasterios se encuentren algunos
Obispos, sobre todo diocesanos, que puedan comunicar con toda exactitud al Sumo Pontífice
el pensamiento, los deseos y las necesidades de todas las Iglesias.

Juzgan, por fin, de suma utilidad los Padres del Concilio que estos dicasterios escuchen más a
los seglares distinguidos por su piedad, su ciencia y experiencia, de forma que también ellos
tengan su cometido conveniente en las cosas de la Iglesia.

CAPÍTULO II

LOS OBISPOS CON RELACIÓN


A LAS IGLESIAS PARTICULARES O DIÓCESIS

I. Los Obispos diocesanos


Noción de diócesis y oficio de los Obispos en ella

11. La diócesis es una porción del Pueblo de Dios que se confía a un Obispo para que la
apaciente con la cooperación del presbiterio, de forma que unida a su pastor y reunida por él
en el Espíritu Santo por el Evangelio y la Eucaristía, constituye una Iglesia particular, en la que
verdaderamente está y obra la Iglesia de Cristo, que es Una, Santa, Católica y Apostólica.

Cada uno de los Obispos a los que se ha confiado el cuidado de cada Iglesia particular, bajo la
autoridad del Sumo Pontífice, como sus pastores propios, ordinarios e inmediatos, apacienten
sus ovejas en el Nombre del Señor, desarrollando en ellas su oficio de enseñar, de santificar y
de regir. Ellos, sin embargo, deben reconocer los derechos que competen legítimamente a los
patriarcas o a otras autoridades jerárquicas.

Los Obispos deben dedicarse a su labor apostólica como testigos de Cristo delante de los
hombres, interesándose no sólo por los que ya siguen al Príncipe de los Pastores, sino
consagrándose totalmente a los que de alguna manera perdieron el camino de la verdad o
desconocen el Evangelio y la misericordia salvadora de Cristo, para que todos caminen "en
toda bondad, justicia y verdad" (Ef., 5,9).

Deber que tienen los Obispos de enseñar

12. En el ejercicio de su ministerio de enseñar, anuncien a los hombres el Evangelio de Cristo,


deber que sobresale entre los principales de los Obispos, llamándolos a la fe con la fortaleza
del Espíritu o confirmándolos en la fe viva. Propónganles el misterio íntegro de Cristo, es decir,
aquellas verdades cuyo desconocimiento es ignorancia de Cristo, e igualmente el camino que
se ha revelado para la glorificación de Dios y por ello mismo para la consecución de la felicidad
eterna.

Muéstrenles, asimismo, que las mismas cosas terrenas y las instituciones humanas, por la
determinación de Dios Creador, se ordenan también a la salvación de los hombres y, por
consiguiente, pueden contribuir mucho a la edificación del Cuerpo de Cristo.

Enséñenles, por consiguiente, cuánto hay que apreciar la persona humana, con su libertad y la
misma vida del cuerpo, según la doctrina de la Iglesia; la familia y su unidad y estabilidad, la
procreación y educación de los hijos; la sociedad civil, con sus leyes y profesiones; el trabajo y
el descanso, las artes y los inventos técnicos; la pobreza y la abundancia, y expónganles,
finalmente, los principios con los que hay que resolver los gravísimos problemas acerca de la
posesión de los bienes materiales, de su incremento y recta distribución, acerca de la paz y de
las guerras y de la vida hermanada de todos pueblos.

Métodos de enseñar la doctrina cristiana

13. Expliquen la doctrina cristiana con métodos acomodados a las necesidades de los tiempos,
es decir, que respondan a las dificultades y problemas que más preocupan y angustian a los
hombres; defiendan también esta doctrina enseñando a los fieles a defenderla y propagarla.
Demuestren en su enseñanza la materna solicitud de la Iglesia para con todos los hombres,
sean fieles o infieles, teniendo un cuidado especial de los pobres y de los débiles, a los que el
Señor les envió a evangelizar.

Siendo propio de la Iglesia el establecer diálogo con la sociedad humana dentro de la que vive,
los Obispos tienen, ante todo, el deber de llegar a los hombres, buscar y promover el diálogo
con ellos. Diálogos de salvación, que, como siempre hace la verdad, han de llevarse a cabo con
caridad, compresión y amor; conviene que se distingan siempre por la claridad de su
conversación, al mismo tiempo que por la humildad y la delicadeza, llenos siempre de
prudencia y de confianza, puesto que han surgido para favorecer la amistad y acercar las
almas.

Esfuércense en aprovechar la variedad de medios que hay en estos tiempos para anunciar la
doctrina cristiana, sobre todo la predicación y la formación catequética, que ocupa siempre el
primer lugar; la exposición de la doctrina en las escuelas, universidades, conferencias y
asambleas de todo género, con declaraciones públicas, hechas con ocasión de algunos
sucesos; con la Prensa y demás medios de comunicación social, que es necesario usar para
anunciar el Evangelio de Cristo.

Instrucción catequética

14. Vigilen atentamente que se dé con todo cuidado a los niños, adolescentes, jóvenes e
incluso a los adultos la instrucción catequética, que tiende a que la fe, ilustrada por la doctrina,
se haga viva, explícita y activa en los hombres y que se enseñe con el orden debido y método
conveniente, no sólo con respecto a la materia que se explica, sino también a la índole,
facultades, edad y condiciones de vida de los oyentes, y que esta instrucción se fundamente en
la Sagrada Escritura, Tradición, Liturgia, Magisterio y vida de la Iglesia.

Procuren, además, que los catequistas se preparen debidamente para la enseñanza, de suerte
que conozcan totalmente la doctrina de la Iglesia y aprendan teórica y prácticamente las leyes
psicológicas y las disciplinas pedagógicas.

Esfuércense también en restablecer o mejorar la instrucción de los catecúmenos adultos.

Deber de santificar que tienen los Obispos

15. En el ejercicio de su deber de santificar, recuerden los Obispos que han sido tomados de
entre los hombres, constituidos para los hombres en las cosas que se refieren a dios para
ofrecer los dones y sacrificios por los pecados. Pues, los Obispos gozan de la plenitud del
Sacramento del Orden y de ellos dependen en el ejercicio de su potestad los presbíteros, que,
por cierto, también ellos han sido consagrados sacerdotes del Nuevo Testamento para ser
próvidos cooperadores del orden episcopal, y los diáconos, que, ordenados para el ministerio,
sirven al pueblo de Dios en unión con el Obispo y su presbiterio. Los Obispos, por consiguiente,
son los principales dispensadores de los misterios de Dios, los moderadores, promotores y
guardianes de toda la vida litúrgica en la Iglesia que se les ha confiado.

Trabajen, pues, sin cesar para que los fieles conozcan plenamente y vivan el misterio pascual
por la Eucaristía, de forma que constituyan un cuerpo único en la unidad de la caridad de
Cristo, "atendiendo a la oración y al ministerio de la palabra" (Act., 6,4), procuren que todos
los que están bajo su cuidado vivan unánimes en la oración y por la recepción de los
Sacramentos crezcan en la gracia y sean fieles testigos del Señor.

En cuanto santificadores, procuren los Obispos promover la santidad de sus clérigos, de sus
religiosos y seglares, según la vocación peculiar de cada uno, y siéntanse obligados a dar
ejemplo de santidad con la caridad, humildad y sencillez de vida. Santifiquen sus iglesias, de
forma que en ellas se advierta el sentir de toda la Iglesia de Cristo. Por consiguiente, ayuden
cuanto puedan a las vocaciones sacerdotales y religiosas, poniendo interés especial en las
vocaciones misioneras.

Deber que tienen los Obispos de regir y apacentar

16. En el ejercicio de su ministerio de padre y pastor, compórtense los Obispos en medio de los
suyos como los que sirven, pastores buenos que conocen a sus ovejas y son conocidos por
ellas, verdaderos padres, que se distinguen por el espíritu de amor y preocupación para con
todos, y a cuya autoridad, confiada por Dios, todos se someten gustosamente. Congreguen y
formen a toda la familia de su grey, de modo que todos, conscientes de sus deberes, vivan y
obren en unión de caridad.

Para realizar esto eficazmente los Obispos, "dispuestos para toda buena obra" (2 Tim., 2,21) y
"soportándose todo por el amor de los elegidos" (2 Tim., 2,10), ordenen su vida y forma que
responda a las necesidades de los tiempos.

Traten siempre con caridad especial a los sacerdotes, puesto que reciben parte de sus
obligaciones y cuidados y los realizan celosamente con el trabajo diario, considerándolos
siempre como hijos y amigos, y, por tanto, estén siempre dispuestos a oírlos, y tratando
confidencialmente con ellos, procuren promover la labor pastoral íntegra de toda la diócesis.

Vivan preocupados de su condición espiritual, intelectual y material, para que ellos puedan
vivir santa y piadosamente, cumpliendo su ministerio con fidelidad y éxito. Por lo cual han de
fomentar las instituciones y establecer reuniones especiales, de las que los sacerdotes
participen algunas veces, bien para practicar algunos ejercicios espirituales más prolongados
para la renovación de la vida, o bien para adquirir un conocimiento más profundo de las
disciplinas eclesiásticas, sobre todo de la Sagrada Escritura y de la Teología, de las cuestiones
sociales de mayor importancia, de los nuevos métodos de acción pastoral.

Ayuden con activa misericordia a los sacerdotes que vean en cualquier peligro o que hubieran
faltado en algo.

Para procurar mejor el bien de los fieles, según la condición de cada uno, esfuércense en
conocer bien sus necesidades, las condiciones sociales en que viven, usando de medios
oportunos, sobre todo de investigación social. Muéstrense interesados por todos, cualquiera
que sea su edad, condición, nacionalidad, ya sean naturales del país, ya advenedizos, ya
forasteros. En la aplicación de este cuidado pastoral por sus fieles guarden el papel reservado a
ellos en las cosas de la Iglesia, reconociendo también la obligación y el derecho que ellos
tienen de colaborar en la edificación del Cuerpo Místico de Cristo.

Extiendan su amor a los hermanos separados, recomendando también a los fieles que se
comporten con ellos con gran humildad y caridad, fomentando igualmente el ecumenismo, tal
como la Iglesia lo entiende. Amen también a los no bautizados, para que germine en ellos la
caridad de Jesucristo, de quien los Obispos deben ser testigos.

Formas especiales de apostolado

17. Estimulen las varias formas de apostolado en toda la diócesis, o en algunas regiones
especiales de ella, la coordinación y la íntima unión del apostolado en toda su amplitud, bajo la
dirección del Obispo, para que todos los proyectos e instituciones catequéticas, misionales,
caritativas, sociales, familiares, escolares y cualquiera otra que se ordene a un fin pastoral
vayan de acuerdo, con lo que, al mismo tiempo, resalte más la unidad de la diócesis.

Urjan cuidadosamente el deber que tienen los fieles de ejercer el apostolado, cada uno según
su condición y aptitud, y recomiéndeles que tomen parte y ayuden en los diversos campos del
apostolado seglar, sobre todo en la Acción Católica. Promuevan y favorezcan también las
asociaciones que directa o indirectamente buscan el fin sobrenatural, esto es, conseguir una
vida más perfecta, anunciar a todos el Evangelio de Cristo, promover la doctrina cristiana y el
incremento del culto público, buscar los fines sociales o realizar obras de piedad y de caridad.

Las formas del apostolado han de acomodarse convenientemente a las necesidades actuales,
atendiendo a las condiciones humanas, no sólo espirituales y morales, sino también sociales,
demográficas y económicas. Para cuya eficacia y fructuosa consecución son muy útiles las
investigaciones sociales y religiosas por medio de oficinas de sociología pastoral, que se
recomiendan encarecidamente.

Preocupación especial por ciertos grupos de fieles

18. Tengan una preocupación especial por los fieles que, por su condición de vida, no pueden
disfrutar convenientemente del cuidado pastoral ordinario de los párrocos o carecen
totalmente de él, como son muchísimos emigrantes, desterrados y prófugos, marineros y
aviadores, nómadas, etc. Promuevan métodos pastorales convenientes para ayudar la vida
espiritual de los que temporalmente se trasladan a otras tierras para pasar las vacaciones.

Las conferencias episcopales, sobre todo nacionales, preocúpense celosamente de los


problemas más urgentes entre los que acabamos de decir, y procuren ayudar acordes y unidos
con medios e instituciones oportunas su bien espiritual, teniendo, ante todo, en cuenta las
normas que la Sede Apostólica ha establecido o establecerá, acomodadas oportunamente a las
condiciones de los tiempos lugares y las personas.

Libertad de los Obispos


y sus relaciones con la autoridad pública

19. En el ejercicio de su ministerio, ordenado a la salvación de las almas, los Obispos de por sí
gozan de plena y perfecta libertad e independencia de cualquier autoridad civil. Por lo cual no
es lícito impedir, directa o indirectamente, el ejercicio de su cargo eclesiástico, ni prohibirles
que se comuniquen libremente con la Sede Apostólica, con otras autoridades eclesiásticas y
con sus súbditos.

En realidad, los sagrados pastores, en cuanto se dedican al cuidado espiritual de su grey, de


hecho atienden también al bien y a la prosperidad civil, uniendo su obra eficaz para ello con las
autoridades públicas, en razón de su ministerio, y como conviene a los Obispos y aconsejando
la obediencia a las leyes justas y el respeto a las autoridades legítimamente constituidas.

Libertad en el nombramiento de los Obispos

20. Puesto que el ministerio de los Obispos fue instituido por Cristo Señor y se ordena a un fin
espiritual y sobrenatural, el sagrado Concilio Ecuménico declara que el derecho de nombrar y
crear a los Obispos es propio, peculiar y de por sí exclusivo de la autoridad competente.
Por lo cual, para defender como conviene la libertad de la Iglesia y para promover mejor y más
expeditamente el bien de los fieles, desea el sagrado Concilio que en lo sucesivo no se conceda
más a las autoridades civiles ni derechos, ni privilegios de elección, nombramiento,
presentación o designación para el ministerio episcopal; y a las autoridades civiles cuya dócil
voluntad para con la Iglesia reconoce agradecido y aprecia este Concilio, se les ruega con toda
delicadeza que se dignen renunciar por su propia voluntad, efectuados los convenientes
tratados con la Sede Apostólica, a los derechos o privilegios referidos, de que disfrutan
actualmente por convenio o por costumbre.

Renuncia al ministerio episcopal

21. Siendo de tanta trascendencia y responsabilidad el ministerio pastoral de los Obispos, los
Obispos diocesanos y los que en derecho se les equiparan, si por la edad avanzada o por otra
causa grave se hacen menos aptos para el cumplimiento de su cargo, se les ruega
encarecidamente que ellos espontáneamente o invitados por la autoridad competente
presenten la renuncia de su cargo. Si la aceptare la autoridad competente, ella proveerá de la
congrua sustentación de los renunciantes y del reconocimiento de los derechos especiales que
les atañen.

II. Circunscripción de las diócesis.

Necesidad de revisar las circunscripciones de las diócesis

22. Para conseguir el fin propio de la diócesis conviene que se manifieste claramente la
naturaleza de la Iglesia en el Pueblo de Dios perteneciente a la misma diócesis; que los Obispos
puedan cumplir en ellas con eficacia sus deberes pastorales; que se provea, por fin, lo más
perfectamente que se pueda a la salvación del Pueblo de Dios.

Esto exige, por una parte, la conveniente circunscripción de los límites territoriales de la
diócesis, y, por otra, la distribución racional y acomodada a las exigencias del apostolado de los
clérigos y de las disponibilidades. Todo ello redunda en bien no sólo de los clérigos y de los
fieles, a los que directamente atañe, sino también de toda la Iglesia católica.

Así, pues, en lo que se refiere a los límites de las diócesis, dispone el santo Concilio que, según
las exigencias del bien de las almas, se revisen prudentemente cuanto antes, dividiéndolas o
desmembrándolas, o uniéndolas, o cambiando sus límites, o eligiendo un lugar más
conveniente para las sedes episcopales, o, por fin, disponiéndolas según una nueva
ordenación, sobre todo tratándose de los que abarcan ciudades muy grandes.

Normas que se han de observar

23. En la revisión de las demarcaciones de las diócesis hay que asegurar, sobre todo, la unidad
orgánica de cada diócesis, en cuanto a las personas, ministerios e instituciones, a la manera de
un cuerpo viviente. En cada caso, bien observadas todas las circunstancias, ténganse presentes
estos criterios generales:

1) En la demarcación de la diócesis, en cuanto sea posible, téngase en cuanta la variedad de los


componentes del Pueblo de Dios, que puede ayudar mucho para desarrollar mejor el deber
pastoral, y, al mismo tiempo, procúrese que las conglomeraciones demográficas de este
pueblo coincidan en lo posible con los servicios e instituciones sociales que constituyen la
misma estructura orgánica. Por lo cual el territorio de cada diócesis ha e ser continuo.
Atiéndase también, si es conveniente, a los límites de circunscripciones civiles y a las
condiciones peculiares de las personas y de los lugares, por ejemplo, psicológicas, económicas,
geográficas, históricas.

2) La extensión del territorio diocesano y el número de sus habitantes, comúnmente hablando,


ha de ser tal que, por una parte, el mismo Obispo, aunque ayudado por otros, pueda cumplir
sus deberes, hacer convenientemente las visitas pastorales, moderar comodamente y
coordinar todas las obras de apostolado en la diócesis; sobre todo, conocer a sus sacerdotes y
a los religiosos y seglares que tienen algún cometido en las obras diocesanas, y, por otra parte,
se ofrezca un campo suficiente e idóneo, en el que tanto el Obispo como los clérigos puedan
desarrollar útilmente todas sus fuerzas en el ministerio, teniendo en cuanta las necesidades de
la Iglesia universal.

3) Y, por fin, para cumplir mejor con el ministerio de la salvación en la diócesis, téngase por
norma que en cada diócesis haya clérigos suficientes en número y preparación para apacentar
debidamente el Pueblo de Dios; que no falten los servicios, instituciones y obras propias de la
Iglesia particular y que son necesarias prácticamente para su apto gobierno y apostolado; que,
por fin, se tengan o se provean prudentemente los medios necesarios para sustentar las
personas y las instituciones que, por otra parte, no han de faltar.

Para este fin también donde haya fieles de diverso rito, provea el Obispo diocesano a sus
necesidades espirituales por sacerdotes o parroquias del mismo rito o por un vicario episcopal,
dotado de facultades convenientes y, si es necesario, dotado incluso del carácter episcopal o
que desempeñe por el mismo el oficio de ordinario de los diversos ritos. Pero si todo esto no
pudiera compaginarse, según parecer de la Sede Apostólica, establézcase una jerarquía propia
según los diversos ritos.

Asimismo, en circunstancias semejantes, háblese a cada grupo de fieles en diversa lengua, ya


por medio de los sacerdotes o de las parroquias de la misma lengua o por el vicario episcopal,
perito en la lengua, y, si es preciso, dotado del carácter episcopal; ya sea, finalmente, de otro
modo oportuno.

24. En cuanto se refiere a los cambios o innovaciones de las diócesis, según los números 22-23,
salva siempre la disciplina de las Iglesias orientales, es conveniente que las conferencias
episcopales componentes examinen estos asuntos para su propio territorio -incluso con la
ayuda de una comisión episcopal especial, si parece oportuno, pero, habiendo escuchado
siempre, sobre todo, a los Obispos de las provincias o de las regiones interesadas- y propongan
luego su parecer y sus deseos a la Sede Apostólica.

III. Cooperadores del Obispo diocesano en el cargo pastoral.

1. Normas para constituir los Obispos coadjutores y auxiliares.

25. En el gobierno de las diócesis provéase al deber pastoral de los Obispos de forma que se
busque siempre el bien de la grey del Señor. Este bien, debidamente procurado, exigirá no rara
vez que se constituyan Obispos auxiliares, porque el Obispo diocesano, o por la excesiva
amplitud de la diócesis, o por el subido número de habitantes, o por circunstancias especiales
del apostolado, o por otras causas de distinta índole no puede satisfacer por sí mismo todos
los deberes episcopales, como lo exige el bien de las almas. Y más aún: alguna vez, una
necesidad especial exige que se constituya un Obispo coadjutor para ayuda del propio Obispo
diocesano. Estos Obispos coadjutores o auxiliares han de estar provistos de facultades
convenientes, de forma que, salva siempre la unidad del régimen diocesano y la autoridad del
Obispo propio, su labor resulte totalmente eficaz y se salvaguarde mejor la dignidad debida a
los Obispos.

Ahora bien, los Obispos coadjutores y auxiliares, por lo mismo que son llamados a participar en
la solicitud del Obispo diocesano, desarrollen su labor de forma que estén en todo de acuerdo
con él; manifiéstenle, además, una reverencia obsequiosa y él ame y aprecie fraternalmente a
los Obispos coadjutores y auxiliares.

Facultades de los Obispos auxiliares y coadjutores

26. Cuando el bien de las almas así lo exija, no dude el Obispo diocesano en pedir a la
autoridad competente uno o más auxiliares, que son puestos en las diócesis sin derecho a
sucesión.

Si en las letras de nombramiento no se dijera nada, nombre el Obispo diocesano al auxiliar o


auxiliares vicarios generales o, a lo menos, vicarios episcopales, dependientes tan sólo de su
autoridad, a los que hará bien en consultar para la solución de los asuntos de mayor
trascendencia, sobre todo de índole pastoral.

A no ser que la autoridad competente estableciere otra cosa, el poder y las facultades que
tienen por derecho los Obispos auxiliares no expiran con la cesación en el cargo del Obispo
diocesano. Es también de desear que al quedar vacante la sede se confiera al Obispo auxiliar, o
si son varios,a uno de ellos, el cargo de regir la diócesis, a no aconsejar lo contrario razones
graves.

El Obispo coadjutor, es decir, el que se nombra con derecho a sucesión, siempre ha de ser
nombrado por el Obispo diocesano vicario general. En casos particulares, la autoridad
competente le podrá confiar mayores facultades.

Para procurar en el presente y en el porvenir el mayor bien de la diócesis, el Obispo diocesano


y el Obispo coadjutor no dejen de consultarse mutuamente en los asuntos de mayor
importancia.

2. Organización de la curia diocesana e institución del consejo pastoral.

27. El cargo principal de la curia diocesana es el de vicario general. Pero siempre que lo
requiera el régimen de las diócesis, el Obispo puede nombrar uno o más vicarios episcopales,
que, en una parte determinada de la diócesis, o en cierta clase de asuntos, o con relación a los
fieles de diverso rito, tienen de derecho la misma facultad que el derecho común confiere al
vicario general.

Entre los cooperadores en el régimen de la diócesis se cuentan, asimismo, aquellos presbíteros


que constituyen un senado o consejo, como el cabildo de la catedral, el grupo de consultores u
otros consejos, según las circunstancias y condiciones de los diversos lugares. Estas
instituciones, sobre todo los cabildos de la catedral, hay que reformarlos, en cuanto sea
necesario, para acomodarlos a las necesidades actuales.

