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postmoderno
Chus Neira
“También en la Edad Media alemana iban rodando de un lugar para otro, cantando y bailando
bajo el influjo de esa misma violencia dionisíaca, muchedumbres cada vez mayores. En esos
danzantes de San Juan y San Vito reconocemos nosotros los coros báquicos de los griegos, con
su prehistoria en Asia Menor, que se remontan hasta Babilonia y hasta los saces orgiásticos”. Así
habló Nietzsche en “El nacimiento de la tragedia” y así parece que estuviera describiendo ese
gozo desatado con música de “Cream”, violencia, éxtasis y revolución, que invade las calles
mientras se llevan al Joker en un coche patrulla tras haber disparado en directo al presentador
del late-night. Es verdad que la película de Todd Phillips de 2019, con Joaquín Phoenix en el
papel del payaso, ni es ni pretende ser una película de superhéroes, pero tampoco Batman ni su
archienemigo pertenecieron nunca al género de la mayoría de sus colegas. Ni mutantes ni
extraterrestres, desde su primera aparición en el número 27 de 1939 de Detective Comics,
Batman no ha sido más que un héroe hecho a sí mismo, puro artificio, disfraz, máscara y todo
tipo de complementos. Las reinterpretaciones posteriores abundan en estos conflictos internos y
en las fisuras del personaje, estableciendo un canon que desde la deconstrucción realizada por
Frank Miller en los ochenta no ha hecho más que ensancharse. A esa tradición pertenece “La
broma asesina” de Alan Moore (1988), el “Arkham Asylum” de Grant (1989), el “Joker” de
Azzarello (2008) o “¿Qué le sucedió al cruzado de la capa?” de Neil Gaiman 2009. Y, en
consonancia, el cine también ha tratado de alejarse con mayor o menor acierto del canon clásico
del cine de superhéroes, ya sea en la versión de Tim Burton de 1989 con Jack Nicholson en el
papel del Joker, como en la trilogía de Nolan (2005/2012) y el glorioso Head Ledger (2008) o este
último de Joaquin Phoenix.
Esa negación de la fantasía y bendición del artificio (no hay superpoderes, sólo máscara y
entrenamiento), es lo que ha mantenido a Batman y al Joker, mucho más que a cualquier otro
personaje de su especie, pegados a la sociedad contemporánea, al mundo “líquido”, a la falta de
certezas y abismo constante que despliega, en el presente, la condición postmoderna bajo
nuestros pies. Batman y Joker son, además, un tándem perfecto porque juntos suman, definen y
explican un mundo que cada vez se puede explicar menos. Los dos representan, de alguna
forma, lo mismo que para Nietzsche eran Apolo y Dioniso, tal y como el filósofo los analizó en
1871.
Pero las cosas cambian. En la lectura fácil de Batman/Joker como Orden/Caos, se percibe un
sutil desplazamiento del significado que acaba por no ser nada sutil y subvierte las posiciones
iniciales, hasta identificar a Batman con el fascismo represor y al Joker con la anarquía
liberadora. En el fondo, hay muchos más matices y el binomio, como en el caso de Apolo y
Diniso, no es nada sencillo. Los dos personajes, Batman y Joker, ofrecen una salida alternativa al
sistema establecido. Batman suplanta la ley, y aunque trate de evitar convertirse en un sicario
justiciero, su código es eso, el suyo, no le que le han dado los ciudadanos. Joker, por su parte, se
acaba convirtiendo en el líder de la masa oprimida, en el héroe de los desharrapados, en el
protomártir sin martirio de los indignados. Su propuesta es otro tipo de justicia, quizá superior a
aquella con la que el murciélago pretende completar las leyes pactadas por los hombres. El
payaso interpretado por Head Ledger lo expresa magistralmente cuando afirma: “Introduce un
poco de anarquía, altera el orden establecido y todo se volverá caos. Soy un agente del caos. ¿Y
sabes lo que sucede con el caos? Que es justo”.
Al final sucede lo mismo que decía Nietzsche sobre sus mitos: “Apolo habla el lenguaje de
Dioniso”. No son el caso frente al orden, son dos expresiones de la misma y única energía
creadora, que a veces se manifiesta a través de la destrucción y otras a través de la
reconstrucción. El domador y el payaso, el freno y acelerador, Batman y Joker en la misma pista
de circo, a bordo del mismo mundo girando sobre sí mismo ignorante de su dirección.