Los sacerdotes y seglares que pertenecen a la curia diocesana sepan que prestan su ayuda al
ministerio pastoral del Obispo.
Hay que ordenar la curia diocesana de forma que resulte un instrumento apto para el Obispo,
no sólo en la administración de la diócesis, sino también en el ejercicio de las obras de
apostolado.

Es muy de desear que se establezca en la diócesis un consejo especial de pastoral, presidido


por el Obispo diocesano, formado por clérigos, religiosos y seglares especialmente elegidos. El
cometido de este consejo será investigar y justipreciar todo lo pertinente a las obras de
pastoral y sacar de ello conclusiones prácticas.

3. Los sacerdotes diocesanos.

28. Todos los presbíteros, sean diocesanos, sean religiosos, participan y ejercen con el Obispo
el único sacerdocio de Cristo; por consiguiente, quedan constituidos en asiduos cooperadores
del orden episcopal. Pero en la cura de las almas son los sacerdotes diocesanos los primeros,
puesto que estando incardinados o dedicados a una Iglesia particular, se consagran totalmente
al servicio de la misma, para apacentar una porción del rebaño del Señor; por lo cual
constituyen un presbiterio y una familia, cuyo padre es el Obispo. Para que éste pueda
distribuir más apta y justamente los ministerios sagrados entre sus sacerdotes , debe tener la
libertad necesaria en la colación de oficios y beneficios, quedando suprimidos, por ello, los
derechos y privilegios que coarten de alguna manera esta libertad.

Las relaciones entre el Obispo y los sacerdotes diocesanos deben fundamentarse en la caridad,
de manera que la unión de la voluntad de los sacerdotes con la del Obispo haga más
provechosa la acción pastoral de todos. Por lo cual, para promover más y más el servicio de las
almas, sírvase el Obispo entablar diálogo con los sacerdotes, aun en común, no sólo cuando se
presente la ocasión, sino también en tiempos establecidos, en cuanto sea posible.

Estén, por lo demás, unidos entre sí todos los sacerdotes diocesanos y estimúlense por el celo
del bien espiritual de toda la diócesis; pensando, por otra parte, que los bienes adquiridos con
ocasión del oficio eclesiástico están relacionados con el ministerio sagrado, generosamente,
según sus medios, socorren las necesidades incluso materiales de la diócesis, conforme a la
indicación del Obispo.

Los sacerdotes dedicados a obras supraparroquiales

29. Cooperadores muy próximos del Obispo son también aquellos sacerdotes a quienes él les
confía un cargo pastoral u obras de apostolado de carácter supraparroquial, ya sea para un
territorio determinado en la diócesis, ya para grupos especiales de fieles, ya para un
determinado género de acción.

También prestan una obra extraordinaria los sacerdotes que reciben del Obispo diversos
encargos de apostolado en las escuelas o en otros institutos similares o asociaciones. De igual
modo, los sacerdotes dedicados a obras supradiocesanas, al realizar excelentes obras de
apostolado, han de ser objeto de solicitud por parte del Obispo en cuya diócesis moran.

Los párrocos

30. Cooperadores muy especialmente del Obispo son los párrocos, a quienes se confía como a
pastores propios el cuidado de las almas de una parte determinada de la diócesis, bajo la
autoridad del Obispo:
1) En el desempeño de este cuidado los párrocos con sus auxiliares cumplan su deber de
enseñar, de santificar y de regir de tal forma que los fieles y las comunidades parroquiales se
sientan, en realidad, miembros tanto de la diócesis, como de toda la Iglesia universal. por lo
cual colaboren con otros párrocos y otros sacerdotes que ejercen en el territorio el oficio
pastoral (como son, por ejemplo, los vicarios foráneos, deanes) o dedicados a las obras de
índole supraparroquial, para que no falte unidad en la diócesis en el cuidado pastoral e incluso
sea éste más eficaz.

El cuidado de las almas ha de estar, además, informado por el espíritu misionero, de forma que
llegue a todos los que viven en la parroquia. Pero si los párrocos no pueden llegar a algunos
grupos de personas, reclamen la ayuda de otros, incluso seglares, para que los ayuden en lo
que se refiere al apostolado.

Para dar más eficacia al cuidado de las almas se recomienda vivamente la vida común de los
sacerdotes, sobre todo de los adscritos a la misma parroquia, lo cual, al mismo tiempo que
favorece la acción apostólica, da a los fieles ejemplo de caridad y de unidad.

2) En el desempeño del deber del magisterio, es propio de los párrocos: predicar la palabra de
Dios a todos los fieles, para que éstos, fundados en la fe, en la esperanza y en la caridad,
crezcan en Cristo y la comunidad cristiana pueda dar el testimonio de caridad, que recomendó
el Señor; igualmente, el comunicar a los fieles por la instrucción catequética el conocimiento
pleno del misterio de la salvación, conforme a la edad de cada uno. Para dar esta instrucción,
busque no sólo la ayuda de los religiosos, sino también la cooperación de los seglares,
erigiendo también la Cofradía de la Doctrina Cristiana.

En llevar a cabo la obra de la santificación procuren los párrocos que la celebración del
sacrificio eucarístico sea el centro y la cumbre de toda la vida de la comunidad cristiana, y
procuren, además, que los fieles se nutran del alimento espiritual por la recepción frecuente
de los sacramentos y por la participación consciente y activa en la liturgia. No olviden tampoco
los párrocos que el sacramento de la penitencia, ayuda muchísimo para robustecer la vida
cristiana, por lo cual han de estar siempre dispuestos a oír las confesiones de los fieles
llamando también, si es preciso, otros sacerdotes que conozcan varias lenguas.

El cumplimiento de su deber pastoral procuren, ante todo, los párrocos conocer su propio
rebaño. Pero siendo servidores de todas las ovejas, incrementen la vida cristiana, tanto en
cada uno en particular como en las familias y en las asociaciones, sobre todo en las dedicadas
al apostolado, y en toda la comunidad parroquial. visiten, pues, las casas y las escuelas, según
les exija su deber pastoral; atiendan cuidadosamente a los adolescentes y a los jóvenes;
desplieguen la caridad paterna para con los pobres y los enfermos; tengan, finalmente, un
cuidado especial con los obreros y esfuércense en conseguir que todos los fieles ayuden en las
obras de apostolado.

3) Los vicarios parroquiales, como cooperadores del párroco, prestan diariamente un trabajo
importante y activo en el ministerio parroquial, bajo la autoridad del párroco. Por lo cual, entre
el párroco y sus vicarios ha de haber comunicación fraterna, caridad mutua y constante
respeto; ayúdense mutuamente con consejos, ayudas y ejemplos, atendiendo a su deber
parroquial con voluntad concorde y común esfuerzo.

Nombramiento, traslado, separación y renuncia de los párrocos


31. Tengan en cuenta el Obispo, cuando trate de formarse el juicio sobre la idoneidad de un
sacerdote para el régimen de alguna parroquia, no sólo su doctrina, sino también la piedad, el
celo apostólico y demás dotes y cualidades que se requieren para cumplir debidamente con el
cuidado de las almas.

Siendo, además, la razón del ministerio pastoral, el bien de las almas, con el fin de que el
Obispo pueda proveer las parroquias más fácil y más convenientemente, suprímanse, salvo el
derecho de los religiosos, cualquier derecho de presentación, de nombramiento o de reserva,
y donde exista, la ley del concurso sea general o particular.

Pero cada párroco ha de tener en su parroquia la estabilidad que exija el bien de las almas. Por
tanto, abrogada la distinción entre párrocos movibles e inamovibles, hay que revisar y
simplificar el proceso en el traslado y separación de los párrocos, para que el Obispo, salva
siempre la equidad natural y canónica, pueda proveer mejor a las exigencias del bien de las
almas.

A los párrocos, empero, que por lo avanzado de la edad o por cualquier otra causa se ven
impedidos del desempeño conveniente y fructuosos de su oficio, se les ruega encarecidamente
que renuncien a su cargo por propia iniciativa o si son invitados por el Obispo. El Obispo
provea la congrua sustentación de los denunciantes.

Erección y modificación de las parroquias

32. La misma salvación de las almas ha de ser la causa que determine o enmiende la erección o
supresión de parroquias o cualquier género de modificaciones que pueda hacer el Obispo con
su autoridad propia.

Los religiosos y las obras de apostolado

33. Todos los religiosos, a quienes en todo cuanto sigue se unen los hermanos de las demás
instituciones que profesan los consejos evangélicos, cada uno según su propia vocación, tienen
el deber de cooperar diligentemente en la edificación e incremento de todo el Cuerpo Místico
de Cristo para bien de las Iglesias particulares.

Estos fines los han de procurar, sobre todo, con la oración, con obras de penitencia y con el
ejemplo de vida. El sagrado Concilio los exhorta encarecidamente que aprecien estos ejercicios
y crezcan en ellos sin cesar. peor según la índole propia de cada religión, dediquen también su
mayor esfuerzo a los ejercicios externos del apostolado.

Los religiosos, cooperadores del Obispo en el apostolado

34. Los religiosos sacerdotes que se consagran al oficio del presbiterado para ser también
prudentes cooperadores del orden episcopal, hoy, más que nunca, pueden ser una ayuda
eficacísima del Obispo, dada la necesidad mayor de las almas. Por tanto, puede decirse, en
cierto aspecto verdadero, que pertenecen al clero de la diócesis, en cuanto toman parte en el
cuidado de las almas y en la realización de las obras de apostolado bajo la autoridad de los
Obispos.

También los otros hermanos, sean hombres o mujeres, que pertenecen de una forma especial
a la diócesis, prestan una grande ayuda a la sagrada jerarquía y pueden y deben aumentarla
cada día, puesto que van creciendo las necesidades del apostolado.
Principios sobre el apostolado de los religiosos en la diócesis

35. Para que las obras de apostolado crezcan concordes en cada una de las diócesis y se
conserve incólume la unidad de la disciplina diocesana, se establecen estos principios
fundamentales:

1) Los religiosos reverencien siempre con devota delicadeza a los Obispos, como sucesores de
los Apóstoles. Además, siempre que sean legítimamente llamados a las obras de apostolado,
deben cumplir su encomienda de forma que sean auxiliares dispuestos y subordinados a los
Obispos. Más aún, los religiosos deben secundar pronta y fielmente los ruegos y los deseos de
los Obispos, para recibir cometidos más amplios en relación al ministerio de la salvación
humana, salvo el carácter del Instituto y conforme a las constituciones, que, si es necesario,
han de acomodarse a este fin, teniendo en cuanta los principios de este decreto del Concilio.

Sobre todo, atendiendo a las necesidades urgentes de las almas y la escasez del clero
diocesano, los Institutos religiosos no dedicados a la mera contemplación pueden ser llamados
por el Obispo para que ayuden en los varios ministerios pastorales, teniendo en cuenta, sin
embargo, la índole propia de cada Instituto. Para prestar esta ayuda, los superiores han de
estar dispuestos, según sus posibilidades, para recibir también el encargo parroquial, incluso
temporalmente.

2) Mas los religiosos, inmersos en el apostolado externo, estén llenos del espíritu propio de su
religión y permanezcan fieles a la observancia regular y a la obediencia a sus propios
superiores, obligación que no dejarán de urgirles los Obispos.

3) La exención, por la que los religiosos se relacionan directamente con el Sumo Pontífice o con
otra autoridad eclesiástica y los aparta de la autoridad de los Obispos, se refiere, sobre todo, al
orden interno de las instituciones, para que todo en ellas sea más apto y más conexo y se
provea a la perfección de la vida religiosa, y para que pueda disponer de ellos el Sumo
Pontífice para bien de la Iglesia universal, y la otra autoridad competente para el bien de las
Iglesias de la propia jurisdicción.

Pero esta exención no impide que los religiosos estén subordinados a la jurisdicción de los
Obispos en cada diócesis, según la norma del derecho, conforme lo exija el desempeño
pastoral de éstos y el cuidado bien ordenado de las almas.

4) Todos los religiosos, exentos y no exentos, están subordinados a la autoridad de los


ordinarios del lugar en todo lo que atañe al ejercicio público del culto divino, salva la
diversidad de ritos, a la cura de almas, a la predicación sagrada que hay que hacer al pueblo, a
la educación religiosa y moral, instrucción catequética y formación litúrgica de los fieles, sobre
todo de los niños, y al decoro del estado clerical, así como en cualquier obra en lo que se
refiere al ejercicio del sagrado apostolado. las escuelas católicas de los religiosos están
igualmente bajo la autoridad de los ordinarios del lugar en lo que se refiere a su ordenación y
vigilancia general, quedando, sin embargo, firme el derecho de los religiosos en cuanto a su
gobierno. Igualmente, los religiosos, están obligados a observar cuanto ordenen legítimamente
los concilios o conferencias episcopales.

5) Procúrese una ordenada cooperación entre los diversos Institutos religiosos y entre éstos y
el clero diocesano. Téngase, además, una estrecha coordinación de todas las obras y empresas
apostólicas, que depende, sobre todo, de una disposición sobrenatural de las almas y de las
mentes, fundada y enraizada en la caridad. El procurar esta coordinación para la Iglesia
universal compete a la Sede Apostólica, a cada Obispo en su diócesis, a los patriarcas, sínodos
y conferencias episcopales en su propio territorio.

Tengan a bien los Obispos, o las conferencias episcopales y los superiores religiosos o las
conferencias de los superiores mayores, proceder de mutuo acuerdo en las obras de
apostolado que realizan los religiosos.

6) Procuren los Obispos y superiores religiosos reunirse en tiempos determinados, y siempre


que parezca oportuno, para tratar los asuntos que se refieren, en general, al apostolado en el
territorio, para favorecer cordial y fraternalmente las mutuas relaciones entre los Obispos y los
religiosos.

CAPÍTULO III

LOS OBISPOS DE LAS DISTINTAS DIÓCESIS EN COLABORACIÓN PARA EL BIEN COMÚN

I. Sínodos, concilios y, en especial, las conferencias episcopales.

36. Desde los primeros siglos de la Iglesia los Obispos, puestos al frente de las Iglesias
particulares, movidos por la comunión de la caridad fraterna y por amor a la misión universal
conferida a los Apóstoles aunaron sus fuerzas y voluntades para procurar el bien común y el de
las Iglesias particulares. Por este motivo se constituyeron los sínodos o concilios provinciales y,
por fin, los concilios plenarios, en que los Obispos establecieron una norma común que se
debía observar en todas las Iglesias, tanto en la enseñanza de las verdades de la fe como en la
ordenación de la disciplina eclesiástica.

Desea este santo Concilio que las venerables instituciones de los sínodos y de los concilios
cobren nuevo vigor, para proveer mejor y con más eficacia al incremento de la fe y a la
conservación de la disciplina en las diversas Iglesias, según los tiempos lo requieran.

Importancia de las conferencias episcopales

37. En los tiempos actuales, sobre todo, no es raro que los Obispos no puedan cumplir su
cometido oportuna y fructuosamente, si no estrechan cada día más su cooperación con otros
Obispos. Y como las conferencias episcopales -establecidas ya en muchas naciones- han dado
magníficos resultados de apostolado más fecundo, juzga este santo Concilio que es muy
conveniente que en todo el mundo los Obispos de la misma nación o región re reúnan en una
asamblea, coincidiendo todos en fechas prefijadas, para que, comunicándose las perspectivas
de la prudencia y de la experiencia y contrastando los pareceres, se constituya una santa
conspiración de fuerzas para el bien común de las Iglesias. Por ello establece lo siguiente sobre
las conferencias episcopales:

Noción, estructura y competencia de las conferencias

38. 1) La conferencia episcopal es como una asamblea en que los Obispos de cada nación o
territorio ejercen unidos su cargo pastoral para conseguir el mayor bien que la Iglesia
proporciona a los hombres, sobre todo por las formas y métodos del apostolado, aptamente
acomodado a las circunstancias del tiempo.
2) Todos los ordinarios de lugar de cualquier rito -exceptuados los vicarios generales-, los
Obispos coadjutores, auxiliares y los demás Obispos titulares que desempeñan un oficio por
designación de la Sede Apostólica o de las conferencias episcopales, pertenecen a ellas. Los
demás Obispos titulares y los nuncios del Romano Pontífice, por el especial oficio que
desempeñan en el territorio, no son, por derecho, miembros de la conferencia.

A los ordinarios del lugar y a los coadjutores compete el voto deliberativo. Los auxiliares y los
otros Obispos, que tienen derecho a asistir a la conferencia, tendrán voto deliberativo o
consultivo, según determinen los estatutos de la conferencia.

3) Cada conferencia episcopal redacte sus propios estatutos, que ha de aprobar la Sede
Apostólica, en los cuales - además de otros medios- ha de proveerse todo aquello que
favorezca la más eficaz consecución de su fin, por ejemplo, un consejo permanente de
Obispos, comisiones episcopales, el secretariado general.

4) Las decisiones de la conferencia episcopal, legítimamente adoptadas, con una mayoría de


dos terceras partes de los votos de los Obispos que pertenecen a la conferencia con voto
deliberativo y aprobadas por la Sede Apostólica, obligan jurídicamente tan sólo en los casos en
que lo ordenare el derecho común o lo determinare una orden expresa de la Sede Apostólica,
manifestada por propia voluntad o a petición de la misma conferencia.

5) Donde las circunstancias especiales lo exijan, podrán constituir una sola conferencia los
Obispos de varias naciones, con la aprobación de la Santa Sede.

Foméntense, además, las relaciones entre las conferencias episcopales de diversas naciones
para suscitar y asegurar el mayor bien.

6) Se recomienda encarecidamente a los jerarcas de las Iglesias orientales que en la


consecución de la disciplina de la propia Iglesia en los sínodos, y para ayudar con más eficacia
al bien de la religión, tengan también en cuenta el bien común de todo el territorio donde hay
varias Iglesias de diversos ritos, exponiendo los diversos pareceres en las asambleas
interrituales, según las normas que dará la autoridad competente.

II. Circunscripción de las provincias eclesiásticas, erección de las regiones eclesiásticas.

39. El bien de las almas exige una demarcación conveniente no sólo de las diócesis, sino
también de las provincias eclesiásticas, e incluso aconseja la erección de regiones eclesiásticas,
para satisfacer mejor a las necesidades del apostolado, según las circunstancias sociales y
locales, y para que se hagan más fáciles y fructíferas las comunicaciones de los Obispos, entre
sí, con los metropolitanos y con los Obispos de la misma nación e incluso con las autoridades
civiles.

Normas que hay que observar

40. Para conseguir tales fines, el Santo Concilio determina lo siguiente:

1) Revísense oportunamente las demarcaciones de las provincias eclesiásticas y determínense


con nuevas y claras normas los derechos y privilegios de los metropolitanos.

2) Ténganse por norma el adscribir a alguna provincia eclesiástica todas las diócesis y demás
circunscripciones territoriales equiparadas por el derecho a las diócesis. Por tanto, las diócesis
que ahora dependen directamente de la Sede Apostólica, y que no están unidas a ninguna
otra, hay que formar con ellas una nueva provincia, si es posible, o hay que agregarlas a la
provincia más próxima o más conveniente, y hay que subordinarlas al derecho del
metropolitano, según las normas del derecho común.

3) Donde sea útil organícense las provincias eclesiásticas en regiones, ordenación que ha de
hacerse jurídicamente.

4) Conviene que las conferencias episcopales competentes examinen el problema de esta


circunscripción de las provincias o de la erección de regiones, según las normas establecidas ya
en los números 23 y 24 de la demarcación de las diócesis, y propongan sus determinaciones y
pareceres a la Sede Apostólica.

III. Los Obispos que desempeñan un cargo interdiocesano.

42. Exigiendo las necesidades pastorales cada vez más que ciertas funciones pastorales se
administren y promuevan de acuerdo, conviene que se establezcan algunos organismos para el
servicio de todas o de varias diócesis de alguna región determinada o nación, que también
pueden confiarse a los Obispos.

Pero el sagrado Concilio recomienda que entre los prelados y Obispos que desempeñan estas
funciones y los Obispos diocesanos y las conferencias episcopales reine siempre la armonía y el
anhelo común en la preocupación pastoral, cuyas formas conviene también que se determinen
por el derecho común.

Vicariatos castrenses

43. Exigiendo una atención especial el cuidado espiritual de los militares, por sus condiciones
especiales de vida, constitúyase en cada nación, según sea posible, un vicariato castrense.
Tanto el vicario como los capellanes han de consagrarse enteramente a este difícil ministerio,
de acuerdo con los Obispos diocesanos.

Concedan para ellos los Obispos diocesanos al vicario castrense un número suficiente de
sacerdotes aptos para esta grave tarea y ayuden, al mismo tiempo, a conseguir el bien
espiritual de los militares.

DISPOSICIÓN GENERAL

44. Dispone el sagrado Concilio que en la revisión del Código de Derecho Canónico se definan
las leyes, según la norma de los principios que se establecen en este decreto, teniendo
también en cuenta las advertencias sugeridas por las comisiones o por los Padres conciliares.

Dispone, además, el santo Concilio que se confeccionen directorios generales para el cuidado
de las almas, para uso de los Obispos y de los párrocos, ofreciéndoles métodos seguros para el
más fácil y acertado cumplimiento de su cargo pastoral.

Hágase, además, un directorio especial sobre el cuidado pastoral de cada grupo de fieles,
según la idiosincrasia de cada nación o región; otro directorio sobre la instrucción catequética
del pueblo cristiano, en que se trate de los principios y prácticas fundamentales de dicha
instrucción y de la elaboración de los libros que a ella se destinen. En la composición de estos
directorios ténganse también en cuenta las sugerencias que han hecho tanto las comisiones
como los Padres conciliares.

Todas y cada una de las cosas contenidas en este Decreto han obtenido el beneplácito de los
Padres del Sacrosanto Concilio. Y Nos, en virtud de la potestad apostólica recibida de Cristo,
juntamente con los Venerables Padres, las aprobamos, decretamos y establecemos en el
Espíritu Santo y mandamos que lo así decidido conciliarmente sea promulgado para gloria de
Dios.

Roma, en San Pedro, 28 de octubre de 1965.

Yo, PABLO, Obispo de la Iglesia Católica

DECRETO
PRESBYTERORUM ORDINIS
SOBRE EL MINISTERIO Y LA VIDA DE LOS PRESBÍTEROS

 PROEMIO

1. Repetidas veces ha traído este Sagrado Concilio a la memoria de todos la excelencia del
Orden de los presbíteros en la Iglesia[1]. Y como se asignan a este Orden en la renovación de la
Iglesia influjos de suma trascendencia y más difíciles cada día, ha parecido muy útil tratar más
amplia y profundamente de los presbíteros. Lo que aquí se dice se aplica a todos los
presbíteros, en especial a los que se dedican a la cura de almas, haciendo las salvedades
debidas con relación a los presbíteros religiosos. Pues los presbíteros, por la ordenación
sagrada y por la misión que reciben de los obispos, son promovidos para servir a Cristo
Maestro, Sacerdote y Rey, de cuyo ministerio participan, por el que la Iglesia se constituye
constantemente en este mundo Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo.
Por lo cual este Sagrado Concilio declara y ordena lo siguiente para que el ministerio de los
presbíteros se mantenga con más eficacia en las circunstancias pastorales y humanas, tan
radicalmente cambiadas muchas veces, y se atienda mejor a su vida. 

CAPÍTULO I

EL PRESBITERADO EN LA MISIÓN DE LA IGLESIA

Naturaleza del presbiterado

2. El Señor Jesús, "a quien el Padre santificó y envió al mundo" (Jn., 10, 36), hace partícipe a
todo su Cuerpo místico de la unción del Espíritu con que El está ungido[2]: puesto que en El
todos los fieles se constituyen en sacerdocio santo y real, ofrecen a Dios, por medio de
Jesucristo, sacrificios espirituales, y anuncian el poder de quien los llamó de las tinieblas a su
luz admirable[3]. No hay, pues, miembro alguno que no tenga su cometido en la misión de
todo el Cuerpo, sino que cada uno debe glorificar a Jesús en su corazón [4] y dar testimonio de
El con espíritu de profecía[5].

Mas el mismo Señor, para que los fieles se fundieran en un solo cuerpo, en que "no todos los
miembros tienen la misma función" (Rom., 12, 4), entre ellos constituyó a algunos ministros
que, ostentando la potestad sagrada en la sociedad de los fieles, tuvieran el poder sagrado del
Orden, para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados[6], y desempeñar públicamente, en
nombre de Cristo, la función sacerdotal en favor de los hombres. Así, pues, enviados los
apóstoles, como El había sido enviado por el Padre[7], Cristo hizo partícipes de su consagración
y de su misión, por medio de los mismos apóstoles, a los sucesores de éstos, los obispos [8],
cuya función ministerial fue confiada a los presbíteros[9], en grado subordinado, con el fin de
que, constituidos en el Orden del presbiterado, fueran cooperadores del Orden episcopal, para
el puntual cumplimiento de la misión apostólica que Cristo les confió[10].

El ministerio de los presbíteros, por estar unido al Orden episcopal, participa de la autoridad
con que Cristo mismo forma, santifica y rige su Cuerpo. Por lo cual, el sacerdocio de los
presbíteros supone, ciertamente, los sacramentos de la iniciación cristiana, pero se confiere
por un sacramento peculiar por el que los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan
marcados con un carácter especial que los configura con Cristo Sacerdote, de tal forma, que
pueden obrar en nombre de Cristo Cabeza[11].

Por participar en su grado del ministerio de los apóstoles, Dios concede a los presbíteros la
gracia de ser entre las gentes ministros de Jesucristo, desempeñando el sagrado ministerio del
Evangelio, para que sea grata la oblación de los pueblos, santificada por el Espíritu Santo [12].
Pues por el mensaje apostólico del Evangelio se convoca y congrega el Pueblo de Dios, de
forma que, santificados por el Espíritu Santo todos los que pertenecen a este Pueblo, se
ofrecen a sí mismos "como hostia viva, santa; agradable a Dios" (Rom., 12, 1). Por el ministerio
de los presbíteros se consuma el sacrificio espiritual de los fieles en unión del sacrificio de
Cristo, Mediador único, que se ofrece por sus manos, en nombre de toda la Iglesia, incruenta y
sacramentalmente en la Eucaristía, hasta que venga el mismo Señor[13]. A este sacrificio se
ordena y en él culmina el ministerio de los presbíteros. Porque su servicio, que surge del
mensaje evangélico, toma su naturaleza y eficacia del sacrificio de Cristo y pretende que "todo
el pueblo redimido, es decir, la congregación y sociedad de los santos ofrezca a Dios un
sacrificio universal por medio del Gran Sacerdote, que se ofreció a sí mismo por nosotros en la
pasión, para que fuéramos el cuerpo de tan sublime cabeza"[14].

Por consiguiente, el fin que buscan los presbíteros con su ministerio y con su vida es el
procurar la gloria de Dios Padre en Cristo. Esta gloria consiste en que los hombres reciben
consciente, libremente y con gratitud la obra divina realizada en Cristo, y la manifiestan en
toda su vida. En consecuencia, los presbíteros, ya se entreguen a la oración y a la adoración, ya
prediquen la palabra, ya ofrezcan el sacrificio eucarístico, ya administren los demás
sacramentos, ya se dediquen a otros ministerios para el bien de los hombres, contribuyen a un
tiempo al incremento de la gloria de Dios y a la dirección de los hombres en la vida divina.
Todo ello, procediendo de la Pascua de Cristo, se consumará en la venida gloriosa del mismo
Señor, cuando El haya entregado el Reino a Dios Padre[15]. 

Condición de los presbíteros en el mundo

3. Los presbíteros, tomados de entre los hombres y constituidos en favor de los mismos en las
cosas que miran a Dios para ofrecer ofrendas y sacrificios por los pecados[16], moran con los
demás hombres como con hermanos. Así también el Señor Jesús, Hijo de Dios, hombre
enviado a los hombres por el Padre, vivió entre nosotros y quiso asemejarse en todo a sus
hermanos, fuera del pecado[17]. Ya le imitaron los santos apóstoles; y el bienaventurado
Pablo, doctor de las gentes, "elegido para predicar el Evangelio de Dios" (Rom., 1, 1), atestigua
que se hizo a sí mismo todo para todos, para salvarlos a todos[18]. Los presbíteros del Nuevo
Testamento, por su vocación y por su ordenación, son segregados en cierta manera en el seno
del pueblo de Dios, no de forma que se separen de él, ni de hombre alguno, sino a fin de que
se consagren totalmente a la obra para la que el Señor los llama [19]. No podrían ser ministros
de Cristo si no fueran testigos y dispensadores de otra vida distinta de la terrena, pero
tampoco podrían servir a los hombres, si permanecieran extraños a su vida y a su
condición[20]. Su mismo ministerio les exige de una forma especial que no se conformen a
este mundo[21]; pero, al mismo tiempo, requiere que vivan en este mundo entre los hombres,
y, como buenos pastores, conozcan a sus ovejas, y busquen incluso atraer a las que no
pertenecen todavía a este redil, para que también ellas oigan la voz de Cristo y se forme un
solo rebaño y un solo Pastor[22]. Mucho ayudan para conseguir esto las virtudes que con
razón se aprecian en el trato social, como son la bondad de corazón, la sinceridad, la fortaleza
de alma y la constancia, la asidua preocupación de la justicia, la urbanidad y otras cualidades
que recomienda el apóstol Pablo cuando escribe: "Pensad en cuanto hay de verdadero, de
puro, de justo, de santo, de amable, de laudable, de virtuoso, de digno de alabanza" (Fil., 4, 8)
[23]. 

CAPÍTULO II

MINISTERIO DE LOS PRESBÍTEROS

I. FUNCIONES DE LOS PRESBÍTEROS

Los presbíteros, ministros de la palabra de Dios

4. El Pueblo de Dios se reúne, ante todo, por la palabra de Dios vivo[24], que con todo derecho
hay que esperar de la boca de los sacerdotes[25]. Pues como nadie puede salvarse, si antes no
cree[26], los presbíteros, como cooperadores de los obispos, tienen como obligación principal
el anunciar a todos el Evangelio de Cristo[27], para constituir e incrementar el Pueblo de Dios,
cumpliendo el mandato del Señor: "Id por todo el mundo y predicar el Evangelio a toda
criatura" (Mc., 16, 15)[28]. Porque con la palabra de salvación se suscita la fe en el corazón de
los no creyentes y se robustece en el de los creyentes, y con la fe empieza y se desarrolla la
congregación de los fieles, según la sentencia del Apóstol: "La fe viene por la predicación, y la
predicación por la palabra de Cristo" (Rom., 10, 17). Los presbíteros, pues, se deben a todos,
en cuanto a todos deben comunicar la verdad del Evangelio[29] que poseen en el Señor. Por
tanto, ya lleven a las gentes a glorificar a Dios, observando entre ellos una conducta
ejemplar[30], ya anuncien a los no creyentes el misterio de Cristo, predicándoles
abiertamente, ya enseñen el catecismo cristiano o expongan la doctrina de la Iglesia, ya
procuren tratar los problemas actuales a la luz de Cristo, es siempre su deber enseñar, no su
propia sabiduría, sino la palabra de Dios, e invitar indistintamente a todos a la conversión y a la
santidad[31]. Pero la predicación sacerdotal, muy difícil con frecuencia en las actuales
circunstancias del mundo, para mover mejor a las almas de los oyentes, debe exponer la
palabra de Dios, no sólo de una forma general y abstracta, sino aplicando a circunstancias
concretas de la vida la verdad perenne del Evangelio.

Con ello se desarrolla el ministerio de la palabra de muchos modos, según las diversas
necesidades de los oyentes y los carismas de los predicadores. En las regiones o núcleos no
cristianos, los hombres son atraídos a la fe y a los sacramentos de la salvación por el mensaje
evangélico[32]; pero en la comunidad cristiana, atendiendo, sobre todo, a aquellos que
comprenden o creen poco lo que celebran, se requiere la predicación de la palabra para el
ministerio de los sacramentos, puesto que son sacramentos de fe, que procede de la palabra y
de ella se nutre[33]. Esto se aplica especialmente a la liturgia de la palabra en la celebración de
la misa, en que el anuncio de la muerte y de la resurrección del Señor y la respuesta del pueblo
que escucha se unen inseparablemente con la oblación misma con la que Cristo confirmó en su
sangre la Nueva Alianza, oblación a la que se unen los fieles o con el deseo o con la recepción
del sacramento[34]. 

Los presbíteros, ministros de los sacramentos y de la Eucaristía

5. Dios, que es el solo Santo y Santificador, quiso tener a los hombres como socios y
colaboradores suyos, a fin de que le sirvan humildemente en la obra de la santificación. Por
esto congrega Dios a los presbíteros, por ministerio de los obispos, para que, participando de
una forma especial del Sacerdocio de Cristo, en la celebración de las cosas sagradas, obren
como ministros de Quien por medio de su Espíritu efectúa continuamente por nosotros su
oficio sacerdotal en la liturgia[35]. Por el Bautismo introducen a los hombres en el pueblo de
Dios; por el Sacramento de la Penitencia reconcilian a los pecadores con Dios y con la Iglesia;
con la unción alivian a los enfermos; con la celebración, sobre todo, de la misa ofrecen
sacramentalmente el Sacrificio de Cristo. En la administración de todos los sacramentos, como
atestigua San Ignacio Mártir[36], ya en los primeros tiempos de la Iglesia, los presbíteros se
unen jerárquicamente con el obispo, y así lo hacen presente en cierto modo en cada una de las
asambleas de los fieles[37].

Pero los demás sacramentos, al igual que todos los ministerios eclesiásticos y las obras del
apostolado, están unidos con la Eucaristía y hacia ella se ordenan[38]. Pues en la Sagrada
Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia[39], es decir, Cristo en persona,
nuestra Pascua y pan vivo que, con su Carne, por el Espíritu Santo vivificada y vivificante, da
vida a los hombres que de esta forma son invitados y estimulados a ofrecerse a sí mismos, sus
trabajos y todas las cosas creadas juntamente con El. Por lo cual, la Eucaristía aparece como la
fuente y cima de toda la evangelización; los catecúmenos, al introducirse poco a poco en la
participación de la Eucaristía, y los fieles ya marcados por el sagrado Bautismo y Confirmación,
por medio de la recepción de la Eucaristía se injertan plenamente en el Cuerpo de Cristo.

Es, pues, la celebración eucarística el centro de la congregación de los fieles que preside el
presbítero. Enseñan los presbíteros a los fieles a ofrecer al Padre en el sacrificio de la misa la
Víctima divina y a ofrendar la propia vida juntamente con ella; les instruyen en el ejemplo de
Cristo Pastor, para que sometan sus pecados con corazón contrito a la Iglesia en el Sacramento
de la Penitencia, de forma que se conviertan cada día más hacia el Señor, acordándose de sus
palabras: "Arrepentíos, porque se acerca el Reino de los cielos" (Mt., 4, 17). Les enseñan,
igualmente, a participar en la celebración de la sagrada liturgia, de forma que en ella lleguen
también a una oración sincera; les llevan como de la mano a un espíritu de oración cada vez
más perfecto, que han de actualizar durante toda la vida, en conformidad con las gracias y
necesidades de cada uno; llevan a todos al cumplimiento de los deberes del propio estado, y a
los más fervorosos les atraen hacia la práctica de los consejos evangélicos, acomodada a la
condición de cada uno. Enseñan, por tanto, a los fieles a cantar al Señor en sus corazones
himnos y cánticos espirituales, dando siempre gracias por todo a Dios Padre en el nombre de
nuestro Señor Jesucristo[40].

Los loores y acciones de gracias que elevan en la celebración de la Eucaristía los presbíteros,
las continúan por las diversas horas del día en el rezo del Oficio Divino, con que, en nombre de
la Iglesia, piden a Dios por todo el pueblo a ellos confiado o, por mejor decir, por todo el
mundo.

La casa de oración en que se celebra y se guarda la Sagrada Eucaristía, y se reúnen los fieles, y
en la que se adora para auxilio y solaz de los fieles la presencia del Hijo de Dios, nuestro
Salvador, ofrecido por nosotros en el ara sacrificial, debe de estar limpia y dispuesta para la
oración y para las funciones sagradas[41]. En ella son invitados los pastores y los fieles a
responder con gratitud a la dádiva de quien por su Humanidad infunde continuamente la vida
divina en los miembros de su Cuerpo[42]. Procuren los presbíteros cultivar convenientemente
la ciencia y, sobre todo, las prácticas litúrgicas, a fin de que por su ministerio litúrgico las
comunidades cristianas que se les han encomendado alaben cada día con más perfección a
Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. 

Los presbíteros, rectores del pueblo de Dios

6. Los presbíteros, ejerciendo según su parte de autoridad el oficio de Cristo Cabeza y Pastor,
reúnen, en nombre del obispo, a la familia de Dios, como una fraternidad unánime, y la
conducen a Dios Padre por medio de Cristo en el Espíritu[43]. Mas para el ejercicio de este
ministerio, lo mismo que para las otras funciones del presbítero, se confiere la potestad
espiritual, que, ciertamente, se da para la edificación[44]. En la edificación de la Iglesia los
presbíteros deben vivir con todos con exquisita delicadeza, a ejemplo del Señor. Deben
comportarse con ellos, no según el beneplácito de los hombres[45], sino conforme a las
exigencias de la doctrina y de la vida cristiana, enseñándoles y amonestándoles como a hijos
amadísimos[46], a tenor de las palabras del apóstol: "Insiste a tiempo y destiempo, arguye,
enseña, exhorta con toda longanimidad y doctrina" (2 Tim., 4, 2)[47].

Por lo cual, atañe a los sacerdotes, en cuanto educadores en la fe, el procurar personalmente,
o por medio de otros, que cada uno de los fieles sea conducido en el Espíritu Santo a cultivar
su propia vocación según el Evangelio, a la caridad sincera y diligente y a la libertad con que
Cristo nos liberó[48]. De poco servirán las ceremonias, por hermosas que sean, o las
asociaciones, aunque florecientes, si no se ordenan a formar a los hombres para que consigan
la madurez cristiana[49]. En su consecución les ayudarán los presbíteros para poder averiguar
qué hay que hacer o cuál sea la voluntad de Dios en los mismos acontecimientos grandes o
pequeños. Enséñese también a los cristianos a no vivir sólo para sí, sino que, según las
exigencias de la nueva ley de la caridad, ponga cada uno al servicio del otro el don que
recibió[50] y cumplan así todos cristianamente su deber en la comunidad humana.

Aunque se deban a todos, los presbíteros tienen encomendados a sí de una manera especial a
los pobres y a los más débiles, a quienes el Señor se presenta asociado [51], y cuya
evangelización se da como prueba de la obra mesiánica[52]. También se atenderá con
diligencia especial a los jóvenes y a los cónyuges y padres de familia. Es de desear que éstos se
reúnan en grupos amistosos para ayudarse mutuamente a vivir con más facilidad y plenitud su
vida cristiana, penosa en muchas ocasiones. No olviden los presbíteros que todos los
religiosos, hombres y mujeres, por ser la porción selecta en la casa del Señor, merecen un
cuidado especial para su progreso espiritual en bien de toda la Iglesia. Atiendan, por fin, con
toda solicitud a los enfermos y agonizantes, visitándolos y confortándolos en el Señor[53].

Pero el deber del pastor no se limita al cuidado particular de los fieles, sino que se extiende
propiamente también a la formación de la auténtica comunidad cristiana. Mas, para atender
debidamente al espíritu de comunidad, debe abarcar, no sólo la Iglesia local, sino la Iglesia
universal. La comunidad local no debe atender solamente a sus fieles, sino que, imbuida
también por el celo misionero, debe preparar a todos los hombres el camino hacia Cristo.
Siente, con todo, una obligación especial para con los catecúmenos y neófitos que hay que
formar gradualmente en el conocimiento y práctica de la vida cristiana.
No se edifica ninguna comunidad cristiana si no tiene como raíz y quicio la celebración de la
Sagrada Eucaristía[54]: por ella, pues, hay que empezar toda la formación para el espíritu de
comunidad. Esta celebración, para que sea sincera y cabal, debe conducir lo mismo a las obras
da caridad y de mutua ayuda de unos para con otros, que a la acción misional y a las varias
formas del testimonio cristiano.

Además, la comunidad eclesial ejerce por la caridad, por la oración, por el ejemplo y por las
obras de penitencia una verdadera maternidad respecto a las almas que debe llevar a Cristo.
Porque ella es un instrumento eficaz que indica o allana el camino hacia Cristo y su Iglesia a los
que todavía no creen, que anima también a los fieles, los alimenta y fortalece para la lucha
espiritual.

En la estructuración de la comunidad cristiana, los presbíteros no favorecen a ninguna


ideología ni partido humano, sino que, como mensajeros del Evangelio y pastores de la Iglesia,
empeñan toda su labor en conseguir el incremento espiritual del Cuerpo de Cristo. 

II. RELACIONES DE LOS PRESBÍTEROS CON OTRAS PERSONAS

Relación entre los obispos y los presbíteros

7. Todos los presbíteros, juntamente con los obispos, participan de tal modo el mismo y único
sacerdocio y ministerio de Cristo, que la misma unidad de consagración y de misión exige una
unión jerárquica de ellos con el Orden de los obispos[55], unión que manifiestan
perfectamente a veces en la concelebración litúrgica, y unidos a los cuales profesan que
celebran la comunión eucarística[56]. Por tanto, los obispos, por el don del Espíritu Santo que
se ha dado a los presbíteros en la Sagrada Ordenación, los tienen como necesarios
colaboradores y consejeros en el ministerio y función de enseñar, de santificar y de apacentar
la plebe de Dios[57]. Cosa que proclaman cuidadosamente los documentos litúrgicos ya desde
los antiguos tiempos de la Iglesia, al pedir solemnemente a Dios sobre el presbítero que se
ordena la infusión "del espíritu de gracia y de consejo, para que ayude y gobierne al pueblo
con corazón puro"[58], como se propagó en el desierto el espíritu de Moisés sobre las almas
de los setenta varones prudentes[59], "con cuya colaboración en el pueblo gobernó fácilmente
multitudes innumerables"[60]. Por esta comunión, pues, en el mismo sacerdocio y ministerio,
tengan los obispos a sus sacerdotes como hermanos y amigos[61], y preocúpense
cordialmente, en la medida de sus posibilidades, de su bien material y, sobre todo, espiritual.
Porque sobre ellos recae principalmente la grave responsabilidad de la santidad de sus
sacerdotes[62]: tengan, por consiguiente, un cuidado exquisito en la continua formación de su
presbiterio[63]. Escúchenlos con gusto, consúltenles incluso y dialoguen con ellos sobre las
necesidades de la labor pastoral y del bien de la diócesis. Y para que esto sea una realidad,
constitúyase de una manera apropiada a las circunstancias y necesidades actuales[64], con
estructura y normas que ha de determinar el derecho, un consejo o senado [65] de sacerdotes,
representantes del presbiterio, que puedan ayudar eficazmente, con sus consejos, al obispo en
el régimen de la diócesis.

Los presbíteros, por su parte, considerando la plenitud del Sacramento del Orden de que están
investidos los obispos, acaten en ellos la autoridad de Cristo, supremo Pastor. Estén, pues,
unidos a su obispo con sincera caridad y obediencia[66]. Esta obediencia sacerdotal, ungida de
espíritu de cooperación, se funda especialmente en la participación misma del ministerio
episcopal que se confiere a los presbíteros por el Sacramento del Orden y por la misión
canónica[67].
La unión de los presbíteros con los obispos es mucho más necesaria en estos tiempos, porque
en ellos, por diversas causas, las empresas apostólicas, no solamente revisten variedad de
formas, sino que además es necesario que excedan los límites de una parroquia o de una
diócesis. Ningún presbítero, por ende, puede cumplir cabalmente su misión aislada o
individualmente, sino tan sólo uniendo sus fuerzas con otros presbíteros, bajo la dirección de
quienes están al frente de la Iglesia. 

Unión y cooperación fraterna entre los presbíteros

8. Los presbíteros, constituidos por la Ordenación en el Orden del Presbiterado, están unidos
todos entre sí por la íntima fraternidad sacramental, y forman un presbiterio especial en la
diócesis a cuyo servicio se consagran bajo el obispo propio. Porque aunque se entreguen a
diversas funciones, desempeñan con todo un solo ministerio sacerdotal para los hombres. Para
cooperar en esta obra son enviados todos los presbíteros, ya ejerzan el ministerio parroquial o
interparroquial, ya se dediquen a la investigación o a la enseñanza, ya realicen trabajos
manuales, participando, con la conveniente aprobación del ordinario, de la condición de los
mismos obreros donde esto parezca útil; ya desarrollen, finalmente, otras obras apostólicas u
ordenadas al apostolado. Todos tienden ciertamente a un mismo fin: a la edificación del
Cuerpo de Cristo, que, sobre todo en nuestros días, exige múltiples trabajos y nuevas
adaptaciones. Es de suma trascendencia, por tanto, que todos los presbíteros, diocesanos o
religiosos, se ayuden mutuamente para ser siempre cooperadores de la verdad[68]. Cada uno
está unido con los demás miembros de este presbiterio por vínculos especiales de caridad
apostólica, de ministerio y de fraternidad: esto se expresa litúrgicamente ya desde los tiempos
antiguos, al ser invitados los presbíteros asistentes a imponer sus manos sobre el nuevo
elegido, juntamente con el obispo ordenante, y cuando concelebran la Sagrada Eucaristía
unidos cordialmente. Cada uno de los presbíteros se une, pues, con sus hermanos por el
vínculo de la caridad, de la oración y de la total cooperación, y de esta forma se manifiesta la
unidad con que Cristo quiso que fueran consumados para que conozca el mundo que el Hijo
fue enviado por el Padre[69].

Por lo cual, los que son de edad avanzada reciban a los jóvenes como verdaderos hermanos,
ayúdenles en las primeras empresas y labores del ministerio, esfuércense en comprender su
mentalidad, aunque difiera de la propia, y miren con benevolencia sus iniciativas. Los jóvenes,
a su vez, respeten la edad y la experiencia de los mayores, pídanles consejo sobre los
problemas que se refieren a la cura de las almas y colaboren gustosos.

Guiados por el espíritu fraterno, los presbíteros no olviden la hospitalidad[70], practiquen la


beneficencia y la asistencia mutua[71], preocupándose sobre todo de los que están enfermos,
afligidos, demasiado recargados de trabajos, aislados, desterrados de la patria, y de los que se
ven perseguidos[72]. Reúnanse también gustosos y alegres para descansar, pensando en
aquellas palabras con que el Señor invitaba, lleno de misericordia, a los apóstoles cansados:
"Venid a un lugar desierto, y descansad un poco" (Mc., 6, 31). Además, a fin de que los
presbíteros encuentren mutua ayuda en el cultivo de la vida espiritual e intelectual, puedan
cooperar mejor en el ministerio y se libren de los peligros que pueden sobrevenir por la
soledad, foméntese alguna especie de vida común o alguna conexión de vida entre ellos, que
puede tomar formas variadas, según las diversas necesidades personales o pastorales; por
ejemplo, vida en común, donde sea posible; de mesa común, o a lo menos de frecuentes y
periódicas reuniones. Hay que tener también en mucha estima y favorecer diligentemente las
asociaciones que, con estatutos reconocidos por la competente autoridad eclesiástica, por una
apta y convenientemente aprobada ordenación de la vida y por la ayuda fraterna, pretenden
servir a todo el orden de los presbíteros.
Finalmente, por razón de la misma comunión en el sacerdocio, siéntanse los presbíteros
especialmente obligados para con aquellos que se encuentran en alguna dificultad; ayúdenles
oportunamente como hermanos y aconséjenles discretamente, si es necesario. Manifiesten
siempre caridad fraterna y magnanimidad para con los que fallaron en algo, pidan por ellos
instantemente a Dios y muéstrenseles en realidad como hermanos y amigos. 

Trato de los presbíteros con los seglares

9. Los sacerdotes del Nuevo Testamento, aunque por razón del Sacramento del Orden ejercen
el ministerio de padre y de maestro, importantísimo y necesario en el pueblo y para el pueblo
de Dios, sin embargo, son, juntamente con todos los fieles cristianos, discípulos del Señor,
hechos partícipes de su reino por la gracia de Dios que llama[73]. Con todos los regenerados
en la fuente del bautismo los presbíteros son hermanos entre los hermanos[74], puesto que
son miembros de un mismo Cuerpo de Cristo, cuya edificación se exige a todos[75].

Los presbíteros, por tanto, deben presidir de forma que, buscando, no sus intereses, sino los
de Jesucristo[76], trabajen juntamente con los fieles seglares y se porten entre ellos a
imitación del Maestro, que entre los hombres "no vino a ser servido, sino a servir, y dar su vida
en redención de muchos" (Mt., 20, 28). Reconozcan y promuevan sinceramente los presbíteros
la dignidad de los seglares y la suya propia, y el papel que desempeñan los seglares en la
misión de la Iglesia. Respeten asimismo cuidadosamente la justa libertad que todos tienen en
la ciudad terrestre. Escuchen con gusto a los seglares, considerando fraternalmente sus deseos
y aceptando su experiencia y competencia en los diversos campos de la actividad humana, a
fin de poder reconocer juntamente con ellos los signos de los tiempos. Examinando los
espíritus para ver si son de Dios[77], descubran con el sentido de la fe los multiformes carismas
de los seglares, tanto los humildes como los más elevados; reconociéndolos con gozo y
fomentándolos con diligencia. Entre los otros dones de Dios, que se hallan abundantemente
en los fieles, merecen especial cuidado aquellos por los que no pocos son atraídos a una vida
espiritual más elevada. Encomienden también confiadamente a los seglares trabajos en
servicio de la Iglesia, dejándoles libertad y radio de acción, invitándolos incluso
oportunamente a que emprendan sus obras por propia iniciativa[78].

Piensen, por fin, los presbíteros que están puestos en medio de los seglares para conducirlos a
todos a la unidad de la caridad: "amándose unos a otros con amor fraternal, honrándose a
porfía mutuamente" (Rom., 12, 10). Deben, por consiguiente, los presbíteros consociar las
diversas inclinaciones de forma que nadie se sienta extraño en la comunidad de los fieles. Son
defensores del bien común, del que tienen cuidado en nombre del obispo, y al propio tiempo
defensores valientes de la verdad, para que los fieles no se vean arrastrados por todo viento
de doctrina[79]. A su especial cuidado se encomiendan los que se retiraron de los
Sacramentos, e incluso quizá desfallecieron en la fe; no dejen de llegarse a ellos, como buenos
pastores.

Atendiendo a las normas del ecumenismo[80], no se olvidarán de los hermanos que no


disfrutan de una plena comunión eclesiástica con nosotros.

Tendrán, por fin, como encomendados a sus cuidados a todos los que no conocen a Cristo
como a su Salvador.

Los fieles cristianos, por su parte, han de sentirse obligados para con sus presbíteros, y por ello
han de profesarles un amor filial, como a sus padres y pastores; y al mismo tiempo, siendo
partícipes de sus desvelos, ayuden a sus presbíteros cuanto puedan con su oración y su
trabajo, para que éstos logren superar convenientemente sus dificultades y cumplir con más
provecho sus funciones[81]. 

III. DISTRIBUCIÓN DE LOS PRESBÍTEROS  Y VOCACIONES SACERDOTALES

10. El don espiritual que recibieron los presbíteros en la ordenación no los dispone para una
misión limitada y restringida, sino para una misión amplísima y universal de salvación "hasta
los extremos de la tierra" (Act., 1, 8), porque cualquier ministerio sacerdotal participa de la
misma amplitud universal de la misión confiada por Cristo a los apóstoles. Pues el sacerdocio
de Cristo, de cuya plenitud participan verdaderamente los presbíteros, se dirige por necesidad
a todos los pueblos y a todos los tiempos, y no se coarta por límites de sangre, de nación o de
edad, como ya se significa de una manera misteriosa en la figura de Melquisedec[82]. Piensen,
por tanto, los presbíteros que deben llevar en el corazón la solicitud de todas las iglesias. Por lo
cual, los presbíteros de las diócesis más ricas en vocaciones han de mostrarse gustosamente
dispuestos a ejercer su ministerio, con el beneplácito o el ruego del propio ordinario, en las
regiones, misiones u obras afectadas por la carencia de clero.

Revísense además las normas sobre la incardinación y excardinación, de forma que,


permaneciendo firme esta antigua disposición, respondan mejor a las necesidades pastorales
del tiempo. Y donde lo exija la consideración del apostolado, háganse más factibles, no sólo la
conveniente distribución de los presbíteros, sino también las obras pastorales peculiares a los
diversos grupos sociales que hay que llevar a cabo en alguna región o nación, o en cualquier
parte de la tierra. Para ello, pues, pueden establecerse útilmente algunos seminarios
internacionales, diócesis peculiares o prelaturas personales y otras providencias por el estilo,
en las que puedan entrar o incardinarse los presbíteros para el bien común de toda la Iglesia,
según módulos que hay que determinar para cada caso, quedando siempre a salvo los
derechos de los ordinarios del lugar.

Sin embargo, en cuanto sea posible, no se envíen aislados los presbíteros a una región nueva,
sobre todo si aún no conocen bien la lengua y las costumbres, sino de dos en dos, o de tres en
tres, a la manera de los discípulos de Cristo[83], para que se ayuden mutuamente. Es necesario
también prestar un cuidado exquisito a su vida espiritual y a su salud de la mente y del cuerpo;
y en cuanto sea posible, prepárense para ellos lugares y condiciones de trabajo conformes con
la idiosincrasia de cada uno. Es también muy conveniente que todos los que se dirigen a una
nueva nación procuren conocer cabalmente, no sólo la lengua de aquel lugar, sino también la
índole psicológica y social característica de aquel pueblo al que quieren servir humildemente,
uniéndose con él cuanto mejor puedan, de forma que imiten el ejemplo del apóstol Pablo, que
pudo decir de sí mismo: "Pues siendo del todo libre, me hice siervo de todos, para ganarlos a
todos. Y me hago judío con los judíos, para ganar a los judíos" (1 Cor., 9, 19-20). 

Atención de los presbíteros a las vocaciones sacerdotales

11. El Pastor y Obispo de nuestras almas[84] constituyó su Iglesia de forma que el Pueblo que
eligió y adquirió con su sangre[85] debía tener sus sacerdotes siempre, y hasta el fin del
mundo, para que los cristianos no estuvieran nunca como ovejas sin pastor[86]. Conociendo
los apóstoles este deseo de Cristo, por inspiración del Espíritu Santo, pensaron que era
obligación suya elegir ministros "capaces de enseñar a otros" (2 Tim., 2, 2). Oficio que
ciertamente pertenece a la misión sacerdotal misma, por lo que el presbítero participa en
verdad de la solicitud de toda la Iglesia para que no falten nunca operarios al Pueblo de Dios
aquí en la tierra. Pero, ya que "hay una causa común entre el piloto de la nave y el
navío..."[87], enséñese a todo el pueblo cristiano que tiene obligación de cooperar de diversas
maneras, por la oración perseverante y por otros medios que estén a su alcance [88], a fin de
que la Iglesia tenga siempre los sacerdotes necesarios para cumplir su misión divina. Ante
todo, preocúpense los presbíteros de exponer a los fieles, por el ministerio de la palabra y con
el testimonio propio de su vida, que manifieste abiertamente el espíritu de servicio y el
verdadero gozo pascual, la excelencia y necesidad del sacerdocio; y de ayudar a los que
prudentemente juzgaren idóneos para tan gran ministerio, sean jóvenes o adultos, sin
escatimar preocupaciones ni molestias, para que se preparen convenientemente y, por tanto,
puedan ser llamados algún día por el obispo, salva la libertad interna y externa de los
candidatos. Para lograr este fin es muy importante la diligente y prudente dirección espiritual.
Los padres y los maestros, y todos aquellos a quienes atañe de cualquier manera la formación
de los niños y de los jóvenes, edúquenlos de forma que, conociendo la solicitud del Señor por
su rebaño y considerando las necesidades de la Iglesia, estén preparados a responder
generosamente con el profeta al Señor, si los llama: "Heme aquí, envíame" (Is., 6, 8). No hay,
sin embargo, que esperar que esta voz del Señor que llama llegue a los oídos del futuro
presbítero de una forma extraordinaria. Más bien hay que captarla y juzgarla por las señales
ordinarias con que a diario conocen la voluntad de Dios los cristianos prudentes; señales que
los presbíteros deben considerar con mucha atención[89].

A ellos se recomienda encarecidamente las obras de las vocaciones, ya diocesanas, ya


nacionales[90]. Es necesario que en la predicación, en la catequesis, en la prensa se declaren
elocuentemente las necesidades de la Iglesia, tanto local como universal; se expongan a la luz
del día el sentido y la dignidad del ministerio sacerdotal, puesto que en él se entreveran tantos
trabajos con tantas satisfacciones, y en el cual, sobre todo, como enseñan los padres, puede
darse a Cristo el máximo testimonio del amor[91]. 

CAPÍTULO III

LA VIDA DE LOS PRESBÍTEROS

I. VOCACIÓN DE LOS PRESBÍTEROS A LA PERFECCIÓN

12. Por el Sacramento del Orden los presbíteros se configuran con Cristo Sacerdote, como
miembros con la Cabeza, para la estructuración y edificación de todo su Cuerpo, que es la
Iglesia, como cooperadores del orden episcopal. Ya en la consagración del bautismo, como
todos los fieles cristianos, recibieron ciertamente la señal y el don de tan gran vocación y
gracia para sentirse capaces y obligados, en la misma debilidad humana[92], a seguir la
perfección, según la palabra del Señor: "Sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre
celestial" (Mt., 5, 48). Los sacerdotes están obligados especialmente a adquirir aquella
perfección, puesto que, consagrados de una forma nueva a Dios en la recepción del Orden, se
constituyen en instrumentos vivos del Sacerdote Eterno para poder proseguir, a través del
tiempo, su obra admirable, que reintegró, con divina eficacia, todo el género humano [93].
Puesto que todo sacerdote representa a su modo la persona del mismo Cristo, tiene también,
al mismo tiempo que sirve a la plebe encomendada y a todo el pueblo de Dios, la gracia
singular de poder conseguir más aptamente la perfección de Aquel cuya función representa, y
la de que sane la debilidad de la carne humana la santidad del que por nosotros fue hecho
Pontífice "santo, inocente, inmaculado, apartado de los pecadores" (Hb., 7, 26).
Cristo, a quien el Padre santificó o consagró y envió al mundo[94], "se entregó por nosotros
para rescatarnos de toda iniquidad, y adquirirse un pueblo propio y aceptable, celador de
obras buenas" (Tit., 2, 14), y así, por su pasión, entró en su gloria[95]; semejantemente los
presbíteros, consagrados por la unción del Espíritu Santo y enviados por Cristo, mortifican en sí
mismos las tendencias de la carne y se entregan totalmente al servicio de los hombres, y de
esta forma pueden caminar hacia el varón perfecto[96], en la santidad con que han sido
enriquecidos en Cristo.

Así, pues, ejerciendo el ministerio del Espíritu y de la justicia[97], se fortalecen en la vida del
Espíritu, con tal que sean dóciles al Espíritu de Cristo, que los vivifica y conduce. Pues ellos se
ordenan a la perfección de la vida por las mismas acciones sagradas que realizan cada día,
como por todo su ministerio, que ejercitan en unión con el obispo y con los presbíteros. Mas la
santidad de los presbíteros contribuye poderosamente al cumplimiento fructuoso del propio
ministerio, porque aunque la gracia de Dios puede realizar la obra de la salvación, también por
medio de ministros indignos, sin embargo, Dios prefiere, por ley ordinaria, manifestar sus
maravillas por medio de quienes, hechos más dóciles al impulso y guía del Espíritu Santo, por
su íntima unión con Cristo y su santidad de vida, pueden decir con el apóstol: "Ya no vivo yo, es
Cristo quien vive en mí" (Gal., 2, 20).

Por lo cual, este Sagrado Concilio, para conseguir sus propósitos pastorales de renovación
interna de la Iglesia, de difusión del Evangelio en todo el mundo y de diálogo con el mundo
actual, exhorta vehementemente a todos los sacerdotes a que, usando los medios oportunos
recomendados por la Iglesia[98], aspiren siempre hacia una santidad cada vez mayor, con la
que de día en día se conviertan en ministros más aptos para el servicio de todo el Pueblo de
Dios. 

El ejercicio de la triple función sacerdotal requiere y favorece a un tiempo la santidad

13. Los presbíteros conseguirán propiamente la santidad ejerciendo sincera e infatigablemente


en el Espíritu de Cristo su triple función.

Por ser ministros de la palabra de Dios, leen y escuchan diariamente la palabra divina que
deben enseñar a otros; y si al mismo tiempo procuran recibirla en sí mismos, irán haciéndose
discípulos del Señor cada vez más perfectos, según las palabras del apóstol Pablo a Timoteo:
"Esta sea tu ocupación, éste tu estudio: de manera que tu aprovechamiento sea a todos
manifiesto. Vela sobre ti, atiende a la enseñanza: insiste en ella. Haciéndolo así te salvarás a ti
mismo y a los que te escuchan" (1 Tim., 4, 15-16). Pues pensando cómo pueden explicar mejor
lo que ellos han contemplado[99], saborearán más a fondo "las insondables riquezas de Cristo"
(Ef., 3, 8) y la multiforme sabiduría de Dios[100]. Teniendo presente que es el Señor quien abre
los corazones[101] y que la excelencia no procede de ellos mismos, sino del poder de
Dios[102], en el momento de proclamar la palabra se unirán más íntimamente a Cristo
Maestro y se dejarán guiar por su Espíritu. Así, uniéndose con Cristo, participan de la caridad
de Dios, cuyo misterio, oculto desde los siglos[103], ha sido revelado en Cristo.

Como ministros sagrados, sobre todo en el Sacrificio de la Misa, los presbíteros ocupan
especialmente el lugar de Cristo, que se sacrificó a sí mismo para santificar a los hombres; y
por eso son invitados a imitar lo que administran; ya que celebran el misterio de la muerte del
Señor, procuren mortificar sus miembros de vicios y concupiscencias[104]. En el misterio del
Sacrificio Eucarístico, en que los sacerdotes desempeñan su función principal, se realiza
continuamente la obra de nuestra redención[105], y, por tanto, se recomienda con todas las
veras su celebración diaria, la cual, aunque no pueda obtenerse la presencia de los fieles, es
una acción de Cristo y de la Iglesia[106]. Así, mientras los presbíteros se unen con la acción de
Cristo Sacerdote, se ofrecen todos los días enteramente a Dios, y mientras se nutren del
Cuerpo de Cristo, participan cordialmente de la caridad de Quien se da a los fieles como pan
eucarístico. De igual forma se unen con la intención y con la caridad de Cristo en la
administración de los Sacramentos, especialmente cuando para la administración del
Sacramento de la Penitencia se muestran enteramente dispuestos, siempre que los fieles lo
piden razonablemente. En el rezo del Oficio divino prestan su voz a la Iglesia, que persevera en
la oración, en nombre de todo el género humano, juntamente con Cristo, que "vive siempre
para interceder por nosotros" (Hb., 7, 25).

Rigiendo y apacentando el Pueblo de Dios, se ven impulsados por la caridad del Buen Pastor a
entregar su vida por sus ovejas[107], preparados también para el sacrificio supremo, siguiendo
el ejemplo de los sacerdote que incluso en nuestros días no han rehusado entregar su vida;
siendo educadores en la fe, y teniendo ellos mismos "firme esperanza de entrar en el santuario
en virtud de la sangre de Cristo" (Hb., 10, 19), se acercan a Dios "con sincero corazón en la
plenitud de la fe" (Hb., 10, 22); y robustecen la esperanza firme respecto de sus fieles[108],
para poder consolar a los que se hallan atribulados, con el mismo consuelo con que Dios los
consuela a ellos mismos[109]; como rectores de la comunidad, cultivan la ascesis propia del
pastor de las almas, dando de mano a las ventajas propias, no buscando sus conveniencias,
sino la de muchos, para que se salven[110], progresando siempre hacia el cumplimiento más
perfecto del deber pastoral, y cuando es necesario, están dispuestos a emprender nuevos
caminos pastorales, guiados por el Espíritu del amor, que sopla donde quiere[111]. 

Unidad y armonía de la vida de los presbíteros

14. Siendo en el mundo moderno tantos los cargos que deben desempeñar los hombres y
tanta la diversidad de los problemas, que los angustian y que muchas veces tienen que
resolver precipitadamente, no es raro que se vean en peligro de desparramarse en mil
preocupaciones. Y los presbíteros, implicados y distraídos en las muchas obligaciones de su
ministerio, no pueden pensar sin angustia cómo lograr la unidad de su vida interior con la
magnitud de la acción exterior. Esta unidad de la vida no la pueden conseguir ni la ordenación
meramente externa de la obra del ministerio, ni la sola práctica de los ejercicios de piedad, por
mucho que la ayuden. La pueden organizar, en cambio, los presbíteros, imitando en el
cumplimiento de su ministerio el ejemplo de Cristo Señor, cuyo alimento era cumplir la
voluntad de Aquel que le envió a completar su obra[112].

En realidad, Cristo, para cumplir indefectiblemente la misma voluntad del Padre en el mundo
por medio de la Iglesia, obra por sus ministros, y por ello continúa siendo siempre principio y
fuente de la unidad de su vida. Por consiguiente, los presbíteros conseguirán la unidad de su
vida uniéndose a Cristo en el conocimiento de la voluntad del Padre y en la entrega de sí
mismos por el rebaño que se les ha confiado[113]. De esta forma, desempeñando el papel del
Buen Pastor, en el mismo ejercicio de la caridad pastoral encontrarán el vínculo de la
perfección sacerdotal que reduce a unidad su vida y su actividad. Esta caridad pastoral[114]
fluye sobre todo del Sacrificio Eucarístico, que se manifiesta por ello como centro y raíz de
toda la vida del presbítero, de suerte que lo que se efectúa en el altar lo procure reproducir en
sí el alma del sacerdote. Esto no puede conseguirse si los mismos sacerdotes no penetran cada
vez más íntimamente, por la oración, en el misterio de Cristo.

Para poder verificar concretamente la unidad de su vida, consideren todos sus proyectos,
procurando conocer cuál es la voluntad de Dios[115]; es decir, la conformidad de los proyectos
con las normas de la misión evangélica de la Iglesia. Porque no puede separarse la fidelidad
para con Cristo de la fidelidad para con la Iglesia. La caridad pastoral pide que los presbíteros,
para no correr en vano[116], trabajen siempre en vínculo de unión con los obispos y con otros
hermanos en el sacerdocio. Obrando así hallarán los presbíteros la unidad de la propia vida en
la misma unidad de la misión de la Iglesia, y de esta suerte se unirán con su Señor, y por El con
el Padre, en el Espíritu Santo, a fin de llenarse de consuelo y de rebosar de gozo[117]. 

II. EXIGENCIAS ESPIRITUALES CARACTERÍSTICAS EN LA VIDA DE LOS PRESBÍTEROS

Humildad y obediencia

15. Entre las virtudes principalmente requeridas en el ministerio de los presbíteros hay que
contar aquella disposición de alma por la que están siempre preparados a buscar, no su
voluntad, sino la voluntad de quien los envió[118]. Porque la obra divina, para cuya realización
los tomó el Espíritu Santo[119], trasciende todas las fuerzas humanas y la sabiduría de los
hombres, pues "Dios eligió los débiles del mundo para confundir a los fuertes" (1 Cor., 1, 27).
Conociendo, pues, su propia debilidad, el verdadero ministro de Cristo trabaja con humildad,
buscando lo que es grato a Dios[120], y como encadenado por el Espíritu[121], es llevado en
todo por la voluntad de quien desea que todos los hombres se salven; voluntad que puede
descubrir y cumplir en los quehaceres diarios, sirviendo humildemente a todos los que Dios le
ha confiado, en el ministerio que se le ha entregado y en los múltiples acontecimientos de su
vida.

Pero como el ministerio sacerdotal es el ministerio de la misma Iglesia, no puede efectuarse


más que en la comunión jerárquica de todo el cuerpo. La caridad pastoral urge, pues, a los
presbíteros que, actuando en esta comunión, consagren su voluntad propia por la obediencia
al servicio de Dios y de los hermanos, recibiendo con espíritu de fe y cumpliendo los preceptos
y recomendaciones emanadas del Sumo Pontífice, del propio obispo y de otros superiores;
gastándose y agotándose de buena gana[122] en cualquier servicio que se les haya confiado,
por humilde y pobre que sea. De esta forma guardan y reafirman la necesaria unidad con sus
hermanos en el ministerio, y sobre todo con los que el Señor constituyó en rectores visibles de
su Iglesia, y obran para la edificación del Cuerpo de Cristo, que crece "por todos los ligamentos
que lo nutren"[123]. Esta obediencia, que conduce a la libertad más madura de los hijos de
Dios, exige por su naturaleza que, mientras movidos por la caridad, los presbíteros, en el
cumplimiento de su cargo, investigan prudentemente nuevos caminos para el mayor bien de la
Iglesia, propongan confiadamente sus proyectos y expongan instantemente las necesidades
del rebaño a ellos confiado, dispuestos siempre a acatar el juicio de quienes desempeñan la
función principal en el régimen de la Iglesia de Dios.

Los presbíteros, con esta humildad y esta obediencia responsable y voluntaria, se asemejan a
Cristo, sintiendo en sí lo que en Cristo Jesús, que "se anonadó a sí mismo, tomando la forma de
siervo..., hecho obediente hasta la muerte" (Fil., 2, 7-9). Y con esta obediencia venció y reparó
la desobediencia de Adán, como atestigua el apóstol: "Por la desobediencia de un hombre
muchos fueron hechos pecadores; así también, por la obediencia de uno muchos serán hechos
justos" (Rom., 5, 19). 

Hay que abrazar el celibato y apreciarlo como una gracia

16. La perfecta y perpetua continencia por el reino de los cielos, recomendada por nuestro
Señor[124], aceptada con gusto y observada plausiblemente en el decurso de los siglos e
incluso en nuestros días por no pocos fieles cristianos, siempre ha sido tenida en gran aprecio
por la Iglesia, especialmente para la vida sacerdotal. Porque es al mismo tiempo emblema y
estímulo de la caridad pastoral y fuente peculiar de la fecundidad espiritual en el mundo[125].
No es exigida ciertamente por la naturaleza misma del sacerdocio, como aparece por la
práctica de la Iglesia primitiva[126] y por la tradición de las Iglesias orientales, en donde,
además de aquellos que con todos los obispos eligen el celibato como un don de la gracia, hay
también presbíteros beneméritos casados; pero al tiempo que recomienda el celibato
eclesiástico, este Santo Concilio no intenta en modo alguno cambiar la distinta disciplina que
rige legítimamente en las Iglesias orientales, y exhorta amabilísimamente a todos los que
recibieron el presbiterado en el matrimonio a que, perseverando en la santa vocación, sigan
consagrando su vida plena y generosamente al rebaño que se les ha confiado[127].

Pero el celibato tiene mucha conformidad con el sacerdocio. Porque toda la misión del
sacerdote se dedica al servicio de la nueva humanidad, que Cristo, vencedor de la muerte,
suscita en el mundo por su Espíritu, y que trae su origen "no de la sangre, ni de la voluntad
carnal, ni de la voluntad de varón, sino de Dios" (Jn. 1, 13). Los presbíteros, pues, por la
virginidad o celibato conservado por el reino de los cielos[128], se consagran a Cristo de una
forma nueva y exquisita, se unen a El más fácilmente con un corazón indiviso[129], se dedican
más libremente en El y por El al servicio de Dios y de los hombres, sirven más expeditamente a
su reino y a la obra de regeneración sobrenatural, y con ello se hacen más aptos para recibir
ampliamente la paternidad en Cristo. De esta forma, pues, manifiestan delante de los hombres
que quieren dedicarse al ministerio que se les ha confiado, es decir, de desposar a los fieles
con un solo varón, y de presentarlos a Cristo como una virgen casta[130], y con ello evocan el
misterioso matrimonio establecido por Dios, que ha de manifestarse plenamente en el futuro,
por el que la Iglesia tiene a Cristo como Esposo único[131]. Se constituyen, además, en señal
viva de aquel mundo futuro, presente ya por la fe y por la caridad, en que los hijos de la
resurrección no tomarán maridos ni mujeres[132].

Por estas razones, fundadas en el misterio de Cristo y en su misión, el celibato, que al principio
se recomendaba a los sacerdotes, fue impuesto por ley después en la Iglesia Latina a todos los
que eran promovidos al Orden sagrado. Este Santo Concilio aprueba y confirma esta legislación
en cuanto se refiere a los que se destinan para el presbiterado, confiando en el Espíritu que el
don del celibato, tan conveniente al sacerdocio del Nuevo Testamento, les será
generosamente otorgado por el Padre, con tal que se lo pidan con humildad y constancia los
que por el sacramento del Orden participan del sacerdocio de Cristo, más aún, toda la Iglesia.
Exhorta también este Sagrado Concilio a los presbíteros que, confiados en la gracia de Dios,
recibieron libremente el sagrado celibato según el ejemplo de Cristo, a que, abrazándolo con
magnanimidad y de todo corazón, y perseverando en tal estado con fidelidad, reconozcan el
don excelso que el Padre les ha dado y que tan claramente ensalza el Señor[133], y pongan
ante su consideración los grandes misterios que en él se expresan y se verifican. Cuando más
imposible les parece a no pocas personas la perfecta continencia en el mundo actual, con
tanto mayor humildad y perseverancia pedirán los presbíteros, juntamente con la Iglesia, la
gracia de la fidelidad, que nunca ha sido negada a quienes la piden, sirviéndose también, al
mismo tiempo, de todas las ayudas sobrenaturales y naturales, que todos tienen a su alcance.
No dejen de seguir las normas, sobre todo las ascéticas, que la experiencia de la Iglesia
aprueba, y que no son menos necesarias en el mundo actual. Ruega, por tanto, este Sagrado
Concilio, no sólo a los sacerdotes, sino también a todos los fieles, que aprecien cordialmente
este precioso don del celibato sacerdotal, y que pidan todos a Dios que El conceda siempre
abundantemente ese don a su Iglesia. 

Posición respecto al mundo y los bienes terrenos, y pobreza voluntaria


17. Por la amigable y fraterna convivencia mutua y con los demás hombres, pueden aprender
los presbíteros a cultivar los valores humanos y a apreciar los bienes creados como dones de
Dios. Aunque viven en el mundo, sepan siempre, sin embargo, que ellos no son del mundo,
según la sentencia del Señor, nuestro Maestro[134]. Disfrutando, pues, del mundo como si no
disfrutasen[135], llegarán a la libertad de los que, libres de toda preocupación desordenada, se
hacen dóciles para oír la voz divina en la vida ordinaria. De esta libertad y docilidad emana la
discreción espiritual con que se halla la recta postura frente al mundo y a los bienes terrenos.
Postura de gran importancia para los presbíteros, porque la misión de la Iglesia se desarrolla
en medio del mundo, y porque los bienes creados son enteramente necesarios para el
provecho personal del hombre. Agradezcan, pus, todo lo que el Padre celestial les concede
para vivir convenientemente. Es necesario, con todo, que examinen a la luz de la fe todo lo que
se les presenta, para usar de los bienes según la voluntad de Dios y dar de mano a todo cuanto
obstaculiza su misión.

Pues los sacerdotes, ya que el Señor es su "porción y herencia" (núms. 18, 20), deben usar los
bienes temporales tan sólo para los fines a los que pueden lícitamente destinarlos, según la
doctrina de Cristo Señor y la ordenación de la Iglesia.

Los bienes eclesiásticos propiamente dichos, según su naturaleza, deben administrarlos los
sacerdotes según las normas de las leyes eclesiásticas, con la ayuda, en cuanto sea posible, de
expertos seglares, y destinarlos siempre a aquellos fines para cuya consecución es lícito a la
Iglesia poseer bienes temporales, esto es, para el mantenimiento del culto divino, para
procurar la honesta sustentación del clero y para realizar las obras del sagrado apostolado o de
la caridad, sobre todo con los necesitados[136]. En cuanto a los bienes que recaban con
ocasión del ejercicio de algún oficio eclesiástico, salvo el derecho particular[137], los
presbíteros, lo mismo que los obispos, aplíquenlos, en primer lugar, a su honesto sustento y a
la satisfacción de las exigencias de su propio estado; y lo que sobre, sírvanse destinarlo para el
bien de la Iglesia y para obras de caridad. No tengan, por consiguiente, el beneficio como una
ganancia, ni empleen sus emolumentos para engrosar su propio caudal[138]. Por ello los
sacerdotes, teniendo el corazón despegado de las riquezas[139], han de evitar siempre toda
clase de ambición y abstenerse cuidadosamente de toda especie de comercio.

Más aún, siéntanse invitados a abrazar la pobreza voluntaria, para asemejarse más claramente
a Cristo y estar más dispuestos para el ministerio sagrado. Porque Cristo, siendo rico, se hizo
pobre por nosotros, para que fuéramos ricos con su pobreza[140]. Y los apóstoles
manifestaron, con su ejemplo, que el don gratuito de Dios hay que distribuirlo
gratuitamente[141], sabiendo vivir en la abundancia y pasar necesidad[142]. Pero incluso una
cierta comunidad de bienes, a semejanza de la que se alaba en la historia de la Iglesia
primitiva[143], prepara muy bien el terreno para la caridad pastoral; y por esa forma de vida
pueden los presbíteros practicar laudablemente el espíritu de pobreza que Cristo recomienda.

Guiados, pues, por el Espíritu del Señor, que ungió al Salvador y lo envió a evangelizar a los
pobres[144], los presbíteros, y lo mismo los obispos, mucho más que los restantes discípulos
de Cristo, eviten todo cuanto pueda alejar de alguna forma a los pobres, desterrando de sus
cosas toda clase de vanidad. Dispongan su morada de forma que a nadie esté cerrada, y que
nadie, incluso el más pobre, recele frecuentarla. 

III. RECURSOS PARA LA VIDA DE LOS PRESBÍTEROS

Recursos para fomentar la vida espiritual


18. Para que los presbíteros puedan fomentar la unión con Cristo en todas las circunstancias
de la vida, además del ejercicio consciente de su ministerio, cuentan con los medios comunes y
particulares, nuevos y antiguos, que nunca deja de suscitar en el pueblo de Dios el Espíritu
Santo, y que la Iglesia recomienda, e incluso manda alguna vez, para la santificación de sus
miembros[145]. Entre todas las ayudas espirituales sobresalen los actos con que los cristianos
se nutren de la palabra de Dios en la doble mesa de la Sagrada Escritura y de la Eucaristía [146];
a nadie se oculta cuánta trascendencia tiene su participación asidua para la santificación
propia de los presbíteros.

Los ministros de la gracia sacramental se unen íntimamente a Cristo Salvador y Pastor por la
fructuosa recepción de los sacramentos, sobre todo en la frecuente acción sacramental de la
Penitencia, puesto que, preparada con el examen diario de conciencia, favorece tantísimo la
necesaria conversión del corazón al amor del Padre de las misericordias. A la luz de la fe,
nutrida con la lectura divina, pueden buscar cuidadosamente las señales de la voluntad divina
y los impulsos de su gracia en los varios aconteceres de la vida, y hacerse, con ello, más dóciles
cada día para su misión recibida en el Espíritu Santo. En la Santísima Virgen María encuentran
siempre un ejemplo admirable de esta docilidad, pues ella, guiada por el Espíritu Santo, se
entregó totalmente al misterio de la redención de los hombres[147]; veneren y amen los
presbíteros con filial devoción y veneración a esta Madre del Sumo y Eterno Sacerdote, Reina
de los Apóstoles y auxilio de su ministerio.

Para cumplir con fidelidad su ministerio, gusten cordialmente el coloquio divino con Cristo
Señor en la visita y en el culto personal de la Sagrada Eucaristía; practiquen gustosos el retiro
espiritual y aprecien mucho la dirección espiritual. De muchas maneras, especialmente por la
recomendada oración mental y variadas fórmulas de oraciones, que eligen a su gusto, los
presbíteros buscan y piden instantemente a Dios el verdadero espíritu de oración con que ellos
mismos, juntamente con la plebe que se les ha confiado, se unen íntimamente con Cristo
Mediador del Nuevo Testamento, y así pueden clamar como hijos de adopción: "Abba, Padre"
(Rom., 8, 15). 

Estudio y ciencia pastoral

19. En el sagrado rito de la Ordenación el obispo recomienda a los presbíteros que "estén
maduros en la ciencia" y que su doctrina sea "medicina espiritual para el pueblo de Dios" [148].
Pero la ciencia de un ministro sagrado debe ser sagrada, porque emana de una fuente sagrada
y a un fin sagrado se dirige. Ante todo, pues, se obtiene por la lectura y meditación de la
Sagrada Escritura[149], y se nutre también fructuosamente con el estudio de los santos Padres
y Doctores, y de otros monumentos de la Tradición. Además, para responder
convenientemente a los problemas propuestos por los hombres contemporáneos, conviene
que los presbíteros conozcan los documentos del Magisterio y, sobre todo, de los Concilios y
de los Romanos Pontífices, y consulten a los mejores y probados escritores de Teología.

Pero como en nuestros tiempos la cultura humana, y también las ciencias sagradas, avanzan
con un ritmo nuevo, los presbíteros se ven impulsados a completar convenientemente y sin
intermisión su ciencia divina y humana, y a prepararse, de esta forma, para entablar más
ventajosamente el diálogo con los hombres de su tiempo.

Para que los presbíteros se entreguen más fácilmente a los estudios y capten con más eficacia
los métodos de la evangelización y del apostolado, prepárenseles cuidadosamente los medios
necesarios, como son la organización de cursos y de congresos, según las condiciones de cada
país, la erección de centros destinados a los estudios pastorales, la fundación de bibliotecas y
una conveniente dirección de los estudios por personas competentes. Consideren, además, los
obispos, o en particular, o reunidos entre sí, el modo más conveniente de conseguir que todos
los presbíteros, en tiempo determinado, sobre todo en los primeros años después de su
Ordenación[150], puedan asistir a un curso en que se les brinde la ocasión de conseguir un
conocimiento más completo de los métodos pastorales y de la ciencia teológica, y, sobre todo,
de fortalecer su vida espiritual y de comunicarse mutuamente con los hermanos las
experiencias apostólicas[151]. Ayúdese especialmente con estas y otras atenciones oportunas
también a los neo-párrocos y a los que se destinan para una nueva empresa pastoral, o a los
que se envían a otra diócesis o nación.

Procuren, por fin, los obispos que se dediquen algunos más profundamente a la ciencia divina,
a fin de que nunca falten maestros idóneos para formar a los clérigos, para ayudar a los otros
sacerdotes y a los fieles a conseguir la doctrina que necesitan, y para fomentar el sano
progreso en las disciplinas sagradas, que es totalmente necesario en la Iglesia. 

Hay que proveer la justa remuneración de los presbíteros

20. Los presbíteros, entregados al servicio de Dios en el cumplimiento de la misión que se les
ha confiado, son dignos de recibir la justa remuneración, porque "el obrero es digno de su
salario" (Lc., 10, 7)[152], y "el Señor ha ordenado a los que anuncian el Evangelio que vivan del
Evangelio" (1 Cor., 9, 14). Por lo cual, cuando no se haya provisto de otra forma la justa
remuneración de los presbíteros, los mismos fieles tienen la obligación de cuidar que puedan
procurarse los medios necesarios para vivir honesta y dignamente, ya que los presbíteros
consagran su trabajo al bien de los fieles. Los obispos, por su parte, tienen el deber de avisar a
los fieles acerca de esta obligación, y deben procurar, o bien cada uno para su diócesis o mejor
varios en unión para el territorio común, que se establezcan normas con que se mire por la
honesta sustentación de quienes desempeñan o han desempeñado alguna función en servicio
del pueblo de Dios. Pero la remuneración que cada uno ha de recibir, habida consideración de
la naturaleza del cargo mismo y de las condiciones de lugares y de tiempos, sea
fundamentalmente la misma para todos los que se hallen en las mismas circunstancias,
corresponda a su condición y les permita, además, no sólo proveer a la paga de las personas
dedicadas al servicio de los presbíteros, sino también ayudar personalmente, de algún modo, a
los necesitados, porque el ministerio para con los pobres lo apreció muchísimo la Iglesia ya
desde sus principios. Esta remuneración, además, sea tal que permita a los presbíteros
disfrutar de un tiempo debido y suficiente de vacaciones: los obispos deben procurar que lo
puedan tener los presbíteros.

Es preciso atribuir la máxima importancia a la función que desempeñan los sagrados ministros.
Por lo cual hay que dejar el sistema que llaman beneficial, o a lo menos hay que reformarlo, de
suerte que la parte beneficial, o el derecho a los réditos dotales añejos al beneficio, se
considere como secundaria y se atribuya, en derecho, el primer lugar al propio oficio
eclesiástico, que, por cierto, ha de entenderse en lo sucesivo cualquier cargo conferido
establemente para ejercer un fin espiritual. 

Hay que establecer fondos comunes de bienes


y ordenar una previsión social en favor de los presbíteros

21. Téngase siempre presente el ejemplo de los cristianos en la primitiva Iglesia de Jerusalén,
en la que "todo lo tenían en común" (Act., 4, 32) "y a cada uno se le repartía según su
necesidad" (Act., 4, 35). Es, pues, muy conveniente que, por lo menos en las regiones en que la
sustentación del clero depende total o parcialmente de donativos de los fieles, recoja los
bienes ofrecidos a este fin una institución diocesana, que administra el obispo con la ayuda de
sacerdotes delegados, y, donde lo aconseje la utilidad, también de seglares peritos en
economía. Se desea, además, que, en cuanto sea posible, en cada diócesis o región se
constituya un fondo común de bienes con que puedan los obispos satisfacer otras
obligaciones, y con que también las diócesis más ricas puedan ayudar a las más pobres, de
forma que la abundancia de aquellas alivie la escasez de éstas[153]. Este fondo ha de
constituirse, sobre todo, por las ofrendas de los fieles, pero también por los bienes que
provienen de otras fuentes, que el derecho ha de concretar.

Además, en las naciones en que todavía no está convenientemente organizada la previsión


social en favor del clero, procuren las Conferencias Episcopales que, consideradas siempre las
leyes eclesiásticas y civiles, se establezcan, o bien instituciones diocesanas, también federadas
entre sí, o bien instituciones organizadas a un tiempo para varias diócesis, o bien una
asociación establecida para todo el territorio, por las que, bajo la atención de la jerarquía, se
provea suficientemente a la que llaman conveniente seguro o asistencia sanitaria, y a la debida
sustentación de los presbíteros enfermos, inválidos o ancianos. Ayuden los sacerdotes a esta
institución una vez erigida, movidos por espíritu de solidaridad para con sus hermanos,
tomando parte en sus tribulaciones[154], considerando, al mismo tiempo, que así, sin angustia
del futuro, pueden practicar la pobreza con resuelto espíritu evangélico y entregarse
plenamente a la salvación de las almas. Procuren aquellos a quienes competa que estas
instituciones de diversas naciones se reúnan entre sí, para que consigan más consistencia y se
propaguen más ampliamente. 

CONCLUSIÓN Y EXHORTACIÓN

22. Este Sagrado Concilio, aun teniendo presente los gozos de la vida sacerdotal, no puede
olvidar las dificultades en que se ven los presbíteros en las actuales circunstancias de la vida de
hoy. Sabe también cuánto se transforman las condiciones económicas y sociales e incluso las
costumbres humanas, y cuánto se muda el orden de valores en el aprecio de los hombres; por
lo cual los ministros de la Iglesia, e incluso muchas veces los fieles cristianos, se sienten en este
mundo como ajenos a él, buscando angustiosamente los medios idóneos y las palabras para
poder comunicar con él. Porque los nuevos impedimentos que obstaculizan la fe, la aparente
esterilidad del trabajo realizado, y la acerba soledad que sienten pueden ponerles en peligro
de que decaigan sus ánimos.

Pero Dios amó de tal forma al mundo, cual hoy se confía al amor y al ministerio de los
presbíteros de la Iglesia, que dio por él a su Hijo Unigénito[155]. En efecto, este mundo,
dominado, es cierto, por muchos pecados, pero dotado también de no pequeñas facultades,
ofrece a la Iglesia piedras vivas[156], que se estructuran para morada de Dios en el
Espíritu[157]. El mismo Espíritu Santo, mientras impulsa a la Iglesia a abrir nuevos caminos
para llegar al mundo de este tiempo, sugiere también y alienta las convenientes
acomodaciones del ministerio sacerdotal.

Recuerden los presbíteros que nunca están solos en su trabajo, sino sostenidos por la virtud
todopoderosa de Dios: y creyendo en Cristo, que los llamó a participar de su sacerdocio,
entréguense con toda confianza a su ministerio, sabedores de que Dios es poderoso para
aumentar en ellos la caridad[158]. Recuerden también que tienen como cooperadores a sus
hermanos en el sacerdocio, más aún, a todos los fieles del mundo. Porque todos los
presbíteros cooperan en la consecución del plan salutífero de Dios, es decir, en el misterio de
Cristo o sacramento oculto desde hace siglos en Dios[159], que no se lleva a efecto más que
poco a poco, esforzándose de consuno todos los ministerios para la edificación del Cuerpo de
Cristo, hasta que se complete la medida de su tiempo. Estando todo escondido con Cristo en
Dios[160], puede percibirse, sobre todo, por la fe. Y es necesario que los guías del pueblo de
Dios caminen por la fe, siguiendo el ejemplo de Abraham el fiel, que por la fe "obedeció y salió
hacia la tierra que había de recibir en herencia, pero sin saber adónde iba" (Hb., 11, 8). En
efecto, el dispensador de los misterios de Dios puede compararse al hombre que siembre en
un campo, del que dijo el Señor: "Y ya duerma, ya vele, de noche y de día, la semilla germina y
crece, sin que él sepa cómo" (Mc., 4, 27).

Por lo demás, el Señor Jesús, que dijo: "Confiad, yo he vencido al mundo" ( Jn., 16, 33), no
prometió a su Iglesia con estas palabras una victoria completa en este mundo. Pero se goza el
Sagrado Concilio porque la tierra, repleta de la semilla del Evangelio, fructifica ahora en
muchos lugares bajo la guía del Espíritu del Señor, que llena el orbe de la tierra, y que excitó en
los corazones de muchos sacerdotes y fieles el espíritu verdaderamente misional. De todo ello
el Sagrado Concilio da amantísimamente las gracias a todos los presbíteros del mundo: "Y al
que es poderoso para hacer que copiosamente abundemos más de lo que pedimos o
pensamos, en virtud del poder que actúa en nosotros, a El sea la gloria en la Iglesia y en Cristo
Jesús" (Ef., 3, 20-21).

Todas y cada una de las cosas de este Decreto fueron del agrado de los Padres del Sacrosanto
Concilio. Y Nos, con la Apostólica autoridad conferida por Cristo, juntamente con los
Venerables Padres, en el Espíritu Santo, las aprobamos, decretamos y establecemos y
mandamos que, decretadas sinodalmente, sean promulgadas para gloria de Dios.

Roma, en San Pedro, día 7 de diciembre de 1965.

Yo, PABLO, Obispo de la Iglesia Católica

DECRETO

OPTATAM TOTIUS

SOBRE LA FORMACIÓN SACERDOTAL

PROEMIO

 Conociendo muy bien el Santo Concilio que la anhelada renovación de toda la Iglesia depende
en gran parte del ministerio de los sacerdotes, animado por el espíritu de Cristo, proclama la
grandísima importancia de la formación sacerdotal y declara algunos principios fundamentales
de la misma, con los que se confirmen las leyes ya experimentadas durante siglos, a la vez que
se introduzcan en ellas las innovaciones que responden a las Constituciones y Decretos de este
Santo Concilio, y a las renovadas circunstancias de los tiempos. Esta formación sacerdotal es
necesaria por razón de la misma unidad del sacerdocio, para todos los sacerdotes de ambos
cleros y de cualquier rito; por tanto, estas prescripciones, que van dirigidas directamente al
clero diocesano, hay que acomodarlas a todos con las mutaciones necesarias.

I. En cada nación hay que establecer unas normas de formación sacerdotal.

1. No pudiéndose dar más que leyes generales para tanta diversidad de gentes y de regiones,
en cada nación o rito establézcanse "unas normas peculiares de formación sacerdotal" que han
de ser promulgadas por las Conferencias Episcopales, y revisadas en tiempos determinados, y
aprobadas por la Sede Apostólica; en virtud de dichas normas, se acomodarán las leyes
universales a las circunstancias especiales de lugar y de tiempo, de manera que la formación
sacerdotal responda siempre a las necesidades pastorales de las regiones en que ha de
ejercitarse el ministerio.

II. Fomento más intenso de las vocaciones sacerdotales.

2. El deber de fomentar las vocaciones pertenece a toda la comunidad de los fieles, que debe
procurarlo, ante todo, con una vida totalmente cristiana; ayudan a esto, sobre todo, las
familias, que, llenas de espíritu de fe, de caridad y de piedad, son como el primer seminario, y
las parroquias de cuya vida fecunda participan los mismos adolescentes. Los maestros y todos
los que de algún modo se consagran a la educación de los niños y de los jóvenes, y, sobre todo,
las asociaciones católicas, procuren cultivar a los adolescentes que se les han confiado, de
forma que éstos puedan sentir y seguir con buen ánimo la vocación divina. Muestren todos los
sacerdotes un grandísimo celo apostólico por el fomento de las vocaciones y atraigan el ánimo
de los jóvenes hacia el sacerdocio con su vida humilde, laboriosa, amable y con la mutua
caridad sacerdotal y la unión fraterna en el trabajo.

Es deber de los Obispos el impulsar a su grey a fomentar las vocaciones y procurar la estrecha
unión de todos los esfuerzos y trabajos, y de ayudar, como padres, sin escatimar sacrificio
alguno, a los que vean llamados a la parcela del Señor. Este anhelo eficaz de todo el Pueblo de
Dios para ayudar a las vocaciones, responde a la obra de la Divina Providencia, que concede las
dotes necesarias a los elegidos por Dios a participar en el sacerdocio jerárquico de Cristo, y los
ayuda con su gracia, mientras confía a los legítimos ministros de la Iglesia el que, una vez
reconocida su idoneidad, llamen a los candidatos que solicitan tan gran dignidad con intención
recta y libertad plena, y, una vez bien conocidos, los consagren con el sello del Espíritu Santo
para el culto de Dios y el servicio de la Iglesia.

El Santo Concilio recomienda, ante todo, los medios tradicionales de la cooperación común,
como son la oración instante, la penitencia cristiana y una más profunda y progresiva
formación de los fieles que hay que procurar, ya sea por la predicación y la catequesis, ya sea
por los diversos medios de comunicación social, en dicha formación ha de exponerse la
necesidad, naturaleza y excelencia de la vocación sacerdotal. Dispone además que la obra de
las vocaciones, ya establecida o por establecer en el ámbito de cada diócesis, región o nación,
según los documentos pontificios referente a esta materia, organice, metódica y
coherentemente, y promueva con celo y discreción toda la acción pastoral para el fomento de
las vocaciones, sirviéndose de todos los medios útiles que ofrecen las ciencias psicológicas y
sociológicas.

Es necesario que la obra de fomento de las vocaciones trascienda generosamente los límites
de las diócesis y de las naciones, de las familias religiosas y de los ritos, y, considerando las
necesidades de la Iglesia universal, ayude, sobre todo, a aquellas regiones en que los operarios
son llamados con más urgencia a la viña del Señor.

3. En los Seminarios Menores, erigidos para cultivar los gérmenes de la vocación, los alumnos
se han de preparar por una formación religiosa peculiar, sobre todo por una dirección
espiritual conveniente, para seguir a Cristo Redentor con generosidad de alma y pureza de
corazón. Su género de vida bajo la dirección paternal de los superiores con la oportuna
cooperación de los padres, sea la que conviene a la edad, espíritu y evolución de los
adolescentes y conforme en su totalidad a las normas de la sana psicología, sin olvidar la
adecuada experiencia segura de las cosas humanas y la relación con la propia familia. Hay que
acomodar también al Seminario Menor todo lo que a continuación se establece sobre los
Seminarios Mayores, en cuanto convenga a su fin y a su condición. Conviene que los estudios
se organicen de modo que puedan continuarlos sin perjuicio en otras partes, si cambian de
género de vida.

Con atención semejante han de fomentarse los gérmenes de la vocación de los adolescentes y
de los jóvenes en los Institutos especiales que, según las condiciones del lugar, sirven también
para los fines de los Seminarios Menores, lo mismo que los de aquellos que se educan en otras
escuelas y de más centros de educación. Promuévanse cuidadosamente Institutos y otros
centros para los que siguen la vocación divina en edad avanzada.

III. Organización de los Seminarios Mayores

4. Los Seminarios Mayores son necesarios para la formación sacerdotal. Toda la educación de
los alumnos en ellos debe tender a que se formen verdaderos pastores de almas a ejemplo de
Nuestro Señor Jesucristo, Maestro, Sacerdote y Pastor, prepárense, por consiguiente, para el
ministerio de la palabra: que entiendan cada vez mejor la palabra revelada de Dios, que la
posean con la meditación y la expresen en su lenguaje y sus costumbres; para el ministerio del
culto y de la santificación: que, orando y celebrando las funciones litúrgicas, ejerzan la obra de
salvación por medio del Sacrificio Eucarístico y los sacramentos; para el ministerio pastoral:
que sepan representar delante de los hombres a Cristo, que, "no vino a ser servido, sino a
servir y dar su vida para redención de muchos" (Mc., 10,45; Cf. Jn., 13,12-17), y que, hechos
siervos de todos, ganen a muchos (Cf. 1 Cor., 9,19). Por lo cual, todos los aspectos de la
formación, el espiritual, el intelectual y el disciplinar, han de ordenarse conjuntamente a esta
acción pastoral, y para conseguirla han de esforzarse diligentes y concordemente todos los
superiores y profesores, obedeciendo fielmente a la autoridad del Obispo.

5. Puesto que la formación de los alumnos depende ciertamente de las sabias disposiciones,
pero, sobre todo, de los educadores idóneos, los superiores y profesores de los Seminarios han
de elegirse de entre los mejores, y han de prepararse diligentemente con doctrina sólida,
conveniente experiencia pastoral y una formación espiritual y pedagógica singular. Conviene,
pues, que se promuevan Institutos para conseguir este fin o, por lo menos, hay que celebrar
cursos oportunos y asambleas de superiores de seminarios en tiempos preestablecidos.

Adviertan bien los superiores y profesores que de de su modo de pensar y de su manera obrar
depende en gran emdida el resultado de la formación de los alumnos; establezcan bajo la guía
del rector una unión estrechísima de pensamiento y de acción, y formen con los alumnos tal
familiar compenetración que responda a la oración del Señor "que sean uno", e inspire a los
alumnos el gozo de sentirse llamados. El Obispo, por su parte, aliente con especial predilección
a los que trabajan en el Seminario, y con los alumnos muéstrese verdadero padre en Cristo.
Finalmente, que todos los sacerdotes consideren el Seminario como el corazón de las diócesis
y le presten gustosa ayuda.

6. Investíguese con mucho cuidado, según la edad y progreso en la formación de cada uno,
acerca de la rectitud de intención y libertad de los candidatos, la idoneidad espiritual, moral e
intelectual, la conveniente salud física y psíquica, teniendo también en cuanta las condiciones
hereditarias. Considérese, además, la capacidad de los alumnos para cumplir las cargas
sacerdotales y para ejercer los deberes pastorales.
En todo lo referente a la selección y prueba necesaria de los alumnos, procédase siempre con
firmeza de ánimo, aunque haya que lamentarse de la escasez de sacerdotes, porque Dios no
permitirá que su Iglesia de ministros, si son promovidos los dignos, y los no idóneos orientados
a tiempo y paternalmente a otras ocupaciones; ayúdese a éstos para que, conocedores de su
vocación cristiana, se dediquen generosamente al apostolado seglar.

7. Donde cada diócesis no pueda establecer convenientemente su Seminario, eríjanse y


foméntense los Seminarios comunes para varias diócesis, o para toda la región o nación, para
atender mejor a la sólida formación de los alumnos, que en esto ha de considerarse como ley
suprema. Estos Seminarios, si son regionales o nacionales, gobiérnense según estatutos
establecidos por los Obispos interesados y aprobados por Sede Apostólica.

En los Seminarios donde haya muchos alumnos, salva la unidad de régimen y de formación
científica, distribúyanse los alumnos convenientemente en secciones menores para atender
mejor a la formación personal de cada uno.

IV. El cultivo intenso de la formación espiritual.

8. La formación espiritual ha de ir íntimamente unida con la doctrinal y la pastoral, y con la


cooperación, sobre todo, del director espiritual; ha de darse de forma que los alumnos
aprendan a vivir en continua comunicación con el Padre por su Hijo en el Espíritu Santo. Puesto
que han de configurarse por la sagrada ordenación a Cristo Sacerdote, acostúmbrense a unirse
a El, como amigos, en íntimo consorcio de vida. Vivan el misterio pascual de Cristo de tal
manera que sepan unificar en él al pueblo que ha de encomendárseles. Enséñeseles a buscar a
Cristo en la meditación fiel de la palabra de Dios, en la íntima comunicación con los
sacrosantos misterios de la Iglesia, sobre todo en la Eucaristía y en el Oficio; en el Obispo que
los envía y en los hombres a los que son enviados, especialmente en los pobres, en los niños y
en los enfermos, en los pecadores y en los incrédulos. Amen y veneren con amor filial a la
Santísima Virgen María, que al morir Cristo Jesús en la cruz fue entregada como madre al
discípulo.

Cuídense diligentemente los ejercicios de piedad recomendados por santa costumbre de la


Iglesia; pero hay que procurar que la formación espiritual no se ponga sólo en ellos, ni cultive
solamente el afecto religioso. Aprendan más bien los alumnos a vivir según el modelo del
Evangelio, a fundamentarse en la fe, en la esperanza y en la caridad, para adquirir mediante su
práctica el espíritu de oración, robustecer y defender su vocación, obtener la solidez de las
demás virtudes y crecer en el celo de ganar a todos los hombres para Cristo.

9. Imbúyanse los alumnos del misterio de la Iglesia, expuesto principalmente por este sagrado
Concilio, de suerte que, unidos con caridad humilde y filial al Vicario de Cristo, y, una vez
ordenados sacerdotes, adheridos al propio Obispo como fieles cooperadores, y trabajando en
unión con los hermanos, den testimonio de aquella unidad, por la cual los hombres son
atraídos a Cristo. Acostúmbrense a participar con corazón amplio en la vida de toda la Iglesia,
según las palabras de San Agustín : "En las medida que cada uno ama a la Iglesia de Cristo,
posee al Espíritu Santo". Entiendan los alumnos con toda claridad que no están destinados al
mando ni a los honores, sino que se entregan totalmente al servicio de Dios y al ministerio
pastoral. Edúquense especialmente en la obediencia sacerdotal en el ambiente de una vida
pobre y en la abnegación propia, de forma que se acostumbren a renunciar ágilmente a lo que
es lícito, pero inconveniente, y asemejarse a Cristo crucificado.
Expónganse a los alumnos las cargas que han de aceptar, sin ocultarles la más mínima
dificultad de la vida sacerdotal; pero no se fijen únicamente en el aspecto peligroso de su
futuro apostolado, sino que han de formarse para una vida espiritual que hay que robustecer
al máximo por la misma acción pastoral.

10. Los alumnos que, según las leyes santas y firmes de su propio rito, siguen la venerable
tradición del celibato sacerdotal, han de ser educados cuidadosamente para este estado, en
que, renunciando a la sociedad conyugal por el reino de los cielos, se unen al Señor con amor
indiviso y, muy de acuerdo con el Nuevo Testamento, dan testimonio de la resurrección en el
siglo futuro, y consiguen de este modo una ayuda aptísima para ejercitar constantemente la
perfecta caridad, con la que pueden hacerse todo para todos en el ministerio sacerdotal.
Sientan íntimamente con cuanta gratitud han de abrazar ese estado no sólo como precepto de
la ley eclesiástica, sino como un don precioso de Dios que han de alcanzar humildemente, al
que han de esforzarse en corresponder libre y generosamente con el estímulo y la ayuda de la
gracia del Espíritu Santo.

Los alumnos han de conocer debidamente las obligaciones y la dignidad del matrimonio
cristiano que simboliza el amor entre Cristo y la Iglesia; convénzanse, sin embargo, de la mayor
excelencia de la virginidad consagrada a Cristo, de forma que se entreguen generosamente al
Señor, después de una elección seriamente premeditada y con entrega total de cuerpo y alma.

Hay que avisarles de los peligros que acechan su castidad, sobre todo en la sociedad de estos
tiempos; ayudados con oportunos auxilios divinos y humanos, aprendan a integrar la renuncia
del matrimonio de tal forma que su vida y su trabajo no sólo no reciba menoscabo del celibato,
sino más bien ellos consigan un dominio más profundo del alma y del cuerpo y una madurez
más completa y capten mejor la felicidad del Evangelio.

11. Obsérvense exactamente las normas de la educación cristiana, y complétense


convenientemente con los últimos hallazgos de la sana psicología y de la pedagogía. por medio
de una educación sabiamente ordenada hay que cultivar también en los alumnos la necesaria
madurez humana, la cual se comprueba, sobre todo, en cierta estabilidad de ánimo, en la
facultad de tomar decisiones ponderadas y en el recto modo de juzgar sobre los
acontecimientos y los hombres. Esfuércense los alumnos en moderar bien su propio
temperamento; edúquense en la reciedumbre de alma y aprendan a apreciar, en general, las
virtudes que más se estiman entre los hombres y que hacen recomendables al ministro de
Cristo, como son la sinceridad de alma, la preocupación constante por la justicia, la fidelidad en
las promesas, la urbanidad en el obrar, la modestia unida a la caridad en el hablar.

Hay que apreciar la disciplina del Seminario no sólo como defensa eficaz de la vida común y de
la caridad, sino como elemento necesario de toda la formación para adquirir el dominio de sí
mismo, para procurar la sólida madurez de la persona y formar las demás disposiciones del
alma que ayudan decididamente a la labor ordenada y fructuosa de la Iglesia. Obsérvese, sin
embargo, la disciplina de modo que se convierta en aptitud interna de los alumnos, en virtud
de la cual se acepta la autoridad de los superiores por convicción interna o en conciencia, y por
motivos sobrenaturales. Aplíquense, no obstante, las normas de la disciplina según la edad de
los alumnos, de forma que mientras aprenden poco a poco a gobernarse a sí mismos se
acostumbren a usar prudentemente de la libertad, a obrar según la propia iniciativa y
responsabilidad y a colaborar con los hermanos y los seglares. Toda la vida de Seminario,
impregnada de afán de piedad y de gusto del silencio y de preocupación por la mutua ayuda,
ha de ordenarse de modo que constituya una iniciación en la vida que luego ha de llevar el
sacerdote.
12. A fin de que la formación espiritual se fundamente en razones verdaderamente sólidas, y
los alumnos abracen su vocación con elección madura y deliberada, podrán los Obispos
establecer un intervalo conveniente de tiempo para una formación espiritual más intensa. A su
juicio queda también ver la oportunidad de determinar cierta interrupción en los estudios o
disponer un conveniente ensayo pastoral para atender mejor a la aprobación de los candidatos
al sacerdocio. También se deja a la decisión de los Obispos, según las condiciones de cada
región, poder retrasar la edad exigida al presente por el derecho común para las órdenes
sagradas, y resolver sobre la oportunidad de establecer que los alumnos, una vez terminado el
curso teológico, ejerciten por un tiempo conveniente el orden del diaconado, antes de
ordenarse sacerdotes.

V. Revisión de los estudios eclesiásticos.

13. Antes de que los seminaristas emprendan los estudios propiamente eclesiásticos, deben
poseer una formación humanística y científica semejante a la que necesitan los jóvenes de su
nación para iniciar los estudios superiores, y deben, además adquirir tal conocimiento de la
lengua latina que puedan entender y usar las fuentes de muchas ciencias y los documentos de
la Iglesia. Téngase como obligatorio en cada rito el estudio de la lengua litúrgica y foméntese,
cuanto más mejor, el conocimiento oportuno de las lenguas de la Sagrada Escritura y de la
Tradición.

14. En la revisión de los estudios eclesiásticos hay que atender, sobre todo, a coordinar
adecuadamente las disciplinas filosóficas y teológicas, y que juntas tiendan a descubrir más y
más en las mentes de los alumnos el misterio de Cristo, que afecta a toda la historia del género
humano, influye constantemente en la Iglesia y actúa, sobre todo, mediante el ministerio
sacerdotal.

Para comunicar esta visión a los alumnos desde los umbrales de su formación, los estudios
eclesiásticos han de incoarse con un curso de introducción, prorrogable por el tiempo que sea
necesario. En esta iniciación de los estudios propóngase el misterio de la salvación, de forma
que los alumnos se percaten del sentido y del orden de los estudios eclesiásticos, y de su fin
pastoral, y se vean ayudados, al mismo tiempo, a fundamentar y penetrar toda su vida de fe, y
se confirmen en abrazar la vocación con entrega personal y alegría del alma.

15. Las disciplina filosóficas hay que enseñarlas de suerte que los alumnos se vean como
llevados de la mano ante todo a un conocimiento sólido y coherente del hombre, del mundo y
de Dios apoyados en el patrimonio filosófico siempre válido, teniendo también en cuenta las
investigaciones filosóficas de los tiempos modernos sobre todo las que influyen más en la
propia nación, y del progreso más reciente de las ciencias, de forma que los alumnos, bien
conocida la índole de la época presente, se preparen oportunamente para el diálogo con los
hombres de su tiempo.

La historia de la filosofía enséñese de modo que los alumnos, al mismo tiempo que captan las
últimos principios de los varios sistemas, retengan cuanto hay de probadamente verdadero en
ellos y puedan descubrir las raíces de los errores y rebatirlos.

En el modo de enseñar infúndase en los alumnos el amor de investigar la verdad con todo
rigor, de respetarla y demostrarla juntamente con la honrada aceptación de los límites del
conocimiento humano. Atiéndase cuidadosamente a las relaciones entre la filosofía y los
verdaderos problemas de la vida, y las cuestiones que preocupan a las almas de los alumnos, y
ayúdeseles también a descubrir los nexos existentes entre los argumentos filosóficos y los
misterios de la salvación que, en la teología superior, se consideran a la luz de la fe.

16. Las disciplinas teológicas han de enseñarse a la luz de la fe y bajo la guía del magisterio de
la Iglesia, de modo que los alumnos deduzcan cuidadosamente la doctrina católica de la Divina
Revelación; penetren en ella profundamente, la conviertan en alimento de la propia vida
espiritual, y puedan en su ministerio sacerdotal anunciarla, exponerla y defenderla.

Fórmense con diligencia especial los alumnos en el estudio de la Sagrada Escritura, que debe
ser como el alma de toda la teología; una vez antepuesta una introducción conveniente,
iníciense con cuidado en el método de la exégesis, estudien los temas más importantes de la
Divina Revelación, y en la lectura diaria y en la meditación de las Sagradas Escrituras reciban su
estímulo y su alimento.

Ordénese la teología dogmática de forma que, ante todo, se propongan los temas bíblicos;
expóngase luego a los alumnos la contribución que los Padres de la Iglesia de Oriente y de
Occidente han aportado en la fiel transmisión y comprensión de cada una de las verdades de la
Revelación, y la historia posterior del dogma, considerada incluso en relación con la historia
general de la Iglesia; aprendan luego los alumnos a ilustrar los misterios de la salvación, cuanto
más puedan, y comprenderlos más profundamente y observar sus mutuas relaciones por
medio de la especulación, siguiendo las enseñanzas de Santo Tomás; aprendan también a
reconocerlos presentes y operantes en las acciones litúrgicas y en toda la vida de la Iglesia; a
buscar la solución de los problemas humanos bajo la luz de la Revelación; a aplicar las
verdades eternas a la variable condición de las cosas humanas, y a comunicarlas en modo
apropiado a los hombres de su tiempo.

Renuévense igualmente las demás disciplinas teológicas por un contacto más vivo con el
misterio de Cristo y la historia de la salvación. Aplíquese un cuidado especial en perfeccionar la
teología moral, cuya exposición científica, más nutrida de la doctrina de la Sagrada Escritura,
explique la grandeza de la vocación de los fieles en Cristo, y la obligación que tienen de
producir su fruto para la vida del mundo en la caridad. De igual manera, en la exposición del
derecho canónico y en la enseñanza de la historia eclesiástica, atiéndase al misterio de la
Iglesia, según la Constitución dogmática De Ecclesia, promulgada por este Sagrado Concilio. La
sagrada Liturgia, que ha de considerarse como la fuente primera y necesaria del espíritu
verdaderamente cristiano, enséñese según el espíritu de los artículos 15 y 16 de la
Constitución sobre la sagrada liturgia.

Teniendo bien en cuenta las condiciones de cada región, condúzcase a los alumnos a un
conocimiento completo de las Iglesias y Comunidades eclesiales separadas de la Sede
Apostólica Romana, para que puedan contribuir a la restauración de la unidad entre todos los
cristianos que ha de procurarse según las normas de este Sagrado Concilio.

Introdúzcase también a los alumnos en el conocimiento de las otras religiones más extendidas
en cada región, para que puedan conocer mejor lo que por disposición de Dios, tienen de
bueno y de verdadero para que aprendan a refutar los errores y puedan comunicar la luz plena
de la verdad a los que carecen de ella.

17. Como la instrucción doctrinal no debe tender únicamente a la comunicación de ideas, sino
a la formación verdadera e interior de los alumnos, han de revisarse los métodos didácticos,
tanto por lo que se refieren a las explicaciones, coloquios y ejercicios, como en lo que mira a
promover el estudio de los alumnos, en particular o en equipos. Procúrese diligentemente la
unidad y la solidez de toda la formación, evitando el exceso de asignaturas y de clases y
omitiendo los problemas carentes de interés o que pertenecen a estudios más elevados
propios de la universidad.

18. Los Obispos han de procurar que los jóvenes aptos por su carácter, su virtud y su ingenio
sean enviados a institutos especiales, facultades o universidades, para que se preparen
sacerdotes, instruidos con estudios superiores, en las ciencias sagradas y en otras que juzgaran
oportunas, a fin de que puedan satisfacer las diversas necesidades del apostolado; pero no se
desatienda en modo alguno su formación espiritual y pastoral, sobre todo si aún no son
sacerdotes.

VI. El fomento de la formación estrictamente pastoral.

19. La preocupación pastoral que debe informar enteramente la educación de los alumnos
exige también que sean instruidos diligentemente en todo lo que se refiere de manera especial
al sagrado ministerio, sobre todo en la catequesis y en la predicación, en el culto litúrgico y en
la administración de los sacramentos, en las obras de caridad, en la obligación de atender a los
que yerran o no creen, y en los demás deberes pastorales. Instrúyaseles cuidadosamente en el
arte de dirigir las almas, a fin de que puedan conformar a todos los hijos de la Iglesia a una vida
cristiana totalmente consciente y apostólica, y en el cumplimiento de los deberes de su estado;
aprendan con igual cuidado a ayudar a los religiosos y religiosas para que perseveren en la
gracia de su propia vocación y progresen según el espíritu de los diversos Institutos.

En general, cultívese en los alumnos las cualidades convenientes, sobre todo las que se
refieren al diálogo con los hombres, como son la capacidad de escuchar a otros y de abrir el
alma con espíritu de caridad ante las variadas circunstancias de las relaciones humanas.

20. Enséñeseles también a usar los medios que pueden ofrecer las ciencias pedagógicas, o
psicológicas, o sociológicas, según los métodos rectos y las normas de la autoridad eclesiástica.
Instrúyaseles también para suscitar y favorecer la acción apostólica de los seglares, y para
promover las varias y más eficaces formas de apostolado, y llénense de un espíritu tan católico
que se acostumbren a traspasar los límites de la propia diócesis o nación o rito y ayudar a las
necesidades de toda la Iglesia, preparados para predicar el Evangelio en todas partes.

21. Y siendo necesario que los alumnos aprendan a ejercitar el arte del apostolado no sólo en
la teoría, sino también en la práctica, que puedan trabajar con responsabilidad propia y en
unión con otros, han de iniciarse en la práctica pastoral durante todo el curso y también en las
vacaciones por medio de ejercicios oportunos; éstos deben realizarse metódicamente y bajo la
dirección de varones expertos en asuntos pastorales, de acuerdo con la edad de los alumnos, y
en conformidad con las condiciones de los lugares, de acuerdo con el prudente juicio de los
Obispos, teniendo siempre presente la fuerza poderosa de los auxilios sobrenaturales.

VII. Perfeccionamiento de la formación después de los estudios.

22. La formación sacerdotal, sobre todo en las condiciones de la sociedad moderna, debe
proseguir y completarse aun después de terminados los estudios en el seminario. Por ello,  las
Conferencias episcopales podrán en cada nación servirse de los medios más aptos, como son
los Institutos pastorales que cooperan con parroquias oportunamente elegidas, las Asambleas
reunidas en tiempos determinados, los ejercicios apropiados, con cuyo auxilio el clero joven ha
de introducirse gradualmente en la vida sacerdotal y en la vida apostólica bajo el aspecto
espiritual, intelectual y pastoral, y renovarlas y fomentarlas cada vez más.
CONCLUSIÓN

Los Padres de este Sagrado Concilio, prosiguiendo la obra comenzada por el Concilio de
Trento, mientras confían a los superiores y profesores de los Seminarios el deber de formar a
los futuros sacerdotes de Cristo en el espíritu de renovación promovido por este Santo
Concilio, exhortan ardientemente a los que se preparan para el ministerio sacerdotal que
consideren cómo en ellos se deposita la esperanza de la Iglesia y la salvación de las almas,
reciban, pues, amorosamente las normas de este Decreto, de forma que lleguen a producir
frutos ubérrimos que permanezcan para siempre.

Todas y cada una de las cosas contenidas en este Decreto han obtenido el beneplácito de los
Padres del Sacrosanto Concilio. Y Nos, en virtud de la potestad apostólica recibida de Cristo,
juntamente con los Venerables Padres, las aprobamos, decretamos y establecemos en el
Espíritu Santo, y mandamos que lo así decidido conciliarmente sea promulgado para gloria de
Dios.

Roma, en San Pedro, 28 de octubre de 1965.

Yo, Pablo, Obispo de la Iglesia católica

DECRETO

UNITATIS REDINTEGRATIO

SOBRE EL ECUMENISMO

PROEMIO

1. Promover la restauración de la unidad entre todos los cristianos es uno de los fines
principales que se ha propuesto el Sacrosanto Concilio Vaticano II, puesto que única es la
Iglesia fundada por Cristo Señor, aun cuando son muchas las comuniones cristianas que se
presentan a los hombres como la herencia de Jesucristo. Los discípulos del Señor, como si
Cristo mismo estuviera dividido. División que abiertamente repugna a la voluntad de Cristo y
es piedra de escándalo para el mundo y obstáculo para la causa de la difusión del Evangelio
por todo el mundo.

Con todo, el Señor de los tiempos, que sabia y pacientemente prosigue su voluntad de gracia
para con nosotros los pecadores, en nuestros días ha empezado a infundir con mayor
abundancia en los cristianos separados entre sí la compunción de espíritu y el anhelo de unión.
Esta gracia ha llegado a muchas almas dispersas por todo el mundo, e incluso entre nuestros
hermanos separados ha surgido, por el impuso del Espíritu Santo, un movimiento dirigido a
restaurar la unidad de todos los cristianos. En este movimiento de unidad, llamado ecuménico,
participan los que invocan al Dios Trino y confiesan a Jesucristo como Señor y salvador, y esto
lo hacen no solamente por separado, sino también reunidos en asambleas en las que
conocieron el Evangelio y a las que cada grupo llama Iglesia suya y de Dios. Casi todos, sin
embargo, aunque de modo diverso, suspiran por una Iglesia de Dios única y visible, que sea
verdaderamente universal y enviada a todo el mundo, para que el mundo se convierta al
Evangelio y se salve para gloria de Dios. Considerando, pues, este Sacrosanto Concilio con
grato ánimo todos estos problemas, una vez expuesta la doctrina sobre la Iglesia, impulsado
por el deseo de restablecer la unidad entre todos los discípulos de Cristo, quiere proponer
atodos los católicos los medios, los caminos y las formas por las que puedan responder a este
divina vocación y gracia.

CAPÍTULO I

PRINCIPIOS CATÓLICOS SOBRE EL ECUMENISMO

Unidad y unicidad de la Iglesia

2. La caridad de Dios hacia nosotros se manifestó en que el Hijo Unigénito de Dios fue enviado
al mundo por el Padre, para que, hecho hombre, regenerara a todo el género humano con la
redención y lo redujera a la unidad. Cristo, antes de ofrecerse a sí mismo en el ara de la cruz,
como víctima inmaculada, oró al Padre por los creyentes, diciendo: "Que todos sean uno,
como Tú, Padre, estás en mi y yo en tí, para que también ellos sean en nosotros, y el mundo
crea que Tú me has enviado", e instituyó en su Iglesia el admirable sacramento de la Eucaristía,
por medio del cual se significa y se realiza la unidad de la Iglesia. Impuso a sus discípulos e
mandato nuevo del amor mutuo y les prometió el Espíritu Paráclito, que permanecería
eternamente con ellos como Señor y vivificador.

Una vez que el Señor Jesús fue exaltado en la cruz y glorificado, derramó el Espíritu que había
prometido, por el cual llamó y congregó en unidad de la fe, de la esperanza y de la caridad al
pueblo del Nuevo Testamento, que es la Iglesia, como enseña el Apóstol: "Un solo cuerpo y un
solo Espíritu, como habéis sido llamados en una esperanza, la de vuestra vocación. Un solo
Señor, una sola fe, un solo bautismos". Puesto que "todos los que habéis sido bautizados en
Cristo os habéis revestido de Cristo.... porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús". El
Espíritu Santo que habita en los creyentes, y llena y gobierna toda la Iglesia, efectúa esa
admirable unión de los fieles y los congrega tan íntimamente a todos en Cristo, que El mismo
es el principio de la unidad de la Iglesia. El realiza la distribución de las gracias y de los
ministerios, enriqueciendo a la Iglesia de Jesucristo con la variedad de dones "para la
perfección consumada de los santosen orden a la obra del ministerio y a la edificación del
Cuerpo de Cristo".

Para el establecimiento de esta su santa Iglesia en todas partes y hasta el fin de los tiempos,
confió Jesucristo al Colegio de los Doce el oficio de enseñar, de regir y de santificar. De entre
ellos destacó a Pedro, sobre el cual determinó edificar su Iglesia, después de exigirle la
profesión de fe; a él prometió las llaves del reino de los cielos y previa la manifestación de su
amor, le confió todas las ovejas, para que las confirmara en la fe y las apacentara en la
perfecta unidad, reservándose Jesucristo el ser El mismo para siempre la piedra fundamental y
el pastor de nuestras almas.

Jesucristo quiere que su pueblo se desarrolle por medio de la fiel predicación del Evangelio, y
la administración de los sacramentos, y por el gobierno en el amor, efectuado todo ello por los
Apóstoles y sus sucesores, es decir, por los Obispos con su cabeza, el sucesor de Pedro,
obrando el Espíritu Santo; y realiza su comunión en la unidad, en la profesión de una sola fe,
en la común celebración del culto divino, y en la concordia fraterna de la familia de Dios.

Así, la Iglesia, único rebaño de Dios como un lábaro alzado ante todos los pueblos,
comunicando el Evangelio de la paz a todo el género humano, peregrina llena de esperanza
hacia la patria celestial.
Este es el Sagrado misterio de la unidad de la Iglesia de Cristo y por medio de Cristo,
comunicando el Espíritu Santo la variedad de sus dones, El modelo supremo y el principio de
este misterio es la unidad de un solo Dios en la Trinidad de personas: Padre, Hijo y Espíritu
Santo.

Relación de los hermanos separados con la Iglesia católica

3. En esta una y única Iglesia de Dios, ya desde los primeros tiempos, se efectuaron algunas
escisiones que el Apóstol condena con severidad, pero en tiempos sucesivos surgieron
discrepancias mayores, separándose de la plena comunión de la Iglesia no pocas comunidades,
a veces no sin responsabilidad de ambas partes. pero los que ahora nacen y se nutren de la fe
de Jesucristo dentro de esas comunidades no pueden ser tenidos como responsables del
pecado de la separación, y la Iglesia católica los abraza con fraterno respeto y amor; puesto
que quienes creen en Cristo y recibieron el bautismo debidamente, quedan constituidos en
alguna comunión, aunque no sea perfecta, con la Iglesia católica.

Efectivamente, por causa de las varias discrepancias existentes entre ellos y la Iglesia católica,
ya en cuanto a la doctrina, y a veces también en cuanto a la disciplina, ya en lo relativo a la
estructura de la Iglesia, se interponen a la plena comunión eclesiástica no pocos obstáculos, a
veces muy graves, que el movimiento ecumenista trata de superar. Sin embargo, justificados
por la fe en el bautismo, quedan incorporados a Cristo y, por tanto, reciben el nombre de
cristianos con todo derecho y justamente son reconocidos como hermanos en el Señor por los
hijos de la Iglesia católica.

Es más: de entre el conjunto de elementos o bienes con que la Iglesia se edifica y vive, algunos,
o mejor, muchísimos y muy importantes pueden encontrarse fuera del recinto visible de la
Iglesia católica: la Palabra de Dios escrita, la vida de la gracia, la fe, la esperanza y la caridad, y
algunos dones interiores del Espíritu Santo y elementos visibles; todo esto, que proviene de
Cristo y a El conduce, pertenece por derecho a la única Iglesia de Cristo.

Los hermanos separados practican no pocos actos de culto de la religión cristiana, los cuales,
de varias formas, según la diversa condición de cada Iglesia o comunidad, pueden, sin duda
alguna, producir la vida de la gracia, y hay que confesar que son aptos para dejar abierto el
acceso a la comunión de la salvación.

Por consiguiente, aunque creamos que las Iglesias y comunidades separadas tienen sus
defectos, no están desprovistas de sentido y de valor en el misterio de la salvación, porque el
Espíritu de Cristo no ha rehusado servirse de ellas como medios de salvación, cuya virtud
deriva de la misma plenitud de la gracia y de la verdad que se confió a la Iglesia.

Los hermanos separados, sin embargo, ya particularmente, ya sus comunidades y sus iglesias,
no gozan de aquella unidad que Cristo quiso dar a los que regeneró y vivificó en un cuerpo y en
una vida nueva y que manifiestan la Sagrada Escritura y la Tradición venerable de la Iglesia.
Solamente por medio de la Iglesia católica de Cristo, que es auxilio general de la salvación,
puede conseguirse la plenitud total de los medios salvíficos. Creemos que el Señor entregó
todos los bienes de la Nueva Alianza a un solo colegio apostólico, a saber, el que preside
Pedro, para constituir un solo Cuerpo de Cristo en la tierra, al que tienen que incorporarse
totalmente todos los que de alguna manera pertenecen ya al Pueblo de Dios. Pueblo que
durante su peregrinación por la tierra, aunque permanezca sujeto al pecado, crece en Cristo y
es conducido suavemente por Dios, según sus inescrutables designios, hasta que arribe gozoso
a la total plenitud de la gloria eterna en la Jerusalén celestial.
Ecumenismo

4. Hoy, en muchas partes del mundo, por inspiración del Espíritu Santo, se hacen muchos
intentos con la oración, la palabra y la acción para llegar a aquella plenitud de unidad que
quiere Jesucristo. Este Sacrosanto Concilio exhorta a todos los fieles católicos a que,
reconociendo los signos de los tiempos, cooperen diligentemente en la empresa ecuménica.

Por "movimiento ecuménico" se entiende el conjunto de actividades y de empresas que,


conforme a las distintas necesidades de la Iglesia y a las circunstancias de los tiempos, se
suscitan y se ordenan a favorecer la unidad de los cristianos.

Tales son, en primer lugar, todos los intentos de eliminar palabras, juicios y actos que no sean
conformes, según justicia y verdad, a la condición de los hermanos separados, y que, por
tanto, pueden hacer más difíciles las mutuas relaciones en ellos; en segundo lugar, "el diálogo"
entablado entre peritos y técnicos en reuniones de cristianos de las diversas Iglesias o
comunidades, y celebradas en espíritu religioso. En este diálogo expone cada uno, por su
parte, con toda profundidad la doctrina de su comunión, presentado claramente los caracteres
de la misma. Por medio de este diálogo, todos adquieren un conocimiento más auténtico y un
aprecio más justo de la doctrina y de la vida de cada comunión; en tercer lugar, las diversas
comuniones consiguen una más amplia colaboración en todas las obligaciones exigidas por
toda conciencia cristiana en orden al bien común y, en cuanto es posible, participan en la
oración unánime. Todos, finalmente, examinan su fidelidad a la voluntad de Cristo con relación
a la Iglesia y, como es debido, emprenden animosos la obra de renovación y de reforma.

Todo esto, realizado prudente y pacientemente por los fieles de la Iglesia católica, bajo la
vigilancia de los pastores, conduce al bien de la equidad y de la verdad, de la concordia y de la
colaboración, del amor fraterno y de la unión; para que poco a poco por esta vía, superados
todos los obstáculos que impiden la perfecta comunión eclesiástica, todos los cristianos se
congreguen en una única celebración de la Eucaristía, en orden a la unidad de la una y única
Iglesia, a la unidad que Cristo dio a su Iglesia desde un principio, y que creemos subsiste
indefectible en la Iglesia católica de los siglos.

Es manifiesto, sin embargo, que la obra de preparación y reconciliación individuales de los que
desean la plena comunión católica se diferencia, por su naturaleza, de la empresa ecumenista,
pero no encierra oposición alguna, ya que ambos proceden del admirable designio de Dios.

Los fieles católicos han de ser, sin duda, solícitos de los hermanos separados en la acción
ecumenista, orando por ellos, hablándoles de las cosas de la Iglesia, dando los primeros pasos
hacia ellos. Pero deben considerar también por su parte con ánimo sincero y diligente, lo que
hay que renovar y corregir en la misma familia católica, para que su vida dé más fiel y claro
testimonio de la doctrina y de las normas dadas por Cristo a través de los Apóstoles.

Pues, aunque la Iglesia católica posea toda la verdad revelada por Dios, y todos los medios de
la gracia, sin embargo, sus miembros no la viven consecuentemente con todo el fervor, hasta
el punto que la faz de la Iglesia resplandece menos ante los ojos de nuestros hermanos
separados y de todo el mundo, retardándose con ello el crecimiento del reino de Dios.

Por tanto, todos los católicos deben tender a la perfección cristiana y esforzarse cada uno
según su condición para que la Iglesia, portadora de la humildad y de la pasión de Jesús en su
cuerpo, se purifique y se renueve de día en día, hasta que Cristo se la presente a sí mismo
gloriosa, sin mancha ni arruga.
Guardando la unidad en lo necesario, todos en la Iglesia, cada uno según el cometido que le ha
sido dado, observen la debida libertad, tanto en las diversas formas de vida espiritual y de
disciplina como en la diversidad de ritos litúrgicos, e incluso en la elaboración teológica de la
verdad revelada; pero en todo practiquen la caridad. Pues con este proceder manifestarán
cada día más plenamente la auténtica catolicidad y la apostolicidad de la Iglesia.

Por otra parte, es necesario que los católicos, con gozo, reconozcan y aprecien en su valor los
tesoros verdaderamente cristianos que, procedentes del patrimonio común, se encuentran en
nuestros hermanos separados. Es justo y saludable reconocer las riquezas de Cristo y las
virtudes en la vida de quienes dan testimonio de Cristo y, a veces, hasta el derramamiento de
su sangre, porque Dios es siempre admirable y digno de admiración en sus obras.

Ni hay que olvidar tampoco que todo lo que obra el Espíritu Santo en los corazones de los
hermanos separados puede conducir también a nuestra edificación. Lo que de verdad es
cristiano no puede oponerse en forma alguna a los auténticos bienes de la fe, antes al
contrario, siempre puede hacer que se alcance más perfectamente el misterio mismo de Cristo
y de la Iglesia.

Sin embargo, las divisiones de los cristianos impiden que la Iglesia lleve a efecto su propia
plenitud de catolicidad en aquellos hijos que, estando verdaderamente incorporados a ella por
el bautismo, están, sin embargo, separados de su plena comunión. Más aún, a la misma Iglesia
le resulta muy difícil expresar, bajo todos los aspectos, en la realidad misma de la vida, la
plenitud de la catolicidad.

Este Sacrosanto Concilio advierte con gozo que la participación de los fieles católicos en la
acción ecumenista crece cada día, y la recomienda a los Obispos de todo el mundo, para que la
promuevan con diligencia y la dirijan prudentemente.

CAPÍTULO II

LA PRÁCTICA DEL ECUMENISMO

La unión afecta a todos

5. El empeño por el restablecimiento de la unión corresponde a la Iglesia entera, afecta tanto a


los fieles como a los pastores, a cada uno según su propio valor, ya en la vida cristiana diaria,
ya en las investigaciones teológicas e históricas. Este interés manifiesta la unión fraterna
existente ya de alguna manera entre todos los cristianos, y conduce a la plena y perfecta
unidad, según la benevolencia de Dios.

La reforma de la Iglesia

6. Puesto que toda la renovación de la Iglesia consiste esencialmente en el aumento de la


fidelidad a su vocación, por eso, sin duda, hay un movimiento que tiende hacia la unidad.
Cristo llama a la Iglesia peregrinante hacia una perenne reforma, de la que la Iglesia misma, en
cuanto institución humana y terrena, tiene siempre necesidad hasta el punto de que si algunas
cosas fueron menos cuidadosamente observadas, bien por circunstancias especiales, bien por
costumbres, o por disciplina eclesiástica, o también por formas de exponer la doctrina —que
debe cuidadosamente distinguirse del mismo depósito de la fe—, se restauren en el tiempo
oportuno recta y debidamente.
Esta reforma, pues, tiene una extraordinario importancia ecumenista. Muchas de las formas de
la vida de la Iglesia, por las que ya se va realizando esta renovación —como el movimiento
bíblico y litúrgico, la predicación de la palabra de Dios y la catequesis, el apostolado de los
seglares, las nuevas formas de vida religiosa, la espiritualidad del matrimonio, la doctrina y la
actividad de la Iglesia en el campo social—, hay que recibirlas como prendas y augurios
quefelizmente presagian los futuros progresos del ecumenismo.

La conversión del corazón

7. El verdadero ecumenismo no puede darse sin la conversión interior. En efecto, los deseos de
la unidad surgen y maduran de la renovación del alma, de la abnegación de sí mismo y de la
efusión generosa de la caridad. Por eso tenemos que implorar del Espíritu Santo la gracia de la
abnegación sincera, de la humildad y de la mansedumbre en nuestros servicios y de la fraterna
generosidad del alma para con los demás. "Así, pues, os exhorto yo —dice el Apóstol a las
Gentes—, preso en el Señor, a andar de una manera digna de la vocación con que fuisteis
llamados, con toda humildad, mansedumbre y longanimidad, soportándoos los unos a los
otros con caridad, solícitos de conservar la unidad del espíritu mediante el vínculo de la paz"
(Ef., 4,1-3). Esta exhortación se refiere, sobre todo, a los que han sido investidos del orden
sagrado, para continuar la misión de Cristo, que "vino no a ser servido, sino a servir" entre
nosotros.

A las faltas contra la unidad pueden aplicarse las palabras de San Juan: " Si decimos que no
hemos pecado, hacemos a Dios mentiroso, y su palabra no está en nosotros". Humildemente,
pues, pedimos perdón a Dios y a los hermanos separados, como nosotros perdonamos a
quienes nos hayan ofendido.

Recuerden todos los fieles, que tanto mejor promoverán y realizarán la unión de los cristianos,
cuanto más se esfuercen en llevar una vida más pura, según el Evangelio. Porque cuanto más
se unan en estrecha comunión con el Padre, con el Verbo y con el Espíritu, tanto más íntima y
fácilmente podrán acrecentar la mutua hermandad.

La oración unánime

8. Esta conversión del corazón y santidad de vida, juntamente con las oraciones privadas y
públicas por la unidad de los cristianos, han de considerarse como el alma de todo el
movimiento ecuménico, y con razón puede llamarse ecumenismo espiritual.

Es frecuente entre los católicos concurrir a la oración por la unidad de la Iglesia, que el mismo
Salvador dirigió enardecido al Padre en vísperas de su muerte: "Que todos sean uno".

En ciertas circunstancias especiales, como sucede cuando se ordenan oraciones "por la


unidad", y en las asambleas ecumenistas es lícito, más aún, es de desear que los católicos se
unan en la oración con los hermanos separados. Tales preces comunes son un medio muy
eficaz para impetrar la gracia de la unidad y la expresión genuina de los vínculos con que
estánunidos los católicos con los hermanos separados: "Pues donde hay dos o tres
congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos".

Sin embargo, no es lícito considerar la comunicación en las funciones sagradas como medio
que pueda usarse indiscriminadamente para restablecer la unidad de los cristianos. Esta
comunicación depende, sobre todo, de dos principios: de la significación de la unidad de la
Iglesia y de la participación en los medios de la gracia.
La significación de la unidad prohíbe de ordinario la comunicación. La consecución de la gracia
algunas veces la recomienda. La autoridad episcopal local ha de determinar prudentemente el
modo de obrar en concreto, atendidas las circunstancias de tiempo, lugar y personas, a no ser
que la Conferencia episcopal, a tenor de sus propios estatutos, o la Santa Sede provean de otro
modo.

El conocimiento mutuo de los hermanos

9. Conviene conocer la disposición de ánimo de los hermanos separados. Para ello se necesita
el estudio que hay que realizar con un alma benévola guiada por la verdad. Es preciso que los
católicos, debidamente preparados, adquieran mejor conocimiento de la doctrina y de la
historia de la vida espiritual y cultural, de la psicología religiosa y de la cultura peculiares de los
hermanos.

Para lograrlo, ayudan mucho por ambas partes las reuniones destinadas a tratar, sobre todo,
cuestiones teológicas, donde cada uno pueda tratar a los demás de igual a igual, con tal que los
que toman parte, bajo la vigilancia de los prelados, sean verdaderamente peritos. De tal
diálogo puede incluso esclarecerse más cuál sea la verdadera naturaleza de la Iglesia católica.
De esta forma conoceremos mejor el pensamiento de los hermanos separados y nuestra fe
aparecerá entre ellos más claramente expresada.

La formación ecumenista

10. Es necesario que las instituciones de la sagrada teología y de las otras disciplinas, sobre
todo, históricas, se expliquen también en sentido ecuménico, para que respondan lo más
posible a la realidad.

Es muy conveniente que los que han de ser pastores y sacerdotes se imbuyan de la teología
elaborada de esta forma, con sumo cuidado, y no polémicamente, máxime en lo que respecta
a las relaciones de los hermanos separados para con la Iglesia católica, ya que de la formación
de los sacerdotes, sobre todo, depende la necesaria instrucción y formaciónespiritual de los
fieles y de los religiosos.

Es también conveniente que los católicos, empeñados en obras misioneras en las mismas
tierras en que hay también otros cristianos, conozcan hoy, sobre todo, los problemas y los
frutos que surgen del ecumenismo en su apostolado.

La forma de expresar y de exponer la doctrina de la fe

11. En ningún caso debe ser obstáculo para el diálogo con los hermanos del sistema de
exposición de la fe católica. Es totalmente necesario que se exponga con claridad toda la
doctrina. nada es tan ajeno al ecumenismo como el falso irenismo, que pretendiera desvirtuar
la pureza de la doctrina católica y obscurecer su genuino y verdadero sentido.

La fe católica hay que exponerla al mismo tiempo con más profundidad y con más rectitud,
para que tanto por la forma como por las palabras pueda ser cabalmente comprendida
también por los hermanos separados.

Finalmente, en el diálogo ecumenista los teólogos católicos, bien imbuidos de la doctrina de la


Iglesia, al tratar con los hermanos separados de investigar los divinos misterios, deben
proceder con amor a la verdad, con caridad y con humildad. Al confrontar las doctrinas no
olviden que hay un orden o "jerarquía" de las verdades en la doctrina católica, por ser diversa
su conexión con el fundamente de la fe cristiana. De esta forma se preparará el camino por
donde todos se estimulen a proseguir con esta fraterna emulación hacia un conocimiento más
profundo y una exposición más clara de las incalculables riquezas de Cristo (Cf. Ef., 3,8).

La cooperación con los hermanos separados

12. Todos los cristianos deben confesar delante del mundo entero su fe en Dios uno y trino, en
el Hijo de Dios encarnado, Redentor y Señor nuestro, y con empeño común en su mutuo
aprecio den testimonio de nuestra esperanza, que no confunde.

Como en estos tiempos se exige una colaboración amplísima en el campo social, todos los
hombres son llamados a esta empresa común, sobre todo los que creen en Dios y aún más
singularmente todos los cristianos, por verse honrados con el nombre de Cristo.

La cooperación de todos los cristianos expresa vivamente la unión con la que ya están
vinculados y presenta con luz más radiante la imagen de Cristo Siervo. Esta cooperación,
establecida ya en no pocas naciones, debe ir perfeccionándose más y más, sobre todo en las
regiones desarrolladas social y técnicamente, ya en el justo aprecio de la dignidad de la
persona humana, ya procurando el bien de la paz, ya en laaplicación social del Evangelio, ya en
el progreso de las ciencias y de las artes, con espíritu cristiano, ya en la aplicación de cualquier
género de remedio contra los infortunios de nuestros tiempos, como son el hambre y las
calamidades, el analfabetismo y la miseria, la escasez de viviendas y la distribución injusta de
las riquezas.

Por medio de esta cooperación podrán advertir fácilmente todos los que creen en Cristo cómo
pueden conocerse mejor unos a otros, apreciando más y cómo se allana el camino para la
unidad de los cristianos.

CAPÍTULO III

LAS IGLESIAS Y LAS COMUNIDADES ECLESIALES


SEPARADAS DE LA SEDE APOSTÓLICA ROMANA

13. Nuestra atención se fija en las dos categorías principales de escisiones que afectan a la
túnica inconsútil de Cristo.

Las primeras tuvieron lugar en el Oriente, a resultas de las declaraciones dogmáticas de los
concilios de Efeso y de Calcedonia, y en tiempos posteriores por la ruptura de la comunidad
eclesiástica entre los patriarcas orientales y la Sede Romana.

Más de cuatro siglos después sobrevienen otras en las misma Iglesia de Occidente, como
secuela de los acontecimientos que ordinariamente se designan con el nombre de reforma.
Desde entonces, muchas comuniones nacionales o confesionales quedaron disgregadas de la
Sede Romana. Entre las que conservan, en parte, las tradiciones y las estructuras católicas,
ocupa lugar especial la comunión anglicana.

Hay, sin embargo, diferencias muy notables en estos diversos grupos no sólo por razón de su
origen, lugar y tiempo, sino especialmente por la naturaleza y gravedad de los problemas
pertinentes a la fe y a la estructura eclesiástica.
Por ello, este Sacrosanto Concilio, valorando escrupulosamente las diversas condiciones de
cada uno de los grupos cristianos, y teniendo en cuenta los vínculos existentes entre ellas, a
pesar de su división, determina proponer las siguientes consideraciones para llevar a cabo una
prudente acción ecumenista.

I. CONSIDERACIÓN PARTICULAR DE LAS IGLESIA ORIENTALES

Carácter e historia propia de los orientales

14. Las Iglesias del Oriente y del Occidente, durante muchos siglos siguieron su propio camino
unidas en la comunión fraterna de la fe y de la vida sacramental, siendo la Sede Romana, con
el consentimiento común, árbitro si surgía entre ellas algún disentimiento en cuenta a la fe y a
la disciplina. El Sacrosanto Concilio se complace en recordar, entre otras cosas importantes,
que existen en Oriente muchas Iglesias particulares o locales, entre las cuales ocupan el primer
lugar las Iglesias patriarcales, y de los cuales no pocas traen origen de los mismos Apóstoles.

Por este motivo han prevalecido y prevalece entre los orientales el empeño y el interés de
conservar aquellas relaciones fraternas en la comunión de la fe y de la caridad, que deben
observarse entre las Iglesias locales como entre hermanas.

No debe olvidarse tampoco que las Iglesias del Oriente tienen desde el principio un tesoro del
que tomó la Iglesia del Occidente muchas cosas en la Liturgia, en la tradición espiritual y en el
ordenamiento jurídico. Y es de sumo interés el que los dogmas fundamentales de la fe
cristiana, el de la Trinidad, el del Hijo de Dios hecho carne de la Virgen Madre de Dios,
quedaron definidos en concilio ecuménicos celebrados en el Oriente. Aquellas Iglesias han
sufrido y sufren mucho por la conservación de esta fe.

La herencia transmitida por los Apóstoles fue recibida de diversas formas y maneras y, en
consecuencia, desde los orígenes mismos de la Iglesia fue explicada diversamente en una y
otra parte por la diversidad del carácter y de las condiciones de la vida. Todo ello, a más de las
causas externas, por la falta de comprensión y de caridad, motivó las separaciones.

Por lo cual el Sacrosanto Concilio exhorta a todos, pero especialmente a quienes han de
trabajar por restablecer la plena comunión entra las Iglesias orientales y la Iglesia católica, que
tengan las debidas consideraciones a la especial condición de las Iglesias que nacen y se
desarrollan en el Oriente, así como a la índole de las relaciones que existían entre ellas y la
Sede Romana antes de la separación, y que seformen una opinión recta de todo ello; observar
esto cuidadosamente servirá muchísimo para el pretendido diálogo.

La tradición litúrgica y espiritual de los orientales

15. Todos conocen con cuánto amor los cristianos orientales celebran el culto litúrgico, sobre
todo la celebración eucarística, fuente de la vida de la Iglesia y prenda de la gloria futura, por la
cual los fieles unidos a su Obispo, teniendo acogida ante Dios Padre por su Hijo el Verbo
encarnado, muerto y glorificado en la efusión del Espíritu Santo, consiguen la comunión con la
Santísima Trinidad, hechos "partícipes de la naturaleza divina". Consiguientemente, por la
celebración de la Eucaristía del Señor en cada una de estas Iglesias, se edifica y crece la Iglesia
de Dios, y por la concelebración se manifiesta la comunión entre ellas.

En este culto litúrgico los orientales ensalzan con hermosos himnos a María, siempre Virgen, a
quien el Concilio Ecuménico de Efeso, proclamó solemnemente Santísima Madre de Dios, para
que Cristo fuera reconocido como Hijo de Dios e Hijo del hombre, según las Escrituras, y
honran también a muchos santos, entre ellos a los Padres de la Iglesia universal. Puesto que
estas Iglesias, aunque separadas, tienen verdaderos sacramentos y, sobre todo por su sucesión
apostólica, el sacerdocio y la Eucaristía, por los que se unen a nosotros con vínculos
estrechísimos, no solamente es posible, sino que se aconseja, alguna comunicación con ellos
en las funciones sagradas en circunstancias oportunas y aprobándolo la autoridad eclesiástica.
También se encuentran en el Oriente las riquezas de aquellas tradiciones espirituales que creó,
sobre todo, el monaquismo. Allí, pues, desde los primeros tiempos gloriosos de los santo
Padres floreció la espiritualidad monástica, que se extendió luego a los pueblos occidentales.
De ella procede, como de su fuente, la institución religiosa de los latinos, que aún después
tomó nuevo vigor en el Oriente. Por lo cual se recomienda encarecidamente a los católicos que
acudan con mayor frecuencia a estas riquezas espirituales de los Padres del Oriente, que
levantan a todo hombre a la contemplación de lo divino.

Tengan todos presente que el conocer, venerar, conservar y favorecer el riquísimo patrimonio
litúrgico y espiritual de los orientales es de una gran importancia para conservar fielmente la
plenitud de la tradición cristiana y para conseguir la reconciliación de los cristianos orientales y
occidentales.

Disciplina propia de los orientales

16. Las Iglesias del Oriente, además, desde los primeros tiempos seguían las disciplinas propias
sancionadas por los santos Padres y por los concilios, incluso ecuménicos. No poniéndose a la
unidad de la Iglesia una cierta variedad de ritos y costumbres, sino acrecentando más bien su
hermosura y contribuyendo al más exacto cumplimiento de su misión como antes hemos
dicho, el Sacrosanto Concilio, para disipar todo temor declara que las Iglesias orientales,
conscientes de la necesaria unidad de toda la Iglesia, tienen el derecho y la obligación de
regirse según sus propias ordenaciones, puesto que son más acomodadas a la idiosincrasia de
sus fieles y más adecuadas para promover el bien de sus almas. No siempre, es verdad, se ha
observado bien este principio tradicional, pero su observancia es una condición previa
absolutamente necesaria para el restablecimiento de la unión.

Carácter propio de los orientales


en la exposición de los misterios

17. Lo que antes hemos dicho acerca de la legítima diversidad, nos es grato repetirlo también
de la diversa exposición de la doctrina teológica, puesto que en el Oriente y en el Occidente se
han seguido diversos pasos y métodos en la investigación de la verdad revelada y en el
reconocimiento y exposición de lo divino. No hay que sorprenderse, pues, de que algunos
aspectos del misterio revelado a veces se hayan captado mejor y se hayan expuesto con más
claridad por unos que por otros, de manera que hemos de declarar que las diversas fórmulas
teológicas, más bien que oponerse entre sí, se completan y perfeccionan unas a otras. En
cuanto a las auténticas tradiciones teológicas de los orientales, hay que reconocer que radican
de una modo manifiesto en la Sagrada Escritura, se fomentan y se vigorizan con la vida
litúrgica, se nutren de la viva tradición apostólica y de las enseñanzas de los Padres orientales y
de los autores eclesiásticos hacia una recta ordenación de la vida; más aún, tienden hacia una
contemplación cabal de la verdad cristiana. Este Sacrosanto Concilio declara que todo este
patrimonio espiritual y litúrgico, disciplinar y teológico, en sus diversas tradiciones, pertenece
a la plena catolicidad y apostolicidad de la Iglesia, dando gracias a Dios, porque muchos
orientales, hijos de la Iglesia católica, que conservan esta herencia y ansían vivirla en su plena
pureza e integridad, viven ya en comunión perfecta con los hermanos que practican la
tradición occidental.

Conclusión

18. Bien considerado todo lo que precede, este Sacrosanto Concilio renueva solemnemente
todo lo que han declarado los sacrosantos concilios anteriores y los Romanos Pontífices; a
saber, que para el restablecimiento y mantenimiento de la comunión y de la unidad es preciso
"no imponer ninguna otra carga más que la necesaria" (Act., 15,28). Desea, asimismo,
vehementemente, que en adelante se dirijan todos los esfuerzos en los varios institutos y
formas de vida de la Iglesia, sobre todo en la oración y en el diálogo fraterno acerca de la
doctrina y de las necesidades más urgentes del cargo pastoral en nuestros días y se encaucen
para lograr paulatinamente la comunión. De igual manera recomienda a los pastores y a los
fieles de la Iglesia católica estrecha amistad con quienes pasan la vida no ya en Oriente, sino
lejos de la patria para incrementar la colaboración fraterna con ellos con espíritu de caridad,
dejando todo ánimo de controversia y de emulación. Si llega a ponerse toda el alma en esta
empresa, este Sacrosanto Concilio espera que, derrocado todo muro que separa la Iglesia
occidental y la oriental, se hará una sola morada, cuya piedra angular es Cristo Jesús, que hará
de las dos una sola cosa.

II. LAS IGLESIAS Y COMUNIDADES ECLESIALES


SEPARADAS EN OCCIDENTE

Condición propia de estas comunidades

19. Las Iglesias y comunidades eclesiales que se disgregaron de la Sede Apostólica Romana,
bien en aquella gravísima perturbación que comenzó en el Occidente ya a finales de la Edad
Media, bien en tiempos sucesivos, están unidas con la Iglesia católica por una afinidad de lazos
y obligaciones peculiares por haber desarrollado en los tiempos pasados una vida cristiana
multisecular en comunión eclesiástica.

Puesto que estas Iglesias y comunidades eclesiales por la diversidad de su origen, de su


doctrina y de su vida espiritual, discrepan bastante no solamente de nosotros, sino también
entre sí, es tarea muy difícil describirlas cumplidamente, cosa que no pretendemos hacer aquí.

Aunque todavía no es universal el movimiento ecuménico y el deseo de armonía con la Iglesia


católica, abrigamos, no obstante, la esperanza de que este sentimiento ecuménico y el mutuo
aprecio irán imponiéndose poco a poco en todos.

Hay que reconocer, ciertamente que entre estas Iglesias y comunidades y la Iglesia católica hay
discrepancias esenciales no sólo de índole histórica, sociológica, psicológica y cultural, sino,
ante todo, de interpretación de la verdad revelada. Mas para que, a pesar de estas
dificultades, pueda entablarse más fácilmente el diálogo ecuménico, en los siguientes párrafos
trataremos de ofrecer algunos puntos que pueden y deben ser fundamento y estímulo para
este diálogo.

La confesión de Cristo

20. Nuestra atención se dirige, ante todo, a los cristianos que reconocen públicamente a
Jesucristo como Dios y Señor y Mediador único entre Dios y los hombres, para gloria del único
Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Sabemos que existen graves divergencias entre la doctrina
de estos cristianos y la doctrina de la Iglesia católica aun respecto a Cristo, Verbo de Dios
encarnado, de la obra de la redención y, por consiguiente, del misterio y ministerio de la Iglesia
y de la función de María en la obra de la salvación. Nos gozamos, sin embargo, viendo a los
hermanos separados tender hacia Cristo, como fuente y centro de la comunión eclesiástica.
Movidos por el deseo de la unión con Cristo, se sienten impulsados a buscar más y más la
unidad y también a dar testimonio de su fe delante de todo el mundo.

Estudio de la Sagrada Escritura

21. El amor y la veneración y casi culto a las Sagradas Escrituras conducen a nuestros
hermanos separados el estudio constante y solícito de la Biblia, pues el Evangelio "es poder de
Dios para la salud de todo el que cree, del judío primero, pero también del griego" (Rom.,
1,16).

Invocando al Espíritu Santo, buscan en las Escrituras a Dios, que, en cierto modo, les habla en
Cristo, preanunciado por los profetas, Verbo de Dios encarnado por nosotros. En ellas
contemplan la vida de Cristo y cuanto el divino Maestro enseñó y realizó para la salvación de
los hombres, sobre todo los misterios de su muerte y de su resurrección.

Pero cuando los hermanos separados reconocen la autoridad divina de los sagrados libros
sienten -cada uno a su manera- diversamente de nosotros en cuanto a la relación entre las
Escrituras y la Iglesia, en la cual, según la fe católica, el magisterio auténtico tiene un lugar
especial en orden a la exposición y predicación de la palabra de Dios escrita.

Sin embargo, las Sagradas Escrituras son, en el diálogo mismo, instrumentos preciosos en la
mano poderosa de Dios para lograr aquella unidad que el Salvador presenta a todos los
hombres.

La vida sacramental

22. Por el sacramento del bautismo, debidamente administrado según la institución del Señor,
y recibido con la requerida disposición del alma, el hombre se incorpora realmente a Cristo
crucificado y glorioso y se regenera para el consorcio de la vida divina, según las palabras del
Apóstol: "Con El fuisteis sepultados en el bautismo, y en El, asimismo, fuisteis resucitados por
la fe en el poder de Dios, que lo resucitó de entre los muertos" (Col., 2,12; Rom., 6,4).

El bautismo, por tanto, constituye un poderoso vínculo sacramental de unidad entre todos los
que con él se han regenerado. Sin embargo, el bautismo por sí mismo es tan sólo un principio y
un comienzo, porque todo él se dirige a la consecución de la plenitud de la vida en Cristo. Así,
pues, el bautismo se ordena a la profesión íntegra de la fe, a la plena incorporación, a los
medios de salvación determinados por Cristo y, finalmente, a la íntegra incorporación en la
comunión eucarística.

Las comunidades eclesiales separadas, aunque les falte esa unidad plena con nosotros que
dimana del bautismo, y aunque creamos que, sobre todo por la carencia del sacramentodel
orden, no han conservado la genuina e íntegra sustancia del misterio eucarístico, sin embargo,
mientras conmemoran en la santa cena la muerte y la resurrección del Señor, profesan que en
la comunión de Cristo se representa la vida y esperan su glorioso advenimiento. Por
consiguiente, la doctrina sobre la cena del Señor, sobre los demás sacramentos, sobre el culto
y los misterios de la Iglesia deben ser objeto de diálogo.
La vida con Cristo

23. La vida cristiana de estos hermanos se nutre de la fe e cristo y se robustece con la gracia
del bautismo y con la palabra de Dios oída. Se manifiesta en la oración privada, en la
meditación bíblica, en la vida de la familia cristiana, en el culto de la comunidad congregada
para alabar a Dios. Por lo demás, su culto muchas veces presenta elementos claros de la
antigua Liturgia común.

La fe por la cual se cree en Cristo produce frutos de alabanza y de acción de gracias por los
beneficios recibidos de Dios; únesele también un vivo sentimiento de justicia y una sincera
caridad para con el prójimo. Esta fe laboriosa ha producido no pocas instituciones para
socorrer la miseria espiritual y corporal, para perfeccionar la educación de la juventud, para
hacer más llevaderas las condiciones sociales de la vida, para establecer la paz en el mundo.

Pero si muchos cristianos no entienden siempre el Evangelio en su aspecto moral, en la misma


manera que los católicos, ni admiten las mismas soluciones a los problemas más complicados
de la sociedad moderna, no obstante quieren seguir, lo mismo que nosotros, la palabra de
Cristo, como fuente de virtud cristiana, y obedecer al precepto del Apóstol: "Todo cuanto
hacéis de palabra o de obra, hacedlo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre
por El" (Col., 3,17). De aquí puede surgir el diálogo ecuménico sobre la aplicación moral del
Evangelio.

CONCLUSIÓN

24. Expuestas brevemente las condiciones en que se desarrolla la acción ecuménica y los
principios por los que se debe regir, dirigimos confiadamente nuestra mirada al futuro. Este
Sagrado Concilio exhorta a los fieles a que se abstengan de toda ligereza o imprudente celo,
que podrían perjudicar al progreso de la unidad. Su acción ecuménica ha de ser plena y
sinceramente católica, es decir, fiel a la verdad recibida de los Apóstoles y de los Padres y
conforme a la fe, que siempre ha profesado la Iglesia católica, tendiendo constantemente
hacia la plenitud con que el Señor desea que se perfeccione su Cuerpo en el decurso de los
tiempos.

Este Sagrada Concilio desea ardientemente que los proyectos de los fieles católicos progresen
en unión con los proyectos de los hermanos separados, sin que se pongan obstáculos a los
caminos de la Providencia y sin prejuicios contra los impulsos que puedan venir del Espíritu
Santo.Además, se declara conocedor de que este santo propósito de reconciliar a todos los
cristianos en la unidad de la única Iglesia de Jesucristo excede las fuerzas y la capacidad
humana. Por eso pone toda su esperanza en la oración de Cristo por la Iglesia, en el amor del
Padre para con nosotros, en la virtud del Espíritu Santo. "Y la esperanza no quedará fallida,
pues el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por la virtud del Espíritu Santo,
que nos ha sido dado" (Cf.Rom., 5,5).

Todas y cada una de las cosas contenidas en este Decreto han obtenido el beneplácito de los
Padres del Sacrosanto Concilio. Y Nos, en virtud de la potestad apostólica recibida de Cristo,
juntamente con los Venerables Padres, las aprobamos, decretamos y establecemos en el
Espíritu Santo, y mandamos que lo así decidido conciliarmente sea promulgado para gloria de
Dios.

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